Capítulo 8
Las relaciones intermitentes de amistad entre Eduardo y Olga tenían los inconvenientes propios de algo que ninguno de los dos había previsto. Así que podían discutir, pasar semanas sin verse, y de pronto, un día uno de los dos (normalmente Olga) descolgaba el teléfono y llamaba al otro como si nada hubiese pasado. Lo extraño de aquella ocasión fue el lugar donde Olga citó a Eduardo. En el interior de la iglesia de San Sebastián.
Eduardo se dejó caer en un banco de la última hilera, lo que le permitía contemplar el altar a través de las velas votivas que se consumían a diferente ritmo en los candeleros. Un monaguillo preparaba el libro de los Evangelios sobre el atril, luego abrió un sagrario repujado de plata que estaba a los pies de una imagen de yeso pintado de Jesucristo y colocó con primor el cáliz y las formas sobre el altar. En unos minutos empezaría la misa, y Eduardo no quería permanecer allí demasiado tiempo. La rodilla le dolía horrores, pero sus genes anticlericales le dolían más.
No tuvo que esperar demasiado para ver avanzar, por el pasillo lateral, a Olga entre la penumbra, con el sonido de unos afilados tacones sobre las losas del suelo sacro. Al sentarse junto a Eduardo, la luz de las velas incendió su rostro.
—¿Qué hacemos aquí? —le preguntó Eduardo.
Olga llevaba la cabeza cubierta con un bonito pañuelo de seda natural. Nadie se cubría ya la cabeza cuando entraba en una iglesia, pero Eduardo encontró que el pañuelo le daba una simetría hermosa a la cara.
—Vengo de vez en cuando. Me ayuda a pensar y a estar un rato en paz conmigo misma. Hay gente que siente algo así en la cima de una montaña, frente al mar o en los cementerios. A mí se me aclaran las ideas viniendo aquí —contestó ella, al tiempo que se sentaba a su lado en el banco. Fue extraño ver el recato con el que juntaba las rodillas y se estiraba los bajos de la falda. Eduardo la miró con cierta perplejidad.
—No te imaginaba en un lugar como este.
Olga esbozó una sonrisa comprensiva.
—Madrid está llena de náufragos, ¿no te parece? Las olas de su mar invisible arrojan cada día a cientos de desesperados a sus orillas, están por todas partes. Para mí, esto es una especie de arca de Noé. Además, todos tenemos algo que hacernos perdonar, y aquí eso parece posible.
Eduardo miró las hileras de bancos; estaban casi vacías, aquí y allá había algunas personas, casi todas pasaban largamente de los sesenta. Tal vez ahí fuera hubiese miles de náufragos al borde de la catástrofe, pero la mayoría buscaban otras tablas que los mantuvieran a flote. En el altar se había desatado un pequeño drama: el monaguillo iba de un lado a otro con el vino sin consagrar todavía en una especie de vinatera, intentó hacerse a un lado para no tropezar con el sacerdote, que estaba alisando el mantel de lino del altar, con tan mala suerte que el chiquillo trastabilló. Eduardo vio a cámara lenta la cara de espanto del muchacho, mientras el recipiente con el vino se iba al suelo, haciéndose añicos y esparciendo gotas de vino por todo el altar. La escena apenas duró unos segundos y casi nadie se dio cuenta, pero Eduardo leyó los labios del sacerdote y le pareció que ¿maldecía? en arameo. Eduardo sintió lástima por el monaguillo, que se afanaba en recoger torpemente los cristales de la vinatera.
Miró a Olga con una expresión a medio camino entre el azoramiento y lo inevitable.
—Supongo que te debo una disculpa.
—¿Por qué motivo?
—El comentario absurdo y con mala leche que te hice el otro día, lo de que no puedes tener hijos… Me comporté como un gilipollas. Sé que para ti es un tema delicado.
Olga asintió con aparente naturalidad. Tomó aire y dibujó una amplia sonrisa.
—¿Cómo va el retrato?
El quiebro implicaba omisión y Eduardo lo aceptó.
—Ya he localizado el hotel donde se hospeda Arthur, y he tomado algunas notas desde lejos. Hoy haré un pequeño aproximamiento. Te mantendré informada.
Olga guardó silencio unos segundos intentando corroborar esa vaga percepción que le decía que todo estaba cambiando entre ellos por culpa de aquel maldito retrato.
—La verdad es que me estoy arrepintiendo de haberte metido en esto. Supongo que si te pidiera que lo dejases, no me ibas a hacer caso, ¿verdad?
Eduardo la examinó con franca curiosidad. ¿Qué le pasaba? Era ella la que parecía otra persona. En cierto modo le gustaba aquel cambio, destilaba algo limpio, auténtico, pero al mismo tiempo no estaba seguro de que aquella pureza fuera en sí misma algo bueno. Había visto ese aplomo y esa aparente serenidad en personas cuyo interior estaba carcomido por gusanos delirantes.
—¿Por qué sigues insistiendo en lo mismo?
Olga abrió su bolso de mano y dejó entre ambos un sobre acolchado.
—Tengo un amigo en la policía que me ha contado algunas cosas sobre Arthur.
—¿Desde cuándo tienes amigos en la policía? Creía que los detestabas.
—También detesto la coliflor y de vez en cuando tengo que comerla. El tipo al que pretendes retratar no es un personaje cualquiera. En realidad, Arthur Fernández es alguien más bien turbio. Tiene una de las mayores fortunas de Europa, y todo el mundo sabe que se dedica a la especulación y a negocios bancarios y bursátiles. Pero cómo llegó a formar este imperio sigue siendo algo oscuro. Se dice que empezó traficando con drogas, con clandestinos, con cualquier cosa que sonara a ilegal. Ha estado implicado en varios sumarios pero nunca se ha podido probar su relación con hechos delictivos de una manera fehaciente.
Eduardo había abierto el sobre. Había dosieres fotocopiados, documentos de sus empresas, fotografías de Arthur en compañía de personajes poco recomendables de la alta delincuencia que a él no le resultaban en absoluto familiares.
—Si no encontraron pruebas contra él, significa que es un hombre inocente ante la ley.
—La inocencia depende demasiado a menudo de la minuta de los abogados, y él tiene los mejores. ¿Sabías que tuvo que huir de Francia precipitadamente cuando era joven? Parece que le auguraban mucho futuro como poeta, incluso llegó a publicar un poemario que la crítica acogió con entusiasmo. Pero un día, sin más, le dio una paliza a su tutor en la universidad, casi lo mata, y desapareció, para emerger convertido en el empresario que es hoy en día… Es una trayectoria de lo más extraña, ¿no te parece? Pero con todo, no es eso lo que más me inquieta.
Olga le pidió que mirase la última página del informe.
—No sabía que tuviera una hija.
—Desapareció unos meses antes del accidente que Arthur causó cerca de Oriente donde murió atropellado el hijo de nuestra clienta. Arthur dio positivo en la prueba de alcoholemia y en el test de drogas al que lo sometió la policía. Aunque no era la primera vez que tenía ese tipo de problemas, tuvo varias veces el carné retirado por exceso de velocidad, conducción temeraria y delitos contra la seguridad del tráfico, imagino que sus abogados habrán utilizado en su favor la circunstancia atenuante del estado de angustia y depresión en el que Arthur vive desde que su hija se evaporó, literalmente.
El juicio de Olga no era demasiado clemente para las debilidades de Arthur. Hablaba de él con un punto de irritación, casi con desprecio.
—No me gusta que te relaciones con esa clase de gente, Eduardo. Deberías dejar que Gloria y él se apañen con sus miserias.
El sacerdote hizo sonar la campanilla. La misa iba a dar comienzo. Eduardo lanzó una mirada al monaguillo. Estaba pálido y rígido como una escultura vaticana. La imagen del muchacho compungido lo entristeció. Cruzaron fugazmente las miradas y Eduardo le sonrió. Las cosas no siempre salen bien, no te preocupes, quiso decirle.
—Creo que puedo apañármelas solo.
Salieron de la iglesia. Bajo la cerámica conmemorativa a Lope, Olga encendió un cigarrillo y se quitó con un gesto nervioso el pañuelo. La calma que la rodeaba en el interior de la iglesia se esfumó con aquel gesto. Volvía a ser la mujer crispada de siempre, la que apretaba demasiado la boquilla entre los dedos y fruncía los labios como si estuviera permanentemente enfadada con el mundo y a punto de soltar un insulto.
—Ahí dentro has dicho que vienes aquí porque todos tenemos algo que hacernos perdonar. ¿Qué tienes que hacerte perdonar, tú?
Olga lanzó el humo con furia.
—¿Eso he dicho? Me habré colocado con el incienso.
Eduardo recordó la primera vez que la vio:
Hacía pocas semanas que había salido del hospital y todavía estaba convaleciendo del accidente. En aquellas semanas ya había empezado a beber muchísimo y a descuidarse. Su padre iba a verlo de tanto en tanto, le traía ropa limpia que compraba en el mercadillo y que casi nunca se le ajustaba adecuadamente, porque Eduardo perdía entonces peso de un modo alarmante, no comía y apenas dormía. Solo bebía y fumaba, fumaba y bebía. Debió de ser por aquellos días cuando su padre le dijo que le habían diagnosticado cáncer de esófago. Eduardo era incapaz de recordar ahora si su padre sintió miedo, si lo dijo tranquilo o si simplemente lo comentó de pasada. No quería sumar más angustias y penas a la pérdida de Elena y Tania. Tampoco recordaba si el médico que le tenía que operar mencionó que no valía la pena hacerlo, que el cáncer había hecho metástasis y se había extendido de forma rapidísima al hígado y a los pulmones. Tal vez dijo en voz baja que le quedaban apenas tres meses de vida y que lo mejor era un tratamiento paliativo a base de morfina. Nada de quimio. Acompañaba a su padre a las analíticas y las biopsias como un autómata. Esperaba que la enfermera los llamase, entraba con él en la consulta y escuchaba lo que les decían sin oírlo realmente. Luego se marchaba a casa. No llamaba a su padre, no le preguntaba cómo se encontraba. No sabía si le importaba. Lo más probable, ahora lo comprendía, es que no tuviese más cabida para el dolor. Se bloqueó.
El día que Olga llamó a su puerta, Eduardo estaba llorando. En realidad, en el preciso momento que sonó el timbre había dejado de hacerlo ya. Se sorbía los mocos como una criatura agotada por el llanto, mientras una a una repasaba las carátulas y portadas de los discos de la colección de jazz que su padre le había traído veinte minutos antes. «Quiero que las tengas tú», le dijo: a todos ellos, Mildred Bailey, Barbara Lea, Georges Benson, Armstrong, Gordon, Davis, todos sus tesoros. Su padre los dejó en una caja de cartón encima de la mesa de la cocina. Besó en la frente a su hijo y se marchó. Entonces Eduardo se derrumbó y no pudo seguir fingiendo que no sabía lo que sabía. En el tocadiscos sonaba «All the Things You Are» de Charlie Parker cuando sonó el timbre. Al principio, Eduardo creyó que la chica al otro lado de la puerta no era alguien real, sino una alucinación, un espejismo más. Quiso que se marchara, borrarla y seguir naufragando entre el saxofón y el piano, hundirse en ese mar de burbujas oscuro donde no se puede esperar nada. Pero la joven insistió, hasta que le abrió la puerta.
Olga era, en aquella época, muy joven, apenas tendría la mayoría de edad. Se presentó con unas botas de montaña manchadas de barro y una trenca de color caqui empapada de agua. Tenía el pelo tintado de color zanahoria y las pestañas apelmazadas con una gruesa capa de rímel que las gotas que le resbalaban por las mejillas habían abierto en profundos surcos negros. Sus pechos eran pequeños, como tubérculos secos. Estaba nerviosa y se frotaba las palmas de las manos como hacen los adictos a la heroína cuando llevan demasiado sin su dosis. Pero Olga no era una yonqui en busca de unas monedas, ni venía a pedir la firma para cualquier causa falsamente solidaria con la que financiarse vicio alguno. Se presentó rápido y dijo que había oído en la radio su historia, lo de la muerte de Elena y Tania, cuatro meses antes. Dijo que ella vivía muy cerca del lugar donde había ocurrido el accidente y que había visto algo, algo que tenía que contarle.
Eduardo la hizo pasar. Olga observó el apartamento y los discos esparcidos por la mesa con una mirada huidiza. Aceptó el café que Eduardo le ofreció, pero no lo probó; se pasó todo el tiempo fumando y dejando caer la ceniza en el borde del platillo donde reposaba la taza. Le costó un poco empezar a hablar, y lo hizo con rodeos, mencionando que había visto algunos retratos de Eduardo en alguna galería, sin concretar. Inquietantes, pero profundos, fueron sus palabras. Tal vez debería haber dicho profundos por inquietantes. También preguntó por qué no ponía nombres a sus retratos anónimos. Porque eran eso, anónimos, respondió él. Nadie conoce sus nombres. Los nombres son excusas, invenciones tras las que ocultarnos. Ella dijo que lo comprendía. Eduardo no la creyó. Era demasiado joven, y además no estaba allí para hablar de sus cuadros. También dijo que era estudiante de Historia del Arte y que pensaba dedicarse de algún modo al negocio del mundillo pictórico. Tampoco la creyó.
Ella respiró, se tomó su tiempo: a veces le gustaba bajar hasta el arroyo para darse un baño. En verano era un lugar agradable y apartado de las miradas indiscretas. «En los pueblos —matizó— no está bien visto que las mujeres —y se incluyó— nos bañemos desnudas». El comentario incomodó a Eduardo y le pareció superfluo. Iba a decirlo, pero ella se adelantó retornando a lo que la había llevado a su casa. Entretanto, la música de Parker seguía deslizándose por el apartamento, aunque ninguno de los dos le prestaba atención.
Olga le dijo que unos minutos antes del accidente vio pasar un vehículo todoterreno de color oscuro. Le llamó la atención porque corría demasiado, como si conociera sobradamente la pista que llevaba al arroyo, o como si fuese un loco. No pensó más en ello hasta que dos minutos después escuchó el estruendo tremendo de un choque. El recodo del camino tenía una curva muy cerrada y si no se conocía era fácil salirse del trazado.
Cuando llegó al arroyo vio el coche de Eduardo volcado con las ruedas girando hacia arriba y, a pocos metros, el cuerpo de una chica. Entonces reparó en el todoterreno parado con la puerta del conductor abierta en lo alto del terraplén. El conductor corrió ladera abajo hasta llegar a la chica e inclinarse sobre ella. Gritó algo, dio un par de vueltas alrededor de su cuerpo como si no supiera qué hacer. Y entonces, Olga comprendió lo que iba a pasar. Lo supo porque de repente el hombre dejó de agarrarse la cabeza y lamentarse. Se quedó muy quieto mirando en dirección al coche, luego miró alrededor, cerciorándose de que nadie lo había visto. Subió la ladera, recogió algo que ella no podía ver pero que imaginó eran partes desprendidas de la carrocería o la luneta del todoterreno, y desapareció a toda velocidad.
—Fui yo quien avisó a la ambulancia.
También hizo otra cosa, le explicó, sacando un papel arrugado, un pedazo de hoja de cuaderno escolar recién arrancado de la espiral de muelle: había anotado la matrícula del todoterreno.
Eduardo palideció. No sabía qué hora era pero la temperatura había bajado muchísimo. Miró el papel como si estuviera escrito en él una fórmula alquímica y entonces le preguntó por qué venía a contarle algo así después de cuatro meses. Olga respondió que al principio pensó que no debía complicarse la vida, no le gustaba la policía, ni tenía ninguna intención de acudir a juicios y ese tipo de cosas que ella creía que se esperan de un testigo.
—Declaré a la policía que no vi nada, pero no puedo seguir ocultando lo que sé. Lo que hagas o no, es asunto tuyo. Yo ya he cumplido con mi conciencia, pero si le dices a la policía que te lo he contado yo, lo negaré. No quiero jaleos.
Así cambia una vida. De repente aparece alguien y la parte por la mitad. Y nada puede seguir siendo tal cual era un minuto antes. Cuando apareció Olga, Eduardo era una especie de meteorito que volaba hacia ninguna parte, y al chocar con ella su rumbo se vio alterado hacia otro tipo de abismo. Aquella revelación no haría más comprensible lo incomprensible. Solo iba a empujarlo un poco más hacia la oscuridad, hacia otro estadio más hondo y negro.
Tal vez debería haber ido él mismo a la policía en cuanto ella se marchó. Darles la matrícula y la descripción del coche. Quizá eso hubiera cambiado algo, quizá lo hubiera cambiado todo. Pero no lo hizo.
—A veces me siento mal por haberte contado aquello —le dijo Olga, mirando la acera de enfrente de la calle Atocha.
Habían caminado sin prisa y ahora estaban parados frente a la casa de cultura de Rusia. Un tipo con cara de pocos amigos se apoyaba en la cancela metálica con las manos dentro de un abrigo gris vigilando a los transeúntes. No parecía un guía de museo.
—Tú solo querías ayudarme —la tranquilizó Eduardo. Habían pasado ya trece largos años de aquello; resultaba absurdo buscar razones o consuelos tanto tiempo después. Y sin embargo, Olga seguía empeñada en justificarse.
—El infierno está alfombrado con buenas intenciones… ¿Podrías pensar al menos seriamente en olvidar esa maldita historia del retrato? Puedo conseguirte algo mejor, seguro.
Fueron a despedirse y Eduardo le ofreció la mejilla. Olga desvió el curso de su beso hacia la boca. No sabía por qué lo hizo, solo obedeció al impulso de hacerlo. Ni siquiera fue un beso pleno. Al notar sus labios, Eduardo crispó la boca como la entrada de una gruta.
Aquella noche, tumbada en la cama a oscuras, Olga se sentía estúpida. Recordar la escena en que había besado fugazmente a Eduardo la avergonzaba hasta hacerla sentir ridícula, y pensar en lo que le había dicho la irritaba. Se había expuesto demasiado ante Eduardo. Por suerte, él ni siquiera podía sospechar cuántas vidas acumulaba Olga en su cuerpo; estaba demasiado ciego, demasiado concentrado en el remolino de su propio ombligo para darse cuenta de cuanto lo rodeaba. Tal vez era mejor así, se dijo acariciando, bajo la camiseta del pijama, la cicatriz de la ingle. El recuerdo de un antiguo tatuaje que le había costado borrar de la piel.
Aquella cicatriz era el camino que la llevaba a una calleja empedrada, a media noche. La dirección anotada en un papel la conducía a un sótano. Era un lugar sórdido, oscuro y tenso. Ella era apenas una niña raquítica acostumbrada a soportar el peso de la vida sin exhalar una queja, pero solo tenía dieciséis años y estaba aterrada.
La mujer que le cogió el abrigo parecía colocada, sonreía con la boca caída como si se le hubiese derretido grotescamente el maquillaje.
—Noches alegres, mañanas tristes, ¿verdad? —La condujo hasta una pequeña habitación. En el centro había una camilla con ruedas y un flexo en el techo que provocaba una luz muy blanca e intensa. En un mueble con estantes de formica se alineaba diverso material quirúrgico. La mujer trató de tranquilizarla acariciándole el hombro, pero el tacto de su mano no hizo sino aumentar el temblor de Olga. Le dijo que se quitara el vestido y las bragas. Todo iba a ser rápido e indoloro. Se lo prometió.
—Bueno, jovencita, vamos a sacarte eso y podrás seguir con tu vida como si nada hubiera pasado.
Pero fue horrible, largo, penoso y muy doloroso. Todo se complicó desde el principio, dijo que solo iba a aspirarla, no estaba más que de tres meses. Pero le arrancó las entrañas. Podría haber muerto, y a veces pensaba que tal vez debería haberlo hecho. No quiso mirar aquello que la mujer le mostró antes de lanzarlo al cubo de la basura.
—Te pondrás bien. Pero deberías ir a un hospital, a uno de verdad.
No le hizo caso. Se marchó sintiendo que se moría a cada paso. Le costaba mantener el equilibrio y se guiaba apoyando la mano en el muro del callejón.
No pudo decir nada en casa. Su madre no habría creído que uno de sus novios la había seducido y dejado embarazada. Eso no podía pasarle a ella.
El padre de Olga murió cuando ella tenía trece años. Un funcionario de prisiones preocupado por la quiniela los fines de semana, acaso angustiado por el dinero que nunca era suficiente, o por esos dolores de cabeza repentinos que el médico de la Seguridad Social no sabía cómo ni por qué le venían y que le trastocaban el humor haciéndolo más y más amargado. No le dio mala vida a su madre, ni buena tampoco. Fue una sombra pasando entre sus dedos sin dejar sustancia de carne. Desde niña, Olga debió contentarse con una apariencia de normalidad, con una vida que todos tenían y a la que su familia no podía renunciar. Pero en la intimidad su padre se recluía viviendo en su rincón sin molestar, asomando de vez en cuando y arrastrando las zapatillas, en pijama y bata, con un vaso de agua, sentándose frente al telediario y quedándose dormido a los diez minutos. Y su madre observándolo desde lejos con mirada de repulsión. Apenas recordaba palabras sobre cómo era su padre, lo que hacían juntos, ni de cómo se conocieron, y su madre jamás pronunció un solo comentario que hiciera intuir qué clase de sentimientos albergaba hacia él.
Ella nunca hablaba de sus sentimientos en público, las únicas rendijas para atisbar su vida interior aparecían cuando se emborrachaba o traía un nuevo novio a casa, después de que su padre muriera. Su madre era muy guapa, mucho más que cualquier mujer que los hombres con los que se acostaba merecían. Pero era así de fácil dejarse llevar por un cierto desánimo, como si aquella vida no debiera haber prosperado, como si el esfuerzo de ir cumpliendo años no hubiese respondido a un objetivo concreto, sino a la mera casualidad y al abandono resignado de su protagonista. Existía la gente así. Personas que no encuentran un objeto al hecho de vivir, que no esperan ni piden nada, excepto ir cumpliendo sus pequeñas mezquindades sin ningún sobresalto.
El último novio era un hombre al que se le había pasado el tren de la vida. Puede que tuviera unos cincuenta años, tal vez menos, pero los aparentaba. Solía presentarse en casa de su madre con un traje de sarga arrugado; a veces un botón de la camisa estaba roto a la altura del ombligo, como si no hubiera podido soportar el empuje de la barriga. Tenía las patillas largas y rizadas y un bigotito hitleriano que le cubría el labio superior, un poco caído del lado derecho, como si le hubiera dado una parálisis; en la mano derecha sostenía una cajetilla de pitillos Lola y un cigarrillo encendido entre el índice y el corazón. Tenía los dedos amarillentos y las uñas descuidadas, como su ropa y como los botines negros manchados de barro. Al principio miraba a Olga con indiferencia, como algo inevitable que no valía la pena contemplar con esmero. Sonreía poco, y cuando lo hacía era como si lo hubieran obligado a hacerlo, sin lograrlo del todo.
Pero esa mirada cambió sin que su madre se diese cuenta.
Aunque no podía recordar el mes, sabía que era miércoles. Los miércoles venían del supermercado a traer los encargos de la semana. Olga recordaba el mango brillante de su bicicleta apoyada en la puerta, el sillín marrón desgastado y el chico descargando las cestas de mimbre hasta los topes. El novio de su madre estaba sentado frente a ella, mirándola muy fijamente. La estancia estaba en penumbra y la sensación de frescor contrastaba con el calor sofocante, blanquísimo, chirriante, del exterior. Sin prisa, él se levantó y se acercó a Olga, la agarró por la nuca sin violencia pero firmemente y la atrajo hacia su boca.
Aquella fue la primera vez, pero vinieron otras, muchas más. En sentido estricto, no podía decirse que él la forzara, no lo hizo con violencia, al menos. En realidad, Olga se dejó llevar como en un sueño narcótico donde nada importaba porque no tenía voluntad para cambiar las cosas ni impedirlas, como si con cada beso aquel hombre le inoculara con la lengua un veneno paralizante.
Y sin darse cuenta, se enamoró de él. Un hombre casado que tenía treinta años más que ella y que también era el amante de su madre; incluso cometió la estupidez de tatuarse su nombre en la ingle, aunque habría hecho por él mucho más que tatuarse un símbolo inútil en la piel. Durante meses compartió a aquel hombre con su madre sin que ella lo sospechara. Buscaba excusas para llamarlo, aunque no siempre contestaba él, sino la voz de su esposa o de un niño pequeño; soportaba sus humillaciones, acudía como una perrilla en celo a cualquier tugurio en el que él la citara para follarla deprisa, y hundía las uñas en su carne para no gritar cuando escuchaba a su madre correrse con su verga dentro al otro lado de la pared.
Hasta que aquel viaje alucinógeno terminó abruptamente. Una mañana, él la había citado en una miserable pensión de la carretera de Villaverde.
Olga había decidido que le daría la noticia después de hacer el amor, mientras fumaban un pitillo en la cama. Pero Ella, la esposa de verdad, irrumpió en la habitación y fue como si todo su mundo mágico estallara en mil pedazos con aquella invasión, como la cabina confortable de un avión que de repente se despresuriza. Hablaron a gritos. No se puede hablar y gritar al mismo tiempo, todo se vuelve entonces inasumible y caótico.
Durante unos minutos, Olga creyó que su juventud ganaría la batalla, que él plantaría cara, que le diría a su mujer las mismas cosas que le susurró a ella entre las sábanas decenas de veces. Pero él claudicó; en realidad, ni tan solo presentó batalla. La dejó, sin más, como si nada hubiese sucedido, como si ella fuese un bicho repugnante colgado en su felicidad matrimonial.
—¡Vamos a tener un bebé! —gritó Olga.
No debería haber sido de ese modo, esperaba encontrar ese ritmo cálido que los acompasaba por las noches, cadera contra cadera, para decírselo: «Deja a tu mujer, y a mi madre. Ahora somos una familia», como si aquel bebé fuese el eslabón que no podía separarlos. Pero ese grito, animal y desesperado, fue lo único que le quedaba, su última esperanza de retenerlo.
Él la miró con un horror de viejo podrido. Y en esa mirada, en esa décima de segundo, Olga comprendió su tremendo error. Supo que el Amor no existe, que los hombres son egoístas y débiles. Supo que odiaría para siempre a ese hombre que llevaba tatuado en la piel con la misma vehemencia que hasta un segundo antes lo había amado.
Él las dejó, a ella y a su madre, sin más, las alejó de su vida como se aparta a un insecto molesto mientras se echa la siesta, de un manotazo. Se acabaron los fines de semana románticos, los polvos incómodos y excitantes en la parte trasera del coche, las promesas, los poemas, los pequeños regalos, las llamadas a media noche; se acabaron los tatuajes, las miradas de complicidad.
Y cuando su madre, borracha y perdida, lo llamaba entre mocos por las noches sin entender las razones de su repentino abandono, Olga la miraba y odiaba al mundo.
No, Eduardo no podía siquiera sospechar una historia semejante. Él siempre la miraba con la impaciencia propia de quien se ve obligado a explicar lo obvio. Y lo obvio era que ahora Olga estaba asustada.
Entornó los párpados e imaginó un cuerpo desnudo, desvalido, muerto allí mismo, en medio del suelo sucio de su habitación. Su adolescencia asesinada.
Qué absurdo y poca cosa puede parecer un ser humano desnudo y muerto. Qué inútil e inservible es esa redención.