Capítulo 16
Stellan Sorensen, antiguo Caballero de Su Majestad Imperial y director en funciones de la Oficina de Administración, el desaparecido Servicio Secreto de Delos, se arrastraba por las ruinas de la capital dejando manchas de sangre a cada paso. Creía estar de pie, pero no podía confiar en sus sentidos para que lo corroboraran; había perdido un brazo, un trozo del cráneo y gran parte del sentido del equilibrio. El suelo algunas veces estaba abajo, otras arriba, y otras golpeándole sin compasión.
Delos había desaparecido. Él no sabía por qué había sobrevivido, tal vez porque el destino quería castigarle por su incompetencia, enseñándole en qué habían acabado todos sus maravillosamente intrincados planes y sus conspiraciones. Se arrastraba a duras penas por lo que antes había sido la Plaza de los Tiempos, un enorme espacio circular poblado de bosques de grupos arquitectónicos de cientos de épocas, en el centro del cual había caído un fragmento de una ciudad flotante, no recordaba su nombre.
Una marea de cemento y acero líquidos había sumergido el paisaje en las entrañas de un tsunami devastador. En los altiplanos del océano de lava fría, en la cresta de sus olas estáticas, podían distinguirse sombras de personas en las más variopintas posiciones, tatuadas sobre la roca por obra del fuego nuclear. A Stellan le hicieron gracia, y se rió a mandíbula batiente de algunas especialmente chinescas.
Hacía horas que había abandonado el refugio de máxima seguridad en las profundidades del subsuelo. Nadie más había sobrevivido, si no contaba los dos soldados que tuvo que matar para que no se lo comieran en busca de alimento, en su largo periplo desde las profundidades. Ahora el sol (¿era el sol, aquello lejano y azul que se adivinaba a través de las nubes de ceniza?) le quemaba los párpados. No, eso no. Es que no tenía párpados. Volvió a reír, histérico, esta vez de sí mismo, de su patética estampa.
El hongo nuclear había desaparecido, pero sólo parcialmente: donde antes se ubicaba el Palacio Imperial, ahora se levantaba una columna de humo retorcido y extrañamente inmóvil, de medio kilómetro de espesor. Parecía el fotograma congelado de un acontecimiento cercano y terrible. De su interior manaban rayos de luz como una flor esférica y hermosa, solidificada en el tiempo por alguna clase de magia misteriosa.
Algo le impulsaba a caminar hacia aquel lugar, algo impreciso que palpitaba tras su nuca susurrándole cosas obscenas.
Entonces escuchó el ruido.
Hasta ese momento no había notado lo estruendoso del silencio reinante. Ni siquiera las escasas gotas de lluvia putrefacta que flotaban en el ambiente llegaban a emitir ningún sonido cuando chocaban contra la tierra. El aire parecía tan castigado que había perdido la facultad de transmitir los sonidos.
Pero aquello había sido un jadeo.
Stellan corrió-rodó tan aprisa como sus sinapsis pudieron coordinar: Cruzó la planicie de cemento, rodeada de una cordillera de edificios arrojados por los aires e incrustados unos en otros, y se ocultó como pudo entre los escombros. No quería mirar qué clase de horrible monstruo podía querer alimentarse de él allí arriba. En las catacumbas era comprensible que los supervivientes, famélicos y enfermos por la radiación, se devorasen unos a otros en un loco intento por prolongar aún más su vida y su sufrimiento. Pero en la superficie… Nada humano podía haber quedado sobre las calles.
El ruido se aproximaba. Eran pasos, pasos irregulares como los suyos pero firmes y decididos. Temblando de miedo, Stellan, el pobre viejo del cráneo calcinado, se arrastró hacia el interior de uno de los edificios, perdiéndose en un paisaje expresionista sin orden ni coherencia. Pisó algo que crujía; una alfombra de esqueletos de todos los tamaños que se deshacían en polvo bajo sus pies. Stellan estornudó y trató de cubrirse con ellos, de pasar desapercibido como un cadáver más.
El ser entró en el edificio. Era un hombre, o al menos tenía aspecto humanoide. Las sombras ocultaban su rostro, pero había algo en su perfil, algo que Stellan no pudo identificar, que lo volvía estremecedor.
La cosa husmeó el aire y realizó algunos movimientos incoherentes, sin significado, como agitar la cabeza en una dirección varias veces o elevar una mano para no llevarla a ninguna parte.
Stellan no respiraba, no se movía, rezaba a alguna potencia cuyo nombre no recordaba, pero la cosa no se movió. De cerca recordaba el cuerpo de un hombre joven extrañamente deformado, con un volumen muy irregular en todos sus miembros, como si dentro de ellos hubiera algo más.
De repente se volvió hacia él. Stellan no pudo contener un grito; la cosa se acercó con un movimiento tan deforme como su cabeza, y se inclinó, acercándose al ex Consejero. El horror de Stellan no encontró límites cuando aquel rostro se aproximó a la luz.
Le conocía. Era Gabriel, el sobrino de la duquesa Cordelia Liara Gruvendal, Madre Regidora del Teleuteron, muerta (junto con Moriani y tantos otros) en el transcurso de la Convolución. El joven tampoco había sobrevivido… o al menos no del todo. Estaba completamente recubierto de una piel que eran sólo llagas y sangre coagulada. No tenía pelo, y la parte derecha de su cuerpo se atrofiaba progresivamente hasta culminar en un muñón retorcido al extremo de su brazo, algo negruzco y supurante que un día fue una mano.
Pero lo que verdaderamente hizo gritar de terror a Stellan fue el constatar que, tal y como había adivinado, en su cuerpo había dos. Dos Gabriel, coincidentes en el tiempo y unidos por las aberrantes energías de la Convolución, el poder mnémico podrido que manaba de la flor de luz y que alteraba grotescamente la realidad.
Su rostro se le acercó. Eran un par de Gabriel, metidos uno dentro del otro pero sin encajar del todo; la mandíbula de uno compartía dos conjuntos de dientes, los pómulos estaban hinchados como bolsas inútiles de carne, y se descolgaban y pudrían por efecto de la radiación mientras tres ojos le contemplaban desde la frente.
Pero Stellan sabía que era él. Lo sabía en lo más profundo de su estropeado corazón. Y le tendió una mano cuando el joven suplicó ayuda.
—Dios santo… —murmuró con infinita compasión. Gabriel le cercenó un fragmento de carne de un mordisco, y él aulló de dolor.
Mientras masticaba, y mirándole como si el cuerpo físico del Consejero ya no revirtiera la menor importancia, el otrora bello querubín susurró:
—DdEeBeMmOoSs PpRrOoSsEeGgUuliRr CcAaMmIiNnOo.
—¿Q… qué…?
—ÉéLl NnOoSs EeSsTtÁá LlAaMmAaNnDdOo.
Stellan se puso en pie arrastrándose en ¿horizontal? por la pared. El engendro salió primero, indicando el camino. Con la sangre del mordisco aún chorreando sobre sus pantalones, el Consejero gimió tratando de estabilizar el mundo a cada paso, siguiendo el rastro del joven.
Ambos caminaron durante horas juntos, acercándose progresivamente a la flor de luz.
Cuando llegaron a sus postrimerías, Stellan vio que no estaban solos; había millones de personas, todas tatuadas como instantáneas de ceniza sobre el suelo medio derretido. Y le miraban, saludándole con manos de pocos dedos y ademanes estáticos. Sus cabezas mezclaban los contornos, formando burlas indescifrables que traían risas desde el infierno, llantos esquizofrénicos y horribles sentimientos de lástima hacia él. Por estar allí, por haber sobrevivido. Stellan quería morir allí mismo, unirse a ellos para no seguir soportando la locura, pero era demasiado tarde.
Siguiendo a GgAaBrliEeLl, escaló la falda de una montaña de lava sólida, dejando manchas de sangre cada vez que se apoyaba en su mano mutilada para constatar el sentido de la gravedad.
En la cima de la ladera, al pie de la grandiosa flor de luz, había alguien.
Era una Sombra, pero también un ser humano. El joven teleuterano llegó hasta él y se postró a sus pies, dejando que el aura de oscuridad que manaba de la figura le bañara en una suerte de bendición corrupta. El ser, un varón cuyos rasgos Stellan conocía bien, ignoró al muchacho hasta que el Consejero coronó la cima de la ladera. Entonces lo mató, desmembrándolo sin moverse siquiera, esparciendo sus vísceras y su sangre sobre el viejo en un intento de lavar la suciedad que rezumaban sus heridas.
Stellan no se dio cuenta de que aquello viscoso que empañaba su visión era la sangre del muchacho hasta que se miró sus manos y las vio teñidas de rojo. Su estómago trató de volver a vomitar, pero ya no quedaba nada allí dentro que restase por salir a la luz.
Stellan elevó la vista hacia el Dios Oscuro, al hombre que había dentro de él, y le reconoció. Tembloroso, dibujó una sonrisa en sus cuarteados labios y alzó una mano para tocarle. La Sombra se retiró a su contacto, observándole con curiosidad entomológica, como si aquel nuevo espécimen fuese digno de estudio.
Esa sensación sólo duró unos segundos. Luego las risas de Stellan Sorensen se apagaron de golpe.
* * *
A diez mil kilómetros por encima de las nubes de la atmósfera terrestre, un disco de sesenta mil metros de diámetro iniciaba su particular amanecer asomándose tímidamente hacia el sol por encima de la curva de la Tierra. A su alrededor, vigilantes como colmenas de abejas guardianas, centenares de naves de combate se mantenían a la expectativa mientras una pinaza descendía sobre el eje del coloso.
La Hayama-Lindemberg estaba construida como un doble disco parabólico a partir de un núcleo de rotación, la Estación Prometeo, un complejo desde el que circulaba hacia y desde el planeta un flujo compacto de doscientos millones de terabytes por segundo de información digital, la Línea Rápida, la autopista de datos que mantenía unidos en tiempo real todos los mundos del Imperio. Ahora que ni Delos ni el antiguo Emperador existían, ese flujo se había incrementado drásticamente a quinientos mil millones.
Evan supo de la densidad de flujo por los informes que los administradores de la vasta antena tenían la delicadeza de comunicarle. Desde todos los enclaves humanos de todas las ciudades de todos los mundos, cada ciudadano exigía saber qué demonios pasaba, y cuántos de los innumerables rumores y versiones diferentes de lo que ocurría en Delos eran ciertos. El soldado se maravilló ante la idea de lo unida que estaba en verdad la especie gracias a la tecnología, y lo difícil que era contarles a todos la verdad: que un planeta ya había caído, y que si una maniobra absurdamente loca en la que habían depositado todas sus esperanzas fallaba, le seguirían muchos más. La Sombra se extendería a través del Metacampo a tal velocidad en cuanto se recuperase del golpe inicial, que no habría lugar suficientemente lejano en el cosmos donde esconderse.
Evan sacudió lentamente la cabeza. Qué estupidez. ¿Cómo se había metido él en todo aquel follón? ¿Por qué demonios el destino se empeñaba en reírse de su suerte?
La pinaza tomó tierra en la pista de aterrizaje de la estación con un leve bamboleo. Las compuertas se abrieron y Evan se reunió con un grupo de casi un centenar de científicos, escoltas y teleuteranos que le esperaban en el hangar. Saludó militarmente a un coronel y juntos caminaron hacia el interior, al eje de rotación de la estructura, seguidos por la marabunta de gente. Todos parecían tremendamente ocupados y concentrados.
—Veo que ya se ha puesto la armadura —dijo el coronel, examinándole con ojo crítico—. ¿Cómo se encuentra?
—Bien —contestó el soldado, poniéndose correctamente el cuello del ajustado traje de tela que recubría por completo su cuerpo—. Es muy ligera. ¿Qué nivel de blindaje puede alcanzar?
—Campos de contención de potencia veintiséis. Nada menor que una bomba de neutrones o un impacto directo de un haz de hadrones podría perforarla. Este modelo es nuevo, de todas formas; incluye una endodermis protectora de reactividad mnémica, conectada con los generadores externos de campo. Si usted siente subconscientemente un ataque desde el Metacampo, antes de que pueda identificarlo la armadura ya se estará defendiendo.
—Perfecto —asintió Evan, cruzando un anillo de gravedad. El siguiente nivel resultó estar aún más lleno de gente que el anterior—. ¿Tengo movimiento en 3D?
—Podrá volar durante saltos EV de no más de un minuto con entera libertad de movimientos. El traje inyectará los estimulantes proteínicos en sus músculos y racimos nerviosos regularmente; con eso ganará un veinte por ciento más de velocidad de actuación y densidad de reflejos. —El coronel le abrió una puerta que daba a un pequeño despacho, justo en el eje de rotación de la estructura—. Pero lo más importante es que dispone de una potencia informática ilimitada. Los sensores inteligentes del traje estarán conectados por LR con la Ultralínea, y a su vez con los implantes situados en el córtex superior de su cerebro. Si piensa en cualquier cosa, el árbol de IAs le suministrará instantáneamente toda la información que poseamos sobre ello. Usted mismo puede decidir la amplitud de los filtros; no queremos que se sobrecargue de datos en algún instante crítico.
—Muy bien. Hola, Sandra.
La joven se giró para verle llegar, y corrió a abrazarle con ternura.
—¿Y esto a qué viene? —se extrañó Evan. Ella le dio un coscorrón—. ¡Ay!
—Es posiblemente la última vez que pueda hacerlo, tonto. ¿Conoces al general Vasui?
—Le vi en la reunión —asintió Evan, estrechando la mano del militar. La sala de planificación antes había sido un comedor, el lugar más amplio en metros cuadrados de que disponía la estación, pero la cantidad de gente allí reunida lo hacía muy pequeño. Además de una docena de altos cargos del Ejército y la Armada, Evan distinguió a un grupo de capellanes teleuteranos de alto nivel y varios civiles a quienes presumió expertos en informática y comunicaciones taquiónicas. Los saludó a todos, añadiendo:
—Es un placer, general. ¿Se sabe algo ya de los mundos exteriores?
—Empezamos a recibir noticias. Muchos han sido castigados por la Sombra. Al no tener nuestra capacidad de defensa, sus bajas humanas y materiales se han multiplicado drásticamente. Incluso hemos perdido algunos sistemas, como Damasco.
—¿Damasco? —se sorprendió Evan, pero pensó que era lógico; la Sombra había surgido repentinamente de las mentes de todos los conectados a la Ciudad Pascalina. En el mundo de los sueños, con millones de mentes en línea suspendidas en conexiones Alma, debió haber sido un desastre.
—¿Se sabe algo de Delos?
—Estamos vigilando su superficie desde ultravínculos recursivos. Aparte del acelerado crecimiento de la Sombra nada parece haber cambiado. Los núcleos de población están demasiado dispersos como para que podamos sacar a todos los supervivientes de golpe.
—¿Y el Palacio?
—Hemos visto movimiento en sus alrededores en las últimas doce horas —resumió el general, inclinándose sobre la mesa. Un proyector portátil extendió una imagen tridimensional sobre su superficie. Todos distinguieron la Flor de Luz y nubes errantes de polvo y lluvia radiactiva coloreados en verde a su alrededor. Era el centro de la explosión que el rayo del Lyrae había desencadenado sobre la capital, congelada en el tiempo por fuerzas misteriosas. En su interior aún se distinguía escasamente la diminuta silueta del Emperador, con su forma de gárgola esbozada por las manos de un niño.
—Es increíble.
—Seguramente no disponía de fuerza para evitar la detonación, así que se refugió en su interior. Está vivo, y a la vez ya ha muerto. Como una partícula subatómica: no se puede determinar su estado sin observarla directamente.
—Y para ello tenemos que bajar ahí. ¿Qué es eso? —preguntó Evan, señalando un punto en la periferia. Vasui se inclinó sobre el holograma.
—Eso es lo que detectamos. Parece un ser humano. Varón, diría yo a juzgar por las proporciones. Ha matado usando una mnémica muy poderosa a los pocos supervivientes que quedaban en un radio de cincuenta kilómetros alrededor del enclave del palacio.
—¿Un guardián? —se interesó Sandra. Vasui asintió.
—Eso parece. O un recurso automático de defensa con forma antropoide. Esto demuestra que en los alrededores de la Flor aún sigue funcionando la mnémica activa.
—Está bien. ¿Cuándo empezaremos?
—Estamos orbitando justo sobre Greenwich. A partir de las doce treinta en punto, dentro de unos cincuenta minutos, la llamaremos estrategia Prometeo. La Emperatriz tendrá que partir antes.
Sandra asintió.
—¿Cómo piensas ir hacia el futuro? —inquirió Evan. Ella le miró.
—Usando la LR.
—¿La Línea Rápida? —Evan frunció el ceño—. Creía que no se podía codificar materia en los haces de taquiones. ¿No sería mejor coger una nave y acelerar?
—Es más o menos lo que voy a hacer —dijo ella. Pero pese a su fachada autocontrolada, no parecía estar muy convencida—. Me embarcaré en una nave y aceleraré, pero no en una convencional. Digamos que es una… cobertura especial, hecha de partículas temporalmente inestables. Como los incursores esculpidos enteramente en campos de fuerza, pero a un nivel de fluctuaciones de quarks que me permitirán viajar en el tiempo.
Evan alzó las cejas, asombrado.
—¿Eso existe?
—Ahora sí —concluyó la joven, enigmática. Uno de los capellanes teleuteranos se adelantó e hizo una reverencia.
—Las trampas de Schrödinger están preparadas Debemos descargarlas al cerebro de su Alteza antes de que pierdan pureza en las mentes de nuestros Vagabundos del Sueño —informó con agrura.
—¿Trampas? —dudó Sandra.
—Momentos de coherencia real. Puede que en su carrera hacia el futuro necesite hacer algunas pausas, ya sea para descansar o reorganizar sus pensamientos. En cada trampa ondulatoria de Schrödinger hay codificado un entorno tranquilo, físicamente estable: una playa, una cabaña… Como oasis de realidad, a los que podrá recurrir si el nivel de caos a su alrededor aumenta excesivamente respecto a las protecciones de su… «nave». Debemos inyectarlas ya en su cerebro, antes de que pierdan cohesión, para que se adapten bien a su esquema frenológico.
—Comprendo.
—Está bien —suspiró Evan, mirando a todos los presentes—. Creo que no queda nada más que decir.
—Salgamos pues —sugirió el general, y cedió el paso a la Emperatriz para que liderase la comitiva.
Una esclusa les llevó directamente al exterior. Caminaron sobre el mosaico de hexágonos de la enorme antena, respirando un volumen de aire previsto para apenas un par de horas. La región protegida por los campos de fuerza tenía casi mil metros cuadrados, y estaba llena de robots de seguridad, técnicos civiles y militares y hologramas de ayudantes virtuales, que traían al plano físico algo de la complejidad del mundo virtual. Una LA con forma de dragón de escamas azules pivotaba extendiendo sus alas en torno al repetidor central de la Hayama-Lindemberg, coordinando los esfuerzos de todos los técnicos sobre el corazón de la potente emisora de taquiones.
En una parcela delimitada por líneas dibujadas en el suelo, los teleuteranos se colocaban en los vértices de crípticos organigramas mnémicos, dejando el centro libre para la joven monarca. Al verlos, Sandra contuvo un temblor.
Evan colocó una mano en su hombro para tranquilizarla. De reojo descubrió una plataforma de metal que proyectaba un campo de fuerza particular, de unos dos metros de diámetro, en cuyo interior flotaba mansamente una mujer vestida con un uniforme de capitán de navío. Hacia ella se acercaba lentamente el capitán Luis Nesses.
Evan arrugó la frente, fijándose en la mujer.
—¿Qué es eso?
—Mi nave espacial —aclaró Sandra, dejándose conducir por el capellán hacia el grupo de teleuteranos.
Cuando pasaba junto a uno de los expertos en telecomunicaciones, la joven advirtió que el hombre, muy alterado, consultaba un informe horario en una terminal flotante. Por la insignia de su traje, Sandra imaginó que sería uno de los encargados de controlar el inmenso flujo de datos que había que liberar del canal principal de la antena para realizar el «lanzamiento», el momento en que las enviarían a Elena y a ella envueltas en un disparo LR de gran potencia. Las IAs y los controladores venían tratando de abrir un hueco de diez segundos en el flujo digital desde hacía horas. Teniendo en cuenta que las pérdidas económicas se cifraban en miles de millones de blasones ya no por segundos, sino por porcentajes de ancho de banda perdidos en ese tiempo, era comprensible que el técnico estuviera nervioso.
Cuando vio que el capitán Nesses se acercaba a la «nave» para hablar, malgastando unos segundos (¡minutos enteros incluso!) que luego habría que recuperar, compuso una expresión dura e intransigente y se lanzó a detenerle. Pero su expresión cambió a la más pura de espanto cuando una mano firme le agarró por el antebrazo y, al volverse para protestar, se encontró con la enérgica mirada de Alejandra.
La joven, uniendo las cejas en una mueca feroz, le susurró:
—Déjales en paz.
—Pe… pero… el presupuesto… —tembló el técnico, cuando fue capaz de articular palabra. Sandra le soltó.
—Al cuerno con el presupuesto. Como alguien les interrumpa lo envío a las minas de Kantra de por vida, ¿entendido?
El hombre movió la cabeza muy rápidamente de arriba abajo. Sonriendo maliciosamente, Sandra completó su camino hasta el círculo de capellanes.
* * *
Luis Nesses no podía creer que Elena estuviera a punto de volver a desaparecer entre las estrellas. Si lo que Vasui y los Capellanes le habían contado era cierto, pretendían fundir a aquella niña insulsa y alocada de Alejandra con un haz de taquiones, y usar a Elena (a su Elena) como ancla que mantuviera su aspecto de ser humano estable y funcional. Era la mayor tontería que había escuchado nunca, pero toda aquella gente se lo estaba tomando tremendamente en serio.
Elena le recibió con una sonrisa cuando le vio acercarse. Nesses se cuadró delante de ella, saludándola como haría con cualquier otro capitán de la flota; los nervios no le daban cancha para nada más. Ella le hizo una seña para que se acercase al campo de fuerza.
Nesses lo hizo, imaginando que iba a tratar de susurrarle algo al oído u otra estampa romántica, pero era que ella no veía bien a tanta distancia. En el interior del campo la luz no se comportaba muy planckianamente.
La joven estaba realmente horrible, con sus cabellos convertidos en ascuas de luz perdiendo coherencia y duplicándose a medida que se alejaban de su cabeza. Además, aunque su nuevo cuerpo no producía ojeras, se la notaba muy cansada y deprimida. Luis le hizo un gesto con la mano, saludándola. Ella abrió la boca y dijo algo que no provocó sonidos.
Luis trató de pegarse al campo, sin tocarla, y gritó por el comunicador:
—¿Qué?
La capitana repitió sus palabras, vocalizando. Luis creyó distinguir una O, una A y el martillazo de una T, pero no estaba seguro.
—¿Qué si falta mucho? —preguntó, comprendiendo—. No, no, dentro de escasos minutos se pondrá en marcha la operación, y…
Elena negó sacudiendo un dedo, y volvió a repetir el mensaje. Nesses imitó con la boca sus movimientos y dijo:
—¡Ah, que cómo va la cosa! Bien, bien…
Ella alzó la vista, resignada. Armándose de paciencia, subrayó cada letra de su frase sobre el campo de fuerza, como quien enseña a leer a un niño. Luis abrió mucho los ojos:
—¡Que cómo estoy yo! —La capitana hizo un gesto de triunfo, sacudiendo los puños—. Muy bien cariño, bueno… todo lo bien que se puede estar en una situación así, ya me entiendes. ¿Y tú?
Elena movió horizontalmente la mano derecha.
—Así así, ya veo. Supongo que a ti te ha tocado la peor parte de este circo, ¿verdad?
Nesses se aproximó todo lo que pudo al campo, ignorando las alarmas preventivas. Rascándose la barbilla, murmuró:
—Parece que tú sí que puedes oírme a mí, así que… bueno, quería decirte algunas cosas. Como no puedes replicar —dijo pícaramente— me voy a explayar todo lo que pueda, y ya me respondes cuando vuelvas, ¿de acuerdo?
El fantasma le urgió a que hablara, tocándose la muñeca izquierda con un par de golpecitos.
—El reloj corre, ya lo sé. Lo que quería decirte es que lo siento muchísimo. Sé que estás en esa situación por mi culpa. Si no me hubiera comportado como un idiota integral en aquel momento…
Elena asintió, confirmándolo: se había portado como un idiota.
—Creo que te vas a ir muy lejos, muchos miles de años hacia el futuro. Estoy seguro de que volverás, pero aún así quiero… ¡maldita sea, qué malo soy con las palabras! —se alzó de hombros—. En fin, si pudiera decirte lo mucho que siento que te vayas, lo mucho que había esperado que nos quedáramos un momento a solas cuando explorábamos el Brazo Espiral. ¿No te parece que el espacio está demasiado lleno de gente?
Elena asintió, completamente de acuerdo.
—He dado tantas órdenes durante toda mi vida que ahora me parecen inútiles. Te ordenaría que te quedases, si eso pudiera obligarte a hacerlo. En fin.
El fantasma miró detrás de Nesses. Los teleuteranos se acercaban ya, con una enfadada Sandra a la cabeza. Elena miró a Luis con ansia; deseosa de que él pronunciase las palabras, se pegó al campo de fuerza. Luis no sabía por dónde empezar.
—Creo que ya se acerca el momento. Debería irme.
Elena negó efusivamente con la cabeza, abriendo mucho los ojos como una niña desconsolada. Empezó a garabatear otras líneas en el campo, pero se detuvo, mirando a la niña-Emperatriz.
Sandra se acercó al capitán, verdaderamente enfadada, y le ordenó:
—Agáchese.
—¿Cómo?
—Que se agache.
Reluctante, Nesses se inclinó hasta ponerse a la altura de la joven.
Esta le propinó un sonoro golpe en la nuca que hizo enrojecer, a todos los presentes.
—¡Imbécil! —imprecó—. Esta puede ser la última vez que os veáis, ella está esperando que se lo digas, y tú corres a esconderte como una niña asustada detrás de tu maldita marcialidad y tus galones. Anda, díselo.
—¿Q… qué? —balbuceó el capitán de crucero, masajeándose la nuca estupefacto.
—Díselo. Es una orden imperial. Ya.
Luis se volvió hacia Elena, tras unos segundos, y, lo más solemnemente que fue capaz bajo aquella presión y la vergüenza que sentía, susurró:
—Te quiero.
—¡Mas alto! —ordenó Sandra, con el mismo tono que habría empleado para mandar ejecutar a alguien.
Nesses gritó:
—¡TE QUIERO, ELENA!
Toda la Hayama-Lindemberg quedó en silencio. Nesses, tan rojo de vergüenza que parecía que se iba a tirar por el borde de la antena, miraba con ojillos asustados en todas direcciones.
Con una lágrima resbalando por sus mejillas, Elena depositó un fugaz beso en el campo de fuerza.
Toda la antena estalló en aplausos y vítores. Intrigada, la IA (el dragón azul) miraba a los extraños humanos y trataba de encontrar sentido a sus reacciones.
Sandra dio a Nesses unos golpecitos en la espalda y, sonriente, le indicó que se retirara. Luis trastabilló y se alejó a paso veloz, sonriendo parcamente a la gente que insistía en aplaudirle.
—Si en las cámaras del sol de la umbría frente de Ida ya no entonan la antigua melodía —recitó Sandra, destrabando los botones de su guerrera—, comencemos.
La joven se desnudó completamente. Los demás técnicos volvieron la cabeza, concentrándose en los últimos detalles de alineación de la antena.
Sandra tiró sus ropas a un lado y tocó el campo con la mano. Débiles fluctuaciones recorrieron su superficie y se entrecruzaron cuando ejerció presión hasta romper la barrera. El campo, semipermeable, se adaptó a su contorno y la dejó pasar. Elena le dio la bienvenida, ayudándola a entrar. Por un momento pareció casi física, colocándose sobre Alejandra y engulléndola, haciendo que su cuerpo la recubriera como un holograma. Al momento, Sandra flotaba en el interior de la esfera envuelta en un traje hecho de Elena.
Los técnicos abrieron los receptores de energía de la matriz, enfocando todo el potencial captador de la antena hacia ellas. Los teleuteranos se concentraron, alineando sus mentes con la difícil sintonización vacía del nuevo Emperador.
Segundos antes de que desaparecieran, ambas mujeres miraron en sentidos diferentes; Alejandra miró hacia la Tierra, cuyo disco perfecto brillaba como una gema azul en el vacío, y pensó en la cantidad de maravillas que aún no había tenido oportunidad de ver.
Elena enfocó su vista en Nesses, que esperaba junto a los militares en la zona de seguridad del edificio central, y como no podía mover ningún miembro para no dejar «fuera» a Sandra, le guiñó un ojo.
Luis levantó la mano para saludar, y al instante las dos mujeres fueron Proyectadas en un difícil salto de cinco metros hasta el receptor de la antena. Convertidas en estática cuántica, visible gracias al imposible estado físico de Elena, salieron disparadas hacia las estrellas.
* * *
—Vaya dos, ¿verdad? —dijo Evan, colocándose junto a Nesses.
—Y que lo diga. —El capitán inspiró con fuerza. El aire dentro del campo de contención se estaba enrareciendo—. Vamos, nosotros tenemos que hacer también un largo viaje y por fuerza iremos más lentos.
Evan siguió al capitán a toda velocidad hacia la pista de embarque. Un transporte les esperaba para llevarlos al Intrépido.
—¿Voy con usted?
Luis asintió.
—Yo mismo pedí llevarle. Para dejarle en el planeta tendremos que acercarnos mucho, adelantando al resto de la Flota. Será peligroso, pero es lo mínimo que puedo hacer.
—¿Por usted o por ella?
Nesses le lanzó una mirada de advertencia, pero contestó:
—Por ella. Usted limítese a pensar en su misión. Ahora estamos todos en sus manos.
—Eso no es lo que me preocupa.
—¿Qué quiere decir?
Evan señaló a las estrellas, hacia donde habían sido disparadas las dos mujeres.
—Ellas son las que lo tienen más difícil, solas en la inmensidad. —Compuso una expresión grave—. Espero que Sandra y los tipos de las Logias sepan lo que están haciendo.