CAPÍTULO 21
El dolor remite, pero el recuerdo va echando raíces. La imagen de Greta había ardido en el interior del cerebro de Hart como el resplandor que produce el magnesio en un flash; aquel rostro enmarcado con la piel de la capucha mientras contemplaba los icebergs, del color de sus ojos, su cuerpo inundado por la luz de la linterna en la gruta que recordaba un útero, sus dedos rozando el brazo de Hart cuando le pedía que no abandonara el barco, que no la abandonara a ella. Aquella clara memoria, sin embargo, quedaba empañada por el oscuro tumor de Jürgen Drexler. La virulencia y el fuego del sol habían grabado otras imágenes mentales: la dentellada del viento polar, los cadáveres contorsionados por la enfermedad, la angustiosa grieta de luz que le obligó a arrastrarse hacia la superficie cuando ya parecía haber agotado las fuerzas, la terrible desaparición del Schwabenland y del Bergen. La Antártida se había convertido en una melodía tan exquisita y al mismo tiempo tan horripilante que Hart no conseguía sacársela de la cabeza, así como el recuerdo de ella. Por esta razón, se veía incapaz de olvidarla, de sustituirla, de seguir sin ella. La había perdido, pero por alguna razón creía que no todo había terminado. Nada podía acabar hasta que volvieran a encontrarse.
Al principio, tumbado en el colchón que olía a moho de la bodega del Aurora Australis, donde le había confinado el recelo de Sigvald Jansen, la desesperación se apoderó de él. El compartimiento de acero, iluminado por una bombilla rodeada de un alambre protector, afortunadamente le evitaba el contacto con la tripulación noruega, furiosa aún por el enfrentamiento con los alemanes. «Asesino», murmuró uno de ellos dirigiéndose al piloto al entregarle la comida. Hart se enteró de que en la refriega había muerto uno de los balleneros y dos habían quedado heridos.
Los noruegos permanecieron un tiempo a la espera de detectar algún síntoma de la temible nueva enfermedad de la que él mismo les había hablado con vehemencia, mostrándose al mismo tiempo optimistas y temerosos. Sin embargo, los síntomas no aparecieron. Permaneció, pues, fuera de la vida cotidiana, inmerso en una deprimente bruma de pesar, nostalgia y tristeza. La súbita pérdida de Greta y Fritz le produjo tal tormento que en un principio no creyó poder sobrevivir, le indujo a pensar que la vida ya no tenía ningún interés para él. No obstante, seguía con vida: una vida vegetativa, de autómata. Luego, lentamente —era como si se encontrara en un estante al que un mecanismo le hacía descender de día en día en su agonía—, la pérdida se hizo más soportable. Sus opciones se habían convertido en salidas inevitables, que no podían invertirse bajo ningún concepto, y sus derrotas, en una amarga paz. Solo le quedaba la alternativa de la locura. Y a medida que los días se fueron convirtiendo en semanas —al tiempo que el ballenero concluía su interminable temporada y tomaba lentamente el rumbo de vuelta a casa—, el hueco que tenía abierto en el corazón empezó a cubrirse. Poco a poco, el futuro fue sustituyendo el pasado y la voluntad eclipsó la desesperación A pesar de que la expedición se había convertido en una tragedia —a pesar de que le habían dado por muerto—, ¿no podría entrar de nuevo en la vida de Greta? Aquella iba a ser su meta.
Los noruegos, quienes, ávidos de venganza, se habían regodeado hundiendo el Bóreas en el fondo del océano, estaban desconcertados. ¿Era Hart un espía alemán, un desertor o el refugiado que decía ser? Nadie podía comprobar ninguna de sus afirmaciones. Mantenía haber escapado de una nueva epidemia de la que no mostraba síntoma alguno. Decía haber encontrado el Bergen, pero no podía demostrarlo: en realidad, él mismo afirmaba que no existía prueba alguna de nada, que e barco noruego había desaparecido misteriosamente de la laguna de una misteriosa isla, pues la última vez que sobrevoló la zona no detectó rastro de la embarcación. Por ello, Jansen decidió confinar al piloto durante todo el viaje, dándole vueltas al extraño conflicto que había vivido con los nazis. El piloto aseguró a Jansen que existía una mujer, una bióloga alemana, que podía dar fe de la extraña historia, e incluso confió a Sigvald sus fantasías en cuanto al reencuentro y su rehabilitación. Estaba dispuesto, le dijo, a describir la impresionante isla a las autoridades. Con ello, los científicos noruegos podían volver al año siguiente, armados y con cautela.
De todas formas, las esperanzas del piloto no se tradujeron en nada.
El estadounidense constituía un enigma diplomático y legal al que hubo que mantener a buen recaudo en Oslo mientras los noruegos decidían qué hacer. Hart no disponía de la menor prueba. Por otra parte, Noruega se mostraba reacia a desafiar a la Alemania nazi a raíz de un incidente tan desconcertante y, en el contexto de los últimos acontecimientos, tan trivial. ¿Greta Heinz? Por un lado Hart no conocía su dirección y por otro la prensa alemana jamás la había mencionado. Tampoco había salido a la luz la expedición, ni el retorno del Schwabenland. ¿Se habría hundido aquel barco que navegaba en óptimas condiciones? Todo era muy extraño.
Hart reflexionó.
—Se trata de la enfermedad —apuntó—. Quieren mantener en secreto lo del microbio. Su silencio demuestra que no miento.
Naturalmente. Pero ¿llevaba Hart encima alguna identificación o pasaporte?
Todo quedó en el barco, explicó.
Naturalmente.
Fueron pasando las semanas y los meses, y los alemanes ni anunciaron el descubrimiento de una nueva isla ni protestaron por el hecho de que un ballenero noruego se inmiscuyera en una investigación biológica del Reich. Los noruegos, por su lado, no vieron la necesidad de informar a los alemanes sobre la suerte del Aurora Australis, del rescate y confinamiento de Owen Hart ni de sus afirmaciones sobre el destino final del Bergen. Los nazis se enterarían de todo cuando volvieran a la isla y vieran ondear en su puerto la bandera noruega, suponiendo que todo aquello no fuera una patraña.
Los acontecimientos llevaron a la liberación del piloto en septiembre. Alemania había invadido Polonia, y Francia e Inglaterra le habían declarado la guerra. Llevaron a Hart ante un tribunal, donde se le informó de que ya no estaba obligado a quedarse en Noruega, si bien sus opciones eran limitadas. Si intentaba sacar a la luz sus afirmaciones, el gobierno se vería obligado a responder a los rumores que circulaban sobre un trágico enfrentamiento en la Antártida, de lo que probablemente se derivaría un proceso contra él —el único miembro del Schwabenland que tenían detenido— por el asesinato del ballenero que había muerto en la confrontación. De todas formas, si se comprometía a permanecer en silencio, conseguía la libertad.
—Pues déjenme volver a Alemania —suplicó Hart—. Tengo que enterarme de lo que sucedió. Debo encontrar a Greta Heinz.
—Me temo que es tarde para ello —respondió un ministro—. El Reich ha cerrado sus fronteras. Hemos dispuesto con la embajada estadounidense que le entregaríamos una nueva documentación, así como un billete para salir de nuestro país, siempre que usted esté dispuesto a firmar estas declaraciones por las que se exime de culpa a ambas partes y usted se compromete a mantener silencio sobre los lamentables incidentes ocurridos en aguas polares. Nos encontramos en unos momentos en los que preferimos no empeorar nuestras relaciones con Alemania.
Hart pidió que le mandaran a Inglaterra. Pensó que desde allí podría buscar a Greta. Londres le absorbió inmediatamente en su colosal anonimato, pero allí constató que le resultaba imposible entrar en contacto con los miembros de la expedición. Suponiendo que siguieran con vida, se los había tragado el Reich, y se encontraban tan fuera del alcance del piloto como si hubieran ido a parar a otro planeta. La falta de información resultaba exasperante: Hart tenía la impresión de haber soñado aquel viaje. Se dio cuenta de lo poco que sabía de Greta. Guardaba el sonido, el perfume y el tacto de ella vividos como el recuerdo de su aspecto, y en cambio su pasado era algo impenetrable. Escribió una serie de cartas sin firmar, tan solo con un apartado de correos de Londres como remite (dando por supuesto que las abriría y leería a hurtadillas la policía alemana) al Ministerio del Interior, al del Aire, a la Comisión Forestal y de Caza del Reich. A cualquier departamento que pudiera tener una remota conexión con Göring.
Querida Greta: Si consigues leer la presente, he de agradecer a Dios que sigas viva. Yo también lo estoy, en Londres. ¿Podrás reunirte conmigo?
Era consciente de que su mensaje era enigmático. Escribir no era lo suyo y por otro lado no tenía la menor idea de si Greta había muerto o seguía con vida, de si se había casado o permanecía soltera. ¿Habría vuelto? ¿Le había dado por muerto? ¿Cuál sería su situación? ¿Y su estado de ánimo? No obtuvo respuesta. A veces, la incertidumbre le destrozaba. Pero evidentemente no acabó con él y los días se iban sucediendo uno tras otro.
Nada podía entrar en Alemania o salir de allí sin el visto bueno de los nazis. El Tercer Reich se estaba cerrando a cal y canto como un avispero. El éxodo político de judíos e intelectuales aumentaba día a día y Hart abrigaba la poco realista esperanza de que algún día apareciera Greta saliendo de un tren en una estación londinense, expulsada del país y dispuesta a iniciar una nueva vida. Hart, presa de la depresión, vagaba sin rumbo por los andenes y paseaba entre las multitudes en busca de aquel rostro, siguiendo un instinto que él mismo consideraba totalmente ridículo. Otras opciones también fracasaron. La embajada alemana estaba cerrada. No constaba aquel nombre en las listas de la Cruz Roja. Se le dijo que su espera era inútil. Sin embargo, nada le movía a volver a los Estados Unidos de América y a que todo un océano le separara de Alemania. No sentía interés por ninguna otra mujer. El mundo entero no le interesaba.
Si bien la Segunda Guerra Mundial levantaba un muro en torno a Alemania, Hart descubrió que aquello constituía su salvación psicológica. Descubrió de pronto que no se encontraba solo en su incapacidad por controlar los acontecimientos: millones de personas se veían arrojadas en el inmenso y oscuro río. Encontró consuelo en su trabajo. Se convirtió en instructor de vuelo de la RAF, entregándose a la tarea en cuerpo y alma. ¡Qué jóvenes eran los pilotos! Muchos de ellos confiaban en que la avanzada técnica les mantendría alejados de las trincheras en la nueva guerra. La escapatoria de ellos se convirtió en su propia escapatoria. Se perdió en el aire.
El capitán del campo de entrenamiento de la RAF fue intimando poco a poco con el callado y ausente estadounidense, y mostró su curiosidad por la poca disposición que demostraba Hart a la hora de aprovecharse de las oportunidades que ofrecía la guerra en el campo del galanteo. El piloto le habló de su desesperación en cuanto a Greta.
—¡Enamorado de una teutona! —exclamó el hombre, atónito—. Corramos un tupido velo sobre el tema, amigo mío. Yo le aconsejaría que se la quitara de la cabeza y siguiera adelante. Suponiendo que siga con vida, está sepultada bajo un demencial manicomio.
—Ella es lo único que me mantiene vivo —dijo Owen—. La que me volvió a la vida.
—Pues no permita que ahora se la arrebate.
Yugoslavia, Grecia, el norte de África, Rusia. El son del tambor de la derrota. Si Greta seguía con vida, se encontraba atrapada en una telaraña de dimensiones monstruosas, un nuevo imperio que iba de Normandía al Cáucaso y del Círculo Polar Ártico al Sahara. Luego vino Pearl Harbor. Al entrar los Estados Unidos de América en la guerra, Hart se alistó en el Air Corps estadounidense en Inglaterra y se le destinó a reconocimiento y servicios secretos por su dominio del alemán. A sus superiores no les agradaron sus opiniones de que los alemanes probablemente no iban a ceder ante los bombardeos estratégicos, de la misma forma que no lo habían hecho los británicos, pero reconocieron su pericia en los interrogatorios a los pilotos enemigos capturados.
En contadas ocasiones, Hart se ofreció como voluntario para llevar a cabo vuelos de reconocimiento por Europa. Soportó en esos viajes el fuego antiaéreo y la persecución de los cazas, y nada consiguió despertar en él emoción alguna. Tan grueso era el caparazón emocional —la capa protectora de las esporas, como lo calificaba él con cierta ironía— que llevaba consigo, que tenía la sensación de contemplar el peligro a una gran distancia. Si bien era consciente de los largos y terribles minutos que podía vivir al descender en picado seis mil metros, la propia muerte significaba para él cierta paz. Sus sentimientos, por otro lado, quedaban trastornados con la idea de que tal vez indirectamente estaba contribuyendo en la muerte de Greta; a veces contemplaba los fuegos que ardían a lo lejos y la imaginaba atrapada en uno de ellos. No obstante, cuando era sincero consigo mismo, no la imaginaba muerta ni en peligro de muerte. En el fondo creía que si algo de eso sucedía, él lo sabría en el acto —notaría que se deshacía bajo sus pies todo el entramado del universo— y que, además, el destino les reservaba algo más que eso.
Para Owen Hart, casi toda la Segunda Guerra Mundial se redujo a un período de eterna espera, una espera tan larga y atroz que en todo momento creyó que el tiempo había quedado anulado. Llegó por fin el otoño de 1944; las fuerzas aliadas habían liberado gran parte de Francia y el piloto tuvo uno de esos encuentros que le hacen pensar a uno que el destino rige nuestras vidas: una coincidencia que hizo borrón y cuenta nueva tras cinco años de desesperación, proporcionando un hilo de aliento, el suficiente para alimentar la desesperación. Un preso preguntaba por Owen Hart; su nombre era Otto Kohl.
La policía militar estadounidense saludó con energía al mayor Hart mientras avanzaba por el sórdido pasillo de un antiguo hospital psiquiátrico; sus botas retumbaban en el suelo de madera noble al que los años de desidia habían arrebatado todo el brillo. El rostro del piloto no mostraba emoción alguna en su lucha por ocultar lo que sentía en su interior. ¡Kohl! Owen había consultado alguna que otra vez las listas de los pilotos alemanes prisioneros para comprobar si podía establecer alguna conexión con el pasado, pero siempre obtuvo el mismo resultado que cuando se sumergía entre las multitudes que ocupaban las estaciones ferroviarias de Londres. Y de pronto ahí estaba Otto, como caído del cielo, ¡preguntando por él! Uno de los muchísimos alemanes a los que habían arrestado tras la caída de París; habían encontrado el Mercedes con el que pensaba huir recalentado y derrengado a causa de las cajas de vino que transportaba, lleno de pinturas con dorados marcos, un cargamento de joyas y una amante francesa treinta años más joven que él. Unos campesinos de los alrededores habían cogido a la francesa y le habían afeitado la cabeza. El alemán, en cambio, consiguió escaparse para caer en un interrogatorio en el que alardeó de sus contactos de alto nivel. El autobombo le había llevado al confinamiento temporal en un centro de reclusión para políticos montado en el abandonado hospital psiquiátrico. Los internos de dicha institución habían desaparecido misteriosamente durante la Ocupación.
La guerra había dejado su sombría marca. Hacía tiempo que las rejas de acero necesitaban una mano de pintura. El ascensor estaba fuera de servicio, cubierto de polvo. El verde de las paredes había cambiado su función tranquilizante y más bien acentuaba la angustia. Una camilla había quedado abandonada en un rincón y la grisácea sábana mostraba unas manchas de sangre del mismo tono. El pequeño despacho que se utilizaba para los interrogatorios contenía tan solo una mesa y dos sillas. El sol de finales de otoño proyectaba unas sombras geométricas en las paredes a partir del enrejado de las ventanas; hacía frío. Allí sentado ante la mesa estaba Otto Kohl, con uniforme de preso y los tobillos con grilletes. El alemán parpadeó e intentó esbozar una sonrisa al ver acercarse a Hart, con un aire más bien tímido. Se levantó con gesto torpe.
—¡Owen! —le saludó con poca delicadeza—. ¡Ha resucitado!
Hart se sentó y el prisionero hizo lo mismo tras dudar un instante. El alemán parecía haber envejecido, pues su pelo era más gris, a pesar de que al parecer la guerra no le había tratado tan mal. Cuando menos se había alimentado bien.
—No, simplemente volví de la Antártida, Otto. El barco no me esperó.
Kohl agitó la cabeza con nerviosismo.
—No, en efecto. Pero posteriormente nos informaron de que usted había muerto en un heroico intento de rescate aéreo. Es un milagro encontrarle vivo. ¡Qué curioso es el destino!, ¿verdad?
—No tan curioso como yo, ni de lejos. —De modo que el barco, en definitiva, había sobrevivido. Miró a Kohl, recordando la cena en Karinhall, a Greta a la luz de la chimenea—. ¿Qué demonios hace usted aquí?
Kohl asintió con gran emoción.
—¡Exactamente! ¡La pregunta clave! Hace semanas que repito a quienes me capturaron que no tengo ningún contacto militar, que no soy más que un hombre de negocios, ¡un auxiliar del gobierno, un funcionario de última fila! Yo no tengo por qué estar encerrado. Deberían emplearme para la reconstrucción, para la reconciliación, donde pueda ser útil a la población. Es un despilfarro mantenerme aquí.
Hart pareció reflexionar sobre aquellas palabras. Luego abrió la carpeta.
—Aquí pone que usted saqueó medio valle del Loira.
—¡Esa es una interpretación vergonzosa! Hice tan solo de enlace en importación y exportación para Alemania.
—Que poseía usted un castillo allí y una casa en París. Que se abrió camino usted en los círculos sociales de la Ocupación y de Vichy. Que de día lucía la esvástica en la solapa y de noche rondaba por los cabarets. Que se aprovechaba del mercado negro. Que era un mujeriego. Que intervino en el tráfico de mano de obra esclava.
—¡No! —Kohl agitó la cabeza con vehemencia, angustiado—. No, no, no. Son informes difundidos por gente envidiosa, por mis enemigos, por prisioneros que pretenden salvar el pellejo divulgando mentiras, sin ninguna base. Me encargaron que colaborara en la integración económica de Alemania y Francia cuando se hizo imposible mi presencia en Washington.
Hart no dijo nada.
—He intentado explicar a sus superiores que soy un hombre de negocios, Owen. Un hombre con miras muy altas. Un hombre de ciencia. Cité la expedición a la Antártida. ¡Este era el Otto Kohl de verdad! ¡Organizando expediciones para explorar la naturaleza! Les comenté que en ella habíamos incorporado a un estadounidense. ¡Una tarea de cooperación internacional! Y entonces una persona que le examinó a usted, citó su nombre. Dijo que usted mismo le había hablado de la expedición, que había vuelto y estaba en Francia. ¡Aquello fue como una descarga eléctrica! ¡Cómo un rayo! ¡Casi no podía creérmelo! Y evidentemente pregunté si podía verle, si podía entrevistarme con mi viejo amigo Owen Hart, con el hombre capaz de aclarar quién soy yo.
Hart examinó al alemán con cierta desconfianza.
—Jamás he tenido noticia del regreso de la expedición.
—En efecto, se mantuvo en secreto.
—Ni una sola palabra sobre mi propio destino. Como si hubiera desaparecido del mapa. Ninguna mención. Nada que acreditara mi participación. Ninguna recompensa.
—¿Y usted cree que no me preocupaba la idea? El hecho de haberle contratado, la aparición de la temible enfermedad… ¡Una auténtica tragedia! Teníamos intención de mandarle su asignación, pero no localizamos a ningún familiar, no disponíamos de dirección alguna…
—¿Cómo está tan seguro de ello?
—La expedición a la Antártida fracasó rotundamente y…
—¿Y eso por qué lo afirma con tanta seguridad, Otto? El otro se calló un instante.
—¿A qué se refiere?
—A que la enfermedad había acabado conmigo. Hace poco ha hablado de que fallecí en un heroico intento de rescate aéreo. Kohl frunció el ceño.
—¿Eso he dicho? ¿He mencionado la enfermedad? Quería decir que es algo que yo di por supuesto, que todos dimos por supuesto, era lo más lógico…
—Nos encontrábamos en la Antártida, no en Panamá. Un lugar donde no se contraen enfermedades… aparte de la congelación. De modo que, ¿quiere hacer el favor de responderme qué le contaron sobre mi muerte?
Kohl parecía inmerso en un cálculo mental en el que sopesaba qué era lo que deseaba oír Owen.
—En realidad se habló de un descubrimiento, de una nueva y temible enfermedad. A usted se le contaba como a una de las víctimas. Todos sintieron mucho su muerte. Drexler afirmó que tenía intención de volver allí el verano siguiente para llevar a cabo una investigación más minuciosa. Pero…
—¿Pero?
—Estalló la guerra. La Armada británica bloqueó el camino.
Hart se levantó, inquieto, y empezó a pasearse por el pequeño recinto; Kohl le seguía con la mirada, intranquilo. En la cabeza del piloto se barajaban las múltiples preguntas que se había planteado durante cinco años. Se detuvo para observar de cerca al alemán.
—¿O sea que no tiene noticia de ningún programa de armamento surgido a partir de la expedición?
—Ninguna noticia. Fui a recibir el barco y allí me enteré de que le habíamos perdido a usted y a otros miembros de la expedición. Heiden me contó que se habían librado de la enfermedad, así como de unos enfurecidos balleneros, que el barco había sufrido desperfectos… Todo era muy desconcertante.
—¿Otros miembros de la tripulación? ¿Quién más desapareció?
—Pues… en realidad, ninguno. Al menos que yo sepa. Me imagino que serían soldados. Lo que sí sé es que estaban allí todas las personas importantes: Heiden, Drexler…
—¿Greta?
Se hizo el silencio. Kohl miró con recelo a su interrogador.
—No…
A Hart se le cayó el alma a los pies.
—Primero no la vi, cuando menos en el desembarco. Pero apareció más tarde, con Drexler. Me pareció taciturna, apagada. Se fue rápidamente a la estación marítima. Estaba enormemente ansiosa por abandonar el barco, seguro.
Hart se acercó más a él.
—¿Adónde fue?
Kohl se mordió el labio mientras reflexionaba.
—No me interprete mal, Owen. Si vacilo es por lo que me contaron. En el barco se comentaba que… usted y Greta no eran tan solo simples colegas. Que eran más que amigos. ¿Es cierto eso?
—¿Adónde fue? ¡Maldita sea!
—¿Así que eran amantes?
Hart permaneció en silencio contemplando cómo Kohl hacía sus cálculos. Luego se acercó un poco más a él y le dijo en tono resuelto:
—¿Por qué me hace una pregunta si ya conoce la respuesta?
Kohl se apartó un poco del piloto. A pesar de que hacía mucho frío en la estancia, sudaba, y tuvo que secarse la frente con la manga.
—¡Qué curiosa la forma en que se han cambiado nuestros papeles!
—¿Por qué quería verme, Otto?
Kohl apartó la mirada de él con gesto instintivo —la mirada alemana de Fritz surgía de forma mecánica después de más de diez años en el Tercer Reich—, y luego fue él quien se acercó al piloto. La voz se convirtió de pronto en un susurro:
—Puedo ayudarle.
Hart se apoyó en el respaldo.
—¡Qué maravilla! ¿Y cómo piensa hacerlo?
—Tengo la información que usted desea.
—Ya ha salido el hombre de negocios —saltó Hart sin esforzarse en disimular el desprecio que sentía por él—. ¿Y cuál es la mercancía?
—Puedo conseguir que Greta salga.
Hart se puso rígido.
—¿Cómo?
—Conseguir su salida. Del Reich. Alemania está perdiendo la guerra, Owen. Lo ve todo el mundo. La soga se está tensando. Pero usted, es decir, nosotros, podemos conseguir que ella salga. Usted y yo. Antes de que sea demasiado tarde.
Hart vacilaba.
—¿Por qué? —consiguió decir al fin—. ¿Por qué tendríamos que hacerlo?
—Porque, a pesar de que crea que usted murió, nunca ha dejado de amarle. Greta huiría con usted. Estoy convencido de ello. Mi idea… Mejor dicho, mi plan sería el de entrar en contacto con ella y luego que usted nos sacara a los dos sanos y salvos. Precisamente por eso quise hablar con usted.
—¿Puede localizarla?
—Evidentemente.
—¿Por qué tengo que creérmelo?
—Puedo hacerlo. Conozco su dirección exacta.
—No, me refiero a lo de que sigue queriéndome. ¿Cómo iba a confiarle a usted tales sentimientos?
—Porque Greta Heinz es mi hija —dijo Kohl.
Hart se estremeció como si le hubieran sacudido.
—Y —continuó— Jürgen Drexler es mi yerno.