CAPÍTULO 34
De repente, la oscuridad aumentó en el estanque subterráneo.
Hart se detuvo, moviendo los pies en el agua. No se encontraba totalmente a oscuras, pues seguía divisando un leve reflejo azulado en el hielo del techo, pero se dio cuenta de que se había apagado la luz de la lámpara situada junto a la cascada. Esperó un minuto a que los de las tropas de asalto la encendieran de nuevo, pero fue en vano. El piloto gritó. No obtuvo respuesta. Apenas divisaba la trémula claridad del salto de agua, pero empezó a nadar hacia allí. La luz no se encendía.
Llegó al saliente rocoso al pie de la cascada, descansó un instante y se encaramó en él. Cada vez más intrigado fue recorriendo la piedra, avanzando de lado y palpando en busca de la cuerda. Esta había desaparecido.
—¡Hans! —gritó—. ¡Rudolf!
Silencio.
Le habían abandonado.
¡Vaya con las promesas de Drexler! Greta habría triunfado con el medicamento y la pareja ya no tenía utilidad para ellos. Preocupado, se preguntó si Drexler le haría daño a ella.
Hart contaba con que esperarían a haber transportado la última carga al submarino. En su plan de fuga —que era más una desesperada ilusión que un plan— había incluido en todo momento la cooperación de Greta. Ella les despistaría de alguna forma y procuraría proporcionarle alguna provisión, lo imprescindible para emprender la inimaginable hazaña.
Pero al dejarle solo en aquel oscuro agujero, Drexler parecía haber cortado toda posibilidad. Intentó pensar. Se habrían contentado con la idea de que no conseguiría seguirles, a pesar de que les había hablado de su ascenso anterior a oscuras. ¿Cómo podían estar tan seguros? ¿En qué se basaban?
¡Claro! Si el propio Rudolf lo había dicho. Iban a volar la cueva.
—¡Válgame Dios!
Se estremeció. «¡No te dejes llevar por el pánico! De lo contrario no verás más a Greta».
Se dio cuenta de que le quedaba una salida. Habrían dispuesto tener tiempo suficiente para abandonar la gruta: el esqueleto de Fritz les habría demostrado lo poco estables que se mantenían los conductos cuando la explosión se producía cerca. No hacía tanto que se había apagado la lámpara. Estaba clarísimo: tenía que alcanzarles antes de que se disparara el temporizador.
Se agarró con fuerza al risco. Les alcanzaría.
Había trepado tantas veces por el salto y la chimenea agarrado a la cuerda, que sabía dónde colocar los pies y las manos a ciegas y sin apoyo. Ahora tendría que demostrarlo. Estiró el brazo en la fría agua en busca del asidero que tenía en mente, lo encontró y colocó luego el pie. ¡Efectivamente! Tal como recordaba. «¡Reflexiona! Avanza lentamente para poder reflexionar».
¿Cuándo ocurriría la explosión?
Empujó hacia arriba notando el azote del agua en la oscuridad, apartándose un poco para recuperar el aliento. ¡Malditos soldados! Pero enseguida comprendió que el enojo le quitaba concentración. Poco a poco, iba pensando. Tres puntos de la roca a la vez. Primero solo una mano o un pie. Arriba…
La oscuridad le desorientaba, pero siguió el ascenso hasta que el eco le indicó que había llegado al punto en el que el agua descendía sin seguir el conducto, hacia el lago. Extendió el brazo hacia atrás y palpó la piedra con la palma. ¡Exactamente! Siguió el impulso, rozando con la espalda la otra parte de la chimenea a fin de hacer cuña. Ya podía subir con más tranquilidad.
¿Cuántos minutos habrían pasado? ¿Cómo estaría programado el temporizador?
El camino era duro: en un punto, el salto se ensanchaba tanto que tuvo que usar los brazos en lugar de la espalda como apoyo, y la tensión le hizo temblar. Consiguió superar el tramo, y tanto el sonido como el tacto le revelaron que había llegado por fin a la parte superior de la cascada. Inclinando el cuerpo llegó al lugar desde el que podía lanzarse a la impetuosa corriente por encima del salto de agua y buscó ansioso un punto de apoyo entre el limo para no verse arrastrado hacia el estanque. Dándose impulso y agitando los pies aquí y allá, llegó a la corriente, donde se arrodilló, jadeando, con la mano apoyada en la raíz de una enredadera.
¿Una enredadera?
La soltó con un sobresalto. Tenía que tratarse del cable de la carga para la demolición.
«¡Santo Dios!». Se balanceó y recuperó el aliento. Aquello estaba oscuro como boca de lobo. Se arrastró con gran tiento contra la corriente hasta que rozó el cable con la barbilla y, deliberadamente, puso un pie encima de este. Se le ocurrió una idea. Si los alemanes se habían molestado en colocar explosivos en el extremo de la gruta donde el agua descendía y el río iba a tomar una nueva dirección, a buen seguro los habrían puesto también en la parte superior de la corriente. Allí tendría que ir con pies de plomo.
¿Cuánto tiempo le quedaba?
Iba contando los pasos, intentando visualizar la gruta. «Una oportunidad, una oportunidad», se repetía.
Según sus cálculos, se encontraba cerca del lugar donde dormía. Ni un ápice de luz. Todo estaba más negro que la noche, más negro que una tumba. Pero si lo habían hecho con prisas… Salió del río a rastras y palpó la arena; el olor mineral del caliente manantial le proporcionaba una rudimentaria brújula. ¡En efecto! ¡La lana de su manta! Saltó por encima de esta, localizó una piedra, puso la mano debajo de ella… ¡Menos mal! Habían dejado lo que él tenía escondido allí: la parka, las botas y el casco. El casco de minero. Aquellos cabrones eran demasiado arrogantes o demasiado perezosos para recoger sus cosas. ¡Qué estúpidos! Entre sollozos dio gracias a Dios por ello.
Encontró la pila y encendió la luz; el leve resplandor le pareció de un brillo extraordinario. Cogió la ropa y las botas rápidamente y siguió ascendiendo con el casco; puesto; el haz iba enfocando con cierto parpadeo el extremo de la cascada. Detectó un cable que conectaba dos cargas situadas a uno y otro lado del agua. Una caja, un reloj. Lo inspeccionó. ¡La manecilla del temporizador marcaba cero! ¿Habría fallado la explosión? Se acercó un poco más y se dio cuenta de que seguía el tictac. La manecilla estaba a punto de llegar al punto marcado. Muy cerca. ¿Quedarían dos minutos?
No tenía ni idea de lo que podía ocurrir si intentaba desconectar el cable.
Echó a correr contracorriente, chapoteando en el agua, con el casco moviéndose continuamente. Ante él, el agujero negro del túnel por donde se salía de la gruta. Saltó, haciendo cuña con los brazos, y empezó a ascender. Su chaqueta tropezó con otro cable. ¡Maldición! Con sumo cuidado, se quitó la parka y pasó por encima serpenteando como un gusano, perdiendo la cuenta de los segundos que iba contando mentalmente. La bota se le enganchó, y se quedó rígido a la espera de oír una explosión, pero esta no se produjo. En cuanto hubo atravesado el cable, se arrastró frenético por el estrecho túnel, comprimiendo el esfínter ante la idea de la explosión que iba a oír de un momento a otro a sus espaldas. Llegó a aquel lugar tan estrecho por el que habían pasado él y Greta y, contorsionándose, presa del delirio, avanzó con la ropa completamente mugrienta. Siguió hacia adelante y cada metro se iba añadiendo a la cuenta que tenía hecha sobre su salvación…
Algo le empujó con fuerza desde atrás y un estruendo le ensordeció. La explosión le obligó a pegar un salto hacia adelante; notaba un calor de mil demonios y el estruendo le hizo saltar el casco, y con ello la pila salió disparada. Cayó al suelo soltando una imprecación, y una ráfaga de calor, humo y escombros se precipitó hacia él impidiéndole respirar. Oyó que en alguna parte se desprendía una inmensa roca…
«¡Arrástrate, maldita sea! ¡Arrástrate!».
Se agarraba al suelo, con el casco echado hacia atrás, contorsionándose, hasta que consiguió colocarse a gatas, para pasar luego a la posición de cuclillas y seguir así el camino rozando con la espalda la piedra viva. Le iba faltando el aire a medida que el techo cedía detrás de él; cada derrumbamiento provocaba otra reacción en cadena. Logró emprender la carrera semiagachado cuando el túnel cedió con gran estrépito. Algo muy pesado le bloqueó como una garra… y un instante más tarde había superado el lugar del derrumbamiento. Tosía desesperadamente entre la nube de polvillo y humo, y su cabeza retumbaba mientras la milagrosa luz de su casco se torcía.
Como mínimo, seguía vivo de momento.
Se detuvo un instante, aturdido. Luego recordó vagamente que no tenía tiempo para descansar: los del grupo de asalto se encontraban bastante lejos y sin duda preparaban los explosivos de la entrada. Siguió a duras penas y notó que la neblina se disolvía al trepar por la cuesta formada por rocas basálticas. Ante él se encontraba la chimenea vertical que llevaba a la salida de la montaña. Trepó hasta la boca que obturaba la base de la chimenea.
La inquietud se apoderó de él. ¿Habrían volado la entrada? Todavía no. Todavía no, por supuesto: los alemanes no habían tenido tiempo de llegar arriba. ¡Un asidero! Jadeando, se abrió paso entre las desmenuzadas rocas hasta que, enfocando con la luz del casco, pudo distinguir la inmensa chimenea.
A lo lejos, muy arriba, divisaba el movimiento de una serie de luces como la suya, tan remotas como las estrellas, tan imprecisas como las bombillas de colores. Eran ellos. Los agentes de las tropas de asalto. Seguían ascendiendo hacia el exterior de la cueva con sus mochilas cargadas con el material orgánico, trepando lentamente por la chimenea hacia el túnel que había de llevarles a la otra salida. Aquellas luces constituían un provocador faro.
No sabía cómo, pero les había alcanzado. Iba sujetándose al muro. ¡Pues sí! Estaban transportando toda la carga que no habían trasladado con las cuerdas. ¿Por qué preocuparse? Con la explosión inicial, el americano habría muerto y la cueva habría quedado inservible. Por ello habían abandonado la cuerda que seguía el primer pozo y llegaba al hueco vertical. Hart la agarró, tirando con todas sus fuerzas con lúgubre satisfacción. «Tenías que haberla cortado, Espinete. Tenías que haberte detenido para asegurarlo. ¡Vaya chulería! ¡Vaya haraganería!». Adelantó un pie para ascender.
La cueva se estremeció y Hart extendió la mano para no perder el equilibrio. ¿Otra explosión? No, un temblor del volcán gemelo. Un eco provocado por simpatía a causa de la explosión. Oyó los gritos de alarma de los alemanes que estaban arriba, y tras él, el estruendo de una roca que se había movido. Los pedazos rebotaron por la chimenea y él se agachó mientras oía los lamentos y murmullos de los demás. ¡Santo Dios, en qué horrible antro se encontraba!
Reinó de nuevo el silencio en la cueva. El eco se fue apagando. Tanto Hart como los alemanes reemprendieron el ascenso; él a la máxima velocidad, sin perder de vista las luces de arriba. Como mínimo, él no llevaba la maldita carga. Estaba a punto de conseguirlo.
Siete metros. Quince. Veinte. Calculaba tocando la cuerda. La cueva estaba tan oscura que tenía la impresión de ascender por el espacio. Se convirtió en una especie de acompañamiento, y tan solo le distrajo otro desprendimiento, en esta ocasión provocado por alguien que se encontraba arriba. Se agarró al muro de la chimenea cuando los fragmentos pasaron zumbando con una enorme energía, como furiosos insectos que se arremolinaran a su alrededor. «Eso ha sido accidental», se dijo. Era imposible que los alemanes arremetieran contra él. Nadie podía ver a Owen Hart sin luz, al espectro al acecho.
Llegó al saliente del túnel por donde él y Greta habían entrado a la cueva por primera vez, y se arriesgó a encender durante un breve instante la luz. Vio otra cuerda de ascenso en su lugar. La agarró.
—¿Qué ha sido eso? —La voz procedía de arriba.
—¿Qué?
—Creo que he visto una luz.
Hart esperó. Los faros de los cascos de aquellos hombres no se movían.
—No veo nada.
—Estás muerto de miedo —exclamó alguien—. Vamos a salir de este pozo. —El piloto reconoció la voz de Hans—. Me sentiría más a salvo en el frente ruso.
Las luces se movieron de nuevo; Hart siguió adelante mientras oía los gritos con los que unos les decían a los otros que aseguraran bien la carga.
Finalmente fueron desapareciendo las luces: los alemanes habían llegado al empinado túnel del extremo de la chimenea que iba a llevarles afuera, y ascendían lentamente por él. Esperó a comprobar que hubiera desaparecido el último, y luego, ya tranquilo, encendió su propia luz y quedó cegado un momento. ¡Otra cuerda! ¡Aún podía conseguirlo! Los malditos nazis tendrían que detenerse a la salida para colocar más cargas. Allí les alcanzaría.
Gracias a la luz podía avanzar con más rapidez. En su vida lo había pasado tan mal: le dolían los pulmones y sus músculos chirriaban. «Arriba, arriba, arriba». El terror de quedar atrapado en la montaña le electrizaba. Conseguiría al fin llegar donde estaba Greta, recoger las provisiones, despedirse…
—¡Maldita sea!
Aquel juramento hizo estremecer a Hart. Oyó una detonación y una bala zumbó por el hueco; el piloto agachó la cabeza con gesto instintivo. Otra, más cercana. Apagó la luz del casco.
—¿Qué es eso?
—¡El americano! ¡Nos sigue ascendiendo por la cuerda! —Otro disparo.
—¡Qué dices! ¡Imposible! ¡Rápido, corta la cuerda, corta la cuerda!
—No, espera. Creo que puedo alcanzarle.
Otra bala pasó rozando junto a la cabeza del piloto. Owen se situó en un saliente y apretó su cuerpo contra el muro intentando fundirse en él. Oyó más disparos, terroríficos en la oscuridad. Detectó el resplandor de un faro que parecía intentar localizarle.
—¡Ahí está!
Hart quedó inmóvil ante la iluminación.
—Ya lo tengo… La cuerda se aflojó.
—¡No!
Hart se agarró al risco.
—¡Cielos! —El grito de arriba acabó en un chillido y el resplandor del faro empezó a girar. Uno de los alemanes había cortado la cuerda mientras que el que disparaba se había agarrado a ella. La cuerda resbaló hacia Hart, su extremo le pegó en la cara al tiempo que el del arma se precipitaba hacia abajo, cortando el aire, mientras sus chillidos retumbaban y la luz del casco rebotaba por el pozo. Se oyó un estrepitoso ruido sordo muy abajo, y la luz se apagó.
—¡Dios mío! ¿Qué ha ocurrido?
—¡Era Oskar! Se ha precipitado abajo, imbécil.
Se hizo el silencio. Luego se oyó:
—¿Dónde está Hart?
—¿Cómo demonios voy a saberlo?
—Si hubieras disparado contra él en el fondo, como te ordené…
—¡Basta! Voy a bajar a buscarle.
—¡No! ¡No hay cuerda! —Se hizo una pausa—. No puede seguirnos.
—Tal vez no. Ven aquí. —Las voces bajaron el tono. ¿Estarían ascendiendo de nuevo?
Hart temblaba y temía que la inestabilidad le llevara abajo. No tenía más remedio que pelear hacia arriba. Se arriesgó a encender la luz, casi esperando oír un disparo, y al comprobar que el gesto no había tenido consecuencias, aprovechó los agarraderos que había usado antes. ¡Resultaba curioso comprobar todo lo que almacenaba el cerebro! Siguió trepando como un poseído, sin perder de vista ni por un instante el agujero superior del túnel. El foco del casco iba perdiendo intensidad, le temblaban los músculos, la cabeza le ordenaba no pensar en los cientos de metros de negrura que había dejado atrás. Por fin llegó al túnel, agitando los exhaustos brazos y ascendiendo con gran frenesí; jadeaba terriblemente, el sudor casi le obligaba a cerrar los ojos. Apagó la luz para disimular y se arrastró por el túnel de lava. ¡Tiempo! ¡Tiempo! Dentro de poco colocarían las últimas cargas. En su penoso avance, durante el que tenía que sortear alguna piedra que se desprendía, aguzaba el oído para comprobar si los alemanes emitían algún sonido. Silencio. ¿Le habrían dejado atrás?
De pronto apareció una cegadora luz y se encontró ante un casco con faro. El gigantesco cuerpo de Hans ocupaba todo el túnel; levantaba la cabeza, sonriéndole a Hart, con las rodillas a punto para actuar.
—¿Vamos a pelear por última vez? —fue el saludo del alemán. Luego arremetió contra él con las botas.
Hart se echó hacia atrás y por milímetros el cuero no se clavó en su nariz. El piloto descendió hacia las sombras, agarrándose fuerte y gritó:
—¡Demasiado lento, gorila nazi!
—¡Ven aquí, Hart! ¡Lucha como un hombre, gallina!
Owen recompuso el mapa mental de donde se encontraban. Conectó un instante la luz y detectó un túnel lateral. Apagó el foco y, retorciéndose, se metió en él.
—¡Pegas patadas de niña, Hans! ¡Peleas como tu madre!
Soltando una blasfemia, el alemán disparó. La bala silbó en la roca. Se oyeron más disparos, una furiosa descarga como desahogo de la rabia desatada. Hart oyó el clic del nuevo cargador introducido en el arma.
—¡Hart!
El piloto permanecía en silencio. Hans descendía por el túnel en su busca. Owen esperó.
—¿Hart?
El silencio como respuesta.
—¿Dónde estás, Hart?
Con cautela, blandiendo el arma, el alemán se deslizó por debajo del túnel lateral hacia la confluencia del conducto y la chimenea.
—¿Hart? ¿Te he dado, rubio?
El piloto pasó al conducto principal y se dejó caer contra el alemán. Hans se retorció jurando, intentando apuntar con el arma en el angosto conducto, pero antes de conseguirlo, Owen le pegó una patada con la bota, dándole de lleno en la nariz. El hombre soltó un aullido y se deslizó hacia el abismo con la vista nublada por su propia sangre. El arma se deslizó con él.
—¿Hace daño una bota? —le gritó el piloto.
Hans había dado contra el conducto en el borde de la chimenea; agitaba las piernas en el aire para detener la caída.
—¡Hijo de puta! —gritó—. ¡Te voy a estrangular! ¡Voy a apretar hasta que te arrodilles ante mí!
—¡Qué te zurzan, Hans!
Owen se armó de valor, ascendió alejándose del alemán, cogió una piedra suelta y la lanzó con todas sus fuerzas. Con el impulso perdió el agarre y él mismo se deslizó tras la piedra, que se dirigía hacia el soldado. Este se protegió el rostro con las manos con gesto instintivo; un funesto error: se desasió.
—¡Mierda!
Seguidamente, un ruido sordo al caer la piedra, un alarido de rabia y un movimiento de piedras que iban soltándose. Se apagó la luz del casco de Hans. Él mismo había desaparecido.
Hart utilizó los brazos y las piernas como freno en el extremo de la chimenea, se detuvo un instante y escuchó entre fascinado y horrorizado el larguísimo chillido. Este paró en seco, y el sonido murió en sus propios ecos.
«Dos abajo, queda uno». Jadeando, se dispuso a ascender de nuevo, arrancando las cintas de señalización de la ruta que había dejado durante el primer descenso.
Al acercarse a la superficie, encendió la luz y se arrastró con precaución. ¿Había colocado las cargas y huido del lugar el nazi que quedaba? Hart esperaba que fuera así. Estaba demasiado agotado para otra pelea. Sudando, calculaba las probabilidades.
Se arriesgó a gritar:
—¡Rudolf! —El grito resonó en la cueva.
—¿Hart? —La voz parecía recelosa.
Owen disimuló la suya, haciendo como que estaba sufriendo.
—Soy Hans. Hart me ha herido, pero he acabado con él. ¡Socorro!
—¿Hans?
—¡Ayúdame, maldita sea! ¡No puedo subir! ¡He perdido la luz!
Se hizo un incómodo silencio. Luego se oyeron unos arañazos, al iniciar el alemán el lento descenso.
—¡Voy! —Y añadió como advertencia—: ¡Llevo un arma!
—¡No dispares, por el amor de Dios! —Hart se deslizó hacia el túnel lateral que había explorado antes—. ¡Ayúdame! ¡Estoy sangrando!
—¡Intenta trepar, Hans! ¡Tenemos que apresurarnos! ¡Los temporizadores están puestos!
—¡Por favor! ¡Me duele mucho!
—¡La puta!
El alemán seguía escarbando en su descenso. Su luz se reflejaba en las paredes del conducto. Hart retrocedió hacia el túnel lateral.
—¡Aquí!
Surgió una intensa luz. Espinete seguía, sudando.
—¡Esto es demasiado estrecho! ¿Qué haces ahí?
—¡Estoy perdido! —gruñó Hart—. ¡Deprisa!
Acto seguido, se dejó caer en silencio hacia el conducto principal, disponiéndose a alcanzar la superficie.
—¡Hans! ¿Dónde estás? ¿Hans?
Deprisa, muy deprisa.
—¡Voy! ¡Ya no quedan señales! ¿Hans? —Silencio—. ¿Dónde coño estás?
Tiempo. ¿Cuánto tiempo quedaba?
Surgió la pista.
—¡Hart! Hart, ¡hijo de puta! —Espinete se dispuso a rehacer el camino—. ¡Un callejón sin salida! ¿Dónde están las malditas señales? Hart, eres un cabronazo…
Owen encendió su foco para ganar tiempo. Espinete debió ver el reflejo, porque sonó un disparo, cuyo impulso quedó amortiguado por un rebote.
—¡Hart…!
El piloto se tambaleó en el pequeño recinto cubierto de arena de la obertura de la cueva. Tenía las pilas prácticamente acabadas; la luz era más tenue que la de una candela. A través del débil resplandor y la pálida luz de la cercana entrada vio los explosivos conectados como antes. Por debajo de él oía los furiosos gritos del alemán, que intentaba encontrar la forma de salir de la cueva. El piloto miró los temporizadores. Once minutos. Demasiado tiempo. Respirando a fondo, situó la minutera en el uno, esperando no haber alterado el mecanismo.
—Se acabó, Rudolf —murmuró.
Se precipitó hacia arriba, utilizando las manos y las rodillas, en dirección a la abertura de la cueva, anhelando aquella luz. Asomó la cabeza, notó el azote del frío antártico, rodó por encima del saliente y se dejó caer en la nieve clavando los dedos y los pies para no resbalar. Clavó el rostro en la nieve medio derretida y esperó.
La ladera de la montaña se convulsionaba.
Se oyó un rugido y un torrente de piedras formó una humareda en la entrada de la cueva. Los fragmentos pasaron por encima de la cabeza del piloto y se esparcieron en el cono situado más abajo de donde se encontraba Hart. Desde allí oyó el rechinar del derrumbamiento interno.
¿Había terminado todo?
Luego se produjo un imponente retumbar en la parte exterior. Levantó la cabeza. Más allá de la neblina de humo y polvo de la obertura del conducto derrumbado, pendiente hacia arriba, se había desencadenado una avalancha que avanzaba amenazadora. Hart se acercó tambaleándose al afloramiento de basalto y se tumbó. La impetuosa avalancha de nieve pasó zumbando sobre su cabeza y se precipitó contra la pendiente donde había descansado él momentos antes, agitándose como una trilladora, ocupando todo el espacio. Él se acurrucó en el afloramiento. La avalancha siguió por las pendientes inferiores y cesó el temblor de la montaña. El estrépito perdió fuerza.
Se levantó, entumecido. La cueva había desaparecido, las piedras la habían borrado del mapa. Estaba solo, y en el mundo reinaba la quietud.
Se volvió para contemplar la inmensidad de la Antártida. Una ráfaga de helado viento atravesó sus sucias ropas. La gruta inferior seguía visible.
Respiró una profunda bocanada de aire. Había llegado el momento de volver con Greta.