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EL TÁRTARO

Doscientos generales de Lucifer estaban encadenados e inmovilizados con grilletes en la interminable llanura de humeante ónice negro. La piedra negra tenía grietas naranja que se debían a la ardiente caldera que quemaba mil leguas más abajo.

Miguel le tendió a Uriel la gruesa llave de hierro que abría el abismo y éste se acercó al enorme cerrojo circular labrado en el granito. Puso la enorme llave en la cerradura y empezó a girarla muy despacio. Cien guerreros angélicos agarraron los remaches de hierro de la puerta que daba al tiro del horno, empujando con fuerza la tenebrosa puerta.

De la entrada del tiro de la caldera salió un serpenteante humo que oscureció las galaxias. Los guerreros cayeron momentáneamente al suelo debido al impacto del calor.

Gadril se quedó perplejo, temblando incontrolablemente mientras Azazil soltaba un aullido de terror. Zadquiel no perdió la compostura, bajó los ojos y tragó saliva con fuerza, valiente hasta el final.

Miguel levantó la Espada de la Justicia por encima de su cabeza.

—Quedaréis encadenados en la oscuridad hasta el juicio del gran día. Tú, Zadquiel, que eres Abadón, serás el rey de todos. Entra en tu morada, el Tártaro, el núcleo líquido.

La guardia angélica empujó a los ángeles encadenados al tiro de la caldera. Miguel volvió el rostro hacia otro lado.

Poco a poco, el humo se volvió menos denso. Uno a uno, los ángeles encadenados y encorvados se abrieron camino por el tiro serpenteante del Hades. Zadquiel iba en cabeza, aterrorizado pero contenido. Bajaron y bajaron dando tumbos y quemándose en la total oscuridad. Los muros de las cavernas brillaban al rojo vivo y sus carbones siseaban y susurraban malvadas obscenidades.

Zadquiel se detuvo ante un río de fuego y lava fundida.

Sariel sintió arcadas y cayó de rodillas.

—¡Maldigo a Jehová! ¡Lo maldigo! —Sus gritos se mezclaron con los susurros de las paredes.

Gadriel cayó de bruces. Los ojos le ardían en las cuencas.

—¡Maldigo a Cristo! ¡Maldigo Su presencia sagrada! ¡Maldigo al que nos ha traído aquí!

Zadquiel se volvió. La lengua le ardía del intenso calor pero su expresión era pétrea.

—Entonces, maldícete a ti mismo, Gadril. Maldícete por haber renunciado al Rey de la Gloria y maldícete por haber jurado lealtad a Satán, el rey de las mentiras y los condenados. Maldice a Satán el traidor, y estarás maldiciendo al verdadero perpetrador de nuestra perdición. —Sus rasgos todavía nobles permanecieron imperturbables—. Pero no maldigas a Cristo.

Gadril levantó su enorme cuerpo del suelo y golpeó a Zadquiel en la cabeza por detrás, derribándolo. Luego lo pateó con fuerza contra uno de los muros del humeante túnel.

—¿Quién te ha nombrado nuestro rey? ¡Maldigo a Cristo! —aulló, un segundo antes de que un potente estallido de la caldera lo lanzase al río de lava.

Azazil y Sariel no se movieron del sitio, llorando sin parar, aterrorizados. Zadquiel, que estaba medio consciente, agarró un puñado de ardiente tierra negra.

—Miguel... —susurró.

Miguel se arrodilló. Era una figura solitaria y arrugada en las llanuras de ónice negro, y apoyaba la cabeza en la espada. Los ecos de las maldiciones de los generales de los ángeles caídos se filtraban desde el suelo mientras caían y dejaban atrás el Hades y el amenazante abismo camino de su destino final: los tenebrosos fosos subterráneos de oscuridad labrados en las regiones más inferiores del Hades, el núcleo líquido del Tártaro. Miguel movió los labios. Rezaba porque sabía que habían caído.

Lucifer estudió la misiva con el emblema de la Casa Real de Jehová.

—Así —dijo alzando los ojos a Charsoc con aire de triunfo—, la Ley Eterna se ha impuesto. Han dejado su primer estado, han cohabitado con la raza de los hombres y Él los ha desterrado al Tártaro, el núcleo líquido.

Observó un buen rato el sello dorado de Miguel en el margen inferior derecho de la carta. Con una media sonrisa brillando en los labios, encendió una vela negra y la acercó al papel. Contempló las llamas que lamían el sello hasta convertirlo en cenizas ardiendo.

—Es exactamente como dijiste, Excelencia.

Lucifer cogió un dulce de un recargado tazón de platino que había a su lado. Lo acarició entre los dedos.

—Zadquiel, Sariel, Azazil... —comentó—. Su lealtad flaqueó. Ellos y sus regimientos lamentaron su deserción del Primer Cielo. Había que purgar sus remordimientos de conciencia de nuestro entorno. —Se puso la golosina en la boca y se la tragó.

—Fueron unos traidores del alma, Majestad —dijo Charsoc.

—Insurgentes, apóstatas —murmuró Lucifer—. En cuanto a Gadril, su devoción hacia mí era ferviente. Pero él y sus legiones eran incontrolables, imprevisibles. —Cogió un segundo dulce—. Eran prescindibles.

Tendió el dulce a uno de los seis lustrosos perros infernales que yacían enroscados ante su trono.

—Cerbero, mi dulce. —Cerbero abrió la boca, mostrando unos grandes colmillos, y lo devoró con un rápido mordisco. Sus ojos eran unas ranuras de malvado brillo amarillento.

—¿Y tú, Charsoc? —Lucifer miró la delgada y huesuda cara que tenía delante mientras acariciaba la brillante cabeza negra de Cerbero—. ¿Tú también echas de menos el Primer Cielo? ¿No sientes nostalgia de Jehová, como ellos?

—Puedes estar tranquilo, Excelencia —respondió Charsoc tras un largo silencio—, pues el estado de mi alma es infaliblemente el mismo que el tuyo en todo lo que se refiere a Jehová.

Con expresión dura, Lucifer miró la cúpula negra de cristal que tenían sobre la cabeza.

—Entonces, en tu alma también hay conflicto —dijo Lucifer, tirando el tazón de dulces al suelo con el cetro—. Parece que Su poder sobre nosotros es indisoluble. —Se puso en pie y en sus ojos ardía un fuego incontrolado—. Incluso en medio del infierno.