27
EL juicio
Miguel y sus temibles generales se acercaban a la Tierra a gran velocidad. Cruzaron el dosel de humedad y llegaron al desierto, cabalgando como centellas. Miguel atravesó el desierto montado en su magnífico corcel blanco, seguido de sus cien generales angélicos. Volaron sobre vastas llanuras desérticas y montañas hasta que llegaron a una legua de las imponentes murallas del castillo.
—Tenemos que detener a sus doscientos generales, a todos ellos —dijo Miguel, levantándose la visera—. Yo mismo detendré a Zadquiel. Que Jehová proteja nuestras almas. —Saludó militarmente, se bajó la visera y galopó hacia delante. Los cascos de su semental resonaron camino de la fortaleza.
Cruzaron el puente levadizo y pasaron bajo una lluvia de miles de flechas disparadas por los arqueros humanos a través de las troneras del castillo. Las legiones de Miguel destrozaron el rastrillo y entraron en el patio mientras los petrificados guardias tiraban los arcos y corrían para ponerse a salvo.
Miguel y sus generales atravesaron las enormes puertas de madera del castillo y llegaron a una inmensa sala de banquetes.
Sentado a la cabecera de la mesa, devorando una pata de vaca estaba Gadril, rodeado por sus demonios subordinados.
—¡Caramba, pero si es Su Alteza, el hermoso príncipe Miguel —le dijo con una malvada lascivia—. ¿Has venido a saldar cuentas pendientes?
La expresión de Miguel era sombría.
—Ya sabes lo que hay que hacer —le dijo a Rafael—. Yo buscaré a Zadquiel, comandante supremo de los ejércitos de Su Excelencia Lucifer.
Gadril dio otro voraz mordisco a la pata de vaca y se limpió la boca en su brazo cubierto con cota de malla.
—Mi señor, Abadón, está ocupado —gruñó. Miró hacia las escaleras—. Copulando —añadió, mirando lascivamente a Miguel—. Por lo que a mí respecta, no estoy tan obsesionado con las hijas de los hombres. Pero tú, mi hermoso...
Miguel levantó la espada con rostro impasible.
Gadril hizo una seña a su multitud angélica y se lamió los labios seductoramente mirando a Miguel. En sus ojos brillaba un fuego negro y diabólico.
—Tenemos asuntos pendientes, príncipe mío. —Gadril torció la cara en una perversa mueca. Desenfundó su espada de un metro de largo y sus cien seguidores, ángeles caídos, hicieron lo propio. Los guerreros de Miguel se cuadraron ante ellos.
Con un hábil movimiento, Miguel hizo caer la espada de Gadril y lo acorraló contra el muro de piedra, blandiendo la Espada de la Justicia que emitía relámpagos de rubí.
—¡Miguel y su brujería blanca! —La expresión de Gadril era de furia desenfrenada.
—Esposadlo —ordenó Miguel a sus generales.
Los guerreros de Gadril quisieron impedirlo lanzando hachas afiladas y mazos a discreción que chocaron salvajemente con los escudos de los guerreros angélicos. Combatieron con violencia, clavando espadas y picas en hombros, cabezas y extremidades. Ocho guerreros de Miguel esposaron a Gadril, que se debatía con rabia, le inmovilizaron el cuerpo con unas gruesas cadenas de hierro y los pies con unos grilletes. Luego lo hicieron rodar por el suelo hasta el centro de la estancia.
—Sólo buscamos a los generales —dijo Miguel.
—Entonces me buscáis a mí.
Miguel elevó la vista a la adornada escalera por la que descendía Zadquiel, vestido con una camisa y mirándolo intensamente. Miguel respiró hondo. Los ojos le dolían de tantos recuerdos del pasado y a Zadquiel le ocurría lo mismo.
—Excelencia, el estimado príncipe Miguel —dijo Zadquiel con una reverencia y tono suave.
—Zadquiel, comandante supremo de los ejércitos de Lucifer —repuso Miguel, devolviéndole la reverencia—. Sólo he venido a buscar a los perpetradores —añadió tras una pausa.
Zadquiel retrocedió por la escalera, extrañamente perplejo. Una hermosa mujer de piel blanca, la hija de un hombre, caminó hacia él vestida sólo con un paño. Su cuerpo estaba adornado de pulseras, collares de piedras preciosas y piercings de plata, y llevaba cosméticos en el deslumbrante rostro. El pelo, recogido en unas doradas trenzas, le llegaba hasta los muslos.
—Zadquiel —dijo la mujer, tendiéndole una delicada mano llena de anillos.
—Lalisha —contestó Zadquiel, mirándola embelesado. Le dedicó una sonrisa y con una seña le pidió que se retirase. Ella inclinó la cabeza y desanduvo sus elegantes pasos.
Zadquiel miró de nuevo a Miguel, sopesando la situación. Luego miró al encadenado Gadril, que yacía en el suelo sin perder detalle de lo que ocurría. Aterrorizado, se volvió hacia Miguel y dijo:
—Yo no soy un animal como alguno de ésos. —Señaló a Gadril—. Precisamente tú, Miguel, lo sabes perfectamente.
Miguel bajó la cabeza, reacio a encontrarse con los ojos de Zadquiel.
—El castigo por transgredir la Ley Eterna es claro e irrevocable. Por cohabitar con carne prohibida, tus generales y tú seréis encadenados y lanzados al infierno, al foso de oscuridad, hasta el Día del Juicio.
—¡Miguel! —le suplicó Zadquiel, palideciendo—. ¡No, por favor, te lo pido!
—Zadquiel, poderoso líder de los Vigilantes Sagrados de Jehová —replicó Miguel con la barbilla firme—. Participante de la hermandad de Cristo, Lucifer te ha utilizado. Seguiste sus órdenes y las recompensas fueron los deliciosos placeres de la carne. —Durante un breve instante, Miguel estuvo a punto de perder su disciplina de hierro pues lo invadía la emoción de su amistad tan antigua—. Has violado los misterios sagrados de Jehová. —Se le quebró la voz, colmada de pena y rabia—. ¿Qué precio te ha costado esa traición, Zadquiel? ¿Tu alma eterna?
—Entonces, lánzalo al foso. —La expresión de Zadquiel denotaba una gran amargura—. Tu hermano de sangre es el cerebro supremo de esta traición, es el urdidor diabólico de este plan.
—A ese respecto —dijo Miguel, sacudiendo la cabeza—, Lucifer es intocable. Sólo podemos detener a los que cumplieron sus órdenes. Y él lo sabe perfectamente.
Zadquiel cayó de rodillas. Acababa de comprender por completo la red de traiciones que había tejido Lucifer.
—¿Sólo traiciona a sus generales? —inquirió con voz trémula.
Miguel se quitó el casco y subió los escalones. Durante un breve instante, al acercar el rostro al de Zadquiel, no fue el guerrero sino el antiguo amigo.
—¿Por qué no regresaste con nosotros cuando tuviste la oportunidad? —Agarró a Zadquiel por los hombros con fuerza—. Cristo te llamó por el nombre.
La tenebrosidad se disipó un momento de los ojos de Zadquiel y a Miguel le pareció vislumbrar a su viejo amigo durante un huidizo instante.
—Lucifer me obligó a jurarle lealtad, Miguel —susurró—. Por toda la eternidad. Ese juramento se ha adueñado de mi alma. Mi palabra de honor se ha convertido en mi maldición.
—¡Entonces, rompe tu juramento! —le gritó Miguel.
—Precisamente tú —dijo Zadquiel con ojos apagados—, deberías conocer la red de brujerías que teje la viuda negra.
Miguel dejó caer los brazos a los costados en gesto de desespero.
Zadquiel se volvió para mirar a Lalisha, que estaba en el umbral de una puerta en lo alto de la escalera.
—Estoy perdido para toda la eternidad —dijo con una expresión de terrible dolor. Dejó la espada en el suelo de la escalera y bajó despacio, acercándose al encadenado Gadril.
Miguel se volvió. En los ojos le escocían lágrimas ardientes.
—Él está lleno de gracia, lleno de compasión —le dijo a su antiguo amigo.
—Redención para toda la humanidad, pero no para mí —replicó Zadquiel, deteniéndose al pie de la escalera al tiempo que alzaba los brazos en señal de rendición—. Cumple con tu deber divino, Miguel.
Miguel miró por última vez a Zadquiel y luego hizo una seña a sus generales. Éstos lo encadenaron y lo sacaron a empujones por la puerta. Lalisha sollozó.