Capítulo 15
El director del banco saludó a Arthur con empalago de siervo. Como si Arthur no hubiese estado tres años largos sin aparecer por allí, como si el director del banco desconociese la causa de su ausencia. Arthur pidió ir a su caja fuerte y que lo dejasen solo.
Allí había guardado cosas que no debían poder relacionarse con él, pasaportes falsos de varias nacionalidades imposibles de detectar sin un control exhaustivo, divisas en dólares, euros y yuanes que no constaban en los libros de contabilidad, documentos de cuentas fiscales en lugares permisivos con el fraude y la evasión, informaciones de espionaje industrial, empresas satélites, planes de ingeniería fiscal que Diana había organizado durante años para él, tan intrincadas y complejas que ningún inspector fiscal podía por sí mismo desenmarañar. También había una pistola HK semiautomática con sus dos cargadores municionados para la que no tenía licencia.
Cogió un sobre al fondo de la caja. Dentro guardaba un CD. Lo sopesó en la palma de la mano y los dedos le temblaron, como si pesara como un yunque y apenas pudiera sostenerlo.
Al llegar al despacho se sentó frente a la pantalla del ordenador. Las imágenes destellaban en la oscuridad, reflejando las siluetas en el rostro reconcentrado de Arthur.
Al principio aparecía una pared de ladrillo. En la parte más baja, a la altura del suelo, había un cerco de hollín y restos de algo que había ardido no hacía mucho, tal vez un par de sillas rotas, una estantería y un par de puertas ennegrecidas y humeantes. Era difícil adivinar todos los detalles, la grabación no era buena, la cámara se movía demasiado y no se detenía el tiempo suficiente en los encuadres. La sombra de quien grababa se delataba en la pared. Se escuchaba la respiración de quien estaba grabando y un ruido sordo por encima de su cabeza, como si estuviese lloviendo. Debía de oler de un modo nauseabundo porque una mano de quien grababa se llevaba un pañuelo a la cara para taparse la boca. En el suelo se veían jeringuillas y una cuchara ennegrecida.
A la derecha del encuadre aparecía un tipo con el torso desnudo, ajado y de vello canoso, con el rostro tapado, arrastrando los pies. Se acercaba a un radiocasete y lo ponía en marcha.
—¿Es esta la música que te gusta? —La voz que se escuchaba era gutural, con un acento difícil de identificar.
Who can say where the road goes,
Where the day flows?
Only time…
and who can say in your love grows,
as your heart chose?
Only time…
La cámara giraba entonces 180 grados. Quien dirigía aquella siniestra coreografía permanecía en un aparte, en la penumbra, fumando un pitillo cuya pavesa destellaba en la oscuridad. Con un gesto le indicaba al cámara hacia dónde enfocar. Nadie hablaba. Solo se escuchaba la música, la lluvia y el sonido rasposo de la mano del cámara al rozar el micrófono del aparato.
La cámara enfocó hacia un rincón.
Arthur congeló la imagen.
Era ella. Su hija. Aroha. Sonreía a la cámara y saludaba con la mano como si se tratara de un vídeo familiar.
Arthur adelantó el tronco asentando los pies en el suelo, aunque la habitación entera parecía haberse volatizado. Examinó el rostro de su niña, su perfil imperfecto en la imagen granulada, mal enfocada, sin apenas iluminación. Apenas hacía unos meses que había regresado del internado en Ginebra y parecía que las cosas iban mejor. De nuevo iba bien con los estudios, parecía que llevaba una vida ordenada, clases en el Liceo Francés, excursiones a caballo, amigos de la urbanización; la vida plácida y típica de una niña rica. Podía reconocer cada una de sus múltiples pecas bajo los ojos y las aletas de la nariz que ella ensanchaba al reír.
Puso la grabación en marcha de nuevo.
No reía ahora.
El objetivo avanzó buscando, ahora sí, el rostro de Aroha. Estaba demacrada, tenía el pelo sucio. La cámara la molestaba tan de cerca, trataba de protegerse con la palma de la mano pero no era suficiente, así que gateaba como un bebé, desconcertada, con movimientos lentos, torpes y letárgicos. Tenía la bragueta de los pantalones abierta, se veía el triángulo de las bragas, y bajo la camiseta sin mangas asomaban los tirantes del sujetador de color negro. Había perdido una zapatilla, o quizá se la había quitado y ahora no la encontraba para volver a ponérsela.
—Venga, para ya con esa mierda. —Su voz sonaba pastosa, como un chicle que no se despega de la suela del zapato, sino que se estira y se estira y se vuelve filamentoso, enredado, torcido e incomprensible. Estaba colocada. Quizá se había pinchado en la ingle, de ahí la cremallera abierta, puede que tal vez en la palma del pie, de ahí la pérdida del zapato. Cualquier sitio inverosímil donde esconder la picadura de la aguja para ocultárselo a sus padres. (Los padres ya no buscan en la intimidad de sus hijas a partir de cierta edad; si por casualidad abren una puerta y la ven en ropa interior, giran la cara avergonzados, balbucean una disculpa. Las madres son distintas. Las madres saben. Y callan).
—Dile algo a la cámara —silbó la voz tras el objetivo.
—¿Qué quieres que le diga?
—Dile que llegarás un poco tarde a tu clase de equitación —dijo alguien emergiendo lentamente de la penumbra de su rincón y situándose delante de ella. También tenía la cabeza cubierta con un pasamontaña.
—Ya vale con esta tontería. Quiero irme a mi casa —se alarmó Aroha, arrastrándose asustada hacia un rincón mugriento.
—Aún no. Primero jugaremos un poco. Como las otras veces.
Aroha era un blanco móvil. La cámara la seguía por el suelo, pegando la espalda a la pared. Había un cambio de encuadre, un movimiento brusco e involuntario de la grabación. La imagen se apagaba.
Al encenderse de nuevo aparecía el armazón de una cama descuadrada en el suelo. Aroha estaba ahora atada con alambres trenzados a la estructura por pies y manos. Su cuerpo desnudo describía una curva de lado, pero no se resistía ni se debatía para liberarse de las ataduras. Mostraba una expresión de laxitud y sus brazos y piernas brillaban bajo el foco de luz artificial de la cámara. Sus extremidades parecían lacadas, tenían la textura de una muñeca de porcelana, irreal. El tipo del torso velludo estaba arrodillado frente a Aroha a la altura de la cabeza y le acariciaba el pelo sudoroso con una ternura inusitada. Arthur hubiera jurado que le temblaban los dedos al acariciar el perfil de su mejilla. Pero quizá solo era el pulso de quien sujetaba la cámara. Miraba furtivamente a la cámara, como si esperase una orden.
—Hazlo —le ordenó la voz del otro encapuchado, fuera del encuadre.
El tipo se puso encima de ella simulando el coito. Al principio, Aroha parecía experimentar una sensación de mero desagrado, miraba a la cámara y murmuraba algo que no podía entenderse porque balbuceaba, su voz producía un sonido embelesador con un siseo líquido, de fuente, de grifo que gotea. Tenía las pupilas apagadas, pero poco a poco esa confusión o molestia se encauzaba hacia una aceptación resignada. Era evidente que Aroha ya había pasado por aquello otras veces, y no de modo involuntario.
Pero aquella vez, todo fue demasiado lejos.
El otro encapuchado apartó al viejo.
—Así no. Yo te enseñaré.
Se bajó la cremallera de su pantalón tejano con roturas de marca cara y se inclinó entre las piernas de la chica, mientras con la mano derecha, su mano de dedos finos y delicados, le dejó ir una terrible bofetada.
Al ver su imagen congelada un segundo, Arthur sintió que la garganta se le secaba y luego tuvo una sensación parecida a haber tragado una enorme libélula que aleteaba atascada en su tráquea.
—Hay que hacerlo con violencia. Si quieres que parezca real, tiene que ser real.
En un chispazo de lucidez, Aroha comprendió lo que le iban a hacer. Movió enérgicamente la cabeza de un lado a otro con una desesperación fría, pasiva y resignada, narcótica.
—¿Qué haces? Para, para. Me haces daño.
Pero él no paró. Cogió un palo, similar a una defensa policial. Aroha abrió la boca de par en par y aulló con todas sus fuerzas al notar aquello en la vagina.
—Cierra los ojos —musitó Arthur con la voz quebrada y los ojos arrasados de lágrimas.
Era absurdo; todo lo que estaba viendo ya había sucedido, pero al poner la cinta en marcha era como si volviese a ocurrir, y él deseó que Aroha cerrase los ojos; todo pasaría y se olvidaría. Incluso aquel horrible sufrimiento.
Y la música tronaba, apagando los alaridos de su hija, mientras la espalda del encapuchado cubría la visión del objetivo de la cámara:
Quién puede decir adónde lleva el camino,
¿Hacia dónde fluye el día?
Solamente el tiempo.
Y quién puede afirmar si su amor crece,
Del modo que su corazón eligió hacerlo.
Solamente el tiempo.
Arthur apagó el ordenador pero sus pupilas continuaban cosidas a la pantalla. Tenía un delirio febril en la mirada. El pavor se reflejaba en su boca, abierta de manera incongruente, a punto de gritar pero petrificada en ese grito mudo. Dos gruesas lágrimas, redondas y perfectas, resbalaban por sus mejillas. Tardó en percatarse de la sombra que se proyectaba sobre la pantalla del ordenador. No venía de dentro, sino de fuera, a su espalda. Lentamente, giró la cabeza y vio a Guzmán, nimbado por la luz de una lámpara que recortaba su silueta. No le preguntó cuánto tiempo llevaba mirando.
Era obvio que demasiado.
Ambos se miraron en silencio durante unos segundos. Guzmán se acercó a la gran cristalera del despacho que se asomaba a Madrid. La gente se veía abajo, muy lejos, parecían autómatas que no podían decidir por sí mismos adónde ir ni qué hacer. Los trazos de colores terrosos de la calle contrastaban con las nubes de vino, de naranja y limón descendiendo sobre las terrazas de los rascacielos.
La silueta de Arthur, que seguía sentado frente al escritorio, se reflejaba en las grandes cristaleras entremezclándose con la suya propia. Eso era lo más cerca que iban a estar el uno del otro, pensó Guzmán, y no podía decir que no lo lamentase. Dos sombras mezcladas en el reflejo de un cristal.
—Yo tenía un instructor de interrogatorios en la DINA, un tipo profesional que me cogió cariño, vete a saber por qué, los afectos de la gente como nosotros son extraños. Una de sus premisas era que existe una forma de inteligencia que pasa por una fingida ignorancia. Hay que partir de cero, nos decía, no dar nada por sabido, borrar lo que crees saber para llegar a lo que necesitas saber. De otro modo, las ideas preconcebidas se convierten en trampas que nos apartan de lo evidente. Si me viese ahora, en este punto en el que tú y yo nos encontramos, aquel instructor me habría dado un buen rapapolvo, por estúpido. Y no podría reprochárselo.
Guzmán miró de reojo a Arthur. Estaba desmejorado, podía imaginar el efecto devastador que causaba en él el visionado de la grabación en la que su hija era violada. Se preguntó cuántas veces la había visto, qué clase de tortura se autoinfligía al hacerlo.
—Deberías haberme hablado de esta cinta, ¿no crees?
Arthur miraba al vacío con los labios poco firmes, la boca entreabierta y los ojos grandes y brillantes. Guzmán se acercó a un conjunto de figurillas de porcelana que simulaban un grupo de músicos tocando y acarició sus formas.
—Fue Olsen, ¿verdad? Él intentó chantajearte. Y tú lo mataste.
Arthur lo miró con un sarcasmo lleno de odio.
—Para ser tan listo, no tienes ni puta idea.
Magnus Olsen no era nadie en la vida de Arthur hasta aquel día anodino y lluvioso de finales del 2000. Recordaba haber estrechado su mano débil en una ocasión, cuando su filial norteamericana había estado buscando financiación a través de las empresas de riesgo de capital del consorcio que Olsen representaba. Tenía la mirada de perro acobardado y sudaba como si tuviera miedo de que alguien lo pillara en una mentira. Era un tipo inesperadamente vulgar, sin ningún otro aliciente a la vista que su reloj de oro y una esposa muy guapa.
Olsen se pasó toda la reunión mirándolo con cara de tener una flebitis; Arthur tenía impresa la imagen de su corbata que resbalaba inadecuadamente sobre la camisa abierta y de su aliento apestando a whisky de Malta. En algún momento, Olsen consiguió apartarlo de los demás y llevarlo a un rincón. Hablaba un español difícil, reteniendo cada sílaba antes de dejarla salir como un borbotón. Al principio, preguntó cortésmente por Aroha. La pregunta incomodó a Arthur, pero no lo sorprendió. Las reiteradas desapariciones de su hija y sus problemas eran cotilleo común, y no únicamente en la prensa sensacionalista, también en su entorno de negocios. Arthur pensó que Olsen pretendía congraciarse con él, ganarse su confianza para futuros negocios, así que se lo quitó de encima con cuatro palabras, más o menos amables.
—Tengo entendido que tu hija desapareció hace una semana.
—La policía está en ello.
—Esperemos que no sea más que otra de sus escapadas.
Dos días después, Olsen lo llamó a la oficina. Parecía muy nervioso, y lo apremió para verse con él en algún lugar discreto en Madrid. Arthur intentó darle largas, pero Olsen lo cortó tajantemente. Dijo que tenía una información muy importante y fiable sobre el paradero de Aroha. Le advirtió, antes de colgar, que bajo ningún concepto debía acudir a la policía.
Arthur no le dijo nada a Andrea, no quería preocuparla. Su esposa apenas se levantaba de la cama atiborrándose de pastillas y pendiente del teléfono. Además, estaba harto de falsas pistas, de gente que solo llamaba esperando cobrar por unos indicios que siempre terminaban siendo falsos.
En cambio sí lo consultó con Diana, que por aquellos días se alojaba en un apartamento en el barrio de Salamanca que compartían a escondidas.
—Deberías ir a la policía —le aconsejó ella—. Conozco a Olsen, y seguro que intentará meterte en algo sucio.
Pero Arthur no le hizo caso.
Se citaron a las afueras de Madrid, en la carretera de Extremadura. Olsen lo esperaba en el interior de su coche, aparcado detrás de una estación de servicio. Los camiones estacionados en batería lo ocultaban a la vista, pero no parecía sentirse seguro. Antes de abrirle la portezuela a Arthur para que este subiera se aseguró de que nadie los vigilaba. Parecía paranoico, tenía los nervios desatados y era obvio que no había dormido demasiado.
—Y bien, ¿qué es eso que tienes que contarme?
Olsen se desató con una truculenta historia de deudas, amenazas de cárcel, acreedores que le estaban haciendo la vida imposible. Arthur conocía parte del asunto, había sido noticia en la prensa económica. Durante semanas se habían estado ventilando detalles precisos o inventados de los hechos, las reacciones de la mujer y los niños, el escándalo en la empresa, y todo tipo de invenciones acerca de una vida privada que parecía ser mucho más turbia de lo que aparentaba. Cientos de inversores confiaron en Magnus Olsen, y cientos de miles en su empresa, le entregaron su patrimonio familiar, pusieron su futuro y el de sus familias en sus manos, y él les falló. El mercado se hundió y había dejado en la ruina a mucha gente.
Pero nada de eso interesaba demasiado a Arthur. Durante diez minutos escuchó los lamentos de Olsen, sus excusas variopintas y sus disparatados proyectos para reflotar sus negocios. Cuando dijo que necesitaba dinero, mucho dinero, Arthur comprendió que había sido una pérdida de tiempo ir hasta allí. Pensó que aquel timador también quería enredarlo en su tela de araña.
—Si tienes problemas de financiación deberías hablar con Diana o con mi secretaria, Rueda. Convoca una reunión formal, y no me hagas perder el tiempo.
Se dispuso a salir del coche, pero Olsen lo sujetó con fuerza por el antebrazo.
—Sé dónde está tu hija —dijo a la desesperada, mirándolo a los ojos con el enfurecimiento de un loco.
Arthur lo miró como si no comprendiese. Olsen se frotó ambas manos como si le hubiese salido una urticaria. Tenía la cara enrojecida y, a pesar de que no hacía calor dentro del coche, una mancha de humedad se le estaba formando en el cuello de la camisa y bajo las axilas.
—Tu hija corre un grave peligro, Arthur. Y yo puedo ayudarte; sé dónde está, pero tal vez mañana ya la hayan llevado a otro lugar.
Arthur tensó las mandíbulas, lo atrapó por la solapa sucia de su americana y lo zarandeó con fuerza, exigiéndole respuestas.
—¿Qué quieres decir?
Olsen aseguró que al verse con Arthur se ponía en un gravísimo riesgo, y también a su familia, pero necesitaba dinero, mucho dinero, repitió.
—Llámame mañana, y prepara la transferencia. Te enviaré una clave y un número de cuenta. Cuando haya recibido confirmación del ingreso, recibirás las coordenadas por correo electrónico desde un cibercafé del lugar donde está tu hija. Luego no volverás a verme.
Aquello era un chantaje en toda regla; de pronto, Arthur lo comprendió, y dejó de zarandearlo.
—Pero ¿tú te has vuelto loco?
—Me temo que no, Arthur.
Arthur notó una nube que le enturbiaba la mirada y un ardor en el estómago que le ascendió por la garganta como un puño de fuego. Fuera de sí, golpeó a Olsen en el rostro con violencia.
—¡Tú eres un hijo de puta! Me vas a decir ahora mismo dónde está mi hija o te arranco el alma a golpes.
Olsen se zafó como pudo de los puños de Arthur. Abrió la puerta del coche y consiguió sacar medio cuerpo fuera. Arthur le había partido el labio inferior y tenía la camisa manchada de sangre.
—Para, para ahora mismo si quieres volver a ver a tu hija —farfulló en medio del forcejeo.
Un punto de lucidez detuvo la ira de Arthur. Por más que quisiera despedazar a aquel cerdo entendió que, al menos de momento, estaba en sus manos. Dejó de golpearlo y trató de serenarse.
—Iré a la policía.
Olsen trataba de recomponerse la ropa. Abrió la guantera y cogió un paquete de pañuelos de papel.
—No lo harás. La gente que tiene a tu hija lo sabrá enseguida y se desharán de ella sin dejar rastro. Jamás la encontrarían. Créeme, sé de lo que te hablo —dijo mientras se secaba con un gesto de dolor la sangre del labio.
—¿La han secuestrado? ¿Qué habéis hecho con mi niña? —El timbre de voz de Arthur era implorante. Pero Olsen no se ablandó. Al contrario, aquella muestra de debilidad le permitió esbozar una sonrisa satisfecha.
—Mañana, recuerda. Ahora baja del coche —le dijo, antes de arrancar y marcharse.
Al llegar a casa, Arthur sopesó sus posibilidades una y otra vez. Su primera tentación fue acudir a la policía, pero desechó la posibilidad enseguida. Aquella era la primera pista fiable en semanas de dónde podía estar Aroha, y no iba a dejarla escapar. Fue a la caja de seguridad del banco y sacó parte del dinero que Olsen le exigía, y también guardó en el cinturón la pistola HK para la que no tenía licencia. De un modo u otro iba a sacarle la información que necesitaba. Y si para lograrlo debía arrancarle la piel a tiras o agujerearle medio cuerpo, lo haría sin vacilar.
A la mañana siguiente, Arthur se sentó frente al teléfono a esperar, pero Olsen no llamó. Arthur esperó durante horas, hasta que empezó a oscurecer. Solo entonces aceptó que no iba a hacerlo. Decidió ir a su casa, y mientras conducía oyó la noticia en la radio: Magnus Olsen se había suicidado. Su esposa y sus hijos lo habían encontrado colgando en el salón.
Arthur aparcó en el arcén y golpeó violentamente el volante, maldiciendo. Acaba de esfumarse la única opción de dar con Aroha.
—Dos semanas después recibí un sobre postal. No tenía ninguna particularidad, no había sello ni remite, solo su nombre escrito con letra de imprenta. En el interior había una funda de plástico transparente con un disco compacto. Le acompañaba una nota.
Arthur le mostró a Guzmán la nota manuscrita:
Esta grabación la hizo Magnus Olsen, él es quien está tras la cámara. Si alguien sabía dónde está su hija debe de ser él o alguna de las otras dos personas que aparecen. Siento no poder ayudarle más. Espero que no sea tarde.
—De modo que yo no maté a Magnus Olsen. Y no fue él quien me entregó la cinta, sino alguien anónimo. He tratado de averiguar de quién se trata durante estos cuatro años, pero no lo he conseguido. Pasar los tres últimos en la cárcel ha dificultado un poco las cosas. Por eso te contrató Diana.
—¿Por qué no me lo dijiste desde el principio?
Arthur cerró el puño y apretó los labios. Fue una décima de segundo. Enseguida recuperó su máscara de leve toque melancólico.
—Después de visionar la grabación comprendí que eso no sería posible. La muerte de Olsen invalidaba, definitivamente, esa opción. Automáticamente me habría convertido en sospechoso. Y por encima de todo, Andrea habría terminado descubriendo lo que le estaban haciendo a Aroha, y eso hubiese acabado con ella. He ocultado la existencia de la cinta estos años por ese motivo.
Guzmán se sirvió un poco de whisky sin pedir permiso, moviendo la cabeza.
—Ese no ha sido el único motivo, ¿verdad? Hay otra razón más poderosa.
Guzmán lo comprendió al ver la cinta. Dámaso se había resistido con todas sus fuerzas a decirle dónde la escondía. Con todas sus fuerzas, hasta que estas se agotaron. Al principio, Guzmán creyó que la terca resistencia del viejo se debía a que él aparecía en la grabación simulando que violaba a la menor. Pero al visionar las escenas se dio cuenta de que lo que el viejo pretendía esconder era otra cosa.
—Tú ya sabías cuando me contrataste quiénes eran los tres tipos que salen en la grabación.
Miró a Arthur, junto a su escritorio. Estaba muy quieto y callado, contemplando la pared. Su pelo rojizo le caía desordenadamente sobre la frente y respiraba muy suavemente, como lo hacen los moribundos antes de apagarse.
Le costó semanas conocer su identidad. Visionó aquella terrible grabación una y otra vez en busca de algún indicio, cualquier cosa que le diese información del lugar, de las personas que salían junto a su hija. Llegó a la conclusión de que aquello no había sido algo brutal e inesperado, caótico y terriblemente violento, como parecía, sino una puesta en escena con un claro sentido, con una intención artística; resultaba repulsivo, pero adecuado, llamarlo de aquel modo: aquello no tenía nada que ver con un simple vídeo pornográfico de pederastia, tampoco era exclusivamente una película snuff repleta de detalles sangrientos. Era mucho más, pretendía ser mucho más. En cierto modo era un testamento, una declaración de intenciones, la visión terrible del mundo de alguien que, pese a verse obligado a permanecer en el anonimato, buscaba alguna forma de reconocimiento. Aquello era obra de un experto, de alguien que conocía las interioridades del mundo de la imagen.
Vio la cinta decenas de veces, hasta que descubrió algo. En un momento, cuando el suplicio de Aroha se hacía más duro, ella miraba a uno de los encapuchados a los ojos y murmuraba algo implorando. Ella lo conocía. Confiaba en él.
Arthur leyó una docena de veces aquella súplica hasta descifrarla: «Quiero irme con mi madre. Ian, por favor. Quiero irme con mi madre».
—No tardé en descubrir que Aroha había coincidido en el internado de Ginebra con un tal Ian. Su padre era Ian Mackenzie, el director de cine. Su madre era también artista, una violinista muy reconocida.
Averiguó dónde vivía y se presentó en la casa, a las afueras de Madrid, una residencia de lujo. No pudo acceder a la urbanización por culpa de los controles de seguridad. En vez de eso apareció en la caseta de los guardas una mujer con aspecto hombruno que dijo ser la ama de llaves. Aquella mujer le informó que la señora estaba fuera de España, en una gira de conciertos por Europa con la Orquesta de Budapest. Tardaría meses, tal vez un año en regresar.
Aquello lo frustró, pero no se dio por vencido. No cometió la torpeza de preguntar por el chico. Durante los días siguientes se las apañó para saber cuanto pudo de él: en qué centro estudiaba primer curso de Artes Cinematográficas, qué amigos frecuentaba, adónde iba, cuándo, con quién.
Una tarde siguió a Ian hasta una zona boscosa a las afueras. Era un lugar polvoriento y sucio donde los fines de semana, durante la mañana y la tarde, las familias del extrarradio aprovechaban para hacer sus excursiones cargados de fiambreras, tuppers, sillas plegables, juegos de cartas y mantas para echar una incómoda siesta entre la pinaza después de atiborrarse de morro, oreja o careta de cerdo. Cuando caía la tarde y empezaba a anochecer sobre las torres KIO, que se veían alumbradas a lo lejos, las familias cedían el pinar a las prostitutas senegalesas, a los putos adolescentes de origen magrebí y rumano, a los pequeños camellos y a una farándula de animales nocturnos con aspecto de fracasados. En cuanto caía la noche, una larga hilera de faros desfilaba ante aquella feria de la miseria en busca, cada cual, de su vicio.
Ian se movía con naturalidad en aquel ambiente. Algunas veces se detenía a charlar con alguna prostituta en decadencia bajando la ventanilla de su coche, otras compraba droga a algún traficante al que se abrazaba amistosamente. Una vez, Arthur vio cómo aparecía de entre una maraña de matojos, subiéndose los pantalones. Tenía la cara arañada y una expresión de satisfacción indecible. Se subió a su coche silbando, encendió un cigarrillo y, durante un minuto, permaneció en el interior recostado en el asiento, escuchando la melodía que salía de su equipo de música.
Cuando se marchó, Arthur bajó a ver qué había detrás de los matojos. Encontró a una chica; en realidad, era poco más que una niña de trece o catorce años, un poco más joven que Aroha. Estaba sentada con las piernas recogidas bajo sus brazos llenos de raspaduras. Tenía la cabeza hundida entre las rodillas y lloraba como lo que era, una chiquilla. Su camisa escotada de color hueso y el pantalón de piel ceñido la disfrazaban de persona mayor, como su maquillaje descorrido por culpa de las lágrimas, excesivo a todas luces. También creaba la ilusión el relleno del sujetador tirado a su lado, como los zapatos, uno de los cuales tenía el tacón roto.
Arthur le preguntó qué había pasado. La chica alzó la cabeza y lo miró. Su rostro era grotesco. Una pestaña postiza se había despegado del párpado y le colgaba de un extremo del ojo derecho, mientras que el izquierdo se estaba cerrando con un abultamiento morado que crecía por momentos.
La chica se refregó los mocos que le caían con el antebrazo, sorbió por la nariz, y dijo que estaba bien. A Arthur no se lo pareció, de modo que dijo que iba a llamar a la policía y a una ambulancia. Ella se negó rotundamente: Ian era su novio. La obligaba a hacer cosas extrañas, como subir allí y dejarse hacer de todo por extraños mientras él lo grababa a escondidas. Y ella se prestaba a complacerlo porque lo quería.
—¿Querer? ¿Cómo puedes decir eso? Pero tú ¿qué edad tienes?, ¿catorce años?, ¿quince?
¿Era eso lo que le había hecho a su hija? ¿Aquel ladrón de infancias la había hecho creer que la quería?
—Deja al menos que te lleve a casa. Tus padres estarán preocupados.
La chica no parecía ya tan segura de sí misma. Era como si una parte de ella luchase contra la otra, la que quería volver a ser una niña en brazos de su familia y la que prefería perderse en los tentáculos de un monstruo destructivo. Finalmente, hizo una mueca con los labios, como cuando Aroha mordía las manzanas de caramelo en la feria de San Isidro porque no tenía paciencia para reblandecerlo lamiéndolo.
—Si quieres, puedo mamártela, y te olvidas de que me has visto.
Arthur nunca olvidaría la mirada de odio de aquella chiquilla cuando, entre gritos y forcejeos, la entregó en la comisaría más cercana.
Y decidió que era suficiente.
La mañana siguiente amaneció con una tromba de agua. Desde la ventana del bar junto a la mesa en la que estaba sentado Arthur, se veía la calle desdibujada por la lluvia y la tienda de ropa del chaflán. En su cabeza se repetía una y otra vez la escena de la noche anterior, la chiquilla con la pestaña caída, su rostro demacrado y su mirada de odio, y las imágenes se entremezclaban con la grabación de Aroha. La cabeza iba a estallarle y sentía tanta presión en el pecho que le costaba respirar.
Cuando vio salir de la tienda del chaflán a Ian, dejó un billete en la mesa y salió a su encuentro. El joven caminaba hacia él sin darse cuenta de nada, se protegía de la lluvia con la capucha de una sudadera militar y llevaba una bolsa de cuero en bandolera. Parecía un buen chico, un chico más. Pero aquel cabrón de aspecto bisoño y aire despreocupado tenía a su hija.
—Sé quién eres —dijo interponiéndose en su camino, deteniéndolo con una mano en el pecho.
Ian lo miró con extrañeza. No con sorpresa, dudas o miedo. Solo con extrañeza, como si aquella mano en su pecho fuese un bicho, un insecto que se había desplomado desde un tejado a su sudadera casualmente.
—Soy el padre de Aroha. He visto la grabación. Me vas a decir ahora mismo dónde está.
De cerca, su mirada era líquida. Ambigua e inclasificable.
—No sé de qué me habla.
No se alteraron sus músculos, ni sus facciones, ni un leve temblor. Nada, excepto el breve parpadeo que causaban las gotas de lluvia atrapadas en sus cejas y entre sus pestañas.
Arthur respiró. «Respira. Respira. Contrólate o lo perderás todo». Si Ian había tenido alguna vez un corazón, estaba muerto y enterrado. Eso decía su mirada, cuando giró la cabeza hacia la calle, cuando volvió a mirarlo.
—No conozco a ninguna Aroha.
Arthur desató los nudos que aprisionaban su rabia. Le echó las manos al cuello y lo empotró contra la persiana de un comercio. La sacudida les arrojó una masa de agua acumulada en el toldo.
—Te mataré aquí mismo, bastardo, si no me dices dónde está.
Ian no se amilanó. Lo miraba a los ojos. Y entonces Arthur notó el tacto frío en el cuello del cañón de un pequeño revólver del 22. Escuchó muy cerca de su oído cómo Ian lo amartillaba.
—Suéltame —dijo sin perder la calma.
Arthur aflojó la presión sobre el cuello sin soltarlo del todo. Fue el propio Ian quien, sin dejar de apuntarlo, se hizo a un lado. Volvió la cabeza a un lado y otro, como un boxeador, y guardó el arma en el bolsillo de la sudadera.
—¿Pensabas que me ibas a pillar desprevenido? Hace días que sé que me sigues. Has estado preguntando por mí, por mi madre, por mi padre. Incluso has llevado a la policía a una de mis chicas. No me importa, ya se ha vuelto a escapar de casa, ya corre hacia mí como todas… Como tu hija.
—Te mataré, cabronazo. Lo haré.
Ian empezó a reírse. Se reía de un modo tan inocente, tan limpio, como un niño bañado en agua bendita.
—Tal vez está muerta y enterrada. Entonces nunca encontrarás su cuerpo, no tendrías dónde llorarla. O tal vez está viva y preguntándose si es mejor una vida con vosotros o lo que yo le ofrezco. Tendrás que vivir con eso.
—Te arrancaré esa sonrisa de la cara. Sé cómo hacerlo para que dure y duela.
—Tal vez —asumió Ian. Miró a Arthur con aquella mirada tan fría, tan distante, como si fuese el reflejo de un río helado. Y luego se alejó, como si nada, como si solo hubiese tenido un tropiezo estúpido con otro transeúnte.
Arthur se quedó en medio de la acera bajo la lluvia, contemplando su espalda, la sudadera con colores de camuflaje cruzada por el asa de cuero de su bolsa en bandolera, pegada al cuerpo. Vio cómo se mezclaba entre la gente y se convertía en uno más, anónimo, sin una historia que interesara a nadie. Cuando reaccionó, Ian ya se había perdido y él estaba empapado. Las gotas se estrellaban sobre su pelo rojizo, ahora de color barro, rebotaban sobre su cráneo y se esparcían en mil partículas. Algunas personas lo miraban como si estuviera loco.
Empezó a andar muy despacio, como si le hubiesen inoculado un veneno paralizante que todavía mantenía sus piernas entumecidas. Como si caminase dentro de un sueño pegajoso. Subió al coche y durante varios minutos estuvo mirando la lluvia tamborileando sobre el cristal delantero empañado de humedad. Debajo del asiento guardaba una petaca dorada, un regalo de los trabajadores de su empresa cuando cumplió los cuarenta. Hacía catorce años que no había vuelto a probar una gota de alcohol. Nunca pensó que llegaría a utilizarla. Pero ahora la llevaba cargada como una pistola debajo del asiento, dispuesto a usarla a la menor ocasión.
Bebió un trago largo, hasta que le faltó la respiración y la garganta empezó a arderle. Tosió y escupió parte del alcohol sobre la ropa.
Quería morirse. O quizá no fuese así exactamente. En aquel instante, recostado sobre el respaldo del asiento, le costaba vivir. Se preguntó qué debía hacer, qué iba a contarle a Andrea, a la policía. Se preguntó por qué su vida se había ido a la mierda sin más. Era un cobarde, esa era la verdad. Un cobarde incapaz de aceptar la responsabilidad de sus actos. Siempre había sido así. Siempre había elegido qué hacer, a quién amar, cómo vivir, con quién. Había jodido su carrera de poeta, su matrimonio, y había perdido a su hija. Aroha lo odiaba; lo odiaba por todo el daño que le hacía a Andrea, a ella misma.
Era demasiado inteligente, demasiado sensible para no darse cuenta del tipo de hombre que era su padre. Un cobarde. Y no lo soportaba, por eso se escapaba de casa, por eso los escándalos, el fracaso escolar, para castigarlo, para hacerle sentir un poco del daño que él les infligía a los demás. Había aprendido la lección, de verdad que sí, murmuró mientras se le escapaba un llanto nervioso. Quería decírselo, sentarla ante sus ojos y pedirle perdón. «Perdóname, hija. Vuelve a casa».
El cielo crujió con un sonoro trueno. Arthur giró la llave de contacto y el limpiaparabrisas se puso en marcha. En aquel instante, justo en aquel instante, vio a Ian al otro lado de la calle, esperando en el semáforo junto a una tienda de ropa de novios. Lo vio a través de una rasgadura de la humedad en el cristal. Su cabeza cubierta con la capucha de la sudadera. Si el cristal hubiese tardado un poco más en abrir aquel surco como una ventana, si él no hubiese activado en aquel instante el limpiaparabrisas, no lo habría visto. Pero estaba allí, enfrente. Y el destino lo llamaba.
Se le nubló el entendimiento, estaba borracho, eso es lo que le dijo Diana que debía alegar cuando la llamó unas horas después desde la comisaría de la policía local donde lo detuvieron. «No declares nada hasta que lleguen los abogados, yo me ocupo de todo».
Diana siempre se encargaba de todo, lo hizo catorce años atrás, y muchas otras veces, cada vez que el alcohol le causaba algún problema. Ella recogía la mierda que él iba dejando.
Guzmán dio una vuelta alrededor de la mesa escritorio. Se detuvo frente a una estantería con libros de derecho mercantil y la estuvo mirando con las manos en la espalda. Estaba ganando tiempo y acumulando signos de interrogación.
—Te salió bien la jugada. Homicidio por imprudencia con atenuante de alcoholemia positiva. Chica lista, Diana. Cuatro o cinco años en lugar de quince, no está mal. Pero cometiste una gran torpeza. Dejaste que tu egoísmo, que tu ego de marchito herido por la impasibilidad de un niñato te superase, y al hacerlo cerraste la única puerta que tenías para llegar a tu hija.
—No era la única puerta. Quedaba el tercer hombre, el encapuchado del torso desnudo.
—Dámaso, claro. Me ha contado lo del club de cinéfilos del que formaban parte él y Olsen. Gracias a Olsen consiguió que sir Ian Mackenzie, el famoso director de cine, les ofreciera unas valiosas charlas acompañado muchas veces de su joven y prometedor hijo. Unos meses antes de que desapareciera Aroha, Ian Mackenzie dejó de acudir a las reuniones del club. Sus compromisos lo iban a llevar a Australia para dirigir una nueva película. Para entonces, Olsen era asiduo de su casa. Antes de marcharse de viaje, el padre del chico fue a ver a Dámaso. Fue una reunión confidencial. Le explicó que desde niño Ian tenía diagnosticado algún tipo de enfermedad mental. No entró en los detalles de a qué tipo de disfunción se refería. Solo mencionó, con preocupación, que desde los trece años tomaba medicación neuroléptica y había pasado por diferentes ingresos, siempre llevados de forma discretísima, en clínicas mentales de Suiza y de Inglaterra. Sin embargo, de normal indolente, se mostraba entusiasmado por todo lo que tuviera relación con el cine. Su mente se ocupaba obsesivamente en esa actividad, y eso, según el parecer de su padre, era bueno. Lo mantenía ocupado y lejos de esas zonas de sombra que tanto lo preocupaban. De modo que le pidió al viejo que introdujese al muchacho en el grupo más privado de socios, que en definitiva velase porque su interés no decayese. Y Dámaso lo hizo. Tal y como le pidió.
Guzmán se quedó pensativo, dando golpecitos con el índice en sus labios.
—¿No es gracioso? El padre quería mantener a salvo a su hijo y, para hacerlo, lo metió directamente en la boca del lobo sin saberlo. Quien quiera que escriba nuestros guiones ahí arriba tiene un sentido del humor muy retorcido.
Al cabo de unos meses, Ian ya estaba enterado de lo que hacían Olsen y el viejo. No tardó en descubrir que el club de cinéfilos era, en realidad, una tapadera para encubrir algo mucho más grave. Pero no los amenazó con ir a la policía o desmontar el chiringuito… En lugar de eso ¡exigió que lo dejaran participar! Quería experimentar, esa es la palabra que utilizó. Poco después apareció con Aroha.
—Parecían estar muy unidos, ya me entiendes. Al principio, el viejo y Olsen no le dieron mucha importancia. La chica les pareció una más, Ian era un joven apuesto y solía apañárselas para meter en sus rodajes a putillas adolescentes que hacían lo que él les pidiera con tal de contentarlo, chicos drogadictos, críos de la calle. Pero Aroha era especial: muy educada, culta, aunque un punto irreverente. Era evidente que estaba enamorada de Ian… Y también resultó evidente para todos que empezaba a tontear peligrosamente con el mundo de las drogas. Dámaso no le dio importancia hasta que vio en el periódico la fotografía de Aroha y supo de quién era hija y que había desaparecido. Se asustó y llamó inmediatamente a Olsen. Tenían un problema muy gordo encima y debían solucionarlo.
Guzmán detuvo su relato y fijó una mirada marmórea en Arthur. Este se la devolvió con una expresión interrogante.
—¿Qué hicieron con mi hija?
—Dámaso no lo sabe. Créeme, si lo supiera me lo habría dicho. Pero empiezo a tener una ligera sospecha de quién te envió esta cinta. Quizá debas estirar con un poco más de energía ciertos hilos.
—Déjate de chorradas. ¡Quiero saber dónde está Aroha! ¡Qué hicieron con ella!
Guzmán replegó su extremidad y examinó su propia mano como si se tratara de una mascota, un perro pequeño, feo, pero al que se le termina cogiendo cariño. No parecía escuchar las palabras de Arthur.
—Mira esto. Míralo bien. Esto antes era una mano, una mano sana. Ahora no es mucho más que un amasijo de carne replegada sobre sí misma, pedazos inútiles de dermis, epidermis, terminaciones nerviosas atrofiadas y articulaciones destrozadas. —Arthur contempló aquella masa sin forma con poco interés—. Existen prótesis e implantes increíblemente fiables, de un material nuevo que encaja a la perfección en el hueco dejado por las piezas perdidas. Es un tratamiento quirúrgico muy eficaz pero carísimo, de modo que, ¿sabe lo que tendré que hacer si quiero tener una mano y una ficción de polla que tocarme con esa mano impostada? Pagar algo de peor calidad, bueno, sin duda, pero de peor calidad, y eso me afecta. Me afecta no tener una mano tan perfecta como la tuya, un pene mínimamente digno de cualquiera, ¿me entiendes? Vosotros sois los afortunados, los que mostráis al mundo esas dentaduras impolutas… Pero lo cierto es que todo esto, el lujo, los cuadros, los dientes perfectos, no son más que harapos con los que disfrazarse. Un suspiro te lo da todo, el siguiente te lo quita, y el ciclo puede repetirse tanto como el capricho de los dioses lo quiera.
—¿Por qué no dices de una jodida vez lo que tengas que decir?
—Lo estoy haciendo, pero tu no me escuchas. La aparición de esta cinta lo cambia todo. Si la policía la encontrase, demostraría que asesinaste a Ian. —Hablaba con calma, atisbando a través del estrecho escaparate de sus párpados el enojoso y delator temblor del miedo de Arthur—. Si eres honesto conmigo, quizá podamos llegar a un acuerdo, tu y yo, sin que nadie más tenga por qué saberlo.
—¿Qué quieres? ¿Más dinero? Tráemela y te daré lo que quieras… Lo que quieras.
Guzmán sonrió.
—Por supuesto que me lo darás, Arthur. Por supuesto.