PRÓLOGO
PETRA, 2017
El Bajo Temenos-El Gran Templo
La figura alta y frágil, apoyada en el antiguo bastón de plata, avanzaba cojeando despacio en la semioscuridad por el blanco pavimento hexagonal. Cruzó la triple columnata hasta la entrada de la última excavación del Bajo Temenos.
Detrás de él, a no menos de tres metros de distancia, caminaba un chiquillo árabe que no tendría más de diez años.
—¡Deprisa! —El tono británico del hombre era suave, pero enérgico—. ¡Deprisa!
La orden a los excavadores se hizo más perentoria. Observó con mal disimulada impaciencia a los cinco jordanos que excavaban e hizo una señal a Wasim, quien se ató rápidamente un arnés a la cuerda que le rodeaba la cintura.
El inglés soltó el bastón, comenzó a deslizarse a través del hueco principal y apretó los dientes para contener una punzada de dolor repentino e intenso.
—¡Malik...! —gritó Wasim.
El chiquillo árabe se inclinó sobre el agujero y agarró la chaqueta de lino del inglés, horrorizado.
En una fracción de segundo, la tenue luz que iluminaba el hueco volvió a parpadear y enfocó de pronto la cara del inglés. Nick de Vere era joven —extraordinariamente joven, no tenía más de veintiséis años— y sería guapo si sus hermosos y esculpidos rasgos no hubiesen sido tan delicados. Suspiró y se apartó el flequillo rubio de la frente, dejando a la vista unos ojos grises, serios y de largas pestañas que miraron al chico con el ceño fruncido.
—Wasim —suspiró—, ¿acaso eres mi madre?
El joven torció el gesto y soltó la chaqueta de Nick.
—Estás enfermo, Malik. No deberías hacer esto.
Una sonrisa cansada cruzó los labios de Nick. Le dio la espalda al chico y sintió un estremecimiento violento. El sudor le caía por las sienes. Palpó el pastillero de plata en el bolsillo y, con dedos temblorosos, intentó abrirlo.
—Wasim... —Su voz apenas era audible. El chico tomó el pastillero de la mano de Nick en el momento en que sus ojos grises empezaban a nublarse. Nick pendía de la cuerda en medio del agujero, semiinconsciente, como un peso muerto.
Tirando de la cuerda, el joven árabe volvió a subir a Nick a la gruta, abrió el pastillero y le introdujo cuatro cápsulas de gelatina en la boca.
—Traga, Malik, traga.
Nick tragó y se dejó caer en el suelo con la cabeza apoyada en el regazo del muchacho. Wasim le cantó suavemente, como una madre. Un rato después, ya recompuesto, Nick volvió a intentar el descenso. Muy depacio. Dos metros, cuatro... por los andamios del pozo oriental. Wasim lo siguió, hasta que los dos se hallaron cara a cara con la segunda partida de excavadores jordanos, a más profundidad de la que ninguna otra partida de excavadores había llegado jamás en Petra. Los ojos de Nick se posaron sobre la pequeña plancha de metal dorado que brillaba bajo la ceniza.
Zahid, un anciano beduino, excavador jefe de su confianza, lo miró fijamente con sus viejos ojos ardientes de fascinación.
—Los dos hombres de fuego, Malik... —murmuró Zahid en su tosco inglés chapurreado—. Quizás ellos decir verdad.
La respiración de Nick era débil.
Zahid hizo un gesto pidiendo silencio a los excavadores, que callaron al instante. Posó su mano arrugada y morena sobre la de Nick y la llevó hacia el polvo que cubría el metal dorado.
—Quizá, Zahid... —murmuró Nick—. Quizá.
Empezó a escarbar en la tierra con impaciencia y Wasim lo imitó. Las manos revolotearon sobre el fragmento de oro.
—Zahid, la escobilla —dijo Nick lacónicamente. El chico le puso un pincel de cerdas suaves en la palma de la mano. Con delicadeza, Nick cepilló el polvo superficial del metal con pequeños toques expertos hasta que el centro quedó completamente despejado, dejando a la vista un grabado perfecto del tamaño de una fuente de servir.
Nick tendió la mano.
—Wasim... —murmuró.
El joven le tendió un rollo de papel amarillento y Nick, temblando, lo extendió sobre el metal junto al grabado.
—¿Los hombres de fuego, Malik? —Al viejo beduino le temblaban las manos—. ¿Ellos decir verdad?
Nick se colocó el monóculo y se inclinó sobre el metal dorado mientras Zahid y Wasim lo observaban conteniendo el aliento. Lentamente, alzó la mirada con el rostro extasiado.
—¡Zahid! —exclamó, besando las mejillas del viejo con fervor—. ¡Que sigan excavando!
Era más de la una de la madrugada cuando el cofre quedó al descubierto por completo, y aún pasarían dos horas más hasta verlo entre los muros de las losas blancas del Bajo Temenos. Medía un metro y medio de anchura y algo más de medio metro de profundidad y era de un oro casi translúcido con incrustaciones de una amplia variedad de exóticas piedras preciosas. El cofre se parecía muchísimo a la reliquia sagrada de los antiguos hebreos, el Arca de la Alianza, con su intrincado grabado de querubines y serafines dorados, excepto que éste era más pequeño y en el centro llevaba tallada una insignia grande y bonita con tres grabados más pequeños debajo.
Nick acarició los grabados.
—El emblema real de la Casa de Jehová, Zahid —murmuró.
Wasim señaló los tres grabados pequeños y miró al inglés con los ojos oscuros abiertos de par en par.
—El sello de los tres príncipes jefes. —Nick miró al anciano, que se mecía adelante y atrás—. Los grandes hombres de fuego... tres arcángeles.
Zahid abrió mucho los ojos con expresión de temor.
Nick estudió los grabados con atención, y recorrió el contorno del escudo de armas suavemente con la punta del dedo.
—Valor y justicia —susurró—. El gran Príncipe Miguel.
Wasim señaló el tercer sello con nerviosismo.
—¡Jibril! ¡Jibril!—exclamó.
Nick asintió.
—Gabriel... Gabriel el Revelador.
Paralizado y tembloroso, Zahid fijó la mirada en el tercer grabado. Era ligeramente más grande que los otros dos y tenía como pieza central un rubí magnífico carmesí oscuro.
Nick deslizó el dedo con delicadeza por el rubí y su balanceo se hizo más intenso.
—Y te arrojé de entre las piedras del fuego, oh, querubín protector —murmuró.
Intercambió con Zahid una temerosa y significativa mirada, y suspiró profundamente.
—Y ahora —dijo—, a lo que hemos venido...
Con la ayuda de un gato mecánico, Zahid abrió la tapa del cofre lo justo para introducir por la abertura dos barras de madera. Con una vuelta más del gato, el cierre de piedra del cofre se partió en dos y cayó al suelo polvoriento. Los demás excavadores, que habían permanecido inmóviles y acurrucados, contemplaron un segundo el tercer grabado antes de salir huyendo como animales asustados, dejándolos a los tres solos en la penumbra.
Nick asintió y los tres se agacharon para levantar la pesada tapa con cuidado. Al instante, una claridad cegadora e irisada inundó la cueva, iluminando la estancia con siete columnas de resplandecientes llamas blancas.
Zahid y Wasim se postraron sobre la ceniza.
—¡Alá Akbar! ¡Alá Akbar! —gritaron al unísono. Nick cayó de rodillas y se cubrió los ojos con el brazo para protegerse del ardiente calor.
Las columnas se estabilizaron poco a poco y, a medida que la neblina blanca se desvanecía, en el compartimento superior del cofre aparecieron dos códices enormes ribeteados en oro.
Nick alargó la mano y, con suma delicadeza, sacó el primer códice.
—Las Escrituras Angélicas —murmuró, extasiado.
Abrió el códice muy despacio y pasó el índice por los renglones de aquel extraño texto dorado. Mientras lo hacía, las Escrituras Angélicas parecían cobrar vida, radiantes, bailando entre las columnas de luz que emanaban de sí mismas.
—La más antigua de las antiguas Escrituras Angélicas —le susurró a Zahid, quien seguía postrado con la cara pegada al suelo. El anciano beduino levantó poco a poco la cabeza hacia los códices, observando atónito el pulsante escrito angélico, ahora en árabe. Mientras Nick recorría el título con el dedo, la brillante escritura árabe se volvía inglesa.
—Los Anales Secretos del Primer Cielo... La Caída de Lucifer. —Su voz se convirtió en un susurro—. Tal como los escribió Gabriel, el Revelador.
La secuela
2028
La figura imperial de Lucifer dominaba su monstruoso carro de guerra negro. Ocho de sus mejores sementales de alas oscuras tiraban de él, cabalgando sobre los haces de luz de los rayos, y de sus enormes ruedas de plata salían cuchillas de guerra bien afiladas. Las bestias llevaban las crines trenzadas de platino e iban enjaezadas con arneses de guerra, negros como la noche.
Por un instante, los rayos de sol asomaron, las nubes se disiparon y Gabriel vio que Lucifer movía los labios incoherentemente, murmurando los encantamientos de los condenados. Gabriel no se volvió a mirarlo, pero vio las sombras de los caballos entre las nubes cuando el carro de guerra pasó con gran estruendo, ondeando con orgullo la bandera infernal con el emblema carmesí de las llamas del averno.
Pasó tan cerca que la yegua blanca de Gabriel se estremeció y resopló ante el pútrido hedor de su satánica brujería. Gabriel apartó la vista de la presencia maldita.
Su rostro deforme y lleno de cicatrices quedaba oculto tras el yelmo de batalla, dejando a la vista sus ojos azul zafiro, imperiosos y desalmados. Su porte todavía era majestuoso: mantenía la cabeza alta, la larga melena brillante y negra como el azabache, trenzada de relámpagos y platino, y en el puño blandía un amenazante látigo de nueve colas.
Lucifer, plenamente glorioso y terrible, inspeccionaba con calma el valle que se extendía a sus pies. Un espeso efluvio rojo de sangre humana se mezclaba con el hedor de la carne quemada que emanaba sin fin del valle de la matanza. Millones de soldados masacrados —chinos, europeos, americanos, árabes, israelíes— flotaban junto a caballos ahogados, tanques medio hundidos y otros vehículos blindados, en un inmenso lodazal de sangre y barro que se extendía trescientos kilómetros. Era todo lo que quedaba tras el asalto del masivo ejército de doscientos millones de hombres.
Cientos de miles de buitres y grifos, con alas de casi tres metros, oscurecían el cielo rojizo sobrevolando en círculos las llanuras de la muerte mientras enormes enjambres de raptores engullían vorazmente la carne humana. En los alrededores del valle de Jezril, en la tierra alta, los cuerpos, extremidades y cabezas mutiladas yacían apiñados de cualquier manera.
Un holocausto.
Un silencio espectral se cernía sobre el valle. No se oía nada, excepto el espeluznante chillido de los buitres.
Lucifer cruzó lentamente aquel barrizal sanguinolento, que cubría a los sementales negros hasta las riendas, en dirección a tierras más elevadas. Una sonrisa de aprobación se dibujó en su boca escarlata. Entonces, sintió una presencia y dio media vuelta al carro.
A cierta distancia, al borde del desfiladero, una figura majestuosa de capa blanca que montaba un espléndido semental árabe oteaba el valle.
Miguel se quitó el yelmo dorado y la larga melena castaña cayó sobre sus anchos hombros. Sus ojos verdes refulgían de nobleza. Levantó la Espada de la Justicia. El único signo de su inmensa furia eran sus mandíbulas encajadas.
Una sonrisa irónica cruzó los labios de Lucifer. Se volvió hacia él y lo saludó con sorna. Su voz rompió el inquietante silencio:
—¡Aparta tu espada, hermano! Aún no es la hora.
—¡El Juicio se aproxima, Lucifer! —El tono noble de Miguel resonó en todo el valle.
Lucifer levantó la visera con un rápido movimiento y tiró de las riendas de sus sementales con impaciencia apenas disimulada.
—Ni siquiera Miguel puede anticiparse a lo que está escrito —dijo.
Al otro lado del valle, Miguel esperaba, feroz y silencioso.
Por detrás de él, en el horizonte, apareció Gabriel montando a pelo su corcel blanco, con los largos mechones color platino por encima de los hombros. Llevaba la cara y la cabeza descubiertas y la ballesta plateada colgando a un costado.
Una fugaz vulnerabilidad cruzó el rostro de Lucifer.
—Gabriel... —susurró. Luego esbozó una tenue sonrisa, extraña y maligna—. ¡Uno para la Eternidad! —gritó.
Gabriel resopló e inclinó la cabeza.
—¡Hermanos! —prosiguió Lucifer con un grito atronador. Sus ojos negros centellearon mientras blandía el látigo de nueve colas de forma amenazante—. Aniquilaré a toda la humanidad antes de que todo termine.
Azotó con tal violencia la grupa del semental guía con el látigo embutido de acero afilado que lo hizo sangrar. Los ojos del caballo enrojecieron, relinchó de dolor y sus ollares escupieron llamas y humo sulfuroso.
—¡Me vengaré! —gritó Lucifer.
Él y sus sementales mefistofélicos se marcharon volando sobre la cresta ardiente de los huracanes negros, y cabalgaron sobre los rayos hasta desaparecer en el crepúsculo púrpura de los cielos.
Lucifer, mi atormentado hermano, me devuelves las cartas sin abrir.
La plumilla de la pluma nacarada de Gabriel escribía sin descanso en el grueso papel de lino estampado con su emblema de Príncipe Regente.
Ha pasado un milenio y aún guardas silencio. Nuestro Padre Eterno sufre profundamente por ti, así como lo hacemos Miguel y yo. Te instamos a que te arrepientas. Sé que aún piensas en mí, pues incluso ayer por la noche tu rostro atormentado rondaba tanto mi sueño como mi vigilia. Esta mañana, al amanecer, crucé las exuberantes praderas doradas de las llanuras orientales del Edén que adorabas con locura, y recordé aquellos agradables días en el Primer Cielo, cuando pasábamos las noches de luna ejercitándonos a caballo y con la espada, en fraternidad los tres.
Soltó la pluma y se apartó un largo mechón dorado de los ojos. Un terrible sufrimiento le nublaba el semblante.
—Y recuerdo un tiempo anterior, antes de que las sombras cruzaran nuestro mundo.
Su voz era poco más que un susurro.
—Cuando solo éramos hermanos...