Capítulo 13

—¡No!

Con este grito, Evan tiró las sábanas y se dio un golpe contra la parte superior del catre.

Se llevó las manos a la cabeza y comprobó que, pese al intenso dolor, no se había hecho daño. Pero su espalda permanecía en tensión. Se preguntó por qué estaba tan oscuro, y reparó en que tenía una venda negra en torno a los ojos, sujeta por un nudo muy simple.

Se la quitó y miró alrededor. No recordaba cómo había llegado a aquella habitación de paredes de madera, techo bajo y cortado en pico. En una acogedora mesilla de noche de diseño rústico alguien había dejado unas gafas tintadas, tan oscuras que era imposible ver los ojos de quien las portara. Las gafas pisaban un papel en el que había escrito:

Póngaselas.

Evan se incorporó, palpándose el chichón. Una ventana daba al exterior. Tras tanto tiempo sumergido en la oscuridad, el resplandor del sol le cortó los ojos como el canto de un papel. Mascullando una maldición, se apartó de la ventana.

Al ponerse en pie se dio cuenta de que la gravedad era distinta, más pesada; de ahí el dolor de espalda. Poco a poco se acostumbró a la luz. El paisaje tras los postigos, una pradera verde que nacía en la ribera de un lago de colores apagados, le confirmó sus sospechas: no tenía ni idea de dónde estaba.

Alguien le había quitado la ropa de guardián palaciego que portaba desde su fuga del hospital y le había vestido con pantalones de pana y camisa de algodón. Cogió una chamarra de encima de una silla y se la puso sobre los hombros. Parecía un campesino algo pasado de moda, pero estaba cómodo. Atándose bien el cinturón, se puso las gafas y bajó al piso inferior.

—¡Atchís! —estornudó, llamando la atención de las personas que trabajaban en una cocina llena de cacharros de metal. Una mujer obesa y de rostro orondo y afable le sonrió.

—¿Ya se ha levantado? Ahora mismo iba a llevarle el desayuno.

—Perdone por lo trillado de la pregunta, pero…

—Está en Reunión —acotó ella, secándose las manos en un paño. Llevaba una cinta negra en torno al brazo. Otra mujer, más joven pero igualmente entrada en kilos, continuó con el trabajo evitando mirarle a la cara—. Lleva dormido más de treinta horas. El doctor le estuvo examinando anoche… mientras pudo. ¡No haga eso!

Evan, que iba a quitarse las gafas con un ademán distraído, se congeló.

—¿Qué ocurre?

—¿No lo sabe? Sus ojos… Bueno, allí tiene un espejo.

El soldado se acercó a una pared, decorada con un crespón negro. Un espejito colgaba de un clavo bajo un termómetro de mercurio. Cuando se iba a quitar las gafas, alguien entró.

—¡No haga eso! ¿Está loco?

El hombre, calvo y con barba larga y despeinada, depositó un trío de conejos muertos sobre la mesa de la cocina y se apartó de él, asustado.

—Tranquilo —dijo Evan, colocándose bien la montura—. No me las quitaré.

—Toma, Félix —la matrona colocó unas monedas en la mano del cazador y lo acompañó hasta la puerta—. Dile a tu mujer que se dedique a pelar el maíz, que carne ya hay para el almuerzo.

Refunfuñando, el cazador abandonó la casa. Evan se apoyó en el umbral que separaba la cocina de una sala más grande, posiblemente un comedor.

—Perdone, señora, pero…

—Ya sé, ya sé. Está desorientado. Dice Sandra que es normal después de un viaje tan largo.

—¿Sandra? —dio un respingo—. ¿Está aquí?

—En el lago, en la vieja nave. Ha ido a revisar no sé qué historia de una antena.

—Reunión, claro. Su pueblo natal… —se dio un golpe en la frente y notó el chichón. Mamah le echó un vistazo y, con una amplia sonrisa le preparó un paño con hielo.

—Ande, apriétese esto contra el cráneo o dentro de poco le va a sobresalir por encima de ese precioso pelo rizado. ¿Usted tampoco va a querer comer?

—¿Tampoco? Tengo un hambre de lobo.

—Genial. Si consigue que ella le siga, le toca doble ración de cerveza.

Evan se volvió hacia el comedor y, a la escasa claridad de un rayo de luz que atravesaba la ventana, distinguió la figura inmóvil de una mujer, sentada frente a la mesa, con el pelo despeinado y la piel pálida y enferma. Tenía un plato de comida intocado enfrente.

Dio unos pasos hacia ella, pero no logró arrancarle más que una mirada de profundo odio.

—Arconte —saludó. La mujer, al oír el apelativo, se echó a reír tan amargamente que Evan sintió ganas de marcharse y dejarla sola.

—Lleva así desde ayer —dijo mamah, desde el fondo—. No come, no quiere lavarse… Es un desastre.

La risa de la deoEmperatriz era tan amarga y lastimosa que Evan prefirió dejarla a solas.

—¿Qué les pasa a mis ojos? —inquirió, preocupado. Mamah le acarició la mejilla con ternura.

—Ay, mi niño —sonrió—. Los ojos son los espejos del alma. ¡Los espejos del alma!

Y se enfrascó de nuevo en sus quehaceres. Frustrado, Evan se caló la chamarra y salió de la casa.

Las nubes encapotaban el cielo. Las calles del pueblo estaban desiertas y llenas de arbustos arrancados por el viento. Un desvencijado escenario que alguien había olvidado desmontar seguía ocupando un lugar preferente en la plaza.

El soldado notó la disimulada presión de los ojos de la gente, que lo miraban calladamente desde los carromatos o la entrada de los comercios. Se sintió por primera vez fuera de lugar, completa y desoladoramente.

Maldiciendo, puso rumbo al lago que había visto desde la casa. Si Sandra estaba allí, quería hacerle algunas preguntas.

* * *

El prado se deslizaba suavemente bajo la orilla del lago licuando sus colores, como si lo recubriera un ondulante velo de seda. Junto a una apacible rada, un antiguo rastro de excavaciones y una huerta conducían la mirada directamente a la panza agrietada de un tanker Mikoru-Spencer parcialmente desmontado. Parecía el fósil de una cuaternaria ballena gris embestida siglos atrás por un barco de pesca, que se hubiera arrastrado hasta los fiordos de sal para morir.

En lo alto de la torre de mando, Evan distinguió una figura que saltaba desdeñando el peligro de una arista a la siguiente, comprobando algo en la base de una antena oxidada.

—¿Cómo demonios habrá hecho para subir hasta allí? —murmuró, asombrado.

Tardó quince minutos en escalar hasta la base de la torre. Jadeante, llamó a la joven, ahora encorvada sobre un racimo de cables. La pequeña figura se volvió y el viento hizo flamear su rubia melena. Al principio no hizo nada salvo mirarle. Al minuto, alzó una mano y le invitó a subir, señalando el camino menos peligroso.

Evan trepó hasta que alcanzó la atalaya donde esperaba Sandra, un antiguo nodo de baterías defensivas. La joven iba vestida con un pesado abrigo y una bufanda. El viento allí arriba era tan frío que el soldado experimentó una sana envidia.

—Hola —saludó ella, haciéndole sitio. Él se sentó a su lado, mirando los cables.

—Hola. Soy Evan.

—Me acuerdo de ti. Soy Alejandra Valeska, pero todos me llaman Sandra. No tiene mucho que ver, pero a mí me gusta.

—¿Qué haces?

—Compruebo los destrozos. Como temía, este trasto ya no sirve ni para hacer tiro al blanco con él. ¿Cómo estás tú?

—Bueno, teniendo en cuenta que no tengo ni idea de dónde estamos, que no sé cómo hemos llegado a parar aquí y que todo el mundo parece empeñado en que no me quite las gafas, por lo demás todo bien.

La joven sonrió.

—Al parecer nos proyectamos hasta Reunión desde Delos, en un salto directo al comedor de la casa de mi abuelo —su voz tenía un deje distante, impersonal—. Tú, yo y Beatriz. Yo fui la primera en despertar. Le conté a mamah y al resto del pueblo lo que había pasado con Silus, y…

Calló. Evan quiso poner una mano en su hombro, pero algo le decía que lo mejor era mantenerse a distancia.

Sandra empató dos cables y aplicó los diodos de un amperímetro. El contador digital no movió una cifra.

—Mierda.

Tiró los cables dentro de una abertura en la base de la antena y sacó otros.

—Esto está absolutamente muerto.

—¿Qué intentas hacer? —se interesó Evan. La joven suspiró.

—Tenemos que lograr hacer funcionar una antena para radiar una onda subespacial de larga distancia. Tal vez si tenemos suerte y una nave comercial pasa cerca del sistema, la captará y podrá venir a recogernos.

Evan la miró en silencio. No parecía la misma joven desvalida y acurrucada que encontró en medio de la devastación de Delos. Sus ojos tristes parecían haber reflexionado y envejecido muchos años en unas pocas horas.

—¿No podemos proyectarnos de vuelta? Beatriz…

Sandra rió amargamente.

—No cuentes con ella. Está como ida, envuelta en un capullo de impotencia. Ha perdido todo un Imperio, no es de extrañar —juntó las manos, mirando el horizonte—. Además, no creo que la Proyección nos sirva de nada.

—¿Por qué?

La niña se levantó, aguantando el equilibrio de una forma tan despreocupada que le puso a Evan los pelos de punta.

—El Metacampo ya no existe. O si existe, no hay forma de acceder a él. Aquello que dejamos en Delos —tembló ligeramente al recordar la Sombra— parece que lo está concentrando. Es como un vórtice que devora toda la mnémica, como haría un agujero negro.

Evan miró al horizonte. Unas montañas abruptas como cortadas a cuchillo emergían apenas de una capa de nubes tormentosas.

—Y al no haber Emperador, los mundos del Imperio están absolutamente solos frente a la amenaza —concluyó. La joven sacudió la cabeza.

—No seas tonto; sí que hay Emperador. Yo soy el Emperador. O, al menos, la parte de mí que dejamos en Delos.

Hubo un silencio incómodo mientras Sandra acababa de comprobar el voltaje de los cables. El sol del amanecer sólo era visible como un grupo de destellos dispersos entre las nubes.

Sandra guardó el equipo de testeo en su chaqueta y ayudó a Evan a comenzar el descenso. Cada vez que él sorteaba con dificultad una terraza, la joven se colocaba debajo de un par de zancadas.

—El tanker no nos sirve —decía—. La antena está inservible.

—¿Quieres decir que estamos atrapados?

—No necesariamente. Aún queda una posibilidad, pero es muy remota —Sandra hizo una pausa al llegar al cuerpo principal de la nave, y le pasó a Evan un bocadillo que guardaba en otro de sus múltiples bolsillos—. Es de queso. El… No, se abre por el otro lado, así. Mi abuelo me contó que cuando la nave llegó por primera vez a este planeta, se les declaró un incendio a bordo. Algunos paneles que estaban dañados por un defecto en el desfase de impulsión Riemann de la época no resistieron bien la reentrada. Tuvieron que soltar varias secciones del cuerpo principal y entrar únicamente con esta parte —señaló el anillo desacoplado en que acababa el cuerpo del tanker, perteneciente a una estructura prolongable—. Los otros módulos de la nave cayeron en zonas alejadas del mismo continente.

»Pero hay una, la más cercana, que sólo está a doscientos kilómetros. Como los automatismos de todos los módulos actuaban de forma independiente, es posible que la antena de esa sección siga operativa, después de tantos años. —Se encogió de hombros—. Es una idea.

—Me parece bien. Ahora hay que convencer a tu gente de que quieres volver a marcharte.

Sandra mordió el bocadillo.

—Eso es lo más difícil —comentó mientras masticaba—. Porque en realidad yo no quiero marcharme.

* * *

Los preparativos fueron rápidos y eficaces. Evan permanecía mucho tiempo distraído, mirándose al espejo. Sus ojos habían cambiado tras la traumática experiencia del Suq. Ahora no tenía pupilas, o bien éstas habían perdido todo su color. Jugueteaban con la luz creando anillos irisados hacia el interior lo que las hacía parecer profundos fosos a la nada, agujeros sin fin que la gente no soportaba mirar. Mamah le contó que el médico que le había examinado se había dejado arrastrar por la profunda sima de aquella mirada y no fue capaz de superarlo. Desde hacía un día se negaba a salir de su casa y se pasaba las horas llorando y recordando.

Ante tales efectos (a los cuales él parecía inmune), Evan decidió portar siempre las gafas oscuras, y procurar no mirar a nadie directamente a los ojos.

Sandra explicó su plan al triunvirato que ejercía las funciones de mando en la aldea, el alcalde, el cura y Py, el dueño del bar, a quien todos escuchaban con especial atención por ser el único abstemio del grupo.

Hubo muchas objeciones. Mamah puso el grito en el cielo, invocó la memoria del pobre Silus, muerto en unas circunstancias que ni siquiera la ex Arconte se quiso dignar a explicar, y el ánimo decayó. Sturglass Banjorn, minero de radiación y primero en captar las señales de naves extrañas sobre Esperanza, puso en boca de todos el temor a traer la guerra a sus pueblos y familias, captando conscientemente la atención de navíos militares sobre ellos.

Sandra era la primera que no quería dejarlos de nuevo atrás, pero les convenció de que tras todo lo que había pasado, después de todas las muertes y todos los sacrificios, no podía quedarse de brazos cruzados. Hizo mención a algo que había dejado atrás, pero no se molestó en explicar qué era ni por qué tenía tanto empeño en recuperarlo.

Sentado al fondo del bar, Evan miraba absorto a Alejandra. Él no conocía a muchas emperatrices, de hecho sólo a Beatriz De León, y tras el colapso de su familia y la civilización de la Proyección había demostrado tener mucho menos aguante que Sandra ante la adversidad. Pero ella… aquella chiquilla le fascinaba. Recordó las palabras que habían intercambiado en Delos, antes de marcharse:

—¿Quién eres?

—Tú.

Eso le había respondido, y era un concepto que no sabía cómo explicar. Había pronunciado esas palabras presa de un fervor momentáneo, de un conocimiento instantáneo de los motivos de la vida, pero ahora parecían tan inconexas y lejanas que la sola idea era una locura. Sí, él era ella… se había convertido en una extensión de la joven en algún momento desde el comienzo de toda aquella locura. Por eso la había visto en Damasco (y su imagen le salvó por los pelos de los soldados que venían a prenderle). Se había mirado a sí mismo entonces y había visto el cuerpo de ella.

De lo que no quería hablarle era del lugar que había entrevisto en su periplo a la moribunda Ciudad Pascalina, en el Suq: un prado rodeado de cipreses, en el que esperaba Sandra, o a una imagen de Sandra, llorando y retorciéndose de dolor en el centro de la vorágine que destruía la Ciudad.

¿Era cierto? ¿Había engendrado aquella dulce chiquilla la aberración que ahora aguardaba en Delos, el nuevo Emperador, el creador de la Sombra?

Evan rió internamente ante lo irónico de la broma: todas aquellas personas, la cúpula monárquica, los Arcontes, las Logias, el Ejército… habían recorrido millones de kilómetros buscándola, obligándola a cambiar, a aceptar la transmutación fundamental que la convertiría en su diosa particular… Y todo para crear un monstruo que acabaría destruyéndolos.

De pronto todo cuajó. Evan rebuscó esa noche en el cuarto de Sandra, mientras ella estaba dándose una ducha reparadora con la matrona ayudándola a lavarse el cabello, y encontró una foto enmarcada. En la desvaída emulsión aparecía un sonriente Silus junto a un hombre cuyo parecido físico con la joven era notable.

Evan giró el portarretratos y en su envés descubrió señales de viejos dibujos infantiles. Trazos apresurados, raspaduras enojadas y cargadas de frustración. Fue uno de esos dibujos, medio oculto en una esquina, el que le mantuvo despierto esa noche, cavilando.

Una infantil gárgola de alas membranosas.

Como la que había visto en las profundidades del Palacio de Invierno, en su descenso a los infiernos al lado de Connor y la deoEmperatriz. En su viaje al fondo de la mente de Alejandra.

Esa noche no durmió: su mente volvía una y otra vez a esa imagen que Sandra había dibujado cuando era una niña. La matrona le había contado esa tarde la historia de sus padres, lo de los soldados que habían saqueado el pueblo una década atrás y violado y asesinado a varias mujeres, incluyendo a la madre de Alejandra. De alguna maneta, Evan sabía que ella tampoco se había librado del amor de los invasores. Era lógico: una jovencita hermosa y vibrante, con rostro de ángel y cabellos de oro fundido, una piel sonrosada y el fuego de la juventud y la inocencia llameando en sus pupilas… Se la imaginó siendo sobada por las ansiosas manos de los infantes, abierta de piernas mientras algún pervertido hurgaba en su interior con dedos manchados de la sangre de decenas de inocentes. Un secreto llorado a voces cada noche, que la increíble fuerza de voluntad de la pequeña había logrado ocultar durante años a todos los que la rodeaban, incluyendo su propia familia.

Y comprendió por qué, en realidad, ella era el Enemigo.

No había sido ninguna fuerza alienígena superpoderosa, casi divina, la que había generado aquellos monstruos. Ni la famosa Quinta Rama evolutiva de la Humanidad que tanto temían el Ejército y las Logias, con todos sus secretos tecnológicos y biológicos y su hélice diferenciada del estándar humano.

Había sido el inconsciente de una niña de quince años, a quien de repente se le había otorgado el Poder. Lentamente, había ido pudriendo la consciencia del antiguo Emperador, creando los tetrapectos, consolidándose al devorarlo durante el bautismo profano de la Convolución.

Evan dio otra vuelta en las sábanas.

De nada serviría matarla a ella, pensó. Parecían dos entes completamente independientes, aunque no había forma de asegurarlo; en caso de extrema necesidad, él mismo estaba dispuesto a ejecutarla por el bien de todos.

Pese al bombardeo planetario que había sufrido Delos, era muy poco probable que el subconsciente de Sandra hubiera sido destruido. Más bien estaría esperando, haciendo acopio de fuerzas ahora que no tenía el resto de la mente de la chiquilla para ponerle freno. Y si, tal como había descrito ella, la aberración actuaba como una especie de agujero negro que absorbía todo el potencial mnémico universal… no sabía si el poder de la tecnología pura bastaría para vencerla.

No quería agobiar a la chica con más preocupaciones. Ella tenía suficiente con las suyas propias, incluyendo la repentina pesadumbre que la había invadido cuando se enteró de que un tal Marco Girodi, al parecer un joven nativo que ella conocía, se había suicidado de un tiro en la cabeza al poco de su partida de Esperanza.

A la mañana siguiente estaba todo preparado antes del desayuno. Habían decidido viajar sólo dos: él por su entrenamiento militar y ella por sus años como pastora de tormentas. Así se moverían el doble de rápido que cargando con los demás. El plan era llegar a la sección secundaria del tanker y activar su antena, si era posible. Si ésta también estaba inutilizada, Evan había previsto un viaje descendiendo por los violentos ríos que serpenteaban en los mapas hasta el siguiente segmento.

El problema era que la franja de aire respirable de Esperanza se distribuía en áreas toroidales en torno al Ecuador. El bombardeo cometario, germen de la atmósfera, no había consolidado gases nobles en suficiente densidad como para mantener una distribución homogénea hasta los trópicos.

Eso quería decir que la zona en la que se encontraban los dos segmentos más cercanos estaba justo en el límite de los alisios respirables. Sandra y él deberían cargar con máscaras de oxígeno y rezar para que los vientos venenosos no soplaran hacia el interior.

Al día siguiente, la chica preparó los bártulos, empaquetó los instrumentos electrónicos (cortesía de Sturglass Banjorn), y enjaezó los caballos. Evan se encargó junto con mamah de empaquetar la comida y llenar los odres de agua, conseguir una escopeta de caza de un vecino del pueblo y comprobar que los cartuchos estuvieran en buen estado.

Hubo un momento, en las atareadas horas que precedieron al amanecer, en que fue a entrar en la casa y, al abrir la puerta, se topó con un fantasma.

* * *

Sabía que el padre de Fedra, el pintor muerto, también había viajado con ellos desde Delos, pero hasta entonces no se habían encontrado. Evan se sobresaltó tanto que estuvo a punto de dejar caer los bártulos al suelo, pero mamah le llamó desde el interior y le dio pie a recobrar la compostura.

—Hola, Delian —saludó. El fantasma le dedicó un fruncimiento de ceño y siguió con su deambular errático por la casa, haciendo rechinar los sustentores del holovóder como un manojo de oxidadas cadenas. Desde su «resurrección», el pintor parecía más una simulación infográfica que una persona, moviéndose de un lado para otro sin decir palabra. Su relación con la desconfiada mamah había llegado a una cierta tolerancia mutua, y ella se permitió durante el desayuno algunas familiaridades, como alargar la mano a su través para coger un salero.

Quien no lo llevaba tan bien era la Arconte Beatriz.

—¡Alejadla de mí! ¡Monstruo!

El crujido de un jarrón al romperse hizo que Evan dejara el comedor y corriese hasta el dormitorio de invitados. Sandra esperaba en la puerta, con un corte en el brazo. La joven se agachó para esquivar un cenicero, que se astilló contra la pared. Los gritos aterrados y furiosos de la Arconte resonaban en toda la casa.

Mamah y la cocinera llegaron nerviosas, pero Evan las detuvo con un gesto.

—¡Has sido tú, maldita zorra! ¡Tú nos has hecho esto! —gritaba Beatriz, la voz deformada por el histerismo. Evan se asomó rápidamente a la habitación para comprobar la situación: la mujer, vestida aún con los harapos de su traje ceremonial de Convolución, se acurrucaba como un gato asustado en una esquina. Se había hecho con un fragmento de cristal astillado y lo enarbolaba ante la puerta como si Sandra, que la miraba fijamente desde el umbral, fuese el mismísimo diablo.

—¡Mi Señora! —gritó Evan, apartando a la chiquilla de la puerta. El corte en el brazo sangraba en hillos muy rojos, que mamah se apresuró a envolver con vendas. Evan asomó la cabeza muy lentamente al dormitorio—. No tiene nada que temer. Ya ha pasado todo. Estamos a salvo, en Esperanza.

—Esa niña… ese monstruo… ¡no dejéis que se me acerque! ¡Es una asesina! —pareció perder momentáneamente el sentido del ahora—. ¿Dónde están mis sirvientes? ¿Por qué no está aquí el edecán? ¿Dónde me habéis traído?

—Estamos en otro planeta, mi Señora —explicó Evan, entrando muy lentamente en la habitación, las manos abiertas en una pose defensiva secreta. La Arconte elevó el improvisado puñal hacia él.

—No te me acerques… ¿Por qué estoy rodeada de plebeyos? ¿Dónde coño están mis consortes?

—Ya no hay consortes. No hay palacio, ni guardias —otro paso—. Delos ha sido destruida. No queda nada. Tiene que dar gracias por haberse salvado usted…

—¡Mentira! —le lanzó otro cenicero, que el soldado deflectó hacia la pared—. Malditos plebeyos, campesinos mendigos incultos… No tenéis derecho a tratarme así. ¡Yo soy Beatriz De León, vuestra Emperatriz! ¡Quiero mis cosas! ¡Quiero ropa limpia y comida decente, no la bazofia que le dais a vuestros hijos!

Evan se llevó las manos a las gafas, ponderando quitárselas para afectarla con lo que sea que la gente tanto temía, pero una mano regordeta y cálida se posó en su hombro, deteniéndolo.

Mamah entró en la habitación con calma y se puso delante del soldado.

—¿Pero qué hace? —protestó el hombre, tratando de sacarla de allí, pero la matrona lo apartó suavemente, y se colocó delante del puñal de Beatriz, con un rictus de verdadero disgusto en su cara.

Todos contuvieron el aliento; la Arconte miró desde las alturas a la obesa campesina (era como quince centímetros más alta), apretando con tanta fuerza el trozo de cristal que su propia sangre corría por las aristas.

Durante un segundo nada ocurrió, tan sólo se miraron, estupefactas e indignadas por sus respectivos motivos, y cuando Beatriz compuso un gesto de rabia y se disponía a ladrar una orden imperial, mamah le cruzó la cara con un fuerte bofetón, como el que a veces había tenido que darle a Sandra de niña.

Evan y los otros contemplaron boquiabiertos a ambas mujeres, sin saber cómo reaccionaría la humillada deoEmperatriz. Evan iba a saltar sobre ella para arrebatarle el arma, cuando los ojos de Beatriz cambiaron súbitamente, derrumbándose. Sus hombros enhiestos perdieron horizontalidad y, desmadejada, abrazó a la obesa matrona, llorando a lágrima viva.

Mamah la recibió en sus brazos y, acunando su cabeza en el hombro, le dio varias palmaditas en la espalda, quitándole de las manos el cristal. Evan lo recogió, manchándose con la sangre de la Arconte, mientras mamah la llevaba sollozante hasta la cocina.

Sandra la miró despectivamente al pasar, pero no dijo nada. La cocinera ayudanta, al borde del desmayo, atravesó a Delian para humedecer unas gasas en la cocina y cortar el flujo de sangre de Beatriz.

Esta se sentó obediente en la mesa, apretando con fuerza la mano de la matrona como si fuese el tranquilizador contacto de una madre. Mamah le acarició el pelo y se lo recogió en una coleta, susurrando cálidamente:

—Tranquila, niña, tranquila. Ahora ya ha pasado todo… Sé una buena princesa y tómate la sopa antes de que se enfríe. Todavía queda mucho que hacer esta mañana.

La Arconte asintió y comenzó a sorber obediente del plato. Evan miró a Delian, boquiabierto.

Poco a poco los ánimos se fueron tranquilizando, y Beatriz logró pronunciar las primeras palabras coherentes desde su huida de Delos («necesito ir al baño»). Evan acabó de empacar todos los bártulos y se reunió con Sandra en el establo. La niña se había reservado una hermosa yegua blanca con pintas canelas, que parecía muy contenta y excitada de tenerla por fin de regreso.

Con las primeras campanadas de la iglesia que saludaban al sol de la mañana, se despidieron de mamah y los demás y partieron. Sandra llevaba un mono de escaladora blanco y negro, hecho de una firme tela sintética a prueba de rasgaduras. Era, le había explicado, su uniforme de pastora. Gran parte del espacio en su mochila lo había ocupado sin dar explicaciones con un misterioso saco de tubos de treinta centímetros, por lo que Evan tuvo que cargar con el material electrónico más delicado. Él se había puesto unos pantalones de minero y una chaqueta que los vecinos del pueblo le habían conseguido rebuscando en sus baúles. No le sorprendió que la tela fuera ignífuga y resistente: aquellos hombres habían construido un planeta entero con sus propias manos.

La Arconte se había cambiado de ropa en aquel par de horas escasas y, más afable, lucía un delantal y un pañuelo en la cabeza. Sus delicadas manos estaban rojas de usar el estropajo para restregar las cacerolas. Evan sonrió y, con un grito al estilo de los viejos colonos, espoleó su caballo siguiendo a la yegua de Sandra rumbo a la cercana ciudad de Aemonis.

* * *

Cabalgaron durante toda la mañana, y al despuntar el mediodía divisaron en el horizonte el anguloso perfil de los edificios de la ciudad vecina. Sandra le había explicado que en Esperanza sólo existían cuatro emplazamientos humanos importantes, Reunión junto al lago gris, Aemonis al sur, Estefana a noroeste y Pax Meritae al norte; cuatro enclaves sitos en coordenadas de terrafomación construidos en torno a rudimentarios procesadores atmosféricos de procedimiento químico. De ellos, Aemonis era el más grande e industrializado, lo cual quería decir que tenían una fábrica de combustible mineral para los escasos vehículos a motor que circulaban por los caminos, una estación depuradora de agua y un puerto.

Los caballos llegaron exhaustos a la ribera de un tributario del lago gris. Sandra descabalgó de un salto y saludó al encargado del muelle, un pequeño emplazamiento de madera que se introducía en la corriente colgando de un puente arqueado. Por debajo de éste, varias embarcaciones pequeñas y funcionales, parecidas a kayaks, se mecían al son de la corriente.

Mientras ella negociaba, pagando con el carísimo anillo imperial que la Arconte había donado, Evan consultó los mapas. Una línea azul serpenteaba por entre collares de marcaciones topológicas de gran altura. Miró hacia las montañas y localizó los dos picos principales, el Keys y el Morgana, dos afiladas aristas de piedra limadas por la acción devastadora de las corrientes. El desigual paisaje de Esperanza obligaba a los ríos a dar grandes saltos por titánicas cascadas, dividirse en meandros indomados para volver a reunirse en un caudal coherente en el interior de profundas galerías.

La ruta más corta hasta la nave obligaba a cruzar uno de estos ríos, siguiendo su curso durante cincuenta kilómetros a gran velocidad, abandonar luego las lanchas para sortear una montaña caminando, y seguir el afluente del otro lado para bajar otros ochenta kilómetros. No sería un viaje fácil. Evan dudaba que lo escarpado de los picos les facilitara la tarea de cargar con los kayaks, así que tendrían que fabricarse nuevas embarcaciones con la vegetación circundante durante el segundo tramo.

Sandra dio una palmada en el hombro al hombre que cuidaba de las barcas y se volvió, levantando los pulgares. Evan sonrió, corriendo a desatar dos lanchas mientras el viejo mordía el jade del extraño anillo con el ceño fruncido.

—Él se encargará de devolver los caballos a Reunión —explicó la joven, desatando las amarras. Evan lanzó los bártulos dentro de su kayak.

—¿Has navegado alguna vez en uno de estos?

—Sí, mi abuelo me enseñó. A veces descendíamos la corriente hasta la desembocadura del lago llevando material para la granja. ¿Y tú?

—Bueno, he gobernado muchas clases de naves en muchos mundos diferentes, así que no creo que ésta se me atraviese.

Ella sonrió.

—Vale, pero mantente pegado a mi popa. Hay tramos muy peligrosos.

Antes de descender el río, Sandra se despidió de su yegua, Perla, acariciándola en la crin. El animal estaba tan excitado por haberla llevado desde Reunión que levantaba las patas y agitaba la cola de frustración ahora que tenía que quedarse en la orilla. Sandra le susurró:

—No te preocupes por mí, preciosa. Esta vez tardaré muchísimo menos en volver.

Destrabaron las últimas amarras y, con un par de golpes de remo, las lanchas ganaron velocidad. Imitando a su guía, Evan se colocó en posición con una rodilla levantada y dio brazadas con su remo de dos palas. Sandra se destrabó la mochila del cinto y, tirando de las cuerdas, la anudó a su espalda.

El viaje transcurrió sosegado durante los primeros cuarenta kilómetros. Apenas hablaron, ya que el ahorro de fuerzas era indispensable para sortear los tramos más duros, pero Evan pensó que era mejor así: la muchacha necesitaba de esos momentos de relativa soledad y paz interior, inalcanzable en mitad del torrente, para pensar en su vida, en tantas cosas que habían sucedido alocadamente los últimos meses.

Al cruzar una quebrada dominada por un salto de agua de dos metros, el afluente empezó a ganar velocidad. El cauce se separó en dos ramas, una ancha y uniforme que derivaba en dirección al lago gris, y otra más irregular y estrecha que buscaba su camino a través de los riscos. Eligieron esta última.

El frente de las lanchas se llenó de espuma. Evan notaba que cada vez se le hacía más difícil mantener la proa apuntando hacia delante, así que en lugar de forzar la embarcación a seguir recta fue haciendo eses por entre las olas. Su remo se hundía dejando estelas de plata que actuaban como timón, como si en lugar de en una corriente de agua se estuviera apoyando físicamente en un colchón de gel pesado y tirante.

Deseó tener en ese momento una de aquellas lanchas autónomas que había visto en los mares salvajes de Vita Lebrys, donde los cazadores de leviatanes inuitas cabalgaban la rompiente de olas monstruosas de hasta veinte metros de altura, para caer desde el cielo sobre sus presas. Usaban lanchas de tres quillas ligeras estabilizadas al estilo de catamaranes con sistemas de compensación giroscópicos; independientemente de la fuerza del oleaje, las lanchas siempre conservaban el equilibrio, buscando la horizontalidad.

Pero no disponían de tales lujos. Evan se sentía satisfecho de tener al menos aquellos diseños que habían bastado para los hombres primitivos en épocas mucho más duras, en que la lucha por la supervivencia no contaba con el apoyo de la tecnología.

Sandra, a unos cuatro metros por delante de él, dio un furibundo golpe de pala y obligó al kayak a bordear una roca. Evan se preparó: la nube de espuma que caía constantemente sobre su cara le impedía anticiparse a las condiciones del terreno, así que procuró no perder de vista la otra embarcación e imitar exactamente todos sus movimientos. Sandra colocó la pala contra la roca, bloqueó un segundo el cauce mientras su lancha se sumergía bajo la corriente. Entonces soltó la presa y ejecutó un gracioso salto hacia delante, como un tapón de corcho saliendo catapultado del agua, que la colocó de nuevo lejos de las rocas.

Evan la imitó, pero no pudo evitar tragar algo de agua. Notó un suave golpe de remo en la espalda.

—Inspira aire, no te preocupes —dijo la joven, escorando hasta él—. ¡Ah!

—¿Eh…? ¡Oh, perdona! —exclamó el soldado, mirando en otra dirección. Era imposible llevar las gafas oscuras mientras navegaban a esa velocidad.

—No importa. ¿Ves eso?

La joven señaló una entalladura que obligaba al río a aplastarse y buscar rutas alternativas de flujo. Evan frunció el ceño.

—Lo veo.

—Es nuestro primer obstáculo importante. El río no puede continuar a la misma velocidad e intenta saltar hacia arriba, remontando el arrecife. Vamos a tener que sortearlo por allí —hizo un gesto con el remo hacia una corriente anexa que bordeaba la entalladura, más errática y ondulada pero mucho menos veloz. Al llegar al cuello de botella que suponía el estrechamiento de dos paredes de granito, el cauce se desbordaba de la cuenca y tomaba dos rumbos diferentes y paralelos.

—Son cauces muy estrechos. No creo que podamos mantenernos los dos en el mismo. Podría atropellarte de improviso en cualquier acelerón.

—Pues creo que lo mejor será ir cada uno por un lado. Ambos afluentes van a desembocar al mismo sitio tras los riscos.

—De acuerdo. Pero ponte la mascarilla. Estaremos en contacto a través de la radio.

Sandra asintió y, colocándose la máscara de filtrado de aire sobre el rostro, espoleó a su puntiagudo caballo hacia las rocas. Evan la siguió hasta el momento en que el río comenzaba a descender una enconada pendiente, acelerando cada vez más, y vio la nube de vapor de agua que surgía del lugar donde la furia de la corriente chocaba de bruces contra la impasible resistencia de la montaña.

El kayak de su compañera fue el primero en descender. Evan se ajustó la mascarilla, esperó unos instantes, y de un golpe de remo se lanzó tras ella.

Los dos cayeron casi verticalmente durante veinte metros, volando sobre la espuma del río y adquiriendo velocidad. El trampolín de agua se volvió cóncavo gradualmente, lanzándolos en direcciones opuestas. Evan perdió de vista a la muchacha tras estrellarse contra una pared de espuma, tras la cual se escondía un recodo del camino. Aterrorizado (la emoción era tan intensa que no podía describirla de otro modo), clavó la pala en el agua y levantó la rodilla, obligando a la embarcación a girar. El kayak levantó tanto la proa que Evan se encontró de repente con los pies por encima de la cabeza. Él tiraba hacia atrás y el río hacia delante, a la muerte en las rocas. La turbulenta corriente arrastraba consigo multitud de guijarros y diminutos cantos rodados, haciéndolos entrechocar y propulsándolos por el aire hasta una altura de varios metros. El basalto que recubría la base del farallón de piedra mostraba signos de un rápido desgaste que podría desembocar en cualquier momento en un desprendimiento general.

Evan se mantuvo unos segundos aguantando el equilibrio con la lancha en vertical, hasta que su eje de gravedad varió con el reflujo y la embarcación cayó hacia delante. Un golpe sordo y estaba avanzando bajo el agua, el cielo convertido en un maremoto de espumas y rompientes.

La lancha trató de subir pero él no la dejó: aún podía aguantar y ganar unos metros más bajo la superficie. Sin embargo, el cálculo le salió mal. Se dio cuenta tarde, cuando la quilla ya entraba en un tonel que le colocaría boca abajo.

Frenético, trató de recobrar la horizontalidad. Su mochila pesaba demasiado y no era un peso muy hidrodinámico. Picando de proa, alzó las manos por encima de la cabeza y buscó golpear el lecho del río. Ya no sabía qué dirección era arriba; lanzó furiosos manotazos a la nada, viendo sombras difusas que corrían peligrosamente cerca de su cabeza, y de repente encontró tierra.

El remo se clavó en algo parecido a un inconsistente montón de gravilla. Evan golpeó de nuevo y encontró una mínima resistencia: la reacción lo catapultó hacia la zona de agua clara, dando vueltas en espiral mientras el menor peso de la lancha buscaba su lugar en el equilibrio hidrodinámico de la corriente.

No supo cómo, de repente estuvo fuera del agua. Y otra vez dentro. Aunque no podría asfixiarse —aún llevaba puesta la máscara—, cualquier golpe contra el margen de la cuenca resultaría fatal.

Al poco rato, logró mantener la lancha estable. Remaba enardecidamente, atravesando murallas blancas y espumosas. Tras una de éstas, el río desapareció.

Evan gritó. El kayak perdió apoyo y voló por los aires una distancia indeterminada, cayendo por una cascada muchos metros hasta encontrar de nuevo el agua, donde se clavó como un proyectil.

Evan salió a la superficie y palpó la lancha para asegurarse que aún la tenía debajo. Estaba. Con furia, la obligó a abandonar el cauce principal y, en un remanso de tranquilidad que apareció entre unos troncos flotantes, miró hacia atrás.

Había rebasado la entalladura saltando por la cascada principal.

En algún momento de su alocado periplo submarino debía de haber regresado a la corriente central, y se había lanzado hacia la cascada creyendo que aún permanecía en el tributario.

Era increíble que aún siguiera vivo. Se disponía a comprobar el equipo cuando vio a Sandra en la lejanía. La joven estaba salvando los últimos meandros del afluente y se acercaba a él con lentitud. El soldado agitó una mano en el aire, gritando:

—¡Sandra, aquí!

—¡Au! —dijo una voz junto a su oído. La silueta de la chica se llevó una mano a la cabeza—. No hace falta que grites, te oigo perfectamente. ¿Cómo has llegado antes que yo?

Se giró mirando a la cascada.

—Es una larga historia.

Se reunieron en el cauce principal y entrechocaron los remos a modo de saludo. La expresión de la joven, sin embargo, se congeló en un rictus de preocupación.

—¿Qué ocurre? —se extrañó Evan. Luego miró a su espalda, y vio que la mochila, aquella donde guardaba el instrumental que Sturglass les había prestado para intentar reactivar la antena de la nave, estaba rasgada y había perdido gran parte de su contenido.