CAPÍTULO 9
La Antártida era como un torturante sueño. Tenía una parte suave e irreal, la trémula y diáfana luz de las blancas y algodonosas cimas reflejadas en un mar de color cobalto, los vastos icebergs que se deslizaban en la fría niebla, la etérea penumbra de las fisuras hundidas como azules heridas en los desmigajados glaciares. Por otro lado, el continente poseía dureza: el resplandor de la cegadora luz que se reflejaba, el implacable frío que abrasaba la nariz y la garganta, el endurecido hielo acumulado en las barandillas y la cubierta. La pelusilla de la nariz se helaba, los labios se agrietaban e incluso podía solidificarse el humor de los ojos. En una ventisca, el viento llegaba a helarse tanto que daba la sensación de que desaparecía todo el oxígeno, mientras que en un día apacible el brillo del sol hacía resplandecer el cuerpo de una persona que se encontraba sobre un témpano. Lo más llamativo era la pureza del aire. No se detectaba allí la neblina ligeramente húmeda de las tierras templadas, las distantes montañas destacaban con absoluta nitidez. La claridad, en lugar de agudizar la percepción parecía oscurecerla. Allí la mente perdía sus puntos de referencia normales y el paisaje, en vez de parecer más real, lo parecía menos. La Antártida era algo vívido como una fantasía, consistente como un sueño. Hart se había enamorado de ella la primera vez. Descubrió que también seguía inspirándole temor.
—¿Dónde nos encontramos? —preguntó a Heiden. Por la panorámica que le ofrecía el blanco muro de las montañas que se extendía hasta donde alcanzaba la vista en todas direcciones, pensó que igual podía encontrarse en la Luna.
—En Nueva Schwabenland —respondió el capitán—. La parte más reciente de la gran Alemania.
Drexler manifestó la necesidad inmediata de desembarcar. El Schwabenland era el primer barco del Tercer Reich que visitaba el continente austral, y se imponía la reclamación del territorio. Habían anclado en una bahía confinada entre dos paredes glaciales de unos sesenta metros de altitud, a la que el geógrafo Feder puso enseguida el nombre de Puerto Hamburgo. De vez en cuando se desprendía de la pared del glaciar un pedazo de hielo con un estrépito parecido al disparo de un cañón, iba a parar a las oscuras y claras aguas y se deslizaba sobre ellas con el eco de su propio torbellino. Del extremo suroeste sobresalía una punta rocosa; este fue el punto hacia el que remaron los silenciosos viajeros. El bote chirrió en la playa de guijarros y sus pasajeros pasaron de las aguas superficiales a la nieve que se conservaba entre los afloramientos de granito. Un ave de aspecto parecido a una gaviota pasó por encima de ellos con un graznido de afirmación sobre su precedencia en la ocupación del territorio.
Feder llevaba una cámara de filmación y se dispuso a colocarla sobre un trípode. Greta saltó con su Leica plateada. Drexler transportaba una pequeña bandera nazi sujeta a un bichero. Como no soplaba viento que pudiera hacer ondear la esvástica, uno de los soldados tuvo que sujetarla desde atrás mientras Greta sacaba la foto. Seguidamente colocó a Heiden ante la cámara, retirándole la capucha de la parka para que destacaran con toda claridad sus grisáceos trazos prusianos.
—En nombre de Adolf Hitler reclamamos la soberanía de este territorio para el Reich alemán —proclamó el capitán con un hilillo de voz ante la inmensidad—. ¡Que este desafío y los recursos del territorio inspiren al pueblo alemán de generación en generación!
Schmidt se inclinó un poco para contemplar unas pequeñas manchas de liquen sobre las rocas.
—La vida en su forma más elemental —murmuró, arrancando una muestra.
Cerca de allí había también una colonia de pingüinos; un trío de embajadores de la avifauna se contoneaban por la nieve inspeccionando el curioso acontecimiento.
—Fíjense, ya se han vestido para el día de Año Nuevo —exclamó Greta con gran alegría. En realidad, los pingüinos tenían todo el aire de una delegación vestida de esmoquin.
—Han acudido a dar la bienvenida a nuestra protección y administración —dijo Drexler guiñando el ojo. Se acercó a los pájaros y estos se escabulleron con gesto precavido—. Os agradecemos vuestra hospitalidad, y a cambio os traemos civilización —siguió él haciendo una inclinación. Luego se puso rígido y les saludó con el brazo en alto—: ¡Heil Hitler! —Greta rio y tomó la instantánea.
Hart, soltando un suspiro, se acercó a la colonia de pingüinos para observarlos. Había cientos de pájaros moviéndose, buscando la posición adecuada para anidar en el barro que había quedado al descubierto entre la nieve. La colonia exhalaba un olor acre de excremento de pájaro, el cual formaba una gran mancha marrón rojiza en el suelo. De vez en cuando, un grupo de aves se acercaba andando o patinando hasta el borde del agua, vacilaba e inmediatamente se zambullían; entonces su aire torpe se convertía en grácil cuando se deslizaban como sibilantes torpedos.
Greta se acercó también, disparando a distancia con la Leica. Hart estaba algo irritado con ella por haber fotografiado el saludo nazi, pero se recordó a sí mismo que se trataba del país de ellos. La mujer no reparó en su cambio de humor, la alegría le embargaba al encontrarse de nuevo en tierra firme. Hart acortó el paso esperando que ella lo alcanzara.
—Parecen enanos —le dijo él.
—Están en época de anidar. Nadie sabe aún dónde pasan el invierno, pero en verano llegan nadando a lugares como este para la reproducción.
—Es gracioso ver cómo se detienen al borde del agua, como haríamos nosotros. Parece que la encontraran excesivamente fría.
—No los detiene el frío. Miran si hay alguna foca leopardo al acecho. Se sitúan justo debajo de la superficie a la espera de ver la silueta de un pingüino, y en cuanto aparece, pasan al ataque. Le aconsejo que si se aventura a subir a un témpano, permanezca lejos de la orilla.
—Sí, señora —respondió Hart con aire burlón—. ¿Y por qué se reunirán aquí los pingüinos?
—Utilizan los guijarros para construir el nido y vuelven año tras año a las colonias que pueden proporcionárselos. Usted mismo puede comprobar ahora cómo se pelean por las piedras.
Hart lo observó. Vio que algunos pingüinos se limitaban a inspeccionar el terreno en busca de piedras, mientras que otros acechaban las de sus vecinos. Algunos, de vez en cuando, lanzaban una incursión para hacerse con un pedrusco, montando una gran algarabía; otros aprovechaban el momento para robarles sus reservas. Se trataba de una competición ilógica que parecía, en definitiva, bastante humana.
—No son muy listos —dijo el piloto.
—Pues no, son poco más que sacos de hormonas que se guían por el instinto. Los estercoráridos son aves más listas. Trabajan en equipo en el momento de la reproducción; uno de los pájaros distrae a uno de los progenitores de los pingüinos mientras el otro se hace con su huevo. De todas formas hay tantos pingüinos que creo que su supervivencia está asegurada.
—Si consiguieran colaborar entre sí…
—A veces lo hacen. ¿Ha visto aquello? Un pingüino que entrega su guijarro a otro. Probablemente se trata de un macho que muestra su deferencia a una hembra. ¿A que es romántico?
Hart sonrió burlonamente.
—Normalmente las piedras que regalamos los humanos son más bonitas. De todas formas, tiene razón, parece que nos imiten.
—Por eso encuentro tan fascinante la biología. Me reconozco en ellos.
—¿Incluso en el krill? Ella soltó una carcajada.
—Cuesta más encariñarse con el krill, que circula a la deriva por el océano en forma de nubes sin rumbo. Pero ¿y las ballenas? ¡Qué poco las conocemos, aparte de admirar su esplendor! ¿Sabía usted que algunas son capaces de permanecer más de una hora bajo el agua, a más de dos kilómetros de profundidad?
Hart se preguntó si se había enterado de aquello por el libro que le había regalado Jürgen. Con cierta expresión de enojo le señaló al enlace político y a sus hombres, que inspeccionaban una fisura glacial cerca de allí.
—¿Qué opina de esa reclamación de soberanía en el territorio de las ballenas?
Greta se encogió de hombros.
—Una reclamación de este tipo permite practicar la ciencia a las personas como yo. Por otra parte, Jürgen dice que si no actúa Alemania, otra nación lo hará. En realidad ya lo han hecho. Los británicos, los noruegos, ustedes, los estadounidenses, los argentinos, los chilenos… Todo el mundo planta su bandera.
Hart asintió no muy convencido.
—Puede que tenga razón. Aun así, Drexler lo hace con un aire tan… arrogante… Alemania esto, Alemania aquello… ¡Una seriedad repugnante!
—Bromeaba con lo de los pingüinos… No es tan estricto como usted cree. Usted también tiene sus cosas. Nunca habla de su gente, ni de su familia, ni de deportes. ¿Sabe lo que creo? Ustedes dos no se caen bien porque se parecen demasiado. Dos solitarios, dos personas de opiniones inflexibles, los dos interesados en… En fin, muy parecidos. —Se sonrojó un poco.
A Hart le ofendió la comparación.
—Pues yo lo encuentro… engreído. ¿Reclamar la soberanía de esta nevera? ¿Para qué? Si nadie puede vivir aquí. Hoy hace buen tiempo, pero espere a la próxima tormenta. A la oscuridad del invierno. Es de locos.
—Entonces, ¿por qué ha venido usted?
—Para explorar. Para volar. Pero no para saludar a los pingüinos con el brazo en alto.
—Tal vez Jürgen encuentre el sentido del humor donde usted es incapaz de verlo —replicó ella—. No es tan malo cuando se le conoce. A mí me ha apoyado. Tuve un… tutor, un profesor que murió en un accidente de automóvil, y como mujer, nadie me apoyaba en mi carrera, no disponía de medios para entrar en una universidad, y de pronto conocí a Jürgen, que me ofreció este trabajo en la Antártida… ¡Vaya oportunidad! ¡Estuve a punto de darle un beso! Él es sincero en sus sueños. Usted nunca le ha escuchado con amplitud de miras.
—¿Lo hizo usted?
—¿Si hice qué?
—¿Besarle?
—¡No! ¡No! Además, ¿si lo hubiera hecho, qué? ¡No es asunto suyo!
—Después de la fiesta debería preguntarse qué motivos tuvo él para llevarla a bordo…
—Seriedad en la biología. —No cambió de tono.
—Ya sé que es una bióloga seria, pero tiene que verle tal como es.
—¿Cómo se atreve? —Su enojo iba en aumento—. ¿A quién besó usted para conseguir una plaza en el Schwabenland? Sube al barco con su turbio pasado y adopta estos aires de superioridad y condescendencia con una misión científica…
—Una misión política.
—Lo uno y lo otro.
Hart suspiró. Sentía enojo, se encontraba a la defensiva y era consciente de que estaba embrollando la situación: apartaba de sí a una mujer que le fascinaba, perseguía a una mujer que solo podía acarrearle problemas.
—Oiga, lo siento. Por nada del mundo quisiera que le hicieran daño.
—¡Mis amistades no son asunto suyo!
—Dejémoslo.
—¡Me importa muy poco lo que usted pueda opinar!
La miró con impotencia.
—Por favor, Greta, yo no la estoy criticando…
Pero ella ya se estaba alejando allí, en la playa. Vio que Jürgen estaba a la espera con un cierto aire de curiosidad en su rostro.
Hart contaba con que Greta se hubiera calmado cuando subieran otra vez al bote, pero ella se sentó en la proa, lejos de él, junto a Drexler, acercándose a su oído para hablarle en voz baja en alemán. Feder dedicó una sonrisa irónica al piloto. «Perfecto», pensó el estadounidense. Su ineptitud se iba a convertir en la comidilla del barco. El marinero que se encargaba del bote le pidió qué se hiciera cargo de uno de los remos, pues unos cuantos del grupo de las SS alemanas se quedaban en la playa a practicar sus técnicas en la nieve. Él obedeció, y remando de espaldas a la pareja alemana, puso todo su empeño en la labor.
Se inició el vuelo. El reconocimiento inicial resultó simple: el Dornier Wal, al que los pilotos habían bautizado como Bóreas, hacia occidente y el passat hacia oriente, salieron disparados de la lanzadera y subieron vertiginosamente como dos gigantescos petreles. Hart no se situaba geográficamente —se encontraban en una zona inexplorada al este del mar de Weddell, más allá del océano Atlántico y de África—, si bien descubrió que podía desempeñar un útil papel como asesor en cuanto al hielo, las pautas meteorológicas, las peligrosas corrientes de aire procedentes de las montañas y la importancia de una navegación esmerada.
Curiosamente, la inmensidad de la Antártida intimidaba a los pilotos alemanes. Al cabo de unos minutos del lanzamiento todos tuvieron la sensación de que los aviones habían sido engullidos por el paisaje más agreste y épico que jamás hubieran imaginado. Aparte de que no se avistara ciudad, carretera, luz o mojón alguno, quedaba claro que nada de eso había existido allí. Eran los primeros de su especie en contemplar aquellas riberas hostiles.
Los vuelos se realizaron en general con tiempo despejado y tranquilo, algo corriente en pleno verano antártico, es decir, durante los meses de diciembre y enero. A menudo se ofrecía a Hart y a Feder la oportunidad de acompañarles, y en estas ocasiones el piloto realizaba sus propios despegues y aterrizajes. Se empezaron a perfilar los primeros trazos de mapas; a Feder se le ocurrían nombres que sin duda iban a ser aceptados: cordillera Hitler, monte Göring, glaciar Goebbels, bahía Bismarck. Los pilotos alemanes parecían especialmente interesados en los fondeaderos y los puntos contiguos de la costa no cubiertos por la nieve. A veces, tras descubrir uno de estos, el Schwabenland navegaba hacia él costeando, abriéndose paso entre imponentes icebergs e irregulares témpanos flotantes. Hart dedujo que andaban a la busca de un puerto al que volver. Drexler utilizaba una palabra que al parecer había sacado de los discursos o escritos de Hitler: Lebensraum, salón.
Lo que más atemorizaba a Heiden era el imprevisible hielo. Se encontraban a menudo con témpanos que el viento desplazaba hacia un lado mientras los voluminosos icebergs avanzaban amenazadoramente en sentido contrario, pues las corrientes oceánicas les empujaban desde el sur. El Schwabenland no era en realidad un rompehielos, y podía avanzar solo si conseguía encontrar aberturas o canales. Los pilotos reconocían el terreno a la búsqueda de estos.
—¡Hay que buscar una borrasca! —dijo Hart a los aviadores en un momento determinado.
—En la Antártida hace demasiado frío para que llueva —replicó Kauffman.
—Ya. Se trata del reflejo del mar abierto en un cielo cubierto. El hielo proyecta la luz contra las nubes y les confiere más blancura, mientras las oscuras aguas parecen en sombras. Da la impresión de que se avecina una tormenta, pero si se avanza hacia ella, suele encontrarse un canal o polynya.
A partir de entonces, los alemanes supieron abrirse paso entre el hielo con más seguridad.
La parte más curiosa de cada vuelo se presentaba cuando los aviones alcanzaban el punto más avanzado de su recorrido. Era entonces cuando se resolvía el misterio de como mínimo algunas de las cajas. Todas las mañanas, los marineros cargaban una en un Dornier. Contenían unos postes metálicos en cuyo extremo había grabada una pequeña esvástica ovalada.
—Con eso quedará patente nuestra reclamación, dejaremos claro que hemos visto estas tierras antes que cualquier otra nación —explicó Drexler con aire solemne a los pilotos—. Soltadlos en el límite extremo de la incursión. Están pensados para caer de punta y clavarse en el hielo.
Hart tuvo que hacer un esfuerzo para reprimir una carcajada ante aquella presuntuosa salida, pero descubrió enseguida que, como observador aéreo, a menudo su trabajo consistía precisamente en soltar aquellos malditos chismes. Los pilotos le indicaban el momento adecuado y él tenía que abrir una escotilla lateral y aguantar una estrepitosa ráfaga de viento al tiempo que observaba con las gafas protectoras la caída de los postes, hasta que los perdía de vista en el resplandor del hielo. A partir de ahí, para él no quedaba rastro de su existencia; sospechaba incluso que podían quedar enterrados en la nieve. De todas formas, a los pilotos no les importaba, pues para ellos: solo contaba el haberse desprendido de los postes.
Mientras tanto, Greta actuaba como si Owen no existiera. «Es mejor —pensaba él—, total, el vuelo me deja agotado. Que la entretenga Drexler». Al volver al barco en uno de los Dornier, la veía a veces en el bote, arrastrando una red o recogiendo agua. Volvía más tarde a bordo, empapada, muerta de frío, y se dirigía en silencio al laboratorio con sus muestras. A las horas de las comidas se mostraba más reservada y distraída, tal vez guardando su energía para sonreír tenuemente a Drexler mientras este recitaba sus monólogos sobre la Gran Alemania y el Reich de los mil años. Se había demostrado que Fritz estaba en lo cierto: Hart estaba harto de discursos. Como Jürgen insista, pensaba el piloto, su reacción podría ser imprevisible.