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LA piedra de fuego

Miguel galopó por las vastas praderas de eneas doradas y se detuvo delante de las majestuosas columnas blancas, la entrada al lado oriental de los Jardines del Edén, el retiro favorito de Lucifer. Desmontó sin esfuerzo y Saquiel, el cortesano de Lucifer, cogió las riendas del semental blanco.

—¿Está mi hermano en el jardín?

Saquiel asintió. Parecía nervioso. Miguel le tendió la capa y empezó a quitarse el cinturón de la espada, pero luego dudó y se lo dejó puesto. Saquiel lo miró con interés.

—Es todo, Saquiel. —Miguel subió despacio los peldaños dorados y contempló el Edén, maravillado.

Una bandada de pájaros azul grifo, con el pico de platino y grandes garras voló sobre su cabeza. Los espesos bosques de sauces antiguos crecían por encima de los cedros y manglares. Los órices correteaban por los espacios abiertos. Las jacarandas se doblaban con el peso de los capullos lila sobre parterres de palmas, lupinos y dedaleras mientras los frailecillos de colores vibrantes, las aves del paraíso y las abubillas volaban por los jardines. Los unicornios pacían en los campos de prímulas. Unos tigres con dientes como sables y unas criaturas parecidas a los leones yacían dormidas al lado de unos corderos. Había unas exuberantes parras que se doblaban con el peso de unos racimos de uvas azul pálido y granados cargados de granadas plateadas. Los ruiseñores, los pardillos y las tórtolas cantaban como las huestes angélicas.

Del extremo más alejado del jardín se levantó una intensa niebla blanca casi cegadora. Debajo de unas cascadas de néctar dorado de treinta metros de altura había tres espléndidos tronos dorados. Todos eran de oro labrado pero su hechura era distinta, como también eran distintas las piedras preciosas que los adornaban: topacios, cornalinas, diamantes, berilos, ónices, zafiros, granates y esmeraldas.

Arrellanado en el primer trono estaba Lucifer, con la corona de rubíes torcida sobre su enmarañado pelo. Sostenía una granada plateada en la mano con aire ocioso. A su izquierda estaba el cuerpo sin vida de la pantera negra.

—Querido hermano. —Lucifer dedicó a Miguel una deslumbrante sonrisa y siguió su mirada hasta la bestia muerta—. Ven y haznos compañía a Ébano y a mí. —De repente, su expresión se ensombreció. Miró a Miguel con vehemencia unos instantes y luego ladeó la cabeza y suspiró hondo—. Últimamente has estado enfadado conmigo, Miguel. Lo he notado. ¿Te sientes vejado?

Miguel sacudió la cabeza y esbozó una tierna sonrisa. Con el corazón a punto de quebrársele, se quitó la capa y se sentó junto a su hermano mayor, el que durante tantos años había sido su mentor, su protector.

Lucifer se puso en pie y cruzó con grandes zancadas la pradera dorada. Los ojos le brillaban y atrajo a Miguel detrás de él.

Corrieron hasta detenerse juntos, en silencio, en el borde de los altos acantilados perlados. La luz de las pálidas lunas orientales del Edén iluminaba la vasta playa de arena blanca. Más allá, el océano amatista parecía extenderse hasta el infinito.

—¿Recuerdas cuando éramos jóvenes, cómo montábamos en los relámpagos encima del mar? —dijo Lucifer, que contemplaba la panorámica maravillado.

—Lo recuerdo muy bien, querido hermano —asintió Miguel con ternura.

—Y luego, Zadquiel, el estricto, nos regañaba durante semanas. —Lucifer sonrió.

—Es cierto, querido Lucifer, quería que aprendiéramos más discreción. —Miguel intentó contener una sonrisa al tiempo que miraba los hermosos ojos azul zafiro de Lucifer.

—¡Mira, Miguel! —exclamó Lucifer con el rostro iluminado de júbilo.

Miguel siguió la dirección de su mirada y vio las vertientes occidentales de la Montaña Sagrada, cuyos siete chapiteles de oro estaban coronados por relámpagos y neblina.

—La Montaña Sagrada —susurró Lucifer con temor reverente.

—La Montaña Sagrada —repitió su hermano.

Lucifer se deshizo los lazos de la camisa y abrió la gruesa cadena de plata. En la mano tenía un pequeño amuleto de plata y lo abrió despacio. De repente, el cielo se llenó de una cegadora luz color zafiro. Miguel y Lucifer se taparon la cara con el antebrazo y Lucifer se rio, eufórico.

Poco a poco, los ojos de Miguel se acostumbraron a aquella luz cegadora.

—¡Lucifer! —gritó—. ¡No!

Pero Lucifer no paraba de reírse jubilosamente.

—Una piedra de fuego. —En la expresión de Miguel había temor reverente. Un zafiro de las bóvedas del querubín.

—Desde el sexto chapitel. —Lucifer tenía el rostro bañado en luz y movía la boca en señal de adoración.

—¿Cuando estuviste allí con Jether?

—Sí —asintió Lucifer—. Sólo tenía siete lunas cuando subí y bajé por entre las piedras de fuego. No podía estar separado de Él ni siquiera un momento. —Observó sobrecogido la piedra de fuego—. Es Su presencia.

Volvió a ponerse el amuleto. La luz y la presencia desaparecieron de inmediato. Se sentó y se llevó las manos a la cabeza, balanceándose adelante y atrás con desconsuelo.

—La mente, Miguel, me duele mucho... —Con gesto distraído, Lucifer se pasó los dedos por el enmarañado pelo negro azabache—. Me ha abandonado por este... hombre.

El cuerpo imperial de Lucifer se sacudió con unos grandes sollozos. Miguel lo miró, apesadumbrado. Lucifer le agarró la mano y lo miró con gesto de súplica.

—Tú y yo juntos —dijo—. Siempre hemos estado juntos. No me dejes hacer esto solo. —Miró hacia la Montaña Sagrada sin expresión en el rostro. Parecía desorientado—. Miguel, cuando eras un juvenil, me seguías a todas partes. Yo era tu protector, tu cuidador.

Se volvió en redondo con gesto dramático. Sus ojos destellaban.

—Sígueme ahora, Miguel. —Su voz se convirtió en un susurro desquiciado—. Un tercio de las fuerzas angélicas me han jurado lealtad. —Miró a Miguel con una expresión de júbilo enfermizo—. Con tu tercio unido al mío... ¡Hermanos para toda la eternidad! —exclamó con fervor.

Siempre tan cuidadoso, Miguel soltó la mano de Lucifer. Estaba pasmado. Miró al fondo de los ojos de su hermano para ver si encontraba algún resto del mentor que antaño había sido tan entusiasta en la búsqueda de la verdad y la rectitud, que había amado a Jehová y al propio Miguel con tanta devoción.

—¿Traicionarías a Jehová? —preguntó Miguel en un susurro apenas audible.

—¡Jehová! —Pronunció el nombre con un siseo—. Le dije: «Tienes a todas las huestes angélicas a tu mando, atendiéndote día y noche». Pero él quería más. «El hombre te decepcionará», le advertí. «Será lo que más lamentes». Entonces Él se volvió hacia mí, y dijo con ternura: «Lucifer, Lucifer... Anhelo la compañía del que está creado a Mi imagen.»

Miguel observó a su hermano, que deambulaba entre las fértiles plantas y cuyos ojos emitían unos febriles destellos en sus desvaríos.

—Entonces —prosiguió Lucifer—, en el interior de mi alma estalló una furia oscura y profunda, porque lo había oído de Su boca. ¡Lo había admitido! Yo, el resplandeciente, la estrella diurna, sólo un trono por debajo del Suyo, no le fui suficiente. No importa que me haya pasado toda la eternidad amándolo. ¡Nunca seré como ese hombre!

Presa de una terrible náusea, Miguel miró a Lucifer y advirtió que aquel que había sido tan amado y adorado en el cielo ya no existía, y que en su lugar había una astuta malevolencia. Sintió nostalgia por el hermano que tanto quería. Sin sentir un ápice de vergüenza, lloró y las lágrimas surcaron sus mejillas.

—No puedo, hermano —le dijo.

—¡No fuimos suficiente para Él! —Lucifer se apartó de Miguel, el rostro contraído en una máscara perversa—. ¡No fuiste suficiente para Él, Miguel!

Miguel pensó en muchas cosas a la vez y se debatió para controlar sus emociones.

—¡Estúpido! —gritó Lucifer en su desvarío—. ¡Cuando Jehová tenga a ese hombre, se cansará de ti! —Caminó hasta el borde del precipicio y contempló el brillo cegador de la Montaña Sagrada—. Nos ha abandonado —lloriqueó.

Ante los ojos de Miguel, el aire sombrío de las facciones de Lucifer cambió y, de repente, sus gestos revelaron lucidez.

—Miguel, ayúdame —le pidió mirándolo con desesperación. Agarró la cara de su hermano entre sus manos y luego se derrumbó como un niño en sus brazos.

Miguel lo estrechó con fuerza contra su pecho. Le acarició los enmarañados rizos negro azulado y, sacando de una bolsita el anillo de Jether, se lo puso a Lucifer en la mano, cerrando sus dedos en torno a él.

—Jether te ordena que te reúnas con él en su habitación privada cuando las campanas den las doce.

Lucifer murmuró para sí, balanceándose de un lado a otro inconsolablemente. Luego acarició el anillo despacio.

—¿Jether? —susurró.

Miguel miró más allá del hombro de Lucifer y lo que vio lo dejó paralizado: mientras la sombra de Lucifer caía sobre los celestiales lupinos de brillante azul, éstos se pudrían y caían al suelo, muertos.

—Sí —dijo Lucifer—. Iré a ver a Jether.