CAPÍTULO 22

Al igual que la selva iluminada por un rayo, Alemania de noche era como un negro agujero parpadeante. El oscurecimiento que conllevaba la guerra le había arrebatado la luz de la civilización y convertido sus horas nocturnas en algo tan opaco como las de la Edad Media. Desde el aire, donde se encontraban a bordo de un aeroplano, se divisaba tan solo un centelleo en el lejano horizonte. Fuego de artillería y antiaéreo, llamas a lo lejos, focos de rastreo de las defensas aéreas: todo aquello indicaba que el Tercer Reich seguía habitado. En algún punto de aquel abismo se encontraba Greta.

Hart había salido sin más. Cuestión de necesidad. Las fuerzas aéreas estadounidenses jamás le habrían permitido pasar al otro lado de las líneas enemigas para ir en busca de una mujer. Por ello, había cogido un avión poniendo en peligro su vacía vida en una apuesta por conseguir otra.

Kohl había ideado todo el plan. Los dos se hicieron con un todoterreno diciendo a los superiores de Hart que el astuto alemán iba a llevar a Owen a un lugar donde guardaban piezas de arte robadas, cerca de París, a cambio de la indulgencia prometida por el piloto. Pero en lugar de ir en busca del botín de los impresionistas, Hart acompañó a Kohl a casa de un falsificador, quien les suministró documentación del Reich a cambio de los dólares que tenía ahorrados el estadounidense. Seguidamente consiguieron un aeroplano para volar supuestamente hacia un lugar donde iban a conseguir una información estratégica, hacia el cuartel general del Tercer Ejército.

—Si nos movemos con suficiente rapidez, funcionará —le prometió Kohl. Y así fue. En cuanto los fugitivos se encontraron en el aire, dieron la vuelta y atravesaron como una centella a baja altura el cielo de Berlín, casi rozando las copas de los árboles para evitar la detección de los radares—. Darán por sentado que le han derribado y ha desaparecido —le explicó Kohl—. Si quiere tranquilizar su conciencia, puede optar por el papel de espía. Sus superiores le proporcionarán de mil amores un aeroplano para observar sobre el terreno la situación de Berlín.

—¿Y cómo volvemos?

Kohl manifestaba una gran seguridad.

—Poseo una propiedad agrícola en las afueras de la capital. Esconderemos el avión allí, nos pondremos en contacto con Greta y luego volaremos a Suiza. Puedo conseguir dinero, la cantidad suficiente para untar a las personas adecuadas. Los suizos nos ayudarán a organizar una nueva vida y nos iremos a donde nos apetezca.

—¿Nos acompañará Greta?

—Eso, naturalmente, ya es cuestión suya.

Hart había especulado con todas las posibilidades en relación a Greta. Sin embargo, no conseguía quitarse de la cabeza su boda con Drexler. ¿Tenía que creer lo que le aseguraba Otto, que se trataba de una unión en la que el amor no contaba, que Greta mantenía aún encendida la llama de la pasión por el piloto estadounidense que daba por muerto? ¿Sería la suya una relación de dos personas que llevan vidas paralelas y al tiempo separadas? Interrogó más a fondo al alemán.

—Nunca he acabado de comprender lo que inclinaba a Jürgen hacia ella. En qué podía basarse —respondió este.

Kohl miró por el cristal de la carlinga con aire sombrío, como quien intenta arrancar algún recuerdo de la negra oscuridad.

—Antes de que apareciera Jürgen —siguió el alemán—, hubo otro hombre. Otro marido, en realidad. Un biólogo alemán bastante mayor que trabajaba en la Universidad de Hamburgo. Considerándolo retrospectivamente, no debe sorprendernos aquella atracción, pues la madre de Greta murió al dar a luz y yo… estaba casi siempre tuera. La chica paso su infancia entre monjas e internados.

Kohl movió la cabeza con aire cansino.

—Tuvo una infancia solitaria, Owen, por mi culpa, evidentemente.

Siguió explicándole que aquella rara unión acabó de repente al morir el profesor Heinz en un accidente de automóvil. Para Greta fue un duro golpe, y no solo por la pérdida de la seguridad que le ofrecía él. Al casarse había abandonado su carrera. Como quiera que se rompió aquel matrimonio, Greta como bióloga se encontró muy sola en una profesión dominada por los hombres, con escasas perspectivas. Había perdido de repente a su mentor y la conexión con el mundo académico.

Kohl, que se encontraba en Washington, volvió a Alemania para ayudar a su hija a decidir sobre su futuro, así como para mejorar sus relaciones con el gobierno del Reich. Enseguida decidió que Greta tenía que encontrar a otro marido: algún joven y brillante funcionario que sobresaliera en el nuevo régimen, un hombre que les resultara de utilidad a los dos.

Y así fue como cultivó la amistad con Drexler, el típico nazi de la propaganda, quien a su vez vio en Kohl a un asesor agudo, que disponía de amigos y contactos.

Kohl llevó a Greta a una fiesta de cumpleaños del Führer, asegurándose de antemano de que también asistiría Drexler. El joven nazi sintió una atracción instantánea: una mariposa nocturna ante una llama. Ella, no obstante, se mostró vacilante. En efecto, le consideró apuesto, brillante y ambicioso. Consideró que su visión sobre el futuro de Alemania era atrayente, incluso fascinante. Y Drexler se lanzó de lleno a la conquista: una actitud halagadora. Las mujeres le encontraban encantador.

—Me parece algo frío, papá —le confió Greta—. Quiero decir absorto en sus cosas. Se diría que ya se casó… con su carrera.

—¡Todos los hombres que alcanzan la fama escogen el trabajo como amante! Ese hombre puede ser tu futuro. ¡Nuestro futuro! Te abrirá todas las puertas.

Greta suspiró.

—Lo sé. Es una persona… asombrosa. Pero no creo que vea siempre lo que veo yo, que le preocupe lo que me preocupa a mí. A veces nos encontramos sin tema de conversación. En realidad creo que es algo torpe.

—Con las mujeres, tal vez. Pero no con quienes tienen el poder.

Entonces Drexler dejó caer lo de la próxima expedición a la Antártida, alardeando de que iban a elegirle a él como representante político. ¡Tras el proyecto se encontraba el propio Göring! Quienes participaran en la expedición iban a convertirse en héroes. Se estaba organizando el equipo científico para el viaje.

Para Kohl, la expedición representaba la satisfacción de sus súplicas al Altísimo. Podía proponer a una joven e inteligente bióloga para el equipo. Y pese a que la presencia de una mujer no era corriente en un viaje del Reich de esas características, su incorporación proporcionaría a Drexler tiempo para conocerla mejor.

Greta no lo veía muy claro. ¿Y si ella y Jürgen no se entendían? Por otra parte, la idea la emocionaba. ¡La Antártida! Se convertiría en la primera alemana que visitaría aquel lugar. Le parecía algo embriagador, trascendental. La bióloga creía merecer una segunda oportunidad para dejar sentada su capacidad profesional. Preguntó al joven nazi si la invitaba en calidad de científica capacitada o de mujer.

—Pretendo incorporar al equipo a la persona más capacitada que encuentre —respondió Drexler.

Mientras una ráfaga de viento azotaba el avión, Kohl recordó el día en que Greta le comunicó que la habían aceptado en el equipo de la expedición.

—Tenía que haberla visto, Owen —dijo el alemán—. Estaba loca de alegría. Jamás la había visto así. —De pronto su semblante se ensombreció—. La otra cara de la medalla de la chica que vi tres meses más tarde, cuando el Schwabenland amarró en el puerto de Hamburgo.

Hart siguió con la vista al frente, pese a que empezaba a notar los dedos húmedos, pegajosos, al contacto con los mandos.

—¿Le habló a usted sobre… sobre nosotros? Kohl asintió.

—Desecha en lágrimas. Tras contarme los detalles que condujeron… a su muerte, digamos, noté que se iba insensibilizando. En realidad no supe cómo enfrentarme a todo aquello, qué decir. Por otra parte, Jürgen estaba allí… ¿cómo lo explicarían ustedes, los americanos? Para solucionar cualquier problema. Se propuso distraer a Greta de su aflicción. Créame, es un hombre que posee una gran fuerza. No podemos negárselo. Y con el tiempo ella se ablandó. No sentía impulso alguno, no sabía qué dirección tomar. De hecho Jürgen es su dirección. —Kohl esbozó una amarga sonrisa—. Yo mismo pensé: eso es lo mejor para ella.

—¿Pero no fue así? —preguntó Hart. Bajó la mirada para comprobar la brújula. Seguía la dirección correcta.

—Jürgen es un personaje muy complejo. Admirable en muchos aspectos, aunque al mismo tiempo, me di cuenta posteriormente, poco maduro. Es como un niño que lucha por un juguete y que lo abandona en cuanto deja de ser un objeto de disputa. Estoy convencido de que, de surgir alguien que intentara arrebatarle lo suyo, mostraría sus garras, y con ello no quiero decir que sienta pasión por el objeto que sea. La soledad de mi hija es algo profundo.

El piloto sintió que le embargaba completamente aquel dolor sordo que le había acompañado desde su regreso de la Antártida, pero siguió en silencio. A sus pies se desplegaba Alemania: a oscuras, herida.

Hart era consciente de que aquel simple y audaz plan que habían trazado era inútil. Entrar en Berlín de la forma que fuera. Encontrar como fuera a Greta. Convencerla de una u otra forma de que abandonara a su marido. Encontrar la manera de evitar las garras de Drexler. Intentar huir a Suiza. Hacer todo lo posible por iniciar una nueva vida.

Aquel era el plan más claro que se había planteado Hart en seis años.

Siguieron volando y el cielo empezó a iluminarse. En el horizonte destacaban unos fuegos que Hart situaba a más de treinta kilómetros de Berlín. No tardarían en cruzar el fuego antiaéreo. Permanecer en el aire a la luz del día sería un suicidio.

—¿Dónde está situada su propiedad?

—Gire hacia allí. Cruzaremos la autopista, y unos kilómetros más allá…

Hart estaba nervioso. El avión llevaba distintivos estadounidenses.

—Tenemos que abandonar el cielo enseguida o de lo contrario nos derribará algún caza.

—Si no conseguimos ocultar el aparato quedaremos atrapados en Alemania. Tenga un poco de paciencia.

Siguieron volando unos minutos más en un incómodo silencio. Luego Kohl señaló con el dedo:

—Ya lo tengo. Werder está en esta dirección. Reconozco mis edificios. ¡Qué bien se distinguen desde el aire! Puede aterrizar en aquel prado.

Tomaron tierra con una sacudida en la luz del amanecer, y rodaron hacia los establos, tras lo cual saltaron del aparato con el cuerpo rígido, agotados. Un gallo cantaba en alguna parte.

—Esto tiene el aspecto de la Alemania que yo recuerdo —dijo Hart echando una ojeada a su entorno—. Ordenada.

—Conseguí personal para cuidar de la propiedad. Para una buena temporada. Ayúdeme a meter el aparato en el establo.

Lo empujaron hacia adelante; las alas se deslizaban por los vacíos compartimientos. Bajo un toldo se encontraba otro vehículo; Hart echó una ojeada: Un Mercedes.

—No hay gasolina —dijo Kohl—. Y un vehículo invita a la inspección. Iremos en bicicleta. Son unas horas de aquí a la ciudad.

Hart movió la cabeza.

—No sabía que estaba tan en forma, Otto.

—No lo estoy. Simplemente es cuestión de cautela. Nos encontramos en el corazón de la Alemania nazi.

En los aledaños de Berlín se detectaba alguna señal que indicaba la guerra. El chamuscado armazón de un bombardero se había empotrado en la entrada del patio de una escuela. En los otoñales árboles se veían plateadas barcias que habían arrojado los aviones aliados para interferir los radares, lo que les daba un aspecto de adorno navideño. Una línea de cráteres abiertos por las bombas y repletos de agua recorría un campo, dejando constancia de un fracaso aliado. Al atravesar pedaleando los barrios periféricos iban descubriendo una especie de tablero de ajedrez en el que se combinaba la normalidad y la destrucción: aquí una franja que conservaba totalmente el orden prebélico, allí una extensión azotada por las bombas con cuatro casas y un parque destruidos. En el centro de Berlín la destrucción se hacía más patente. Cruzaron barrios enteros reducidos a escombros, donde el material de construcción hecho añicos formaba una especie de dunas. Por encima de aquel talud edificado por la mano del hombre destacaban las espectrales ruinas de unos edificios que mostraban tan solo el esqueleto, al no haberse derrumbado del todo, con unas ventanas que dejaban ver lo que habían sido unos pisos.

Kohl avanzó tambaleándose, sorteando los cascotes y cristales rotos, y se detuvo para recuperar el aliento.

—¿Se encuentra bien, Otto?

—La punta del espinazo me duele horrores. Creo que nunca más volveré a andar.

Aquella pausa inquietó a Hart. Los alemanes que se encontraban por el camino apenas les dirigían la mirada, pero se fijó en que casi todo el mundo iba uniformado. Una palabra de Kohl y todo habría acabado. Lo que le tranquilizaba era la devastación. Kohl no podía desear permanecer allí y Owen Hart constituía su única salida.

—¿Está ella cerca de aquí?

—Estaba. —Con una mueca de dolor se instaló de nuevo en el asiento—. Esperemos que sus aviones no hayan llegado al barrio donde vive.

Siguieron pedaleando.

Jürgen y Greta habían tenido suerte. Las casas situadas en la avenida flanqueada de árboles seguían en pie, manteniendo el aspecto tranquilo anterior a la guerra. Una carretilla de reparto de leche circulaba por la acera, lo cual inspiraba confianza. La normalidad. Kohl señaló hacia una casa:

—Esa.

Tenía planta baja y tres pisos. Poseía la elegancia de las construcciones de piedra rojiza de Nueva York. Al parecer, a Jürgen Drexler las cosas le habían ido bien. Al encontrarse ante la intacta casa de aquel hombre, Hart se sintió indeciso. Él nunca había poseído una mansión como aquella y probablemente jamás la conseguiría. La vio sólida, segura, con estilo. El tipo de casa que desea toda mujer.

—No puedo ir a verla a casa de él.

—Por supuesto que no —respondió Kohl—. Sería peligroso. Tienen servicio y tal vez también guardias de seguridad, ¡quién sabe! Actualmente Jürgen tiene el cargo de Standartenführer, coronel en la rama civil de las SS. Se mueve por los círculos más encumbrados, lo que significa que probablemente tiene el teléfono controlado. Me acercaré yo en un salto. Aunque me reconozca algún miembro del servicio, no les llamará la atención verme: darán por sentado que he huido de Francia y tengo los papeles en regla. Explicaré mi situación y saldré para llevar a cabo algunas gestiones. Tengo que recoger cierta cantidad de dinero en Berlín antes de partir. Usted puede esperarme frente a la estatua de Federico el Grande que se encuentra al otro lado de la Bebelplatz, cerca del hotel Adlon, donde estuvo usted alojado. ¿Se acuerda? Queda a poco más de un kilómetro en dirección este.

Hart asintió sin verlo muy claro.

—La verá allí dentro de una hora. ¿De acuerdo?

—Sí, pero ¿y si ella no…?

Kohl levantó la mano dirigiendo la vista hacia la imponente mansión. Hart se fijó en que sus ventanas estaban a oscuras, con las cubiertas de protección que evitaban la detección de los aviones enemigos. En su interior reinaría la penumbra.

—No faltará.