Capítulo 12
El coronel John Connor cruzaba los pasillos del palacio sabiendo que los segundos corrían como saetas en su reloj. Una vez en los sótanos del cuarto nivel atravesó los conjuntos isomorfos de un cristal dinámico de clase seis, exponiendo su identidad a los ojos espía, y penetró en el bunker de las Logias.
El ambiente era febril. La metapresencia se palpaba en aquel domo de doscientos metros de diámetro, colapsado de mística y tecnología. Diversos equipos de vigilantes-Sueño y controladores metaestáticos zumbaban de un lado para otro con atareada celeridad, cerrando arcos de pensadores y completando finos diagramas mnémicos de danzarines en trance. El área había sido dividida en segmentos de geometría cabalística en función de las necesidades de las tres Logias: En la periferia ondulante e integradora se acumulaban los grupos de hilvanación de las Hermanas Bizantynas, cerrados sus anillos con círculos de manos en torno a una gurú central vestida con circuitos y microchips. En los afluentes intermedios flotaban erráticamente Adictos de las Sectas de Soñadores y andróginos perfectos, perdidos en las nieblas de la introspección. En el centro simétrico de la estructura, una Recitadora del Códice del Instituto Eisenstain, la bella Inka, defragmentaba su mente para alinearla con las entradas y salidas que requerían los otros paradigmas.
Connor se aproximó al núcleo central de las Bizantynas, donde esperaba Elizabetha Moriani. Vestía un traje ceremonial blanco con un único símbolo fundamental tatuado sobre su pecho. A su lado flotaba una pantalla en la que se adivinaba el rostro de la pequeña Alejandra, sola y expectante en una habitación lejana. Al coronel le sorprendió ver a la imperturbable Elizabetha secándose unas manos sudorosas.
—Creía que estabais inmunizadas contra la ansiedad —dijo, permaneciendo al límite de la Cábala de rituales. Una docena de adeptas canturreaban letanías de alineación con las armonías del caduco Emperador, que estaba viviendo sus últimos minutos.
—Ah, John —saludó la Madre, besándole en la mejilla—. Perdona que no te atienda, pero estamos muy ocupadas.
—Es una comprobación de rutina. ¿Cómo va todo?
Elizabetha exhaló un bufido.
—Es una locura. Los Arcontes ya están alineados y cimentando la Presencia Gestáltica para cuando se produzca el contacto. Las armonías cotejan de milagro.
—Ya veo. Venía a decirte que lo de De Palma sigue estable.
—No me extraña. Pero mejor es no hablar de ello para no forzar la simetría del Continuo. Bastante lío tenemos ya con la madeja probabilística. La realidad entera se está deformando como un tetrapecto.
—¿Y los candidatos?
—Ay, John, ojalá lo supiéramos. Es algo increíble. Se ha confirmado que Sandra es una polivariante focal. Todos los candidatos parten de ella, pero no son fantasmas. ¡Son personas diferentes! Y hay algo más…
La Madre se acercó a él como para mantener el secreto, aunque era evidente que la excitación de las Logias se debía a un descubrimiento compartido.
—Algo extraordinario ha ocurrido con sus líneas de polivarianza —explicó—. El Emperador había comunicado que el segundo candidato sería un hombre que había fallecido, el pintor Delian Stragoss. Pues bien, su presencia nos ha sido devuelta como imagen de interferencia mnémica en una matriz fundamental IA.
—¿Y el tercer candidato?
—Eso es lo importante. Al principio no existía. ¿Te acuerdas de lo que te conté sobre las conjeturas autorrefutables? En todos nuestros sondeos aparecía como una presencia difusa, algo inconexo. Pero ahora ha tomado forma, empujado por la propia búsqueda del candidato en sí.
—El cazador… —comprendió el coronel, alzando las cejas.
—Exacto. Su transfiguración por sobredosis de un clónico adulterado del gak lo ha convertido en algo… inesperado. Ha estado tanto tiempo alineado con las presencias que le inculcamos para la búsqueda que las ha terminado asumiendo como propias. Su conexión mental con Alejandra es fascinante, completa a todos los niveles. Él también… es ella, si entiendes lo que quiero decir. ¡Polivarianzas con foco único!
—Increíble. Así que la alineación es perfecta.
—Desde antes de comenzar la ceremonia. Pero no te confundas, la única candidata real es Sandra; los otros son meros vehículos de estabilización. Sólo están allí para asegurar la existencia conceptual de ella. ¡Pura inferencia estructural! ¿Recuerdas los trigramas de la versión Eisenstain? Todos los procedimientos están vueltos del revés. Al haberle mentido a Sandra sobre el resultado de los tests estamos forzando su predisposición a conectar con las armonías del Emperador, aunque sea incapaz de sentirlas. Ella cree que verdaderamente hemos encontrado un dato que la confirma como la candidata principal.
—Pero continúa siendo totalmente ajena al Metacampo.
—No reúne ninguno de los requisitos, eso es seguro. Es absolutamente plana, no muestra signos de alteraciones genéticas ni mnemáticas… Jamás la hubiéramos dejado pasar a la segunda fase en una selección normal. Confiamos en que se produzca alguna transfiguración fundamental a lo largo de la propia ceremonia, algo que aún no hemos visto.
—Nos estamos arriesgando mucho, Elizabetha. La ceremonia sólo se puede intentar una vez, y si nos hemos equivocado…
—Y eso no es todo.
—¿Aún hay más?
Moriani endureció la voz.
—Como sabes, el secreto del acto de la Convolución siempre nos ha estado vedado. Su mecánica es interna, encapsulada dentro del grupo convolutivo y sus descendientes. No se puede acceder a él desde fuera ni monitorearlo, en tanto que sus energías son tan poderosas que escapan a las vibraciones del Metacampo que podemos sentir. Pero hoy se ha alterado un detalle.
—¿Y es…?
—La naturaleza del segundo candidato. La presencia de Delian es una entidad consciente, pero alojada en un sustrato físico. La hemos almacenado en los ordenadores de efecto túnel más potentes que tenemos, y desde allí la proyectaremos cuánticamente hacia la región del Metacampo donde va a tener lugar todo el proceso, a través de un grupo de mnemoprocesamiento. La física interna de la Convolución lo necesita para completarse, así que es casi seguro que nos abrirán una puerta desde dentro. De todos modos, el sustrato de la señal sigue siendo una cadena tangible de efectos con imagen en el ordenador; y sus procesos mentales también.
—¿Y eso qué significa? —preguntó el coronel, intrigado. Las manos de la bizantyna volvieron a sudar:
—Que esta vez vamos a poder mirar.
* * *
¿En qué piensa una campesina cuando está a punto de ser coronada? Para la joven Sandra, la respuesta era obvia: en una vía de escape.
Se encontraba en una torre cuya altura rozaba las nubes, en una alcoba vacía salvo por una escribanía de bronce y una tinaja llena de gak, la sustancia prohibida. Su penetrante olor la mareaba.
Vestía un traje de polímeros de metal que parecía estar lleno de estrellas, unas medias de seda codomana y brazaletes que escalaban por sus brazos jugando con formas laberínticas. Desde la terraza, cuyas cortinas mantenía abiertas para dejar pasar el viento, contemplaba aterrada a sus futuros súbditos. El palacio daba al mar, y sobre la superficie de olas congeladas (detenidas sería una palabra más exacta) para la ocasión, caminaban miles de personas entonando hurras y cánticos de felicidad por el inminente advenimiento de su Emperador, que aseguraría otra era de prosperidad para el Imperio. Formaban un semicírculo de docenas de kilómetros en torno a la costa, como si las olas hubieran adquirido como por ensalmo la textura de una avalancha de seres humanos.
Dos ciudades se habían acercado a mirar: Nerea, vagabunda de las costas del Poseidonis, espléndida en su arquitectura de plazas espumosas, torres coralinas y calles que cambiaban su orientación bajo la influencia de extrañas mareas urbanísticas; y Celes, un dantesco pájaro de acero y cemento que navegaba entre acantilados de nubes rompiendo farallones de nimbos con su proa de marfil. Ambas estaban engalanadas con luces, fuego y kilómetros de cintas de colores, sus fronteras ocultas bajo un ejército de ciudadanos que homenajeaban a la Corona con gestos y chillidos fervorosos.
Millones de personas gritaban enfebrecidas su nombre, y Sandra no sabía qué decir. Medio escondida tras las cortinas, su mente era un vacío estupefacto. Agradeció que aún no tuviera que comparecer ante ellos. Le habían comunicado que la ceremonia de Convolución se realizaría ese mismo día, pero no cómo ni cuándo. Ni siquiera sabía dónde estaban el resto de los candidatos, si es que los había. Dios santo. ¿Qué haría cuando tuviese que salir ante toda aquella gente? ¿Acaso habría algún rincón seguro en todo el planeta donde esconderse?
Moriani permanecía en todo momento junto a ella a través de una consola flotante, reconfortándola con su eterna sonrisa de madre y profesora. A su alrededor se atisbaba una gran actividad, que la bizantyna ignoraba para centrarse en su pupila.
—¿Estás bien, Alejandra? —preguntó desde la distancia.
—¡No!
—Es lo que me temía. Pero no te preocupes: todo está planificado al detalle. Tú sólo tienes que seguir las instrucciones que te di.
—¿Pero cómo superaré la Convolución? Nadie me ha explicado en qué consiste, ni qué tendré que hacer una vez haya bebido el gak.
Moriani la tranquilizó.
—Mientras menos sepas del procedimiento, mejor será. Ha de ser todo absolutamente espontáneo. No te preocupes por nada ya sabes que tengo una fe ciega en ti.
Sandra torció los labios en lo que podría haber sido una sonrisa.
—No sabéis cuánto os lo agradezco, de verdad. No quiero defraudar a nadie.
—Y no lo harás.
—¿Qué he de hacer ahora?
Moriani entornó los ojos.
—Sólo permanecer ahí y dejar que los acontecimientos fluyan por sí mismos.
Y desconectó la terminal.
Sólo quedaron Sandra y el resto del planeta. Un busto romo del Emperador, sin facciones y con un único foco a contraluz, proyectaba cuatro sombras diferentes sobre la escribanía.
La joven abrió el puño que mantenía férreamente apretado contra su vientre. En su interior había un mechón de pelo cano, el último recuerdo palpable de su abuelo que aún conservaba. Había muerto hacía… ¿Cuánto tiempo ya? ¿Un mes? ¿Dos? Aún le intrigaban las palabras que le había dirigido en su lecho de muerte: creía haberla visto a ella, a su nieta, visitándole y diciéndole cosas que jamás había pronunciado, una despedida imaginaria que ahora daría lo que fuese por haber protagonizado.
Todo árbol debe sufrir el invierno, le había dicho: Si quiere crecer alto y sano y estar preparado para soportar el siguiente otoño.
Refranes. Se preguntó qué lección le quedaba a ella por aprender de la vida que no hubiera recibido ya.
Una mano se posó en su hombro. Sandra dio un respingo, pero la presencia no la dejó volverse. Notó cómo la vaharada de un aliento en su nuca le ponía los pelos de punta. Antes de que el joven hablara, ella ya le había reconocido: Gabriel, el representante de la Logia Teleuterana.
—Bonito amanecer, ¿no es cierto? —susurró, medio en voz alta medio sugiriendo en sus gestos—. Es algo simbólico. Lástima de esas nubes lejanas que enturbian el horizonte y medio ocultan el sol. ¿Las ves? Desde luego, los dioses no tienen el más mínimo respeto hacia los asuntos de los hombres.
—¿Qué queréis de mí? —exclamó ella, temblando. Las manos de porcelana la mantenían inmóvil sin ejercer presión.
—¿De ti? —Un cloqueo que sonó a chirriar de cadenas—. Ah, pobre pequeña. Si yo te dijese lo que deseo de ti…
Sandra se dio la vuelta con dificultad, y quedó encajada entre el apuesto joven y la tinaja. Estaba vestido con unas gasas livianas que le hacían parecer un mendigo.
—Las pruebas de metaestática han acabado —dijo ella, con toda la calma y gravedad de que disponía—. El grupo de sabios me ha considerado apta para la ceremonia.
—¿Apta? ¿Qué sabrá una ignorante como tú de lo que es ser «apta»?
—Tengo autoridad para…
—Para hacer todo lo que quieras, sí. Es una facultad encomiable, digna de elogio. Y nada más lejos de mis intenciones que obligarte a usarla, princesa —los párpados del ángel no se cerraban nunca, manteniendo una suerte de nexo hipnótico sobre su presa.
—No… no me llame así, por favor.
—Sólo he venido para aportar mi granito de arena a tu instrucción, mi… capítulo de la lección, en el momento adecuado para que lo asimiles.
Sandra vaciló. El pomo de la puerta parecía increíblemente lejano.
—No creo que sea necesario. Y le he dado una orden. Si grito…
El querubín emitió una risa abrupta, como aplastando conchas con la lengua.
—Vaya, vaya. Vislumbro una amenaza en lontananza.
—… La Guardia entrará de inmediato en la habitación.
El joven se encabritó, apretándola aún más contra la tinaja.
—Quiero que te quede clara una cosa, niña: has sido tú quien ha recorrido millones de kilómetros desde el cenagal donde creciste para escuchar estas palabras, ¿me oyes?
Sandra asintió apresuradamente.
—Así que, ¿dispuesta?
Ciertamente, había algo dentro de ella que sufría en la ignorancia, pujando por descubrir cuál era el secreto sobre su ser que aún no le habían revelado. Al fin y al cabo, no quedaría mucho que aprender que Moriani y Kopelsky no la hubieran enseñado ya.
Temerosa de la respuesta, pero sin poder contener la duda, se arriesgó:
—Sí.
De un tremendo golpe, Gabriel la proyectó hacia una esquina de la habitación. Sandra golpeó la pared, dejando en ella una mancha de sangre.
Incapaz de asimilar el dolor ni las razones, trató de ponerse en pie. Gabriel cogió un abrecartas que reposaba encima de la escribanía y, con letal aplicación, lo hundió en el antebrazo de la joven. Un latigazo de dolor recorrió su espina dorsal con la velocidad de un relámpago.
Sandra gritó, su mano temblorosa suspendida en el aire cerca de la herida. Su atacante la sujetó por el cuello:
—Esta es mi lección, princesa: una lección sobre la vida. Espero que no la olvides en lo que te queda de reinado.
Agarrándola por el cabello, el teleuterano sumergió la cabeza de la muchacha en la tinaja llena de gak. Sandra se retorció agónicamente, sintiendo cómo el líquido mojaba su vestido y penetraba por los orificios de su nariz y sus oídos. No pudo evitar tragar una bocanada de aquel líquido denso y embriagador, que afiló de golpe sus sentidos y quemó las puntas de sus nervios.
En un instante, el Gak rozó con púas de acero los sonidos y las sensaciones provenientes del tacto y el gusto, raspando y friccionando contra su percepción hasta llenarla de llagas y arañazos. Vio sus cabellos flotando a su alrededor, dispuestos en un plano por encima de sus ojos como serpientes muertas en un río de sangre. Sus manos aporrearon y arañaron, sus dedos se encresparon, clavándose en la carne y la ropa de su agresor, sin lograr que éste aflojara la presa. Sus pulmones se llenaron de gak, y la visión se empezó a nublar.
Durante un momento, un único y aislado momento en el tiempo, Sandra miró hacia delante, y creyó ver los ojos de una pantera negra que la miraban desde las tinieblas. Luego, en el breve lapso de un latido, desapareció.
Para entonces, Alejandra ya se había dado cuenta de que sus gritos no habían atraído a nadie; que, después de todas las promesas y todas las enseñanzas, ningún soldado acudiría a socorrerla. La puerta de la habitación continuaría cerrada, siempre.
Con un último estertor, la aspirante al trono dejó de respirar.
* * *
—Ya está hecho —dijo la Madre Moriani, desconectando la burbuja de opacidad psíquica. El coronel Connor la miraba con consternación—. Ahora hay que esperar acontecimientos.
* * *
La VI Flota se había desplegado en puntos equidistantes tras la órbita de la segunda luna de Delos, Mitra, sus cruceros y lanzas de batalla ocultas en vínculos por debajo del espacio real. El Puente Único se encontraba en estado de máxima simulación, y como sumatorio de todas las naves de la Flota abarcaba un espacio similar al de dos estadios olímpicos. Era una inmensa llanura digital con cientos de fosos tácticos chispeantes y hordas de iconos virtuales. Los capitanes y sus falsos ayudantes se mantenían a la expectativa, vigilando en silencio las curvas de los informes de anomalías.
La Flota esperaba.
El almirante Francisco De Palma extrajo un pañuelo de la guerrera y secó el sudor de su frente. Mantenía sus ojos fijos en los hologramas, pero su mente estaba lejos, junto a su mujer e hija, en Delos. Su Id vibraba con los ecos de las ponencias mnémicas de su esposa, amplificándolas tanto que a veces el almirante creía haber oído susurrar a Victoria.
Sabía que se estaba arriesgando mucho; los contactos mnémicos bajo Metacampo estaban absolutamente prohibidos, en tanto que creaban «pistas libres» que las aberraciones podían utilizar para recorrer distancias enormes de espacio, proyectándose desde el linde de la Ciudad Pascalina. Todos los miembros de la flota que eran portadores, y el porcentaje era muy alto, habían recibido dragas de inhibición para que sus Ids no lanzaran descargas mnémicas aleatorias a nivel subconsciente.
—Almirante —llamó una voz. Pertenecía a Gundhal Svonn, caudillo de los Guerreros Espíritu, que le saludó desde su nave.
—Me alegro de que estéis aquí —correspondió De Palma—. ¿Cuántas más naves han regresado del grupo Antártida?
—Sólo un crucero, el Intrépido.
—Nesses.
—Sí, más veintiséis naves cuerda y algunos incursores. Salieron de allí los primeros sin escolta.
—Es increíble —el almirante sacudió la cabeza, ponderando el desastre de la invasión. Desde las profundidades del brazo espiral llegaban en un goteo constante naves de la flota de Brawn, despojos erráticos del contingente que habían desplegado para hallar a la Quinta Rama.
Francisco no estaba seguro de que la hubieran encontrado, como había informado Svonn desde el Hipervínculo (su nave era la que había llegado primero al rango de comunicación, rebasando por nanosegundos luz a todas las demás). Si era así, ¿cómo podían los seres humanos generar máquinas compuestas de masa negativa? ¿Cómo controlarlas y, sobre todo, cómo hacer que se reconstruyeran a partir de núcleos mnémicos de población? ¿De dónde demonios sacaban la energía?
No, el origen de aquel extraño enemigo debía ser algo mucho más… tenebroso.
Sujetos al casco de las naves llegaban también colmenas dispersas de tetrapectos, arracimados como manchas de oscuridad semiconsciente. Todas las naves habían sido puestas en cuarentena.
—Asegúrese de haber desinfectado su nave —aconsejó—. Los grupos neurales están analizando las entradas y salidas de frecuencias mnémicas de la Ciudad Pascalina. Si hay cambios actuaremos.
—¿Con qué precisión se puede prever una salida de estas… cosas de la Ciudad? —preguntó Svonn. Ramírez arqueó las cejas, meditando con nervio.
—Cuestión de segundos. Prepare el Látigo de Fuerza para saltar en cuanto reciban la señal; será la primera nave en llegar.
—Aguantaremos hasta que se reúnan todas las Divisiones —confirmó Svonn, y desapareció del Puente, mientras su nave entraba en fase de multisalto. A despecho de la tremenda tensión que eso generaba en los tripulantes, saltarían de Hipervínculo en Hipervínculo por todo el radio de la eclíptica hasta que el enemigo hiciera acto de presencia.
Francisco volvió a pensar en Victoria. Y en Ariadna, su mujer. Las dos estaban en Delos DC, confiando es que él las protegería. Pero su espíritu era un mar de dudas. ¿Cómo podría cumplir esa promesa si ni tan siquiera él estaba seguro de contra qué luchaban? Hasta ese momento el enemigo se había manifestado esporádicamente, sin un plan de batalla específico, tan sólo con ataques enjambre de inusitada eficacia. ¿Qué harían si decidía lanzar un golpe devastador y concentrado?
Todo dependía de la Convolución. Tras sus filas, en el Palacio Residencial, los antiguos Arcontes traspasaban el cetro de su poder a los nuevos aspirantes. En las misteriosas vastedades del Metacampo, un cambio fundamental estaba teniendo lugar mientras ellos vigilaban. Eso era lo único que importaba, por encima de cualquier interés personal o sacrificio. Si el enemigo atacaba e impedía que el nuevo Emperador naciese, el Imperio tocaría a su fin.
Pero si podían aguantar el tiempo suficiente para que la ceremonia se completase…
—Tenemos un contacto —anunció un icono. Al instante todo el Puente se llenó de luz y color como un enorme árbol de Navidad, mientras los diagramas de los fosos se activaban y llenaban de símbolos. Francisco se concentró.
—Denme la posición.
—Grupos neurales en máxima alineación armónica. La anomalía permanece a un nivel muy profundo del Metacampo.
—Todas las estaciones en alerta roja —ordenó con su retumbante voz de oso—. Preparados para atacar al intruso.
* * *
Luis Nesses se unió al Puente Único cuando De Palma dio la última orden. En las horas transcurridas desde que había regresado al espacio einsteiniano, orbitando Delos, su nave había sido analizada hasta el más recóndito centímetro, buscando cualquier nodo de oscuridad que llevaran como polizón. Habían encontrado y destruido cincuenta.
Ahora el Intrépido ocupaba su lugar de nave de gran tonelaje en el anillo defensivo del planeta, justo tras los racimos de bombas congeladas y la esfera de salto R con las macrotaxis exploradoras. Pero Nesses no hacía más que vigilar la pantalla de proximidad, buscando cualquier signo que delatase al Alexander, la nave de Elena, saliendo del Hipervínculo.
Habían iniciado juntos el salto R desde la nebulosa del Caballo, por lo que ambos cruceros deberían haber reingresado en fisicidad estándar casi a la vez. El tiempo de permanencia en los hipertúneles era una función directa de la masa y potencia de desfase cuántico. No había rutas largas o cortas ni obstáculos que sortear: dos naves de idéntica masa y energía tardarían exactamente lo mismo en recorrer el mismo espacio a su través.
Pero Elena no había aparecido.
¿La habrían destruido los tetrapectos? ¿Habrían alterado su función de fisicidad en algún punto del Hipervínculo? Si era así, estaría perdida.
Luis no podía creerlo, no tras lo que ella había hecho por él cuando estaba perdido en el espacio, orbitando la singularidad que había creado las sombras. Si Elena estaba en peligro, ordenaría a su tripulación que se preparara para otro salto y saldría fuera, a buscarla. No importaba cuán grande fuera el espacio; ella estaría allí, en alguna parte.
Entonces se dispararon las alarmas.
* * *
Espasmos de claridad.
Evan Kingdrom, del Principado de Astalus. Soldado, desertor, traidor a su Orden y a la Patria… y hombre de confianza de su majestad imperial, la Arconte Beatriz De León, comisionado para encontrar a su sucesor al trono.
Espasmos de realidad.
Un hospital en Palacio, médicos y enfermeras trabajando para sanar sus heridas de guerra. Para dejarme en condiciones de soportar el interrogatorio, imaginó. Por supuesto, ni la Arconte ni ninguno de los poderes fácticos admitiría jamás su relación con él, ni acudirían como ángeles vengadores a salvarle de las llamas. La hoguera de los justos ardía ya bajo sus pies.
Su ojo izquierdo volvía a funcionar, y los huesos rotos habían soldado; lo sabía por el dolor, el infierno que recorría sus articulaciones aún cuando hacía esfuerzos conscientes por no moverlas. Pero él agradecía el dolor. Había sido su compañero en batallas sin nombre, y le había mantenido vivo y atento en condiciones que habrían destrozado a cualquier hombre. Ahora su viejo amigo le recordaba que seguía con vida, que colgaba del techo de una sala blanca como la nieve sujeto a cables de metal, y que aún tenía una misión que terminar. Había traído al candidato. Había cumplido su parte del trato. Quedaba cobrar su retribución.
Una enfermera, encargada de vigilar la recuperación de su cornea dañada, lo bajó del techo, apartó con agradable ternura la venda que lo cubría y, por alguna razón, comenzó a chillar histéricamente al verse reflejada en sus ojos. Su piel palideció, su pulso entró en una carrera desbocada y luchó por apartar la vista de aquella pupila restablecida por los nanocirujanos.
Cuando la guardia de seguridad entró en la habitación, la dulce joven se había tirado por la ventana.
Espasmos de irrealidad.
* * *
Los diagramas de batalla mostraron cómo una gigantesca sombra ocultaba las estrellas. Acuario, la Osa Menor y Orión desaparecieron tras el enorme disco que se expandía a velocidad relativista más allá de la órbita de la segunda luna.
Todas las naves de la Flota dispararon a la vez las balizas de guiado. Un enjambre de ojivas nucleares de salto R surgió de la panza de los cruceros y desapareció un instante después, para volver a reaparecer junto al disco de negrura y entrar en mareas de reacciones controladas. Miles de novas espontáneas tendieron una tela de luz en el espacio, oscureciendo el infrarrojo, calcinando el ultravioleta y vaporizando gran parte del fenómeno en tormentas de rayos X.
El disco no permaneció coherente: tras el primer contacto se dividió en millones de fragmentos, algunos del tamaño de la luna, otros tan pequeños como granos de arena. Las bombas congeladas y los incursores saltaron a la vez hacia su posición. Para cuando llegaron, dos Látigos de Fuerza Skronn ya habían vaporizado en estallidos cuánticos una región de dos mil kilómetros de arista cuajada de tetrapectos.
Las bombas inteligentes volvieron al estado de fisicidad a medio explotar y crearon túneles nucleares direccionados hacia el centro de la Sombra, a través de los cuales se proyectaron a velocidad cegadora los incursores de energía sólida. No realizaron descargas, pero sus contornos se expandieron como aristas afiladas cargados de la cinética del salto. En medio segundo, sus trayectorias se hicieron visibles en la superficie del disco como dilatados senderos de destrucción.
Los cruceros pesados actuaron a la vez, exponiendo sus cunas de lanzamiento al vacío y liberando proyectiles de alcance planetario. Una enmarañada tela de haces de taquiones y partículas más ligeras que la luz les precedió. Salvas de hadrones en panales de impulsos degenerativos peinaron el espacio ganando masa por segundos, deformando cualquier cuerpo semisólido más pesado que una brizna de materia estelar, y rompiendo bruscamente sus enlaces atómicos. El vacio se licuó, distribuyendo finos haces de polvo en larguísimas madejas de líneas que subrayaban los campos magnéticos de los planetas. El espacio se llenó lentamente de circunferencias; de repente, el conflicto estaba librándose dentro de un gigantesco planetario a escala real.
La energía liberada en tres segundos de batalla hubiera bastado para iluminar todas las ciudades de Delos y la Tierra durante un siglo estándar. De Palma, en el Puente del Perseo, podía apreciar el inmenso despliegue en todas sus escalas: el ataque no sólo se producía a nivel físico, sino en todo el espectro energético conocido. Desde las microondas a los suaves impulsos vibratorios que apelmazaban la frontera con el Hipervínculo, se barría cada segmento de muestreo con feroces haces de igual longitud, apantallando todas las frecuencias con tal violencia que las fluctuaciones brillaban con las descargas de neutrinos del sol. Los grupos de satélites que enlazaban la flota, imposibilitados para transmitir en ninguna forma de radiación conocida, tenían que saltar físicamente hasta cada nave con la quisieran comunicar y, manteniéndose a su lado breves décimas de segundo, escribir literalmente el mensaje en su fuselaje mediante impactos de láser.
Pese a todo, no estaban ganando. El enemigo era numeroso.
De Palma analizó el informe de progresión: en cuatro segundos, doscientos ochenta mil kilómetros cúbicos del disco de sombra habían desaparecido. Los tetrapectos de masa negativa, al recibir los impactos de los rayos o las detonaciones nucleares, cambiaban a alguno de sus cuatro estados de realidad consecutivos, dejando que los otros tres fueran destruidos mientras se refugiaban en el último. Veloces ordenadores calcularon el gasto de energía estimado para vaporizar por completo regiones de tetrapectos de una densidad arbitraria, y estimaron que haría falta una potencia al menos tres veces superior a la desplegada.
El almirante lo sopesó: un volumen tres veces superior. Sólo había un recurso capaz de generar tal cantidad de energía, el cañón RR Lyrae, en la vigésima órbita de geoestación sobre Delos. La diminuta estrella de neutrones parpadeaba en su pantalla, lejos aún del alcance de los tetrapectos, pero algunas ramificaciones del disco ya tomaban ese rumbo.
¿Toman direcciones específicas?
Las sondas exploradoras informaron que la Sombra estaba cambiando, adaptándose a la dinámica del ataque.
—Es inteligente… —observó Francisco, analizando el movimiento. Los tetrapectos dejaron de actuar de forma aislada para convertirse en reflejos de las fuerzas contrarias. Se dispusieron en grupos estructurados divididos en corpúsculos, uno por cada unidad enemiga, adaptándose a su velocidad, patrón y forma de ataque.
Por cada caza de asalto surgía una escuadra de veloces sombras de masa despreciable y gran velocidad, incapaces de generar más de dos estados consecutivos pero de superior maniobrabilidad y destreza que sus aparatos. Los alcanzaban en mitad de cabriolas cerradas de enorme presión y se acoplaban a ellos, fundiendo los blindajes. Las masas mayores de tetrapectos se dirigían hacia los cruceros, lentas pero con muchos estados probables, para resistir grandes cantidades de castigo y alcanzar sus objetivos.
Aquello no podía ser producto de la casualidad. Se estaban enfrentando a una mente inteligente y consciente de los riesgos.
Eso cambiaba muchas cosas.
* * *
En el puente del Intrépido, Nesses vigilaba las incorporaciones de nuevas naves al conflicto. Venían de todas partes: fragmentos de las Divisiones Azul y Naranja de patrulla en el Brazo Espiral; lanceros de Mundo Stygma, naves vivas acabando de nacer de sus astilleros al mismo tiempo que se sumaban a la batalla, y flotillas privadas de las grandes corporaciones mercantiles. Todas aparecían tatuando el espacio con un rosario de destellos de impulsión y haces cuánticos.
Pero ninguna era el Alexander.
—Ojivas liberadas. Hemos agotado todas las cabezas —informó un tripulante. Luis abrió una ventana al puente físico.
—Alcen las pantallas. Preparados para saltar a la cromosfera solar.
Delante y alrededor de los mamparos de proa se alzó una muralla de agua pura, ionizada levemente por los campos de gravitación del crucero. La nave saltó.
La realidad fue retorcida cruelmente por la tecnología que impulsaba el navío. Los colores se invirtieron y los volúmenes dibujaron mapas de sombras fractales, confiriendo una dimensión adicional a lugares pretendidamente planos. Luego, tras un suspiro de alivio, el espacio se curvó una última y dolorosa vez. Las condiciones físicas se normalizaron, los reflejos volvieron a ser lo que eran, y la alarma preventiva dejó de sonar.
La inmensa planicie del Lucifer apareció bajo sus pies. Flotaban a escasos miles de kilómetros de grandiosos flujos de plasma y apocalípticas explosiones nucleares, justo en el centro de una mancha solar. Los campos Riemann mantenían la nave un segundo de ultravínculo por debajo del espacio normal, protegiéndola de la mayoría de las radiaciones, pero las pantallas se resintieron. El calor se convirtió en electricidad y muchos circuitos saltaron por los aires, mientras la nave rompía con su mascarón de proa los furiosos campos de choque de la cromosfera. El escudo de agua, cambiando de color a medida que absorbía letales tormentas de quarks, se evaporaba por momentos.
—Abran el conducto Riemann. Dirijan el vector de trayectoria al centro del disco de Sombra —ordenó Nesses, su cuero cabelludo bañado en sudor. Sus hombres corrían por el puente acatando las órdenes y situándose en sus puestos de aceleración. La maniobra Gundwich, que consistía en abrir puentes Einstein-Rosen en los campos gauss del sol para que arrastraran violentas llamaradas solares, era siempre una operación peligrosa.
Luis desechó las dudas: si se equivocaban, no tendrían tiempo de darse cuenta, simplemente desaparecerían.
Vamos, Elena, ¿dónde estás?
Un segundo después, el capitán dio la orden de penetrar en el Hipervínculo. A través del túnel que el crucero taladró entre las cuatro dimensiones estándar fluyó una llamarada solar cegadora. Se alejó de la estrella a gran velocidad, tratando de alcanzar el lejano extremo esferoidal del túnel, estirándose por millares de kilómetros.
Algunas naves medio destruidas, varadas en mitad del maremágnum, la vieron surgir como un delgado apéndice del Lucifer, y reptar hacia ellos lenta pero inexorablemente como un río de mercurio incandescente. Otros apéndices surgían cabalgados por cruceros pesados desde diferentes regiones de la estrella, confluyendo todos en un mismo punto: el disco de Sombra. Los capitanes y tripulantes de esas naves de motores paralizados se percataban de que les aguardaba una amarga espera de pocas horas hasta lo inevitable.
Ya habían muerto, y lo sabían.
Luis detectó la presencia del Alexander justo tras cerrar el conducto R. Cuando se disponía a confirmarla, los motores sufrieron un impacto inesperado y la nave comenzó a vibrar.
Nesses se sujetó al foso.
—¿Qué ocurre? —gritó.
—Hemos sido alcanzados. Otra nave en aceleración de salto nos ha atravesado limpiamente —dijo alguien. Los diagramas mostraron un corte longitudinal del crucero, perfectamente cilíndrico, que lo cruzaba de parte a parte. Muchas cubiertas estaban expuestas al vacío, pero la nave seguía entera.
—Cierren todos los accesos a los niveles afectados. Y estén preparados para una reinserción en el contingente central. Debemos ocupar nuestro puesto en…
Luis vio el Alexander, o eso le pareció. Era un punto en el radar, una muesca alargada con el mismo esquema infrarrojo de un crucero de batalla. Inmediatamente ordenó variar el rumbo.
—Bienvenida de nuevo, cariño.
* * *
De Palma ordenó saltar hasta la órbita del Lyrae. Al momento, el Perseo se hizo visible al límite de los potentísimos campos de treinta millones de g.
La madeja de cintas de metal líquido que los cortaban describía órbitas frenéticas, mandando energía a los acumuladores. La potencia almacenada en ellos era inmensurable. Si daba la orden de desatarla en un único disparo apuntado al centro de la singularidad, la detonación bastaría para consumir al menos el treinta por ciento de la nube. Pero sus fuerzas estaban mezcladas con el enemigo; naves, cruceros, transportes… todos serían pulverizados. Millones de vidas a cambio de la victoria.
Francisco volvió a su axioma favorito: Cualquier esfuerzo, cualquier sacrificio vaticinable. El Imperio vale más que la suma de sus habitantes.
Su mano tembló cerca del disparador.
Pero una duda le atenazaba. ¿Qué era lo que estaba generando el disco? El nuevo capellán teleuterano del Intrépido, Gunhis Ahl (que se mantenía junto a él a pesar de los saltos), había sido el único que presenció la singularidad de la nebulosa Crino en el momento de la transfiguración.
—La fuente de potencia que está alimentando al disco es obviamente psíquica —informó Ahl—. Proviene del Metacampo, desde un nivel de alineación idéntico al que usa la mecánica de la proyección para transportar materia, por lo que opino que está recogiendo masa de una o varias partes del Universo y concentrándola o quemándola para crear esas cosas.
—¿Dónde puede estar el generador, físicamente?
El capellán sacudió la cabeza.
—No lejos. La potencia necesaria para manejar energía negativa es tan enorme que incluso la Presencia —indudablemente se refería al Emperador—, tendría problemas para hacer algo así desde muy lejos. Creo… —dudó—… creo que debe estar muy cerca, yo diría que en algún lugar donde pueda rodearse de múltiples conexiones al Metacampo, en un nexo potente y muy activo.
De Palma sostuvo un segundo su diestra sobre el disparador, una luz de color rojo suspendida cerca de su mano. Las cintas que canalizarían el inmenso caudal de energía de la estrella estaban dispuestas en un plano exactamente perpendicular al núcleo del disco de sombra.
Apuntando a su corazón.
—¿En la proximidad de múltiples conexiones? —repitió. Un pensamiento aleteaba en su cabeza.
El núcleo no podía estar en el espacio abierto, ni cerca de la flota. Múltiples conexiones con el Metacampo exigían enlaces mnémicos directos, funcionales. De miles de personas, como…
Un nexo potente y activo.
Francisco se envaró.
Miró hacia Delos. Había tetrapectos a nivel suelo, surgiendo por todas partes en torno a la capital. Enormes masas oscuras tentaculadas que sobrepasaban la atmósfera brillaban en los sensores, serpenteando por encima de las nubes del planeta. Las fuerzas de choque de la Infantería los combatían desesperadamente, sin posibilidades de victoria. Desde el espacio parecían núcleos oscuros de huracanes, con remolinos de nubes danzando a su alrededor.
Y todos partían del Palacio del Emperador.
Dios mío, musitó Francisco, adivinando quién era realmente el generador de la Sombra.
Sus hombres aguardaban, expectantes, desde todos los rincones del Puente Único, ahora oscurecido en muchos lugares. Su dedo se acercó al disparador, temblando ligeramente. El axioma reverberó en su mente, pero sus manos se negaban a ejecutar la orden: había demasiadas dudas.
En destellos de ámbar, un avisador parpadeó brevemente cuando los tetrapectos alcanzaron el Lyrae.
* * *
Sandra vagaba perdida en la niebla. Estaba medio desnuda y hacía frío; abrazándose a sí misma, trató de mitigar los temblores que recorrían sus músculos y dientes, sin resultado. Su piel estaba azul como el hielo.
Caminaba desde hacía un tiempo indeterminado por una inmensa llanura gris. No había cielo ni estrellas, estaba absolutamente vacía de todo contenido salvo una tenue luz en el horizonte. Temblando, la joven obligó a sus piernas a dar otro paso, siempre hacia poniente, siempre hacia la luz.
Estornudó, arropándose en una raída capa de terciopelo. De su frente cayó un copo de nieve. Extrañada, lo recogió en su mano y lo examinó. Era un trozo de cielo brillante, irregular, como la pieza angular de un puzzle. ¿Estaba cayéndose la bóveda celeste en piezas?
Sandra la aplastó, pero enseguida vinieron más. Era toda una constelación, lloviendo de la bruma, tintineando sobre sus grises cabellos y cubriéndola con un manto de cálida luz. El frío comenzó a remitir, y Sandra sonrió.
—¡Qué maravilla! —exclamó. Su voz era antigua como el mundo.
Una partícula tintineó en su pecho y preguntó:
—*¿Quién eres tú, que apareces en medio del camino hacia no-tiempo?*
—¿Qué es no-tiempo?, pensó ella.
—*No-tiempo es aquí y ahora.*
—¿Pero qué sois vosotros?
—*Cada uno de nosotros somos todos, huyendo del final del tiempo, cayendo hacia atrás buscando la redención. Cada uno de nosotros en la palestra.*
Sandra dudó, siguiendo el lento fluir de los copos en aras de la brisa. Sorteó una muralla y bajó una colina.
—Pero no lo entiendo. ¿Por qué nos hacéis esto? ¿Por qué estáis dentro de nuestras mentes?
—*El no-tiempo es el lugar en que todo confluye. Caemos hacia atrás a su través desde lugares inmemoriales, buscando, permutando, suplicando, borrando antiguos caminos y creando otros nuevos, para encontrar la Respuesta.*
—¿Qué respuesta?
—*La Respuesta. Todos nosotros en vuestras mentes, permutando.*
Siguieron adelante.
—Pero vosotros no existís. Sois sueños, fantasmas del inconsciente. Sueños que soñamos nosotros.
Los Ids rieron.
—*Ah, pobre humana. ¿Cómo puedes estar tan segura de que no eres tú quien nos imaginas a nosotros?*
Sandra no contestó.
La luz estaba muy cerca entonces, y estaba hecha de personas: Moriani, Kopelsky, los Arcontes. Sentados en sillares de piedra y vestidos como marionetas, hilos de sangre perforando sus muñecas y perdiéndose en el infinita Todos sonreían. La pequeña Sandra iba a acercarse a ellos, cuando los Copos gritaron:
—*¡No lo hagas! ¡Huye!*
—¿Por qué? Ellos son mis padres ahora.
Ellos te mataron.
Sandrita salvó la distancia que la separaba de las marionetas graciosamente y esperó a que reaccionaran. Ya era hora de la nana y la cuna. ¿A qué estaban esperando? Ah, claro, la canción. Nunca se iba a la cama sin una canción. Esta noche quería una nueva, distinta. Los Copos no lo entendían. En la cuna hacía calor.
—¡No os vayáis, por favor! ¡Quedaos conmigo!
Pero los Copos huían, volando raudos en el viento. Sandrita corrió, persiguiéndoles, llamándoles a gritos. ¡Esperadme, esperadme!
Los Ids se deslizaron a través de un túnel hecho de imágenes congeladas, hacia el futuro.
Sandra los vio huir a un lugar cercano pero distante, un lugar que sólo existiría cuando ellos llegaran allí. El túnel permaneció abierto, como una invitación para que ella lo cruzase. La joven dudó, acercándose temerosa a la boca del pasillo de imágenes.
Entonces vio al hombre. De pie, en la niebla. Sin piel ni huesos, sólo carne podrida llena de agujeros y heridas supurantes. Observándola en silencio desde una atalaya de malignidad.
Sandra se detuvo y lloró, llamando a sus padres, pero nadie respondió. El fantasma avanzó hacia ella, tendiendo las manos, suplicante. Los dientes de la niña volvieron a castañetear. Estaba sola de nuevo.
El fantasma llegó a su lado y se inclinó para besarla: era un anciano decrépito, con una herida en el pecho de la que surgían llamas y lamentos.
Sandra, ¿por qué me mataste?, acusó Silus.
—¡No te conozco!, se defendió la niña.
Y echó a correr por no-tiempo (Tú me has matado, eres una asesina, una traidora, abandonaste a tu gente y ahora los matarás y te bañarás en su sangre puta asesina maldita traidora) de vuelta a la calidez, a los brazos de los Arcontes. Allí estaban, sentados en tronos de huesos humanos, tendiéndole sus manos carmesíes. Moriani sonreía y asentía con la cabeza tétricamente, concediendo su beneplácito (a tus padres a todos tus compatriotas eres peor que los que violaron a tu madre y descuartizaron a tu padre y arrojaron sus cenizas al lago, eres una puta despiadada).
Sandra se lanzó a los pies de la regia balaustrada donde reposaba el trono tetracéfalo, chillando, suplicando. La Arconte la contempló desde las alturas con piedad, su compañero la atrajo hacia sí con amor. Moriani y los miembros de las Logias abrían sus bocas estupefactos, contemplando el espectáculo, embargados por el indescriptible éxtasis del conocimiento.
Ya no había rastro de los Copos por ninguna parte. El fantasma se paró un momento ante el trono y sacudió su cabeza, triste y amargado. Soltó una carcajada, mientras su carne se desprendía en coágulos de terror.
—Desaparece, abominación —exhortó una Sandra adulta—. No sé quién eres, desconozco tu nombre.
Santa Alejandra resistió la tentación. Aleluya.
Maldita zorra. Yo te llamaba mi nieta. Ahora eres menos que nada.
—¿Qué dices? No te recuerdo.
Pero sí le recordaba. Llevaba haciéndolo años, desde que era una niña y se convirtió en Dios. No en un dios mitológico y olvidado, sino en Dios, el Único y Grandísimo, el más grande que jamás hubiese sido venerado, y sólo su ignorancia primeriza o su latente humanidad ponían freno a lo que Su voluntad podía hacer con el Universo.
—No, eso nunca ocurrió —dictaminó, y fue verdad. Y el espíritu de su abuelo cayó para siempre en las nieblas del abismo.
Te vendiste por nada.
Dios se vuelve hacia los Arcontes, enjutos y momificados, buscando la única respuesta que no encuentra en Su infinita sabiduría, pero los monarcas callan.
Se gira hacia Moriani, y nota la leve sombra de una duda en su semblante. Algo va mal, algo que no está bien.
—Vosotros no le matasteis, ¿verdad? —preguntó Sandrita, asustada, y la Madre Moriani le dedicó su compasión—. No fuisteis vosotros. Dime que no es…
—Es cierto —afirmó la bizantyna, y algo murió en el interior de la pequeña.
La Alejandra adolescente se le acercó por detrás y, agarrando su cuello con infinita ternura, lo partió en dos de un ademán. El cuerpecito de la niña se desplomó, fundiéndose con la tierra, transformado en gusanos y escarabajos. Santa Alejandra elevó la vista a los cielos, y llovió sangre sobre el mundo, su llanto astillando la cordura de los que fueron capaces de oírlo, sus lágrimas cayendo como espadas.
Una onda expansiva limpió la bruma, segó los contactos mnémicos y aplastó las cabezas de los exploradores de las Logias, invisibles en la niebla; sus cerebros estallaron, sus cuerpos se deformaron, sus gritos colmaron la llanura. Miles de cadáveres aparecieron cubriendo la tierra y flotando en el aire. Los Arcontes lloraron sangre, y se desplomaron sin caer de sus tronos de cadáveres.
Moriani, sacudida por las náuseas del potente Metacontacto, entreabrió sus párpados y en un espasmo de terror vio cómo un gigantesco pie desnudo bajaba desde el firmamento y aplastaba a Alejandra. El pie se prolongaba durante años luz, acabando en dos muslos que parecían cordilleras separando placas continentales, un abdomen que cubría con su sombra las nubes, dos pechos de niña que derramaban jugos como océanos de hiel.
Desencajado de terror, el rictus de agonía que fuera el rostro de Elizabetha Moriani giró para ver cómo el Gigante se posaba sobre brazos y piernas, y, avanzando como un animal leguas enteras, se inclinaba sobre el atrio de los Emperadores, y abría su boca dejando entrever una fosa oceánica escoltada por dos hileras de colmillos faraónicos, ancestrales. Los ojos de Sandra estaban allí, en alguna parte, ocultos detrás de la demencia.
Lentamente, apresó entre sus fauces al Arconte Vladimir, y comenzó a masticarlo, destrozando su cuerpecito diminuto entre chorros de sangre y mares de lágrimas.
A pesar de sus intentos por arañarse la cara para destrozarse los ojos y dejar de ver, Moriani no pudo apartar su atención del nuevo Emperador mientras devoraba a su predecesor.
* * *
Un grupo de sombras se había asido a la madeja de los acumuladores del Lyrae y estaba exfoliándola. Los cazas se acercaron todo lo posible al campo gauss y dispararon haces certeros contra los tetrapectos.
Algunos aparatos, volando en órbitas demasiado excéntricas, cayeron en el pozo de gravedad y fueron comprimidos brutalmente en una veloz caída hacía el núcleo. Los propios rayos se desviaban cabalgando los campos magnéticos y raras veces daban en el blanco, pero la madeja aún aguantaba.
En el crucero comandante, Francisco permanecía en silencio, paralizado por la incertidumbre. Sus oficiales le urgían a tomar una decisión:
—Debemos actuar de inmediato —decía el general Vladim, en un portentoso salto LR en tiempo real desde la Estación Tierra—. Si vamos a disparar, este es el momento; la madeja está a punto de quebrarse.
—El disco aumenta de tamaño —coreó Ira Santángel, coronel de mnemotécnicas—. Unos segundos más y habrá engullido toda la flota. Almirante, si hemos localizado el foco generador, debemos disparar ya.
Pero Francisco no estaba allí. Estaba con su mujer, y su hija, a millones de kilómetros de distancia, en la superficie de Delos. Había reencuadrado el haz para que impactara justo en el centro de la capital; el lugar desde donde se estaba generando la Aberración.
Y ellas estaban allí.
El caudillo Svonn, su imagen parpadeando por las interferencias (estática temporal, pensó Francisco; la cuerda probabilística se tensa), apareció a su lado. Algo grave le había ocurrido a su Látigo de Fuerza, porque estaba ligeramente encorvado y la sangre manaba de su espalda.
—Almirante, la situación es crítica —jadeó—. Los apéndices del segmento principal están independizándose del resto, formando nuevos discos. Dentro de unos minutos habrá docenas de blancos. Nuestro Látigo gemelo ya ha caído.
Francisco le miró, sus facciones congeladas en la duda. Sólo había tristeza en sus ojos, tristeza y comprensión tardías: la Flota por él comandada no había podido evitar que el enemigo atravesara el cordón. Millones de personas habían depositado sus esperanzas en él, el héroe de Delos, ganador de cien batallas, creyendo ingenuamente que jamás les fallaría. Que la Flota era invencible.
Y su familia seguía allí, confiando en que les protegería de todo mal.
Cerrando los ojos, desenfundó su arma reglamentaria, la apoyó en su sien, y apretó el disparador que lanzaría el potente disparo del púlsar hacia Delos DC.
Luis Nesses vio el haz surgir de la estrella y atravesar el campo de batalla en dirección al planeta. Un grito silencioso se congeló en su cara.
El rayo trazó un vector carmesí a través de la batalla, atravesándolo todo a su paso: naves aliadas, pecios destrozados y tetrapectos. Todas las naves que estaban a menos de dos mil metros del haz explotaron, aureolando su trayecto con una espiral de despojos.
Antes de que Nesses pudiera concebir siquiera un plan para detenerlo, el rayo ya había recorrido un cuarto de su camino hacia el planeta.
* * *
Evan decidió escapar justo después de que la monstruosa onda psíquica de la muerte del antiguo Emperador arrasara con las instalaciones, matando al resto de los doctores y pacientes del hospital.
Con los ojos ardiendo de dolor, se descolgó de los cables que lo sujetaban al techo y comprobó sin excesivo éxito que su sentido del equilibrio aún funcionaba. Trastabillando casi a cada paso, desnudó el cadáver de un guardia de seguridad y se vistió. Tuvo que apartar sus dedos agarrotados de una pistola para llevársela.
Le llevó casi treinta minutos encontrar el núcleo intacto del palacio siguiendo la estela de cadáveres. No había nada vivo: personas, animales, plantas… todo había sucumbido a la brutal explosión invisible. Pero… ¿por qué él continuaba allí? Las dudas no hacían sino incrementar su horrible migraña.
Atravesó con prisa largos pasillos de plexiglás que habían explotado, cubriendo el mármol del pavimento con una alfombra de cristales. Diversos incendios se propagaban rápidamente por las paredes, calcinando cuadros y tapices de siglos de antigüedad. Varios robots multípodos le apuntaron con sus armas y tuvo que esconderse o desviarse por senderos alternativos, ya que disparaban indiscriminadamente contra todo lo que se moviera.
Desde las ventanas podía ver que las torres de Medici se habían derrumbado al fallar sus campos sustentores, y las enormes campanas góticas de San Pedro yacían clavadas en los jardines fractales, habiendo caído como meteoros sobre las cabezas de los espectadores. De la inmensa ciudad que se levantaba detrás, el soldado sólo llegó a ver que de algunas zonas esporádicas surgían montañas de oscuridad tentacular, monstruos como el que había visto devorando la Ciudad Pascalina. Alrededor de ellos continuaba la lucha, pero en las inmediaciones del palacio todo estaba muerto.
Un destello llamó su atención. A través de las escasas nubes que poblaban el cielo se distinguían tenues relámpagos, vectores de reentrada y haces de hiperconos, cubriendo áreas de millares de kilómetros en saltos secuenciales: Una batalla en el espacio.
Se combate entre los cuatro mundos interiores, dedujo. No, eso ya pasó. Estoy viendo la batalla de hace diez o quince minutos.
Continuó avanzando. Tras sortear una inmensa puerta de seguridad escalando una montaña de cuerpos, llegó al anfiteatro de la Convolución. Varios robots multípodos custodiaban el perímetro, pero sus movimientos eran erráticos. Sus torretas a veces le seguían, otras apuntaban a la nada y disparaban. El soldado puso mucho cuidado en no cruzar su línea de visión, escudándose con cada fragmento de las torres derruidas hasta que se colocó a sus espaldas.
Un fuerte olor a ozono emanaba de la gran explanada interior a las seis torres del Homenaje, núcleo de la Casa del Emperador, en cuyo centro flotaba el cuerpo de una niña. Estaba vestida con un traje de fiesta manchado de algo denso y pegajoso. Se había recluido a una posición fetal. Con los cabellos danzando en el aire como sedas manchadas, levitaba a un metro del pavimento.
A su alrededor descansaban radialmente un centenar de cadáveres, las cabezas reventadas, los miembros agarrotados, las ropas desgarradas, dispuestos como troncos de árboles caídos en torno al lugar de una violenta explosión.
Sólo había dos supervivientes, encerrados en casi extintas burbujas de opacidad: la Arconte Beatriz, que se convulsionaba presa de violentos espasmos musculares, y la imagen proyectada del padre de Fedra, Delian Stragoss, aún bajo su aspecto de rey medieval. Pero, por horrible que hubiese sido la suerte de cualquiera de los presentes, aún lo era más la de una mujer (en realidad no podía estar seguro de que aquello hubiese sido una mujer, aparte de por sus ropas), que yacía literalmente esparcida por toda la plaza. Recordaba los símbolos que, bajo la capa de sangre y vísceras, aún se distinguían en su túnica: era la que le había hecho tomar el gak en presencia de la deoEmperatriz, la Madre Moriani. El inmenso poder parecía haberse cebado en ella, no dejando sino manchas en el pavimento.
El soldado ignoró los cadáveres y se acercó a la niña. No salía de su asombro; era la misma que se le había aparecido en sueños, la que le había salvado la vida en Damasco. Aquella joven era…
Una mancha de oscuridad se arremolinó en torno a sus pies. Evan sintió un frío intenso. La Sombra le tanteó, ensortijando los corruptos zarcillos en sus botas, examinándole con curiosidad. Partía de la impronta que la joven había dejado en la tierra, una red de tentáculos sin sustancia que susurraban al moverse.
El soldado tembló. Cuando sus dedos rozaron la piel de la niña, ésta abrió los ojos. Su rostro estaba deformado por la presencia del Mal puro, en sus pupilas inyectadas en sangre no había compasión ni entendimiento. Pero, inexplicablemente, él no tenía miedo. Voluntariamente se sumergió en la zona de penumbra que la presencia del Monstruo blindaba de la luz.
La muñeca rugió, abriendo sus fauces como si de una dentellada pudiera arrancarle la cabeza. Pero no lo hizo.
La sombra lo rodeó y acabó por envolverle por completo. Evan, respirando con firmeza, salvó la distancia que le separaba de Sandra y la besó suavemente en los labios.
La joven gimió y retrocedió imperceptiblemente.
—¿Quién… quién eres…? —preguntó, confundida.
—Tú —respondió Evan.
La niña se perdió en sus pupilas. Parecía estar viendo muchas cosas. Al cabo de una eternidad, las lágrimas manaron de sus ojos y giró la cabeza, avergonzada.
—Sácame de aquí —susurró, y dejó fluir el llanto sin prisa, como si el tiempo se hubiese congelado y nada más importara.
Evan la recogió en sus brazos, y la cúpula de oscuridad que los rodeaba se abrió como pétalos floreciendo a un nuevo amanecer.
Algo caía desde el cielo hacia ellos a gran velocidad.
—Ya es demasiado tarde —dijo el soldado con calma, limpiando aquellas tímidas lágrimas con los dedos—. No sabes cuánto me hubiera gustado conocerte.
Le dio apenas tiempo de trasladar su atención a los cielos cuando una luz increíblemente pura lo sumió todo en un vacío resplandeciente.
* * *
El rayo de la estrella de neutrones golpeó Delos DC a las diecinueve horas del veintidós de octubre de 6632 del n3, en mitad de una plácida tarde de otoño. Atravesó la capa de nubes difuminándolas radialmente como velos de humo e impactó justo sobre el Palacio Residencial, generando una flor de luz de un kilómetro de espesor.
El anillo interior de la urbe desapareció bajo la ola de calor de este primer segundo de reacción, calcinándose hasta que la piedra que sostenía los edificios se licuó y fluyó como lava mezclada con metal. La onda de energía se concentró, contrayéndose como un animal herido mientras cambiaba de color hacia el rojo, y atrajo una nube de partículas ionizadas ultraveloces de una circunferencia equivalente a la mitad del planeta, condensándolas y acelerándolas en una espiral de resonancia energética, hasta que el núcleo de la flor pesó más que la presión del flujo entrante, y explotó con la fuerza de cien bombas nucleares.
La onda expansiva avanzó a ras de suelo y sublimó un radio de diez manzanas, comprimiendo una pared de aire de diez mil toneladas de presión a una velocidad seis veces superior a la del sonido. Edificios, estadios, domos, puentes, astropuertos y barrios enteros volaron por los aires, disgregándose en sus componentes más elementales. Los inmensos tetrapectos que surgían de los núcleos de población, las naves que los combatían y los millones de ciudadanos portadores que vomitaban fragmentos de la presencia del Emperador de sus cabezas, todos se volatilizaron, a medida que la onda los alcanzaba y sus estados cuánticos se superponían.
En salvas de cientos de millones, los ciudadanos de Delos y los visitantes que habían acudido para la ceremonia explotaron en huracanes de cenizas y huellas de cuerpos tatuadas en el cemento. Celes, la ciudad aérea, se astilló en pedazos que llovieron sobre su complementaria Nerea como gotas de lluvia hechas de torres y edificios.
Con la muerte masiva de los cerebros de los seres sintientes y los Ids que albergaban, todos los accesos a la Ciudad Pascalina se cerraron de golpe, cauterizando los nodos de conexión al Metacampo como heridas expuestas a un acero candente. Las mentes que no pudieron abandonar el plano psíquico antes de la desconexión quedaron atrapadas entre dos mundos, cayendo como almas vagabundas hacia una nada llena de gritos de inocentes.
La mujer y la hija de diez años del almirante Francisco De Palma estaban huyendo de una turba de gente aterrorizada cuando la onda los alcanzó. La madre tuvo tiempo de asimilar el fogonazo; su hija ni siquiera supo qué le quemó las pupilas antes de estallar en una nube de asbestos.
Y, en el segundo siguiente a la gran detonación, Evan seguía allí, abrazado al frágil cuerpo de Alejandra, apretando los párpados con fuerza.
* * *
Cuando tuvo valor para abrirlos, el corazón le dio un vuelco.
Se encontraba en la base de un enorme cono de tierra que giraba a gran velocidad y se elevaba hacia el cielo, el núcleo de un hongo atómico de un kilómetro de altura, que absorbía la materia circundante de las capas superiores del manto y la arrojaba hacia arriba. El estruendo era silencioso; los sonidos se habían vuelto dúctiles, maleables. La propia luz avanzaba despacio, refractándose como si el aire fuese más denso que el agua. La explosión parecía haberse congelado justo sobre el palacio en una enorme flor de luz.
A su lado estaba la sombra que había crecido alrededor de la pequeña Sandra. Se había desligado de ella, y formaba una entidad independiente, porosa y cambiante, con forma ligeramente humanoide. El holovóder de Delian flotaba a su lado, impertérrito, como si contemplara el espectáculo desde otro nivel de realidad.
Evan contempló acongojado al recién nacido Emperador, el Id de Sandra hecho carne, retorcido de dolor bajo las astillas de energía mnémica que aún manaban del Metacampo. Se movía muy despacio, en tirones de gravedad, igual que les ocurría a ellos: era como si el tiempo se hubiese detenido formando una burbuja que les protegía del armagedón.
Vacilante, el soldado se acercó a la Aberración, levantó la mano en que llevaba la pequeña pistola, y se dispuso a apretar el gatillo. Pero cuando la energía estaba a punto de surgir del cañón, una mano apareció a su lado y le detuvo con suavidad. Pertenecía a otra Sandra, más adulta que la que llevaba en sus brazos.
—No —susurró, con una voz que parecía reverberar en lugares lejanos—. No tenéis tiempo. La burbuja se vendrá abajo si permanecéis aquí. Debéis iros.
Evan la contempló sin fuerzas para sentir emociones. Era Sandra, pero parecía venir de otro tiempo y lugar. Su mano derecha había perdido un dedo.
Sin esperar una respuesta, la mujer fantasmal desapareció, proyectándose lejos de allí con sus cuatro pasajeros: Evan, la joven Sandra, el holograma del pintor muerto y la ex-Arconte Beatriz de León.
Cuando se hubieron marchado, ya nada vivo quedó en el centro del huracán de destrucción. La Sombra, retorciéndose de dolor, cambió de forma varias veces, como si no supiera cuál sería su fase de estabilidad final, hasta que se concretó en una imagen de contornos desdibujados, ingenuos y apresurados como el dibujo de un niño.
Una infantil gárgola de alas membranosas.