24
LA semilla del demonio
Encima de los oscuros portales refulgían trece anillos de hielo. Constituían la entrada a los laboratorios dentro de los cuales los siniestros aprendices de Charsoc pasaban su existencia. Aquellos pícaros aprendices, la tercera parte de los juveniles que había desertado con las huestes angélicas, trabajaban en los calurosos túneles subterráneos de los infiernos, concentrados rigurosamente en sus brujerías y hechizos.
Las sobrenaturales salmodias de los sortilegios, el vudú, los encantamientos y la magia negra llenaban el aire. Dos tercios de estos juveniles eran deformes, con extremidades reducidas y mal formadas, la cabeza torcida y el gesto contraído.
Charsoc paseaba por los laboratorios. Su pequeña y huesuda cara ardía de maldad mientras contemplaba con las cuencas de los ojos vacías a los aprendices que se balanceaban adelante y atrás como si fueran zombis recitando sus negras letanías. Miles de tomos plateados y antiguos códices negros se amontonaban del suelo al techo: Brebaje de brujas, Pócima del Infierno, Nigromancia, Tradición Mágica, La Noche de Walpurgis, Alquimia y cientos de títulos similares.
Tres juveniles con rasgos contraídos de maldad encadenaron rápidamente a otro juvenil. Mientras lo llevaban hacia un gigantesco caldero de brea caliente y fetiches, el desafortunado aprendiz gritó aterrorizado.
—¡A éste lo llamaremos «Enano»! —dijo el más pequeño con una risotada de maníaco. Una sonrisa de satisfacción cruzó el rostro de Charsoc.
Lucifer entró en el laboratorio seguido de cien de sus mejores generales. Hicieron caso omiso de los juveniles, que se estremecían de terror, y fueron directos hacia una gran bóveda negra.
La capa de Charsoc, con sus bordados de brujo, onduló en el aire mientras se postraba ante Lucifer.
—Los portales oscuros, Majestad.
—Mi trofeo —dijo Lucifer, mirando la bóveda, embelesado—. Los misterios sagrados de Jehová.
Asmodeo hizo una seña a sus guerreros, que levantaron con cuidado la pesada tapa de la bóveda de hierro. Un humo plateado serpenteó hacia arriba procedente de su interior.
Lucifer asintió de manera casi imperceptible, y Asmodeo se inclinó para sacar uno de los gruesos y adornados códices. Tan pronto lo tocó, soltó un chillido que helaba la sangre y retiró la mano de dolor. Grabado a fuego en la palma tenía el emblema de la Casa Real de Jehová.
Lucifer recorrió la nave, muy erguido, y alzó la cara hacia la cúpula. Entonces, recitó una salmodia con voz gutural que gradualmente cobró intensidad. Su rostro empezó a arder con una luz sobrenatural. Seis alas oscuras se desplegaron alrededor de su cuerpo y sus súbditos lo miraron con temor reverente. Una expresión de éxtasis cruzó el rostro de Lucifer al tiempo que levantaba los brazos hacia la cúpula, y luego se elevó, quedando suspendido sobre el arca. El códice ascendió en el aire hasta su mano y Lucifer lo agarró con aire de triunfo, inhalando la bruma plateada. Finalmente, descendió con suavidad hasta posarse de nuevo en el suelo.
—Los misterios sagrados. —Depositó el códice en el altar y lo abrió amorosamente—. Cada uno de los misterios de Jehová tiene su antítesis. De veras, Charsoc, has superado todas las expectativas.
Lucifer calló unos instantes y luego se volvió hacia sus generales.
—A partir de este momento, nuestra misión sagrada consistirá en profanar y pervertir los sagrados misterios de Jehová para la raza de los humanos. Tendrán que sacrificar a sus hijos e hijas a los demonios. Sus tierras quedarán contaminadas con sangre. Donde haya devoción, llevaremos perversión y degeneración. Donde haya adoración a Jehová, llevaremos todo tipo de blasfemas artes maléficas: los recorridos de la Luna y los planetas y las estrellas, multitud de hechizos y encantamientos retorcidos. Donde haya vigor, asolaremos los cuerpos de la raza de los hombres con enfermedades y toda suerte de plagas. Estropearemos las propiedades curativas de la exuberante vegetación de la Tierra hasta que quede seca y devastada. Pervertiremos el imponente conocimiento tecnológico y revelaremos a la humanidad los medios para crear instrumentos de muerte, armas de guerra que usarán los unos contra los otros y nos ayudarán en nuestra destrucción de ese planeta condenado.
Charsoc hizo una reverencia tan marcada que su cabellera rozó el suelo.
—Y éste no es todavía el temor más grande de Jehová, mi señor.
—Sigue —dijo Lucifer, interesado en las palabras de Charsoc.
—Cuando todavía caminaba entre mis compatriotas, los veintitrés antiguos patriarcas, su mayor temor tenía que ver con el código del genoma humano. —Charsoc se detuvo y se volvió hacia donde estaban reunidos los juveniles, al otro extremo de los portales—. ¡Próspero! —gritó.
Un juvenil larguirucho y cubierto de polvo salió de la oscuridad, encogido de terror.
—Próspero trabajó en el código del genoma bajo las órdenes directas de Zachariel. ¿No es eso cierto, juvenil?
—Yo era el jefe de los juveniles —asintió Próspero, temblando de miedo—, el ejecutor de las instrucciones explícitas de Jehová para crear el genoma de la raza de los hombres.
—¡Explícate al emperador! —le gritó Asmodeo.
—El genoma humano es una secuencia de trescientos mil millones de pares base cuya programación está especialmente dedicada a todos los aspectos de la raza de los hombres. Los lleva desde el óvulo de una sola célula hasta la edad adulta.
—Lo que tienes aquí es un premio, Charsoc. —Lucifer se inclinó hacia delante—. Sigue contando, juvenil —añadió mirando a Próspero absorto y hablándole con un tono engatusador.
—Diez veces dos coma cuatro veces diez elevado a la novena potencia posibles secuencias de nucleótidos, Majestad, todo lo cual lleva a un mal funcionamiento biológico. Excepto para uno, señor.
Lucifer asintió.
—Cuarenta y seis cromosomas en cada una de las células vivas de la nueva raza —prosiguió Próspero—. Los genotipos de todas las células, derivadas de una célula concreta, son programados para que sean exactamente idénticos.
—Pero... ¿y si se produjera una mutación en el código? —preguntó Charsoc, sonriendo con malicia.
—El código no se puede mutar, señor. —Próspero sacudió la cabeza con vehemencia—. ¡Es imposible!
—Diviérteme, Próspero. —Charsoc se frotó las delgadas manos—. Juguemos un rato. Digamos que, por casualidad —canturreó, deambulando delante de Lucifer—, es sólo una hipótesis... una sección de las huestes de ángeles caídos dejaran su primer estado...
Próspero frunció el entrecejo, pero Lucifer se acercó a Charsoc con expresión de perplejidad.
—Continúa, Charsoc.
—Las huestes angélicas fueron creadas masculinas, Excelencia. Imaginemos que los seres angélicos caídos dejaran sus moradas y se hicieran inferiores transformando sus cuerpos espirituales en materia. —Charsoc siguió paseando ante Lucifer—. ¿No podrían también reproducirse con las hijas de los hombres? —Alzó las manos en gesto de triunfo.
Lucifer respiró hondo. En su expresión había una malicia terrible.
—¿Y si se produjera una fecundación de semilla de ángeles caídos en las hijas de la raza de los hombres? —prosiguió Charsoc, mirando a los guerreros sin verlos—. ¡El código genético del hombre quedaría demonizado!
Lucifer se levantó del trono y rodeó a Próspero como un tiburón oliendo sangre.
—¿Mutaría eso el código genético, juvenil?
Temblando, Próspero miró a Charsoc y luego a Lucifer.
—Piensa —insistió Lucifer—. Tómate tu tiempo. Esa demonización, ¿mutaría el código genético?
—Ciertamente se produciría una mutación, Excelencia —respondió Próspero, tembloroso—. La descendencia ya no sería sólo humana sino una mezcla de semillas de demonios y hombres. Se reproducirían como la mitad de cada uno. Híbridos.
—Y por tanto, Jehová se vería obligado por la Ley Eterna a destruirlos. —Una sonrisa malévola cruzó el rostro de Lucifer.
—Con todos mis respetos, Excelencia —dijo Próspero—, la Ley Eterna prohíbe expresamente a la raza angélica cohabitar con la raza de los hombres. El castigo para quienes lo hagan...
Lucifer golpeó a Próspero con tanta violencia que cayó al suelo como una piedra, sollozando.
—¡Cerdo insubordinado!
Próspero alzó el rostro contusionado y miró a Lucifer con expresión de desafío.
—Nos dijeron que desertar contigo nos traería gloria —susurró—. A los juveniles se nos prometió honor y poder... y riquezas. ¿Dónde está nuestra gloria? —gritó.
En la oscuridad sonaron unas cuantas voces agudas en apoyo de Próspero.
—¿Dónde está nuestra gloria? —Próspero se puso en pie.
De pronto, todos los juveniles se unieron a él cantando lemas rítmicos que llamaban al amotinamiento.
—¿Dónde está nuestra gloria? ¡Queremos nuestra gloria!
Lucifer torció el rostro en una perversa mueca. Moloc pateó a Próspero y agarró a cinco juveniles por la garganta.
—Si no puedes contener a la chusma, Charsoc... —dijo Lucifer en un tono sedoso.
—¡Que vengan los canes demoníacos! —gritó Moloc—. Llevad a los sublevados a las cámaras de experimentación.
Lucifer se volvió hacia Zadquiel, que estaba a su izquierda.
—Zadquiel —dijo con voz penetrante—. Te pongo al mando de una quinta parte de mis batallones satánicos. Mis generales se someterán a tu autoridad. Mis órdenes consisten en que vayas con mis legiones a fecundar a las hijas de los hombres con semilla de demonio. Todas las líneas genéticas del hombre han de quedar contaminadas. Demonizad la semilla humana. Id y violad. Destruid y volved victoriosos.
En un ataque de furia incontrolada, Lucifer tiró los códices de oro desde la bóveda al suelo.
—Y entonces, pervertid y profanad todo vestigio de los sagrados misterios y del conocimiento de Jehová. ¡Borrad a la raza humana!
Zadquiel miró a Lucifer a los ojos antes de dedicarle un lento saludo y atravesó las puertas de oro de la estancia.
Lucifer observó su marcha con una mirada indescifrable.
Zadquiel, Sariel, Azazil y Gadril cabalgaban veloces como el viento en sus gigantescos corceles negros a través del Segundo Cielo, en dirección a la Tierra y a sus habitantes, que eran ajenos a todo. Tras ellos cabalgaban sus legiones poderosas, bárbaras y amenazantes. Cuando llegaron a la atmósfera de la Tierra, se separaron.
Gadril recorrió el desierto en su negra montura, la capa ondeando al viento. Voló por encima de una gran cordillera de montañas y atajó por polvorientas llanuras. Las pezuñas de su corcel resonaron en un pueblecito y los habitantes se apartaron de su camino.
Tiró con fuerza de las riendas y se detuvo a la puerta del ayuntamiento del pueblo. Una música alegre y bulliciosa salía del edificio. Desmontó y se acercó a la puerta. Con un golpe de su robusto hombro en la madera, se abrió camino al salón interior.
Caminó erguido, cerniéndose sobre los reunidos. Era una figura amenazadora y salvaje. Miró aviesamente al grupo de hombres y mujeres que se habían quedado petrificados con su presencia hasta que vio a una joven belleza de cabello rubio en el otro extremo de la estancia. Se relamió los labios y una sonrisa lasciva cruzó su rostro.