Capítulo 5
El ama de llaves lo saludó con una sonrisa de reconocimiento y lo llevó directamente hasta una sala en la que Eduardo no había estado anteriormente. Sonaba Claro de Luna de Debussy, pero el piano de cola que presidía la sala estaba callado, lo que causaba una extrañeza mágica. Sobre una finísima capa de polvo, en la tapa del teclado habían quedado impresas las huellas de cuatro manos. Podía imaginar que aquella pieza la interpretaba un dueto de fantasmas y que sus dedos invisibles quedaban delatados por el polvo. Gloria estaba apoyada en una librería, leyendo algo. Al ver a Eduardo forzó una sonrisa y guardó aquel papel en el secreter.
—Pensé que no volvería, que se fue con la convicción de que estoy completamente loca.
—He decidido aceptar su encargo —respondió Eduardo, obviando ese pensamiento.
—Me alegra oírle decir eso. ¿Un cigarrillo? —Gloria le alargó una cajetilla de una marca húngara, se los hacía traer expresamente de Budapest, y se sentó de lado en el borde de una silla que parecía bastante incómoda. No era una postura adecuada para confidencias. Gloria tenía el cuello arañado y un moratón bajo la oreja. En los brazos había otras marcas, como si la hubieran sujetado con mucha fuerza.
—¿Ha tenido un accidente? ¿O tal vez he llegado en mal momento?
—Nunca hay malos momentos para recibir lo que se espera, Eduardo —contestó ella de modo críptico.
Eduardo carraspeó y apoyó el peso de su cuerpo en la rodilla sana. Gloria no le había invitado a sentarse. Por el contrario, lo examinaba desde una distancia un tanto frívola. Desconocía la causa de aquel cambio con respecto a su primer encuentro, pero procuró disculparla; uno tiene predisposición a pasar por alto las ofensas cuando el ofensor nos atrae. Y aquella mujer le atraía profundamente, aunque no sabía exactamente por qué razón.
—No le puedo prometer nada, Gloria. Tal vez no deba esperar de mí más de lo que puedo ofrecerle. Aunque lo intentaré.
Gloria lo miró como si él fuera la pieza a cobrar de una cacería; un animal del bosque insignificante, aturdido y acobardado por los ladridos de los perros y el ruido de montería.
—Si vas a trabajar para mí, será mejor que comencemos a tutearnos.
Durante las tres semanas siguientes Eduardo visitó aquella casa prácticamente a diario. Gloria lo recibía normalmente de buen humor, a veces en alguna estancia de la casa o en su despacho, y otras, cuando el tiempo cambiante de febrero lo permitía, en el desolado jardín que rodeaba la casa y que se perdía por un estrecho sendero hacia una alameda cercana con un riachuelo y un puente de piedra mal conservado. Unas veces hablaban de arte, de pintura, de música o de cine, otras se perdían en anécdotas cotidianas, en hechos de actualidad por los que fingían sentirse interesados. Pero, de un modo u otro, rodeaban sus tormentos, las úlceras que asomaban en su piel como hacían con los recodos del riachuelo.
A Gloria le costaba hablar de lo que la estaba matando, el dolor por la pérdida de Ian, su hijo. Pero aún más, no encontraba palabras para esa otra clase de dolor más profundo y enquistado que Eduardo entreveía en sus silencios. Existen personas que son capaces de sufrir sin darse cuenta durante toda una vida, que pueden morir sin descubrir la razón de ese peso que lastra los días, ese malestar inconcreto que las hace volverse hurañas y a veces mezquinas, y las dos cosas: infelices. Personas que viven en la ignorancia del origen de ese dolor íntimo, privado, que por cotidiano se asume con normalidad, como las jaquecas o el dolor de espalda. Pero puede ocurrir algo, tal vez siendo ya tarde para remediarlo, que de pronto dé la clave de ese dolor, sin tiempo a repararlo.
Una mañana, temprano, salieron al jardín trasero y caminaron hacia un quiosco de música que debía de hacer mucho tiempo que no se utilizaba. Las escaleras de madera estaban llenas de grietas y el techo cónico presentaba grandes agujeros. Gloria se aferraba al antebrazo de Eduardo sin apoyar en él el peso de su cuerpo, más como un gesto de complicidad que como una muestra de desvalimiento. Aquella mujer podía parecer muchas cosas, nostálgica, tal vez triste, pero desde luego no inspiraba la necesidad de socorrerla. Simplemente, en ocasiones las mujeres fingen debilidad para que los hombres no se sientan amenazados.
Eduardo se dejó llevar dócilmente a un banco bajo una encina de tronco seco y retorcido. Sintió el impulso de acariciar el perfil hermoso de Gloria, tan similar, tan distinto al de Elena, pero la cobardía amartilló sus dedos al fondo del bolsillo de la chaqueta. Durante unos segundos, ambos miraron al frente, muy cerca el uno del otro, sin decir nada. Eduardo escuchaba el latido de su corazón desacompasado con el de Gloria, ritmos diferentes de respiración.
—A veces vengo aquí y pronuncio en voz alta el nombre de mi hijo —dijo repentinamente Gloria—. Parece como si al hacerlo invocase su presencia, es de locos, lo sé. Pero, sin un nombre que repetir no quedaría rastro alguno de su paso por el mundo. Cuando lo llamo, su cara se me aparece entre los árboles, en una habitación, a veces sentado entre las primeras filas de butacas durante un concierto. Veo su rostro de niño, sus rizos rebeldes que no había manera de domeñar, acaricio el terciopelo de sus ojos, me dejo acunar por su voz y me parece que sigue aquí, conmigo, dispuesto a enfrentarse al mundo, a ir en pos de sus sueños.
Aún podía sentir cómo se movía en el vientre, su incomodidad en el útero, su ansia por salir aquel día tórrido y extremadamente seco de 1984 en la sierra de Cáceres. Gloria y su esposo Ian habían acudido a las fiestas patronales del pueblo de su abuela, Aldea del Campo. La encina que habían elegido aquel año los mozos del pueblo para las fiestas era de dimensiones asombrosas. El mayor tuero que se recordaba. Lo arrastraban en dos carros unidos con sogas y tirados por dos recuas de asnos hacia la plaza del ayuntamiento. Allí permanecería hasta el día de Nochebuena, entre taramas, cuando le prenderían fuego. En uno de los carros iba Ian encaramado encima de las raíces secas, grabándolo todo con una cámara móvil, entusiasmado y febril, saludando como si fuera un ministro. Estaba radiante. Gloria lo saludó con una sonrisa que le costó Dios y ayuda sacar a flote, mientras sujetaba el vientre hinchado. El bebé no paraba de dar patadas. Gloria estaba fuera de cuentas y, conforme se acercaba el momento de parir, los dolores, los ahogos y los mareos iban a más, pero procuraba disimular para no fastidiarle el momento a su marido.
De reojo buscaba entre el gentío de la plaza el indicador del dispensario médico que había visto anteriormente por si a su hijo se le ocurría desparramarse allí mismo, sobre el polvo seco y rojizo de la plaza de un pequeño pueblo de la sierra, a más de cien kilómetros de cualquier ciudad que dispusiera de un hospital mediano donde atenderla en caso de emergencia. Al principio había pensado que podría aguantar hasta la noche, hasta volver a la ciudad, donde había hospitales de verdad. Pero ya no estaba tan segura. Había sido una temeridad ocultar que aquella misma mañana en el hotel había empezado a sentir dolores un poco más fuertes de lo habitual, tal vez no contracciones aún, pero sin duda se le parecían mucho.
—Yo ya sabía que sería un niño. Nadie me lo había dicho, no permití que el ginecólogo me desvelase el sexo, movida por una especie de superstición familiar; mi abuelo siempre decía que no hay que esperar sino lo que se recibe. Pero yo lo sabía; llevaba dentro un niño saludable y hermoso que sería músico, como todos los hombres de mi familia, y como yo misma. No le había dicho nada a Ian, porque él siempre quiso una niña, y no quería decepcionarlo antes de tiempo. —No fue un secreto consciente, al menos no al principio, sino una de esas cosas que se callan porque no se encuentra el momento oportuno de decirlas.
Eduardo asintió, a pesar de no estar muy seguro de comprender lo que Gloria pretendía decirle. Entre él y Elena nunca hubo secretos.
—Lo que importaba era que mi hijo nacería y viviría muchísimos años. Eso le estaba pidiendo a la Virgen de Los Remedios, la patrona de la fiesta mayor de aquel pueblo, cuando Ian se acercó con el pelo revuelto, sudoroso y con la camisa abierta. Traía un vaso de plástico con un vino áspero y de mal beber. Pocas veces lo he visto tan feliz. Me explicó entusiasmado qué gran idea había sido subir hasta aquel pueblo remoto, estaba recogiendo un material magnífico, convencido de que lo iba a comprar la BBC; y de repente me miró y se dio cuenta de que algo iba mal. «¿Te encuentras bien? Pareces cansada». Dije que sí, que estaba bien, no quería estropearle su alegría, pero el inicio de la sonrisa se truncó de repente en un gesto crispado.
Apenas pudo alcanzar el brazo que su asustado esposo le ofreció.
No hubo tiempo de ambulancias ni hospitales. Fue un parto largo, angustioso y agónico.
Mientras, Ian esperaba al otro lado de la puerta que separaba la consulta del resto del ambulatorio. Cuando salía la enfermera, Gloria lo veía entre los intersticios de la cortinilla. Mataba la inquietud arañando con el dedo índice la urdimbre de una silla, procurando aislarse de los gritos que se escuchaban al otro lado.
Pasada más de una hora, salió la comadrona, vestida todavía de fiesta patronal con la camisa arremangada por encima de los codos y un peto de hule salpicado de gotas oscuras. Ian se hizo a un lado, esforzándose en componer una apariencia de serenidad, pendiente de la mirada suspicaz y acusatoria de la mujer. «¿Cómo va?», preguntó con un tono neutro, como si preguntase qué tiempo haría mañana. La comadrona lo apartó con un gesto brusco, fue hasta una vitrina y cogió un paquete de gasas esterilizadas. «Mal, va mal», contestó con aire molesto, luego se calló un segundo mirando al fondo de la habitación, midiendo sus palabras para expresar con exactitud lo que pretendía decir. «¿Se puede saber en qué pensaba? Meter a una mujer en este estado por esta carretera del demonio llena de curvas y mal asfaltada. ¿Es que no ha visto que estaba a punto de parir y que aquí estamos dejados de la mano de Dios?». Ian se sonrojó. La comadrona meneó la cabeza como un carnero a punto de embestir. De buena gana le hubiera estampado un coscorrón en la cabeza a aquel cretino sin sentido común. Volvió al paritorio, pero antes de entrar ladeó la cabeza dirigiéndose a él. «La ambulancia viene de camino, pero aún tardará media hora. Si se complica más la cosa, no sé qué va a pasar. Si cree en milagros, empiece a rezar».
Gloria dejó escapar una risa irónica:
—¿Imaginar a Ian rezando? Imposible. Un anglicano sin Dios, un súbdito de Su Majestad con la cruz de San Jorge, arrogante, impredecible, arrodillado ante un Cristo de un pequeño pueblo perdido en las montañas. Eso jamás habría ocurrido. Lo cierto es que ninguno de los dos morimos aquella mañana. Supongo que teníamos demasiadas ganas de vivir, de conocernos.
Al nacer, Ian pesaba poco más que un gorrión, su cuerpecito era quebradizo, de color triste; apenas lloró. Al verlo de cerca, Gloria sintió una grieta abriéndose en su garganta.
—Supe que algo no iba bien; el médico lo cogió de entre mis brazos enseguida, muy alarmado. Tenía ese color de la ceniza reciente, esa ligereza alrededor del cuello y en la nuca. Luego, cuando le hicieron las pruebas en Madrid, me dijeron que durante el parto lo retuve demasiado y eso había causado durante unos minutos falta de riego sanguíneo.
Gloria se interrumpió y miró fijamente a los ojos de Eduardo. No había puertas en aquella mirada.
—Le corté el riego sanguíneo a mi propio hijo, me asusté ante la posibilidad de morir con él. En aquellos instantes de pánico habría cambiado su vida por la mía, yo quería sobrevivir a toda costa. Y ahora daría mi vida porque estuviera aquí, solo un poco más. Me dijeron que aquel parto traumático dejaría secuelas difíciles de prever en Ian. ¿Puedes creerlo? Secuelas difíciles de prever.
Le temblaba la voz.
—Quería a mi hijo por encima de cualquier circunstancia, por encima de todo. Pero hay algo que me horroriza. Empiezo a olvidar cómo era de verdad, a qué olía, cómo era su tacto, su voz. Es eso el olvido, ¿verdad? Esa es la verdadera muerte.
Tardó unos instantes en alzar la barbilla. La mirada se arrastró hacia Eduardo debajo de unas gafas con montura de pasta que le daban un aire intelectual, de mujer inteligente y un poco altiva. Eduardo no pudo evitar pensar que estaba hermosa, con aquella expresión de madonna de Miguel Ángel. Aquella fue la primera vez que sintió unos deseos irreprimibles de besarla, el primer deseo erótico en catorce años por otra mujer que no fuese Elena. Nunca engañó a su esposa, ni siquiera deseó hacerlo, aunque a veces Elena lo jodiera y lo castigase por cualquier tontería, «no me toques». ¿Y ella? ¿Lo engañó alguna vez? ¿Sintió al menos la tentación, el deseo, de hacerlo? ¿Fantaseaba con otros hombres cuando estaban juntos?
Ajena a esa vorágine de pensamientos que despertaba en Eduardo, o quizá solo fingidamente ausente, Gloria fue al secreter y le mostró lo que había estado leyendo al entrar él.
—Es una carta del hombre que mató a mi hijo. La trajo el cartero:
Gloria (qué estúpida esta duda de no saber cómo dirigirme a usted, si debo anteponer Señora, Apreciada, evidentemente eso no, si es mejor mantener la distancia del trato distante o proponer un acercamiento a través del tuteo…).
Posiblemente, a estas alturas ya sepa que el Consejo de Ministros ha firmado favorablemente mi informe de indulto. Agoto mis últimas horas, mis últimos minutos en esta celda, y lo hago escribiéndole esta carta antes de que amanezca, mientras mi compañero de encierro ronca en la litera de arriba y la luz de los focos del patio es lo único que puedo utilizar para guiarme en el papel. A lo lejos escucho el ladrido de un perro, parece furioso con algo, tal vez sea por culpa de la luna inmensa que aparece mordida detrás del muro. También escucho algunas toses, murmullos de conversaciones desveladas; realmente las paredes de las celdas no son tan gruesas como cabría suponer. Y quiero escribirle aquí, ahora, bajo las mismas sensaciones que he vivido estos años, en el mismo escenario, porque tengo la certeza de que al cruzar la puerta de la cárcel todo empezará a olvidarse, en ese mismo instante en el que ponga un pie en la libertad. Pronto la marca de esta experiencia será un momento efímero, un hueco negro en mi memoria que recrearé una y otra vez hasta desfigurarlo por completo, volverlo literatura, anécdotas que explicar a los que nada saben de lo que ocurre aquí.
Sé que me odia. No puede ser de otro modo, entiendo que haya luchado hasta el final, primero para conseguir la condena más dura posible y después para que no me concedieran el indulto. Es lo menos que puede hacer, lo menos que podría hacer yo si fuera usted. Así que asumo la posibilidad de que en el instante que reciba este sobre postal y vea el remitente lo rompa sin leerlo; pero confío en que la curiosidad, la misma repulsa y el desprecio que siente hacia mí la inciten a leer estas letras apresuradas. Me hubiera gustado poder decirlas ante usted, frente a frente, pero hace ya mucho tiempo que abandoné la esperanza de que viniera a verme a la cárcel como le pedí varias veces el primer año de encierro, y mis abogados me han advertido de que tengo totalmente prohibido acercarme a usted, o ponerme en contacto, a partir del momento en el que sea puesto en libertad, así que este es mi único recurso.
Querría decirle muchas cosas, pero las palabras se vuelven feroces cuando las empuja la ira. Y usted ya ha sufrido bastante, sufrirá el resto de su vida. Como lo hago yo. Lo siento por usted, Gloria, y lo siento por mí, por nosotros. Quería que supiera que en mi libertad va mi penitencia. Las rejas en las que vivo no tienen nada que ver con el acero y no hay carcelero que pueda abrirme la puerta. Tal vez eso la consuele.
Rimbaud escribió:
Qué es para nosotros mi corazón sino un paño de sangre
Y de fuego, y de miles de cadáveres, y de gritos interminables
De rabia, el hipo del Infierno que deshace
Cualquier orden; y el Viento del Norte permanece sobre sus despojos.
Bórreme de su corazón, Gloria, y hágalo hoy, ahora, antes que después, antes que mi ponzoña acabe envenenándola mortalmente.
Suyo,
ARTHUR FERNÁNDEZ
Lentamente, Gloria apartó la carta de las manos de Eduardo y la estuvo mirando mucho tiempo. No la leía, solo la miraba, como si tratara de imaginar a Arthur inclinado sobre la repisa de la ventana, escribiendo bajo la luz de un foco del perímetro de la cárcel.
—Le han dado la libertad… y esto es todo lo que tiene que decirme.
Eduardo contempló largo rato esa mirada. Estaba vacía, era como una roca gigantesca que obturaba la salida de la luz. Sin violencia ni brusquedad, Gloria rasgó el folio, volvió a hacerlo repetidamente, hasta convertirlo en pequeños trozos que cupieron en su puño cerrado. Se levantó y abrió la mano. Los trocitos de papel se desperdigaron alrededor anárquicamente.
¿Qué son las palabras cuando uno no puede escucharlas? Yunques, martillos que impiden que se muera el dolor.
Gloria se equivocaba. La verdadera muerte no era el olvido, sino el recuerdo perpetuo, la imposibilidad de escapar de un instante fatídico que, a fuerza de repetirse, se acaba inventando, como una película cuyo final ya conoces porque la has visto cientos de veces, añadiendo cada vez algo más, un nuevo alfiler que ayude a mantener el sufrimiento actualizado. Eduardo querría no pensar en los labios de Elena mientras hablaba, no pensar en sus dientes perfectos… Ni siquiera podía olvidar sus dientes. Durante muchísimo tiempo conservó su cepillo en el estante, lo veía ahí cada mañana, con sus cerdas de color blanco y el mango anatómico, junto al enjuague bucal y el hilo dental. Llegó a creer que siempre se quedaría ahí, el cepillo de ella, medio caído como un cisne en el vaso de cristal, tocándose con el suyo.
La muerte era tener atrapado en un círculo rojo el día del calendario que murieron su esposa y su hija, contar agónicamente los minutos que iban acercándose a ese momento, escuchar el tictac del reloj, como si descontar tiempo fuese lo único que podía hacer entre aniversario y aniversario. Durante catorce años.
Era verano, finales de agosto de 1991. Hicieron el amor entre las sábanas revueltas, de un modo calmoso. Eduardo eyaculó sobre el vientre de Elena y se dejó caer, con la respiración entrecortada. Ella le dio tiempo para recuperarse, fumaron un par de pitillos y volvieron a hacerlo otra vez, esta vez a la manera de Elena, de forma desmesurada, casi violenta, como una pelea donde los besos se pisaban con los mordiscos y las caricias con los gestos bruscos; un juego de fieras en que, a través de los gemidos y las procacidades al oído, entreveían las costuras que unían sus almas con más fuerza que cualquier otro lazo.
—Podríamos quedarnos así para siempre —dijo después Eduardo, cuando ya deberían haberse vestido, porque Tania estaba a punto de volver de su excursión y, sin embargo, ahí seguían, tumbados en la cama, dejando que los lazos de piel se fuesen desanudando por sí mismos, sin prisas. Eduardo alargó la mano y la posó sobre la curva de la cadera de Elena. Sus dedos resbalaron sobre el valle de su vientre hasta posarse en la vulva. Y allí se quedaron muy quietos, apenas rozando la grieta de los labios vaginales, sintiendo el calor de su sexo.
—Claro, ¿por qué no? —respondió entre risitas Elena, mordisqueándole un pezón sonrosado.
Los dos rieron con complicidad y luego se quedaron en silencio, acompasando sus respiraciones, ella con la cabeza sobre el vientre de él, él acariciándole distraídamente el hombro pecoso. Tumbado en la cama, Eduardo abarcaba con una sola mirada la naturaleza entera de su mujer. Cualquier otra cosa que no fuesen sus ojos era incapaz de expresar lo que sentía por ella; las palabras solo podían distorsionar, estropear la totalidad de esos momentos. Por eso él la miraba fijamente mientras hacían el amor, a veces despacio con una cadencia temblorosa y contenida, a veces salvajemente, siempre al impulso de las uñas de ella sujetas a su cadera. Necesitaba mirarla para penetrarla también con los ojos, y que ella lo mirase con las pupilas desorbitadas, como si fuesen parte los dos de la misma alucinación, para alcanzar el éxtasis, para anularse y dejar de pensar, y solo así sentir.
No era únicamente la atracción física, el deseo primitivo y visceral que Elena siempre despertó en él. Era mucho más que eso. Después de tantos años casados nada había cambiado en la esencia. Si acaso, los matices de la locura se habían suavizado, habían ido limando las aristas cortantes del desenfreno para situarse en un plano más cierto; a la exploración salvaje de los primeros años, al deseo de conquistar aquella geografía a golpe de machete, había sucedido un aprendizaje concienzudo, una metodología de mapas, valles y ríos que desgranaba anotándolos como un topógrafo en su mente. Las sorpresas ya no eran abruptas y desconcertantes, sino un descubrimiento de cosas distintas, como hilos de agua subterránea que de vez en cuando emergían a la superficie después de escarbar la tierra. No tenía necesidad de forzar el camino; él andaba y el camino se le descubría sin rubor. Y su camino era Elena.
—Podríamos vivir así siempre —dijo ella, repitiendo, evocando, en realidad, las palabras de Eduardo, vuelta sobre sus piernas. Su vestido lila flotaba colgando con dos pinzas del alambre en la ventana. El viento jugueteaba con él, lo alzaba y lo dejaba caer, permitiendo ver jirones del paisaje abrupto, las rocas, la playa, las barcas en el amarre con las estacas clavadas en la orilla. El tiempo y el espacio eran maravillosamente inasibles, los sonidos que llegaban desde el exterior venían envueltos en la sutil y hermosa luz del atardecer.
Eduardo se incorporó y buscó en la mesita un vaso de agua. Dio un largo sorbo y suspiró mirando el techo. Un ventilador de aspas largas giraba perezosamente, removiendo el aire caliente de la habitación.
—Deberíamos darnos una ducha y vestirnos. Tania estará al llegar. Por cierto, no la he visto en toda la mañana.
—Estará en el pueblo con sus amigos. Hoy celebran una fiesta de despedida. Deja que disfrute de sus últimas horas de vacaciones.
Eduardo frunció el ceño. Para él Tania todavía era ese cuerpecillo frente al que debía agacharse cuando quería decirle algo, y se refugiaba en una vaga ignorancia, en un no querer saber demasiado cuando alguna reacción de su hija le advertía que se le estaba escurriendo entre los dedos sin que pudiera impedirlo. Para Elena, en cambio, su hija se había convertido en un compendio de pequeños y grandes dilemas que debía ir resolviendo sobre la marcha. A veces resultaba una tarea agotadora e irritante, pero en otros momentos la relación con su hija estaba llena de secretas gratificaciones, de confesiones, de temores compartidos, de volver a través de ella a los cruces de caminos de su propia adolescencia.
—Tiene casi catorce años; créeme, ya sabe más de lo que su carita aparenta.
Tania regresó entrada la noche, pero eso no fue lo que más enfureció a Eduardo, que estaba terminando de guardar sus libros en la bolsa de viaje, mientras Elena colocaba las sillas de la cocina encima de la mesa.
—Apestas a tabaco y alcohol. ¿Se puede saber qué clase de fiestas montan tus amigos?
El carácter de Tania estaba mucho más allá del aire transitivo de su padre. De respuesta rápida y deslenguada, no eludía el conflicto, incluso buscaba cualquier excusa para medir sus fuerzas, inconscientemente, creyendo que el mundo solo era el decorado donde escenificar sus deseos. Pero aquella noche no midió bien su reacción. La transición del ambiente festivo entre amigos, música, algún canuto y algo de ginebra hacia el domicilio paterno fue demasiado brusca, como si no le hubiera dado tiempo a cambiar el registro, a ponerse el vestido apropiado.
—Déjame en paz, ya no soy ninguna niña que tenga que aguantar sermones de un pelmazo.
—¡A mí no me hables así! Te estoy pidiendo una explicación.
—¿Y cómo quieres que te hable, con el vocabulario de los sordomudos? Porque eso es lo que pareces.
El bofetón llegó de la nada, rasgando el aire como un silbido, y se estrelló con furia en la boca desprevenida de la muchacha. Tania dio dos pasos hacia atrás, empujada más por la sorpresa que por la virulencia del golpe. Un penoso silencio se adueñó de los tres, como si nadie, y Eduardo menos que ninguno, esperase lo ocurrido. Contempló su mano como un ente ajeno que hubiese tenido voluntad propia durante una décima de segundo. Elena se quedó quieta con un gesto crispado en la boca y Tania balbuceó algo que su padre no quiso oír pero que era perfectamente entendible, «eres un hijo de puta», antes de correr a su habitación y dar un portazo que hizo temblar los cimientos de la casa.
—No sé lo que me ha pasado —murmuró Eduardo, mirando a Elena.
Era la primera vez que le ponía la mano encima a su hija. Y con todo, lo peor no era el hecho, o si ella lo merecía o no, o el arrepentimiento instantáneo. Si hubiera podido volver un minuto atrás, sin duda habría frenado el gesto. Lo que no estaba dispuesto a confesar, ni siquiera ante sí mismo, era que había experimentado una absoluta sensación de desahogo al darle el bofetón a su hija.
Elena se quedó mirándolo con algo suspendido en los labios, una palabra o un comentario que pugnaba por salir pero que ella trataba de contener entre los dientes.
—No vuelvas a tocar a mi hija —acertó a decir finalmente, de modo frío, cortante, sin un atisbo de comprensión.
Eduardo sintió que ese círculo perfecto entre ellos tenía los polos achatados, que las lealtades no eran tan absolutas como él pensaba.
Salieron de Cadaqués temprano, antes de amanecer. La primera hora fue tensa, Eduardo al volante, caviloso, pendiente del tráfico pero, en realidad, sumido en una confusa mezcla de sensaciones de las que le hubiera gustado hablar en voz alta; Elena miraba por la ventanilla con la frente apoyada en el cristal, sin vislumbrarse en su expresión qué podía estar pensando; y en el asiento posterior Tania se sumergía en una especie de duermevela inquieto del que de vez en cuando emergía para fulminar con la mirada a su padre a través del retrovisor.
A mitad de camino encontraron un área de descanso con una gasolinera y una construcción con forma de cabaña de madera que era el restaurante cafetería. Estaba cerca de un pueblo en la carretera de Toledo. Podrían haberla dejado atrás, pero Eduardo necesitaba descansar. Olía a recién segado. Más allá se vislumbraba una alameda con el suelo forrado de hojas. Realmente era un lugar bonito, inesperado.
—¿Por qué no nos hacemos una foto los tres? —preguntó con un aire exageradamente festivo Elena. Tania estaba sentada en una mesa al aire libre frente a ella, entreteniéndose levantando un poco la madera reseca del tablón de la mesa con las uñas. Eduardo había ido a buscar unos bocadillos al autoservicio del restaurante.
—¿Y qué tenemos que celebrar? —le preguntó con ironía—. ¿Que tengo un padre que es un cretino?
—Podemos celebrar que tengo una hija irresponsable, que no sabe medir ni valorar la libertad que tiene, ni lo mucho que su padre la quiere; tal vez podemos celebrar también la estupidez de tu madre, que creía que eras lo suficientemente madura para afrontar que todos podemos equivocarnos. A fin de cuentas, solo eres una niña.
—¡Me ha dado una hostia! —protestó Tania.
—Sí, es cierto, y no lo debería haber hecho. Pero dime una cosa: ¿cuántas bofetadas nos das tú a diario con tus contestaciones, con tus silencios, con tus menosprecios? Y las aceptamos porque eres nuestra hija, porque así es la vida, porque entendemos que necesitas sentirte fuerte…
Tania puso cara de fastidio.
—No sigas con ese rollo, mamá.
Esta vez fue Elena la que elevó el tono de voz.
—Seguiré con este rollo el tiempo necesario y tú te callarás y lo escucharás. Te crees con derecho a juzgar a tu padre pero no sabes nada de él, no te importa. Yo conocí a ese hombre antes de que tú existieras en mi pensamiento, me duele verlo sufrir por ti, por tu egoísmo. Sé que es difícil, que debes romper cosas para encontrar tu sitio, pero podrías ponerle las cosas más fáciles, solo te pido eso. No quiero que me pongas constantemente entre la espada y la pared, Tania, no puedes forzarme a elegir continuamente entre tú y él, no es justo. Tienes toda la vida por delante, ¿por qué tanta prisa en desafiarlo?
En ese momento apareció Eduardo con una bandeja de bocadillos y algunos refrescos. Al verlo llegar, madre e hija se callaron. Eduardo titubeó unos instantes, sin saber qué hacer con la bandeja ni dónde sentarse. Elena le hizo un sitio y le acarició la pierna bajo la mesa. Aquel gesto fue para él el mejor de los antídotos.
—Creo que tu hija quiere decir algo.
Tania miró ofendida a su madre, pero Elena la conminó con una mirada inflexible.
—Lo siento papá, no debí contestarte de ese modo, pero es que a veces me irritas tanto…
Eduardo sonrió, levantando un poco el puente de las gafas sobre la nariz. Lo peor ya había pasado.
—Creo que eso lo he oído unos pocos millones de veces en la boca de tu madre.
La paz nunca vuelve del todo después de la pelea, el sosiego ya no es el mismo, quedan cosas por decir, aristas bajo la superficie que pinchan como espinas, pero si procuras evitarlas, las cosas pueden llevarse más o menos bien. Aquel acuerdo tácito les permitió desayunar con calma, recordando anécdotas de las vacaciones, que ni siquiera habían terminado aún pero que ya se evocaban con una tristeza anticipada. Elena insistió en hacer la fotografía en la alameda, sería el colofón perfecto a unas vacaciones que con el tiempo serían recordadas con cariño, pasando por alto aquel último incidente.
—Hagamos esa fotografía. —Eduardo buscó una piedra en la que colocar el disparador automático y los tres intentaron dar con el encuadre en el que encajar perfectamente. Rieron y posaron de diferentes formas, empujándose y haciendo las bromas de siempre. Pero por mucho que rieran, Eduardo ya no olvidaría aquella extraña sensación que había sentido al darle una bofetada a su hija, el primer gesto de violencia de su vida, la extrañeza de descubrir que podía dañar a quien más quería.
Volvieron a la carretera. Eduardo conducía despacio, con la ventanilla un poco bajada para que el aire lo ayudara a mantenerse despejado, mientras una parte de sus pensamientos trataba de organizar los inevitables trámites para incorporarse a la rutina diaria, cosas insustanciales pero necesarias como poner en marcha los contadores de la luz y el gas, avisar al presidente de la comunidad para que abriera la llave del agua, hacer las coladas, guardar las maletas, lavar el coche. Elena y Tania dormían en los asientos traseros acurrucadas una sobre la otra con una manta de viaje por encima. Las contempló por el espejo retrovisor, tan distintas, tan semejantes, ahora que no podían saberse observadas, que no podían ponerse máscara alguna, que estaban a merced de sus emociones.
Y de repente, todos sus pensamientos se volatizaron demostrando lo superfluos que eran.
Un golpe violentísimo sacudió el coche por detrás y tuvo la sensación de que despegaba del suelo y de que sus brazos eran arrancados por una fuerza centrífuga extraordinaria que le impedía mantener las manos sobre el volante y los pies sobre los pedales. Al mismo tiempo, o tal vez ocurrió después pero con una inmediatez que solapaba todos los instantes, una sacudida terrible, de derecha a izquierda, de arriba abajo, lo lanzó contra la plancha del coche, contra las maletas, contra el gato hidráulico y contra algo blando que no podía ser más que el cuerpo de su mujer o de su hija, que había salido despedido hacia delante.
Una idea se abrió paso como una lengua de fuego entre el desconcierto de Eduardo. Aquello era un accidente, estaba dentro de ese accidente, como un muñeco sin voluntad zarandeado por las idas y venidas sin control. Estaba ocurriendo.
Sintió un dolor horrible en la rodilla, un dolor tan intenso que nunca antes podía haber concebido que existiera. Hubo más golpes y, en algún instante, el cristal de la luneta delantera estalló hecho añicos. Luego, el coche se deslizó boca abajo por un terraplén, quebrando cuanto se encontraba a su paso. Y por fin todo se quedó muy quieto y en silencio.
Una quietud y un silencio irreal.
Sintió en la cara la humedad del arroyo. El agua estaba entrando por la luneta rota. A ciegas, logró desasir el cinturón, pero no podía moverse. Estaba boca abajo, la cabeza le zumbaba como una batidora, nada estaba en su sitio, los ojos no veían, las manos no tocaban. Trató de levantarse, pero algo le hizo lanzar un aullido de dolor. Un trozo de metal, puntiagudo como el remate de una lanza, le ensartaba la rodilla, cosiéndolo literalmente a la plancha retorcida del coche. Apenas podía ver nada entre el humo y la sangre, que le nublaban la vista. Tentó con las manos alrededor y notó algo rozando sus dedos. Pelos. Una cabellera húmeda, la cabeza yerta, con el cuello partido de Elena. A escasos centímetros de su cara, ella lo miraba sin vida con una especie de pudor vergonzoso. Eduardo trató de levantarse, de moverla, pero resultaba del todo imposible. Dejó caer la cabeza hacia atrás y entonces pensó en Tania. No la veía entre el amasijo de metal y plástico, cristales, ropa y humo. Intentó llamarla, pero finalmente lo único que salió de su boca fue un borbotón de sangre. Su hija no estaba en el coche.
Y entonces la vio arrastrándose como una lombriz partida en la otra orilla, dejando tras de sí un rastro de sangre. Reptaba muy despacio con el vestido hecho jirones. Al final dejó de moverse, con la cabeza y el tronco en la tierra y las piernas flotando en el cauce del arroyo. Eduardo quiso llegar hasta ella, pero tenía la pierna atravesada por un hierro y casi todos los huesos rotos. La vio moverse, reptar un poco más, y luego, se quedó quieta. Con los ojos abiertos. Se convulsionó y vomitó sangre, y no se movió más.
Eduardo solo pudo quedarse allí, contemplando su agonía con rostro impasible.
Las tres semanas siguientes al accidente Eduardo estuvo en coma inducido. Los médicos dijeron que era la única manera de poder soportar el dolor de un cuerpo que había quedado hecho puré. La lista de huesos rotos y órganos afectados resultaba pavorosa. Después de varias operaciones lograron salvar la movilidad de la mayor parte de articulaciones, excepto la rodilla derecha, irrecuperable, que iban a tener que sustituir mediante una compleja ortopedia por una prótesis. En pocos días estabilizaron el bazo y las funciones renales, y aunque seguía sondado y orinaba y excretaba sangre, al menos pudo empezar a ingerir líquidos con cierta rapidez. Los moratones de la cara le habían dejado un abultamiento amorfo y algunos cortes en la retina del ojo derecho, había perdido varias piezas dentales y tuvieron que coserle el lóbulo de la oreja izquierda, pero milagrosamente no le quedarían cicatrices visibles, excepto algunos cortes profundos en la parte posterior del cráneo que con el tiempo se disimularían sin problemas. No volvería a andar cómodamente y le dolerían las placas y tornillos, con los que le habían recompuesto la pierna, el resto de su vida. Con todo, eso no era lo peor.
Lo peor fue seguir con vida. Poco a poco dejó de oír las voces de los enfermeros y los médicos, concentrándose en el movimiento de sus labios, en sus dientes sucios con restos de comida entre las encías, las burbujas de saliva, cosas de ese estilo. Esas desconexiones con la realidad para sumergirse en otra capa más profunda de lo que lo rodeaba fueron ganando espacio y amplitud, cada vez eran más intensas y más frecuentes, y cada vez le resultaba más complicado mantenerlas bajo control. Lentamente se fue sumiendo en un pozo negro del que nada ni nadie podía sacarlo.
Cuando lo trasladaron de la UVI a planta, lo instalaron en una habitación a solas vigilada las veinticuatro horas del día con una cámara que un celador controlaba permanentemente desde el mostrador de la planta. Cada cierto tiempo lo visitaba un psicólogo del hospital, acompañado en ocasiones por algún miembro de la Asociación de Víctimas de Accidentes de Tráfico. El equipo sanitario temía que intentara suicidarse. Le administraban diariamente una dosis altísima de calmantes y de antidepresivos que lo sumían en un letargo del que no quería salir. Apenas caminaba y se mostraba reacio a completar los ejercicios de rehabilitación que le pautaban, no comía y procuraba dormir la mayor parte del tiempo. Ni siquiera se molestaba en pedir ayuda cuando sentía el retorno de la vía de orina, la bolsa llena y las sábanas manchadas. Solo dormía y, cuando estaba despierto, se dejaba mover de un lado a otro, escuchaba las preguntas de los médicos —«¿Le duele aquí?, ¿y aquí?»— y contestaba con leves movimientos de cabeza que no significaban ni lo uno ni lo otro. Acogía sin interés las palmaditas de ánimo de los conocidos que lo visitaban, deseando que se marchasen y lo dejaran en paz.
Recordaba la última visita del agente de la policía que llevaba su caso. Era un domingo por la tarde y la planta del hospital estaba casi vacía.
El policía estaba de pie, vestido con un traje un poco arrugado, chaleco y corbata a juego. Balanceaba levemente las piernas, como si estuviese a punto de perder la paciencia. Su colonia se entremezclaba con los olores de la habitación y el resultado era cargante y desagradable. Le dijo a Eduardo que el accidente lo había provocado un vehículo que los había embestido por detrás. Las pruebas de la unidad de Tráfico decían que probablemente se trataba de un todoterreno. La hipótesis de la policía fue que el conductor se saltó un stop antes de impactar contra la parte lateral del coche de Eduardo a una velocidad desmesurada. Tal vez, en un primer instante el conductor se detuvo para auxiliar, pero al comprobar la gravedad del accidente debió de asustarse y huyó. Habían estudiado las rozaduras en la carrocería del coche de Eduardo para tratar de localizar el modelo, pero el agua había echado a perder los restos recientes de pintura. No habían encontrado más que un pedazo de tulipa y marcas de neumático. Muy poca cosa, admitieron. Probablemente, jamás darían con el culpable, a menos que apareciera alguien que recordase con exactitud la matrícula o hubiese presenciado el accidente, cosa harto improbable en un paraje tan poco transitado. En cualquier caso, lo animó el agente, habían emitido avisos en las comisarías cercanas y en la prensa.
—Tal vez aparezca algo que permita dar con los culpables. Pero debe tener algo presente, Eduardo: aunque demos con él, si ha tenido tiempo de reparar su coche, será su palabra contra la suya y lo soltarán. In dubio pro reo, se llama el principio. Pero no se preocupe, yo no soy de los que se rinden. Me jode especialmente la impunidad, ¿sabe?
Eduardo apenas le prestó atención.
Otra mañana llegaron los funcionarios del juzgado. Traían algunas pertenencias de su mujer y de su hija en un sobre y un montón de papeles para firmar. Eduardo les lanzó una mirada breve. Por aquellos días se le había reproducido un derrame bastante feo en uno de los ojos, teñido de sangre. Apartó la mirada, asqueado, y se abrazó a la almohada. El solo hecho de pronunciar una simple frase, pedir agua, levantarse para ir al baño, lo dejaba agotado.
Vinieron los trámites para proceder al sepelio. Elena no tenía familia, tampoco tenían contratado ningún tipo de seguro para estos casos, ella era demasiado vital para pensar siquiera en la posibilidad de la muerte, de modo que se celebró una ceremonia discreta y civil. Sus cuerpos fueron incinerados y se los entregaron en una urna. Con los gastos, se fueron los escasos ahorros de Eduardo, pero nada le importaba; tuvo que ser su padre el que se encargara de los preparativos, avisar a los amigos, recibir el pésame de los allegados, encargarse de las flores y de los engorrosos papeleos en el registro civil. Entretanto, Eduardo pasaba los días postrado, mirando sin ver el mundo a través de la ventana del hospital.
Cuatro meses después le dieron el alta, con las pertenencias de sus seres queridos en una mano y la urna con sus cenizas en la otra. Los sonidos cotidianos resbalaban sobre su piel como los rayos del sol, sin tocarlo. Las voces de los transeúntes, las bocinas de los autobuses, el parloteo en las terrazas de los bares, todo llegaba a él amortiguado, como si estuviera sumergido en una piscina y apenas oyera un eco sordo que lo volvía todo irreal. Su padre lo esperaba al otro lado de la acera con la puerta de un taxi abierta. Eduardo lo ignoró y se alejó arrastrando la muleta con la sensación de ser un muerto caminando sobre la tierra de los vivos.
Dejó de pintar, de ganarse el sustento, de salir a la calle, de asearse. A veces tenía algo que después supo que eran alucinaciones auditivas que no era capaz de desligar de los sonidos comunes. Se trataba de algo real, existían los sonidos y los subsonidos, y debía estar atento a ambos. Por ejemplo, podía estar escuchando una pieza compleja de Gordon, atento a las vibraciones de la música, y al mismo tiempo una parte de su cerebro escuchaba el movimiento de las alas de una libélula rondando cerca del oído, solo que la libélula no estaba allí aunque Eduardo se creía perfectamente consciente de su aleteo. Así empezó a perder lo que no lo ayudaba a comprender, la razón. Su cabeza se volvió un cuarto cerrado y oscuro donde convivía con sombras sin nombre. Sombras que lo rozaban, que lo sobresaltaban y lo hacían saltar de la cama empañado de sudor y gritando por las noches.
Las cosas que lo rodeaban, las personas con las que se encontraba en el ascensor, en el supermercado, en la calle, las conversaciones que escuchaba o pretendía mantener, dejaron de tener sentido, eran partes de un puzle que no encajaban, matices de colores, formas que no encontraban el engranaje para crear una realidad suficientemente creíble. Pasó semanas contemplando los retratos de su otrora admirado Lucian Freud. Sus cuadros le atraían con la misma intensidad magnética de siempre, pero ahora con una especie de hechizo maligno. Intentó buscarse en ellos, pero aquellos cuadros que tanto lo habían inspirado a ser un pintor de almas, a retratar las sombras que habitaban sus modelos, lo arrojaban ahora con sus miradas frías y despiadadas a un mundo de profunda desesperación. Aquellos ojos se clavaban en él, lo perforaban y lo atravesaban con una risa sardónica. Ya no sentía que el autorretrato de Freud que colgaba en su estudio era su hermano inspirador, sino que era su verdugo. Debió de ser en aquella época cuando empezó a pensar en la manera de terminar con ese picor que la sangre, circulando por sus venas, le producía. La vida, la vida dentro de su cuerpo, debajo de su piel, lo molestaba, le resultaba ofensiva.