Capítulo 23
Como si notara la presencia oscura que acababa de entrar en la habitación, Ian detuvo el vídeo.
—¿Qué haces aquí?
Ian escuchó la voz de Gloria estrellándose en su nuca. No estaba sorprendida. No estaba contenta de verlo. Se levantó del sillón y la saludó alzando el vaso de whisky.
—Tenía algunas cosas que resolver por aquí y pensé en pasar a ver cómo iba todo. No es tan raro. Esta sigue siendo mi casa. —«Tú sigues siendo una promesa incumplida», pensó—. Recordaba viejos tiempos, cuando recuperamos el Español. Qué lástima que tu padre no llegase a ver ese momento. —Acompañó el comentario con una sonrisa agridulce que disimuló con un trago—. Regreso a Sídney por la mañana —añadió, como si eso debiera tranquilizarla. Como una advertencia para no desaprovechar aquellas pocas horas juntos con discusiones y reproches. Pero el demonio que todos los galeses esconden dentro había escrito otro guión—. Aunque por lo que parece, te las apañas para no echarme de menos. —Señaló con el vaso el retrato que descansaba ya enmarcado en un soporte junto a la ventana—. Hoy he conocido a tu retratista. Parece que sus servicios incluyen algunos extras además de la pintura. Pero ten cuidado: el pobre hombre se ha enamorado de ti, y eso es como querer meter en tu cama un alacrán. Hay que saber manejar la situación para que no te envenene mientras te besa.
Gloria avanzó y se detuvo a medio camino entre Ian y el retrato de Arthur. Los miró alternativamente, como si fueran un espejo y su reflejo.
—Quiero verla —dijo ella con voz apagada.
—¿A qué te refieres? —preguntó Ian con naturalidad.
Dolores tenía la manía (convertida en virtud) de ser ordenada y meticulosa. Sus padres le enseñaron que el rico siempre sospecha del sirviente, sospecha que le sisa el dinero y la comida, que no cumple con diligencia sus obligaciones, que es negligente con los recados que se le encomiendan. Para sobrevivir en una buena casa (esa era la máxima aspiración, el Dorado al que las personas como Dolores aspiraban) resultaba fundamental tener siempre una coartada contra las acusaciones de los dueños. Cuando aquella mañana Gloria le preguntó por un paquete recibido cuatro años atrás, lo lógico hubiera sido decir que no se acordaba, y nadie hubiera podido reprochárselo. Sin embargo, Dolores subió a su pequeña habitación en la buhardilla y removió los papeles que guardaba en una caja de zapatos hasta dar con el recibo de entrega. Volvió junto a Gloria y se lo entregó, ufana. La firma que venía abajo a la derecha era la del señor Ian. «Si lo has perdido, yo no tengo nada que ver», decía su mirada de sirvienta eficiente.
—La grabación que envió la viuda de Magnus Olsen. Podemos llamar a Dolores; ella afirma que te la dio a ti.
Ian Mackenzie no necesitaba que le restregaran ninguna prueba. Recordaba perfectamente el día y la hora que el ama de llaves le entregó aquel sobre sin remitente. Estaba solo en casa, Gloria y su hijo habían ido a Madrid y él trabajaba en un guión que no terminaba de gustarle. Después de que la reina le concediera la medalla de las Artes, su fama como director había crecido exponencialmente al número de arribistas y había desesperados que le enviaban cosas de todo tipo esperando obtener su ayuda. En circunstancias normales aquella grabación habría ido a parar a la pila de discos compactos, dossieres y guiones que recibía cada cierto tiempo, esperando una oportunidad que, probablemente, no llegaría nunca. Pero aquella mañana, Ian no lograba concentrarse en el trabajo. Todavía revoloteaba sobre su cabeza la muerte de Olsen. Los medios de comunicación coincidían en dar la misma versión que la policía. Magnus se había suicidado debido a la presión que soportaba por su bancarrota y sus problemas judiciales. El caso no se iba a investigar, por tanto. Pero eso no lo tranquilizaba.
Todavía podía disfrutar de unos días antes de regresar a Australia para acometer la última parte de un rodaje que le estaba suponiendo un gran esfuerzo mental, pero lo cierto era que no lo hacía. Apenas dormía, las discusiones con Gloria eran cada vez más fuertes y el motivo era el de siempre: su hijo Ian. Necesitaba regresar a los rodajes, ponerse detrás de las cámaras, subirse a un autobús y recorrer el desierto australiano. Al menos allí podía fingir que su vida era la misma de siempre.
Puso la grabación y encendió el televisor dispuesto a concederse diez minutos de distracción. Con un whisky en la mano. Después volvería a trabajar.
Nada lo previno sobre lo que iba a ver. Hasta que fue demasiado tarde.
En realidad, Magnus Olsen nunca le cayó bien. Quizá uno de los motivos era el modo displicente, casi feudal, de tratar a su hermosa esposa. La poseía como un nuevo rico sin apreciarla realmente. Aquella mujer era un bocado demasiado exquisito para la boca de tiburón del sueco. Se comportaba con ella como si fuese una puta cara, le tocaba el culo sin disimulo en presencia de otras personas y la aferraba por la cintura como si estuviera agarrando una jarra de cerveza. Ella le daba lástima, y también sentía deseos, fantasías que alguna vez se permitió calmar en solitario encerrado en el baño.
En cualquier caso, Olsen era una puerta a la que los tipos como él necesitaban llamar para financiar sus películas. La mentira que había inventado Magnus todavía no presentaba demasiados resquicios, parecía sólidamente instalado en la abundancia y además, y eso era una suerte, era un amante del cine que tenía, justo era decirlo, unos vastos conocimientos que lo asombraron. Olsen lo admiraba, no solo porque era un mitómano, sino porque apreciaba sinceramente su obra, lo que inevitablemente predispuso a Ian a vencer sus reticencias respecto a su calaña. Las gestiones de Olsen para recuperar el violín de los Tagger terminaron de evaporar aquellas dudas iniciales y les abrió definitivamente las puertas de su casa. Ian aceptó dar un par de charlas en el club de Dámaso, se prestó como intermediario para acceder a otros directores, actores y gente del mundillo. Aquel grupo era muy selecto, gente con poder y dinero suficiente para no tener que guardar en el cajón ninguno de sus futuros proyectos por falta de financiación o trabas burocráticas. Frecuentando a aquellas personas conseguía un cheque en blanco.
Resultaba embriagador.
Además, su hijo disfrutaba también de aquellas sesiones nocturnas en el club. Él lo observaba frente al proyector cuando pasaban una película de Harold Lloyd, y se daba cuenta de que devoraba con los ojos cada detalle. Preguntaba cosas impropias para un neófito que dejaba embobados a los asistentes a las tertulias, hacía comentarios oportunos y por primera vez lo veía abandonar su mutismo permanente y ese aire retraído y taciturno que lo acompañaba desde que nació. Parecía otro chico, más feliz, más centrado.
Desde que era niño, fue evidente que no era ni sería jamás como los demás, flotaba en él algo indeciso que en ocasiones rayaba la crueldad, como cuando ató a un cachorro de perro con alambres de espino a un poste y estuvo contemplando durante horas cómo el animalito se debatía para liberarse desollándose el cuello. Pero al mismo tiempo era capaz de analizar lo que sus ojos siempre vivos veían con una naturalidad que desconcertaba en alguien de tan corta edad, como el día que contemplando un árbol seco se volvió a mirarlo y le dijo que las cosas nacen para morir sin que exista dramatismo en ello. Tenía siete años.
Ian y Gloria mantenían una pugna sórdida y secreta por dirigir aquellas fuerzas contradictorias que luchaban dentro de su hijo. Forcejeaban sin darse cuenta entre ellos, vertían sus temores y sus esperanzas en su hijo; él era el campo de batalla donde combatían. Mackenzie confiaba que siguiera sus pasos, que encontrase en el cine una forma de exteriorizar lo que lo atormentaba; los mejores genios a menudo han rozado la locura, y su hijo tenía un potencial enorme, si el genio lograba imponerse. Gloria lo confiaba todo a la música; lo obligaba a disciplinarse con el violín y el piano, aseguraba que la música creaba espacios nuevos en el cerebro, asociaciones neuronales que su hijo necesitaba llenar de armonía y orden.
Cuando Ian renunciaba a una clase con su madre para ir con él a ver una película de cine mudo al club de Dámaso en compañía de Magnus, Mackenzie sonreía por haber obtenido aquella mezquina victoria sobre su mujer.
—No me di cuenta de lo que estaba ocurriendo hasta que fue tarde —admitió. Se frotó la cara como si estuviera mojándola—. Cuando Olsen me llamó (recuerdo aquella conversación como si hubiese tomado un alucinógeno), no podía entender lo que me estaba diciendo. Mi cerebro no era capaz de asumirlo. Me quedé sentado en la habitación del hotel con el teléfono en la mano, pensando que era una broma. Pero no lo era. Aquel hijo de puta me contó lo que hacía Ian en el club, las cosas terribles en las que participaba.
«Nadie lo obliga a hacerlo, créeme. Le sale de dentro». A miles de kilómetros, desde Madrid, Olsen lo llamaba a Sídney para decirle que su hijo era un genio. Un genio perverso y retorcido. «Tengo las pruebas. Así que será mejor que vengas. Necesitamos hablar y llegar a un acuerdo. No me gusta hacer esto, Ian; te admiro sinceramente. Pero mi vida se va a la mierda y necesito liquidez».
—Me estaba chantajeando. Amenazó con enviarte las pruebas. Pensé que iba a enloquecer, no podía pensar, ni reaccionar. Cogí el primer avión que encontré y me presenté en su casa.
—¿Por qué no me lo dijiste? —No buscaba consolarlo, ni le decía que juntos podrían haber afrontado lo que fuera. Ir a la policía, internar a su hijo si era necesario. No; le recriminaba no haberla hecho partícipe, haber callado todos aquellos años. En su voz vibraba un desprecio absoluto, carente de otras emociones.
«Prométemelo».
Se lo prometió. Que protegería a Gloria de todo y de todos. También de ella misma. Y su suegro lo miró con un ojo que tenía una nube transparente en la pupila, se estaba quedando ciego. Pero todavía era capaz de ver: veía lo que Ian Mackenzie, el marido de su hija, llevaba en su interior, lo que era capaz de hacer. Recordaba la sonrisa triste y trágica de su suegro. Aquel viejo que cargaba con historias de judíos y guerra, de exilio y violines, de tumbas secretas. Una sonrisa de dientes desiguales (no quiso nunca utilizar dentadura ni implantes), sucios de sarro, devastados de masticar tanta vida.
No se dijeron más. Nunca volvieron a hablar de ello.
Cuando Ian bajó del avión que le traía de Australia, embotado por la falta de sueño, con el pelo encrespado y unos grandes bolsones violáceos bajo los párpados, ya sabía lo que tenía que hacer.
Magnus Olsen no lo esperaba tan pronto. Eran las siete de la mañana y detrás de la puerta escuchó el televisor encendido. Las noticias. En el mundo pasaban cosas, pero no le importaba ninguna. Olsen abrió la puerta a medio vestir con la camisa desabotonada y el cinturón flojo. Asomaba su panza peluda, el ombligo era como una araña enroscada en un nido de pelo rizado y negro, los pezones pequeños y puntiagudos sobre unas tetillas colgantes. De cerdo. Puso cara de sorpresa, no de miedo. Cara de querer decir «por qué tanta prisa, no es para tanto».
Ian sabía lo que tenía que hacer y cómo hacerlo. No le golpeó, aunque el esfuerzo por controlarse le provocó una contractura en el cuello. No dijo nada. Se quedó mirando aquel cuerpo calculando lo que debía de pesar. «Ciento diez, ciento veinte kilos. Grasa amorfa», pensó. Una bola de sebo rodando contra su felicidad. Magnus lo invitó a pasar. Andaba todavía descalzo, dejaba pequeñas marcas de los pies en el parqué. Había café recién hecho, tostadas a medio morder en un platillo y un pitillo humeando en un cenicero que necesitaba vaciarse. La televisión al fondo, ropa tirada en el sofá. Olor a perfume de puta barata. La única ventana que daba a la calle quedaba a la derecha y solo podía verse el edificio de enfrente. Lejano. Una viga de madera gruesa atravesaba el techo dividiendo el espacio del falso techo por la mitad. Podía soportar el peso.
—Ya sé que piensas que soy un bastardo. —La voz de Olsen sonó respetuosa y compungida. Pero su mirada era turbia, codiciosa—. Tienes que entender que no pretendo perjudicarte a ti o a tu familia; lo que ocurre es que las cosas para mí se han puesto extremadamente difíciles, y necesito dinero. —Movía sus manos gruesas (las mismas con las que apretujaba los glúteos de su esposa sin escrúpulo) como si acariciara un balón imaginario. Hablaba, se justificaba, fingía estar al borde de los nervios.
Ian no lo escuchaba. No necesitaba aquel prólogo.
—Te pagaré, pero quiero ver esa cinta primero —dijo cortando por lo sano.
Magnus Olsen tenía la expresión de quien está acostumbrado a vivir en la desconfianza y las mentiras. Era un buen jugador de póquer, y un buen jugador nunca muestra todos los ases de su mano hasta que llega el momento.
—Por supuesto, pero ahora no la tengo aquí. No soy imbécil. La tengo guardada a buen recaudo, no te preocupes. Cuando me pagues, te la haré llegar. Es el procedimiento habitual.
De modo que ya lo había hecho antes con otros. Para él era un «procedimiento habitual». Incentivar las debilidades de los demás y aprovecharse de ellas. Ian cambió de estrategia. Lo amenazó con ir a la policía. Olsen soltó una carcajada irónica. Los dos sabían que no lo haría.
Olsen se había convertido en una espada de Damocles sobre sus cabezas. Podría pagarle y no tendría garantía de que le diese la cinta, tampoco de que no hubiera otras o de que no intentase sacarle más dinero en el futuro. Supo que tenía que quitarse aquel parásito de encima.
Todo fue muy rápido y violento. Silencioso. Y fue ese silencio el que acentuó la sensación de irrealidad mientras se abalanzaba sobre él, desprevenido, y lo lanzaba al suelo de una patada en el plexo. Magnus trastabilló como un oso desorientado. Sin pensar en lo que hacía, simplemente actuando guiado por el instinto, Ian le arrancó el cinturón y se lo enroscó alrededor del cuello. Olsen se debatió palmeando en el aire y lanzando golpes sin ton ni son que impactaban mayoritariamente en los hombros de Ian. Aquel gordo luchaba con fiereza, pateaba con los ojos fuera de las órbitas. Pero Ian lo estrangulaba con una fría determinación que nunca imaginó que pudiera tener dentro.
Fue demasiado fácil matar a alguien. Y durante mucho tiempo lo turbó aquel descubrimiento. Por la noche, ya de regreso a Australia, revivía aquella escena, la secuencia de movimientos preconcebidos en su mente y ejecutados con una disciplina impecable. Veía los ojos de Olsen que mutaban del desconcierto a la ira y después al miedo para terminar apagándose con una súplica. Notaba la presión del cinturón en sus nudillos, el sonido del cuero retorciéndose sobre la tráquea de Magnus, el golpeteo de sus talones en el suelo de madera y el gorgoteo del aire al escaparse de sus pulmones.
—No encontré la cinta. Creo que no tenía ninguna intención de dármela y además no tenía tiempo para buscarla. Lo subí a la viga, anudé el cinturón y lo dejé colgando.
Gloria miraba a aquel hombre que había sido su marido, el padre de su hijo, y no lo reconocía, anonadada y estúpida. No podía imaginarlo haciendo algo así. Era demasiado guapo, demasiado alegre. Era un genio. No un asesino. Sus manos, sus ojos y su cuerpo estaban hechos para crear cosas, imágenes. No para destruirlas.
—Cuando llegó la cinta, tú y yo ya estábamos demasiado alejados. No podía explicártelo, no lo habrías entendido —añadió Ian con la voz rota.
Gloria cerró los ojos y se los frotó con los dedos como si quisiera hundirlos hacia adentro para no ver más. Buscó una silla y se sentó. Le temblaba el cuerpo. Alzó la cabeza y topó de frente con el retrato de Arthur. Sintió una amargura infinita al contemplar aquel rostro de expresión embalsamada. ¡Cómo odiaba a aquel hombre! ¡Cómo odiaba en aquel momento a todo el mundo!
Ahora comprendía algunas cosas. Cuando Ian regresó de Australia, semanas después de la muerte de Olsen, se mostraba ausente e irritable, y aunque él lo achacaba al cansancio del rodaje y a las dificultades económicas, Gloria pensó (qué ingenua) que su marido tenía alguna aventura amorosa, cuando lo que cargaba era la quiebra de su conciencia. Revivió con vértigo una tarde horrible, la peor hasta entonces. Ella estaba ensayando y revisando unas partituras. En un sillón, Dolores tricotaba. Le gustaba hacer prendas de punto que regalaba a gente que nunca se las ponía.
Oyó gritos en el despacho del piso superior, su marido parecía fuera de sí, maldecía y lanzaba insultos en inglés que retumbaban por toda la casa. De fondo se escuchaba la voz de su hijo, también gritaba, pero su sonido quedaba sepultado por la virulencia de su padre. Se estaban peleando.
—Iré a ver qué pasa —dijo Dolores, con extrañeza, alzando la cabeza y ladeándola como si con eso pudiera afinar el oído.
Gloria ya se había levantado.
—No. Ya voy yo.
Subió la escalera y al entrar en el despacho se quedó paralizada. Su esposo tenía arrinconado a su hijo entre la mesa y un sofá. Alzaba los brazos y desde fuera no podía adivinarse si pretendía abrazarlo o estrangularlo. Pero al ver la cara descompuesta del chico y los ojos iracundos de su padre, la intención quedaba más clara.
Su hijo sangraba por el labio y tenía un leve moratón en la mejilla. Apenas unas gotitas carmesí que le rozaban el cuello de la camisa. Unas gotas de las que ellos no eran conscientes pero que se clavaron en la mirada de Gloria. Incrédula, ella saltó de uno al otro con un interrogante que ellos no quisieron responder. Su hijo se desembarazó del cerco que trazaban los brazos de Ian y salió del despacho, no sin antes detenerse en la puerta y lanzarles a ambos una mirada de odio infinito.
—Vosotros me habéis convertido en lo que soy. ¡Ojalá estuvierais muertos!
Gloria hizo ademán de detenerlo, pero su hijo la detuvo en seco con una amenaza.
—No me toques, puta judía. No volveré a esta casa jamás. Mientras él esté aquí, olvídate de mí.
Las palabras inesperadas golpeándola en el estómago, las palabras que más duelen y hieren y matan, porque son las que vienen del amor de tu vida. La peor traición, la peor muerte para una madre es el desprecio de su hijo. Un desprecio incomprensible.
Ian se marchó dando un portazo que hizo temblar las junturas del marco, pero sus palabras continuaban allí aplastando a Gloria contra el suelo. Se miraba los pies, preguntándose por qué estaban allí, sosteniendo su cuerpo. Lentamente, remontó los ojos hasta su esposo, al otro lado de la estancia. Ian le daba la espalda, una espalda ancha de hombros fuertes y bíceps gruesos, suficiente para colgar de una viga a un cerdo de ciento veinte kilos. Suficiente para cargar en silencio con lo que acababa de hacer. Tenía la frente apoyada en la pared, igual que las manos. Como si estuviera atrapado y se empeñase en empujar hacia afuera para encontrar una salida.
—¿Qué le has hecho a mi hijo?
Él se revolvió despacio. No la miró a los ojos. En aquel momento no habría podido sostener el disimulo, la tragedia que ya no tenía modo de parar.
—Una discusión entre nosotros. Ya sabes cómo es, se le pasará.
A él, tal vez. Pero ella no iba a olvidar aquello.
—¿Le has pegado?
Ian tragó saliva, como si engullera pequeñas migas de pan sin masticar. Pan amargo.
Nunca le había puesto la mano encima a su hijo. Tampoco había matado nunca a nadie. Siempre hay una primera vez, y luego es más fácil.
—Necesita ayuda, Gloria. Nuestro hijo no está bien.
Ella no lo escuchaba.
—¿Le has partido el labio?
Ian se desesperó. Avanzó hacia ella con algo en la punta de la lengua. Pero en el último instante las palabras recularon y volvieron a bailar en su interior.
—He hecho lo que tenía que hacer. —Las aletas de la nariz se hinchaban con la respiración farragosa. No sabía si llorar, si gritar. Sacudió la cabeza con resignación—. Tú no lo entiendes. Tenemos que llevar a Ian a alguna parte. Hay que sacarlo de aquí.
Sacarlo de su vida, debería haber dicho. De su cerebro enfermo, de su corazón podrido.
—Quiero que te vayas de esta casa —respondió Gloria.
Ciega. Estaba ciega. Si él se lo hubiese dicho entonces, si se lo hubiese contado, ella habría encontrado el modo de arreglar las cosas, habría sabido qué se debía hacer. Ian estaría vivo y aquel retrato nauseabundo no estaría allí.
No le importaba lo que su hijo hubiera hecho.
—Quiero verla. —Su cuerpo seguía allí pero ella ya se había marchado a otra parte donde los pensamientos podían frenarse para no enloquecer—. Necesito verlo para saber que es verdad.
—No necesitas ver la verdad para reconocerla —dijo Ian—. La destruí.
Mentía, pero jamás permitiría que ella viese lo que el fruto de su vientre era capaz de hacer. Jamás.
—Existe otra cinta. Tal vez más de una.
Ian desvió la mirada hacia aquella voz nueva que venía de la puerta. En cuanto a Gloria, se encogió levemente pero no se mostró sorprendida.
Sabía que él estaba allí.
Guzmán había estado escuchando detrás de la puerta. Le había concedido esa venia a Gloria, que hablara con su marido, como cuando antes de interrogar a un detenido le daban la oportunidad a algún familiar de entrevistarse a solas con la esperanza de que confesara sin tener que pasar por el suplicio. Casi nunca funcionaba, pero él se sentía mejor intentándolo. Después…
—Supongo que ya sabes quién soy.
Ian lo reconoció al instante, aunque nunca habían hablado ni se habían visto de tan cerca. Durante aquellos cuatro meses, Ian había sido una sombra que llegaba siempre tras aquel mercenario para borrar las huellas de lo que descubría. Guzmán se acercó al retrato de Arthur. Le dio la impresión de remolino interior, esos retratos de místicos de la Edad Media donde no se sabía dónde acababa el éxtasis y empezaba la locura, o viceversa.
—… Y ya sabes para qué he venido.
Ian asintió. Aunque las cosas no deberían haber sucedido de ese modo. Después de matar a Olsen, pensó que había enterrado el asunto. Una mañana recibió la llamada de una persona con unos modales exquisitos que quería hablar con él, en persona. Esa persona lo citó en la terraza de un lujoso hotel del centro de Madrid, a plena luz del día. Se encontró con un hombre de mediana edad, apuesto y distinguido. Vestía traje italiano y lucía gemelos de oro a juego con el broche de la corbata. Tenía un brillo de inteligencia continuo en sus ojos pardos y se depilaba las cejas discretamente, trazando un arco perfecto sobre aquellos ojos intensos. No dijo su nombre, pero desde el principio de la conversación dejó muy claro que actuaba como intermediario de un grupo de personas que, por razones obvias, no podían mostrarse públicamente. «Por razones obvias», repitió dos veces. Parecían personas civilizadas y decentes tomando un café mientras discutían los términos de una transacción comercial. Aquel hombre distinguido (que olía a perfume excesivo y que le rogó a Ian que no fumase cuando este quiso encender un pitillo) dijo estar al corriente de la situación en la que Ian se había visto envuelto, y añadió, mientras rasgaba el sobre de azúcar y vertía menos de la mitad en la taza, que Olsen no se había suicidado. «Sabemos que lo ha matado usted. Pero eso no debe preocuparle. Ese hombre se había convertido en un auténtico quebradero de cabeza para algunos de mis representados. Era cuestión de tiempo que alguien solucionara la cuestión, y en cierto modo, debemos estarle agradecidos».
Ellos se encargarían de que no tuviera problemas con la policía. Y de que tampoco los tuviera su hijo. Por supuesto, las actividades del club se habían suspendido (no dijo terminado). A cambio, le pedían que se olvidara de lo que sabía. «Quid pro quo», dijo con una sonrisita académica. «Vuelva usted a Australia, continúe con su trabajo que, por lo que me comentan, es fantástico. Cuenta usted con influyentes admiradores que sabrán facilitarle la financiación que necesite en el futuro». La alternativa a aquel acuerdo era mejor no tenerla en cuenta. «Por razones obvias», volvió a añadir. No necesitaba enumerarlas, pero lo que hoy era un suicidio mañana podía ser un asesinato. Podrían aparecer pruebas que acusaran de violación a su hijo, y aquel chico no soportaría la cárcel. «Las generaciones de ahora no son como la nuestra». Eso por no mencionar lo que supondría para Gloria, no ya en su carrera sino en su espíritu, que aquello saliera a la luz. «Entre usted y yo, a los ricos les molesta sobremanera tener que dar explicaciones. Eso los acerca al resto de los mortales, la responsabilidad de sus actos. Y no están dispuestos a rebajarse… Por razones obvias».
—No debería haber ocurrido así. Ellos dijeron que se ocuparían de todo.
—Pero entonces apareció Arthur e introdujo una variable en la partida con la que ninguno de vosotros contaba. Y sin embargo, ¿no era obvio que un padre como él no iba a cruzarse de brazos mientras su hija desaparecía?
Gloria se mecía suavemente en la silla, apretujando un pañuelo arrugado entre las manos. Tenía esa cara que se le queda a la gente después de vomitar. Descompuesta. Sus ojos se habían vuelto de nácar. No dejaban traspasar la luz ni la devolvían.
—Arthur recibió una copia de esa cinta y vio lo que Ian le había hecho a su hija… No fue un accidente. Lo atropelló a propósito… Y tú lo sabías —dijo, mirando a su esposo. Ahora comprendía, sí, y no quería comprender, no quería la lucidez de saber que la desesperación de su marido cuando ella le dio la noticia por teléfono era mucho más desgarradora que la suya propia. Porque él sumaba el silencio, la culpa y el remordimiento—. Tú fuiste el responsable.
Ian no se defendió. Él introdujo a su hijo en la boca del lobo, ciego, incapaz de darse cuenta de que estaba abriendo de par en par las puertas de la fatalidad. De nada le servía decirse que la naturaleza de su hijo era enfermiza y que tarde o temprano aquel mal de los Tagger habría encontrado cualquier otro sitio para germinar.
—Mataste a Dámaso, y luego a la esposa de Olsen. Pensaste que me inculparían a mí, como tras la muerte de Dámaso… Pero dejaste vivos a los niños. Eso te honra, aunque te equivocaste. Los niños hablan, tienen buena retentiva, les gustan los uniformes de la policía, se sienten importantes. Creo que no tardarán en venir a verte un par de agentes.
Ian no contestó. Se acercó a Gloria y se acuclilló frente a ella, buscándole la mirada.
—No te dije que había vuelto porque no quería implicarte en todo esto. Quería mantenerte a salvo. Pero cuando te llamé y me contaste que habías contratado a Eduardo, el tipo del que aquel policía te habló, para que retratase a Arthur, me sentí impotente. Me vi atrapado en una pinza que se iba cerrando sin remedio hasta este punto en el que estamos. Traté de convencerte de que te alejases, pero tú eres terca. Siempre haces las cosas a tu manera. Y entonces supe que tenía que acabar con esto de una vez por todas. Ya no bastaba con haber quitado de en medio a Olsen. Había más personas que sabían lo que hizo Ian, gente que podía volver una y otra vez hasta el infinito, amenazarnos con otras grabaciones, chantajearnos. Pero lo que no podía permitir era que destruyeran la imagen de nuestro hijo que tú has construido. Eso era lo único que te quedaba, a lo que te aferrabas. Y no estaba dispuesto a permitir que te lo robaran. Eso, al menos, debía quedarse contigo. Maté a esas personas, es cierto. Pero ya estaban muertas, sentenciadas, aunque ellos no lo sabían. No iban a dejarlas vivir de ningún modo, no después de que Arthur empezase a remover la mierda.
Gloria apartó la cara con asco. No soportaba la presencia de Ian, ni su tacto, ni su olor. Él no lo entendía. A ella le daba igual lo que hubiera hecho su hijo. Era carne de sus entrañas, hubiera hecho lo mismo que él: mentir, traicionar, asesinar, pero no para proteger un recuerdo o una idea. Lo hubiera hecho para salvarle la vida. Su mirada se concentró en el retrato de Arthur e inmediatamente una idea la hizo levantarse e ir hasta el cubilete de bolígrafos que había en un buró. Cogió unas tijeras y, antes de que Ian o Guzmán pudieran reaccionar, se abalanzó sobre el lienzo y lo acuchilló una, dos, tres, cuatro veces, lanzando aullidos animales.
Los dos hombres se quedaron mirándola sin intervenir, hasta que, agotada, Gloria dejó caer las tijeras y salió de la habitación.
—No te perdonaré jamás por esto —dijo lacónicamente, mirando a Ian Mackenzie.
Guzmán recogió las tijeras del suelo. Tenían la punta afilada. Contempló sin emoción los jirones del cuadro, entre los que emergía medio ojo de Arthur.
—Me das lástima, Ian. Lo digo sinceramente. Ese empeño tuyo de querer conservarlo todo a cualquier precio es lo que te ha llevado a perderlo todo.
Ian lo miró furioso. Podía pelear con Guzmán, y tal vez lograra arrebatarle las tijeras, aunque no tenía opciones de vencerlo. Leyéndole el pensamiento, Guzmán abrió la boca con un gesto de reproche y le mostró la pistola Glock que llevaba en la cintura.
—No deberías haber matado a la viuda de Magnus. Ella no tenía culpa de nada, solo quería ayudaros y olvidar, seguir con su vida.
—Nadie puede seguir con su vida después de verse metido en algo así.
Guzmán endureció el rostro. Fue hasta la puerta del despacho y giró la llave que estaba en el pomo.
—Así es. Y eso me lleva a la parte que me interesa de esta conversación. Tengo prisa por acabar con esto. Me espera un avión. Así que nos vamos a saltar directamente el protocolo habitual.
Sin previo aviso sacó la pistola y le descerrajó un disparo a quemarropa en la rodilla.
—¿Dónde está la hija de Arthur? ¿Qué hiciste con ella? Tengo un cargador con doce balas. Y las usaré, una por una, hasta que me lo digas. En la mano, en el codo, en el pie, en el hombro… Haz cuentas.
Aquel día, Dolores llegó a última hora de la tarde, como todos los martes, su día de fiesta. El autobús que la llevó hasta la urbanización iba casi vacío. «Cualquier día cierran la línea», le dijo el conductor. «A los ricos les da grima el transporte público. Es demasiado democrático. Vamos, que huele a Humanidad». ¿Y qué iba a hacer ella si quitaban el único autobús que la dejaba cerca de la casa? «Pues hacerse rica, Dolores», le contestó socarrón el autobusero.
Lo primero que le extrañó, y que luego contaría a la policía, fue ver la puerta del despacho del señor Ian cerrada con la llave por fuera. Esa puerta siempre tenía la llave por dentro. Llamó con el nudillo pero no se atrevió a entrar.
Lo segundo que le sorprendió, y que fue lo que le provocó el desvanecimiento y el posterior chichón en la frente al golpearse con la loza del váter (por eso, se justificaría más tarde, tardó tanto en llamar al 091: «Me desmayé al menos quince minutos, y si me desperté fue porque el agua de la bañera me mojó la cara espabilándome»), fue encontrar el suelo encharcado por debajo de la puerta del dormitorio de la señora Tagger. Cuando abrió la puerta, la encontró desnuda con la cabeza y medio cuerpo metido en la bañera y los brazos caídos sobre el azulejo.
Gloria ideó un final apoteósico y dramático. Se había ahogado en la bañera llenándola de agua tibia y sales de baño. Antes había dejado puesto un nocturno de Chopin, en recuerdo a la abuela paterna de su hijo. Junto a la bañera había una botella de buen vino descorchada y restos de un canuto. Se había entretenido en doblar la ropa con parsimonia. Por si se arrepentía en el último instante, previamente había ingerido una caja completa de un potente somnífero. Apenas derramó unas gotas de agua; ni siquiera se debatió.