Capítulo 25
Mayo dejaba un olor a tormenta alejándose. En la charca que había junto a la casa, los sapos asomaban sus ojos saltones mirándola. Olga dejó la maleta en el suelo sin decidirse a empujar la puerta. Volver era una derrota, así lo sentía. Las piedras de la fachada la recibieron con un gesto abrupto, los hierbajos que crecían en un tiesto abandonado la saludaban con una burla. Había creído que podía vencer, alejarse de aquel lugar para no regresar nunca, forzar las fronteras de su destino y escapar. Pero allí estaba de nuevo. Y su maleta de colores estridentes con ruedas anunciaba que volvía para quedarse.
Empujó la puerta y entró en aquel ambiente quieto que reconoció con dolor. Apenas había cambiado nada. Los mismos muebles aunque con otra distribución, los mismos cuadros en las paredes, el mismo polvo y la misma quietud. Al fondo se escuchaba la televisión. Tenía el volumen demasiado alto, como para llenar de sonidos el silencio asfixiante.
Su madre estaba frente al espejo de forma ovalada. Se estaba cepillando su larga cabellera de color gris sucio sentada en una silla de mimbre. El cabello le caía lacio sobre los hombros desnudos, la piel pálida punteada con oscuros lunares, desnuda de cintura para arriba, los pechos secos, arrugados, caídos sobre el ombligo moviéndose como péndulos con el movimiento de los brazos.
—Hola, mamá.
La anciana detuvo el cepillo entre sus enredos y miró a Olga a través del espejo. Sus ojos sin color, mortecinos, relampaguearon un instante, bajó las pestañas y reanudó con brío la tarea de peinarse. Como si no hubieran pasado catorce años. Olga se acercó y le cogió el cepillo de las manos, sustituyéndola, como cuando era niña y su madre le decía cómo debía hacerlo para no darle tirones. Olga la miró en el reflejo. Eran demasiado parecidas para imaginar que podían tener vidas tan distintas. Unidas por un lazo invisible. Pertenecía a aquella oscuridad, a aquel olor, a aquella tristeza ensimismada donde las moscas revoloteaban sobre una fuente de fruta que empezaba a pudrirse y los amantes que su madre había tenido posaban para ella en una galería de retratos sobre la cómoda. Una galería de fracasos y espejismos, de falsas huidas y de promesas que todos habían incumplido. Y entre ellos, en un rincón, también Teo.
—Aquí no puedes quedarte. No eres bien recibida.
Olga no tenía voluntad para enfrentarse a ella y contarle toda la verdad. La verdad era un rencor que se volvía contra ella. Su madre la acusaba de haber malogrado su oportunidad de ser feliz con el único hombre que la había amado. Pero se engañaba, Teo jamás había amado a nadie que no fuese él mismo.
En la televisión hablaban de Arthur. Los muertos estaban floreciendo como las amapolas entre los campos de trigo. Como manchas rojas. Un juez de la Audiencia Provincial había abierto una investigación que relacionaba las muertes de Gloria y su esposo con la de Arthur. El caso estaba bajo secreto de sumario pero las filtraciones anunciaban un escándalo de dimensiones mayúsculas con los ingredientes de una novela negra: prostitución de menores, drogas, vídeos pornográficos y asesinatos.
—Necesito solo un par de días para aclarar las ideas. Después me marcharé y no volverás a verme nunca más.
Subió a su antigua habitación y encontró el colchón sin sábanas y sin almohadones. La mesa escritorio estaba llena de polvo, y al abrir un cajón descubrió que un ratón había hecho de sus cuadernos escolares su madriguera. Las telarañas perpetuaban el aire amortajándolo. Nadie había entrado allí desde que ella se marchó. Abrió la maleta y se quedó mirando la carpeta que había entre las camisas. Tras enterarse del suicidio de Gloria, Eduardo no había querido verla ni hablar con ella después de que Who la dejase marchar. Tampoco había aceptado el resto del dinero que le correspondía por el encargo.
Una tras otra, Olga colgó en la pared con chinchetas aquellas páginas de dibujo y se sentó en el filo de la cama a contemplarlas. Formaban una secuencia única en la que los trazos iban ganando fuerza y consistencia hasta convertirse en algo sólido, como si cada apunte fuese pelando capas de una cebolla para llegar al cogollo. Y allí, en el centro, se detenía. Como si hubiese sido incapaz de ir más allá. Aquella autopsia de un cadáver, ahora tenía más sentido; había visto las imágenes en televisión del cuerpo de Arthur despellejado y mutilado de un modo terrible. Pero lo que más le había llamado la atención era el empeño de sus asesinos en desfigurarle el rostro, como si hubiesen pretendido borrarlo, destruir el entramado de vivencias y emociones que se superponían en el trabajo de Eduardo. Sin aquellos ojos que miraban con un punto de oscuridad, sin su boca recta y su nariz un poco torcida, Arthur no era nada.
Su madre entró en el cuarto sin llamar. La puerta no estaba cerrada por dentro. Dio un paso y su mirada se fue hacia los dibujos colgados en la pared. Los observó con extrañeza porque le eran ajenos. Puso cara de disgusto. No le gustaban, o tal vez la incomodaba que estuvieran allí colgados. Miró a Olga, sentada en el filo de la cama con la maleta por deshacer, las rodillas muy juntas y las manos apretadas en el regazo. Parecía una colegiala. Tal vez su madre sintió un ligero temblor de culpa, de nostalgia y de amor. Pero si eso ocurrió fue a demasiada profundidad para lograr salir a flote.
—¿En qué lío te has metido? —Su voz era recelosa. «En qué lío me has metido», quería preguntar.
Olga alzó la cabeza y la miró con pena. A veces quieres querer a alguien y no sabes cómo llegar a esa persona. Se acumulan tantos desencuentros que terminas por perder la senda y no hay modo de recuperar el rumbo.
—Abajo hay dos policías que preguntan por ti.
Olga se llenó los pulmones de aire y asintió. A veces no queda más remedio que asumir que las cosas son como son porque no pueden ser de otra manera. Todo lo demás es un brindis al sol. Una quimera. Esa certeza le hizo sentirse ligera por primera vez en mucho tiempo. Dejar de luchar contra lo imposible la liberó. Bajó la escalera sin el peso en los hombros y saludó a los policías.
Querían preguntarle por Gloria y por el asesinato de su marido. Habían encontrado los restos acuchillados del retrato de Arthur y sabían que ella había sido la intermediaria entre aquella familia y Eduardo. No la acusaban de nada, enfatizó uno de ellos, sabían que era inocente.
Olga sonrió con tristeza. Inocente. Limpia de toda culpa, bendita como un bebé recién nacido. Alzó la cabeza y vio al pie de la escalera a su madre en camisón, el pelo mojado y sus calcetines negros, los brazos cruzados sobre el pecho. La envolvía una suave penumbra. La miraba en silencio. Un silencio cargado de reproches y de desprecio. Sin remedio.
Cuando Who la llevó a una casa abandonada, Olga pensó que iba a matarla. Pero no lo hizo inmediatamente. En lugar de eso, la dejó encerrada echando la cadena por fuera durante dos días y dos noches. Pensó que la dejaría allí morir de hambre y de sed. Quizá, pensó durante aquellas dos noches, Who quería hacerla enloquecer.
Olga consumía las horas sentada en el mismo sitio, hincaba los codos sobre sus rodillas plegadas y se quedaba absorta contemplando la puerta, atenta a cualquier sonido o a la más leve modificación de la tonalidad de la luz que se colaba por debajo. Al principio el terror no le daba pausa para pensar y tampoco le permitía dormir. Pero, lentamente, empezó a recordar cosas que tenía olvidadas, momentos que nunca debieron de tener una importancia definitiva pero que ahora afloraban con naturalidad, y que la hacían sonreír, incluso reír a carcajadas, o que la sumían en un llanto desesperado unas veces, calmo y nostálgico otras. Como si la oscuridad y la imposibilidad de moverse demasiado la obligaran a ver mejor y a economizar esfuerzos, ahora era capaz de ver con nitidez la figura de Teo, como si estuviera sentado frente a ella, su fantasma, recriminándole con una mirada condescendiente lo que le había hecho. Y eso la enfurecía. Porque aquel fantasma que balanceaba entre los dedos la patilla de sus gafas de montura metálica no se sentía culpable, y la acusaba en cambio a ella.
La mañana del tercer día escuchó el sonido de los neumáticos de un coche frenando al otro lado de la cancela. Aturdida y desfondada, Olga gateó hasta clavar su ojo por una resquebrajadura de la puerta.
Distinguía la silueta de una mujer. No podía verla bien a través del cristal sucio de polvo del coche. La mujer bajó dos dedos la ventanilla y asomó por ese balcón unos ojos pardos y rasgados que la miraban a ella, que sabían que estaba allí, espiando por el resquicio de la puerta. Olga retrocedió empujada por la intensidad de aquella mirada. Escuchó el portón del coche abrirse y el crujido de pasos por el suelo polvoriento, la cancela oxidada abriéndose, el crujido del candado que cerraba la puerta al caer junto a la cadena con un sonido metálico. La puerta se abrió y la luz del exterior iluminó la oscuridad cegando a Olga.
Tardó unos segundos en reparar en ella.
—Tranquila, no voy a hacerte daño. Me llamo Mei. —Le tendió una mano indicándole que la acompañase.
Olga la siguió hasta el coche con paso vacilante, utilizando la mano como visera para protegerse del deslumbre del sol.
Mei abrió una botella de agua y se la ofreció con una mirada que se balanceaba entre la compasión y una curiosidad inquieta. Olga bebió como un camello desesperado. El agua le caía a chorretones por el cuello desdibujando la mugre que su piel había acumulado en aquellos dos días y dos noches durmiendo en el suelo de aquella pocilga.
—Despacio. —Su voz era hermosa e inspiraba paz.
Olga bebió más despacio. Luego aceptó el bocadillo que la chica le ofreció, partiéndolo a trocitos pequeños y pasándoselo con dificultad entre los bultos. Olga comió, pero no tenía realmente hambre. El estómago se le había cerrado. Mientras masticaba el jamón dulce, miró a Mei. Sus ojos estaban fijos en la carretera, apenas le dedicó una mirada fugaz. Estaban tomando la carretera de regreso a Madrid.
—¿Qué vas a hacer conmigo, ahora? —le preguntó a aquellos ojos que fruncían el entrecejo envuelto en sesudos pensamientos que la excluían a ella.
—Nada —le contestó la chica—. Tranquila. Ya ha pasado todo.
Olga miró aquella mano extraña que la apaciguaba. La creyó.
—Descansa un poco —le dijo ella.
Olga trató de cerrar los ojos, pero no podía. El corazón le latía con fuerza. Se calmó un poco, sin saber por qué, cuando entraron en los barrios periféricos de Madrid. Hasta que se dio cuenta de que aquellas calles le empezaban a resultar familiares. La estaba llevando a casa.
Cuando Mei detuvo el coche delante de su portal y le pidió que bajase, dudó, desconcertada. La chica que durante todo el viaje no había dejado de mirarla con esa especie de ternura curiosa la animó con una amplia sonrisa.
—Buena suerte. Ahora tendrás que recoger los restos de tu vida y hacer algo nuevo con ellos.
Olga la miró sin comprender lo que quería decir.
—¿Dónde está el señor Who?
La chica le dedicó una caricia cariñosa en la mejilla.
—Ahora ya nadie puede hacerle daño.
Mei arrancó y se alejó calle abajo. El tráfico de Madrid no tardó en engullirla.
Olga no pudo verla llorar.
Tres horas antes, Mei estaba muerta. Los hombres que la rodeaban fumaban ignorándola, se pasaban las colillas unos a otros para encender los cigarrillos. Encima de la mesa de cristal sucio había latas de cerveza, restos de cocaína y migas de pizza, además de un cenicero repleto. La mano de Chang la mantenía firmemente sujeta a la silla con su mano en el hombro.
—Venga, mujer, prueba —le decía, señalando el polvo blanco sobre la mesa. Pero Mei se resistía. Tampoco cedía voluntariamente al manoseo del viejo Chang, que le apretaba una teta con la mano libre con tal fuerza que Mei pensó que iba a arrancársela.
—¿Es virgen? —preguntó uno de los hombres que la rodeaban.
Chang soltó una carcajada.
—¿Eres virgen, Mei? ¿Te queda al menos algún agujero incólume?
Aquellos hombres la miraban con avidez. La habían comprado como se compra el ganado. Ella no podía hacer otra cosa que prestarse a sus sucias bocas, a sus manos que apenas se contenían impacientes. La usarían como habían hecho con otras trabajadoras de Chang y luego la llevarían a un tugurio de cualquier ciudad donde la obligarían a prostituirse a todas horas hasta dejarla exhausta, y cuando ya no les sirviera de nada, terminaría sus días enferma y tísica en cualquier callejón rebuscando entre las basuras para subsistir.
Ella no lo iba a permitir. Sabía que a la menor oportunidad que se le presentase se quitaría la vida. Y sentía una mezcla de temor y de triste desesperanza ante la perspectiva de morir, apenas cumplidos los veintiún años, ahora que por fin había encontrado el sentido de su viaje en la vida. Se había enamorado del único hombre que estaba destinado a ella. Pero todo iba a terminar antes de empezar, y eso le parecía cruel. ¿Por qué le había sido concedido el don de conocerlo si no podría disfrutar de su compañía? ¿Por qué existía gente como Chang?, ¿qué clase de heridas le había causado la vida para haberse convertido en aquel monstruo insensible? La arrastraron hasta un diván y la tumbaron, obligándola a desnudarse. Como no lo hizo por propia voluntad, la golpearon y le rasgaron el vestido. Sus manos trataron de proteger el pecho y el pubis de aquellas miradas que la apuñalaban entre risas. Tenía la sensación de que el mundo continuaba su marcha fuera de allí, pero que ella estaba atrapada sin remedio en aquel instante, sin escapatoria. Intentó buscar refugio en la nostalgia, en los momentos, pocos, en que había sido realmente feliz, libre. Pensó en la mirada de Who, en su sonrisa, en sus promesas. Pensó en una tarde de campo con la luz del sol bañando su rostro y el aroma de la hierba barrida por una suave llovizna que le pegaba la ropa al cuerpo y le aplastaba el flequillo contra la frente. Recordó las manos de Who recogiendo con veneración su rostro entre los dedos. Y cerró los ojos.
Lo primero que Who notó al entrar en la habitación fue el ambiente infecto. El tipo que estaba apostado en la puerta lo había recibido con una risita de envidia. «Ahí dentro se lo están pasando en grande, los muy cabrones. Tienes suerte de que Chang te dispense esas atenciones». Who le habría arrancado aquella sonrisa de perro amaestrado a patadas. Podría haberlo hecho.
Olía a sudor y las espaldas sudorosas de media docena de tipos formaban un semicírculo en torno al diván. Entre la muralla de carne vio la piel pálida de una mujer y un pezón sonrosado. Se le encogió el estómago.
—Ah, por fin llegó nuestro amante perfecto. —Chang estaba drogado, como los otros. Tenía la cara enrojecida y las pupilas dilatadas. Tenía el torso desnudo mostrando el tatuaje descolorido de un dragón que con sus garras atravesaba a una serpiente que le ocupaba todo el pecho y parte de su barriga. La cremallera del pantalón estaba bajada.
—Ven, acércate, pupilo. Venga, vamos —lo incitó entre risas, palmeándole la espalda y empujándolo hasta el diván—. Queremos un número en directo. Queremos que nos enseñes a hacer el amor. ¿No es eso lo que dices hacer con tus clientes? ¡Señores, deben saber que mi chico jamás folla! Él solo construye arte con su polla privilegiada.
Who sintió que se moría mil veces, que su cuerpo se desmembraba, que su cerebro estallaba al descubrir el cuerpo de Mei. Era como un paraje desolado, un prado de hermosas flores pisoteadas sin compasión. Ella volvía la cara avergonzada contra el respaldo de piel. Estaba como muerta.
—¿Qué has hecho? —murmuró Who, mirando con odio a Chang, incapaz de contener el temblor de su mano al tocar el hombro lleno de arañazos de Mei.
El viejo esbozó una sonrisa de fauno viejo y podrido.
—Todavía nada, apenas unas tortas y un poco de calentamiento. Te estábamos esperando. —Miró a Who con malicia—. ¿De verdad creías que ibas a poder engañarme? Lo sé todo, chico. Sé que has estado ahorrando para comprar dos pasaportes, y que uno era para esta zorra. Y también sé que te la has estado tirando a mis espaldas, y eso podría tolerarlo, pero no que te hayas enamorado de ella y que pretendas abandonarme. No puedes dejarme hasta que yo lo decida así, eres mi mayor inversión, picha de oro. Y ahora te voy a dar una lección que no olvidarás la próxima vez que se te pase algo así por la cabeza. Vas a follarte a esta perra delante de nosotros y después la meteré en un burdel para que le saquen hasta las ganas de respirar.
Who tuvo la impresión de que un terremoto sacudía el edificio, que el techo caía sobre la habitación y que el suelo se abría a sus pies. Después de escuchar las palabras de Chang y de ver cómo Mei le ocultaba la mirada avergonzada, solo tenía en la mente una idea que lo martilleaba. Separarle la cabeza de los hombros a Chang.
Notaba los golpes que recibía por todas partes para que lo soltase, pero no sentía el dolor, era como si golpeasen un saco de arena mojada. Tenía la presa, con la cabeza de Chang bien sujeta, y no la dejaba ir, apretando los dientes con una fuerza descontrolada. Quería sacarle los ojos de las órbitas, ver cómo le estallaban. Pisotearlos como las huevas de una serpiente venenosa. Entonces sintió el pinchazo en el costado y vio el rostro del gorila de la puerta que ahora no sonreía solícito y con envidia pero que sostenía un afilado estilete que por suerte no había clavado hasta la empuñadura. Sin embargo, fue suficiente para soltar momentáneamente a Chang, que cayó de rodillas rojo como un tomate y tosiendo porque la tráquea se le había cerrado. Who se abalanzó sobre el tipo del estilete sin pensar y sin conciencia del peligro. No existía nada, ni nadie. Solo su deseo de destruir cuanto se encontraba a su paso. Nadie puede luchar contra esa determinación suicida por mucho dinero que reciba a cambio. Nada puede vencer a la desesperación. Who le arrebató el estilete al mercenario y se lo clavó en el hombro apoyando todo el peso en la empuñadura. El otro lanzó un alarido y se le quedó el brazo colgando inerte. Who arrancó la hoja, se volvió hacia los demás y los retó a atacarlo. No lo hicieron. La victoria era demasiado cara, por ahora. Si quería a la zorra, que se la quedase. No irían muy lejos, sabrían esperarlo para ajustar cuentas. Uno tras otro abandonaron el despacho. Los dos últimos se llevaron al tipo herido. Who sabía que en menos de cinco minutos los hombres de Chang que estaban en el restaurante subirían a por él. Lanzó una mirada animal a Chang, que seguía tumbado en el suelo, con el cuerpo incorporado sobre el codo, vomitando saliva y alcohol. Sin pensarlo, Who le clavó el estilete en la nuca. Con la rabia de todas las ofensas sufridas, de todas las mentiras y todos los desengaños padecidos durante aquellos años en que llegó a pensar que podría haber sido su admirado y verdadero padre. Sin compasión.
Arrancó una manta del sofá y cubrió con ella a Mei, que estaba paralizada por el miedo y lo miraba como si no lo conociera. Who no perdió el tiempo con explicaciones.
—Por la escalera de incendios —le dijo, adelantándose y abriendo la ventana.
Habían logrado alejarse de Madrid lo suficiente para sentirse a salvo. El pinchazo tenía mal aspecto. Había que cerrarlo. Pero no podía pensar en eso. No podía pensar en nada. Tuvo que detener el coche en el arcén. Le temblaban las manos, como si hubiera salido de un trance con los nervios desatados. Estaban junto a un campo sembrado, las espigas verdes se alzaban ladeadas hacia el sol y las amapolas se abrían hueco a codazos aquí y allá como lunares de color en la monotonía. El silbido de los aspersores de riego danzaba lanzando remolinos de agua que salpicaron la carrocería. A lo lejos se escuchaba el ladrido de un perro y se distinguía la silueta de un hombre encorvado sobre una zanja. Más allá solo estaba el cielo. Uno pasa de un instante al siguiente sin pausa, sin poder parar.
—¿Te han hecho daño? —le preguntó Who a Mei.
Ella dijo que no con un breve movimiento de la cabeza mientras se inclinaba y le levantaba la camisa para examinar el corte. No era grave, dijo aliviada, como si ella fuese experta en heridas. De hecho, lo era. Su mirada era triste, humillada. Eso era lo que más le dolía, la incomprensión de la maldad humana.
—Tenemos que buscar un médico que cure eso.
Ya habría tiempo, dijo Who, abriendo la guantera del coche. Le mostró los flamantes pasaportes y los billetes de avión.
—¿Pekín?
Él la miró como si no entendiera su sorpresa. ¿Adónde si no? Ella contempló su fotografía en el pasaporte falso con una falsa identidad. En realidad, le pareció que no era ella sino otra persona. También era otra la que había pasado meses encerrada en un taller clandestino, la que había estado a punto de ser vendida como una cabra, la que tenía las uñas de Chang clavadas en un pecho. Ninguna de esas mujeres era Mei, lo sentía así, aquellas experiencias no eran suyas, no habían logrado empaparla para borrarla del todo. Alargó la mano y entrelazó sus dedos con los de Who. Iría con él a donde fuera, porque sentía que no había otra cosa que pudiera hacer.
Porque no deseaba nada más que hacerlo.
Entonces empezó a hablar. Despacio, dejando que fueran las palabras las que eligieran la forma que tomaban, sin prohibirles ser dichas. Se lo contó todo, sin dejarse nada. Quién era, de dónde venía, lo que había estado haciendo, lo que había querido hacer. Le habló de Maribel y de Teo, de Eduardo y de Olga. Le explicó que la había dejado encerrada en una caseta porque no sabía qué debía hacer con ella, confiando que la suerte o el azar decidieran por él. Habló tanto que al terminar su boca parecía haber masticado todo el desierto del mundo, tenía la lengua pastosa y los labios agrietados. Y en todo aquel rato no miró a Mei ni una sola vez. Su mirada no se apartaba de las espigas y de las amapolas, del hombre que se movía a lo lejos como una sombra de sí mismo.
Hubo un silencio largo. Necesario.
Al cabo, Mei le tocó la barbilla y le hizo mirarla. Buscaba en los ojos de Who lo que quedaba por decir, lo que no necesitaba ser dicho pero que ella necesitaba comprender. Y lo que vio fue suficiente.
—Tenemos que volver a por ella.
Who dijo que era peligroso volver atrás. Los estarían buscando, tenían que huir, ahora. Alguien la encontraría, escucharía sus gritos. No la había dejado demasiado lejos de la carretera. No podían arriesgarse.
Mei le acarició la mejilla.
—Tenemos que devolvérsela a la vida, que sea ella la que decida.
El señor Who puso el coche en marcha. Apenas recorrieron doscientos metros.
El impacto de la primera bala hizo saltar en mil pedazos la luneta trasera. Luego vinieron más, como una traca de petardos. El coche dio un giro brusco y se estrelló contra una farola.
—¡Corre! —le ordenó Who a Mei.
Bajó del coche con un cuchillo y echó a correr en dirección opuesta a Mei. Los estaba alejando de ella. Se escucharon gritos, más disparos. Cuando Mei miró atrás, vio al señor Who peleando con los hombres de Chang. Uno de ellos le disparó por la espalda, a quemarropa. El cuerpo del señor Who se catapultó hacia adelante.
Como si pudiera volar.
La noche anterior todavía no había decidido qué hacer con Olga. Miraba la llave del candado de la caseta y no alcanzaba a dar con una solución. Sus pensamientos y sus sentimientos eran contradictorios. Seguía preguntándose por qué había dejado con vida a Eduardo, y la única respuesta que le venía a la cabeza era que no quería matarlo. Y que tampoco deseaba, a pesar de todo, hacerle daño a Olga. Ella le había contado los detalles de su relación con Teo, lo del niño que había perdido, la imposibilidad de tener más hijos. Comprendía el odio que ella había acumulado. Y en lo más profundo de su ser empezó a sentir un creciente desprecio por Teo. Pero otra parte de él le decía que Olga le mentía, que aquel hombre que él recordaba, su padre, no podía haber hecho aquello. Necesitaba recuperar la serenidad.
Se lo contó todo a Maribel. Necesitaba que ella le dijese qué hacer, que le dijese que Olga se lo había inventado todo. O que al menos demostrase que ella lo desconocía. Pero lejos de lo que él esperaba, Maribel no pareció sentirse afectada en lo más mínimo.
Horrorizado, el señor Who descubrió que su madre lo sabía todo. Lo había sabido todo el tiempo. Y no le importaba.
—Tú no lo entiendes. El amor está por encima de todo.
Who enmudeció, mientras trazaba con su mirada un arco en busca de un lugar por el que escapar del desprecio de su madre, de aquella sensación de desamparo absoluto que le iba creciendo desde las entrañas.
—Olga era una niña, apenas. ¡Se enamoró del amante de su madre! Teo se acostaba con las dos, la sedujo porque tenía casi treinta años más que ella, la dejó embarazada y se desentendió de ella y de su verdadero hijo. Y mientras tanto jugaba con nosotros al juego de la familia feliz. No lo entiendo —dijo sacudiendo la cabeza, que iba a estallarle—. No entiendo cómo puedes perdonar algo así: me fue a buscar a China porque no podías tener hijos, aunque para él nunca fui más que una mascota para tenerte contenta, y luego tiene un hijo de su carne y se olvida de él como si fuese una carroña molesta. ¿Y tú me exiges que sacrifique mi vida para vengarlo? ¿Es que no te importa nada lo que pueda pasarme, Maribel?
Maribel estaba enfurecida. Golpeaba con virulencia su silla de ruedas. Le mostró la bolsa de la sonda con el contenido de pis.
—Me hicieron esto, ¿comprendes? Ellos, Eduardo y esa zorra buscona, me encadenaron para siempre a esta jodida bolsa. Ellos mataron al hombre que yo amaba. Y aquella bala que me partió la espalda te hubiera matado a ti si yo no me hubiera interpuesto en su trayectoria. —Lo miró con una incomprensión que alcanzaba los límites de la demencia y negó con absoluto desprecio—. Ojalá no lo hubiera hecho. Ojalá te hubiese matado a ti.
Who permaneció silencioso un buen rato antes de responderle.
—Me marcho, Maribel. No puedo seguir aquí. No lo haré, no voy a matar a Eduardo, y tampoco a Olga. Ellos, en el fondo, son tan víctimas como yo, y como tú.
Maribel gritó y lo maldijo. Pero él no la escuchaba, su voz se volvía inaudible mientras salía de casa.
Lo último que oyó que salía de su boca fue la palabra «cobarde».