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LOS portales

Los portales científicos eran gigantescos. En lo alto de la enorme cúpula de cristal aparecía la Vía Láctea, que se encontraba a miles de millones de años luz desde los portales hasta adentrarse en las galaxias reales situadas muy por encima de la Torre de los Vientos. Miles de millones de soles recién creados, reunidos en masas de brazos de espirales, irradiaban desde lo alto del portal de cristal central donde las estrellas enanas colgaban sobre las miles de hileras infinitas de refulgentes almacenes blancos de las galaxias.

Zachariel, el conservador de las ciencias y los universos del Anciano de los Días, era uno de los veinticuatro monarcas antiguos gobernados por Jether. Él y sus sabios eran los devotos ejecutores de las maravillas inimaginables de Jehová, los gobernadores de los tres grandes portales y los custodios de las sagradas criptas de los llameantes querubines y serafines. Estas criptas albergaban los incontables miles de millones de diseños de ADN, códigos genómicos y las líneas fronterizas de las innumerables galaxias, universos y mares de Jehová.

Ese día, sin embargo, Zachariel había abandonado sus estudios eruditos y había dejado el portal central para instruir a la nueva hornada de aprendices juveniles. Los juveniles eran una antigua raza angélica con la características de la eterna juventud, especialmente diseñada para ayudar a los Antiguos en la custodia de las incontables galaxias nuevas de Jehová.

Zachariel recorrió los pasillos del laboratorio de los juveniles, la gran escuela del universo. Alrededor de su corona de oro destellaban unos relámpagos azules, centelleando peligrosamente cerca del búho blanco que llevaba en el hombro derecho. Un juvenil jadeante corría tras él, sosteniéndole a duras penas la capa para que no tocara el suelo.

Los aprendices juveniles de seis a quince años eran destinados al portal científico, donde experimentaban, mezclaban, medían y calculaban. Practicaban las múltiples disciplinas de la cosmología, la genética celular y molecular y la geomorfología, parte del riguroso manual de aprendizaje de Zachariel para los estudios de la raza recientemente creada. En aquellos momentos, su proyecto era la duplicación de todos los universos y sistemas solares de reciente creación, ejecutada en detalle preciso y meticuloso según los proyectos de Jehová.

Zachariel se detuvo de repente al lado de un juvenil regordete de seis años con un reluciente pelo zanahoria y el rostro cubierto de pecas. Miró la pantalla de púlsares que observaba el juvenil.

—¡No, no, no! ¡Dimnas! —Se golpeó el pecho con gesto dramático—. ¿Cuántas veces tengo que decirte que no trabajes con hipótesis? Estamos estudiando matemáticas y lo que cuenta es la precisión. ¡Si se queda fuera una sola coordenada, todo el universo podría perecer!

Los ojos de Zachariel brillaron con intensidad. Se inclinó hacia Dimnas y con un rápido movimiento de los dedos corrigió los cálculos en medio del aire.

—Aprendices, aprendices —murmuró con irritación.

—Pero ¿de qué otro modo aprenderán los grandes misterios de las ciencias de Jehová, viejo amigo?

Zachariel se volvió en redondo. El monóculo se le cayó del ojo y quedó colgando de la cadena.

—¡Jether!

Estrechó a Jether en un efusivo abrazo y luego se volvió de inmediato y miró con furia al lánguido Dimnas.

—Reconfigura, Dimnas. La capacidad debe coincidir con mi cálculo exacto.

Zachariel señaló uno de los prototipos de soles en miniatura de la Tierra, que resplandecía sobre la cabeza del juvenil.

—La pérdida de masa del núcleo de helio es exactamente de cuatro millones de toneladas por segundo, lo cual permitirá que el solitario sol siga irradiando luz durante, como mínimo, otros... —Dudó, y se rascó la cabeza debajo de la corona—. Otros seis mil millones de años. —Se volvió hacia Jether con aire de triunfo.

Jether le ofreció un voluminoso pañuelo. Zachariel miró las extrañas manchas azules de su barba, luego cogió el paño y se las limpió. Jether frunció el entrecejo al ver los relámpagos que todavía rodeaban la cabeza de Zachariel.

—La cabeza se me quedó atascada hace dos lunas, mientras tomaba un baño —explicó Zachariel, tratando en vano de ahuyentarlos al tiempo que cruzaba el portal del laboratorio—. En el cátodo de fisión electromagnética. Un experimento de voltaje personal. Ya se me pasará.

Un enorme estallido de electricidad casi levantó a Zachariel del suelo. Pasó a través de Lamec, el juvenil que le llevaba la capa. Lamec se tambaleó aturdido y la electricidad quedó suspendida sobre sus marcados rizos claros.

—¿Cuántas veces debo decírtelo? ¡Absorbe los campos electromagnéticos!

Jether se tapó la boca con un pañuelo, disimulando una sonrisa divertida mientras seguían recorriendo las interminables hileras de aprendices juveniles que realizaban experimentos.

—¡No, no, Jatir! —gritó Zachariel—. ¡Demasiado éter!

—Veo que quieres instruirlos a tus imposibles niveles normales —dijo Jether con un centelleo en los ojos.

Zachariel se detuvo a medio paso con expresión grave.

—Tienen que ser rigurosos en sus aplicaciones, Jether. La troposfera y la estratosfera del sistema solar de la Tierra deben calcularse meticulosamente para que puedan albergar la nueva raza. Afrontamos los retos de la materia a cada paso.

Caminaron juntos hasta el observatorio donde trabajaban los juveniles mayores, concentrados en sus creaciones con todas las fibras de su ser. Zachariel señaló un planeta en el sistema solar de nueve planetas recién creado que flotaba sobre la cabeza de Rakkon.

—¡Rakkon! ¡Las lecturas del sondeo exploratorio!

—Mi señor Zachariel —dijo Rakkon con una reverencia—, la lectura de la temperatura en la superficie del único sol es de 3.300 grados centígrados. El planeta solitario pesa 6.000 billones de toneladas y gira alrededor del sol a una distancia de 149,6 millones de kilómetros.

Un segundo juvenil hizo una profunda reverencia, casi golpeándose la cabeza contra el suelo en su entusiasmo.

—Sí, sí, Otniel —dijo Zachariel, poniendo los ojos en blanco—. ¿Qué es esto? —Se secó la frente con el pañuelo de Jether.

—Mi señor Zachariel, las pruebas demuestran que una capa de atmósfera de mil kilómetros es demasiado tenue para que exista en ella una nueva forma de vida. He aumentado la capa a dos mil kilómetros para mantener una constante...

Zachariel murmuró para sí y volvió a ponerse el monóculo en el ojo izquierdo.

—Bien, Otniel. —Dudó unos instantes—. ¡Muy bien! —Estudió la pantalla de radar que emitía intensos destellos en mitad del aire—. Rakkon, tu problema está... —Golpeó el aire con su bastón. Sus ojos centelleaban—. ¡Está aquí!

Zachariel cogió un reluciente trozo de tiza de neón.

—Acabas de matar a toda la nueva raza. ¡Se asfixiarían! —Garabateó una larga serie de cálculos de neón en el aire, junto a Rakkon, murmurando mientras lo hacía—. 21 por ciento de oxígeno, 2,78 por ciento de nitrógeno, 0,04 por ciento de dióxido de carbono y 0,9 por ciento de argón —anunció con sequedad.

Zachariel se sacudió las manos y una inmensa nube de polvo de tiza luminosa de neón rodeó la cara de Jether, que estornudó ruidosamente y se sonó la nariz en otro pañuelo mientras Rakkon se ahogaba en la nube de polvo brillante.

Zachariel resplandecía, totalmente ajeno a sus crisis.

—Entre las emisiones del Homo sapiens durante los próximos cien milenios —prosiguió— se cuentan el neón, el metano y el óxido de nitrógeno.

Dio una vuelta en redondo. Jether seguía secándose los ojos enrojecidos e hinchados y Rakkon, que aún tenía problemas para respirar, se había puesto verde.

—¡Ah, y no omitamos el kriptón! —Acercó la cara a la de Rakkon, que todavía jadeaba—. Rakkon, hemos de prever continuamente todas las contingencias.

Jether aplaudió para expresar su admiración.

—Es merecedor de toda reverencia y sobrecogimiento. Él, que es omnisciente... omnipotente. —Zachariel inclinó la cabeza en señal de respeto.

Jether cerró los ojos en gesto de reverencia e inclinó la cabeza.

—Vivimos para ejecutar Sus órdenes sagradas. Sólo Él lo merece.

Cuando los abrió, vio a Miguel al lado de Zachariel, mirando pasmado hacia el otro extremo del portal. Jether asintió e intercambió una larga mirada llena de significado con Zachariel, que parecía eufórico.

Zachariel recogió la voluminosa cola de su túnica y cruzó las enormes puertas del segundo portal en dirección a lo que parecía ser un corredor largo, serpenteante y translúcido.

Zachariel dirigió una seria mirada a Jether y a Miguel, inhaló profundamente y empezó a pisar deprisa el suelo que había bajo sus pies, el cual se transformó al instante en una sustancia brillante parecida al mercurio que enseguida llenó todo el corredor. El líquido estalló con un calor tan intenso que todo el corredor empezó a girar y temblar a una velocidad increíble, hasta que se detuvo de golpe.

Suspendida ente ellos, cubriendo al parecer el espacio que iba de un infinito a otro, había una colosal escalera refulgente que subía a una galaxia que rodeaba el portal por encima y por los lados. Era un gigantesco holograma.

Zachariel, cuyo rostro brillaba de júbilo, puso el pie en el primer peldaño de aquella escalera viva y vibrante, y luego la atravesó, despareciendo en las hélices que giraban. Jether lo siguió de inmediato.

Miguel se quedó mirándolos.

—¡Miguel! —gritó Jether, cuya cabeza había reaparecido entre las hélices dobles. Tenía las cejas arqueadas en expresión inquisitiva.

Vacilante, Miguel se acercó a la escalera y se sintió transportado en el aire, girando a la velocidad de la luz a través del corredor interminable del holograma.

—¡La escalera de la vida! —gritó Zachariel al tiempo que corrían.

Miguel alargó la mano para tocar las vibrantes espirales. En aquel momento la escalera se quedó inmóvil y un inmenso banco de datos se descargó ante sus ojos.

La voz del portal se encargaba de narrar en tonos modulados:

—El cerebro del hombre está compuesto de unos cien mil millones de células y cada una posee más de cincuenta mil conexiones neuronales con otras células del cerebro. Cada segundo, la estructura recibe más de cien millones de señales distintas procedentes del cuerpo humano.

—¡Las maravillas inconcebibles de Jehová! —sonrió Jether.

Miguel puso la mano en una segunda espiral y al momento se materializó un holograma que empezó a girar y ampliar el ojo del prototipo.

—Ciento veinticinco mil millones de conos y bastones —prosiguió la narración—, unas células especializadas tan sensibles que algunas detectan un mero puñado de fotones.

Jether alzó la mano y en la escalera resonó una voz lejana e indistinguible, teñida de una ligera impaciencia.

—¡Zachariel!

Miguel y Jether corrieron por los serpenteantes e interminables corredores lo que les pareció una eternidad, y finalmente se detuvieron ante el inmenso velo vivo y palpitante que Zachariel estudiaba extasiado, ajeno a su llegada.

—ADN —murmuró Jether maravillado—. Los cimientos de la vida. De una complejidad inimaginable.

El velo se volvió transparente y aparecieron miles de millones de centelleantes secuencias de código.

—¡Una secuencia base de trescientos mil millones! —A Zachariel le destellaban los ojos de emoción—. Un programa único perfectamente adaptado a todos los aspectos de la nueva raza capaz de crear el código genético humano...

Pasmado, Miguel sacudió la cabeza.

—El juego de instrucciones que llevarán todos los miembros de la nueva raza desde el óvulo unicelular hasta la edad adulta...

Jether asintió, absorto.

—Diez veces dos coma cuatro veces diez elevado a la novena potencia, posibles secuencias de nucleótidos —prosiguió Zachariel—, todo lo cual puede llevar a un completo fallo biológico. —Se volvió hacia Miguel, sobrecogido—. Excepto éste.

—Creado a Su imagen —dijo Miguel en voz baja.

—El libro de la construcción humana o, si lo prefieres, un manual de instrucciones —prosiguió Zachariel—. Materia que hemos creado con el objetivo concreto de que sea portador del código.

Jubiloso, sostuvo una fibra de ADN entre los dedos.

—Y lo más sorprendente es que tiene un grosor de dos millonésimas de milímetro —añadió, con los ojos brillando de fervor—. Y, sin embargo, la información contenida en su interior es tan enorme que en el caso del ADN humano, si las hebras fuertemente enrolladas del interior de un adulto se desenrollaran y extendieran, cubrirían medio millón de veces la distancia entre el planeta recién creado y su única luna.

Zachariel se volvió para mirar de frente a Jether y Michael.

—Y cuando están enrolladas —señaló un pequeño recipiente del tamaño de una cucharilla de té—, todas las hebras cabrían aquí. Cuarenta y seis cromosomas para cada una de las células vivas de la nueva raza. Los genotipos de todas las células derivadas de una célula concreta serán precisamente los mismos a menos que... —Frunció el entrecejo y los miró intensamente con sus pobladas cejas—. A menos que ocurra una mutación —concluyó en tono ominoso.

—Lo cual es, desde luego, inconcebible —se apresuró a añadir Jether.

—¡Zachariel, Zachariel, mi señor! —Unos gritos estridentes se filtraron por los corredores de la escalera.

—¡Aprendices! ¡Aprendices! —exclamó Zachariel con un hondo suspiro y desapareció, transportado de regreso al portal principal.

Jether movió la mano delante de su rostro y del de Miguel. Vieron a un grupo de ruidosos juveniles, visiblemente alterados, que irrumpían en la cámara interior, haciendo reverencias a cada paso al impaciente Zachariel, que los miraba enfurecido. Los temblorosos juveniles lo miraban casi extasiados.

—¿Quién ha interrumpido mis reflexiones, esta vez? —murmuró Zachariel.

—¡Señor, señor!

El cabecilla del grupo cogió la mano a Zachariel y se aferró a ella con desespero.

—Le pedimos perdón mil veces, señor, mil veces...

Zachariel retiró la mano con gran dificultad.

—¿Qué ha ocurrido? —quiso saber.

—¡A Dimnas se le ha quedado la cabeza atascada! —respondió el juvenil más pequeño.

—¡En el cátodo de electrofisión! —añadió el cabecilla.

—¡Y ardiendo! —dijo otro pequeño juvenil.

—¡Ya basta! —Zachariel golpeó el suelo con el bastón.

—Con llamas azules...

—¡Basta! ¡He dicho que basta! ¡Dimnas! —Salió corriendo del portal, indicando con una seña a los juveniles que se apresuraran.

—Ven, Miguel —dijo Jether con una extraña solemnidad—. Hay algo que quiero mostrarte.

Miguel lo siguió hasta el mismísimo límite del portal y, con incredulidad, siguió los ojos de Jether, que miraba hacia arriba.

Delante de ellos, a lo lejos, soplaba un viento tormentoso y una gran nube ardía en llamas. Del fuego salían grandes destellos de relámpagos. En el centro de las llamas había cuatro criaturas vivas. Eran los poderosos querubines de Jehová. Cada una de las criaturas tenía cuatro caras y cuatro alas. Sus piernas eran rectas y las plantas de los pies parecían la base de la pezuña de un ternero y brillaban como bronce bruñido. Tenían la cara de un ángel en la parte delantera, la de un león a la derecha y la de un buey a la izquierda. Se postraron en señal de adoración al Anciano de los Días.

—Las bóvedas sagradas —anunció Jether.

—Los prodigios de Jehová —dijo Miguel asombrado, al tiempo que inclinaba la cabeza en señal de respeto.

—Los tesoros de la nieve —susurró Jether, sobrecogido—. El almacén de las ordenanzas de los cielos. Y el lugar que contiene el mayor regalo que Jehová ha concedido al hombre, Miguel... —Se interrumpió, vencido por la emoción—. El libre albedrío.

Atónito, Miguel retrocedió un paso.

—Reside allí. —Jether señaló más allá del serafín—. Ha sido programado dentro del genoma.

—Pero... —empezó Miguel.

—¿Pero si alguien hace un mal uso de él? —Jether completó el pensamiento de Miguel mirándolo con dulzura y asintiendo despacio.

—Nosotros, los angélicos, los que vivimos en el fuego de Su presencia hemos sido agraciados con el libre albedrío. Y, sin embargo, todavía tenemos que ser puestos a prueba, Jether. —Miguel subió el tono de voz con pasión—. Todas y cada una de las lunas hemos de ser puestos a prueba.

—¿Qué ocurrirá con los simples mortales, quieres decir? —Jether le sonrió con compasión—. ¿Y si fueran a convertirse en renegados?

—Sólo pensarlo, es intolerable —asintió Miguel, que había palidecido.

Jether le dirigió una larga e intensa mirada.

—Hará que Lo amen por voluntad propia, Miguel. No los obligará a hacerlo.

—Pero es un gran riesgo —replicó el arcángel, incrédulo.

—¿Te refieres a si Le fallan? —Jether sacudió la cabeza al tiempo que movía la mano. De inmediato se hallaron de nuevo en el portal central—. Tal es la enormidad de Su amor —respondió en voz baja. Una expresión de asombro había transformado sus rasgos.

—Ejem. —Alguien se aclaró la garganta delante de ellos y se volvieron.

Charsoc, uno de los ocho monarcas regentes de los Antiguos, se hallaba a la entrada del portal.

Majestuoso, con sus nobles facciones exudando sabiduría, vestía la túnica real escarlata de los monarcas del cielo. Se postró y el pelo blanco y largo y la barba rozaron el suelo de cristal.

—El consejo está reunido, mi venerado Jether. Esperamos tu informe con gran impaciencia.

—¿Cuándo estará a punto la nueva raza? —preguntó Miguel.

—Muy pronto —respondió Jether, cuyos ojos brillaban de júbilo.