CAPÍTULO 2
Un largo aullido de Iván interrumpió el sueño de Hart. El perro levantaba el hocico: notaba algo o puede que oliera algo. La luz era débil y el piloto forzó la vista por entre la nevisca que se disipaba, en un intento de localizar lo que inquietaba al perro esquimal. La cortina de copos se desplazó un poco y un enorme bulto destacó avanzando por el extremo de la línea de gravilla. ¡Un oso pardo!
El pelaje color canela del oso estaba salpicado de nieve, los músculos de su cuello y lomo vibraban a lo largo de su espalda. Hart buscó a tientas su Winchester del 30 que tenía enfundado detrás del asiento y metió un cartucho en la recámara. El oso no se inmutó con el clic. Iván empezó a ladrar con gran desasosiego y el hocico del oso pardo se levantó en un gesto no tanto de temor como de desconcierto. El animal bajó luego lentamente la cabeza y empezó a avanzar con indiferencia siguiendo la corriente, como quien se bate en retirada sin querer admitirlo. Hart echó una ojeada a la cabina. El armazón metálico del avión, además de parecerle frío, de pronto se le antojó vulnerable. Le tranquilizó ver que el oso se alejaba.
De repente se acordó de Ramona. ¡Lo que faltaba! No le iba a resultar nada fácil explicar a los del poblado de Anaktuvuk Pass que además de utilizar a uno de sus nativos a guisa de bomba aérea, también había permitido que devorara su cuerpo un animal salvaje. La muerte no le había arrebatado a la mujer el derecho a un final digno. Tendría que recogerla.
Saltó del aparato con el Winchester preparado y empezó a andar hacia el cadáver de Ramona, notando en todo el cuerpo el cosquilleo de la incomodidad. El oso pardo había dejado unas huellas inmensas: parecían platos con garras. Un instante más tarde el Stinson había desaparecido tras él en la neblina, aunque de vez en cuando lanzaba una mirada en su dirección en busca del oso al acecho. El ímpetu del río anulaba cualquier otro sonido y Hart se veía incapaz de ver u oler nada. Quizá su propio olor asustaría al animal, lo que le dejaría recuperar el cadáver en paz.
—¡Oso! —gritó para animar a la bestia a que siguiera su camino. Al parecer el ruido no tuvo consecuencias.
Vio al oso pardo antes que a Ramona: como una roca grande y redonda que pegara sacudidas en el extremo de su campo visual, inclinada sobre la roja manta, removiendo el cadáver con su pesada pata. Esperó a comprobar si el animal perdía el interés, pero parecía entusiasmado. Lentamente levantó el rifle, notó la fría caja del fusil contra la mejilla, disparó aposta a la derecha del hocico del oso y observó cómo volaba la gravilla. El animal sacudió la cabeza con sorpresa, gruñendo.
—¡Fuera de ahí, oso! —gritó Hart sin muchas esperanzas.
Disparó de nuevo por encima de la cabeza del animal; la bala impulsó el agua hacia arriba. El oso, en lugar de huir, soltó un rugido y se irguió apoyándose en las patas traseras, intentando situar al intruso con su nublada vista. El piloto esperó a comprobar si el animal optaba por atacar o largarse mientras hacía deslizar las balas de repuesto en la recámara.
Entonces el oso atacó.
Hart estaba casi seguro de haber visto una contracción en el hombro del oso pardo, en el punto en que se había alojado la primera bala, pero el animal no disminuía el paso. Rugiendo, salvó el espacio que les separaba en un abrir y cerrar de ojos, convirtiéndose en un muro de pelo que llenaba todo el campo visual del piloto. Apuntó, disparó, apuntó, disparó, apuntó y disparó, como en una pesadilla, con la sensación de que aquello no surtía efecto, encomendándose a Dios para que el rápido Winchester no se encasquillara. Oyó el clic, la señal de haber disparado la última, el oso estaba tan cerca que podía oler… Y por fin se desplomó de repente, como si alguien hubiera tirado de un cordel y sus huesos se hubieran convertido en cera caliente. El oso pardo cayó de bruces, deslizándose, gruñendo, y de su fiero hocico salió la última bocanada de humeante aire. Luego quedó inmóvil.
Hart se acercó a Ramona. Costaba distinguir las heridas causadas por la caída de las que le había infligido el oso. La manta estaba sucia, medio revuelta, y de ella asomaba un brazo lleno de rasguños o mordiscos. Se arrodilló, dobló el brazo hacia el cuerpo del cadáver, lo tapó de nuevo y ató las cuerdas para mantenerlo envuelto. Luego, cargando aquel peso muerto al hombro, se dirigió medio tambaleante hacia el avión.
El perro esquimal arañaba, impaciente por salir. Hart se lo permitió, dejándole de guardia, metió a Ramona en la cabina y luego trepó hacia adentro. En Fairbanks se había negado a hacerlo, pero en aquellos momentos el cadáver no le importaba. Seguía consolando a los hombres solitarios. Sujetando el rifle entre los brazos e inclinándose contra la puerta contraria, se quedó dormido. Esta vez no soñó.
Le despertó una mañana resplandeciente. La tormenta estaba llegando a su fin y el sol tenía tanta fuerza que derretía la nieve. Saltó del avión con el cuerpo rígido, bebió un trago de agua del río y comió un trozo de cecina. No había ningún oso a la vista, ni nada más que se moviera, por cierto. La blancura y la falta de vegetación del paisaje le hizo pensar en la luna, mientras intentaba hacerse una idea de lo lejos que podía quedar Anaktuvuk de allí. Los nativos tenían noticia de que iba a llegar el día anterior y las radios estarían transmitiendo mensajes a diestro y siniestro.
La prudencia le aconsejaba esperar, a menos que la nieve fundida no aumentara el caudal del John River. Observó al viejo perro correr por el banco de arena, olisquear el oso y darse la vuelta rápidamente para descansar bajo el ala rota del avión. Con el cielo despejado, a Hart le parecía aún más estúpido haber estrellado el aparato. Tenía que haber vuelto a Fairbanks o a Bettles, con Ramona o sin ella.
Se acercó al perro y echó otra cabezada; le despertó poco después del mediodía el ruido de un motor. ¡Un avión! Procedía del valle situado al sur y el brillo metálico iba en aumento. Al parecer se trataba del avión de Karl Popper. Se acercaba al banco de arena; efectuó un giro, uno de los pasajeros asomó la cabeza por la ventanilla y siguió rumbo a Anaktuvuk.
Popper aterrizaría en el poblado y luego iría a pie con unos esquimales a recoger a Hart y el cargamento. El piloto esperó. Las nubes se acumularon de nuevo; primero adoptaron un tono blanquecino y luego gris. El sol se ocultó, el aire refrescó y empezó a llover. Con inquietud se fijó en que el río había subido más de un palmo al aumentar la temperatura. El banco se había reducido y los sauces de las orillas ya notaban el ímpetu de la veloz corriente. Si esperaba mucho tiempo, el agua habría subido demasiado para cruzarlo. Deseaba poder ver a los esquimales.
La lluvia arreció y arrastró la fina capa de nieve. Hart se agazapó bajo el ala y reflexionó. Lo mejor era cruzar e iniciar la subida del valle. Además tenía un hambre atroz.
Volvió a cargar el rifle al hombro y se metió el resto de comida en un bolsillo. Luego cogió a Ramona. Aquella sensación de responsabilidad no deseada estaba cediendo el paso al compañerismo de la experiencia compartida. El cadáver estaba ya demasiado rígido para cargárselo al hombro, por lo que tuvo que llevarlo entre los brazos, como si fuera un tronco. «Estás ganando peso», dijo con un bufido.
Había cubierto unos cientos de metros después de atravesar el río cuando Iván soltó un aullido. ¿Otro oso pardo? Hart dejó con cuidado a Ramona en el suelo y cogió el rifle. Ante él, un movimiento en los matorrales. Metió otra bala en la recámara y apuntó.
—¿Tanta hambre tiene que me ha confundido con comida fresca? —le gritó una voz. Una silueta envuelta en pieles surgió de la vegetación y avanzó a duras penas hacia él. Dos más le seguían a lo lejos.
Hart bajó el arma.
—Me pareció ver un oso.
—¡Vaya con el hombre blanco! —exclamó el esquimal—. Cuando vienen de caza no hay reposo para nadie. Yo me escondo en Anaktuvuk. —Se cubrió el rostro con los brazos simulando un gesto de terror.
—Yo me dedico al transporte de cargas, no me dedico a cazar —respondió Hart tímidamente. Preguntó al esquimal cómo se llamaba.
—Isaac Alatak —respondió el esquimal—. El señor Popper me ha informado de que había aterrizado con la carga para cazar, a juzgar por lo que ha visto desde el avión. ¿No tiene bastante con un oso?
Hart aceptó la inevitable pulla.
—Más que suficiente.
Les alcanzó el segundo hombre.
—Yo había oído hablar de la gran dedicación de los deportistas, pero estrellar un avión para hacerse con un oso pardo, me parece un poco exagerado, Hart. —Era Popper—. Creo que debería cambiar de afición.
—O de profesión. Te agradezco que hayas venido a recogerme, Karl.
—Me pagan por ello, para variar —dijo, indicando con la cabeza hacia la tercera silueta.
El otro se quedó unos pasos atrás sin decir nada, optando por observar al empapado piloto.
—Llevo un cadáver a Anaktuvuk —dijo Hart—. Ramona Umiat. Murió de tuberculosis. —Señaló hacia el bulto que tenía junto a los pies, en el barro. Se fijó, alarmado, en que la manta se había soltado un poco y de nuevo asomaba el brazo—. Creo que ha tenido un viaje agitado.
El esquimal se agachó y tocó aquella forma inerte. Luego se santiguó.
—¿Qué le ha hecho a mi hermana, hombre blanco?
Hart hizo una mueca al enterarse del parentesco.
—Lo siento. Nos hemos quedado atrapados en una tormenta. No podía divisar el poblado.
El esquimal parecía entristecido al contemplar el destrozado cadáver.
—Un día salvaje para el vuelo, hombre blanco. Salvaje para una responsabilidad tan sagrada. Debería aprender a ser prudente. Él hombre blanco siempre tiene tanta prisa…
Hart abrió la boca, pero no dijo nada.
—No creo que el señor Hart se estrellara adrede —dijo el tercer hombre. A Hart le sorprendió. Por el acento vio claro que no se trataba de un esquimal, ni tampoco de un americano. El deje era alemán—. Podríamos decir que ha sido muy prudente no estrellando a su hermana contra la ladera de una montaña. ¿Sprechen sie Deutsch, Hart?
—Algo, de cuando era pequeño —respondió el piloto en alemán—. Me crie en una colonia alemana en Montana.
—En efecto, he comprobado sus orígenes —dijo el extranjero en alemán.
La respuesta obligó a Hart a hacer una pausa.
—¿Es usted… alemán? ¿Ha venido aquí a hacer alpinismo?
Algunos teutones acudían a Alaska por sus montañas. Les chiflaba el monte.
—No se trata de una casualidad —respondió el extranjero—. Pensaba hablar con usted en Fairbanks, pero se acababa de marchar. A pesar del clima. Una decisión que parece chocar con su fama.
—¿Fama?
—La Antártida.
Durante un momento se hizo el silencio.
—El tiempo era bueno cuando salí —dijo Hart—. Al volar, uno tiene que tomar decisiones.
—Lo respeto —dijo el extranjero.
Alatak se sacó una pequeña hacha y empezó a cortar ramas de sauce.
—Voy a hacer una parihuela para transportar a mi hermana mientras ustedes practican el alemán.
Popper se inclinó para ayudarle, pero Hart, desconcertado por el extranjero, no movió un dedo. Estaba completamente aturdido.
Cuando el alemán vio claro que no iba a abrir la boca, lo hizo él, y esta vez en inglés:
—Me llamo Otto Kohl. Soy un agente comercial germano-americano. He recorrido medio mundo para hablar con usted. Cuando transmitieron por radio en Anaktuvuk que su avión había desaparecido, temí haber perdido el tiempo esperando a un hombre que había muerto. Pero el señor Popper me convenció de que alquilara su avión para echar un vistazo. Ha tenido suerte al decidir hacerlo.
—No me habría ocurrido nada.
—Tal vez. —Kohl miró hacia el valle—. ¿Me enseña dónde está su avión? Quisiera redactar un informe completo.
Aquello sorprendió a Hart.
—¿Un informe? ¿Pertenece usted al gobierno?
—No exactamente. ¿Está cerca de aquí el avión?
Hart miró a Alatak.
—Adelante —soltó el esquimal, convencido de que no quedaba lejos—. Nosotros nos ocuparemos de eso.
Sin decir ni media palabra, Hart rehizo el camino hacia la orilla del río. Este iba aumentando en caudal a toda prisa y el banco prácticamente había desaparecido. Se había abierto un canal bajo el fuselaje y el destrozado Stinson se mecía en la corriente. Mientras lo observaban, se deslizó unos metros corriente abajo.
—Voy a perder toda la maldita carga.
—Sí —comentó Kohl—. ¡Qué curiosa es la fortuna! ¿Verdad?
El piloto se volvió para contemplar más de cerca a su compañero. Tendría unos cincuenta años, llevaba un recortado bigote, su piel era pálida, delicada y mostraba una irritante seguridad en sí mismo en aquel entorno salvaje. El caso era que no era su avión el que se había estrellado.
Permanecieron un momento en silencio mientras la lluvia tamborileaba sobre sus cabezas.
—¿Quién demonios es usted?
Kohl sonrió.
—Vivo en Washington, pero represento al gobierno alemán. —Señaló el avión, que empezaba a ladearse—. Podría informar al Reich de que usted, haciendo gala de una gran imprudencia, decidió volar en condiciones adversas e hizo un desgraciado aterrizaje, que demostró su falta de valor y juicio. —Esperó a que Hart reaccionara, pero el piloto no respondió—. O bien podría centrar el informe en que usted posee el don de la supervivencia en el polo, que incluso ha salvado a un pasajero de las garras de un oso polar, aunque se tratara de un pasajero muerto.
—¿Por qué ha de importarme a mí su informe?
—Le seré sincero —respondió el alemán—. Su desgracia puede convertirse en una oportunidad para nosotros, puesto que tal vez le predisponga a aceptar mi oferta. Supongo que estará al corriente de que mi gobierno es controvertido. Probablemente conoce su limitada experiencia en la exploración de la Antártida: la presencia de Alemania ha sido muy reducida allí, a diferencia de lo que ha ocurrido con los británicos, los noruegos o ustedes, los estadounidenses, con el almirante Byrd. No me cabe la menor duda de que sabe que bajo el nacionalsocialismo mi país avanza a marchas forzadas para conseguir el lugar que se merece en el concierto actual de las naciones. Por otro lado, usted se encuentra en una situación económica difícil, me imagino. Acaba de perder su posesión clave. Perdió su reputación como piloto en 1934 y este incidente no le ayudará a recuperarla. Y yo estoy aquí para ofrecerle otra oportunidad. La de pasar a la historia.
Hart seguía contemplando el avión. Como si tirara de él una oculta mano gigante, se iba hundiendo en el curso de agua.
—¿Por qué yo?
—Muy sencillo. Usted domina la navegación aérea en la Antártida. Es la persona que nos hace falta.
—En la Antártida me echaron. Mi jefe dijo que me había acobardado.
—¿Es cierto eso?
Se hizo el silencio.
—He hecho mis comprobaciones —dijo Kohl—. Le despidieron por su cautela. Nosotros, los alemanes, podemos ser decididos, incluso tercos, pero sabemos que la prudencia es también una virtud. Sea como sea, usted entiende de aceites, combustibles, ropa y navegación en la Antártida.
—¡Un momento! —dijo Hart, digiriendo aún lo que estaba diciendo el alemán—. ¿Acabo de empotrar mi avión en el suelo y aún pretende contratarme?
Kohl se encogió de hombros.
—Yo le considero un hombre que acepta las opciones que tiene delante y sabe escoger. Francamente, para nosotros su situación es la ideal. Queremos dejar claro a todo el mundo que la nuestra es una misión de exploración pacífica. Su presencia allí, como estadounidense, como extranjero, lo ratificará. —El alemán le miró resuelto—. En su situación actual, se me antoja que la política no cuenta…
—No estoy al corriente de la política. —Hart intentó reflexionar. No se había formado una idea sobre los nazis. Hitler era un dictador, sin lugar a dudas, pero había puesto Alemania en marcha. Lindbergh había visitado el país y volvió impresionado. Por otra parte, sabía por qué Kohl se había desplazado hasta Alaska. Nadie quería trabajar para el Reich. No todo el mundo había olvidado la Primera Guerra Mundial—. Pensaré en ello.
—Por supuesto. Piénselo todo lo que quiera, mientras volvemos andando a Anaktuvuk. Piénselo esta noche mientras cena y luego duerma. Piense y hágame todas las preguntas que se le ocurran. Luego tendrá que decidirse, porque el señor Popper y yo volvemos a Fairbanks por la mañana. Tenemos plaza libre para un empleado.
Kohl sonrió, pero se notaba poca calidez en el gesto.
Volvieron al lugar donde el esquimal había colocado a Ramona sobre unas ramas de sauce. El alemán y Hart cogieron la parihuela por uno de los extremos y Popper y el esquimal por el otro. El perro salió en cabeza. Como siempre, andar por la tundra resultaba penoso, el terreno se hundía y se torcían los tobillos, pero la caminata hacía entrar en calor.
—¿Se informará de la expedición? —preguntó Hart a Kohl en alemán.
—¿Informar?
—En los periódicos. En caso de que tenga éxito, ¿sabrá de ella el mundo?
—Los hombres que salgan airosos de ella tendrán toda la fama que puedan desear —respondió el alemán—. Y el éxito que se atrevan a imaginar.
Llegaron a Anaktuvuk después de medianoche; los perros esquimales atados en el poblado empezaron a ladrar montando un gran alboroto al notar la proximidad de Iván. A pesar de ser tan tarde, medio poblado salió a recibirles; recogieron el magullado cadáver de Ramona para limpiarlo, vestirlo y ofrecerle el reposo final. El estado de este provocó algunas miradas hacia el piloto, pero nadie dijo nada. Había corrido la noticia del oso.
Hart cogió a Popper por su cuenta.
—El tipo ese me ha ofrecido un trabajo en Alemania —dijo—. ¿Qué opinas de él?
Popper hizo un gesto de indiferencia y comentó:
—Me ha pagado en dinero contante y sonante.
Más tarde, en la misión, los dos pilotos tomaron sopa y pan y se calentaron junto a la estufa. Hart pensó en lo que le había dicho Kohl. La llegada del alemán parecía providencial. Se preguntó si en definitiva el ángel de Elmer había aparecido.
—Siento lo de tu avión, Hart —dijo Popper.
—En la Antártida resulta más sencillo —respondió Hart medio somnoliento. Estaba intentando evocar de nuevo aquel mundo.
—¿A qué te refieres?
—Nadie vive allí. Nadie se queda allí. Un país sin memoria.
—¿Sin memoria? ¡Quiá! Todos los lugares tienen su historia.
—No —respondió Hart—. Aquí la historia existe porque hay un pueblo para recordarla, pero allí no. Allí no hay pasado. Un ahora inmenso y cargado de tedio.
—Yo diría que lo simplificas demasiado.
Hart sonrió.
—Puede que tengas razón. —Soltó un suspiro—. Pero cuando todo es ahora, siempre puedes empezar de nuevo.