CAPÍTULO 36

Greta bajó a la cubierta principal y se mantuvo a la escucha. El submarino soltaba el típico zumbido monótono de un buque de guerra, además de un fuerte olor a lubricante, aunque permanecía quieto. El apático marinero de turno en la sala de control apenas reparó en ella cuando descendió con el corazón, desbocado por la escalera que llevaba a su laboratorio. Abrió la escotilla con sumo cuidado. Comprobó que no había nadie, entró y la cerró.

A pesar de los esfuerzos que había hecho para ordenar la estancia aquello seguía abarrotado. El recipiente de Schmidt lleno de medicamento quedaba al descubierto sobre una caja que hacía las veces de mesa; los tubos que había vaciado en él estaban esparcidos por el suelo. Junto a uno de los mamparos se veían los restantes frascos del limo orgánico. Al otro lado, la mesa, cubierta por los cultivos de la enfermedad. Una serie de vasos de precipitados, frascos y botes mostraban aún restos. Los conejillos de Indias supervivientes rascaron con furia en las jaulas al oír el ruido, temiendo sin duda otra inyección. Ella, que había pensado que dejaba atrás aquella claustrofóbica madriguera, se encontraba de nuevo allí.

Actuó con decisión. Colocó una muestra del lodo del medicamento en un frasco, que se metió en el bolsillo. Levantó luego el pesado recipiente y se dispuso a echar el resto en el desagüe. El organismo sin procesar pasaría al sistema de desagüe del submarino y de él al agua. Fue engullendo con pasmosa lentitud, pero por fin no quedó nada. Arrojó el recipiente y cogió otro. Seguía con toda la ropa puesta y estaba sudando.

Oyó un clic, un golpe y la escotilla se abrió. Tuvo un sobresalto, pero siguió con su tarea. Sería Jacob, el que cuidaba de los animales; Greta sabía cómo quitárselo de encima. Con un solo movimiento que le insinuara la enfermedad. ¡Fuera! ¡Eso es peligroso!

Oyó el retumbar de unas botas en el suelo. Se dispuso a volverse de pronto, irritada.

—¿Qué quiere?

Pegó un brinco. ¡Era Schmidt! Le miró sorprendida, incómoda al percatarse de que se había fijado en lo que hacía. Le pareció desconcertado y fatigado al mismo tiempo.

—¡Max! ¡Creí que estaba durmiendo!

—Me tomé un café. —Su expresión empezó a endurecerse—. Últimamente me cuesta conciliar el sueño, y como quiera que el vigía me ha comentado que estaba usted aquí, he sentido curiosidad. —La miraba con aire sombrío—. Tiemblo solo de pensar en lo que podría haber ocurrido de no decidir acercarme para investigar. Ponga el maldito recipiente en su sitio. ¡Ahora mismo!

Greta obedeció a regañadientes.

—Solo quería…

—¿Solo quería qué? ¡Solo quería destruir todo nuestro trabajo! Apártese del desagüe, frau bióloga. Menos mal que van a traer más de la cueva. —Se calló un momento, observando su ropa a aquellas horas de la noche—. ¿O tal vez no? ¿Tal vez se nos ha adelantado usted, Greta? ¿Sabe quizás algo que yo ignoro?

—Sería difícil, Max, teniendo en cuenta que usted lo sabe todo. —Su semblante reflejaba un intenso odio. Y además, el triunfo.

—¡Zorra! —Le pegó una bofetada que la envió contra los recipientes llenos de algas, algunos de los cuales cayeron al suelo. Se soltó la tapa de uno de ellos y su contenido se desparramó por el suelo metálico, hacia el pantoque. Ella movió la cabeza, algo aturdida. El golpe había sido tan fuerte que le había nublado la visión.

—La violencia parece su fuerte, Max —dijo mirando de reojo los contenedores aún llenos de algas. De repente, se volvió directa a los recipientes y quitó la tapa antes de que Schmidt le saltara encima.

—¡Quite las manos de ahí!

La agarró por el pelo y la arrastró, intentando golpearla con el otro puño. Las torpes arremetidas fueron bloqueadas por el brazo que levantó ella para desviar el ataque. Si bien el hombre era más alto que ella, también era más viejo, y la fuerza no era su principal característica. Greta se retorcía, le pegaba patadas y le hacía estremecer de dolor. De pronto el forcejeo aumentó y Greta empezó a utilizar los puños, los dientes y las uñas para librarse del hombre. Este consiguió pasarle el brazo alrededor de la tráquea y decidió estrangularla. Cayeron al suelo, atenazados en una dolorosa lucha; ella perdió la voz y Schmidt resollaba en su desesperado intento por dominar a una mujer treinta años más joven que él. Greta se dio cuenta de que estaba perdiendo el mundo de vista y estiró frenéticamente el brazo que tenía libre, buscando algo con lo que sacudirle. Sus ojos rozaron un cilindro de cristal, lo rechazaron y un segundo después lo asieron. ¡Efectivamente! ¡Una de sus malditas agujas hipodérmicas!

Se la clavó. La aguja penetró en el hombro de Schmidt, junto al cuello, y el médico soltó un chillido, dejándola libre para acercar la mano al punto que le dolía. Greta, aprovechando el gesto, hundió aún más la aguja. Él se tambaleó y cayó desplomado. La rudimentaria mesa cedió en sus soportes y poco a poco fueron haciéndose añicos los vasos de precipitados, los frascos y los recipientes Petri, que esparcieron sus contenidos por todo el laboratorio. Al igual que en la reproducción de los hongos, una nube de esporas de un tubo de ensayo roto se dispersó por el aire.

Schmidt, atrapado entre los escombros, observaba el panorama con los ojos abiertos como platos, aterrorizado. La aguja hipodérmica sobresalía en su hombro y parecía absorber la gota de brillante sangre que había provocado. El cuerpo del hombre quedó cubierto de fragmentos de cristal y material procedente del cultivo microbiano. Se incorporó apoyándose en los codos.

—¡Me ha infectado! —exclamó jadeando, sin conseguir creérselo. Por fin arrancó la aguja con un gemido—. Qué débil fue al traerla aquí…

Greta le golpeó con un cilindro de medicamento en polvo en la cabeza. El hombre se desplomó inconsciente con un ruido sordo.

—¡A callar, viejo morboso! —Las palabras surgieron de su seca garganta como un graznido.

Aguzó otra vez el oído, pero no oyó más que el zumbido del barco. Al parecer, Schmidt había cerrado la escotilla al bajar. Tenía que pensar: considerar las probabilidades. Medio temblando, suspiró. «¡Santo cielo, qué desastre!».

Medio aturdida, con gesto casi maquinal, tiró el resto del contenido de los recipientes por el desagüe del pantoque. Era todo lo que podía hacer con el temblor que se había apoderado de su cuerpo. Schmidt continuaba inmóvil. Greta no tenía idea de si estaba vivo o muerto y estaba demasiado asustada para comprobarlo. Demasiado conmocionada para preocuparse por ello. «¡Piensa!». Levantó el cilindro del medicamento. Los gérmenes nocivos estaban esparcidos por todas partes; probablemente algunos se habían pegado a su ropa. Tenía que tomar el tratamiento. Y también Owen. Y… El zumbido del barco. ¡Alabado sea Dios! Clavó la vista en la abertura del respiradero, que renovaba el aire y absorbía las esporas. Si se llevaba lo que quedaba del medicamento…

Si se lo llevaba y el submarino se convertía en otro Bergen, todos aquellos hombres morirían.

Aquella idea la hizo palidecer.

¿Y si lo dejaba allí? Si seguían vivos, podrían volver a Alemania con la enfermedad y suficiente medicamento para iniciar los cultivos y la reproducción. Si vivían, podrían seguir persiguiéndoles a Owen y a ella.

Schmidt soltó un gruñido y se movió. A menos que decidiera matarlo allí mismo, tenía poco tiempo.

¿Qué dirían sus monjas?

¿Qué diría Owen?

Schmidt se lamentó de nuevo. ¡Maldito hombre! Le dio otra vez con el cilindro en la cabeza y lo inmovilizó. Lo amordazó, le ató las manos y los tobillos. ¿Por qué tenía que entrometerse? Luego, con aire taciturno, con uno de los recipientes del medicamento bajo el brazo, saltó del submarino a la lancha.

—Misión cumplida —murmuró.

Owen le dijo que había hecho lo adecuado. Lo único que podía hacer.

—Son asesinos, Greta. Intentaron matarme.

La pareja se dirigió hacia la playa, con el temor de que Schmidt pudiera moverse en el laboratorio y desencadenar la alarma. Cada metro que iban superando les proporcionaba una nueva sensación de seguridad.

—Quienes intentaron matarte fueron los de las SS, Owen, no los marineros. —Se estremeció; tenía los ojos inundados.

—Estupideces. Esos cabrones levantaron el brazo con el saludo nazi cuando Jürgen les expuso el plan. Forman parte de lo mismo.

Greta se apoyó en; él.

—Lo sé, lo sé muy bien. Pero condenar a sesenta hombres, alemanes como yo, a…

—Ellos mismos se han condenado.

—¿Crees que podré apartarlos de mis sueños?

—¡Sueños! ¿Y qué me dices de la pesadilla que vivimos despiertos? Con la ayuda de Dios, habrás salvado a millones de personas. ¡Millones! La única que no se ha salvado aún eres tú.

Una extensión blanquecina surgió en la oscuridad: la playa. El bote chirrió en la arena y Hart apagó el motor.

—A partir de aquí seguiremos andando. —Había trazado el plan mientras esperaba la vuelta de Greta—. Si nos lleváramos la lancha nos perseguirían por mar, mientras que si la dejamos, primero se dedicarán a batir la isla. Con eso ganamos tiempo.

Ella se puso pálida.

—Si la dejamos, Jürgen llegará al submarino.

Owen asintió, mirándola con expresión grave.

—Es lo que pretendo, Greta.

Ella no respondió.

—Quiero que contraiga la enfermedad.

Greta volvió la cabeza, aterrorizada.

—Escúchame bien, Greta, yo no puedo decidir por ti. No puedo, y espero que no dudes de mí el resto de tus días. De modo que ahora mismo puedes coger el recipiente, ir a salvar a esos hombres y zarpar hacia Alemania. Te convertirás en la salvadora de esos marineros y tendrás muchas más probabilidades de sobrevivir que si decides huir conmigo. Puedes mantenerte leal al Reich. Puedes salvar a tu marido. Si no, tendrás que echarlo todo por la borda, hasta el último resquicio, y seguirme en este demencial plan para huir de la isla. Una posibilidad que tal vez nos robe la vida a los dos.

Aquello la hizo sonreír.

—¡Qué persuasivo eres! ¿Y por qué tendría que ir contigo?

—Porque te quiero.

Greta asintió.

—Un buen argumento —dijo finalmente—. El mismo que se me ocurriría a mí. —Miró hacia las estrellas como en busca de inspiración. Luego añadió—: Voy contigo.

Él sonrió.

—Pues hay que apresurarse antes de que amanezca. Cuando quedemos fuera del alcance de la visión del submarino nos repartiremos el antídoto.

Drexler dirigió a sus hombres hacia el borde del cráter al alba, medio muerto de frío y agotado. La tormenta remitía, pero habían pasado una noche abominable, esforzándose en vano, gritando sin obtener respuesta y disparando cohetes. Quedaba claro que los tres hombres de las SS habían desaparecido. ¡Qué isla tan inmunda!

Jürgen se sentía frustrado. Habían volado la entrada de la cueva tal como él había ordenado. ¿Se habrían matado entre ellos los muy idiotas? Ni un rastro. ¿Tal vez se habían perdido en la tormenta? Tampoco había señales de ello. Algo le rondaba por la cabeza: aún quedaba una parte de la búsqueda por finalizar. Pero no acertaba a ver cuál. Todos estaban medio congelados y se sentían inquietos. Necesitaban comer, calentarse y descansar en el submarino.

La lancha seguía donde la habían dejado. En la playa. Pero no se veía por ninguna parte al centinela. Jürgen frunció el ceño indignado.

—¿Dónde está Johann?

El sargento de las SS puso mala cara.

—Se le dijo que no se apartara de la lancha. Tendría que estar aquí.

—¡Claro que tendría que estar aquí! ¿Pero dónde está?

—¿Volvería al submarino en medio de la tormenta?

—¿Cómo va a volver al submarino sin la lancha, imbécil?

El sargento se puso rígido.

—Por supuesto.

Drexler echaba chispas. Esta vez la eliminación de Hart no le había producido una sensación de triunfo. Tenía miedo de tenerse que enfrentar a Greta y decirle que el americano se había perdido otra vez, en la cueva o a causa de la tormenta. Dudaba que le creyera. Sentiría alivio al acabar por fin con ella, pensaba. Eso. Alivio.

—¡Esta maldita isla se está tragando a mis hombres! ¡Y eso no me gusta! ¡Vamos a marcharnos de aquí! —Miró a sus hombres. No observó ningún gesto de desacuerdo—. ¡Vamos, a la lancha!

Se dirigieron hacia el submarino.

—¿Habéis visto a Johann Prien? —gritó Drexler a los marineros al subir a bordo.

—Anoche pasó —respondió uno con aire cansado—. Tal como le ordenó usted.

La frente de Drexler se arrugó.

—¿Cómo?

—A recoger a la mujer. Y las cajas.

—¿A Greta? ¿A mi esposa?

—En efecto. Dijo que llevaba un mensaje para ella y se fueron los dos.

El marinero observó con curiosidad al grupo, fijándose en que no estaban con ellos los agentes de las SS que se habían perdido.

—Yo no mandé ningún mensaje. —El hombre pareció sorprendido, y un destello de terror se desencadenó en el cerebro de Drexler—. ¿Pero vio usted a Johann?

—Por supuesto. En la lancha.

—Me refiero a si le vio la cara. ¿Le reconoció?

El marinero empezaba a comprender.

—No… Estaba muy oscuro. Anoche nadie habría reconocido a nadie.

Los hombres de Drexler entraban ya al submarino por la escotilla. El nerviosismo del coronel iba en aumento.

—¿Podía haber sido aquel hombre, el americano?

—Creía que el americano estaba con usted.

—¡Qué barbaridad! ¿Y Greta se fue con ese hombre?

—Sí. —El marinero miró a Drexler casi metiéndose en su pellejo.

—¡La puta! —gruñó—. ¡La puta! ¿Dónde está el doctor Schmidt?

—Abajo, supongo. No lo he visto.

Drexler saltó a la cubierta principal, se quitó la parka y se dirigió a la parte de popa.

—¿Max? —gritó. Se encontró con Freiwald—. ¿Dónde está el maldito médico?

El capitán miró a Drexler con aversión.

—No sigo la pista de sus sabuesos, coronel. ¿Cómo voy a saberlo? Pruebe en el laboratorio.

Drexler miró hacia abajo. Vio la escotilla cerrada, pero le pareció algo normal. Se acercó de un salto y la abrió.

—¿Max? —Sin respuesta. Vio fragmentos de cristal en el suelo. Aquella estancia apestaba. Se metió dentro con la premonición de que algo terrorífico había ocurrido—. ¡Santo Dios!

Era como si una bomba hubiera explotado allí. Las tablas de la mesa estaban astilladas y por todo el suelo se veían trozos de recipientes Petri y limo microbiano. Aquella peste recordaba el estanque subterráneo. Todos los recipientes que habían trasladado con tanto cuidado de la cueva estaban vacíos.

Schmidt estaba en el suelo, agitándose, amordazado. Tenía sangre en la cabeza.

El capitán del submarino bajó por la escalera tras Drexler y de pronto se detuvo, horrorizado.

—¡Fuera de aquí! —le ordenó el coronel de las SS—. Cierre la escotilla.

Jürgen se dispuso a liberar a Schmidt. Al arrancarle de un tirón el esparadrapo de la boca, el médico soltó un chillido. Respiró con dificultad.

—¿Ha sido Hart, Max? ¿Eso lo ha hecho el piloto?

Schmidt escupió, agarrándose la cabeza.

—Lo hizo frau Greta Drexler. —Schmidt pronunció el apellido en tono mordaz—. Me cogió por sorpresa y me empujó contra la mesa. Ha contaminado el barco.

Drexler palideció al recordar el horror del Bergen.

—Es una víbora —murmuró—. Me casé con Medusa.

—¿Ha perdido el juicio?

—Lo pierde siempre que se le pone el americano delante. —Creí que él ya estaba muerto.

Jürgen hizo caso omiso del comentario.

—¿Seguimos disponiendo del arma? ¿Aún tenemos el remedio?

Schmidt se incorporó, sujetándose aún la cabeza, y echó una ojeada al recinto con una mueca de dolor.

—Tengo las esporas a buen recaudo porque recordé el arranque que le dio la última vez. Pero no el medicamento. Por lo que parece, tiró el material y se llevó el concentrado. ¿Han traído más de la cueva?

Drexler notaba un insoportable zumbido en la cabeza al comprobar que se habían arruinado todos sus planes, todas sus esperanzas.

—No. Mis hombres no lograron salir.

—Pero podemos conseguir más, ¿verdad?

—No. La cueva está hundida. Mis hombres no salieron de ella.

—¡Si acaba de decir que Hart salió!

—Eso es lo que sospecho. —Lo dijo con un hilillo de voz—. Greta jamás habría hecho esto sola. —Fijó la vista en los fragmentos de los recipientes Petri—. Eso significa que somos hombres muertos, Max, a menos que la cojamos. Si es cierto que se ha llevado el medicamento, ella es nuestra única esperanza de sobrevivir. —Tragó saliva volviendo la vista hacia la escalera—. He cerrado la escotilla. Puede que el microbio no se propague.

—¡Bromea usted! —Schmidt le señaló los respiraderos—. Los que escapan son los gérmenes, y no los conejillos de Indias. A estas alturas estarán ya por todo el submarino. Todos están ya infectados. Ocurrirá como en el Bergen. ¿Cómo demonios confió en ella?

Drexler parecía hundido.

—No confié en ella. Creí poder controlarla. —Clavó la vista en Schmidt—. ¡Pensé que usted podría controlarla!

—¡Santo Dios, dejarse atar por una mujer! ¡Por una zorra, cómplice de…!

Drexler levantó la mano, agotado de pronto.

—Está bien. Ya basta, basta de recriminaciones. ¿Cuánto tardarán en aparecer los síntomas?

Schmidt movió la cabeza.

—Horas. Tal vez un día.

—¿Y adónde fue? ¿En qué lugar de la isla se esconden? ¿En otra cueva?

—¡Buena pregunta! —respondió Schmidt—. De todas formas, no pueden estar muy lejos. Quizá podamos encontrarlos y conseguir el remedio. —Reflexionó un momento—. Además, solos no pueden llevar el submarino. No serán capaces de salir de la Antártida sin nosotros. Si morimos nosotros, ellos también, ¿no le parece?

—No creo que morir entrara en sus planes. ¿Cómo quiere que dos tortolitos piensen en el sacrificio?

—Entonces tendrán un plan alternativo —razonó Schmidt—. Una radio. Un rescate. Un avión…

Aquella última palabra dio una pista a Drexler. El Dornier que él había divisado en el nevado altiplano durante el último viaje; el hidroavión que había permitido al americano huir. ¿De modo que esta vez dispondría también de vehículo? ¿Dónde lo tendría? ¡Ah, claro! ¡Ya lo recordaba! ¡Le vino a la memoria aquello que no consiguió recordar durante la búsqueda nocturna! ¡La furtiva conversación que tuvo la pareja en la entrada de la cueva! La minúscula bahía que miraban los dos. ¡Aquella era su espita de escape! Algo había allí. Algo que iba a permitirles la huida. Se habían dirigido hacia allí.

—Creo que sé adónde han ido —le confió a Schmidt—. A la bahía del otro lado del volcán, por debajo de la nueva cueva. Allí podemos detenerles. Pero no por el borde, tardaríamos demasiado. Nos acercaremos allí por mar. Si lo conseguimos, viviremos.

Schmidt miró al coronel de las SS con una chispa de esperanza. Abrieron la escotilla y salieron.

—¡Freiwald!

El capitán se encontraba en la sala de control con aire inquieto.

—¿No están soltando…?

—Está ya suelto —le cortó Drexler bruscamente—. Por todo el barco. Usted mismo lo está respirando. —El capitán parecía horrorizado—. Dejémoslo. ¿Cuánto tardaríamos en descender?

—Habíamos decidido no hacerlo hasta dentro de un par de días.

—Queda claro que nuestros planes han cambiado.

El capitán frunció el ceño.

—Los técnicos están desmontando los motores. Se trata de la rutina de mantenimiento. Tardaremos unas horas en montarlos de nuevo.

—¿Cómo?

—No podemos zarpar antes del mediodía. Schmidt miró su reloj medio atontado.

—¡Dios santo!

—No podemos esperar tanto —dijo Jürgen—. Iré a buscarles con mis hombres en la lancha. Ustedes nos seguirán con el submarino. Si no consigue poner pronto en marcha el navío, capitán, todos ustedes morirán. ¿Me entiende? Owen Hart y mi esposa han huido con el antídoto y ellos constituyen nuestra única esperanza.

Freiwald movió la cabeza, aterrorizado, y entreabrió los labios para decir algo.

En lugar de ello estornudó.

—¡Jesús! —dijo Schmidt.