13
LA gloria
Obadías cruzó a toda prisa las puertas de la espléndida Biblioteca del Sauce, donde los ocho ancianos antiguos estaban sumidos profundamente en el estudio y la reflexión. Se detuvo ante Jether, le hizo una reverencia y, nervioso, le puso un anillo grabado en la mano. Jether lo levantó y se puso repentinamente serio. Se llevó el dedo a los labios, instando al juvenil a permanecer callado, y se puso en pie.
Charsoc abrió los ojos y vio que Jether salía por una puerta lateral, seguido de Obadías.
—¿Cómo es que tienes la prenda del príncipe regente, Obadías? —preguntó Jether una vez estuvieron a solas.
—Su excelencia, Príncipe Supremo Miguel, mi señor Jether. —Obadías miró a Jether, revolviéndose nervioso—. Espera su presencia en los establos de los príncipes, señor. —Se postró en señal de reverencia y sus rizos rozaron el suelo de mármol.
Jether metió la mano bajo los pliegues de su gruesa túnica de lino y guardó el anillo en una bolsita marrón. Recorrió los serpenteantes pasillos de zafiro de la Torre de los Vientos, cruzó el atrio de cristal y entró en el Palacio de los Arcángeles, pasando a toda prisa ante los grandes naranjales del palacio y deteniéndose brevemente ante una pequeña puerta oculta, cubierta de líquenes. Luego se esfumó por completo.
Charsoc estaba escondido junto a los viejos sauces, observándolo todo con atención.
Jether llegó al establo mientras Ariel, el mozo de cuadras de Miguel, herraba el magnífico semental blanco del arcángel.
Miguel saludó a Jether con la cabeza. Se lo veía abatido.
—Gracias, Ariel. Es todo —le dijo al mozo.
Ariel hizo una reverencia y salió de la cuadra. Jether caminó hacia Miguel y se abrazaron. Luego le mostró el grueso anillo de oro con un enorme rubí engarzado.
—Lucifer —asintió Miguel, frotándose la cabeza con expresión cansina.
Jether enarcó sus pobladas cejas.
—Llamó a Zadquiel cuando daban las tres —explicó el arcángel—. Éste lo encontró sollozando, abrazado a Ébano. La pantera estaba sin vida.
Jether miró a Miguel. La sangre se había retirado de su rostro.
—Ha sufrido lo que se conoce como «muerte» —prosiguió Miguel, conmocionado.
Jether apartó los ojos de Miguel, presa del horror.
—¡Muerte! —exclamó, con los ojos como platos.
—Lucifer mató a su propia pantera, Jether. La estranguló con las manos.
Jether palideció y cerró los ojos, angustiado.
—Entonces —dijo en voz baja—, ya ha empezado.
—Es como si estuviera en guerra consigo mismo. —Miguel se pasó las manos por sus rubios mechones—. No descansará. Nadie podrá consolarlo. Pregunta por ti continuamente —dijo con un estremecimiento.
Jether le puso la mano en el brazo.
—¿Quién está al corriente de esto?
—Nadie excepto tú y yo, y Zadquiel y Efanías, el criado. Su lealtad es incuestionable. —Miguel apretó las mandíbulas—. Está en marcha algo terrible, Jether.
Obadías llegó junto a ellos e hizo una reverencia a Jether.
—Los ancianos aguardan su presencia, mi señor.
Jether se quitó su anillo, una sencilla alianza de oro, y lo depositó en la mano abierta del arcángel. Luego sacó el anillo de Lucifer y también se lo dio. Cerró los dedos de Miguel alrededor de ellos.
—Da mi regalo a Lucifer con esta petición: que se reúna conmigo en la Torre de los Vientos, en mi claustro privado, cuando suenen doce campanas. Que acuda solo. Deprisa, Miguel. Es el fuego del libre albedrío.
Jether recorrió los pasillos del ala del Palacio de los Arcángeles que ocupaba Miguel. Aquí y allá había grupos de generales angélicos de Lucifer apiñados con los generales del Estado Mayor de Miguel, conversando en un tono tenso. Cada vez que Jether se acercaba, los grupos se dispersaban, desapareciendo en los laberintos inferiores del palacio.
Inquieto, Jether dobló la esquina que llevaba a la gran sala. Un ángel alto ataviado con una armadura dorada cruzó la inmensa entrada de oro de los aposentos de Lucifer. Su expresión era seria. Se trataba de Rafael.
—Mi señor Jether. —Rafael se detuvo ante él y le hizo una profunda reverencia—. He de hablar contigo.
—Habla, Rafael. —Jether estudió sus preocupados ojos grises y su noble rostro.
Caminando uno al lado del otro, pasaron ante otro grupo de soldados que susurraban. Rafael los miró con expresión sombría desde debajo del casco de oro. Lo saludaron con torpeza.
—¡Es intolerable, mi señor! —susurró Rafael.
—¿De qué hablas exactamente, mi sincero Rafael?
—De las intrigas y murmullos que llenan los sagrados corredores del cielo.
Rafael se quitó el casco de oro. Llevaba el oscuro cabello recogido en dos trenzas. Con el mentón firme y los ojos ardiendo, añadió:
—Hablo de insurrección.
—¿Insurrección? —Jether se detuvo a medio paso, palideciendo.
—¡De traición en el sanctasanctórum del cielo! —La voz de Rafael resonó en los corredores, rebotando en las paredes.
—¿Lucifer? —le preguntó Jether al tiempo que lo tomaba suavemente del brazo.
—Él, al que tanto le ha sido confiado —asintió Rafael—. Y, sin embargo, quiere... —Rafael titubeó—. Es demasiado horrible para decirlo.
—Y, sin embargo, debes decirlo, Rafael. Es tu deber sagrado.
—Acusa a Jehová de locura, mi señor —dijo, clavando los ojos en el suelo de mármol.
—¿Locura?
—Acusa a Jehová de querer suplantar a su creación primogénita con una raza inferior —añadió, sin mirar a Jether—. Afirma que las huestes angélicas se enfrentan a un terrible peligro inminente que amenaza la mismísima existencia de nuestra raza angélica.
—La raza de los hombres —dijo Jether en voz baja, sin conseguir que Rafael lo mirase a los ojos.
—¿Quiénes han sido los que le han apoyado?
—Su alto mando. Yo rechacé sus intrigas y me siguieron cinco mil de sus generales. Nosotros no tendremos nada que ver con sus insurrecciones.
—Pero su alto mando está compuesto por más de diez mil generales —murmuró Jether, perplejo. Tenía el corazón en un puño.
Rafael asintió.
—Es peor de lo que imaginaba. —Jether se pasó la mano por la sien—. Dime, fiel Rafael, ¿cuán atractiva es la recompensa que Lucifer ofrece a las huestes angélicas para que abandonen a Jehová?
—Les ofrece ser los señores de la raza, mi señor, sin contaminación del hombre. Les ofrece gobierno y poder, la oportunidad de ser dueños de su propio destino angélico.
—Les ofrece la gloria. —Jether se frotó la barba—. Ahora quieren que su propia gloria salve a la de Jehová. Es el pecado del orgullo.
—¡Habrá represalias! —exclamó Rafael—. Cristo estaba presente... En el discurso de Lucifer.
—¿Cristo?
—Cristo apareció en el pórtico superior. Dijo que había estado ahí desde el principio, escuchando.
—¿Tanto tiempo has pasado con él, Rafael, y sigues sin comprender? —Jether lo miró fijamente—. Jehová ha concedido el libre albedrío a la raza angélica, y el libre albedrío tiene que superar los fuegos de la tentación. Mientras hablamos, se está produciendo un importante cambio. En los pasillos del cielo, en el corazón y el alma de la raza angélica están cambiando las motivaciones y las lealtades. Los fuegos del libre albedrío arden en el cielo, Rafael. Y Jehová permite que así sea. Si actúa, si desencadena las represalias de las que hablas, elimina el libre albedrío que ha concedido como Su mayor regalo a la raza angélica.
—Pero Lucifer... —Rafael intentó asimilar las palabras de Jether.
—No, Rafael, no habrá represalias. —Los ojos de Jether transmitían una honda tristeza—. El regalo que ha hecho no lo eliminará porque se haga un mal uso de él, aunque el mal uso lo hagan aquellos a quien Él ama con más ternura.
—No lo entiendo del todo —dijo Rafael en voz baja—, pero siempre me postro ante Su infinita sabiduría.
Jether divisó a Obadías, que corría por el pasillo hacia ellos.
—Le he dado a Lucifer mi presente, Rafael. Se reunirá conmigo cuando las campanas den las doce. Debo marcharme.
—Que Jehová vaya contigo —susurró Rafael mientras se abrazaban.
Jether se apresuró a encontrarse con Obadías y desapareció por los jardines, camino de los serpenteantes pasillos de zafiro de la Torre de los Vientos.