CAPÍTULO 29

—¡Alarma! ¡Alarma! ¡Inmersión! ¡Inmersión! ¡Inmersión!

La sirena resonó en toda la embarcación, provocando un sinfín de reniegos, carreras y desbarajuste. El agua entraba a borbotones en los depósitos de lastre del submarino y este empezó a descender. Se oían portazos por doquier y manivelas que se cerraban. Todo lo que no estaba fijado, volaba.

—¡Mi laboratorio! —Creta pescó la taza de café que resbalaba ya por la superficie de la minúscula mesa y se unió a la riada de marineros que corrían hacia sus puestos de combate; una serie de hombros la empujaron mientras batallaba en la escalera.

—¡Inmersión! ¡De prisa, maldita sea! ¡Inmersión, inmersión! —El capitán Freiwald se deslizó por la escalera de la torre y se precipitó hacia la sala de control blandiendo los prismáticos, con la gorra ladeada.

—¿Qué ocurre? —exclamó el teniente Erich Kluge, el primer oficial.

—Aviones. Probablemente una patrulla de control. —Freiwald levantó la vista hacia la torre que ya encubría el agua, como si pretendiera ver el cielo—. ¡Maldición! ¡Ya hemos superado el ecuador! ¿Cómo nos habrán localizado?

Greta se fijó en la mirada acusadora de Kluge al pasar corriendo junto a él. El primer oficial había hecho todo lo posible por no encontrarse con ella desde que supo que le había robado su camarote, y en aquellos momentos quedaba claro que la culpaba de su mala fortuna. Con gesto resignado, descendió como pudo por la escalera; una vez abajo, se enfrentó a la escotilla del laboratorio y la abrió de la forma en que le habían indicado que lo hiciera: girando el volante. Se encerró dentro. Cayó sobre el suelo de acero. Una caja se deslizaba por la inclinación de la nave y Greta estiró una pierna para pararla. La sirena cesó.

—¡Puestos de combate, informen! —resonó por el intercomunicador. Uno a uno, los departamentos del submarino cumplieron con su cometido.

—¡Seguridad en el laboratorio! —gritó ella cuando le tocó el turno, con la voz entrecortada por la tensión.

Acto seguido, se sentó sobre la caja, con el corazón acelerado, agarrándose con una mano a la escalera para controlar la inclinación del suelo. Oía cómo rascaban inquietos los conejos.

—¡Hola!

Se puso de pie de un salto. Él se encontraba sentado en las sombras, al fondo del compartimiento, medio oculto entre cajas.

—¡Owen! ¡Tú no puedes estar aquí abajo! —su tono reflejaba gran alegría.

—Donde no tendría que estar es en este submarino, y al parecer no tengo forma de abandonarlo. El ataque me ha ofrecido la oportunidad para que se olviden de mí por un rato. Por eso he decidido bajar.

Greta soltó la mano de la escalera para coger la de él.

—¡Gracias, Dios mío! —Se abrazaron apasionadamente—. ¡Qué sola me he sentido! —escondió el rostro en su pecho.

—Lo sé —respondió él con comprensión.

Se besaron por primera vez desde el ataque aéreo de Berlín. Por un maravilloso instante consiguieron olvidar aquel lugar.

La inclinación del buque seguía aumentando. Se oyó un sonido sordo procedente de la primera carga de profundidad, y el casco pegó un bandazo.

—Se están acercando —le advirtió él—. ¡Sujétate!

Ella movió la cabeza con aire resuelto, se agarró a una cañería y siguió el movimiento de los labios de Hart mientras contaba los segundos. Se produjo una segunda detonación, un atronador estrépito que sacudió el submarino como si lo hubieran embestido. Greta notó el zarandeo en el cuerpo y salió disparada; el golpe que se dio contra el mamparo estuvo punto de hacerle perder el conocimiento.

—¡Arrea! —exclamó Hart. A él también lo había derribado. Los tenemos justo encima.

Otra explosión retumbó como un gong en el submarino empujándolo por un flanco. Se abrió uno de los armarios en una cascada de utensilios se esparció por la estancia. Las luce parpadearon y quedaron a oscuras.

—¿Owen? —dijo Greta con la voz entrecortada por el dolor. La inclinación era ya alarmante.

—¿Te ocurre algo, Greta?

—Creo que no, estoy algo aturdida…

La embarcación se agitó de nuevo, tembló y volvió a bambolearse. Oían los gritos de los marineros en las cubiertas superiores. De todas formas, las explosiones habían sido ligeramente menos violentas que las anteriores. Como más lejanas.

Greta le encontró a tientas en la oscuridad y se agarró a su ropa, trepando por encima de él para abrazarle de nuevo.

—Tendremos que plantearnos acabar con este tipo de encuentros —murmuró él, sin la ironía que pretendía.

Siguieron a la espera, a oscuras, mientras el tiempo transcurría con una lentitud desesperante. Oían un chorro de agua, pero no sabían de dónde procedía. El casco crujió.

—Vamos hacia el fondo —comentó ella.

Dos nuevos estrépitos, ya más distantes. Los aviones descargaban a ciegas. La pendiente iba pronunciándose y los restos del laboratorio de Greta se deslizaban por el suelo. Los conejillos de Indias seguían rascando la tela metálica. La inmersión no parecía detenerse.

—¿Seguimos bajando, Owen?

Él no conocía la respuesta. Los marineros se habían callado y el acero del casco chasqueaba. Se oyó una seca detonación en algún punto del submarino, como la descarga de un arma, y acto seguido, otra.

—¿Qué ha sido eso?

—Supongo que es algo que ha cedido. Algún tornillo, las válvulas. ¿Qué profundidad tiene el mar en este punto? —le preguntó él preocupado.

Greta lo estrechó con más fuerza.

—No lo sé. ¿Tres kilómetros?

—Suficiente profundidad.

Retumbaron otras explosiones, aunque lejanas, pues tan solo se notaba su eco en el casco, el temblor. El casco del submarino chirriaba.

—Parece el sonido de una ballena —murmuró ella.

Luego la inclinación se fue reduciendo. Daba la impresión de que Freiwald hubiera sujetado las riendas de un caballo, obligándole a bajar la cabeza. Se estabilizaban con una lentitud tremenda, pero aun así notaban el movimiento. Todo el submarino crujía como una bisagra oxidada. Los dos sudaban, esperaban.

Por fin la quilla recuperó el equilibrio.

—Creo que se ha detenido la inmersión. —Su voz se había convertido en un susurro, como si temiera que el menor ruido pudiera desencadenar de nuevo el descenso. Se abrazaron, aliviados.

—¿Y ahora qué?

—Nos escondemos.

De repente se encendieron las luces azules de emergencia. El destello les pareció fantasmagórico. El desastre no era tan grande como habían imaginado a oscuras, aunque el suelo estaba lleno de objetos rotos. Se miraron los dos.

—Tienes un corte en el brazo —dijo él, señalándole el rasguño.

Ella asintió casi sin fuerzas. Hart cortó una tira de tela, se la aplicó a la herida y ambos se dispusieron a colocar lo que pudieron en las cajas.

—Hace un calor asfixiante. ¿No podríamos abrir la escotilla?

Él movió la cabeza en señal de negación.

—Hasta que no comprobemos que estamos a salvo, no. La atmósfera empeoraría.

Colocó los cristales rotos en un archivador y luego encontró una lona, que desplegó en el suelo para evitar pisar los añicos. Reinaba el silencio en el submarino, que funcionaba por medio de baterías; la tripulación no hacía ruido alguno. Los alemanes intentaban huir sigilosamente.

En cuanto hubieron guardado lo esparcido por el suelo, Owen y Greta se sentaron uno al lado del otro. No les quedaba más que esperar.

—¿Crees que han abandonado?

—No. Seguirán sobrevolando la zona, esperando que salgamos a la superficie. Pedirán destructores con sonar. No abandonarán con tanta facilidad.

—¿Tardarán mucho?

—Horas, me imagino. Horas y horas.

Greta se apoyó en él.

—Perfecto.

Permanecieron un rato en silencio, recuperando la tranquilidad en la calma, y luego reemprendieron la conversación, pasando de un tema a otro, Casi habían conseguido dejar a un lado la gravedad de la situación cuando, de repente, oyeron un lejano y espectral eco:

«Clinc».

—¡Aja!

«Clinc».

—¿Qué es eso?

—Mi marina. Siguen persiguiéndonos. Se dispusieron a escuchar. Greta apoyaba la cabeza en su pecho. Notaba los latidos de su corazón. «Clinc… clinc… clinc».

—Se están acercando. —La empujó para que se incorporara—. Agárrate otra vez a la escalera. Prepárate.

Ella se soltó, vacilando.

—Si nos dan de lleno, ¿será rápido?

—Sí.

En realidad no lo sabía. «Clinc, clinc, clinc, clinc…». Oían ya las hélices del destructor. El submarino tembló ligeramente. Freiwald pretendía acelerar y alejarse.

¡Blam! Una enorme sacudida de la envergadura de la primera, seguida por otra y otra. Quedaron de nuevo sin luz y Greta no pudo reprimir un sollozo mientras el submarino se escoraba. Sus cuerpos quedaron a merced del movimiento, con los pies y los brazos en el aire.

—Owen… —gimió ella.

El piso se iba inclinando.

—¡Caramba! Pretende descender aún más.

«Clinc, clinc, clinc, clinc…».

—¡Agárrate!

Se oyeron dos ruidos sordos y el submarino se agitó terriblemente. La potencia de las explosiones les sacudió todo el cuerpo; Hart tenía que apretar con fuerza los dientes para no oír su angustiado castañeteo. Siguieron las detonaciones, y de la cubierta superior les llegaban las imprecaciones y el silbido del agua. El U-4501 rugía en las profundidades.

Greta se acercó a él arrastrándose en la oscuridad.

—Me sujetaré a ti —murmuró.

«Clinc, clinc, clinc…».

—Creo que nos alejamos de ellos.

¡Blam! Esta vez la sacudida fue menor.

—Quizá sería mejor que todo acabara así —susurró ella—. Abrazados. Mucho más fácil.

—No. Nosotros le venceremos. —No se refería al destructor.

Otra serie de explosiones, ya más lejos. Con gran lentitud, como si el agua la hubiera inundado, la cubierta recuperó la estabilidad.

—No sé a qué profundidad estaremos. —Hart notaba la presión del mar; era como un tornillo de banco. Toneladas de negra agua. ¡Qué agobiante era aquello!

Poco a poco, fueron perdiéndose las cargas de profundidad. Aminoró el chorro de agua, se fueron apagando los gritos hasta desaparecer. Volvió a reinar el silencio en el navío: se había convertido en una cripta.

Hart hundió el rostro en la cabellera de ella. Greta suspiró y le acarició la cabeza.

—Jürgen me ha dicho que nos dejará marchar.

—¿En serio?

—Le he preguntado si pensaba dejarnos en la Antártida, abandonarnos. La pregunta le ha avergonzado. Ha dicho que si hacemos lo que nos manda, nos sacará en el submarino y nos pondrá en una balsa, cerca de un puerto extranjero.

—¿Y tú le has creído?

—Ya no sé lo que tengo que creer. Le veo imprevisible. Creo que de una forma u otra sigue queriéndome. Pero ya no le conozco.

—No puede dejarnos marchar, Greta.

—¿Por qué no, si consigue lo que quiere?

—Porque cree que ganará la guerra con un secreto que nosotros conocemos. Porque nos encontramos en el submarino más moderno y flamante de Alemania. Porque necesita tus conocimientos para elaborar lo que persigue. Además, yo soy un agente secreto estadounidense, Greta. ¿Crees que va a recoger el remedio contra una enfermedad y luego nos dejará en tierra firme para que se lo contemos a todo el mundo? Drexler solo me pondrá en una balsa si ya he muerto.

Permanecieron un rato en silencio.

—¿Crees que es perverso, Owen? ¿Es perversa Alemania? Hart sonrió torciendo el gesto.

—Creo que a eso deberíamos llamarle confusión moral. Además, tú misma me dijiste que lo suyo es simple entrega.

—No. —Agitó la cabeza—. Quiere destruir lo que no puede poseer. Y eso es malo.

Siguieron tumbados, esperando, escuchando. El sonar se oía más lejos. Los destructores y los aviones describían círculos como perros desconcertados.

La luz azul de emergencia parpadeó de nuevo, si bien con poca fuerza. Hart se soltó de la escalera y se deslizó por el toldo, sujetando a Greta.

—Le enfurecerá saber que he venido aquí.

—No te preocupes —respondió ella besándole—. No puede mostrarse vengativo de momento. Nos necesita.

—Sí, pero empiezo a preguntarme hasta qué punto. Tarde o temprano sus soldados encontrarían la entrada de la cueva. Y alguien más, puede que Schmidt, conseguirá recoger el limo. Aquella imagen hizo reír a Greta.

—No sé por qué, pero no veo al doctor Schmidt de espeleólogo intrépido.

De todas formas, su estado de ánimo cambió inmediatamente. «Clinc».

—¡Maldita sea! Siguieron esperando.

«Clinc…». El intervalo fue más largo. El sonar les había perdido de nuevo.

—Tengo calor —dijo ella por fin, terriblemente inquieta—. Estoy sudando. —Sin ventilación de ningún tipo, la temperatura iba en aumento en el submarino—. Tengo la impresión de estar enterrada. Es como si me estuviera muriendo, si me hubieran enterrado viva.

—A mí me ocurre lo mismo.

Greta se incorporó y le zarandeó la cabeza.

—No, noto tu vitalidad. Estás vivo. Intuyo la dureza. Aquí abajo —dijo señalando el punto.

—¡Greta!

—Hace calor, estamos en peligro y quiero quitarme la ropa. Ayúdame antes de que me muera. Quítamela tú, Owen. Quiero que la dureza aumente.

Hart tragó saliva y echó una ojeada a la escotilla.

—Si subimos a la superficie…

—Eso es lo más excitante. —Se quitó el jersey—. Ya no soporto estar así, moribunda. Llevo seis años muriendo poco a poco. —Se desabrochó el sostén y lo tiró al suelo. Luego se inclinó, y rozándole con los pechos, se centró en los botones de él—. Iba muriendo poco a poco, perdiendo mi existencia, y ahora que el momento es mío no me importa lo que pueda suceder luego o lo que puedan pensar los demás. O sea que date prisa. ¡Rápido! Antes de que vuelvan los destructores. Estoy sudando, todo mi cuerpo está empapado.

—¡Válgame Dios!

Hart pegó un tirón a su propia ropa y luego a la de ella, presa de frenesí, casi sin saber por dónde empezar. Pero no parecía importar mucho, por la forma en que se besaron y se abrazaron. En un instante ella se situó a horcajadas sobre su cuerpo, con las pupilas dilatadas, los labios entreabiertos.

—Te deseo más que a nada en el mundo —susurró ella.

Y acto seguido él se vio envuelto en una especie de fuego líquido mientras Greta arqueaba la espalda, él le acariciaba los pezones, sus cuerpos se pegaban con el calor y el sudor, jadeaban y resollaban en la intimidad del recinto mientras Greta se mecía suavemente con el ondulante movimiento. Incapaz de controlarse, Hart explotó en su interior, y Greta soltó un grito ahogado en la última arremetida.

Luego descendió para poner sus senos al alcance de los labios de él; le murmuraba en tono cálido y perentorio al oído:

—Espero que el destructor no abandone. Porque nosotros no hemos acabado.

«Clinc».

Estaban agotados.

La pareja permanecía tumbada respirando con dificultad, medio inconsciente, deslizándose entre los angustiosos sueños que les provocaba la falta de oxígeno. Cuando hubieron hecho el amor, volvieron los destructores, que martillearon el casco con implacable furia. Tuvieron que sujetarse a la escalera, el uno al otro, y apretar con fuerza las mandíbulas mientras las explosiones les zarandeaban una y otra vez. Volvieron a apagarse las luces. Una cañería se reventó soltando un chorro cuyas salpicaduras les parecieron frías agujas contra su cuerpo; Owen se incorporó y a tientas cerró la válvula.

—¡Controlada la fuga! —Greta tuvo que responder casi sin aliento por el intercomunicador ante la inquieta pregunta de Freiwald. La escotilla seguía cerrada.

Se desplomaron de nuevo, respirando a duras penas, a la espera de otro ataque por arriba. No se produjo. Iba transcurriendo el tiempo. Surgió de nuevo la espectral luz azul, que les recordó el destello de la cueva helada antártica.

Greta suspiró.

—Habrá llegado ya el momento de acabar después de hacer el amor.

—No. —Él se incorporó a medias—. Escúchame, Greta. Aún tenemos una oportunidad. Es algo desesperada, puede que sea una locura, pero por ella decidí emprender el viaje. Antes de salir de la isla la última vez, encontré algo que puede servirme para huir. Se trata de una posibilidad muy remota para ti, pero si yo desaparezco, probablemente Jürgen te dejará vivir. Tú volverás en el submarino con él. Si yo puedo salirme con la mía, nos veremos en Alemania.

—¡No! ¡No pienso dejarte otra vez!

Hart le acarició la mejilla, el borde del rostro.

—Escúchame: él me matará, me matará en cuanto le haya mostrado la forma de entrar en el volcán. A menos que consiga huir. Esa es mi única oportunidad. La tuya es la de no hacer nada e intentar que Jürgen y los demás me persigan.

Greta no parecía muy convencida.

—¿De qué se trata?

—Cuando avanzaba por la cueva, encontré una caleta… Siguió hablándole un rato en voz muy baja.

Ella continuaba tumbada a su lado, ensimismada.

—¿Y cómo conseguirás aprovechar la oportunidad?

—No lo sé.

Greta apoyó la cabeza en su hombro.

—Sospecho que seré yo quien tendrá que facilitártela. El no supo qué responder. Al cabo de un rato se durmieron.

Les despertó de nuevo el estruendo y las sacudidas del barco. Hart miró el reloj. Dieciséis horas. Por fin se vaciaban los depósitos de lastre y el submarino ascendía lentamente. Tenían la impresión de subir entre la melaza. Buscaron apresuradamente la ropa y se vistieron.

—No salgas aún —le dijo Greta—. Intenta aprovechar la confusión para volver a tu sitio. Tal vez nadie se entere de que has estado aquí.

—Quiero que él sepa dónde estaba. Dónde estaba exactamente. Para que no haya malentendidos.

—No. Tienes que vivir, Owen. Vivir para aprovechar tu oportunidad. No pierdas la cabeza.

Oían cómo el griterío iba en aumento en las cubiertas superiores, y cuando el submarino alcanzó la superficie atronaron los vítores. Los motores diesel recuperaron la vida y una fresca brisa entró por el conducto de ventilación cual lluvia en el desierto.

—O sea, que no acabó todo. —Su tono era más bien triste—. Tenemos que seguir adelante.

—Por poco tiempo. Algún día todo eso acabará y podremos estar juntos. Algún día el tiempo será nuestro.

—Eso espero, algún día. Pero tú procura mantenerte alejado de Jürgen.

Lo abrazó y se fue hacia la escotilla. La manecilla giraba. Deseaba poder subir antes de que alguien localizara a Owen.

Pero cuando la escotilla cedió, Greta tuvo que apartar la cabeza para evitar la embestida de un par de botas. Drexler saltó al recinto con expresión inquieta.

—¿Estás bien, Greta? ¡Qué preocupado estaba!

Luego quedó paralizado. ¡El maldito americano!

Greta había retrocedido para situarse al lado de Hart. Con la abertura, entraba más aire y la pareja aspiraba profundamente, abrazada para mantener el equilibrio. Drexler también parecía demacrado: su rostro indicaba que había pasado la noche en vela y llevaba la camisa empapada de sudor. Miró al piloto sin dar crédito a lo que veía.

—¡Le dije que no se acercara a ella! —exclamó con voz entrecortada.

—Efectivamente, eso me dijo.

—¡Maldito intruso!

El movimiento de Drexler fue de lo más rápido. Pegó un tirón a Greta, empujándola contra el mamparo, y luego se enfrentó a su rival.

El piloto se le adelantó pegándole un puñetazo en la cara, que le empujó hacia atrás, contra la escalera, y le hizo soltar un gruñido. Perdió el equilibrio, aturdido, y cayó al suelo. Hart blandía aún el puño, estremeciéndose.

—¡Arriba, hijo de puta!

—¡Owen, no, no lo hagas! ¡Te matarán!

Se oyó un fuerte griterío arriba y unos cuantos hombres más, con uniforme y botas, saltaron por la escotilla, llenando el minúsculo recinto. Pertenecían a las tropas de asalto, eran los gorilas de Drexler. Hart iba a atacar de nuevo con el puño cuando Hans arremetió con la bota contra él y el piloto cayó con gran estrépito; notó una intensa sensación de asfixia. Greta empezó a chillar, a saltar y a arañar, pero enseguida la apartaron a golpes. Hart se disponía a incorporarse cuando otra bota le dio de lleno en el plexo solar y cayó como un saco. Otra le dio en la cabeza. Perdió el conocimiento.

Greta sollozaba. Espinete se acercó a ella, indeciso.

—Déjala —dijo Drexler; aquellas palabras surgían de unos labios sangrantes. Se levantó con cierta rigidez, humillado. Se estremeció intentando reprimir sus emociones.

Señaló hacia Hart:

—Ahora quiero que lo encadenen. Hasta que lleguemos a la isla.

Los agentes de las SS asintieron.

Luego señaló hacia Greta:

—Y ella se quedará aquí abajo, conmigo.

Arrastraron inconsciente al piloto a través de la escotilla y la cerraron. Greta permanecía de pie, temblando. Drexler giró la cabeza, escupió sangre y se humedeció los labios mirándola. Tenía el pecho desbocado, los ojos inyectados en sangre.

—Lo hiciste con él, ¿verdad? —el tono reflejaba la incredulidad—. Lo hiciste con él aquí, en el maldito barco. Ante setenta hombres. ¡Santo cielo!

Greta cerró los ojos y una lágrima se deslizó por su rostro.

—No le hagas daño, por favor. Puedes hacérmelo a mí, pero no a él.

—¿Hacerte daño? —Su tono reflejaba el asombro—. ¡Por el amor de Dios! ¿Qué podría hacerte yo que tuviera un remoto parecido con lo que tú me has hecho a mí? Has destrozado mi vida. Has desintegrado el último resquicio de amor propio que podía quedarme. Me has llenado de vergüenza. Me has convertido en el hazmerreír de todos. ¿Hacerte daño? ¡Qué graciosa!

—¡Yo te lo dije! —gritó ella con los ojos encendidos, llorando—. ¡Te lo dije y no quisiste escucharme! ¡Dije que era a él a quien quería, y no a ti! ¿Y qué has hecho? Meternos a todos en este maldito submarino, como si hubieras perdido el juicio, con la historia de que íbamos a trabajar conjuntamente. ¿Qué creías que iba a ocurrir?

Drexler parecía derrotado.

—Como mínimo, un poco de… educación.

Las lágrimas bajaban a raudales por sus mejillas.

—¿No lo ves? Ya es tarde para eso.

Él movió la cabeza, ya sin ánimo.

—Efectivamente.

Greta esperó, pero el otro no reaccionaba.

—¿Y ahora qué piensas hacer, Jürgen?

Él se volvió hacia la escalera.

—Salvar Alemania.