Epílogo

El periódico de aquella mañana del 12 de junio del 2005 estaba doblado en una esquina de la mesa. Encima de la portada, Martina había dejado una taza de una infusión a medias (olía a manzanilla). Después de todo, el juez se había liado la manta a la cabeza y había entrado a cuchillo: venía en todos los medios de comunicación. Habían caído en cascada empresarios, banqueros, un par de jefes de la policía y al menos un deportista de élite. Se esperaban detenciones todavía más sonadas. El llamado sensacionalistamente «caso del Club del cine» iba a convertirse en el culebrón del verano.

Martina tenía el rostro ojeroso y había adelgazado, pero su mirada era lúcida. Aquella vez no había abierto su libreta de anotaciones, la mantenía delante de ella, cerrada con ambas manos sobre las tapas, como forzándose a no caer en la tentación de abrirla.

—Supongo que te debo una disculpa.

Eduardo la miró sin decir nada. Tal vez ella esperaba que él la impidiera seguir hablando, pero el silencio la obligó a continuar.

—Who me robó el expediente con tus datos. Tardé un poco en darme cuenta, y cuando lo descubrí, no fui capaz de avisarte. Me resultaba tan embarazoso que no pude vencer la vergüenza. Me van a abrir un expediente por negligencia, aunque eso no es lo peor. Lo peor es que ahora todo el mundo sabe que me acuesto con hombres a los que pago.

—No creo que eso sea de la incumbencia de nadie, más que tuya —dijo Eduardo. Lo pensaba sinceramente. Nadie tiene derecho a juzgar los modos de conjugar la soledad de los demás.

—¿Qué vas a hacer ahora? —le preguntó la doctora.

Eduardo no lo sabía. Se sentía vacío, más vacío que nunca, la parte más insignificante de una historia en la que unos y otros se habían servido de su dolor para cauterizar sus propias heridas. Cuando todo aquel torbellino cesara, cuando se acallase el ruido, él seguiría sentado a los pies de su cama, escuchando los discos de su padre, mirando por la ventana de su apartamento el parque infantil de enfrente, sin nada con que llenar las horas de ausencia.

—Quizá vuelva a pintar. Cosas que me interesan, rostros de gente anónima, sensaciones que flotan en el paisaje… O puede que me quede encerrado en casa. No lo sé, la verdad.

—¿Y qué hay de la propuesta de tu casera? Si no recuerdo mal, te invitó a marcharte de Madrid con ella y con su hija… Tal vez en otra parte sea más fácil empezar de nuevo.

Eduardo advirtió la tentativa de los dedos de la doctora de salvar la distancia entre ellos y tocar su mano. Consolarlo. Apartó la mano recogiéndola bajo sus brazos cruzados, negando aquella opción.

—Esa opción ya no es posible. —En realidad, no lo había sido nunca.

Eduardo alzó la cabeza. Ayer era hoy. Las diez y treinta y cinco minutos. Sus esperanzas habían partido hacía una hora y treinta y cinco minutos. El tiempo atravesaba su mente y se evaporaba en los poros de su piel. Las había escuchado salir del apartamento, dejar las maletas, echar la llave. Sara parloteaba excitada con la idea del viaje. Graciela no decía nada. Probablemente, miraba la puerta de Eduardo esperando verlo aparecer con un macuto de viaje y una sonrisa de confianza en la boca. Pero ni siquiera tuvo el valor de salir a despedirse. Se quedó detrás de la puerta y las vio bajar la escalera a través de la mirilla. Hasta que se hizo el silencio.

—¿Te importa que fume?

Martina no le puso peros. Abrió el cajón superior de su escritorio y sacó dos cigarrillos de una pitillera. Le ofreció uno y encendió el suyo, contemplando la pavesa.

—Voy a darte el alta. No tiene sentido que sigas viniendo cada mes.

De repente, Eduardo tuvo la perentoria necesidad de seguir sentado allí junto a ella. Martina era lo único real que le quedaba, ella y los discos de su padre. Se dio cuenta, con angustia, de que fuera de aquel despacho nada ni nadie lo necesitaba ya.

—Sigo teniendo las pesadillas, aunque más espaciadas.

Martina se alisó el pelo y dejó caer la ceniza en un cenicero lleno de clips.

—Eso está bien —dijo distrayendo la mirada con lo que veía tras la ventana.

«Ya no eres mi problema», quiso decir.

—¿Qué crees que significa?

—¿Perdona?

—Que ya no tenga tantas pesadillas. Tal vez tu teoría del perdón funciona. Puede que Who me haya librado de esa carga inconsciente, ¿no crees?

No. Claro que no lo creía.

—Es posible. En cualquier caso, ya se ha terminado todo. —Martina volvió la cabeza lentamente y consultó la hora en el reloj de la pared. Miró luego alrededor, incómoda, como si buscase a otra persona. Algo la distraía.

—¿Tienes otro paciente?

Martina respiró aliviada.

—Eso es, exactamente. Lo siento. Voy con el tiempo justo.

—Entiendo.

Se despidieron con un apretón de manos lacio y repelente. «Después de todo este tiempo juntos», pensó estúpidamente Eduardo. Así se acaban las cosas.

«Bebes demasiado, últimamente».

Escuchaba la voz de Elena mientras le marcaba al camarero, con el dedo en el vaso, hasta dónde llegar con el Glencadam.

—Es suficiente.

—Es más que suficiente —le aclaró el camarero con una sonrisa maliciosa.

Dio el primer sorbo sintiendo en la cara el agradable calor del sol que remontaba por encima de los edificios. Al dejar el vaso en la mesa de la terraza escuchó la voz de niños correteando, contempló a los vendedores ambulantes de globos y chucherías y a los mimos disfrazados que llamaban con sus gesticulaciones mudas la atención de un grupo de turistas en el centro de la plaza. Un hermoso día de junio. Su mirada se quedó atrapada en las dos sillas vacías de su mesa. Vio a Tania hurgando malhumorada en las patatas bravas con el tenedor de plástico, soplando en la caña y haciendo burbujas en la coca-cola. Pensaría mil cosas, cosas de preadolescentes que él no entendía. En la otra silla Elena echaba la cabeza atrás y cerraba los ojos debajo de sus gafas de sol oscuras. Le encantaba tomar el sol, le relajaba el rostro, la ponía feliz. Tal vez harían el amor al regresar a casa, después del vermú. El verano la excitaba, los colores, la vitalidad, el calor.

La felicidad era eso. Pequeños momentos donde se decidían las grandes cosas. Una cerveza, una plaza.

Sonó el teléfono en su bolsillo. Olga. Había un mensaje en el contestador.

«¿No vas a perdonarme?».

Borró el mensaje. Fue a guardar el teléfono, pero lo pensó mejor: borró el número de Olga. Para siempre. El mejor perdón, el único que podía concederse, era el olvido.

Necesitaba caminar. Se puso en pie y por un momento pareció que la rodilla iba a ceder bajo el peso de su cuerpo y derrumbarse. El camarero que le había servido lo observaba desde la puerta. Sonreía. Los borrachos hacen sonreír antes de convertirse en una molestia. Pero él no estaba borracho. Solo lisiado. Y quería olvidar. Atravesó la plaza desoyendo las punzadas de la rodilla. Notó una gota de sudor que le descendía por la espalda hasta la rabadilla. Empezaba a ser demasiado consciente de sí mismo. Tenía que encontrar una farmacia y canjear las recetas que guardaba en el bolsillo.

Un pintor ambulante mostraba en hilera sus cuadros. No eran malos, tampoco buenos, pensó Eduardo, lanzándoles una mirada de paso, sin detenerse.

—¿Quieres un retrato, amigo?

No quería ningún retrato. Pero le dejó en la mano el último billete arrugado y sucio que le quedaba. Tenía suerte, aquel pintor.

—Hay que estar atento a los cruces de caminos, es fácil perderse.

El pintor de la boina se rascó la frente con la punta de un pincel.

—¿Y eso significa algo?

Eduardo se encogió de hombros.

—Significa que la vida puede tomar extraños derroteros y que…

No encontraba las palabras para terminar la frase. Estaban allí, dispuestas. Pero de repente se evaporaron, y su mente se llenó de una vibración que se llevó por delante cualquier otra cosa que no fuera un dolor intenso y muy agudo que le recorrió la espalda. Apenas duró una fracción de segundo, pero fue como si se abriera una puerta y todo penetrase en él al mismo tiempo: la mirada desorbitada del pintor, sus cuadros mediocres, el sonido de la ciudad, los pasos de la gente, el ruido del tráfico, el aleteo de las palomas.

Y después, esa puerta se cerró con la misma rapidez con que se había abierto y dejó de sentir nada, excepto un intenso frío.

Al otro lado del horizonte, Sara contemplaba la puesta de sol. El remanso de las olas hundía sus pies descalzos en la arena y se retiraba. A pocos metros, su madre paseaba por la orilla abrazada a la cintura de un hombre. Le caía bien, no hacía preguntas estúpidas, era amable con su madre y olía de modo agradable.

—¿Tú qué opinas? —le preguntó a su gato de plástico.

El gato le cogía la mano con su brazo rígido. Sus ojos de juguete reflejaban la pequeña isla, un peñasco donde anidaban las gaviotas, que se adentraba unos metros en el mar calmo.

—Opino lo mismo que tú —respondió el gato, sin mover los bigotes.

—Él no es Eduardo.

—Exactamente —corroboró el gato.

Sara buscó una rama seca entre los despojos que arrojaba la marea. Con la punta escribió en la orilla, con grandes letras, como si esperase que alguien pudiera leer el mensaje desde el cielo: «E-D-U-A-R-D-O».

—¿Crees que podrá verlo?

El gato no se encogió de hombros. Solo era un juguete sin articular.

—Quién sabe.

Una ola más impetuosa que las demás alargó su lengua de espuma y lamió las letras, borrándolas.

Sara se entristeció.

—Solo es un nombre —la tranquilizó el gato.

Sara dejó el juguete en el suelo. Retrocedió tres pasos y volvió a escribirlo más grande y profundo.

—Tú no puedes entenderlo. Solo eres un juguete que habla.

Y el gato sonrió, sin mover los bigotes. Sara tenía razón; no podía entender a los seres humanos.