PRÓLOGO
EL CAZADOR

Las delicadas fosas nasales del imp se contrajeron bruscamente ante el olor de la muerte. Ya conocía aquel aroma, mezcla del azucarado gris del miedo y el penetrante rojo de la sangre. Como tantas veces antes, la sutil intuición de la cercanía de su enemigo hizo que se tumbara sigilosamente entre la maleza, al abrigo de miradas indiscretas, los sentidos alerta ante cualquier nuevo mensaje que pudiera traer el viento.

Nada se movía en el mar de hierba. La brisa jugueteaba con los tallos del maíz, meciéndolos de un lado para otro en hipnóticas mareas de color. Los mensajes de mil tipos diferentes de insectos en celo y las invisibles fronteras que delimitaban sus sexos llegaban en complejos paisajes olfativos.

El animal se movió reptando hacia un saliente rocoso. Una familia de ardillas grises huyó despavorida en cuanto pisó una madriguera. Aunque el imp era su depredador natural, no les prestó la más mínima atención. Se limitó a registrar sus débiles pautas de pensamiento y realizó un veloz rastreo de las cercanías. Las ardillas desaparecieron de su línea de visión, aunque mentalmente las monitoreó durante un centenar de metros.

Estaba sudando copiosamente, y eso era peligroso, ya que dejaba un rastro distinguible en el espectro físico. El imp transpiró un poco a través de su piel, para liberar toda la carga posible de partículas. Lentamente, para no provocar ruido de fricción, restregó el lomo contra la piedra.

No había nubes en el cielo. La luna huía con prisa hacia el horizonte dejando tras de sí un manto de estrellas, pero su débil luz aún bastaba para perfilar en plata el contorno de las suaves colinas. Nada parecía salirse de lo normal, pero el imp había aprendido a no subestimar a su enemigo. Este había demostrado ser astuto en muchas ocasiones, momentos en los que un simple error le habría llevado a las puertas de la muerte. Durante más de tres años y doscientos millones de kilómetros, aquel ser le había dado caza. Lenta, inexorablemente, había ido cerrando el cerco, un embudo de familiaridad y conocimiento mutuo del que cada vez era más difícil escapar. En varias ocasiones creyó haberle burlado, pero su gozo había demostrado ser efímero al girar la siguiente esquina, al alcanzar el siguiente planeta.

Él le había encontrado de nuevo. Siempre.

Un leve sonido cruzó la noche. No fue más que un susurro entre la hierba, un entrechocar de tallos al ser cruzados por algún otro animal en busca de comida. Pero la campiña quedó en silencio. Los insectos callaron sus canciones de amor.

Silencio.

Unos metros a su izquierda, un solitario animalillo se atrevió a gorgojear entrecortadamente. Otro le contestó. Nada ocurrió.

Había sentido la presencia de su enemigo dos horas antes, en forma de un casi imperceptible arañazo en su campana de vigilancia psíquica. Un rastro similar volvió a disparar su eco como un aullido lejano. Inmediatamente, desconectó todas las emisiones activas de pensamiento y echó a correr colina abajo, hacia la gran llanura. Sus sentidos buscaron la entrada más cercana a las grutas. Desgraciadamente, ésta se encontraba a más de trescientos metros: una eternidad.

La conciencia del huésped navegó como un destello de locura a través del neocórtex del animal, un susurro psíquico aparentemente a salvo tras las blindadas defensas mnémicas del imp. No había elegido esta especie por casualidad: el nivel de comunión del imp con el Metacampo era el mayor conocido dentro del reino animal, en más de cuatrocientos mundos explorados. Sólo otro ente biológico conocía un grado aún mayor de comunión sináptica, una planta anfibia de los pantanos de Khensis, al límite de la región explorada del Brazo Espiral. Evidentemente, no servía para sus propósitos.

El imp comenzó a arrastrar su reptilesca silueta de dragón de Komodo por entre la maraña de tallos, concediendo prioridad a la velocidad por encima del sigilo. Cruzó rápidamente el cauce seco de un riachuelo (el metro y medio de desprotección más terrorífico desde hacía meses) y se hundió de nuevo en la maleza como un pez nadando en aguas tranquilas. Por un momento, una idea loca pasó por su abultada cabeza. ¿Debería arriesgarse a un reconocimiento mental de la zona?

Si lo hacía, si alzaba sus pantallas para explorar todo el abanico de energía metapsíquica de la llanura, se descubriría inmediatamente. Cualquiera con un mínimo de sensibilidad mnemática podría triangular su posición con la celeridad y precisión de una bala. A cambio, él podría establecer con exactitud la localización de su enemigo, si es que estaba allí. Ambos se descubrirían, y empezaría la caza de verdad. No era un plan muy práctico, pero el miedo era un mal consejero, y de eso al imp le sobraba en aquellos momentos.

Tragando saliva, decidió ponerlo en práctica.

Medio segundo después, corría desesperado hacia las rocas.

La respuesta había sido instantánea y avasalladora. A menos de cuarenta metros hacia el sur (¡cuarenta metros!), una potente baliza psíquica había lanzado una onda de reconocimiento. Ya no importaba el ofuscamiento. De entre la hierba surgió una figura oscura, erguida sobre dos patas, que apuntaba hacia él con un fusil cromado. El imp recorrió decenas de metros de una zancada. Las patas traseras eran arqueadas masas de músculo, diseñadas para proyectar el resto del cuerpo hacia delante en forma de largos saltos casi horizontales. Pero Ka, la conciencia huésped del imp, sabía perfectamente que tales proezas de celeridad natural no eran nada comparadas con la velocidad de un láser.

La figura humanoide no se movió de su posición. Apuntó cuidadosamente hacia su blanco, que se acercaba a unos riscos. Aquella zona de la Meseta estaba surcada por una infinidad de túneles y galerías desecadas, recuerdo de épocas en las que la superficie del planeta aún no poseía atmósfera, y toda la actividad geológica apreciable era el lento fluir de eternas corrientes subterráneas de agua.

El sensor de infrarrojos y la computadora táctica establecieron la posición y trayectoria del blanco. No era fácil; se movía mucho y de manera aleatoria. Con un ademán, el cazador apagó la computadora del traje y pasó a tiro manual. El rifle pesaba un poco sin los servos que ayudaban a estabilizarlo, pero podía pasar. Sólo necesitaba un segundo de letal precisión, y el juego habría terminado.

La banda de frecuencias mnémicas era un rosario de advertencias de peligro. Cuidado, cantaban los insectos. Cuidado, gritaba el maizal entero. El imp corría ignorando el dolor en las gastadas articulaciones. Maldita sea, maldición, pensaba Ka, lamentando haber elegido un espécimen tan viejo para ser su vehículo. La próxima vez, si es que había próxima vez, escogería con más sabiduría.

La entrada a la caverna apareció a unos lejanísimos veinte metros. Era una grieta circular, una fisura excavada en mitad de un grupo de monolitos de piedra. Odiando cada metro, ordenó al imp saltar más lejos aunque reventara. En el perímetro de su hipersensibilizada visión, el cazador alzó el cañón hacia él con la letal tranquilidad de un depredador.

Vamos, pensó con un acceso de pánico; corre, maldito animal, o este podría ser el fin de ambos…

Casi no oyó la detonación. Fue la reacción psíquica de odio de su perseguidor lo que le golpeó una décima de segundo antes de que la zona comenzara a saltar en pedazos. Un huracán de impactos perforó la tierra y taló de raíz los cientos de tallos que le protegían, pero el imp ya no estaba allí. Su cuerpo sudoroso temblaba medio oculto tras una providencial roca. Ka pudo oír mentalmente la rabia del tirador desde aquella distancia.

No se permitió ningún sentimiento de alivio. La primera andanada había fallado milagrosamente, pero sólo otro milagro aún mayor le salvaría de una segunda.

Entonces captó la onda.

El tirador permanecía de pie a unos doscientos metros, mirando en todas direcciones con aire confundido. También él había sentido la pulsión. De repente, el aire comenzó a vibrar. Un volumen oval de unos veinte metros de longitud chispeó y onduló como si fuera una ventana a un paisaje de aire sobrecalentado.

Ka ordenó al imp lanzarse contra las rocas.

El tirador, ignorando la presión psíquica, siguió al animal a través de la mira. Un fuerte viento gimiente empezó a levantar un remolino de polvo y restos de hierba destrozada. El hombre no se inmutó. Cambió al cañón láser. Un vector de luz carmesí horadó el aire y marcó la trayectoria que el denso haz de energía seguiría en cuanto él apretara el gatillo.

Una décima de segundo antes de que el animal se ocultara tras la pared de granito, disparó. Una décima bastaba para que la luz partiera en dos al imp. Una décima…

La nave abandonó el túnel que la hacía pasar del Metacampo al plano relativista, produciendo una alteración local y momentánea de las leyes físicas. Una bala no habría resultado afectada, pero el haz se volvió oblicuo. Como remarcando el campo de anulación, siguió una trayectoria que lo llevó a estrellarse contra uno de los monolitos, astillándolo en mil pedazos.

El imp desapareció por la oscura boca del túnel con un alarido mental de triunfo.

El cazador arrojó con furia su arma sobre la hierba, presto a seguirle, pero se detuvo en cuanto distinguió el estandarte que la nave lucía pintado en el casco, en la fiera y distante mirada de los leones gemelos que blasonaban un escudo de colores diamantinos.

Ka no cabía en sí de gozo. Desconectó todas las emisiones mentales de onda legible y se inclinó hacia la abertura, contemplando absorto la nave espacial. Era un aparato magnífico, un caza de combate de línea esbelta y aspecto amenazador. Una rampa apareció en su panza y por ella descendió un hombre que se aproximó al cazador con cautela. Éste, por primera vez, se quitó la capucha de su armadura. Ka se sorprendió ante la aparente juventud de su perseguidor. Era un varón humano de raza negra, con unas fieras pupilas azules inyectadas en sangre que marcaban el alcance de su furia. Aparentaba unos 29 o 30 años bien llevados. Era alto y fornido, el físico de alguien que llevaba años huyendo entre mundos. Su rostro no le decía nada. Su actitud y gestos tampoco Pero sus ojos…

El hombre que había descendido a tierra era distinto. Vestía un uniforme oscuro de una pieza, sin insignias, y tenía el doble de edad que su perseguidor, Ka no estaba muy versado en las diferencias biológicas temporales de la raza humana, pero algo en aquella persona lo hacía diferente. Un porte altivo y educado, una pose tranquila pese a su aparente desprotección. El hombre, de pelo y barba canos excelentemente perfilados, habló pausadamente y con autoridad:

—¿Eres Evan Kingdrom, del principado de Astalus?

—¿Quién lo pregunta? —contestó el joven, airadamente. Era la primera vez que Ka oía su voz.

—Eso en este caso es lo de menos, amigo mío. Se lo aseguro.

Tras unos minutos de deliberación, de los que Ka apenas pudo oír unas frases, el cazador subió a la nave junto al viejo del pelo blanco. Con una suave contracción del Metacampo, el aparato volvió a fundirse en la nada. Lo último en diluirse y desaparecer fueron los dos leones y la serpiente escarlata del escudo del Emperador.

Desde su escondite, Ka (y por extensión el imp), sonrieron maliciosamente, enseñando los colmillos. Una palabra escapó en un silbido por entre sus apretadas mandíbulas.

Evan.

Por fin conocía el nombre de su enemigo.

Pronto, los papeles iban a invertirse.