Capítulo 9
Según indica la costumbre, las oraciones de salat deben ofrecerse cinco veces al día, todos los días. La más importante es la de media tarde. Era la que Ibrahim practicaba con mayor devoción.
Hubo un tiempo en que él mismo dirigía las oraciones en congregación, cosa que el islam suní permitía a aquellos miembros versados en el Corán, y él lo era, como lo fue su padre, un hombre por encima de todo reproche. Ahora, sin embargo, Ibrahim se contentaba con buscar una superficie lo bastante limpia para inclinarse frente a una pared orientada al este, ante un imaginario mihrab que señalase el camino a la Meca. En aquella celda no había imán o funcionario religioso que le impusiera el motivo del rezo. Alá no puede permitir que ningún hombre hable con Él directamente, por ello existían los profetas y los ángeles. Pero allí no había ni lo uno ni lo otro. Lo que tenía que decir quedaba entre él y Dios. Aunque Dios no parecía querer escucharlo.
No podía reprochárselo. No bastaba con lavarse la cara, las manos, las axilas y los pies para sentirse purificado, ni postrarse en una esterilla para estar en el paraíso. Ni siquiera bastaba implorar el perdón para merecerlo, y él ni siquiera sabía si lo deseaba. Desde niño le habían enseñado el distanciamiento espiritual de los placeres, y que su único objetivo en esta vida debía ser la aniquilación del yo en Alá, que todos los seres humanos nacen con dos almas, la humana y la divina, y que la vida es una lucha continua, un camino de perfeccionamiento donde lo humano se ha de extinguir en favor de lo divino. Pero Ibrahim sabía, tras una vida de conflictos consigo mismo, que su fe no era sólida ni su comportamiento coherente. No, Dios ya no confiaba en él. Y él ya no confiaba en Su bondad. Aun así, adoptaba con solemnidad la postura giyan, de pie con la cabeza inclinada y las manos plegadas frente al pecho, luego se inclinaba hacia adelante, y después se postraba con las piernas hacia atrás y la frente en tierra.
Uno de los suras preferidos de Ibrahim era el dieciocho, el que mencionaba al ángel caído, Iblis, el único que llegó a desobedecer a Alá. Mientras lo murmuraba, no podía evitar pensar en su infancia. En lo que esperaban de él: «Y cuando dijimos a los ángeles “¡Prosternaos ante Adán!” se prosternaron todos excepto Iblis, que era uno de los genios y desobedeció la orden de su Señor». ¿A cuántos señores había desobedecido él, cuántos preceptos había infringido? No había honrado la memoria de sus padres, solo había llenado de lágrimas la vida de su madre, y tampoco había podido seguir el ejemplo de su hermano mayor, mártir entre los mártires de Argelia. Era un asesino, un traficante de armas, un mercenario. Un farsante.
Declinó la cabeza hacia la litera vacía de su compañero, Arthur, y alargó los dedos hasta la marca en el cabezal que había dejado la postal de su viaje de novios. Ibrahim no tenía hijos, ni esposa, ni una familia que lo llorase cuando estuviese muerto, nadie que intercediera por él cuando Alá decidiera que su tiempo estaba cumplido y enviase al ángel de la Muerte. Todo lo había entregado en una ensoñación. De repente, sus días le habían traído a la vejez cercana, y no sabía cómo había sucedido. No había paz en su interior, nunca la hubo, pero tampoco guerra, ya, solo la derrota de la sangre vertida inútilmente, los remordimientos, las voces y las caras perdidas en su interior. Los sueños que alguna vez tuvo, siendo un crío, habían terminado en pesadilla.
Se volvió hacia la puerta de la celda y vio al director Ordóñez apoyado en los barrotes.
—No sé qué has hecho, ni cómo lo has logrado, pero te marchas de aquí —dijo, esgrimiendo el auto de libertad del juzgado.
Ibrahim miró la pared desnuda y dibujó con el pensamiento la imagen de aquella postal en el cabezal de Arthur. Argel, Andrea…
Quizá, después de todo, Alá no era un padre tan severo y silencioso como lo fue el suyo. Al parecer, El Misericordioso tenía sentido del humor, un sentido del humor amargo.
Arthur ocupaba una mesa al fondo del salón, junto a las cortinillas de visillo que permitían ver los troncos de los árboles del paseo del Prado. Una luz tibia matizaba su contorno, como si al taponar la luz de la ventana con su ancho cuerpo se mostraran a la par dos versiones del mismo hombre, su silueta maciza y el destello luminoso que desprendía. Pidió el desayuno al camarero y enseguida se concentró en una pequeña libreta. Fuese lo que fuese que estaba leyendo reclamaba toda su atención; el camarero tuvo que carraspear un par de veces hasta que Arthur se percató de su presencia y le dejó espacio para la bandeja con el desayuno. Café en taza, un huevo cocido, una pieza de fruta y un par de tostadas con mantequilla.
«Un desayuno bastante frugal teniendo en cuenta su portentoso físico», pensó Eduardo. Desde la chaise longue del vestíbulo tenía una visión privilegiada del salón en general y de Arthur en particular, lo que le permitía observarlo, estudiar sus movimientos, analizar la simetría de sus rasgos y su fisonomía sin interferencias.
Lo primero que le resultaba incongruente en aquel hombre era su nombre. Encontraba pocas fisonomías acordes a este, en algunos casos lo desmerecían y en otros lo agrandaban. Haciendo una extravagante asociación de ideas, Eduardo constreñía todos los Arthur del mundo en un patrón común: los imaginaba de fisonomía amable, quizá con una enfermedad de cierto postín, una debilidad respiratoria tal vez, jaquecas crónicas o algún soplo del corazón. Era fácil imaginar a un Arthur rubio, con el pelo poco firme, de manos contenidas. Máxime si aquel Arthur era poeta, o había pretendido serlo, como sabía Eduardo. Esperaba haberse topado con un hombre de mirada huidiza, no cobarde, sino más bien fugitiva y exploradora, de hipersensibilidad ante los detalles más nimios, que debía por fuerza rozar los límites de la locura.
Pero aquel hombre no era así, no su aspecto físico ni su modo de comportarse, al menos. La ropa cara que lucía, traje italiano hecho a medida de color tierra, la corbata de seda a juego, los gemelos y el reloj de titanio, apenas lograban suavizar la brutalidad de un cuerpo demasiado fuerte, con músculos dispuestos a la lucha y al esfuerzo aprisionados bajo la camisa. Cogía de un modo poco cincelado el huevo para pelarlo, y su mano no titubeaba a la hora de llevarse la taza de café a los labios sin contemplaciones. Pero con todo, lo que más distanciaba a Arthur de su nombre era la mirada, el modo de leer aquella libretita y luego girar el cuello hacia la luz exterior de la ventana con aire reflexivo. No parecía que su reflexión fuese fruto de algo hermoso, acaso unos versos escritos o una idea anotada en un momento de inspiración, y tampoco brillaba en ellos melancolía o nostalgia. No, lo que arrastraba aquella mirada y aquel gesto tenso era más parecido a un cálculo frío, a estar sopesando pros y contras, opciones, posibilidades y alternativas a algo que rondaba por su fuerte y hermética cabeza.
Pero de repente el rostro de Arthur mutó de modo fascinante. Una sonrisa de vela latina le iluminó la cara al ver aparecer a otro hombre que captó inmediatamente la atención de todos los presentes.
El recién llegado vestía una especie de chilaba de algodón semejante a la que lucen los musulmanes en las festividades, con ribetes dorados de formas vegetales en el cuello de pico y las bocamangas. La chilaba lo cubría hasta las manos y las piernas, pero debajo de la ropa se adivinaban unos pantalones occidentales y unos zapatos de piel. La cara estaba atrozmente marcada por cicatrices zigzagueantes que le daban un aspecto temible. Sin embargo, el modo de recoger con un remolino en el aire la manga de la chilaba y de inclinar levemente el tronco hacia delante llevándose la mano derecha al corazón fue una secuencia de movimientos elegantes y suaves, casi etéreos, como si aquel hombre fuese más un bailarín de aire que un musulmán con aspecto de hacer estallar el salón entero por los aires, que era lo que sin duda temieron los comensales que ocupaban las mesas cercanas. Destilaba un innegable magnetismo, no tan solo a causa de las marcas y cicatrices de su rostro, sino también por su contención a la hora de coger los objetos o la atención sincera que parecía prestar a cualquier cosa que le llamase la atención. Parecía existir una convención tácita entre las dos pulsiones que inspiraba una especie de equilibrio entre la repulsión de su rostro masacrado y la admiración de su elegancia innata.
Durante un segundo, la mirada de Eduardo y la suya se encontraron. Eduardo se sintió escudriñado sin rubor, y a continuación, como si desdeñase una posible amenaza, volvió a charlar animadamente con Arthur. Ambos se levantaron y salieron juntos del hotel.
Eduardo los siguió a distancia.
Durante buena parte de la mañana recorrieron a pie las calles de Madrid, entraron en un par de librerías, compraron algo de ropa y a media mañana pararon en una terraza a tomar algo en el barrio de las Letras. Era viernes y las calles estaban llenas de peatones. La plaza de Santa Ana era un bullicio de terrazas, lateros y gente yendo y viniendo sin aparente destino. En las marquesinas del teatro Español, un grupo de sudamericanos compartía música entremezclándose con un grupo de turistas rusos que recibían las explicaciones de un guía joven que les señalaba los nombres inscritos en el frontispicio del teatro. A una distancia prudente, un coche de la policía local circulaba tan lentamente como en un bolero, y un chico subsahariano ofrecía publicidad de un garito de tapas, mientras que un par de gitanas enlutadas andaban merodeando entre las mesas de las terrazas con sus inevitables ramitas de romero y sus letanías de la suerte. Todo convivía sin aparente fricción. Un decorado sencillo, si no se miraba muy a fondo, que permitía a Eduardo mantenerse bastante cerca de Arthur y de su amigo sin ser descubierto. Por suerte no parecían tener prisa, lo que agradeció Eduardo; después de una larga mañana, la rodilla lo estaba machacando.
Arthur se detuvo ante la peana de la escultura de Lorca y de repente alzó la cabeza y su mirada se topó por azar con la de Eduardo. Este apenas tuvo tiempo de desviar la atención hacia el escaparate de una bodeguilla. No era probable que Arthur lo hubiese reconocido o que sospechase que lo estaba siguiendo. Sin embargo, cuando Eduardo volvió la cabeza, Arthur se alejaba hacia la salida este de la plaza con rapidez, alargando las zancadas, como si le hubiera entrado una prisa repentina. De su amigo no había ni rastro.
Eduardo aceleró el paso para no perder de vista a Arthur entre el gentío de la plaza, olvidándose de las punzadas cortantes de la rodilla.
Tras una corta carrera que lo dejó para el arrastre, alcanzó la bocacalle por la que había desaparecido Arthur. Era un callejón estrecho con bares de tapas muy concurrido, demasiado para abrirse paso si no era a fuerza de empujones.
—Mierda, ¡jodido lisiado! —se recriminó en un rapto de cólera, golpeándose la pierna maltrecha al comprobar que había perdido a su presa.
Nadia Rueda había avisado a Arthur de que Ibrahim ya era libre. Y allí estaba, efectivamente, frente a él.
Le gustaba tener cerca a su compañero de celda, se sentía más seguro, compartía con él algo que resultaba tangible y real en aquel mundo al que había vuelto repentinamente y que todavía lo aturdía. Pero también Ibrahim parecía otro fuera del entorno gris de la cárcel. Parecía brillar más, y aquel atuendo de algodón bordado le daba un aire al mismo tiempo extravagante y cautivador. Sin embargo, su natural desconfiado seguía alerta.
—No mires, pero al fondo del salón hay un tipo de aspecto arenoso que no te quita la vista de encima.
Arthur no miró.
—¿Alguien del Armenio?
Ibrahim descartó la posibilidad después de examinarlo sin disimulo. Solo era un tipo raro, no una amenaza creíble. La sospecha era un hábito de supervivencia para él, eso era todo. Esperaba siempre lo peor de las personas y de ese modo estaba preparado para contrarrestar cualquier envite. Mantenerse en ese estado de alerta permanente y no caer en el cinismo era cuestión de equilibrio. En su opinión no existían personas buenas o malas, cosas buenas o malas; ese tipo de maniqueísmos eran para los libros. Él tan solo veía zonas grises, bailes de sombras, y procuraba mantener un pie en cada lado.
Arthur admiraba su entereza, y en cierto modo la temía. Incluso cuando era amable, la mirada de Ibrahim traspasaba a cualquiera y los demás sentían que ante esa mirada estaban indefensos. Nada es más peligroso que un hombre que sabe quién es y lo que quiere. E Ibrahim lo sabía. Hablaba poco, y cuando lo hacía parecía sopesar el valor de cada palabra con la certeza de que nada era banal, que cada sílaba ocupaba su lugar justo.
Intercambiaron algunas anécdotas de la cárcel, hablaron de la incomodidad de tener que encajar de nuevo en el mundo, pero siempre era Arthur el que empezaba y terminaba las frases, Ibrahim apenas traslucía sus verdaderos pensamientos. Estaba allí, escuchaba con atención, a veces sonreía mostrando su boca estropeada, pero nunca dejaba de estar al otro lado de la conversación, como un observador paciente.
Luego caminaron por Madrid recordando las calles de Argel: el barrio de Haï el Badr, los rincones más oscuros del puerto de Agha, el entorno de la avenida Didouche Mourad y el jardín botánico de Hamma, los teleféricos del Palais de Culture y el de Notre Dame d’Afrique. Cuando agotaron ese callejeo por la memoria, Ibrahim empujó la conversación hacia Arthur, hacia su presente, en realidad.
—¿Cómo está tu esposa? ¿Has ido a visitarla?
La pregunta, fuera de la celda, sonó extraña.
—¿Por qué lo preguntas?
Ibrahim comprendió su error rápidamente y trató de rectificar.
—Bueno, cuando estábamos encerrados no dejabas de repetir que lo primero que harías al salir sería ir a buscarla y llevártela de Madrid.
—Andrea no quiere verme, me culpa de la desaparición de Aroha, y en cierto sentido no le falta razón.
Ibrahim conocía la historia; Arthur se la había explicado hasta la saciedad. También conocía el efecto devastador que les había causado a ambos la desaparición de su hija.
—No puede decirse que haya sido un padre excepcional. Uno cree que conoce a los hijos y que su responsabilidad está en mantenerlos protegidos, que no les falte de nada… Pero está claro que fracasé.
—Hay gente que tiene dos oportunidades en la vida. Quizá tú seas uno de los afortunados. Recuperarás a tu hija y a tu esposa, y harás las cosas mejor esta vez.
Arthur lo miró con curiosidad:
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
Ibrahim apartó la mirada.
—No soy yo quien debe estarlo, sino tú.
—Si pudiera convencer a Andrea… Pedirle otra oportunidad.
—Hazlo.
Arthur meneó la cabeza.
—Ya te he dicho que no quiere verme. No conoces a mi esposa, temo que cada vez se vaya alejando más y más en ese pozo de silencio en el que está sumida y que, llegado el momento, cuando encuentre a nuestra hija, ya no pueda hacerla volver junto a nosotros… Si la hubieras conocido cuando era más joven, ¡era tan alegre, tan fuerte!
Ibrahim sonrió y asintió con la cabeza. Algo en su interior brillaba y el resplandor subía hasta sus ojos oscuros, como la visión de una hoguera a lo lejos, en la gruta de una montaña en plena noche. Él también tenía recuerdos.
—¿Por qué sonríes de ese modo tan extraño? —le preguntó Arthur.
La vida tenía una forma curiosa de experimentar con los seres humanos, pensó Ibrahim, borrando esa sonrisa delatora de su boca. Alá jugaba a los dados con los destinos mortales, desperdigando las piezas de un rompecabezas que siempre volvía a unirse de un modo u otro. Había quien llamaba a eso casualidad, tal vez fuera predestinación, no lo sabía. Quizá las ansias de ser libres y protagonistas de las propias vidas no eran más que anhelos quiméricos, locuras humanas, a la vista de los acontecimientos.
A veces, las puertas infranqueables se abren para ser traspasadas.
—Yo podría hablar con ella, si quieres. —Lo dijo sin pensar, dejándose llevar por el instinto.
La propuesta sorprendió a Arthur. Examinó a su amigo con ambigüedad. ¿Por qué no? Ibrahim era una persona especial. Le había demostrado una lealtad sin fisuras en la cárcel, aunque siempre tenía la sensación de que no todo era diáfano en sus intenciones. En alguna ocasión le había descubierto contemplando aquella fotografía de Argel con Andrea, pensando Dios sabía qué, acaso en su propia vida; y una noche lo sorprendió contemplando al propio Arthur mientras dormía en su camastro. Por alguna razón, Arthur sintió miedo, fue la única vez que realmente tuvo miedo de Ibrahim, y fingió seguir durmiendo, sintiendo en la cara el aliento de Ibrahim e intuyendo su mirada profunda y cortante. Sin embargo, Arthur estaba vivo gracias a él, lo consideraba su amigo. Y además Ibrahim estaba agradecido por haberlo sacado de la cárcel. Era argelino como Andrea, se crio cerca de su barrio. A diferencia de Arthur, Andrea nunca se había sentido francesa, ella amaba Argel tanto como Ibrahim: si existía alguien capaz de ser el lazo que mantuviera a su esposa unida a la realidad, era él.
—Sí, ¿por qué no? Ve a verla, habla con ella.
Ibrahim asintió rocoso y sin traslucir emoción alguna. Desvió la mirada para escapar de la de Arthur y, en ese instante, otra cosa más imperiosa llamó su atención.
—El tipo del hotel está otra vez ahí, al otro lado de la plaza. Y no puede ser casualidad que nos hayamos tropezado de nuevo con él.
Eduardo se sentía fatigado. Después de haber recorrido medio Madrid jugando al espía sudaba abundantemente y la rodilla le quemaba. Caminaba renqueante calle abajo preguntándose qué clase de estupidez lo estaba empujando a perseguir a un desconocido de un lado a otro sin ningún sentido.
De repente se abrió un portal justo cuando pasaba por delante. Apenas tuvo tiempo para advertir con el rabillo del ojo un puño cerrado que se abalanzó sobre su cara. Tuvo el reflejo de girar la cabeza, pero solo pudo esquivar el golpe parcialmente. La mayor parte se estrelló entre la mandíbula y el cuello, dejándolo aturdido. Las gafas salieron volando. Antes de recomponerse, un segundo puñetazo en la boca del estómago le cortó la respiración. Fue un golpe certero, de profesional que sabía dónde pegaba. Un par de manos poderosas lo agarraron por las hombreras y lo empujaron dentro del portal como si fuese un saco de patatas. Todo sucedió en apenas cinco segundos y nadie se dio cuenta de nada.
El vestíbulo del portal estaba a oscuras, pero no lo suficiente para impedir que Eduardo viera la cara de su agresor. Era el hombre de la chilaba. Quiso protestar, pero se comió las palabras con un nuevo golpe, seco y duro, esta vez en la boca. Ibrahim le había pegado con algo metálico, tal vez un anillo o unas llaves. Eduardo sintió que todos los dientes se sacudían y enseguida notó en la saliva el sabor de la sangre. Ibrahim le propinó un rodillazo en el plexo que lo hizo caer redondo. Tumbado en el suelo notó el antebrazo de Ibrahim inmovilizándole la cabeza contra el suelo, mientras con la otra mano hurgaba bajo su camisa hasta dar con la cartera, arrancándosela violentamente. Con la cartera en la mano, Ibrahim se incorporó. Jadeaba un poco y tenía el pelo revuelto, pero podía seguir pateándolo durante un buen rato antes de estar verdaderamente cansado.
—¿Trabajas para el Armenio? —le preguntó a Eduardo, apuntándolo con el DNI que le había quitado de la cartera.
Desde el suelo, Eduardo alzó la mano pidiendo una tregua. O se explicaba rápido o aquel tipo era capaz de matarlo allí mismo.
—No sé de qué armenio me hablas. Me llamo Eduardo Quintana, y soy retratista, pintor.
La respuesta desconcertó a Ibrahim. Se acuclilló y observó de cerca la cara de Eduardo, que empezaba a inflamarse con rapidez. Desde luego no tenía el aspecto de ser un matón del Armenio. Ladeó la cabeza hacia el hueco de la escalera, que permanecía a oscuras. El atribulado rostro de Eduardo siguió la dirección de esa mirada. De entre las sombras emergió la silueta de Arthur Fernández.
—¿Quién cojones eres tú? —El tono de voz era imperativo, pero ya no vibraba en el aire la amenaza inminente. Eduardo necesitaba improvisar una excusa con rapidez. Y por supuesto, no debía decir la verdad. Eso lo hubiese estropeado todo. El cerebro se le movía dentro del cráneo como una lavadora descompensada.
—Soy retratista, me gano así la vida, y pensé en robarle algunos gestos, hacer un esbozo sin que se diese cuenta. —Mientras hablaba, Eduardo ganó unos segundos preciosos para lograr apoyar la espalda en la pared e incorporarse con mucha dificultad.
Arthur miró de arriba abajo a Eduardo como si no pudiera creer lo que acababa de oír. Sacudió la cabeza un par de veces y volvió a mirarlo, pensativo.
—¿Me tomas el pelo?
En aquel instante se encendió la luz de la escalera. A los pocos segundos apareció una mujer mayor con bata y arrastrando unas zapatillas de andar por casa. Al ver la sangre en el rostro de Eduardo lanzó un gritito de rata y volvió a la carrera sobre sus pasos.
—Será mejor que salgamos de aquí. Esa vieja no tardará en llamar a la policía. No creo que sea muy oportuno que te cojan aquí en tu situación, y a mí tampoco me conviene —advirtió con calma Ibrahim, masajeándose la mano con la que había golpeado a Eduardo.
Arthur dudó unos instantes. Sabía que tenía razón.
—No deberías andar por ahí espiando a la gente como un psicópata —aconsejó demasiado tarde a Eduardo. Este asintió pesadamente. Le dolía todo el cuerpo y tenía ganas de vomitar.
Ibrahim le devolvió la cartera.
—Ahora sé quién eres —dijo con una sonrisa irónica, guardándose su DNI—. Está bien saber cosas de los demás, nunca sabes cuándo puedes necesitar utilizarlas. Yo que tú, esperaría aquí a que venga la policía y pida una ambulancia. Puede que tengas algún hueso roto, y ese labio tiene mala pinta. —Se contuvo un instante en el quicio del portal con el pomo de la puerta en la mano, oteó el exterior como un cazador y, tras cerciorarse de que no existía amenaza, ambos salieron.
La policía llegó minutos después. Eduardo hubiese preferido no estar tampoco en el portal cuando llegaron, pero después de intentar alcanzar la calle se dio cuenta de que no iba a poder ir muy lejos. Tenía la rodilla inflamada y cada vez que respiraba notaba un dolor punzante en el costado derecho. Imaginó que tenía una costilla rota, así que no pudo hacer otra cosa que sentarse en un escalón y esperar que llegaran los agentes y después la ambulancia. No le explicó la verdad a la policía, al menos no por completo: les dio una secuencia exacta de lo ocurrido sustituyendo la descripción de Ibrahim y de Arthur por otra mucho más genérica e inidentificable.
Tampoco le dijo la verdad a Graciela cuando la llamó por teléfono y le pidió que viniera a recogerlo al centro de Urgencias donde le habían radiografiado los huesos para certificar que tenía una costilla fisurada pero no rota. Aparte de los moratones, no había nada que un par de días de reposo no pudieran devolver a su sitio. Con una receta de analgésicos y tres grapas en el labio, se sentó a esperar que llegara la casera.
—Ha sido un tipo del montón, no sabría decirte más. Me pilló por sorpresa y me metió en el portal. Imagino que quería robarme la cartera y el reloj.
Graciela lo miró con desconfianza.
—El reloj lo tienes en la muñeca, y la cartera en la mano.
Eduardo se acarició la mejilla inflamada. Realmente, Ibrahim golpeaba como un martillo pilón.
—Una mujer se asomó desde la puerta de su piso al escuchar los golpes. Supongo que los tipos se asustaron y salieron corriendo.
—¿Y esta paliza solo para quitarte la cartera y el reloj?
Eduardo pensó en la expresión irónica de Ibrahim y en la amenaza velada de sus palabras.
—El mundo está lleno de mala gente… ¿Te importaría llevarme a casa? Necesito unas gafas de repuesto.
—Lo que necesitas es una buena cena y un poco de compañía. Últimamente estás demasiado solo y parece que la soledad te está devorando —le soltó sin recato Graciela.
Eduardo no tuvo energías para protestar.
Sara estaba reclinada sobre una mesa redonda de formica. Como todos los zurdos, giraba de un modo extraño el cuaderno para dibujar y el antebrazo se le manchaba con las ceras de colores emborronando la página. Vestía un pijama de elefantes verdes que sujetaban ramos de globos de diversos colores. Un pijama infantil que cualquier chica de su edad se hubiera negado rotundamente a ponerse. Pero Sara no era como las otras chicas. En la estantería, cerca de su mano, descansaba el gato de la suerte.
—Buenas noches, Sara.
La niña alzó la mirada y se le iluminó el rostro con una sonrisa al ver a Eduardo. Se levantó y le estrujó la barriga con sus fuertes brazos. Su pelo le rozó el mentón. Olía a champú con esencias de limón.
—¿Cómo te encuentras hoy?
—La doctora que lleva su caso dice que por ahora va mejorando; estamos convencidas de que si somos disciplinadas con la medicación, se pondrá bien muy pronto, ¿verdad, hija? —intervino Graciela con un tono exageradamente optimista.
Sara asintió con energía, como si los movimientos de su pequeña cabeza pretendieran refrendar una afirmación que en sus ojos apareció cargada de dudas. Otros niños de su edad no se percatarían hasta mucho más tarde de que las cosas no eran como se las habían contado, y ahí, en las mentiras, perderían la inocencia, la infancia; pero ella había aprendido a mentirse a sí misma desde hacía ya mucho tiempo.
—La doctora dice que pienso mucho, y que hay pensamientos que yo no puedo procesar adecuadamente porque soy muy pequeña todavía. Yo intento no pensar, pero los pensamientos piensan por mí y yo no sé cómo pararlos.
Eduardo le acarició la frente. Sara venía de otro mundo, vivía en otra parte, y solo cuando la medicación la aturdía lo suficiente su cerebro aflojaba el acelerador y venía de visita a esta otra realidad desde su isla de promisión. Como un fantasma, una media mitad que les prestaba a los demás.
—Los doctores no lo saben todo, ¿verdad?
La niña soltó una risita de complicidad.
—Así es. Lo que yo le cuento a Maneki, nadie más puede saberlo. Aunque a ti puedo contártelo, si te quedas a cenar. —Maneki era su gato de la suerte.
—La oferta es tentadora, así que no veo cómo puedo negarme —admitió él.
Fue una velada agradable. El vino abundante y la compañía de Sara, sentada a su lado, y de Graciela, divertida y contenta, logró que Eduardo dejara de pensar durante unas horas en la paliza que le había dado Ibrahim. Se puso a contar anécdotas de su infancia, de su padre, de sus discos, de los viajes que había hecho por el norte, de donde venían sus raíces. No pretendía impresionar a Graciela, al menos no de modo consciente, pero a juzgar por el brillo en los ojos de ella y por el modo arrobado en que lo escuchaba, con el codo en la mesa y la mejilla descansando en la palma de la mano abierta, así estaba sucediendo.
De repente, Sara se levantó y fue a una cómoda llena de cajones.
—¿Dónde tienes esas viejas fotografías, mamá? —Sara desordenó hasta dar con un álbum familiar.
Graciela hubiera preferido que no lo encontrara, que su hija no se sentara en la mesa con aire triunfal y lo abriera ante la mirada llena de curiosidad de Eduardo. Pero no hubo modo de hacerla desistir.
—Mira, aquí está mi madre cuando niña, en el pueblo.
Era el retrato de una niña, apenas empezando a ser mujer sin pasar por este invento moderno de la adolescencia. Un salto al vacío que se adivinaba en sus ojos de cejas sin depilar, vestida con una camisa negra llena de rozaduras, con una falda vasta y sucia. En su gesto de sonrisa indecisa, que no se atreve a ser feliz, estaba grabado un tiempo perdido. Parecía sorprendida por el haz repentino del fogonazo, nerviosa e incómoda por las órdenes del fotógrafo que la hacía posar junto a una vieja casucha de labranza con el techo de calamina y el portalón del corral abierto. Una niña que todavía no tenía el brillo borrado de la mirada, sin derecho a mostrar flaquezas.
—Apenas tenía diez años. Dios mío, cuánto ha llovido —asintió Graciela, cogiendo la fotografía con delicadeza, como si temiera romperla. Hablaba, en realidad, para Eduardo. Aprovechando que le mostraba las fotografías, al pasar las páginas del álbum le rozaba el antebrazo, contagiándose del calor embriagador y aparentemente casual de sus cuerpos.
Eduardo permanecía rígido, con la sonrisa cada vez más forzada. A veces escuchaba a Graciela desde su apartamento cantando boleros de Luis Miguel. Sonaban bien, Graciela tenía una voz agradable. Historias de reencuentros románticos, amores imposibles, pasiones desbordadas. Pero la vida no era un bolero. Él no deseaba saber más, y tampoco quería acercarse a Graciela; no quería atravesar la puerta de la complicidad que aquella mujer y aquella niña le habían abierto y que pretendían hacerle traspasar con un empujón, suave, amable, pero empujón a fin de cuentas.
—No pareces tú.
Graciela se encogió de hombros.
—Las fotografías no reflejan nada más que una imagen que con el tiempo se convierte en algo muerto —murmuró.
Eduardo contempló a Graciela como un perro contempla la luna. Estaba lejos, se veía el resplandor, ciertamente, pero no sabía nada de ella, no quería saberlo.
Graciela lo miró con un brillo que presagiaba las lágrimas. Pero continuaron con el álbum. Sara era la encargada de pasar las páginas, apenas dejaba tiempo para observar las fotografías y mucho menos sus detalles. La vida pasaba tan rápido de instantánea en instantánea como lo hacía en su cabeza bulliciosa y enfebrecida. Graciela y Eduardo la dejaban hacer con una sonrisa de aceptación cansada. Sara era un torbellino capaz de agotar las energías de cualquiera. Estaba acelerada y anticipaba lo que iban a ver en cada fotografía antes de mostrarla. A veces inventaba historias que solo existían en su imaginación partiendo de un instante grabado. Así, ella y su madre habían viajado por África hasta llegar a las tierras del Bajo Nilo donde nada menos que una descendiente directa de Cleopatra le había regalado a Sara el brazalete de oro macizo que lucía en la fotografía de los carnavales del año 2000. Y para asegurarse de que Eduardo la creía, Sara corrió a la habitación y regresó con el brazalete para que pudiera sopesarlo por sí mismo.
—Oro macizo, en efecto —admitió él, con expresión de fingido asombro.
Sara continuó con su paseo vertiginoso de las páginas hasta que, en una, algo llamó vivamente la atención de Eduardo.
—¿Quién es la chica?
Graciela acarició el perfil de una jovencita embarazada, que mostraba el vientre muy inflado bajo un vestido de color índigo de tirantes y voladizo. Dio un sorbo a la copa de vino, grabando la marca de carmín de sus labios en el borde. Dejó la copa y la hizo girar entre los dedos, contemplando con amor la fotografía.
—Mi madre. Se llamaba Esperanza. Cuando estaba de buen humor, recuerdo que me canturreaba canciones infantiles. A veces, al anochecer, agotadas pero felices, nos sentábamos juntas en un banco de la plazoleta que había delante de nuestro pequeño piso, en Leganés. Me contaba entonces las cosas que, siendo una chiquilla, había visto en el cine de verano del pueblo cierta vez, los enormes edificios de una ciudad que salían en la pantalla, el ruido que hacían las bocinas de los Ford descapotables, el trajín de los tranvías. Describía, con los ojos brillantes, cómo eran los vestidos de las actrices, sus moldeados de pelo, sus maquillajes, sus largas piernas y sus cinturas entalladas, la distinción que mostraban al moverse, hablar o fumar. También me contó una vez, con una nostalgia que trataba de reprimir con una sonrisa, que un famoso fotógrafo quiso retratarla como si fuese una estrella de nivel mundial pero que su padre, mi abuelo, no lo permitió.
Habían agotado los cigarrillos y la botella de vino. Sara dormitaba en el sillón arropada con una manta y abrazada a su ya inseparable gato de la suerte. Graciela cerró lentamente el álbum de fotos y lo devolvió al cajón. Se acercó a Sara y le apartó el flequillo de los ojos. La niña se removió inquieta.
—Está fascinada con ese juguete. A veces busca por el barrio, entre los gatos de verdad, uno como este, pero dice ufana que ninguno se le parece. Ella cree que Maneki puede entender lo que le dice.
—Tu hija tiene una fantasía extraordinaria —admitió en voz baja Eduardo.
Graciela asintió. La dolencia que tenía diagnosticada era irreversible, y ella lo sabía, pero no podía evitar tener esperanzas cuando los síntomas remitían y parecía poder llevar una vida normal. Pero luego todo volvía a empeorar.
—Me pregunto una y otra vez por qué hay personas que alcanzan al menos un momento de felicidad y lo desperdician y otras nunca pueden llegar a tenerlo.
Eduardo apartó la mirada hacia los restos de la cena. Él no era la persona adecuada para contestar esa pregunta.
—Recogeré los platos —se ofreció.
Graciela lo dejó hacer, contemplándolo. Sabía lo que estaba pensando Eduardo, siempre sabía lo que pensaban los hombres de los que se enamoraba, pero había derrotas que no estaba dispuesta a asumir. Se acercó y le acarició el pelo, como si fuese un niño pequeño. Se inclinó y le besó en los labios. Sus labios estaban agrietados y eran fríos. Los de Eduardo rehuyeron el anhelo. Graciela retrocedió, un poco avergonzada.
—No quería incomodarte.
—No lo has hecho, tranquila —respondió él con un susurro pacificador.
Graciela lo miró despacio, con aire fatigado.
—Apenas sé nada de ti, lo poco que has querido mostrar, y no sé si eso es mucho o es poco. Pero para mí es suficiente, Eduardo. Con nosotras tienes un camino, si quieres. Otro principio. No soy tan ilusa para creer que me amas. Aún no, y no me importa. Puedo esperar.
Eduardo se había arremangado la camisa y estaba aclarando una copa. Durante una décima de segundo dejó de hacerlo, las burbujas del detergente resbalaron por la superficie de cristal y gotearon sobre la encimera. Ladeó instintivamente la cabeza hacia su derecha. Sara seguía durmiendo.
—No creo que tu hija y tú merezcáis cargar con un cadáver.
—No hables así. No estás muerto. Aunque quieras estarlo, lo cierto es que sigues aquí. Alguna esperanza debes de conservar. Y además, ni mi hija ni yo vamos a suplantar a tu familia, no vamos a cubrir un agujero, Eduardo. Lo que yo te doy es una oportunidad, para los tres.
Eduardo buscó un paño limpio y secó con paciencia un plato plano haciéndolo girar como un volante.
¿Sabría Graciela lo que significaba tener charme? Elena lo tenía. No es algo que pueda adquirirse, ni siquiera aprenderse. Es un don, un aire que envuelve ciertas cosas, a ciertas personas, desde que nacen. Es algo que las hace distintas en cualquier circunstancia, sea lo que sea que hagan, caminar, mirarte, respirar, tender una mano o cantar una canción. Son seres inmortales, pequeños ángeles errantes que vagan entre nosotros porque perdieron las alas en la Caída primera, que buscan el camino de regreso a casa. Si alguna vez una de esas personas se cruzase con ella, si se dignase posar en Graciela su mirada, dedicarle una sonrisa, podría entenderlo, de otro modo, cualquier cosa que pudiera decirle acerca de Elena resultaría vana.
—Es muy tarde ya. Te agradezco la cena y la compañía, pero mañana me toca madrugar. Debería irme.
—Sí, tal vez sea lo mejor —aceptó Graciela, con la rigidez de un maniquí fuera del escaparate. Sin darse cuenta se había corrido el pintalabios al frotarse la boca con el dorso de la mano.
Eduardo fue a la puerta. Graciela no se movió de la mesa, fumando con la mirada perdida y una copa de vino en vilo. Eduardo giró el pomo y abrió, pero sin llegar a soltarlo, ladeó la cabeza por encima del hombro.
—Maté a un hombre, Graciela. Le disparé en la cabeza. Y a su mujer. Y habría matado también a su hijo si no me lo hubieran impedido. A ese hombre es al que le estás pidiendo que duerma cada noche pegado a tu espalda.
Se marchó sin esperar a ver la reacción de la casera.
La tarde olía a mimosas. Afligía el paisaje, demasiado hermoso para parecer real, el anticipo de una nostalgia, de un instante perfecto que en cualquier momento iba a estropearse.
—Tienes una visita.
Andrea frunció ligeramente el ceño, disgustada por la interrupción de la enfermera.
—No quiero ver a nadie —murmuró.
—No es tu marido —dijo la enfermera, anticipando su pensamiento.
Alrededor del perímetro del estanque se repartían estratégicamente bancos de madera que invitaban a perder la mirada en el fondo limoso y en los peces de tonalidades rojas y azules que de tanto en tanto emergían de la oscuridad y nadaban en círculos mendigando alguna miga de pan. En un tiempo una pradera de césped rodeaba el estanque, pero ahora se había convertido en un tepe de grama amarillento y seco.
Ibrahim contemplaba el agua apoyado en un árbol. Arthur le había preparado para lo peor, advirtiéndole que iba a encontrarse con poco menos que una paciente en coma: «Resulta frustrante hablar con ella, a veces incluso ridículo. No parece escuchar, ni ver, ni oír».
El rumor de una hoja lo sacó de su ensimismamiento.
Andrea se acercaba con paso dubitativo. Llevaba un corte de pelo torpe y poco femenino, ahuecado a los lados, sus ojos arrastraban una mirada errática, dejaba caer los brazos y las manos sin tensión a lo largo de su cuerpo, y con los hombros caídos adoptaba una posición de laxitud.
Pero aun así sintió que el corazón se le aceleraba.
Aunque devastada, Andrea no estaba muerta, no por completo, al menos. La niña que él conoció seguía allí, en alguna parte tras esas pestañas y ese mentón un poco caído que acompañaba el derrumbe de sus pómulos y su boca. Su piel estaba invadida por las arrugas y algunas manchas asomaban entre los pliegues; sus músculos ya no eran firmes y trabajados, le caía el tríceps y las caderas se habían desbocado. Pero era ella, lo sabía tan certeramente como lo supo el día que vio la postal de boda encima del camastro de Arthur.
Casi cuarenta años después, casi viejos, casi vencidos. Pero allí estaban, el uno frente al otro.
—Hola, Andrea.
Andrea se vio sorprendida por aquella voz, inesperadamente suave. Esa calidez la rozó con el recuerdo de algo sucedido mucho tiempo atrás. En alguna parte de su memoria creyó reconocerla.
—¿Nos conocemos?
«De modo que me recuerdas. No sabes cuándo, ni dónde, en qué parte de tus recuerdos encajo, pero una parte profunda de ti me reconoce», pensó Ibrahim con una alegría extraña. Y sin embargo, no podía contestar afirmativamente.
—Me temo que no, aunque yo, como usted, nací y me crie en Argel.
La mención de ese espacio común del pasado iluminó brevemente las facciones de Andrea.
—Mi nombre es Ibrahim y soy amigo de su esposo.
Fue un espejismo que se borró con rapidez. Ibrahim imaginaba desconfianza, acritud, tal vez alguna escena desagradable; lo podía asumir, incluso era deseable. Cualquier cosa. Pero no estaba preparado para aquella mirada de piedra.
—Él sabe que usted no quiere verlo, por eso me envía. Quiere que sepa que está haciendo todo lo posible para encontrar a su hija y que yo me asegure de que estará bien, que no se va a derrumbar.
Andrea ladeó imperceptiblemente la cabeza hacia el estanque. En alguna parte se removían inquietas las hojas caídas en el suelo, agitadas por una corriente de aire que parecía salir de la nada. Iba a llover, pensó. Y esa idea lo llenó todo: la lluvia, las gotas redondas, gruesas, pesadas, como de mercurio transparente, la lluvia inundándolo todo, el sonido de tambor sobre la hojarasca y los techos, las ondas expansivas en el estanque, los pajarillos revoloteando alocadamente en busca de un refugio, las nubes bajando como en pliegues desde la sierra.
—Va a llover —dijo—. Aquí la lluvia no pesa demasiado, es ligera.
—¿Entiende lo que le he dicho, Andrea?
—La lluvia aquí no es pegajosa —repitió ella, mirándolo con una súplica al final del túnel oscuro que eran sus pupilas.
Ibrahim comprendió. No pudo ni quiso evitar que su mano llena de muertes acariciase el rostro de Andrea, tan roto como el suyo.
—Es cierto —murmuró—: va a llover. Pero aquí la lluvia no es como en Argel, ¿verdad? Allí la humedad de la tierra mojada levanta vapores que roban el aire a los pulmones.
Y al decirlo rememoró una tarde de aquel verano que tuvieron que correr para no perder el autobús después de pasar el día en la playa, ella con las sandalias en una mano, él con la camiseta empapada atada a la cintura, con el pelo negro mojado aplastado contra la cara, goteante, aferrados a la barra de acero del autobús, mirándose muy de cerca, mientras la tormenta azotaba el techo metálico del autobús y la sal del mar en sus pieles se mezclaba con el olor a gasoil camino de la ciudad.
Andrea husmeó aquellos dedos que se posaban en su cara con un levísimo temblor de nariz. Aquel olor un poco ácido le trajo una imagen: ¿dónde?, ¿cuándo? Autobuses muy viejos, chatarra. Pensó en las carreteras de interior junto a cercas y grandes balas de paja protegidas con enormes lonas negras para resguardar el heno de las heladas. Por encima de las espigas erectas asomaban los caballos y las cabezas con sombrero de los jornaleros bereberes. De vez en cuando, la carrera alocada de un perro levantaba una nube revoltosa de codornices. Los segadores cantaban canciones de Ouakjar Karkar al ir al tajo en los carros tirados por mulas remolonas. Al cruzarse con ellos, Andrea les sonreía y ellos, los más jóvenes sobre todo, se engallaban y cantaban más fuerte, saludando con sus grandes sombreros de paja. El sol recorría siempre sin prisa la curva del cielo en los campos de Argelia. Eran días estupendos, aquellos de la siega. Eran buenos tiempos, sí; el pasado que se inventa siempre es mejor que el presente.
Ibrahim se apartó suavemente, sintiendo en la yema de sus dedos una corriente que fluía desde su corazón confundido hacia aquel rostro petrificado. Todos esos recuerdos, medio inventados, medio vestidos, medio vividos, habían alimentado el valor para aceptar el encargo de Arthur, vencer su rencor e ir a ver a Andrea. Pero ahora ya no estaba seguro de nada. Quizá había esperado locamente que ella lo reconociera, que se echase en sus brazos como cuando eran poco menos que niños, y entonces todo habría estado bien, hubiese tenido sentido, y este escozor incómodo, este pálpito doloroso en el corazón no hubiese tenido razón de ser. Pero nada de aquello iba a ocurrir, ahora ya lo sabía.
Andrea se recogió en un abrazo de invalidez y dio media vuelta, alejándose por el camino marcado con setos bajos por el que había llegado. Se detuvo e irguió un poco, apenas perceptiblemente, los hombros. Se alisó innecesariamente el pelo y se volvió.
¿Dónde había visto aquel rostro, aún sin aquella cicatriz que lo desfiguraba? ¿Dónde había escuchado aquella voz que la removía por dentro?
Aquella noche, Andrea abrió el cajón superior del escritorio y puso encima de la mesa un cenicero de arcilla bastante tosco. En el fondo tenía grabada una dedicatoria. «Para la mejor madre, en el Día de las Madres». El último e ingenuo regalo de su hija, justo unos meses antes de iniciar la ruptura de los lazos maternos, de la confianza y la inocencia, a punto de entrar en ese angustioso lapso de tiempo en que los hijos descubren el poder de la mentira y aprenden el poder que tienen gestionando los miedos paternos, cuando convierten a los héroes de sus padres en monstruos que solo están en el mundo para hacerlos infelices a base de prohibiciones: no a los piercings, no a las discotecas, no a los maquillajes y, por supuesto, no a hablar de sexo en casa. Aquel cenicero renegrido de arcilla cocida, un trabajo de manualidades del colegio, era lo último que quedaba de la inocencia de Aroha.
Se acercó a la ventana y abrió la lama un par de dedos, lo justo para poder fumar y que el humo saliera al exterior. Encendió el pitillo que había logrado comprarle a una celadora a precio de oro y contempló la luna en cuarto creciente. Pensaba en aquel desconocido, en su mano áspera rozándole la piel, un gesto que no le había causado extrañeza ni temor, sino todo lo contrario, una especie de calma, como si sus pieles ya se conocieran. ¿Por qué había tenido la sensación, al mirarlo, de que en aquellos ojos oscuros se encontraba en casa, en un lugar en el que el daño todavía no existía?
Su mano en el aire pasaba las páginas de su vida con la misma facilidad pasmosa que pasaban las décadas, los amigos, las muertes y los nacimientos, las fiestas, los viajes y las reflexiones cada vez menos profundas, cada vez menos ella y más la costumbre. Las amantes de Arthur, sus mentiras, sus negocios turbios, su desmesura por acaparar poder, dinero, influencia. Y ella cada vez más pequeña, más alejada de lo que un día soñó para sí. Los años que la fatigaban, los terrores y las depresiones de su marido, siempre atormentado por el pasado, un pasado en el que la sombra de un padre invisible vestido de campaña flotaba en la casa como una presencia maligna.
Dos, tres veces hubo una intentona por parte de Andrea de alejarse de él, de divorciarse, de empezar en alguna parte, cualquier parte, sola, sin necesidad de justificar su vida con la presencia de ningún hombre. Hubo un amante, un ingeniero de Madrid de la edad de Arthur, doce años más joven que ella. La edad ya era una losa entonces, un mecanismo de vida que los alejaba inexorablemente, uno más. Pero aquello no prosperó. Andrea nunca amó a otro hombre que no fuera Arthur, y el sexo o la falsa pasión eran placebos que no la satisfacían. Lo hizo para vengarse, qué estupidez, él ni siquiera se llegó a enterar, o fingió no hacerlo.
El terror al descubrir que estaba embarazada, pasados los cuarenta. En una ciudad extraña como Madrid, sin su familia, sin un hombre que la amase por encima de sus propias ambiciones. Las noches en vela viendo crecer su vientre, las peleas, las discusiones, las ausencias de Arthur, el primer intento de aborto con una sobredosis de pastillas. Nunca se lo contó a Aroha, su hija hubiese encontrado la puerta para todos sus males.
—¿Se puede saber qué está haciendo? Ya sabe que está terminantemente prohibido fumar en las habitaciones.
La voz de la celadora al otro lado de la ventana la sobresaltó. La había tenido delante de las narices todo el tiempo y ni siquiera la había visto. Andrea aplastó el cigarrillo en el cenicero y cerró la ventana. «Terminantemente prohibido», había ladrado la empleada. Le hizo gracia. Prohibir algo terminantemente es una redundancia, y por tanto una inutilidad enfática.
Ahora su mundo era así, un énfasis de cosas inútiles.
Aroha era, había sido desde su nacimiento, su principio y su fin, su paraíso y su tortura. Su hija había obrado el milagro o la maldición de darle la razón para vivir que había perdido hacía muchos años ya junto a Arthur. Y sin ella, sin el dolor diario que su hija sabía infligirle, pero también sin la esperanza que nadie como ella podía insuflarle, los días se habían convertido en aquella oscuridad infinita.
Andrea recogió las manos en su regazo como si todavía pudiera acunarla contra su pecho, era tan chiquita que daba cosa achucharla, parecía de cristal, tan débil, con tan poquito pelo, todo el tiempo durmiendo. Solo despertaba su boca cuando quería mamar, y nunca mucho, solo un poquito, y Andrea tenía que achucharle en el culo para que no se quedara dormida con el pezón en la boca.
Cómo se convirtió en aquella niña protestona, enfadada consigo misma, con cuanto la rodeaba, y especialmente con ella y con Arthur, era algo que no podía haber sucedido de un día al otro sin más. Debió de suceder poco a poco en un proceso de metamorfosis del que Andrea no supo darse cuenta, tanto la cegaba el amor incondicional, hasta que fue tarde. Eso era lo que más se reprochaba, no haberse percatado de cómo su hija se iba hundiendo bajo la pátina de orgullo y cabreo, con sus caprichos de niña consentida y rica que Arthur nunca quería frenar. Aroha se volvió voraz mucho antes de tiempo, cruel y exigente, llenaba su vida de cosas, cosas que podían pagarse con dinero, pero que se iban sin más, sin dejar nada.
«¿Qué son esas marcas?», le preguntó el día que entró en el baño y vio aquellos cardenales en los tobillos y debajo de las orejas. No eran muy alarmantes, marcas de dedos, y unas picaduras como de pulgas. Aroha reaccionó tapándose con una toalla y gritando como una histérica que no tenía derecho a entrar sin llamar, que el baño era suyo, y que lo que hiciese o dejase de hacer con su vida no le interesaba. Andrea reaccionó con una rabia descontrolada, gritando también, intercalando frases e insultos en francés y en árabe, como queriendo marcar distancia entre su pasado y el de su hija, la jodida pija de Serrano que no sabía valorar la suerte de haber nacido en una cuna de oro.
Se gritaron mucho, hasta desgañitarse. Y de repente, Andrea vio su rostro desencajado a través del espejo entelado por el vapor de agua y se sintió avergonzada. Porque aquella rabia no era contra su hija, era contra Arthur, que llevaba semanas en Estados Unidos follándose a aquella puta negra que trabajaba para él; le gritaba a su hija porque se sentía vieja, abandonada, agotada, porque necesitaba volverse contra alguien para que no le explotase la cabeza.
—Lo siento —murmuró en la soledad de su habitación, con el cenicero de arcilla en su regazo, sentada en la cama y mirando la pared desnuda como si fuese una ventana al pasado, a aquel baño. Aroha dentro de la bañera, de pie, aferrando como si estrangulase la toalla, el pelo mojado cayéndole sobre unos ojos que la fulminaban con odio y con pena. Que le gritaban pidiendo auxilio. Pero ella estaba tan ciega, tan ahíta de su propia frustración, que no quiso escuchar aquella mirada, lo que le decía, lo que le imploraba. No quiso entender que los gritos de su hija no eran de odio, ni de ira, sino de miedo, que estaba aterrada, perdida. Le tendía la mano, y Andrea la dejó caer.
No debió acceder a que Arthur la ingresara en aquel centro de Ginebra. Al volver era otra distinta. Y supo que la había perdido. Empezó a salir con aquellos amigos suyos, mayores que ella aunque no mucho. Aroha nunca quería traer a sus amigos a casa, no quería contaminarlos con la amargura que se respiraba en casa, eso decía.
La última vez que la vio se subió en el coche de uno de ellos. Luego el coche arrancó haciendo un ruido tremendo y levantando una nube de polvo. Cuando el polvo se disipó, el coche ya no estaba. Y su hija tampoco.
Hacía cuatro años y cinco meses. Y Andrea continuaba mirando aquella nube de polvo, esperando ver aparecer a su querida niña.
Tardó varios minutos en darse cuenta de que estaba llorando, un nudo de enfurecidas e incontroladas lágrimas, su boca se abría y cerraba en un grito mudo con los mocos asomando en la nariz y la saliva derramándose entre los labios.
Fuera empezaba a llover.