Capítulo 3
Junto al cabezal metálico de la litera de su celda, Arthur tenía pegada con celo una fotografía de su viaje de novios. Dos jóvenes enamorados, abrazados y sonrientes con esa risa tonta y entregada de quien está dispuesto a creer en las locuras del corazón, cuando la alegría era un mundo abierto a las esperanzas, al futuro.
El futuro: algo que se había detenido sin llegar.
Arthur, con veinticinco años, alto, firme, con su cabellera pelirroja batida por el viento, dejando entrever a través del flequillo sus ojos de cuarzo. Y Andrea, casi diez años mayor, pero todavía sin que la edad fuese una barrera entre ellos, con la cabeza echada hacia atrás, soltando una carcajada por algo que Arthur ya no podía recordar. Era divertido en aquel tiempo, sabía hacerla reír, sentirse bien. Ella le aferraba el brazo con fuerza para no dejarse caer por el vértigo de lo que debía de parecerles un sueño.
El futuro: los sentimientos que crecen, que enferman, que basculan.
Arthur se preguntaba qué clase de sentimientos albergaba todavía hacia su esposa. En aquella instantánea feliz nada se decía de los secretos que un ser amado esconde al otro, las cosas que nunca quiso compartir con ella. No todo puede ser dicho, deben existir esas regiones tenebrosas en las que nadie más que uno mismo puede penetrar. Al final, la suya fue una relación que solo sobrevivía gracias a las periódicas distancias de uno y otro y a los silencios. Sin Aroha, lo único que los mantenía unidos, su relación había terminado por romperse.
De fondo se adivinaba Argel «la blanca», con sus brillantes edificaciones de la casbah vistas desde el mar. Por contraste, el mediterráneo parecía de un azul añil. Arthur añoraba los hibiscos, los rosales, las magnolias de su casa de Bab el Oued con su fachada encalada y las contraventanas de madera pintadas de azul. Era pequeña e incómoda, pero tenía a cambio unas hermosas vistas a una parte del puerto sobre un promontorio, y, en la parte trasera, disponía de un rincón cerca de un eucalipto donde pasaba las horas leyendo y escribiendo poesía. A veces no hacía nada, solo se recostaba en el tronco durante horas enteras con la mirada perdida, y si alguien lo interrumpía, él se volvía con algo errático en la expresión, un desconcierto y una soledad que asustaba.
Arthur no era un hombre fácil de entender. Tenía una expresión de desvalimiento permanente, como si el ser el pequeño de cuatro hermanos le hubiese dejado las secuelas de los hermanos con los que nadie se preocupa de crecer o jugar y que deben aprender a buscarse la vida. Su pelo frondoso y recio, como sus cejas pelirrojas y el matiz de barba que asomaba bajo el mentón, eran herencia de su padre, del que apenas tenía recuerdos. Pero no solo había heredado de él un parecido físico casi exacto. También su carácter.
Arthur era un pied noir, un europeo nacido en Argelia apenas unos meses antes de la firma de los Acuerdos de Evian, con los que De Gaulle devolvía la independencia a los argelinos y entregaba el poder al FLN. Una traición imperdonable para su padre, francés de origen español. Los abuelos de Arthur se habían instalado en Francia a mediados de 1938 tras el colapso de la Segunda República Española, huyendo del ejército franquista. Allí, en Argelès, nació Luis Fernández, el padre de Arthur, quien celebró con una bandera francesa en una mano y la española en la otra cómo su padre tuvo el privilegio de ser el primero en entrar en los Campos Elíseos con el carro artillado Guadalajara, todos los tripulantes españoles, en la liberación de París.
Años después, como teniente en los paracaidistas del general Massu, el padre de Arthur estuvo en primera fila en la batalla por Argel entre 1956 y 1957. Una guerra sucia e innombrada en la que los ataques terroristas del FLN contra civiles y militares eran contestados con la tortura y las ejecuciones sumarias a cargo del general Massu y sus hombres, y que cambió para siempre el carácter de su padre. Cuando De Gaulle entregó la provincia (para su padre, como para muchos otros franceses, Argelia nunca fue un protectorado como Marruecos, sino una provincia más de la V República), el teniente Fernández se unió a los golpistas de la OAS y pasó a la clandestinidad bajo las órdenes del general Salan.
Arthur recordaba su niñez corriendo descalzo por las callejuelas laberínticas de la alcazaba, los tres relojes, los puestos de fruta y los talleres del mercado de la Triada, y las puertas del palacio del Dey, sus correrías en el viejo puerto artificial entre los mercantes de bandera francesa que cada día abastecían la ciudad; no importaba adónde fuera, a pesar de que él había nacido en una Argelia independiente, las siglas de la OAS se veían por todas partes, y durante años no fue infrecuente que estallara por los aires un mulo cargado de explosivos en medio de una aglomeración o que cualquier viandante cayera asesinado en la plaza de los Mártires por un disparo en la nuca obra de los disidentes, muchos militares como su padre, o de los sicarios corsos y mafiosos contratados por el gobierno para eliminarlos, los temibles barbouzes. Arthur recordaba haber visto cómo ametrallaron desde un coche en marcha a un funcionario cuando volvía de la oficina principal de Correos, abatido junto al minarete de la mezquita Jamaa el Jedid. Antes de morir, aquel funcionario escribió con su propia sangre en la fachada impolutamente blanca de la mezquita: «Francia nunca abandonará a sus hijos». Tal vez Francia no, pero el padre de Arthur dejó a su familia completamente desamparada. En 1964, cuando él apenas tenía dos años, la policía lo detuvo y lo expatrió a Francia para cumplir una condena de prisión por terrorismo.
Nunca volvió a verlo.
Años después, en el viaje de boda con Andrea, de vuelta a la vieja casa de Bab el Oued, Arthur visitó la mezquita. Argel había cambiado, el puerto se había ensanchado, el viejo pueblo de Kouba había sido absorbido por la expansión de la ciudad y por todas partes crecían urbanizaciones residenciales, casas y villas. Su viejo distrito se extendía desde la casbah más allá de la puerta del río, y aunque todavía conservaba algo del estilo colonial, había perdido buena parte de su esencia, convertido en el barrio más chouchonté o preciado de la capital. La mezquita había sufrido reformas, y el boulevard estaba ahora cubierto de frondosas madejas de flores, fuentes y altas palmeras. Otras pintadas, más recientes y que unos operarios se afanaban en sepultar bajo una gruesa capa de cal, habían suplantado la sangre de aquel funcionario en el muro de la mezquita; el enemigo ya no era la OAS, sino Al-Qaeda del Magreb o cualquier otro grupo terrorista. Cambiaban las siglas y la sangre que salpicaba los muros de la mezquita, pero Argel continuaba sangrando como siempre.
Pero, al mismo tiempo, Argelia era un país lleno de oportunidades para quien sabía aprovecharlas, y él había sabido hacerlo.
Arthur se había enriquecido gracias a la producción del gas y del petróleo. Argel era ahora la ciudad de los hombres de negocios, los hoteles de lujo, el Liceo Francés y las amistades que llevaban a sus hijos a las escuelas turcas, egipcias y saudíes, la vida nocturna de cabarés y discotecas privadas cuyas puertas eran guardadas por policías fuera de servicio que se sacaban un sobresueldo haciendo las veces de guardaespaldas o chóferes ocasionales, las playas privadas en el Club de Pins o en Moretti. Las grandes recepciones, los hombres importantes que lo buscaban para obtener favores, las mujeres que trataban de seducirlo, los paseos en coche descapotable. Un lugar donde perderse para encontrarse mejor.
Para su compañero de celda, en cambio, esa ciudad era otra muy distinta. Ibrahim lo escuchaba hablar de las maravillas de Argel con una mueca de incredulidad. También era argelino, y el paisanaje los predisponía a una cierta complicidad, pero Ibrahim había nacido en Annaba, nada que ver con los hombres de negocios de Argel. La ciudad que él conocía era una especie de mancha industrial que iba devorando los viejos barrios y pueblos, al tiempo que permitía que se derrumbasen lentamente las casas centenarias del centro histórico, abandonándose en las garras de los especuladores, mientras los ricos se desplazaban a las urbanizaciones de El Sahel. Una ciudad triste, caótica y a la vez nostálgica. Pero también el lugar de las bouqalates, la música chaabi y los juegos de proverbios intercambiados entre los ancianos de Dar el Djiren. El padre de Ibrahim había sido uno de los mejores intérpretes sufíes vivos de flauta turca de caña, o ney. Su fama en el mundo árabe tuvo en un tiempo pretérito parangón con la de cualquier otra figura del pop en Occidente. Las grabaciones con el principal instrumento de la música sacra de los mevlevis sufíes sonaban a veces al atardecer en la celda, y los pasillos silenciosos del módulo se llenaban de aquel sonido, derramando lágrimas desgarradoras en el hombre más duro de la cárcel.
De aquella suma de contradicciones nació algo parecido a la amistad entre ambos hombres. Arthur no pertenecía a la cárcel. Estaba solo de paso, y eso era evidente en todo lo que hacía o decía allí dentro. Conocía las reglas, y las respetaba siempre, pero no procuraba ganarse el favor de guardias o presos. Su persona de confianza, Diana, estaba haciendo un buen trabajo fuera, solo era cuestión de aguantar un poco más sin complicaciones; el indulto, le había dicho el abogado que ella había contratado para la petición, llegaría en cuestión de semanas. No era mucho tiempo, pero después de tres largos años cada minuto de espera se hacía eterno.
Su único punto de apoyo era Ibrahim. Una vieja cicatriz atravesaba de parte a parte la cara de su compañero de celda, partiéndole en dos el ojo izquierdo, lo que le confería a su rostro un aspecto terrorífico, que no se correspondía con sus modales siempre exquisitos y discretos. Ibrahim era uno de los pocos hombres que, por encima del miedo, contaba con el respeto de los demás reclusos. Arthur lo admiraba. A condición de que no hablaran de política, Ibrahim lo protegía de los demás presos. No pedía nada a cambio, lo hacía por alguna razón que solo él podía comprender.
—Tienes que volver con tu esposa —respondía lacónicamente cuando Arthur le preguntaba la razón por la que lo ayudaba.
Sin embargo, su sombra no era lo suficientemente alargada como para proteger a Arthur de todo mal.
Aquella noche, en el comedor comunitario, Ibrahim apenas alzaba la cabeza del plato. El menú consistía en un puré de calabacín y, como segundo, una fuente con carne de ave sazonada con una salsa espesa y gustosa. Arthur cenaba con apetito, pero Ibrahim se limitaba a beber agua, observando con desagrado los platos llenos que los otros presos de la mesa rebañaban.
—No has hablado en toda la cena, y tampoco has probado bocado. ¿Qué te está rondando por la cabeza? —le preguntó Arthur.
Ibrahim esbozó una sonrisa triste que mostró el hueco carcomido de una encía enferma entre dos dientes amarillentos que no tardarían en caerse. Tenía la dentadura de un bucanero y no solía sonreír. Cuando lo hacía, su aspecto temible se multiplicaba.
—A medida que uno envejece come menos, duerme menos y, en definitiva, vive menos. El único placer que nos queda a los viejos es la música, y aun esta se va alejando de nuestro entendimiento muy lentamente.
A pesar de sus palabras, Ibrahim distaba mucho de ser el hombre desvalido y piadoso que fingía ser. Tenía casi sesenta años, pero conservaba un cuerpo fibroso, ágil y duro como una vara de bambú. Nadie sabía a ciencia cierta demasiado de él, corrían bulos y leyendas que no se esforzaba en corroborar o desmentir, y eso aumentaba el misterio que lo rodeaba. Se le tenía por un hombre tranquilo, sin vicios y casi ascético, no se relacionaba demasiado en el patio con los otros internos y no se metía en líos. Sin embargo, Arthur lo había visto pelear en las duchas. Un preso más joven había intentado clavarle un pincho casero por una disputa turbia relacionada con los códigos carcelarios.
Tal vez el joven se había sentido ofendido por una simple mirada o un desprecio que en la calle apenas habría tenido importancia, pero en la cárcel todo era extremo, y probablemente el recluso quisiera ganar ascendente ante los demás enfrentándose a Ibrahim, que era respetado y viejo, lo que debió de hacerle creer que era presa fácil. No tardó mucho en comprender su fatal error: Ibrahim lo desarmó con las manos desnudas con una facilidad asombrosa, lo derribó con un fuerte rodillazo en los testículos y le golpeó la cara contra el suelo de cemento hasta que los presentes vieron cómo saltaban por los aires varias piezas dentales del desgraciado. Ibrahim podría haberlo matado allí mismo, con una frialdad absoluta. Si no lo hizo no fue porque alguien se atreviera a intervenir, sino simplemente porque no quiso.
Mientras hablaba aquella noche en el comedor, Ibrahim prestaba solo la mitad de su atención a Arthur; la otra mitad la repartía entre las personas y los objetos que lo rodeaban y, por momentos, su mirada era la de un merodeador sin una intención clara. De pronto, se levantó con dificultad, apoyando las manos en las rodillas. Se tambaleó débilmente y Arthur pensó que iba a perder el equilibrio, pero logró estabilizarse. Le gustaba simularse indefenso.
—Será mejor que te prepares; el Armenio ya está aquí —dijo entre dientes, arrimando la boca al oído de Arthur. Su aliento apestaba a encías enfermas.
Arthur lanzó una rápida ojeada hacia el extremo del comedor.
—Son muchos.
Ibrahim asintió. Hizo un recuento rápido de los hombres que tenía enfrente y calculó que sus posibilidades de salir ilesos del pequeño comedor del módulo serían más bien escasas si los esbirros del Armenio se decidían a atacarlos. Disimuladamente, buscó el tacto familiar de la empuñadura de un pincho casero que se había hecho en la celda y que siempre guardaba en la parte interior del pantalón. No era mucho, pero tal vez, si lograba cortar con fiereza a los primeros, los demás retrocederían, dándoles la oportunidad de escapar. Sabía cómo usar un arma blanca. Conocía el modo en que hay que girar la empuñadura con un movimiento rotatorio para lacerar la carne sin arrancarla ni provocar demasiados desgarros. Lo sabía porque lo había experimentado en su propia piel. Sus recuerdos de niñez y adolescencia estaban preñados de gritos que así lo corroboraban. El recuerdo de aquellos gritos tensionó todos sus músculos, preparándolo para la lucha.
El Armenio permanecía sentado entre sus hombres, como una especie de César de mirada maligna protegido por su cohorte de guardias pretorianos. De cerca era un hombre que aparentaba ser inofensivo. Extremadamente delgado, se le notaban los tendones como si fueran cuerdas que ataban los huesos a sus músculos, de piel oscura, pelo siempre muy corto con la nuca desnuda. Usaba unas gafitas sin montura para leer que guardaba invariablemente en el bolsillo de la camisa. No era más alto que la mayoría de los hombres, tampoco especialmente bajo. Pero era muy peligroso. Aquel hombrecillo era el pontífice de la cárcel. Cargaba más de quince asesinatos a sus espaldas, casi todos perpetrados dentro de las cárceles, algunos cometidos con sus propias manos, pero la mayoría ordenados a sus secuaces. Tenía fama de parsimonioso y de amante de los pequeños placeres. Algunos justificaban esas pequeñas vanidades con su edad avanzada; otros aseguraban que siempre había sido un amante de los servicios. Había quien despreciaba su costumbre, secreto a voces, de proteger a cualquier joven hermoso recién llegado; esa protección la cobraba haciendo de los chicos sus putillas particulares. Muchos decían en voz baja que se había convertido en un viejo sátiro, repugnándose a sí mismo, dadivoso con los amantes cada vez más jóvenes. Controlaba a su antojo la cárcel y odiaba profundamente a Arthur.
Tenía una deuda pendiente con él y había jurado matarlo para cobrarla.
Sin embargo, la presencia de Ibrahim lo hizo ser cauteloso. Aquella noche no ocurrió nada, ni en las que vinieron después tampoco.
Arthur deseaba creer que el peligro había pasado.
—Puede que haya olvidado el asunto —se atrevió a aventurar.
—Tienes más posibilidades de que el mar de Arabia se seque —lo desengañó Ibrahim—. Mataste a su hija de seis años. Si fuera la mía, yo no olvidaría al hombre que lo hizo, ni debajo de la tierra, ni aunque pasaran mil vidas.
Arthur lamentaba aquella muerte más que cualquier otra cosa. La veía una y otra vez. Pero no podía volver atrás y cambiar lo hecho.
—Fue un accidente, y estoy pagando por ello.
Ibrahim lo devoró con la mirada. En ocasiones miraba así, como si nada pudiera escapársele. Lentamente acarició, como explorando, la profunda marca de la herida en la mejilla. Nunca hablaba de cómo se hizo aquello.
—La fatalidad es una excusa, Arthur. Eso no altera el hecho de que vivimos con nuestros errores porque nosotros, y solo nosotros, somos los causantes. Y en cualquier caso, que no quisieras hacer lo que hiciste no es suficiente a ojos del Armenio. Tarde o temprano vendrá a por ti.
—Estaba borracho, llovía, perdí el control del coche.
Ibrahim esbozó una mueca, podría haberse interpretado como despectiva, pero, en realidad, solo era de hastío. Su mirada buscó instintivamente la fotografía que Arthur tenía colgada en el cabezal de la cama. Contempló detenidamente la figura de Andrea y sus ojos se entornaron antes de cerrarse. El destino tenía un curioso sentido del humor, pensó, evitando contestar a Arthur.
Fuera de los recuerdos atormentados, el único consuelo entre los muros eran las estrellas. Mirar hacia arriba cuando los pies pesaban parecía maravilloso. Les gustaba sentarse y compartir un pitillo mientras contemplaban desde la ventana la porción de firmamento que asomaba sobre los módulos enrejados y la violenta belleza de los astros danzando por encima de sus cabezas. Frente al escenario de la Creación no tienen sentido las disputas insignificantes de los seres humanos, ni los remordimientos, ni siquiera los pecados más atroces que podamos haber cometido. Poco importa si todo se reduce a reacciones en cadena, manchas solares, explosiones de novas o agua helada que viaja en meteoritos, minerales, átomos, energía, materia o antimateria. Formamos parte del Universo. No hay amor ni odio, ni emoción ni sentido o predestinación en nuestra existencia. Somos una casualidad que podría no haberse dado, una aleación matemática improbable.
Así pasaba Arthur las semanas, discutiendo y charlando con Ibrahim, leyendo poesía, alerta ante cualquier movimiento de los hombres del Armenio, agazapado en sus recuerdos, esperando noticias de los abogados que Diana había contratado para sacarlo de allí. Y mientras, se refugiaba en sus cuadernos.
En aquellos ya tres años de cautiverio había vuelto a escribir. Al principio fue difícil, como abrir un grifo cerrado durante años y esperar impaciente que manara el agua sin más, pero apenas caían unas pocas gotas, algunos versos torpemente trazados, algunas imágenes borrosas, hasta que poco a poco el viejo brío volvió a su mente y los engranajes del verso empezaron a girar en su cerebro otra vez, primero con timidez, pero cada vez con más osadía. A las pocas semanas el joven poeta que Arthur mató demasiado pronto volvía a emerger de las cenizas. Le costaba alimentar su afán con las lecturas de la biblioteca del centro penitenciario, así que se hizo traer una parte de la suya particular, especialmente los poemas de Rimbaud.
Ibrahim contemplaba aquella invasión paulatina y silenciosa del espacio a manos de un ejército de libros y libretas de apuntes con una sonrisa un tanto desconcertada.
—Nunca hubiese imaginado que llevaras un poeta dentro —reconoció.
Arthur asintió.
—De un modo u otro, todos llevamos en nuestro interior a todos los hombres posibles. El porqué permitimos vivir a unos y ahogamos a los demás es un misterio sin resolver.
A finales de enero llegó la noticia. La petición de indulto interpuesta por sus abogados ante el ministro de Justicia había sido aceptada a trámite en el Consejo de Ministros, pero para pronunciarse solicitaban una evaluación judicial.
Antes de salir de la celda, Arthur se ajustó mecánicamente el nudo de la corbata observándose de reojo en el reflejo de la ventana. Se sentía extraño con aquella ropa después de tanto tiempo. El cuello duro de la camisa le rozaba la barba rasposa a la altura de la nuez y notaba el peso de la americana sobre los hombros constreñidos. Se había vestido con un buen traje, aunque su abogado le había aconsejado que no lo hiciera o que al menos no se pusiera la corbata. «Transmite un aire demasiado arrogante, y eso a los jueces y a los fiscales no les gusta». También le había aconsejado no afeitarse aquella mañana. Las ojeras y las incipientes canas de una barba de tres días ayudarían a darle un aire desvalido, de desconcierto, como si hubiera pasado la noche en vela, preocupado realmente por su destino inmediato. Arthur se había negado a seguir ninguna de esas instrucciones. Sacudió de la solapa una voluta inexistente con el torso de la mano derecha y durante un segundo su mirada se concentró en la alianza de oro blanco que lucía en el anular.
Parecía otra persona. Todos parecían ser personas diferentes. Pero seguían siendo los mismos, y eso debería haberle insuflado el ánimo que le faltaba cuando sujetó el cerrojo metálico de la puerta sin decidirse a hacerlo girar.
—Irá bien —lo tranquilizó Ibrahim, que lo había ayudado a vestirse.
—¿Tú crees?
El musulmán sonrió, mostrando su boca dañada por la piorrea.
—Claro; a los tipos ricos siempre les va bien, y tú lo eres, ¿no? Pues entonces, nada de lo que preocuparse.
Arthur se abrazó a Ibrahim.
—Tú eres un amigo.
Ibrahim no contestó, pero la pesada sombra de su mirada lo hizo por él. Desvió la atención hacia la puerta entreabierta de la celda.
—Será mejor que causes una buena impresión ahí fuera.
La vista se había fijado a las once de la mañana, pero el traslado se adelantó más de una hora para evitar el acoso de la prensa.
—No está fácil —le advirtió su letrado, ya con la toga puesta. Los huesos de los pómulos tensaban su piel pálida dándole el aspecto de un anoréxico nervioso. Constantemente se echaba el flequillo hacia atrás con un gesto enérgico, sacudiendo su reloj carísimo, como si llevase puesta una pulsera de cascabeles. Era zurdo y escribía con una pluma de oro. Desprendía una suave fragancia a limón y un olorcillo muy atenuado de café y cigarrillo rubio. Hablaba pausadamente, como si estuviera en una reunión de trabajo, desglosaba los puntos que debían tratarse anotados en una agenda, cuyo guión seguía con la punta de la pluma.
—Para eso le pagan, para que lo haga fácil —replicó Arthur. Le molestaba el amaneramiento ficticio del abogado, su excesiva teatralidad.
—El que las dos personas muertas fuesen tan jóvenes, especialmente la niña, juega en su contra, señor Fernández. Hoy me han informado, además, de que los abogados de la madre del chico han presentado un escrito al ministerio protestando por la tramitación del indulto. La madre pide que cumpla íntegramente la condena. —De vez en cuando miraba a Arthur por encima de sus gafas modernas para cerciorarse de que él había entendido lo que pretendía decir. En realidad, no veía a su cliente. Arthur solo era un objeto para él, un problema que solucionar del modo más brillante posible.
Arthur crispó la mandíbula.
—¿Y qué juega a mi favor?
El abogado carraspeó.
—En primer lugar, que yo le defiendo. Con un poco de suerte, conseguiré que el juez le imponga una serie de medidas cautelares y podrá salir de la cárcel hasta la resolución definitiva de la condena. Por dramático que pueda parecer, esas muertes fueron accidentales, un homicidio imprudente, y ya ha cumplido tres cuartas partes de la condena.
El abogado sacudió por enésima vez su flequillo rebelde y se encogió de hombros como si hubiese olvidado un detalle menor.
—También podría jugar a su favor recurrir al asunto de Aroha, por supuesto únicamente en el caso de que sea estrictamente necesario.
—Ni hablar —murmuró Arthur, atravesando con la mirada al abogado—. Creí que dejé eso bien claro: a mi hija no la mencione.
El abogado observó a Arthur con desconcierto, como si no comprendiera a qué venía andar buscándole tres pies al gato.
—Oiga, usted quiere salir indemne de esto, ¿no es cierto? Para eso paga la minuta de mi bufete, que no es barata, y por eso me han pedido a mí que lo represente hoy. Debo utilizar todas las armas a su favor que la ley permita. Tal vez el juez necesite que se le recuerden las circunstancias previas, las que lo llevaron a ese día fatídico del accidente.
—He dicho que no, y no hay más que hablar —repitió inflexible Arthur.
El abogado sacudió la cabeza con resignación, como diciendo «allá tú».
La sala del juzgado era pequeña, con una tarima que crujía bajo los pies con una mesa de plancha prefabricada tras la cual se sentaban el juez, el fiscal y un secretario. A la izquierda había una mujer bastante joven tomando notas y consultando un librito rojo que debía de ser el código penal. Era la abogada de la acusación particular por parte de Gloria A. Tagger, la madre del chico atropellado. Por parte de la familia de Rebeca, la niña de seis años que también había muerto en aquel accidente, no había nadie. Su padre, el Armenio, había enviado una carta al juez en la que declaraba no creer en la justicia del Estado, sino en la suya propia. Y de un modo u otro, añadía, la haría cumplir.
En otra mesa idéntica se sentaba el abogado de Arthur y un pasante que le susurraba algo al oído mirando de reojo como un vulgar confabulador. Todos ellos iban ataviados con esas pesadas togas negras que pretendían insuflar miedo o autoridad, acaso ambas cosas. En la pared de enfrente, un retrato del rey inaugurando el año judicial y dos banderas. Todo aséptico, silencioso, protocolario. En las sillas destinadas al público no había mucha gente, un par de muchachos que tal vez eran estudiantes de la facultad de Derecho con sus libretas de anillas prestos a no perderse detalle del espectáculo.
Empezaron las intervenciones, y cuando le llegó el turno al abogado de Arthur, este se dirigió al juez sonriendo con cierta condescendencia. Se quitó lentamente las gafas, un efecto teatral y exagerado, y chasqueó los labios, con cara de fastidio.
—Mi cliente fue condenado a cuatro años y medio de prisión por las muertes de Ian Mackenzie Tagger y Rebeca Luján Montes, de los cuales ha cumplido su mitad más un tercio, con informes favorables de la Junta de Prisiones, y ha satisfecho las indemnizaciones millonarias impuestas para cada una de las familias afectadas en el doble accidente con el trágico resultado de todos conocido del que fue causante y condenado por homicidio imprudente el 18 de enero del 2001. Mi cliente es un reputado miembro de la sociedad, empresario conocido y sin antecedentes penales, tiene domicilio estable, medios de subsistencia suficientes y puede ofrecer todas las garantías que este tribunal requiera, desde entregar el pasaporte hasta poner una fianza ajustada a derecho a disposición de esta Audiencia, aceptando cualquier otra medida de control que quiera imponérsele. En definitiva, mi cliente ha mostrado sobrada y públicamente su arrepentimiento, por lo que, teniendo en cuenta sus circunstancias personales, consideramos que debe ser tenida como favorable su petición de indulto, elevada al Ministerio de Justicia. Muchas gracias.
A esta primera intervención siguieron otras, a favor y en contra. Se presentaron informes periciales, de psiquiatras y psicólogos, y garantías del pago de indemnizaciones a las familias de los fallecidos. El tribunal tomó nota de las objeciones de los abogados de la familia contraria a la concesión del indulto, hubo un receso para deliberar y los alegatos finales. Unos y otros hablaban en la jerigonza legal que terminó por convertirse en un zumbido monótono cuyas palabras ni siquiera eran manifestadas con un mínimo énfasis por las partes. A nadie le importaba otra cosa que cumplir con escrupulosa frialdad el trámite.
Arthur cerró los ojos para aislarse. No estaba nervioso, tampoco apesadumbrado. Sentado en el banco de madera entre los dos agentes de la policía que lo custodiaban tenía la impresión de que nada de lo que ocurría tenía que ver con él. Como si siendo el protagonista de la obra, los actores secundarios le hubiesen arrebatado el protagonismo, arrinconándolo, y el resultado final no dependiera en absoluto de él. Contempló las fotografías que los peritos habían hecho el día del accidente, las colocaban con numeración en un panel de corcho con ruedas que un agente había dispuesto de modo que todos pudieran verlas. Los especialistas hablaban de fórmulas matemáticas, cálculos de trayectoria y de frenada, hipótesis y números que unos rebatían y los otros confirmaban en función de su necesidad de demostrar culpabilidad o inocencia.
Nada de eso tenía que ver con él. Ninguno de ellos podía acercarse siquiera a lo ocurrido aquella lluviosa mañana.
Dos horas después, la vista había terminado y todo estaba decidido.
El abogado de Arthur le sonrió, como si ambos fueran a compartir un picnic en la playa al salir del juzgado.
—Ha ido bien. Yo que usted, iría recogiendo el petate.
Pretendía ser una gracia, pero la mirada centelleante de Arthur le congeló la sonrisa.
—¿Por qué está tan contento, abogado? Maté a dos personas, y ahora me van a dejar en libertad. ¿No se supone que uno elige la abogacía porque cree en la justicia del sistema?
—Exactamente, creo en el sistema. Fue un accidente. Estaba borracho, llovía mucho, y el asfalto no estaba en buenas condiciones. Ellos empezaron a cruzar antes de que el semáforo de peatones se pusiera en verde. Todo fue un cúmulo de despropósitos con un final trágico.
—¿A esas conclusiones le han llevado sus reflexiones? —preguntó Arthur con ironía, señalando la agenda del abogado—. He leído el informe de apelación, no hace falta repetirlo como un loro. Yo no soy el juez, así que no necesita seguir con un papel aprendido delante de mí. Vamos, puede hacerlo mucho mejor: ¿cree que puede venir aquí con su apariencia de estar por encima del bien y del mal y absolverme de mis pecados solo porque me ha entrevistado un par de veces?
Se dio cuenta de que el abogado empezaba a sentirse realmente molesto.
—No le estoy juzgando. Pretendo que lo haga un juez, y que actúe con imparcialidad.
—No tienes ni puta idea.
—No necesita ser vulgar, Arthur.
—Sí, por supuesto que lo necesito. Es lo único civilizado que puedo permitirme.
Sus últimas noches en la cárcel, apenas podía dormir. Cada hora, cada minuto era una pequeña recreación de aquellas otras noches tan terribles, cuando parecía que se perpetuarían. Hablaba y fumaba con Ibrahim, dispensándole un afecto culpable, corrompido por la evidencia de que el dinero y la influencia de Arthur lo sacarían de allí mucho antes de lo que la mera mecánica de la Justicia haría con su compañero de celda. No mencionaron las razones por las que uno u otro estaban allí, no intentaron justificar su inocencia o culpabilidad. Allí dentro, hablar de ciertas cosas era de mal gusto, y una vez fuera, dejarían de tener sentido, de modo que no había necesidad de verbalizarlas.
A menudo, el amanecer lo sorprendía en vela. Y aquella mañana, a lo lejos se adivinaban nubes rojas, iba a ser un día de tormentas. Los focos del perímetro apuntaban hacia el patio vacío y los bancos pegados a los muros. Un gato cruzaba la cornisa sin prisas, consciente de que aquel era todavía su dominio. Hacia la derecha se veía la figura oscilante de un guardia haciendo la ronda con la linterna. Faltaba una hora para que tronara la sirena y todo aquel mundo de fingida quietud se volatilizara. Otros ruidos, los sonidos cotidianos que poco a poco le habían ido encerrando, lo envolvían todo de normalidad: las cancelas de la galería, los pasos del celador, las toses de los otros internos en las celdas contiguas… incluso la melodía de un transistor que se colaba debajo de la puerta metálica como un murmullo lejano.
Arthur se sentó en el borde de la litera y apoyó los pies desnudos en el suelo de cemento pintado de verde. A alguien se le debía de haber ocurrido que así podría parecer una pradera. El suelo estaba frío. El cuerpo de Ibrahim apenas se percibía desde la oscuridad, abrazado a su almohada. Arthur lo escuchó suspirar y darse la vuelta para seguir durmiendo. Aprovechó el breve espacio que el sueño de su compañero le brindaba para escribir una carta en la intimidad.
Venía pensando en ello desde hacía días, y la necesidad de redactarla se había acentuado al saber que saldría en libertad. El sentido común le decía que no necesitaba aquellas pocas líneas, que incluso podría resultar contraproducente. No tiene sentido dar un manotazo cuando el polvo ya se ha aposentado en el suelo, a menos que queramos verlo flotar de nuevo. Y él no deseaba remover heridas que no estaban cicatrizadas. Entonces, ¿qué pretendía? Ni él mismo estaba seguro de sus intenciones cuando, amparándose en la débil luz de los focos que llegaba hasta su ventana, se apoyó en el alféizar y empezó a escribir. Podría haberlo hecho fuera ya de aquella celda, pero entonces ya no respondería a su necesidad. Debía hacerlo allí, entre las cuatro paredes y la ventana con barrotes, con el olor a presidio que impregnaba las mantas, la ropa y la piel, antes de que todo eso se esfumase como si nunca hubiese ocurrido.
Escribió durante veinte minutos sin apenas pensar en las palabras, permitiendo que se trasladasen al papel en borbotones confusos, como una hemorragia.
Al terminar, no se sintió mejor. Guardó el papel en un sobre y se tumbó en la litera con los ojos abiertos. Todavía podría dormir una hora.
Pero algo le hizo incorporarse. Oyó el sonido metálico del cerrojo descorrerse tras la puerta de la celda.
Se volvió hacia la pequeña cuadratura de luz del suelo y enseguida comprendió que algo iba mal. No era una hora común para el recuento, y aunque lo fuera, ningún guardia se presentaba en la celda sin avisar. Despertó silenciosamente a Ibrahim y señaló la entrada. Bajo la rendija de luz de la puerta se adivinaba la sombra de alguien.
Con cautela, como si quisieran entrar por sorpresa, el cerrojo fue cediendo y la puerta metálica se entreabrió. La sombra gigantesca que se proyectaba sobre la litera desde el umbral no era la de un guardia; los guardias no tenían el cráneo afeitado ni lucían tatuajes de telarañas en la cara. El desconocido llevaba algo en la mano derecha, un punzón o un cristal afilado. Debió de desconcertarlo ver de pie frente a él a su víctima, y aquel instante de duda permitió a Arthur esquivar la primera cuchillada que el agresor le lanzó. Al pinchar en el aire, el intruso se quedó muy quieto durante una décima de segundo.
Aquella pequeña vacilación del atacante permitió a Arthur ganarle el costado y, antes de que este pudiese reaccionar, le dio un fuerte puñetazo a la altura del riñón. Como si fuese la escena surrealista de una película muda, el atacante se llevó las manos al costado y sus mandíbulas se batieron en un alarido mudo. Aquel golpe debería haber doblegado a cualquier hombre normal, pero aquel gigantón no se rindió. Apretó los dientes y embistió con fiereza a Arthur, arrinconándolo contra la pared. Arthur era más grande que la mayoría de presos del módulo, y aun así parecía un alfeñique en manos de aquel monstruo. Golpeó con todas sus fuerzas en los oídos al agresor y trató de meterle los dedos en los ojos, pero eso no mermó la fuerza y el empuje del bruto, que gruñó enfurecido como un jabalí malherido, lanzando cuchilladas hacia la cara de Arthur que este apenas lograba esquivar.
Hasta que, de repente, el agresor abrió mucho los ojos y dilató las pupilas como si dentro de su mirada se hubiese producido una explosión. Emitió un breve gorgojo y escupió un grumo de sangre sobre la cara de Arthur, antes de desplomarse hacia un lado, sin vida. Al otro lado de la celda, Ibrahim contemplaba el ligero estertor de la muerte sacudiendo el cuerpo del desconocido, que tenía un pincho clavado en la nuca. Ibrahim temblaba, también, con la tensión de la embestida acumulada aún en los músculos del cuello. Se pasó los dedos manchados de sangre por la cara, y por un momento fue como si la gruta seca de su cicatriz se convirtiera en un río carmesí. Se acuclilló junto al cuerpo caído para comprobar las constantes.
—¿Está muerto? —preguntó Arthur, con la respiración entrecortada.
Ibrahim asintió y pensó con rapidez.
—Los guardias no tardarán en aparecer, hay que deshacerse de esto como sea. Si te relacionan con lo que ha pasado, despídete de salir por la puerta grande.
Trazaron rápidamente un plan y lo ejecutaron en silencio absoluto. Cogieron el cuerpo inerte, lo tumbaron sobre una sábana y a continuación lo arrastraron fuera de la celda. El módulo tenía tres galerías y su celda estaba en la tercera. Todas las galerías daban a una zona común en forma de patio de luces donde los presos arrojaban latas, colillas y todo tipo de porquerías. Ibrahim hizo rodar el cuerpo y lo empujó al vacío desde el tercer piso. El cadáver se estrelló contra el suelo de cemento con un golpe seco, como un saco de patatas al ser lanzado contra el fondo de una carreta. Luego volvieron a la celda y cerraron la puerta asegurándose de no hacer ruido.
—Las cámaras lo habrán grabado todo —dijo apesadumbrado Arthur. No le importaba la vida del hombre que acababan de arrojar al vacío como un despojo. Lo único que le importaba en aquel instante era su libertad.
—Lo dudo —lo tranquilizó Ibrahim—. Ese era un esbirro del Armenio y su jefe se habrá encargado de sobornar al guardia de control, que debe de ser el mismo que ha activado la apertura de la celda. No era de este módulo, así que el guardia esperará a que salga para activar la grabación otra vez.
—¿Qué pasará cuando descubran el cadáver?
Ibrahim se encogió de hombros. Le molestaba la bisoñez de Arthur, su piel demasiado fina y poco curtida para sobrevivir solo en el mundo carcelario.
—No pasará nada. Nunca pasa nada. Cubrirán las apariencias, fingirán una investigación, tal vez encuentren alguna cabeza de turco, pero lo más probable es que el asunto se acabe olvidando. Sea como sea, tú ya estarás lejos de aquí, y nadie te relacionará con lo ocurrido, tranquilo. —Ibrahim se estaba lavando los restos de sangre de las manos en la pica, luego recogió en un hatillo la sábana que habían utilizado para arrastrar el cadáver y la escondió al fondo del colchón. De repente se movía con una energía inesperada. Parecía tener claro qué hacer y cómo hacerlo.
—Te debo la vida. Cuando esté fuera haré lo que esté en mi mano para devolverte el favor.
Ibrahim torció el gesto y su cicatriz se hizo más profunda.
—Sí, seguro que sí.
Por la mañana todo el mundo sabía lo que había ocurrido, todos, sin excepción: desde el guardia que se había dejado sobornar para abrir la celda, hasta el último preso recién llegado, que había visto a través de los resquicios de una ventana cómo Ibrahim y Arthur arrastraban y lanzaban al patio interior el cadáver. Todos sabían que aquel oso muerto era un esbirro del Armenio. Pero nadie diría nada, no se harían comentarios, no habría murmullos. Existen corrientes bajo la superficie. Corrientes que discurren en el mismo sentido que la realidad, pero de las que nunca se habla, corrientes construidas a base de sobreentendidos, miradas y medias gesticulaciones. Los guardias hicieron un registro a fondo de las celdas, Ibrahim fue llevado a declarar ante el director de la prisión; lo siguieron Arthur y otros presos más. Nadie dijo nada. Todo el mundo jugaba al mono sabio. Poco a poco una rutina aparente volvió a la vida en el módulo, una tensa espera donde se cruzaban apuestas poniendo fecha de caducidad a la vida de Arthur y de su guardaespaldas Ibrahim. Solo alguien demasiado ingenuo podría haber llegado a creer que todo lo ocurrido no iba a tener consecuencias. Y en la cárcel no existe la ingenuidad.
El día 3 de febrero, una funcionaria condujo a Arthur al módulo administrativo. El director quería verlo. Ordóñez era en aquella época uno de los directores más jóvenes de prisiones españolas. Se le tenía por un hombre de pocas palabras, de labor discreta y eficaz, justo, pero intransigente, un hombre con las ideas claras y la decisión necesaria para llevarlas a buen puerto pesara a quien pesara. Un hombre, por lo demás, extremadamente elegante. Cuando Arthur entró en el despacho, el director consultaba unos papeles apoyado en un estante, le lanzó una mirada rápida, calibradora y sagaz, y a continuación tendió la mano hacia adelante, señalando una silla, al tiempo que despedía a la funcionaria con un gesto.
—Siéntese.
Arthur permaneció un instante de pie, con las manos en los bolsillos del pantalón. Se preguntó qué clase de relación podría haber mantenido con Ordóñez fuera de aquellos muros; probablemente nunca lograrían ser amigos, pero tal vez hubiesen conseguido mostrarse un mínimo de respeto mutuo.
—Siéntese, por favor —repitió el director, esta vez con un tono menos perentorio.
A regañadientes, Arthur aceptó sentarse en el borde de la silla.
—Supongo que preguntarle otra vez por el interno muerto en su módulo es inútil.
Arthur miró al techo, recién pintado, todavía olía a pintura húmeda. Luego exploró sin ganas el despacho, los estantes metálicos, los expedientes en carpetas de diferentes colores, el teléfono sobre la mesa, entre un retrato del rey y una foto del director con dos niñas que de tan rubias parecían albinas. «Un hombre normal», pensó Arthur. «Un tipo con dos niñas gemelas que come caramelos de naranja», se dijo al observar el cenicero con las envolturas de los dulces.
—No logro conciliar el sueño por la tristeza, si es lo que me pregunta.
El director tensó el cuello. No le gustaban los sarcasmos. No le gustaba Arthur.
—Déjese de idioteces, ahora no está en el módulo, no necesita hacerse el gallito.
—No sé nada, ya se lo dije a usted, a los investigadores. No sé absolutamente nada sobre la muerte de ese gorila, excepto que era uno de los esbirros del Armenio. ¿Por qué se preocupa tanto por ese saco de mierda? Era un cabrón que violaba niñas y les metía cristales en la vagina. Cualquier día es mejor sin ese cerdo rondando por ahí.
El director lo interrumpió con un movimiento impaciente de la mano derecha.
—Me preocupo porque alguien ha tirado ese saco de mierda en mi patio. Y conozco mejor que usted los antecedentes de todos los internos, así que no necesito que me los recuerde, y mucho menos que pretenda aleccionarme. Ocurre que, me guste o no, ese hombre estaba bajo mi custodia, era mi responsabilidad. Y no estoy dispuesto a permitir que este centro se convierta en un salón del Oeste donde cada cual se toma la justicia por su mano. Sé lo que sé, pero no tengo pruebas para demostrarlo, así que tengo que aceptar las cosas, pero ni por un momento se le ocurra pensar que soy imbécil, Arthur. —Aquel hombre no entendía ni pretendía entender cierto tipo de sutilezas—. Durante su condena hemos tratado de protegerle lo máximo posible, especialmente del Armenio, pero la seguridad total no existe y yo tengo otro millar de internos de los que preocuparme, así que, sinceramente, me alegro de que se marche. Para mí será un quebradero de cabeza menos.
—¿Que me marche?
—Acaba de llegar el acta de indulto del ministerio. Tiene usted amigos importantes, Arthur. —Ordóñez se desajustó un poco el nudo de la corbata, una corbata de seda azul a juego con su camisa impoluta. Sin preguntar si molestaba, encendió un pitillo y se apoyó en el borde de su mesa, arrastrando hasta la altura de su brazo extendido un cenicero de cristal con un par de colillas. El director expulsó lentamente una bocanada de humo denso sin dejar de mirarlo. Arthur notó que Ordóñez estaba cansado de gente como él, y que, aun así, procuraba guardar las formas, lo que era digno de elogio.
—No creo que necesite que le prevenga sobre el Armenio. Sería iluso por su parte creer que cuando cruce estas rejas estará fuera del alcance de ese hombre. Por el contrario, ahí fuera estará más expuesto que aquí dentro, los tentáculos de ese tipo son muy largos. Tome sus precauciones, contrátese seguridad privada o algo así, y vigile su espalda.
—Le agradezco su preocupación. Lo tendré en cuenta.
El director asintió sin mucho convencimiento. Miró su reloj de pulsera como si se tratase de un ejecutivo muy ocupado.
—Muy bien, firme estos impresos y vaya a la consigna a recoger sus cosas. Pasará la noche en el módulo de accesos y mañana se le trasladará a los juzgados de Castilla… Y otra cosa: cualquier mínimo desliz y volverá aquí.
Arthur firmó los papeles y se dirigió hacia la puerta. Tuvo la impresión de que el director contemplaba en silencio sus movimientos. Arthur se volvió repentinamente hacia él.
—Usted también piensa que soy un hijo de puta, y que si no fuese por mi dinero me pudriría aquí dentro por lo que hice. ¿Me equivoco?
Ordóñez escudriñó con curiosidad a Arthur. Sonrió levemente, como si la pregunta le hiciera gracia. Una gracia amarga.
Arthur fue acompañado por la misma chica hacia las dependencias comunes de los presos. Al pasar junto a la cancela entreabierta de una celda vio de perfil al Armenio, reclinado sobre la ventana. Al sentirse observado volvió levemente la cabeza. Su mirada y la de Arthur se encontraron con frialdad.
El Armenio sonrió. Sí, por supuesto, ya conocía la noticia del indulto. Pero eso no parecía importarle.
—Ya nos veremos.