Capítulo 21
La verja estaba abierta y en la explanada había una furgoneta de alquiler con los portones traseros abiertos. Un par de operarios cargaban cajas del interior de la casa. La viuda de Olsen supervisaba la operación con los brazos cruzados y les indicaba cómo colocar cada cosa. Tenía prisa por acabar cuanto antes. Al lado de la furgoneta, los niños estaban sentados en su coche y entre ellos asomaba la cabeza de su perro yorkshire.
—Así que te marchas.
La viuda de Olsen desvió la mirada hacia aquella voz con un sobresalto. Al ver a Guzmán con el hombro apoyado en un pino seco, sintió una pesada decepción.
—¿Tú, otra vez? —preguntó con ansiedad—. Teníamos un acuerdo. Dijiste que no volverías a molestarme.
Guzmán ojeó alrededor y se detuvo un instante en el coche cargado de maletas con los niños y el perro en el asiento trasero.
—Las cosas han cambiado un poco.
La viuda de Olsen se tocó el cuello, como si se tomara el pulso. Guzmán la encontró muy desmejorada. Había adelgazado desde la última vez que la vio y su modo de vestir era descuidado, incluso el recogido del pelo. Parecía una mujer vulgar, como si se escondiera detrás de ese disfraz para pasar desapercibida. Si alguien hubiese dicho que aquella mujer había sido la envidia de todas las fiestas y recepciones de la gente guapa de la sociedad, quien lo escuchase habría pensado que se estaban burlando de él.
Se apartó de la furgoneta para que los operarios que la cargaban no pudieran oírla.
—Ya te dije todo lo que sabía. ¿Por qué no me dejas en paz?
Guzmán encendió un cigarrillo con una cerilla. Ya nadie las usaba, pero a él le gustaba el sonido del fósforo al rascar la cajetilla, con la pequeña combustión azul y naranja que se producía. Hubiera jurado que los cigarrillos tenían mejor gusto si los encendía de ese modo. Sacudió la mano y tiró la cerilla.
—En realidad, no me dijiste todo lo que sabías, y por eso estoy aquí. Me parece que todavía no hemos terminado nuestra conversación.
La viuda de Olsen miró a los lados como un animal acorralado. Tal vez pensando que no tenía escapatoria, se resignó y le propuso entrar en la casa. No quería inquietar a los niños. Guzmán la siguió bajo la atenta mirada de uno de los operarios, que creía haber visto esa cara en otra parte aunque no lograba ubicar dónde.
El salón estaba casi desmantelado. Había embalajes en una pared, mantas y una carretilla de mano, el suelo tenía impresas de un color más claro las marcas de las patas de la mesa, de un sillón, de un mueble. Los hogares que se abandonan precipitadamente dejan un poso de tormenta, de desastre.
La viuda de Olsen metió las manos en los bolsillos de un ceñido tejano y se plantó ante Guzmán con la mandíbula crispada.
—He leído el periódico y he visto las noticias. Si alguien te reconoce y te ve hablando conmigo tendré problemas, y ya tengo bastantes.
Guzmán también leía los periódicos y escuchaba la radio. Sabía que lo acusaban de causar el incendio en la casa de antigüedades de Dámaso. Había tenido que salir de Madrid precipitadamente y desde entonces no dormía en un lugar fijo más que una o dos noches. Sin embargo, no parecía nervioso o preocupado. En cierto modo, incluso esperaba que algo así ocurriera. Le habían tendido una encerrona. Podía sospechar de Arthur, de los colegas de la policía con los que había contactado para pedirles ayuda y que veían en él una amenaza del pasado, incluso de cualquiera que tuviera que ver con el club que dirigía el viejo. Dámaso se lo había advertido. Si removía el avispero, las avispas se iban a cabrear, y según parecía, algunas avispas eran muy, muy importantes.
Otras veces le había ocurrido. Él mismo había orquestado en el pasado campañas de difamación contra personas que interesaba quitar de en medio, oponentes del régimen, hombres de negocios cuyos intereses chocaban con las ambiciones de algún miembro de la Junta Militar. Montar una inculpación no era difícil, pruebas falsas, colocar indicios convenientes, filtrar datos falsos a la prensa y generar el caldo de cultivo en la opinión pública, propicia a la cacería de un falso culpable. Las cárceles y los cementerios estaban llenas de inocentes que no lo parecían. Aquello era tan viejo y tan zafio que casi le aburría.
—Yo no he matado a Dámaso; no me hubiera importado hacerlo de ser necesario, pero no lo fue. Me dijo lo que necesitaba después de apretarle las tuercas un poco. —No le importaba si ella lo creía o no. Sabía manejar aquellas situaciones. Pero no soportaba dejar cabos sueltos cuando empezaba algo—. Alguien me quiere cargar el muerto, y eso me obliga a tener que adelantar mi partida. Pero primero acabaré lo que he venido a hacer.
—Yo ya no tengo nada que ver con eso. Solo quiero largarme con mis hijos y olvidarme de toda esta porquería.
Guzmán sonrió y la observó con curiosidad sincera. «Realmente, hay personas así —se dijo—. Personas que creen que pueden entrar y salir cuando quieren de los actos que cometen sin afrontar las consecuencias, con su espíritu limpio».
—Arthur Fernández recibió, a los pocos días de morir tu marido, una grabación. En esa cinta se veía a Olsen, a Ian y a Dámaso torturando a su hija. La grabación venía con una nota exculpatoria, como si quien la enviaba quisiera quitarse el peso de la responsabilidad en lo que allí se veía. —Observó la reacción de la viuda, el inconsciente encogimiento del estómago y la aceleración de su pecho bajo la camisa con escote en uve—. Dijiste que no sabías nada de ninguna cinta, que no tenías ni idea de lo que hacía tu marido. Pero mentiste. Esa cinta la encontraste tú, y se la enviaste a Arthur anónimamente.
La viuda de Olsen miró al techo, atravesado de grietas en la estructura que ya no se preocuparía en mandar remozar. Respiró con fuerza buscando una pausa imposible. Cuando la mirada descendió hacia Guzmán, parecía otra persona. Pequeña, culpable, desbordada por algo que nunca llegó a comprender por completo. La maldad humana.
—Yo no lo sabía —murmuró como si en el paladar una mosca verde aleteara para liberarse. Y se acarició los hombros buscando cobijo en sus propios brazos.
Encontró la cinta por casualidad, mientras registraba con premura los armarios, los cajones, intentando adivinar dónde escondía Olsen el dinero, las joyas, los documentos de valor que le pertenecían porque se los había ganado durante años soportando encima el peso de aquel hombre que, colgando en la viga, no parecía, sin embargo, pesar nada. Estaba escondida detrás del mármol de la cocina, se dio cuenta al rozar por casualidad el zócalo y observar que se movía. En aquel momento no supo qué era, pero supuso que debía de ser lo bastante importante para que Olsen lo hubiera escondido de esa manera, así que se lo guardó en el bolso.
No vio la grabación hasta dos días más tarde. Vomitó varias veces, incrédula, incapaz de asimilar que Olsen pudiera haber participado en algo así. Él tenía hijos, apenas unos años más pequeños que aquella chiquilla. Sabía que era un cerdo, que la engañaba con putillas mucho más jóvenes, lo conocía porque había sufrido en su propia carne muchas de sus perversiones… Pero aquello era monstruoso, incluso para un monstruo como él. La primera reacción que tuvo fue deshacerse de la cinta, la tiró al cubo de la basura y la dejó allí durante días. Pero nunca se atrevió a llevarla al contenedor. Por supuesto, tampoco quería ir a la policía. Comprendía exactamente lo que aquello significaba y el modo en que iba a comprometerla. De repente, la muerte de Olsen cobraba otra dimensión. Aquellas imágenes eran tan comprometedoras para tanta gente que no le costó imaginar que su marido no se había suicidado. Si los que lo habían asesinado descubrían que esa cinta estaba en su poder, podía suponer el peligro que correría su familia.
Se autoconvenció diciéndose que debía velar por el futuro de sus hijos, que tenía la obligación de protegerlos y de protegerse a ella misma. A fin de cuentas, su único delito era haber dormido con aquel bastardo, ella no era responsable de aquella monstruosidad, y además, no podía hacer nada por impedirla. Pero se engañaba, y era consciente de ello. Cada noche las secuencias de esa cinta volvían a aparecer en su cabeza, se repetían con todos los detalles hasta arrancarle la bilis del estómago. Iba a la cocina, cogía la cinta, la miraba, la volvía a tirar… Hasta que decidió hacer lo único que su dignidad estaba dispuesta a permitirle, un solo gesto de valentía. Enviarle la cinta a Arthur.
Guzmán se había sentado sobre un montón de libros embalados y listos para cargar. Seguía con los ojos el ir de un lado para otro de la viuda de Olsen, que se paraba, hablaba entre llantos y reanudaba su monólogo trufado de justificaciones exculpatorias, quejas, lamentos y gestos exasperados. El catálogo de razones para no hacer lo que en conciencia debe hacerse era tan extenso como el cinismo de los seres humanos. Si ella pretendía que la comprendiera o que la exculpase, se equivocaba de persona. Guzmán no la juzgaba, y no podía darle el perdón que ella suplicaba con la mirada. Él no era cura, no se hablaba con Dios.
Lo que le interesaba era algo muy distinto. En la grabación aparecían cuatro personas: Aroha, la hija de Arthur que estaba desaparecida desde entonces; Dámaso, que estaba muerto y de cuya muerte lo culpaban a él; Magnus Olsen, que quizá se había suicidado pero que muy probablemente alguien había asesinado, fingiendo luego el suicidio, y aquí la lista de sospechosos se elevaba a tantos posibles como víctimas de sus intentos de extorsión; y quedaba Ian. Excepto quizá Aroha, todos estaban muertos, fingidamente de modo accidental o voluntario. Guzmán intuía que el autor de aquellas muertes era el hilo conductor que debía llevarlo hasta Aroha, y por eso descartaba a Arthur. Él no podía haberle tendido la trampa del incendio porque Guzmán era la última posibilidad que tenía de encontrar con vida a su hija.
En sus últimos años de vida, el Bosco sufrió un pernicioso glaucoma que lo impedía distinguir más allá de las sombras y los tonos de luz más claros. Utilizaba unas gafas de pasta con aumentos de culo de botella para leer. Pero cuando quería examinar algo con atención, se colocaba las gafas a modo de visera sobre sus pobladas cejas, y sus ojillos aletargados se reconcentraban en el objeto como el zoom de una cámara. Decía que así veía con más nitidez lo evidente. Sin el estorbo de los aumentos.
Ahora, Guzmán tenía esa misma sensación. Veía mucho mejor sin estorbos ni artificios de por medio.
—Solo te preguntaré una cosa más: ¿hiciste una copia de esa cinta? ¿Se la enviaste a alguien más?
La mujer detuvo su deambular errático por el salón. Se mordió el labio concentrando la mirada en la ventana. Los operarios estaban acabando su trabajo y los niños se impacientaban en el coche. Miró a Guzmán y asintió levemente, haciendo un enorme esfuerzo de voluntad para inclinar positivamente la cabeza.
Media hora después, Guzmán acompañó a la viuda de Olsen hasta su coche. Los operarios habían terminado de cargar con las cajas de la mudanza y esperaban dentro de la furgoneta con el motor encendido. El conductor le dirigió una mirada inquisitiva y luego le comentó algo a su compañero. Guzmán se dio cuenta, pero los ignoró. Su rostro se había vuelto demasiado conocido. La viuda de Olsen se sentó al volante y le ordenó a los niños que dejasen de alborotar. El perro ladraba nervioso con la cabeza fuera de la ventanilla. Se miraron sin nada más que decirse. Ella asintió, puso el motor en marcha y el coche tomó la salida lentamente seguido por la furgoneta de la mudanza.
Guzmán se quedó solo en la explanada frente a la casa. El viento azotaba el cartel de la inmobiliaria que anunciaba que la propiedad estaba en venta. Los juguetes de los niños, un triciclo, una pelota de fútbol deshinchada y una canasta con la red rota creaban una atmósfera de abandono reciente. Guzmán se colocó las gafas de sol mientras la viuda de Olsen se alejaba con su familia y sus pertenencias, las pocas que le quedaban. Le deseó suerte, se la deseó de verdad. A donde quiera que fuera, iba a necesitarla.
Caminó sin prisa hasta su coche y durante unos minutos se sentó dentro reordenando sus pensamientos. Todo tenía sentido, se dijo, un sentido lógico que lejos de congraciarlo con el género humano, confirmaba lo que la amarga experiencia le había enseñado.
—La bondad es un cuento chino —dijo, escupiendo por la ventana.
Abrió la guantera y cogió el móvil. Marcó el número de Arthur y esperó a escuchar respuesta. Saltó el contestador automático. Guzmán sonrió con cinismo. También Arthur soltaba amarras. Guzmán se estaba quedando solo y acorralado, pero no le importaba. Los perros se vuelven más fieros cuando se quedan sin escapatoria. Y él era un perro de los peores, un chucho callejero.
—Soy yo —dijo hablándole al contestador—. Ya sé quién tiene a tu hija. Llámame. Creo que es hora de hacer un trato.
Dos días después, Guzmán fumaba un cigarrillo de marca argentina (ya no le quedaba prácticamente ninguno, pero no pensaba quedarse hasta agotarlos todos. Su vuelo para Santiago, con escala despiste en Buenos Aires, salía en menos de veinticuatro horas). Sobre la mesa de Arthur estaba el periódico del día, doblado por la página de sucesos.
En la carretera de Alicante a Valencia se había producido un accidente de tráfico con un único implicado que por razones desconocidas había volcado y, en consecuencia, incendiado. La conductora había muerto carbonizada y todavía no había podido ser identificada. La policía había encontrado a escasos metros a dos niños pequeños y a un perro en el arcén, detrás de la valla protectora. Aunque aterrados, no parecían haber sufrido ningún daño. Las circunstancias eran de lo más extrañas y la policía había iniciado una investigación. Guzmán sabía que, de un modo u otro, las pesquisas terminarían llevando a los agentes a él. Imaginó que encontrarían alguna huella o cualquier otro tipo de indicio que, quien quiera que estuviese detrás de las muertes de Dámaso y ahora de la viuda de Olsen, haría aparecer oportunamente para incriminarlo. El cerco a su alrededor se iba cerrando inexorablemente.
—Tienes muchos cojones presentándote en mi despacho —lo increpó Arthur, señalando la noticia del periódico. Aquella mañana no se había afeitado y tenía mal aspecto. Daba la sensación de que había dormido en la oficina, debajo de los párpados le asomaban unas bolsas hinchadas y tenía la corbata floja sobre el cuello desabotonado de la camisa.
Guzmán sonrió. Si de algo carecía, literalmente, era de cojones.
—No me quedaré mucho tiempo. Lo necesario para terminar lo que vine a hacer y cobrar mis honorarios. Alguien se está tomando muchas molestias para hacerme quedar como un asesino: primero Dámaso, ahora la viuda de Olsen. Alguien con los suficientes escrúpulos, sin embargo, para salvar al perro y a los niños.
—¿Por qué me miras así? —lo increpó Arthur—. No tengo ninguna razón para querer hacerle daño a esa mujer.
Guzmán asintió.
—Eso es cierto… De hecho, deberías estarle agradecido.
—No veo la razón.
Guzmán se acercó a un cenicero de cristal verde y aplastó el cigarrillo exhalando el humo de la última calada por los orificios de la nariz.
—La esposa de Magnus Olsen fue la persona anónima que te envió la cinta en la que aparece Aroha. —Dejó que la sorpresa calase hondo en Arthur, examinando atentamente sus reacciones. Le pareció que su aturdimiento era sincero—. Ella no sabía lo que hacía su marido, pero lo descubrió. Encontró la grabación después de que él se suicidara. Al ver lo que contenía comprendió que las personas que estaban implicadas en ese tipo de cosas eran demasiado poderosas, muchas con una posición respetable, y que harían lo que fuera para preservar su imagen. Por eso no tuvo el valor de acudir a la policía. —Señaló el periódico encima de la mesa—. Temía por su vida y por la de sus hijos, y los hechos han terminado por darle la razón, al menos en parte. Sin embargo, no olvidó el asunto como habría hecho cualquiera en su situación. Esa chica era decente, ¿entiendes? No era como tú y yo. Cada vez que veía la grabación recordaba que era madre, que también tenía hijos, y que también ellos estaban expuestos. Por eso te envió la grabación. Esperaba que tú tuvieras el poder de parar aquella locura. No lo hiciste, acabar con todo esto, como ella suponía, sino que tú mismo te dejaste absorber por ese sifón imparable.
Arthur cogió el periódico y observó la fotografía que acompañaba la noticia. El coche volcado, la cinta balizadora de la policía y la manta térmica que cubría el cuerpo sin vida de la viuda de Olsen.
—Todo esto es una locura —murmuró.
—Lo es, pero no eres el único que se ha dejado arrastrar por ella. La viuda envió una segunda copia de la cinta, también anónimamente, a otra persona.
Arthur alzó la mirada y miró con ansiedad a Guzmán.
—Sospecho que es esa otra persona la que ha acabado con Dámaso, primero, y con la propia señora Olsen después. Cada paso que yo he dado hacia tu hija ha sido borrado después por esa persona. Quiere quitarme de en medio y cerrar todas las puertas que puedan llevarme a Aroha. Y parece que cuenta con medios para hacerlo… Esa persona es la única que puede decirnos dónde está tu hija.
—¿Quién es? ¿A quién más le mandó esa cinta?
Guzmán abrió los brazos, como si lo agotase decir lo obvio:
—Se trata de ella, Gloria A. Tagger. Magnus Olsen era amigo de la familia desde que los ayudó a recuperar el Español, el preciado violín de los Tagger. Frecuentaban su casa, salían juntos el fin de semana y conocían y trataban el difícil carácter del hijo de ambos. Cuando la esposa de Olsen vio la cinta por primera vez, reconoció de inmediato a Ian. Y se las apañó para hacerla llegar a manos de su madre.
Guzmán comprobó que Arthur lo estaba escuchando.
—Antes de que mataras a su hijo simulando el accidente, Gloria ya era consciente de en qué estaba metido Ian. Desconozco si estaba haciendo algo al respecto, si pensaba hacerlo o si lo hubiera hecho. ¿Sabía ella que Aroha era tu hija? Y si lo sabía, ¿en qué momento lo averiguó? Deberíamos preguntárselo, ¿no crees?… Tengo la sensación de que esta historia es como el esparto anudado en trenzas que cuanta más agua recibe más se endurece y enrosca sobre sí mismo.
El vestíbulo central de la estación de Atocha rebosaba de vida. La bóveda filtraba la luz y la lanzaba en cataratas de tonos naranjas sobre las altas copas del invernadero. Algunos críos se entretenían moviendo con un palo la capa de verdín de la charca de las tortugas para hacerlas salir a la superficie; había tantas que no podían contarlas. Las voces metálicas de los altavoces anunciando la llegada o salida de algún tren se mezclaban sin fricción con el rumor de los zapatos sobre las baldosas, las conversaciones y las llamadas de teléfono. Unos músicos ambulantes paseaban entre los quioscos de prensa y las mesas de las terrazas tocando sin demasiada gracia el acordeón y una guitarra.
Gloria tendría que haber sido ciega para no ver a Arthur esperándola al pie de la escalera mecánica que subía al segundo piso. Al reconocerlo entre la gente, se quedó quieta. Luego retrocedió buscando el amparo de los pasajeros que bajaban del convoy, como hacen los animales más débiles que se protegen en el centro de la desbandada. Pero la riada la empujó hacia adelante. Cuando se dio cuenta de que no tenía escapatoria, caminó hacia él con la cabeza erguida y la zancada firme, desafiándolo a que se interpusiera en su trayectoria.
También Arthur la miraba. Presagiando su furia. Y alrededor de ambos, la gente iba y venía, se interponía en su campo de visión, desaparecía entre los pasajeros del andén y luego volvía a emerger inamovible.
Fue Guzmán quien la interceptó. La sujetó por el codo con firmeza atrayéndola hacia él. Estaban en medio del paso y estorbaban.
—Tenemos que hablar, señorita Tagger.
Gloria lo reconoció, aunque tardó unos minutos en ubicarlo. Era el periodista que la entrevistó en su gala de despedida de los escenarios. Lanzó una mirada fulgurante a Arthur y luego a Guzmán, preguntándose qué relación tenían.
—Suéltame —le ordenó.
Guzmán obedeció con una media sonrisa. Le gustaban las mujeres con carácter.
—No organice un espectáculo. No será necesario. —La escoltó hasta Arthur.
Fue Arthur quien habló primero.
—Lo sé todo. Guzmán lo ha descubierto.
Gloria se revolvió con rabia.
—¿Qué sabes? ¿Que el retrato que Eduardo ha hecho es para mí? Nada de eso me importa ya.
Arthur negó con la cabeza. Eduardo y su maldito retrato no eran más que una cagada de paloma en el suelo para él. Tampoco le importaban las locas motivaciones que podía tener Gloria para que le pintase su retrato. Podía quemarlo, rajarlo o colgarlo en una pared de su casa y dedicarse a escupirle todas las mañanas del resto de su vida, si eso era lo que quería.
—¿Dónde está mi hija, Gloria?
Gloria A. Tagger lo miró como si hubiera perdido el juicio. Buscó el testimonio de Guzmán para que este confirmase que estaba realmente loco, pero Guzmán la observaba impasible, invitándola a contestar la pregunta de Arthur.
—¿Por qué me preguntas a mí? ¿Cómo quieres que yo lo sepa? Tal vez esté en el infierno, esperando para abrirte la puerta.
Los ojos de Arthur centellearon de ira. Podría golpearla hasta dejarla sin sentido allí mismo.
Guzmán se adelantó.
—Sé que la esposa de Magnus Olsen le envió una cinta unos meses antes de que muriera Ian; fue justo después de que Olsen apareciera ahorcado en el salón de su apartamento.
—¿Qué estupidez es esa? Conocía a la mujer de Olsen y a su marido, pero jamás tuve amistad con ella, y nunca me envió ninguna cinta.
—Me lo dijo ella misma —insistió Guzmán sin perder la paciencia.
—Pues miente.
—Decía la verdad.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Porque está muerta. La han asesinado por decírmelo.
Como si la muerte fuese la prueba irrefutable de aquella verdad, Gloria se quedó callada. Y sin embargo, ella jamás recibió esa cinta.
Guzmán escrutó ese silencio con intensidad y una sombra de duda se cernió sobre él. Estaba convencido de que la mujer de Olsen le había dicho la verdad, pero empezó a sospechar que Gloria no le mentía.
—En esa cinta aparecen juntos Ian y la hija de Arthur —abundó, ignorando que Arthur seguía junto a ellos, con los nervios crispados.
Gloria abrió la boca absurdamente.
—Eso es ridículo, ¿mi hijo y tu hija? —dijo mirando a Arthur, como si trataran de convencerla de que el mundo no era redondo—. ¿Qué clase de broma absurda es esta?
Arthur afiló la mirada buscando en el interior de Gloria. De reojo inquirió a Guzmán. O ella mentía muy bien o Guzmán estaba equivocado.
—Sabes perfectamente que se conocían. Estuvieron juntos en el internado de Ginebra. No es ninguna broma. Yo recibí también una copia de esa cinta. La he visto con mis ojos decenas de veces durante estos años. Puedo describirte cada detalle, cada sonido y cada imagen de lo que tu hijo le hizo a Aroha.
Gloria agitó las manos en abanico y apartó el rostro. No alcanzaba a comprender lo que trataban de decirle. Se negaba a aceptarlo. No podía ser. Arthur la cogió por el brazo, tenía el bíceps y el tríceps destensados, como si se le hubiera escapado la fuerza, y la atrajo hasta tener su cara a dos centímetros de la boca. La rabia que sentía giraba en espiral entroncándose con la pena y la incomprensión.
—Durante treinta y cinco minutos y quince segundos, exactamente, tu hijo torturó a mi hija, se aprovechó de ella, le introdujo un hierro por la vagina y enseñó a Olsen y a Dámaso cómo debían hacerle daño para que las imágenes resultaran más dramáticas.
Gloria miró aquellos ojos que centelleaban muy abiertos, que la acusaban a ella, sin entender. Aquella monstruosidad era un bocado que no podía ser digerido.
—¡¡¡Mientes!!! Primero matas a mi hijo y ahora quieres envenenarme con esas patrañas —gritó, desembarazándose violentamente de la mano de Arthur.
El grito de Gloria alarmó a la gente que pasaba junto a ellos camino de la escalera. Algunos pasajeros la miraron alarmados. La locura asusta tanto que todavía se piensa que es contagiosa, como la lepra. Y en aquel instante, Gloria parecía necesitar una camisa de fuerza. Su rostro demudado tenía la boca caída y respiraba con el ansia de un asmático, moviendo las manos de lado a lado y tratando de apartar de ella un bicho repugnante. Un bicho invisible que únicamente ella podía ver.
La rabia de Arthur se descomponía como un azucarillo dejando un poso de dudas, de incomprensión. Por momentos, la reacción de Gloria lo intimidaba, como la sorpresa de Guzmán, que la observaba con el ceño fruncido, igual que hace un científico que examina una rata blanca en la probeta y comprueba con extrañeza que el resultado de su experimento no es el esperado. Pero él había visto la cinta y luego había hablado personalmente con Ian. Recordó su reacción fría y cínica, la seguridad que demostró, sabiendo que estaba bien protegido y que nada podía ocurrirle. No; era imposible que ella no supiera la clase de monstruo que había engendrado.
—Hablé con él. Antes de atropellarlo —dijo en voz baja, casi susurrando. Parecía imposible, se decía, moviendo la cabeza de derecha a izquierda—. Solo quería que me dijese dónde estaba Aroha, qué había hecho con ella. Solo pensaba en eso. Pero él me miró como si yo estuviera loco, peor, como si fuese un bufón divertido. Sí, lo divertía mi sufrimiento, mi impotencia y mi ira.
Gloria no quería escucharlo. Pero Arthur no se detuvo.
—No fue un accidente, ¿entiendes? Lo vi esperando en el semáforo entre la gente. Sonreía y parecía un buen chico, alguien con toda la vida por delante. Con toda la vida por delante para continuar haciéndole daño a los demás con su cara de ángel. Arranqué el coche y me lancé contra esa abominación sin pensarlo. Y lo maté. Pero es como esos insectos que pisoteas una y otra vez y siguen moviendo sus patas, riéndose de tus esfuerzos.
El tren para Zaragoza iba a salir por la vía dos. El procedente de Barcelona entraba por la cinco. Los humidificadores del invernadero seguían extendiendo su manto de rocío y las tortugas trataban de escaparse en la charca del acoso de los colegiales. Los músicos rumanos se iban con la música a otra parte. Y en medio de la escalera, aquellas tres personas, dos hombres y una mujer, se veían atrapados por una burbuja de silencio, ajenos a todo lo que no fuera su sufrimiento.
—¡Te mataré por esto! Juro por Dios que no descansaré hasta verte muerto —dijo lentamente Gloria, remontando el rostro críptico de Arthur.
Guzmán los observaba. Él no se dejaba llevar por las emociones que arrastraban a Arthur y a Gloria a una lucha sin fin donde ninguno de los dos podía ganar. Su trabajo no era ese. Necesitaba saber quién había matado a Olsen, a Dámaso y, sobre todo, a la viuda de Olsen. Era extraño, pero aquella mujer tan distinta a él, tan alejada de su mundo, le había traído por momentos el recuerdo de Candela. Tal vez porque había visto en ella el mismo empeño terco y a veces absurdo de aferrarse a la vida que tenía la profesora de música. Quizá porque sus ojos pardos tenían también aquellas pequeñas manchas verdes que al mirarlas parecían un universo en expansión. Puede que simplemente pensara que al menos alguien merecía un futuro mejor del que ellas dos habían tenido.
Su contador estaba descontando minutos, él sabía que lo razonable era cobrar su minuta y largarse, se había expuesto demasiado con aquel caso, su cara estaba en todos los periódicos y se acumulaban los testigos que podían relacionarlo con todas aquellas muertes. Era un chivo expiatorio ideal, y muchos a los que había incomodado llamando a su puerta lo entregarían gustosos al altar de los sacrificios. Pero allí seguía, en la estación más grande y populosa de España, a la vista de cualquiera que tuviera un poco de curiosidad, de dotes de observación. Podía aparecer una patrulla de policías en cualquier instante. Con sus antecedentes, nadie lo iba a creer. Y allí estaba, dispuesto a llegar hasta la persona que había ido tejiendo aquella tela de araña para atraparlo en su propio juego.
Quizá se estaba haciendo viejo. Puede que el cinismo ya no fuese esa capa de grosor suficiente para mantenerlo a salvo de las alegrías y desgracias de los demás. «Siempre llega el momento de la culpa, del remordimiento, incluso para nosotros —le decía el Bosco—. Y entonces es cuando hay que dejarlo y vivir el resto de nuestras vidas con las pesadillas». Tal vez había llegado para Guzmán ese momento.
—Todavía queda algo por aclarar: si la mujer de Olsen le envió a usted la cinta con la grabación y nunca llegó a recibirla, entonces ¿quién la recibió?