CAPÍTULO 15
—¡M aldito barrizal! Tengo hasta los muslos congelados y estoy atrapado en las arenas movedizas. Ha combinado usted lo peor de dos mundos, Owen: ha encontrado un pantano bajo cero. Algo tan curioso como una prostituta con ropa interior de hierro forjado.
—¿Habla por experiencia, Fritz?
El alemán bajito aspiró el humo del cigarrillo.
—No, simplemente imagino lo peor. Es un don, como el de encontrar la única playa de la Antártida en la que hace tanto calor que te hundes en el lodazal. ¡Madre mía! ¡Fango en una nevera!
Hart pasó por alto la broma. Se sentía bien. Había dormido, y al despertar se encontró con el Schwabenland anclado en el cráter volcánico. Una lancha había recogido a los dos exploradores y los había llevado a tomar un desayuno caliente. Todo el mundo estaba eufórico por haber encontrado un puerto provisional al abrigo; incluso Greta les dio un beso a cada uno en la mejilla. Sin embargo, la tranquilidad se vio empañada enseguida por la noticia de los cadáveres encontrados en el Bergen, aunque el barco siniestrado constituía un terco recordatorio de que los alemanes no se encontraban completamente solos en el mundo.
—Puede que recuperemos algunas piezas que nos hacen falta para las reparaciones —dijo Heiden.
La seguridad se planteó como cuestión principal. Los dirigentes de la expedición, con Greta entre ellos, se acercaron remando al barco fantasma noruego para investigar la misteriosa tragedia. Schmidt insistió en que llevaran guantes y máscaras por si se trataba de alguna enfermedad.
—No toquen nada, si no es imprescindible —les advirtió.
Hart vio cómo se alejaban y se sintió satisfecho de no formar parte del equipo que se acercaba al tétrico Bergen. En lugar de ello se ofreció como voluntario para explorar la isla en busca de otras pistas que pudieran arrojar una cierta luz sobre la suerte del ballenero. Se encontraba ya fuera del abarrotado barco, en la playa del cráter, con Fritz, quien parecía disfrutar tanto de la libertad como el piloto. De todas formas, las quejas del marinero tenían su lógica: aquella orilla era tan peculiar como el cálido puerto de la isla. Recibía el vapor de una filtración de aguas minerales calientes que convertían la negra arena volcánica en un material pastoso, en vez de helado. Costaba andar por aquella superficie.
El tiempo había mejorado; las nubes se estaban, despejando. Hart prefería no poner en peligro el Bóreas con un despegue en el cerrado cráter —aconsejó que sería más prudente esperar a un lanzamiento por medio de catapulta en el mar—, si bien, estaba dispuesto a subir hasta el extremo de la entrada para conseguir una perspectiva más amplia de dónde se hallaban. A su llegada, Heiden le había confirmado que la isla estaba formada por dos grandes elevaciones volcánicas, la habitual capa de nieve y los glaciares, pero aparte de eso, poco más había podido avistar. «Puede que saquemos algún provecho del percance sufrido si el puerto al que hemos llegado nos sirve de base futura —había murmurado el capitán durante el desayuno—. Eche un vistazo teniendo eso en mente, Hart». Se trataba del mismo argumento de sacar partido de la adversidad al que recurría también Jürgen Drexler. Quizás a los alemanes se lo enseñaban en la escuela.
—Anímese, Fritz —dijo el piloto—. Yo le sacaré del barrizal. —Señaló hacia el borde del cráter, situado a unos sesenta metros por encima del nivel donde se encontraban en aquellos momentos—. La marcha será más agradable en cuanto alcancemos la cima.
El alemán bajito ladeó la cabeza para observar a fondo la pendiente de piedra volcánica salpicada de nieve. Al parecer, la protegida boca y el calor almacenado evitaban la acumulación de nieve típica de todo lo que había en la Antártida.
—¡Dios santo! —aspiró de nuevo el humo del cigarrillo—. Creo que me confunde con uno de esos montañeros nazis. Me hice a la mar para mantenerme alejado de la infantería, amigo mío.
—No es que me confunda. Pedí ir con usted porque es mejor conversador.
—¡Ja! El trasero de un asno tendría más conversación que esos robots. Además, no me queda ni aliento para articular palabra.
—Efectivamente. Cada adversidad reporta sus beneficios. Ustedes, los alemanes, me lo repiten constantemente.
—Si confía en los alemanes a la hora de buscar consejo es que lleva demasiado tiempo en el barco.
Iniciaron el ascenso. Abandonaron el barro, pero trepar por la piedra volcánica era algo así como subir por una duna de arena. Los pies les resbalaban y un polvo de color ocre les iba tiñendo los pantalones. Iban optando por los puntos donde se había acumulado nieve, ya que preferían ascender con más rapidez sobre la costra helada. La lancha del barco les había dejado en la parte occidental, del lado del cráter que daba al mar. Hart tenía la intención de llegar arriba, seguir por el borde hasta quedar frente al otro volcán, donde conseguiría una panorámica interna de la isla, y descender luego hacia la orilla opuesta, en la parte oriental del cráter.
La ascensión constituía un trabajo duro y penoso. Se quitaron las parkas y pararon a menudo para descansar; los barcos iban adquiriendo a sus pies el tamaño de juguetes. El Schwabenland creaba una constante corriente de agua. La tripulación había cubierto la grieta con lonas, para que las bombas compensaran la filtración, pero antes de hacerse de nuevo a la mar tendrían que llevar a cabo una reparación más completa.
Ya en el borde del cráter, el viento pasó de refrescante a helado y tuvieron que abrigarse otra vez. El mar mostraba aquel día un tono añil, se veía salpicado de icebergs y témpanos fracturados. Hacia el sur, las montañas del continente formaban un muro dentado. Más allá del lago, la cima del otro volcán ascendía a mayor altitud que el suyo, humeando ligeramente. La belleza natural, el agreste vacío, la vigorizante sacudida del aire: todo ello constituía una embriagadora droga para el piloto. Por un momento tuvo la sensación de que la vida había quedado limpia de toda impureza. Ya podía olvidar el terror del Bergen y la demencial batalla contra el Aurora Australis.
—¿A que es algo espléndido, Fritz?
—Pues sí. —El marinero seguía respirando con dificultad—. Aunque sería mejor con palmeras. Y una buena jarra de cerveza.
Iniciaron el recorrido por el borde del cráter, formado por lava endurecida y nieve recubierta por una costra. Mirando hacia abajo, Hart distinguió a algunos soldados que trasladaban a hombros los cadáveres del ballenero medio hundido. Los llevaban a la orilla en una lancha de salvamento.
Llegaron al extremo opuesto del borde al mediodía y se sentaron para comer y beber. La necesidad de combatir la deshidratación le recordó a Hart la importancia que tenía el agua dulce para una futura base alemana. Derretir nieve o hielo glacial era un trabajo laborioso. Allí, tal vez, el calor de la tierra podía proporcionar una provisión más adecuada. Observó la parte del cráter iluminada por el bajo sol antártico, y en efecto, vio un chorro de agua líquida que surgía a medio camino de la pendiente interior. Aquella corriente se hundía de nuevo en la piedra volcánica antes de alcanzar la caldera del cráter, si bien la playa situada por debajo hervía con el calor. Decidió observarlo con más detenimiento durante el descenso.
Un peculiar valle unía el cono truncado en el que ellos se encontraban al volcán más alto y abrupto que seguía humeando. Hart había oído hablar de los valles secos de la Antártida, pero aquel era el primero que veía: una larga grieta entre las ígneas y afiladas lomas con un lago helado al fondo. Las pendientes de roca volcánica y los afloramientos de basalto que lo rodeaban le daban un aspecto tan yermo como el de Marte. A diferencia del resto de la isla, una combinación de viento, calor y escasas precipitaciones mantenía el valle prácticamente desprovisto de nieve; recordó a Hart los desiertos que había visto en Arizona.
—¿Qué es lo que impide que caiga la nieve aquí?
—Los elfos —saltó Fritz con un bufido, cansado después de haber permanecido tendido en el rocoso suelo con la mochila como almohada, de cara al mortecino sol—. La lava. Una cabina de peaje. ¡Qué más da!
—¿No le interesa investigar?
—Yo no veo a ninguna mujer por ahí abajo, ¿y usted?
—¿Dónde está su espíritu aventurero, Fritz?
—Con el debido respeto a su autoridad, lo perdí durante los primeros ciento cincuenta metros de la jodida pendiente.
Contemplaron de nuevo el interior del cráter. En lugar de centrar la vista en la playa donde iban a recogerles, Hart se fijó en el plateado hilillo del naciente chorro. Se formaba en la base de un afloramiento rocoso en la pared del cráter.
—Una cueva —determinó. El agua surgía de una fuente en una de las laderas del cráter, humeando en el frío aire. Justo detrás del pequeño remanso se veía una abertura oscura, que parecía de un túnel—. Eso tiene todo el aspecto de un conducto de lava. Los he visto en el Oeste. El magma corre por ellos y desagua, dejando tras de sí una cueva.
—¿O sea que penetra en la montaña? —preguntó Fritz—. Por el olor, a eso apesta. —Se notaba cierto olor a azufre.
—Quizá. —Hart cogió una taza de latón para sacar una muestra de agua, no sin antes tocarla con el dedo—. Caliente, pero no en exceso. —La olió luego e hizo una mueca—: Mineral. —Se la pasó al alemán—. Huela.
Fritz vaciló un momento pero lo hizo, arrugando la nariz.
—¡Agua de sentina! —Miró a Hart con aire incrédulo.
—Aquí tendría que estar Greta para investigarlo —dijo Hart.
—Pues sí. Para evitar que me envenene usted. —Fritz le adelantó—. Me interesa más la cueva. Estará más caliente, me imagino. —Se metió en la abertura—. Parece que no acaba nunca. Se está bien aquí a pesar del hedor… ¡Huy! ¡Malditas piedras!
Hart le siguió, deteniéndose un momento para que sus ojos se acostumbraran a la penumbra. El marinero se estaba restregando la espinilla. Habían colocado una serie de piedras volcánicas en forma de pirámide a modo de mojón y Fritz tropezó con el montón.
—Alguien ha estado aquí antes que nosotros —dijo el piloto—. Dejaron una señal.
—¡Qué maravilla! En un lugar tan oscuro en el que por poco me rompo una pierna.
—No. Sabían que quien llegara a la isla en un momento u otro subiría aquí en busca de agua. El conducto queda protegido de las tormentas. El lugar perfecto.
—¿Para qué?
—Para… señalar algo. —Echó una ojeada por las paredes de la cueva, pero no vio nada—. Quizá para llamar la atención sobre el túnel. O para enterrar algo.
—¿Del Bergen?
—Tal vez. —Arañó el suelo con el cuchillo.
—¿Un tesoro? —Con nuevo entusiasmo, Fritz empezó a tirar las piedras hacia un lado, desmontando el mojón.
—Era un ballenero, Fritz, no un galeón español.
—Aquí escondieron la grasa de cetáceo.
En cuanto hubieron quitado las piedras, escarbaron tan solo unos centímetros y dieron con algo metálico. Se trataba de una caja de acero de unos treinta centímetros cuadrados: una simple caja de comida. La etiqueta era ilegible.
—Fíjese en el óxido —dijo el piloto. El aire de la Antártida normalmente era tan seco y frío que la madera no se pudría, el metal no se oxidaba y la comida permanecía congelada—. Se nota que aquí hace más calor y es más húmedo.
—De nuevo triunfa la ciencia. Lo he notado sin duda al colocarme de nuevo la capucha, pero yo no soy más que un marinero.
Hart utilizó el cuchillo y la caja se abrió sin problemas. —Me temo que no contiene monedas de oro. —Sacó el objeto que guardaba—. Un libro. —Lo abrió y comprobó que era un manuscrito, con las páginas amarillentas—. Un cuaderno de notas o un diario. —Se lo pasó al alemán.
Fritz se llevó el libro hasta la entrada de la cueva, donde había más luz.
—Está escrito en noruego. Procede del Bergen, seguro. Algún tipo de diario. ¿Ve las fechas? —Hart lo miraba por encima del hombro del otro.
—¿Por qué enterrarían un diario? —se preguntó el piloto—. Y precisamente en un idioma que no conocemos…
—Yo sí —dijo Fritz—. Puedo leerlo más o menos. Aprendí el noruego pescando con ellos durante la depresión en Alemania. Era la única forma que tenía para detectar en los periódicos los barcos de suministros que se hacían a la mar. Pero ahora mismo estoy más oxidado que esta caja. Necesitaría un diccionario; creo que he visto uno en la biblioteca del Schwabenland. Al fin y al cabo ya contábamos con encontrarnos algún noruego por aquí.
—¿Entiende algo en concreto de esto?
El alemán pasaba las páginas distraídamente.
—Creo que habla de la enfermedad que contrajeron aquí. Su autor sería el último superviviente. —Una hoja suelta saltó del libro y Hart la pescó al vuelo antes de que se la llevara el viento. Contenía unas pocas palabras escritas con grandes letras, en tinta. Se lo pasó a Fritz:
—¿Qué pone aquí?
El marinero lo estudió durante un momento y luego levantó la vista con aire juicioso hacia el piloto.
—Pone: «Idos de la isla».
—Hay que poner un nombre a nuestra isla, Alfred —planteó el capitán Heiden—. ¿Cómo vamos a llamarla?
El geógrafo tomó un sorbo de té con aire melancólico, mirando a cada uno de los oficiales reunidos después de cenar en el comedor del Schwabenland.
—A mí se me ocurre: «Destrucción» —dijo Feder con aire desabrido—. O «Cataclismo». Resultan apropiados teniendo en cuenta la explosión que hizo saltar la parte superior del volcán y creó la figura que llega hasta el mar, por no citar al Bergen y nuestra situación actual.
—¡Por el amor de Dios, Alfred! —saltó Drexler—. Incluso los vikingos tuvieron el juicio de bautizar como «Groenlandia», o sea, «país verde», su descubrimiento, con la esperanza de que otros hicieran lo mismo. ¿No podemos ser más optimistas? ¿Qué les parece «isla Oportunidad» o, cuando menos, «Destino»? Juraría que han sido las Parcas quienes nos han traído aquí.
—Yo estaría de acuerdo con el nombre de «Término», si eso significara que aquí podemos poner punto final a la expedición y volver a Alemania antes de hundirnos —replicó Feder—. A mí este puerto me parece tan acogedor como una ratonera, con ese maldito barco fantasma tan cerca.
—¡Me parece peor que los dos primeros! —dijo Heiden soltando una carcajada—. Creo que está usted de muy mal humor para bautizar algo.
—¡Tantos cadáveres! —Feder hizo una mueca.
—Usted, que se ha paseado por tierra firme, Hart… —dijo el capitán, volviéndose hacia el piloto. Owen les había hablado ya de la playa de agua templada, de la panorámica desde el borde del cráter, del manantial de agua y de la cueva. Por el momento había decidido guardarse la información sobre el diario. En aquel momento Fritz estaba intentando descifrarlo en su camarote—. ¿Alguna sugerencia?
El piloto movió la cabeza en señal de negación.
—No hemos visto más que piedra volcánica y nieve. Y a decir verdad, aún no sabemos si la isla resultará acogedora u hostil.
El grupo permaneció un rato en silencio. A todos les había inquietado el ballenero naufragado.
—Apostaría por lo primero —dijo por fin Heiden—. Por horripilante que parezca ahora mismo el destino del Bergen, su presencia puede representar para nosotros la utilización de su plancha de proa para un remiendo temporal. No digo que con la reparación el casco quede hermético, pero bastará para que las bombas den abasto. Entonces podremos volver a casa.
Todo el mundo estuvo de acuerdo con él. Como el buque había sufrido algunos desperfectos y habían perdido un hidroavión, la idea de volver a casa les parecía muy remota.
—Todo eso suponiendo que podamos trabajar con seguridad en el Bergen —siguió Heiden—. Queda claro que aquí se produjo una catástrofe y ninguno de nosotros desea repetir la experiencia. De modo que yo dejaría a un lado la cuestión del nombre y me centraría en lo otro. ¿Doctor Schmidt?
El alemán cogía la taza de café con las dos manos para calentárselas; incluso en aquella caldeada estancia se le veía encogido.
—Uno se congela en el barco hundido —comentó—. De todas formas, es algo que juega a nuestro favor. El riesgo de contaminación no es tan probable.
Heiden asintió.
—He inspeccionado algunos de los cadáveres —continuó informando Schmidt—. Los contorsionados cuerpos nos hablan de problemas en el sistema nervioso o muscular. Los pulmones encharcados sugieren una dolencia pulmonar, algo que podría haberse propagado por medio de la respiración o la tos. Un espantoso contagio terriblemente rápido, a juzgar por el lugar en el que se encuentran los muertos: muchos se desplomaron en su puesto de trabajo. Por otro lado, las enfermedades de gran virulencia se extinguen en general con rapidez. La bacteria o el virus suele perecer con los primeros infectados. De no ser así, el frío habría eliminado o neutralizado los microbios. De forma que considero que el riesgo de contraer la enfermedad es mínimo, a pesar de que recomendaría seguir utilizando las máscaras y los guantes. Para más seguridad, he dejado los cadáveres en la playa y vamos a quemarlos con combustible de avión. Con su eliminación y la prohibición de entrar a la cubierta externa del Bergen a nuestros marineros, considero que se puede aceptar el riesgo. Al fin y al cabo, no tenemos más remedio que reparar el Schwabenland. —Dirigió una mirada llena de irritación a Drexler, quien no le prestaba atención.
—Muy bien —dijo Heiden—. ¿Greta? ¿Qué ha descubierto nuestra bióloga?
—El doctor Schmidt y yo hemos sacado muestras de tejidos —informó ella—. Las he estado examinando al microscopio. Desgraciadamente, es un poco como intentar reconstruir una batalla a partir de un montón de huesos. Existen indicios de trauma microscópico, de paredes celulares rotas. También he encontrado restos de una bacteria de forma alargada, a la que nosotros denominamos bacilo. Parecida al virus de la peste.
—¿Peste bubónica?
—No creo; los cadáveres no presentan síntomas de ella. Parece más probable en este tipo de clima que los noruegos se encontraran con algo nuevo. —Dudó un momento, soltó un suspiro y dirigió una mirada a Drexler—. Mientras tanto intentaré hacer un cultivo con algunas de las muestras.
—¿Y eso qué significa? —preguntó Feder.
—Cultivar los restos de un nutriente, como el agar-agar —respondió ella—. Por supuesto que las células humanas no van a regenerarse. Llevan más de un año muertas. No obstante, algunos seres microscópicos (desde los pequeños gusanos a las diminutas bacterias) poseen la propiedad de entrar en estasis, es decir, una especie de animación ininterrumpida, cuando las condiciones no les son favorables. En un ambiente frío y seco, por ejemplo, como el del Bergen. Luego se activan cuando la situación mejora, como en el caso de aparecer agua en estado líquido.
—¿Quiere decir que reviven? —preguntó Hart.
—En cierta forma, sí. Son seres que en realidad no mueren ni se reproducen como nosotros; se dividen eternamente. Evidentemente, a veces los microorganismos mueren, aunque no expiran a causa de la vejez. Y en otras ocasiones se limitan a detener toda actividad hasta que mejora su entorno, y entonces crecen de nuevo. Es posible que los organismos de la enfermedad resuciten en mis recipientes Petri.
Los hombres parecían intranquilos.
—Eso tiene trazas de ser peligroso —protestó Feder.
—Lo es, cuando la persona es descuidada —dijo Drexler—. Pero no es el caso de Greta. —Le dedicó una sonrisa de ánimo.
—La verdad es que no poseo unas adecuadas instalaciones de laboratorio en este barco —advirtió la bióloga, mirando a Drexler—. Pero Jürgen y el doctor Schmidt consideran que valdría la pena estudiar los elementos patógenos. En aras de la ciencia.
—¡Estudiarlo! —exclamó Hart—. ¿Acaso no ha visto los cuerpos contorsionados de los cadáveres? Yo creo que sería más sensato que arrojara esos tejidos corporales al otro volcán.
—Probablemente lo hagamos —dijo Drexler tranquilo—. Cuando hayamos comprendido.
—Puede que dicho organismo se convierta en el más importante descubrimiento de la expedición —insistió Greta.
—Eso es una estimación insuficiente —dijo Schmidt—. Esa virulencia que ataca con tanta rapidez… escapa a nuestra experiencia y podría arrojar cierta luz en todo tipo de cuestiones médicas de interés.
—Y nadie más tendría que morir de esta forma —añadió Greta.
El grupo quedó de nuevo en silencio.
—El cultivo ese, suponiendo que funcione, ¿se convierte en inmortal de una u otra forma? —preguntó Drexler—. ¿Podríamos mantenerlo de forma indefinida? Para usarlo en investigación, me refiero.
Greta asintió.
—Quizás. He de advertir, no obstante, que no siempre resulta fácil cultivar bacterias. Muchas no sobreviven a las condiciones de laboratorio. No conocemos con exactitud la temperatura exacta ni los niveles de nutrientes o humedad. Estoy probando tantas variables como cacharros tengo en mi mano, pero nos ayudaría muchísimo averiguar su procedencia en el mundo natural.
Drexler asintió.
—Por supuesto. Intentaremos enterarnos. —Hizo una pausa—. La verdad es que toda esa historia de la resurrección en el laboratorio me ha dado una idea para el nombre de este lugar. ¿Qué les parece isla de la Restauración?
El grupo reflexionó un momento.
—No está mal —comentó Heiden—. Aunque, ¿no estaremos tentando la suerte? Debemos tener en cuenta que aún no hemos acabado las reparaciones.
Drexler sonrió.
—Supersticiones de marinero, ¿verdad? ¿Y si encontráramos algo relacionado con el destino: una de las Moiras griegas, tal vez?
—¿Recuerda sus nombres? —preguntó Feder.
—Olvido muy pocas cosas. Si mal no recuerdo eran tres, pero Cloto y Láquesis son poco poéticas, en mi opinión. En cambio, «isla Átropos» creo que funcionaría. ¿No creen que tiene cierta musicalidad?
Los demás pusieron una expresión dubitativa, excepto Schmidt, quien sonrió maliciosamente. Finalmente, Heiden se encogió de hombros.
—¿Por qué no? Un nombre como otro, y quienes juzgan ese tipo de cosas nos considerarán intelectuales. ¡Ja! —Luego su semblante se ensombreció—. Usted y sus hombres, Jürgen, han inspeccionado a fondo el Bergen. ¿Pueden contarnos algo más en cuanto a su suerte?
—Pues bien, el libro de navegación acaba a finales de diciembre del año anterior sin mención a la enfermedad. Debió de atacarles de pronto, con una rapidez extraordinaria, tanto que los hombres murieron en sus puestos.
—De ser así, nos encontramos ante algo sin precedentes —observó Schmidt.
—Cierto —respondió Drexler—. Y eso es lo que me intriga.
Se acabó la reunión y el médico llevó al enlace político aparte.
—Me ha impresionado su cultura clásica, Jürgen.
—En otra época opinaba que la mitología que se aprende en clase no sirve para nada.
—Claro. Y su evocación de las Moiras me ha despertado recuerdos.
—Entonces comprenderá usted por qué creo que mi opción es la adecuada, Max. —Drexler se sirvió un brandy.
Schmidt asintió.
—Si no recuerdo mal, Cloto elabora el hilo de la vida. Láquesis determina su longitud.
—Muy bien, doctor, y Átropos lo corta. Como nuestro fascinante microbio.
Alguien llamó a la puerta del camarote de Hart. Era tarde, había oscurecido, el barco recuperaba la calma tras un agotador día y el piloto ya dormía. Se despertó medio aturdido y abrió un poco la puerta. Era Fritz.
—Sobrevivieron dos.
Sin pedir permiso, el marinero se metió en el camarote y cerró la puerta. Con el diario en la mano, se dejó caer pesadamente sobre la revuelta litera de Hart. Tenía los ojos irritados por la lectura.
—Dos sobrevivieron y ni ellos mismos se explican el porqué. Tomaron rumbo hacia el norte con uno de los botes salvavidas. Sabían que tenían pocas posibilidades, pero ¿qué otra opción les quedaba?
Hart se sentó en la silla del camarote.
—¿Sabían lo que había ocurrido?
Fritz movió la cabeza.
—La enfermedad surgió de pronto cuando llevaban unos días en la isla. Esos dos, Henry Sandvik y Svein Jungvaldl, habían entrado en la cueva, muy al fondo, al parecer. Los demás exploraban la isla. Les emocionaba poder contar con una base ballenera tan al sur y tan al abrigo del mal tiempo. Luego surgió la enfermedad. El capitán y la tripulación, presas del pánico, intentaron zarpar, chocaron con una roca y el barco zozobró. Henry y Svein eran los únicos que se encontraban en condiciones para manejar el bote. Abandonaron el barco y se dirigieron a la cueva para protegerse del frío y esperar que les llegara su hora, pero no acabaron allí, ni siquiera contrajeron la enfermedad.
—¿Por qué?
—Imaginaron que la enfermedad la había desencadenado algún alimento contaminado. Tenían miedo de volver a bordo a por comida. El Bergen había naufragado y se encontraban a miles de millas de cualquier lugar habitado. Contaban tan solo con la comida de emergencia del bote salvavidas, el agua de la fuente y una vela. Dejaron el diario como advertencia y a modo de testimonio.
—¡Cielos! Dos hombres, un bote, la mínima comida… No podían salvarse.
—No. —Fritz agitó la cabeza—. A menos que volcaran, su final fue mucho más lento y angustioso que el de los enfermos. Una historia terrible, Owen.
Hart reflexionó.
—Supongo que podía ser la comida. Pero coincide con su llegada a la isla. Y esos dos en la cueva… ¿Y si algo estalló bordo mientras ellos se encontraban bajo tierra?
Fritz se encogió de hombros.
—No lo sé. Los dos noruegos se lo preguntaron también. Esta isla, amigo mío, me intranquiliza. El vapor, el vacío… ¿Se ha fijado en que no hemos visto ni una colonia de pingüinos o de aves marinas? Todo parece detenido. Tengo ganas de acabar las reparaciones y salir de aquí.
—Intentarán acabar mañana —dijo Hart—. Ese era el plan. Creo que a todos nos apetece largarnos cuanto antes.
—Ojalá fuera ahora mismo. Ese cráter me recuerda una tumba abierta.
—A todos, excepto a Jürgen. Y tal vez a Schmidt.
El marinero sonrió con cierta ironía.
—Pueden quedarse, si quieren.
—Lo que ocurre es que les interesa la enfermedad. Parecen dos malditos Frankenstein. ¡Dale con la medicina! Lo que me preocupa es que van a retenernos aquí hasta que pillemos la enfermedad. Y Greta les sigue la corriente.
—Es una buena alemana. Mejor dicho, una mujer práctica.
—¿Lo que significa…?
—Que se siente atraída por usted, pero ve su futuro junto a él.
A Hart aquello le cogió por sorpresa.
—¿Y usted cómo lo sabe?
—Es ambiciosa, como cualquier científico joven y brillante.
—No —dijo Hart impaciente—. ¿Cómo sabe que siente atracción por mí? Fritz soltó una carcajada.
—Queda claro cada vez que le mira. ¿Cómo pudo conseguir el título de piloto siendo tan ciego? ¿A qué espera? ¿A que se desabroche la blusa ante usted? Ojalá lo resuelvan de una vez, así los demás nos tranquilizaríamos.
Hart se ruborizó.
—No pretendo llevármela al huerto, Fritz.
—Ahí está el problema.
Hart le dirigió una ceñuda mirada que no afectó al marinero, pues siguió hojeando el diario.
—Creo que sería más feliz con usted, pero son cosas mías. Yo duermo abajo, soy el marinero solícito, no me entero de nada.
—¡Qué le zurzan!
Fritz soltó una risita, sin apartar la vista del cuaderno.
En el camarote bailaban las sombras. El ojo de buey reflejaba una luz extraña. Hart se levantó y se acercó al cristal.
—Fuego —dijo—. Están quemando los cadáveres.
Fritz se levantó también para contemplar la pira de la playa, las llamas, alimentadas por el combustible del avión, se alzaban rugiendo hacia el cielo, soltando un humo negro y grasiento. Su luz rielaba en el agua.
—Heiden habrá decidido hacerlo de noche, quitarlos de delante antes de que puedan afectar a la moral de todos —dijo Hart a modo de conjetura—. Yo, la verdad, me siento mejor al ver cómo arden esos cuerpos infectados.
—Claro —respondió Fritz—. Lo malo es saber que su novia aún guarda unos pedazos a bordo.
Hart pasó por alto el comentario sarcástico.
—Me gustaría saber qué están haciendo con esos cultivos.
—Con cuidado, amigo mío. Cuando uno sabe demasiado entra en conflicto con el Tercer Reich.