Capítulo 4

—¿Quiere que pintes al hombre que mató a su hijo?

Eduardo asintió con la mirada enredada en la taza de café que Olga le había ofrecido. Ella estaba sentada encima del mármol con las piernas cruzadas, balanceando un pie descalzo. Tenía el pelo desordenado y el flequillo le caía como una cortina llena de tirabuzones delante de los ojos. El camisón de seda azul había resbalado sobre el hombro derecho y permitía adivinar el nacimiento del pecho, pero ella no parecía prestar atención al detalle. Fumaba y echaba el humo en la pica llena de platos sin lavar de la noche anterior.

—Eso ha dicho.

—¿Qué clase de locura es esa? —preguntó Olga con una sonrisa irónica, mucho menos ofensiva en aquella primera hora de la mañana, sin maquillaje ni pintalabios, de lo que hubiera resultado un par de horas más tarde.

Eduardo dejó la taza en el mármol.

—A mí no me lo parece —respondió, absorto en una fibra de la silla que se escapaba del respaldo acolchado.

Olga lanzó un silbido admirativo.

—Cuando te mueras, deberías donar tu cerebro a la ciencia. Seguro que está lleno de laberintos como el de la Tagger.

—Muy graciosa. —Eduardo sintió una leve sensación de malestar. Siempre le pasaba cuando Olga estaba cerca.

—Lo digo en serio. Roza lo perverso.

Eduardo aguantó estoicamente la mirada de reproche de aquella treintañera con el pelo teñido con reflejos caoba y las cejas depiladas (¿qué extraña razón podía tener para depilarse las cejas si después se las perfilaba con un lápiz?). De repente tenía la sensación de que había sido una idiotez decirle que aceptaba el encargo de Gloria. Se suponía que debía alegrarse, a fin de cuentas ella se iba a llevar una buena comisión. Pero en lugar de celebrarlo estaba allí sentada en el suelo, fumando medio desnuda y mirándolo como si fuese memo o idiota, sin decidirse a cabrearse o burlarse de él.

—No me parece tan descabellado.

Olga se ajustó entre las rodillas el corto camisón que dejaba ver sus bonitas piernas.

—Pues explícamelo porque no lo entiendo. Si alguien matase a mi hijo, lo último que querría es tener un retrato del asesino. Tal vez querría matarlo, despellejarlo, puede que solo quisiera borrarlo de mi memoria, pero desde luego no querría tener su cara permanentemente a mano.

Eduardo dejó caer la mirada hacia las baldosas de gris desgastado del suelo. Los flamantes zapatos rojos de afilado tacón de Olga tirados en un rincón desentonaban con la suciedad incrustada en las junturas.

—No tienes hijos, así que no puedes perderlos. Por eso no lo comprendes.

Olga sonrió con malicia. Una máscara deforme que desmentía su mirada brillante.

—No necesitas ser un hijo de puta conmigo. Ya sé que no tengo hijos, y que nunca voy a poder tenerlos. Además, soy tu marchante, y pienso cobrar mi pasta, yo te conseguí el trabajo, de modo que no estoy cuestionando lo que haces, solo intento entenderlo.

—No se trata de un retrato cualquiera, eso no serviría. Lo que Gloria espera que yo le dé es el alma de ese hombre, un mapa de su geografía que la ayude a superar la muerte de su hijo.

—Pues dile que se compre un libro de autoayuda, o que haga yoga, qué sé yo…

—Necesita saberlo todo de él, sin medida, ¿no lo comprendes? Para retratarlo tendré que conocerlo, acercarme a él como jamás podría hacerlo la propia Gloria.

Olga se quedó pensativa. Entendía lo suficiente de pintura para percibir los atajos que Eduardo utilizaba para vender espejismos, no la realidad de lo que veían los ojos de los clientes, sino la sustentación de sus deseos. Eduardo los ayudaba a creer lo que querían creer. Si una hija de rostro insípido era vista con amor materno, él lograba ese efecto sin alterar aparentemente la realidad del modelo, insuflaba brillo en la mirada muerta de un amante para hacerla parecer arrobada, creaba belleza física en un cuerpo desangelado elevando a arte el juego de las sombras, y así, el resultado siempre era el esperado. Sin embargo, el retrato que Gloria buscaba era diferente. Pretendía que Eduardo atrapara en una jaula de trazos a alguien vivo, alguien que pugnaría por rebelarse contra su creador y salir de los límites del lienzo.

Apartó la mirada. Tenía la sensación de que los ojos de Eduardo la juzgaban, burlándose de su fingida indolencia. Quería decir algo pero no encontraba el modo de hacerlo. Lo pensó durante un instante y luego titubeó, como quien decide tirarse a un río sin saber si podrá salir y se confía a la suerte.

—Ella te gusta, ¿verdad? Gloria A. Tagger —murmuró, como si se hiciera la pregunta a sí misma, apoyándose en la rodilla para levantarse.

Eduardo se sonrojó, visiblemente incómodo.

—Eso no es asunto tuyo.

—Sí lo es. Eras muy bueno cuando la pintura era lo más importante para ti, aunque, en realidad, te hiciste genial cuando conociste a Elena, pero esa mujer que estás inventando, Gloria, lo que quiera que pretendas hacer con ella, no es real. Elena está muerta, y ningún espejismo te la devolverá.

Eduardo le lanzó una mirada furiosa.

—¿Quieres psicoanalizarme tú, también? Bueno, puedes acompañarme a mi cita con la doctora Martina el próximo jueves y así podrás exponerle tus teorías.

Olga agitó las manos como si estuviera borrando lo dicho anteriormente.

—Tranquilízate, ¿quieres? Solo creo que hay algo insincero en esa mujer, algo que no me gusta; de repente todo es tan casual. Primero te la encuentras en el parque, y a los pocos días aparece en mi galería… —Desde que había visto entrar en la galería a Gloria A. Tagger sentía cernirse sobre ella un vago presentimiento, un escozor de peligro largamente olvidado. No existía ninguna razón objetiva para sentir aquel nudo en la garganta y la opresión en la boca del estómago, pero algo le decía imperativamente que no debía bajar la guardia.

Se sentía incómoda, o puede que estúpida, como si se arrepintiera de haber accedido a hablar con él de ciertos temas.

—¿Sabe que perdiste a Elena y a Tania en un accidente?

—Sí, lo sabe, y supongo que por eso quiere que yo pinte ese retrato. Yo he pasado ya por eso antes, así que ella espera que pueda llevarla al final del túnel.

—¿Y puedes hacerlo? ¿Acaso has salido de ese túnel, tú?

—No me apetece seguir hablando de esto contigo —dijo Eduardo.

—Pues tendrás que hacerlo con alguien. Hace catorce años que ellas murieron. Te has pasado encerrado los últimos trece años de tu vida, no solo físicamente, sino atrapado en ese momento, cuando regresabais de Cadaqués. Tú no has superado una mierda, y ahora me dices que vas a convertirte en la linterna de esa mujer. Es absurdo.

Eduardo rebuscó en los bolsillos hasta dar con un cigarrillo arrugado. Lo estiró y lo encendió para apaciguarse. Miró alrededor como si estuviera buscando algo más; Olga siguió la dirección de su mirada y supo lo que era.

—Son las ocho de la mañana, Eduardo.

—La vida es corta —aceptó él.

—Como quieras.

En alguna parte tenía algunas copas, aunque no lograba recordar dónde. Finalmente dio con un vaso chato bastante sucio. Lo enjuagó en la pica y le sirvió un vodka sin hielo y sin limón. Eduardo apuró el vaso de un trago, vertiendo unas gotas sobre el suelo. Le temblaba el pulso. De pronto tenía ese aspecto huidizo que hacía que los demás se apartaran de él.

Olga se había colocado frente a la ventana. Tenía la expresión apesadumbrada. Catorce años después continuaba sintiendo que le debía algo a Eduardo. Se preocupaba por él, le traía ropa limpia y solía dejarle un par de billetes de cien sobre la mesa al marcharse, incluso aceptaba tomarse algunas copas en los antros bulliciosos y sórdidos que apestaban a tabaco solo para hacerle compañía de vez en cuando. Esperaba, a cambio, un poco de consideración y de aprecio. Pero él se lo negaba sistemáticamente.

—Me preocupas, Eduardo.

Eduardo se había servido otro trago, y este lo bebía sin la urgencia del anterior. Escudándose tras el borde rayado del vaso examinó a Olga. Todavía se preguntaba quién era ella realmente, por qué apareció de repente en su vida. Sin los encargos que le conseguía, Eduardo habría terminado como vigilante nocturno de un aparcamiento subterráneo, leyendo malas novelas y tomando café de máquina, comiendo bollería envasada y fumando aburridamente el resto de sus días. También era cierto que ella había sido la única en preocuparse por él cuando estuvo internado en Huesca. Venía los días de visita y ambos agotaban los veinte minutos permitidos de comunicación sentados frente a frente en silencio, separados por la gruesa mampara de cristal sucio, con alientos y huellas impresos en la superficie que no podían alcanzar al otro, sin nada que decirse, apenas mirándose de reojo. Repetían aquel ritual una vez por mes, siempre el mismo día, a la misma hora, donde ninguno esperaba nada ni preguntaba nada. De vez en cuando, ella le hacía llegar algo de tabaco, revistas y libros sobre pintura y algo de ropa nueva. Hasta que un buen día dejó de ir a verlo y poco a poco los paquetes dejaron también de llegar. Ella no dijo por qué y él no lo preguntó. Simplemente dejó que pasara.

Al salir en libertad, trece años después, sin embargo, Olga estaba esperándolo en el aparcamiento. Y Eduardo seguía sin preguntar por qué.

—No tienes que preocuparte por mí, ni compadecerme, ni protegerme. Me bastaría con que me dejaras en paz.

Olga ensayó una mirada desdeñosa, un secreto desprecio, en realidad, hacia ella misma.

—Tienes razón. La próxima vez que se te ocurra cortarte las venas, tal vez debas llamar a otra puerta. Si has decidido joderte lo que te queda de vida o enamorarte de fantasmas, no es asunto mío. Y ahora, si no te importa, me gustaría quedarme un rato tranquila.

Acompañó a Eduardo hasta la puerta, puso la mano en el pomo y abrió, pero, aún en el umbral, se volvió de medio lado.

—Nunca me preguntaste por qué —dijo ella, con la mirada hirviendo bajo las pestañas, pequeñas como las de una niña sin el artificio del rímel.

—¿Qué quieres decir?

—Podría haber ido a la policía, pero en lugar de acudir a la comisaría más cercana te lo conté a ti. Nunca me has preguntado por qué lo hice de ese modo. Como tampoco por qué empecé a visitarte en el sanatorio, o por qué razón dejé de hacerlo repentinamente. Ni siquiera te sorprendió verme esperando en el aparcamiento el día que te soltaron… Nunca me has preguntado nada.

Eduardo reflexionó con frialdad sobre lo que iba a decir. Entre el enmarañado enjambre de pensamientos y sospechas que abotagaba su mente logró dar con algunas palabras con las que formular una respuesta.

—Tal vez nunca haya querido conocer las respuestas.

Aquella noche Eduardo concilió el sueño muy tarde, como de costumbre. Nunca dormía profundamente y sus sueños eran como peleas de las que despertaba terriblemente cansado. Pero no fueron las pesadillas las que le hicieron abrir los ojos esta vez, sino los gritos que venían del otro lado del pasillo. Eran gritos atroces, chillidos animales. Sin embargo, aquellos alaridos escalofriantes no eran los de un animal. Eduardo ya se había acostumbrado a oírlos cada cierto tiempo.

Encendió la luz y buscó las zapatillas. Fue hasta la puerta consciente de que nadie más saldría al pasillo. A pesar del alboroto, ningún inquilino del edificio saldría a ayudar, nadie quería darse por enterado de lo que ocurría y, si acaso, aquella escena serviría para alimentar el polvillo del chismorreo de los que espiaban tras las mirillas.

Graciela estaba junto a la puerta entreabierta de su apartamento. Ambos se miraron y enmudecieron. Ella se echó el pelo hacia atrás con un gesto exasperado y sus labios se estremecieron.

—Se ha despertado. —Sus ojos imploraban ayuda.

Eduardo escuchaba los gritos desaforados de Sara. Graciela trataba de apaciguar a su hija con mimos y palabras persuasivas, hablándole por el resquicio sin soltar el picaporte, pero la voz de Sara fue creciendo de decibelios hasta estallar en una mezcla de llanto y risa, insultos y amenazas incomprensibles. Se escucharon golpes, más gritos, cosas rompiéndose, hasta que Eduardo apartó a Graciela y abrió la puerta alarmado. Sara estaba fuera de sí; sus ojos brillaban como los de un ciego que mira directamente el sol, con un fulgor extraordinario y destructivo. Tan pronto vio un resquicio, se lanzó hacia la puerta con la intención de escapar del apartamento. Su obsesión era ganar la calle, tenía fijación con escaparse de casa.

Graciela la sujetó por los brazos, pero Sara logró desembarazarse de ella pateando y lanzando mordiscos al aire. Tenía la fuerza de un adulto, sobre todo cuando sufría aquellos ataques de ira. Eduardo logró esquivar dos intentonas de la niña de morderlo, pero no pudo evitar una patada que le golpeó directamente en la maltrecha rodilla. Reprimió un grito de dolor y aferró a Sara con ambos brazos por detrás como una bestia de la que la niña no podía deshacerse por mucho que se contorsionara como una culebra.

—¡Llama a la ambulancia! —le gritó a Graciela, que de repente se había quedado muy quieta, como si toda su fuerza se hubiese extinguido al ser relevada—. ¡Graciela, por Dios, llama a Urgencias! —repitió Eduardo, con la respiración entrecortada.

Cuarenta minutos después, Sara dormía pesadamente en una cama del hospital. Su cuerpo delgado y nervioso, tan parecido al de su madre, respiraba bajo la sábana. No había ni rastro de la serpiente que unos minutos antes la había sacudido de manera increíble; todo parecía no haber sucedido. Era una niña normal, quizá demasiado pálida, con las venillas de los ojos muy acentuadas y un rictus crispado en la boca. Aguzando el oído podía escucharse el sonido de sierra de sus dientes apretados en el sueño, pero nada más. La luz de la lamparita proyectaba sobre la pared de blanco el contorno de su cuerpo derrotado.

—Los sedantes la harán dormir horas, pero no logran frenar el vértigo de sus pensamientos. Está hirviendo, puedo sentir bajo su piel el río de lava que abrasa su cerebro —dijo Graciela, con la mano sobre la frente contrita de su hija, apartándole unos pelos sudorosos del flequillo.

Por la mañana Sara despertaría como si una parte de su cuerpo se hubiese quedado al otro lado del sueño; tardaría días en volver por completo.

—Las enfermeras la cuidarán bien. Ya has escuchado al doctor. Es mejor que pase la noche en observación —le dijo Eduardo.

Ella asintió sin fuerza. Eduardo la siguió con la mirada hasta el armario de la habitación, observando sus evoluciones mecánicas: abrir el armario, sacar el neceser, la muda, colgarla en la percha… Todos sus movimientos eran un esfuerzo inhumano para no derrumbarse, de una fragilidad palpable. Eduardo le quitó de las manos la pequeña maleta que siempre estaba a punto para las crisis de Sara, justo antes de que se le cayera al suelo.

—Déjame, ya lo acabo yo.

Y entonces ella se puso a llorar. Pero ni siquiera en ese instante el llanto brotó como quería, a raudales y liberador, sino contenido, a pequeñas dosis. Sin responder a un porqué, Eduardo le acarició la boca con la yema del dedo pulgar, como si ese gesto pretendiera borrar su pena y suplir el beso que él no podía darle. Carraspeó y sacudió la cabeza como hacen los hindúes. Un gesto afirmativo que significaba al mismo tiempo una negación.

Graciela se apartó, secándose las lágrimas con el dorso de la mano.

—Hace años que esto es así. Y ya no puedo más, estoy agotada. A veces pienso que ella ha secuestrado mi vida, pero luego me doy cuenta de que no es cierto, de que la culpo sin necesidad. En realidad, yo ya había renunciado a todo mucho antes de que ella naciera. —Hablaba en voz muy baja, hastiada, sin pensar en lo que decía, pero sin impedir que las palabras brotaran de su boca.

—¿Qué hay del padre?

Graciela hizo un gesto ambiguo con la mano en el aire.

—Su padre era muy guapo. —Rio exasperadamente su propia ocurrencia—. ¿No es triste que eso sea lo único que puedo decir del hombre que me dejó embarazada? Siempre he sentido debilidad por los gilipollas con bonitos ojos verdes que se niegan a madurar. Aguantó con nosotras un mes, puede que dos, prometió que se haría cargo de Sara y sé que se esforzó para aceptar la situación cuando los médicos nos dijeron que no sería nunca una niña normal. Durante un tiempo quiso convertirse en algo parecido a un padre, pero al final no lo consiguió, y eso es lo que cuenta. Empezó a engañarme con otras, y tal vez al principio debió de sentirse culpable, algún tipo de remordimiento experimentaría mientras cualquiera le mamaba la polla en nuestro portal mientras yo me desvelaba porque Sara no podía dormirse y no dejaba de llorar, desesperándome porque no entendía qué le pasaba. Pero ese sentimiento de culpa se le pasó pronto. Un día se marchó sin más. No se despidió. Nos borró de sus vidas. Hay gente así, ¿sabes?

—Encontrarás a alguien —respondió Eduardo, que suponía que debía decir algo así. Graciela merecía mejor suerte. Pero después de todo, él estaba convencido de que la suerte no tiene nada que ver en las elecciones que la gente toma.

Graciela aceptó su insinceridad con una sonrisa forzada.

—Ha habido otros hombres, claro. Siempre los hay si estás dispuesta a no ser demasiado exigente… ¿Sabías que hace medio año me amputaron un pecho? —Lo dijo mirándolo a los ojos, sin nada dentro, como si hablase de algún detalle sin importancia. Eduardo se sonrojó levemente y no contestó—. La mayoría de tipos se asustan en cuanto me quito el relleno, a pesar de que suelo avisarlos; no pueden evitar la expresión castradora al ver la cicatriz. Algunos lo superan, y muy pocos no le dan importancia alguna. Pero cuando conocen a Sara, incluso estos se asustan, las buenas palabras se quedan mudas y salen por piernas en cuanto ven el panorama. Sinceramente, he dejado de esperar.

«Todo el mundo espera algo, hasta que deja de hacerlo», pensó Eduardo, que no adivinaba cuánto había de resentimiento y cuánto de esperanza secreta en las palabras de Graciela.

—Pero tú no te asustas —dijo ella, mirando con curiosidad a Eduardo—. Sé que me viste en el baño. En realidad, quería que lo vieras. Y no te espantan las crisis de Sara, sabes cómo manejarla. Tú le gustas, y es evidente que sientes cariño por ella.

Eduardo le pidió que no continuase. Pero Graciela no lo hizo. Lo tomó por el codo para impedir que se fuera alejando, para amarrarlo con su gesto, con la mirada de náufraga, con sus manos desesperadas.

—Sé que perdiste a tu mujer y a tu hija, y sé que durante todos estos años no has querido estar con nadie. Pero todos tenemos derecho a empezar otra vez, Eduardo. Tú eres un buen hombre, y yo no quiero sentirme morir todavía.

Eduardo separó la mano de su codo con delicadeza, pero con firmeza. Unas grandes manchas enrojecidas habían aflorado bajo sus orejas.

—No soy un buen hombre, Graciela. En realidad, no sabes nada de mí.

—Sé lo suficiente.

—No, no lo sabes. Dejemos esta conversación, por favor. Tengo que marcharme; mañana tengo que madrugar.

Graciela asintió, al tiempo que lo miraba con tristeza. Tristeza por ella, por Sara, por él. Disimuló su estado de ánimo moviendo ligeramente de sitio un jarrón sobre el estante.

—Un ramo de flores secas es lo más cercano a la certeza que tenemos de lo efímero, ¿no te parece?

Eduardo observó las flores, eran rosas, y estaban recién cortadas. Las habían cortado para que murieran en el jarrón, para contemplar su agonía.

—Dale un beso a Sara cuando despierte.

—Lo haré. —Graciela se acercó y le rozó la mejilla con un simulacro de beso. La gruesa capa de maquillaje que llevaba le daba un tacto aterciopelado a la piel.

Dejó que se marchara de la habitación, no se lo impidió, no le pidió que se quedara un poco más, que la abrazase aunque fuese un momento; luego podría sobreponerse y seguir adelante, como había hecho siempre, con Sara, las dos solas. Pero a veces necesitaba tanto un poco de amor…, unas gotas de ternura, de compañía.

«¿Qué es el amor? Nada. Un sentimiento evanescente. Algo que creemos tener pero que nunca nos perteneció».

El señor Who contemplaba en la pantalla del ordenador la frase que acababa de escribir. Eran las cinco de la mañana y no podía dormir. Lo había intentado, pero la cama era como una mortaja y él como un muerto que miraba la oscuridad con los ojos abiertos. Cansado, disperso e insomne se levantó de la silla y miró a través de las rendijas de la persiana. El barrio estaba desierto, iluminado por una farola en la rotonda rodeada de olivos viejos que alguien del ayuntamiento había querido plantar ahí, en una plazoleta rodeada de cemento. Los coches aparcados tenían los cristales helados por el relente, hacía frío. Se sentó en ropa interior frente al escritorio y rebuscó en los cajones hasta dar con los cigarrillos chinos de nombre impronunciable y de sabor demasiado fuerte que fumaba desde que Chang le había contado que esa era la marca que fumaban los chinos de verdad. Y el señor Who había decidido ser un auténtico chino, costara lo que costara. Estaba aprendiendo rápido.

—Al fin y al cabo, esto está dentro de ti, solo necesitas despertarlo después de un largo período de olvido —le aleccionaba Chang, que era quien se encargaba de supervisar sus progresos; de modo que fumar los pitillos chinos y renunciar a su marca americana de rubio light no era lo peor que podía pasarle.

Who se frotó la frente con los dedos, torciendo a derecha e izquierda el cuello como un luchador. Volvió frente a la pantalla del ordenador y, durante unos segundos, dejó los dedos suspendidos sobre el teclado, como un pianista a punto de iniciar su recital. Borró lo que había escrito, pensando en una especie de poema para Mei que al final le había resultado ingenuo e infantil. Suspiró hondo y tecleó su cuenta de correo secreta, la que Maribel no podía encontrar ni rastrear (ella juraba y perjuraba que no entraba en su intimidad, que no se atrevería a hacerlo, pero el señor Who había ido tendiendo trampas invisibles para descubrir que su madre husmeaba en las páginas que visitaba, que se metía en su correo y que leía sus SMS). Lo de la cuenta secreta había sido cosa de Chang, allí era donde el dueño del restaurante le enviaba las direcciones de los nuevos clientes.

Tenía un mensaje, de hacía diez minutos. Un hotel cerca de la calle de la Montera. Según parecía, el señor Who no era el único que padecía insomnio. Anotó la dirección y borró el historial de correo.

Bajó a la cocina arrastrando las zapatillas y se sentó con una coca-cola de lata en la mano y la mirada fija en el reloj de acero de la pared. Apuró el refresco sintiendo el peso nauseabundo de las burbujas en el estómago vacío y lanzó la ceniza de un nuevo pitillo por la ranura de la lata, escuchando el siseo al tocar fondo. Tiró la colilla en la lata, y la lata en la basura, procurando dejar bien cerrado el cubo de plástico y ventilar la cocina abriendo puerta y ventana. Maribel no soportaba el olor del tabaco dentro de casa, y aunque seguramente ya debía de saber que Who se había aficionado al vicio de fumar, él procuraba seguir fingiendo que no lo hacía y, en cualquier caso, evitaba hacerlo ante ella por respeto. Sin embargo, y a pesar de todas sus precauciones, no tardó en escuchar el crujido del parqué en el salón y el zumbido mecánico de la silla de ruedas acercándose a la cocina.

—Lo siento, no quería despertarte, solo me apetecía beber algo.

—Y fumarte uno de esos cigarrillos apestosos… —replicó Maribel, apareciendo ante la puerta y ventilando el ambiente con la mano. Llevaba puesto un batín de seda artificial con motivos florales muy llamativos, una especie de kimono que utilizaba solo porque el señor Who se lo había regalado para su sesenta cumpleaños. Empujó la palanca de la silla y se acercó al mármol de la cocina. El señor Who se adelantó y puso agua en la tetera.

—¿Cuánto has dormido, un par de horas? Te he oído llegar muy tarde —preguntó Maribel, dejando su mano en el regazo. Bajo la seda roja del kimono se adivinaban unos muslos contraídos y atrofiados, existía una disfunción entre su tronco y su tórax bien formado, esbelto, y sus piernas inútiles. A un lado de la silla asomaba la bolsa de la sonda con un poco de orina. Maribel se dio cuenta y la cubrió pudorosamente con el bajo del kimono.

—Más o menos —respondió Who, contemplando la tetera en ebullición—. El señor Chang está muy ocupado con el restaurante, y hasta que cierra y dejamos la cocina limpia no puede entretenerse con nosotros y las clases.

En realidad, se había demorado demasiado en casa de una clienta especial, y luego había perdido el enlace de autobús para volver a Madrid. Había tenido que hacer dedo y caminar varios kilómetros, pero había valido la pena. Los ricos siempre valen la pena.

—Es digno de elogio tanto esfuerzo por parte de tu jefe para enseñarte a escribir mandarín —apuntó con indisimulada ironía Maribel.

—Chang es un patriota, no renuncia a sus raíces —replicó el señor Who—, y no quiere que yo las olvide.

Who sirvió el té humeante en dos tazas de porcelana, le puso una cucharilla de azúcar a su madre y él lo tomó solo, soplando por el borde. Instintivamente, Maribel alargó un dedo y le apartó el flequillo.

—Dicen en el barrio que Chang es otras cosas, además de un patriota, palabra que, por cierto, no me acaba de entusiasmar. La mayoría de aventureros y vividores suelen arroparse con alguna bandera.

El señor Who sonrió con ternura. Al hacerlo, sus ojos brillaron y le devolvieron el aspecto de inocencia infantil que hacía tiempo había perdido, sobre todo desde que decidió convertirse en el señor Who, fumar pitillos chinos y vestirse de negro.

—Tú tampoco quieres perder tus raíces y las de tus padres o abuelos… Y yo no diría que parezcas una aventurera o una vividora.

—Yo soy de Murcia, y llevo tanto tiempo en Getafe que soy parte del paisaje, así que no trates de manipularme —le replicó Maribel con disgusto—. Conozco mucho mejor que tú a Chang. Tu padre montó su pequeño negocio de numismática y yo el taller de danza clásica. Al mismo tiempo, Chang compró los bajos del local y montó su restaurante. Digamos que él fue más pragmático, siempre lo fue para los negocios, así que prosperó lo suficiente para quitarnos la escuela y el negocio de los sellos. Durante los últimos treinta años no ha dejado de prosperar, pero nunca ha concedido devolverme nuestro local.

—El señor Chang siente un profundo respeto por ti, siempre lo dice. No deberías mostrarle tanta inquina.

Maribel acarició el borde de su taza de té. Hablar del pasado y entroncarlo con el presente podía ser tan agotador como explorar en un laberinto del que solo conoces una parte. En cuanto a tratar de convencer a su hijo de que tuviese cuidado con Chang, era esfuerzo baldío. Lo que la inquietaba era este cambio inesperado en la indumentaria y el comportamiento; vestirse de negro, maquillarse los ojos, pintarse las uñas, llenarse el cuerpo de aretes y quincalla, incluso los tatuajes. Tenía veintidós años y estaba experimentando su propia metamorfosis, eso podía aceptarlo, exploraba en su cuerpo qué tipo de personaje inventar; pero lo que le preocupaba era ese empecinamiento repentino en lo que él llamaba «descubrir sus raíces».

Nunca le habían ocultado que era adoptado, cosa que resultaba evidente por otra parte, y ella y Teo acordaron que algún día debería saber, si era su deseo, quiénes fueron sus padres biológicos y de dónde procedía. Maribel siempre supo que tarde o temprano iba a llegar este momento, el de las preguntas, y estaba preparada para una transición tranquila, pero su hijo quería cruzar ese puente demasiado rápido. Desde que andaba con ese viejo se había vuelto más taciturno y reservado. Apenas hablaba ya con ella, y cuando lo hacía, Maribel se daba cuenta de que estaba en otra parte. Pasaba muchas noches fuera de casa, y a veces regresaba como si hubiese perdido algo muy importante en la calle, con un vacío en los ojos descorazonador, y tardaba mucho en recomponer su sonrisa habitual. Teo habría sabido cómo afrontar la cuestión, pero él no estaba, y ella se sentía desbordada.

El señor Who miró el fondo verde de su taza y entornó los párpados.

—Hoy he estado en el cementerio. He ido a ver a papá —dijo, dando un golpe de timón a la conversación.

Maribel miró a su hijo un tanto desconcertada. Who no solía mencionar a Teo, y mucho menos acudía a visitarlo.

—Supongo que eso está bien.

El señor Who alzó la barbilla entrelazando sus dedos de uñas pintadas de negro sobre la cabeza.

—A veces te oigo llorar tras la puerta del dormitorio.

Maribel suspiró con disgusto, recogió un mechón de pelo canoso tras la oreja.

—Era el hombre que amaba, el que elegí para vivir una vida, y fuimos felices veinte años. No puede olvidarse algo así.

—En cambio, yo apenas lo recuerdo. Para mí él es una habitación cerrada, esa puerta que no me permites traspasar. —No era un reproche, sino una obviedad. Who tenía prohibido entrar en el dormitorio de Maribel.

—Mi dolor es mío, ni puedo ni quiero compartirlo. Es lo único que me queda de tu padre.

—Pero yo debería poder recordarlo. Me esfuerzo, pero no lo consigo. Con los años es algo borroso, que se aleja, como si no hubiese sucedido.

Maribel agitó la cabeza con tristeza y apuró el té. Dejó la taza en el fregadero y empujó la silla hasta ponerse de costado a su hijo.

—Supongo que es inevitable que pases por esto, tus cambios, tus preguntas, tus dudas. Pero, sinceramente, preferiría poder evitarlo.

El señor Who se incorporó y cruzó los brazos sobre el pecho.

—¿Qué harías si pudieras volver atrás? ¿Volverías a adoptarme? ¿Harías aquel viaje en mi busca?

Maribel observó a su hijo con incredulidad.

—¿Por qué te haces todas estas preguntas? ¿Con qué sentido? Por supuesto que sí; eres mi hijo, te quiero, y me siento orgullosa del hombre en que te estás convirtiendo, es solo que estás cambiando tan rápido que me asusta.

El señor Who se sonrojó débilmente, apartó la cara, visiblemente incómodo. De reojo consultó la hora en el reloj de la pared.

—Lo siento, discúlpame. Tengo algo que hacer —dijo, saliendo de la cocina.

Aunque las luces de las farolas permanecían encendidas, en la calle ya brillaba una cierta claridad natural. Un camión de la basura cargaba un contenedor mientras a pocos metros una señora paseaba a su perro de raza Yorkshire, arrastrándolo más bien, con una pequeña cadena. En la parada de taxis dos hombres discutían a media voz intercambiando pitillos, y el quiosquero del lado derecho de Puerta del Sol cortaba los precintos de la prensa amontonada. El señor Who no hubo de andar demasiada calle arriba hasta dar con el número 123. Un hotel barato. Llamó al interfono y a los pocos segundos una voz le indicó que subiera directamente a la terraza. El ascensor era antiguo, de los de jaula, y el edificio tenía portería, aunque permanecía cerrada.

Mientras el ascensor iba remontando traqueteante planta tras planta, trató de imaginarse qué clase de cita iba a encontrarse. La experiencia le decía que hacer elucubraciones al respecto solía ser una pérdida de tiempo, pero era inevitable cierta dosis de ansiedad en los minutos previos. Normalmente, los clientes que buscaban experiencias más agresivas o extrañas solían desplazarse al local oculto tras el restaurante de Chang, más discreto. Nadie quería arriesgarse a que los gritos alertaran a un vecino bienintencionado que diera aviso a la policía. Que este hubiera preferido una cita en un hotel del centro lo tranquilizaba, al menos en parte. Tal vez se trataba de algún pequeñoburgués, o de alguien con una profesión independiente, un médico, un abogado, un escritor o un músico. Tratar con esta clase de clientes no era difícil, y en cierto modo llegaba a resultarle incluso agradable. Solían ser mucho más convencionales en sus apetitos sexuales de lo que sus profesiones liberales hacían presumir.

Tenía experiencia con cierto cantante de éxito, cuya fama de díscolo y militante en cualquier vicio que pudiera imaginarse lo acompañaba a modo de promoción en sus giras y discos, pero que, sin embargo, en la intimidad, se desvelaba como un gato pequeño y manso, necesitado de los mimos que su fama de maldito le impedía obtener sino en la clandestinidad. Who sentía aprecio sincero por este cliente, que prefería tocar para él suaves baladas con su guitarra española a números estrafalarios y agotadores, y que antes de pagarle le hacía prometer, no obstante, que haría correr la voz de que era el putero y juerguista más degenerado de todo Madrid.

Con la esperanza de encontrar algo similar, abrió la rejilla del ascensor cuando este se detuvo en la última planta. La puerta de la habitación estaba entreabierta, pero aun así Who llamó con los nudillos.

—Estoy aquí, en la terraza —le indicó una voz femenina, desde el fondo.

De modo que se trataba de una mujer, pensó Who. Bien, no era algo tan inusual que una mujer reclamase sus servicios, y en esencia, tampoco difería demasiado de lo que pudiera esperar de él un hombre.

Pasó de la claridad del exterior a la penumbra interior en un abrir y cerrar de ojos. Flotaba en el aire el aroma de café recién hecho y de jabones de baño. Contra lo que hacía prever la fachada ruinosa del hotel, la habitación era bonita, un tanto minimalista, lo que le dio a Who la impresión de frialdad: paredes blancas y desnudas, muebles baratos. Estaba sintonizado el canal de música de la televisión y sonaba una pieza de la violinista Vanessa Mae con arreglos de Vangelis.

La mujer estaba apoyada en la barandilla de una pequeña terraza con la mirada concentrada en el horizonte grisáceo de Madrid y en el bosque de afiladas y caóticas antenas.

—Una vista hermosa de la ciudad —dijo, a modo de saludo, el señor Who.

Ella no se volvió inmediatamente, sino que asintió, acariciándose los brazos desnudos. Lentamente giró el cuello mostrando el perfil de su rostro un poco abotagado por el sueño y el pelo revuelto sobre la frente. Vestía un camisón de tirantes de color carmesí que concretaba una fisonomía que empezaba a perder firmeza en sus formas. Iba descalza y apoyaba la palma del pie derecho sobre el empeine del izquierdo. Al señor Who le llamó la atención que cada uña de los pies estuviera pintada de un color distinto. Aquella mujer debía de resultar un tanto estrafalaria, y eso le gustó.

—En las fotos pareces mayor —dijo ella con vehemencia. Examinó a Who con una mezcla de tristeza y determinación—. ¿Cuántos años tienes?

—Veinticuatro —mintió Who sin parpadear. Sabía que esa edad intermedia alejaba todos los prejuicios, y podía aparentarlos sin problema alguno—. Pero si lo prefieres, puedo marcharme —añadió con un punto de malevolencia.

Ella le devolvió la mirada de modo ambiguo, hasta que dibujó una sonrisa clemente. Extendió la mano y atrajo hacia sí el cuerpo del joven. Realmente era mucho más hermoso de lo que las fotografías de la web prometían. Al acariciar su rostro andrógino sintió una punzada de remordimiento, de hastío, pero dejó eso atrás cuando él la atrajo por la cintura y la besó lentamente en el cuello.

—Quiero que me beses en la boca. ¿Entra eso en tu tarifa? —preguntó ella con una crueldad contenida, que, en realidad, era como la mordedura de un perro contra su cola.

El señor Who contempló aquellos ojos semiocultos bajo unas profundas ojeras y se encogió de hombros.

—Besar en la boca es algo muy íntimo, casi tanto como decir en voz alta el propio nombre ante un desconocido.

—Me llamo Rocío, ¿es suficiente para ti?

El señor Who posó la yema de sus dedos sobre el vientre de la mujer a modo de respuesta. Luego la besó en los labios y sintió que ella le correspondía con impaciencia.

Ciertos amantes aman con una cólera velada en sus gestos, culpándose secretamente por ese momento de gozo que se conceden, abrasados por las dudas y los reproches. Así se entregaba la mujer en el sofá de la habitación. Ni siquiera permitió que el joven prostituto le quitase el camisón. No quería concederle nada de su intimidad a aquel desconocido, que no tardó en desmontarla con sus movimientos insolentes y sus miradas.

Who la observó detenidamente. Ya no era joven, y no se conservaba bien; probablemente se había acostumbrado a la comodidad del mercadeo, a la negligente dejadez de los sentimientos y a la despreocupación de no dar nada que no quisiera dar y de poder, a cambio, exigirlo todo. Pagar por tener sexo le confería ciertos derechos que la excitaban, la certeza de saberse un objeto, un obstáculo en el camino del amante contratado hacia su fin, el dinero que esperaba sobre la mesa. El deseo era, por tanto, carnal; el sexo era práctico, la piel se sobreexcitaba, pero el corazón se mantenía a resguardo, a salvo de nuevas y viejas heridas.

—¿Todo va bien? —preguntó el señor Who. Conocía ese sentimiento abstracto, esa rigidez en las caderas, esos besos demasiado parecidos a mordiscos y esa indiferencia ante sus caricias. Lo entristecía comprobar que por más empeño que pusiera, no lograría romper el témpano de hielo en el que alguien debió de congelar el corazón de esa mujer tiempo atrás. De modo que lo único que podía hacer era aplicarse mecánicamente, ser concienzudo en la técnica y diestro en el desarrollo. Un orgasmo, tal vez dos, y nada más. Era cuanto se le pedía aquella mañana.

—Estoy perfectamente —dijo la mujer, quitándose las bragas—. Ahora, ¿podríamos follar y dejar de hablar?

Who se encerró en sí mismo como una concha que se cierra para hacerse invulnerable. Apenas se desnudó, ella solo le rompió algunos botones de la camisa dejando a la vista parte del torso tatuado y le liberó la verga sin permitirle quitarse los pantalones ni las botas. Cuando terminaron, ella se apartó con el rostro crispado. Si había gozado con el encuentro, no lo demostraba en absoluto.

—¿Puedo usar el baño? —preguntó Who. La mujer señaló con displicencia una puerta al final del pasillo.

El señor Who se encerró en el baño y se contempló en el espejo con una mirada sombría. Después de hacerlo, durante unos minutos se sentía profundamente perdido y vacío, como si lo abandonase el flujo de sangre. Luego, poco a poco, regresaba la circulación a sus venas y el color a su piel. «Tarde o temprano —se dijo— debería dejar de trabajar para Chang». Pero todavía le faltaban varios miles de euros para juntar el dinero que necesitaba. Y Mei lo necesitaba.

Volvió a la habitación. La mujer fumaba sentada en la cama, con las piernas cruzadas sobre el colchón. Le caía un tirante del hombro, dejando a la vista parte de su busto. Junto a la colcha estaban doblados los billetes. El señor Who se acercó y los guardó sin contarlos.

—Te dejo una tarjeta, por si me necesitas.

La mujer asintió muy lentamente, sin mirarlo. Entonces Who se dio cuenta de que estaba llorando.

—¿Te encuentras bien?

La mujer ladeó la cabeza y lo miró con hondura. Con un movimiento muy lento se desembarazó del otro tirante del camisón y lo dejó caer sobre su cintura, mostrando un pecho caído de pezón sonrosado y una cicatriz donde debería haber estado el homónimo.

—En realidad, no me llamo Rocío. Me llamo Graciela.

Who alcanzó la calle con alivio. La acera estaba acabada de regar, y dos putas recién echadas a la calle se ofrecían con unos ceñidísimos vestidos rojos llenos de manchas y unas botas de mosquetero de charol barato con tacones de vértigo.

«Todos estamos solos. Absolutamente solos», pensó.