Capítulo 14
Encontraron un recodo relativamente tranquilo donde varar las lanchas, e hicieron recuento del material. El balance era desesperanzador:
—Hemos perdido las tarjetas de chips y los reguladores de voltaje. Y la batería de silicio está inservible —farfulló Sandra, colocando las piezas que quedaban sobre la tierra. En sus ojos se adivinaba el desánimo, pero aún no había sugerido el regreso.
—¿Qué nos queda, entonces? —preguntó Evan, sintiendo que la culpa era toda suya.
—Bueno, tenemos la caja de resonancias magnéticas y un kit de herramientas. Eso podría bastar para alinear la antena y mandar el mensaje, siempre que sus sistemas no estén muy dañados… Maldita sea.
Tiró una placa de chips al agua, siguiéndola con impotencia con la mirada mientras se hundía. Evan sacudió la cabeza.
—Oye, lo siento. Es culpa mía. Si no hubiera volcado en los rápidos…
Sandra levantó una mano, pidiendo silencio.
—No quiero oír ninguna disculpa nunca más. En los últimos meses sólo he escuchado disculpas por todo. Estoy harta de las explicaciones de la gente. Ofréceme una solución en lugar de gastar saliva lamentando las cosas que ocurren.
Evan asintió. La joven le miró a los ojos, pero primero se aseguró que llevaba las gafas puestas.
—Está bien. Según mi punto de vista, tenemos dos opciones —dijo el soldado, con voz grave—. La trivial es volver, reponer el material y gastar otro par de días llegando hasta aquí. Tardaríamos más tiempo pero eliminamos el riesgo de fallo en la antena.
—No me gusta. ¿Y la otra?
—La otra es seguir a pesar de todo. Lo que estamos buscando es el anillo de carga de un Mikoru-Spencer, ¿no? Eso es un almacén de repuestos en sí mismo; en caso de que la antena haya quedado totalmente destruida, aún podríamos usar el material de la propia nave para reconstruirla.
—¿Tú sabes algo de electrónica de alto nivel? —preguntó Sandra, arrugando la frente—. Porque yo no tengo ni idea.
Evan se puso en pie.
—Algo, pero de manera muy elemental. De todas formas allí habrá robots de reparaciones. Es poco probable que el depósito de robótica no estuviera blindado, y haya sufrido excesivos daños en el aterrizaje. No nos será difícil reactivar alguno con un programa experto que nos ayude en el trabajo.
Sandra perdió la vista en las cascadas, absorta en sus pensamientos. No le gustaba arriesgarse tanto al giro de una carta favorable, pero aún menos quería malgastar tiempo: la posibilidad de que alguna nave que estuviese de patrulla en la periferia cuando se produjo el colapso de Delos estuviese ahora regresando al Cúmulo Central era amplia. Que pasasen cerca de Esperanza en su larga carrera por averiguar qué les había ocurrido a sus familias en el mundo madre, muchísimo más escasa. Cuanto antes enviaran la señal de auxilio, más posibilidades tendrían de que algún comerciante alejado de las rutas habituales la recibiese.
Miró hacia los picos gemelos Keys y Morgana, su primer destino. Una densa nube amarillenta surgía desde detrás de su contorno, abrazándolos como una garra de gas venenoso. Los alisios benignos del Ecuador no estaban soplando con fuerza ese año; si seguía así, el frente de aire respirable se diluiría muy rápido sobre el emplazamiento de la nave, y aunque pudieran poner en marcha el transmisor y radiar el mensaje, no podrían escapar a tiempo de las nubes de gases no terraformados. Morirían asfixiados a un tiro de piedra de la victoria.
—Seguiremos —dictaminó la joven—. Dentro de unos días ese frente tormentoso estará tan cerca del río que no nos dejará salir. Es ahora o nunca. Ganaremos tiempo si en lugar de seguir por el río acortamos campo a través por esos desfiladeros.
—Seguiremos —convino el soldado, recogiendo los bártulos del suelo. Sandra extrajo de su mochila el misterioso paquete de tubos que él la había visto empacar en el pueblo, y lo desenrolló. Esparció nueve fragmentos cilíndricos de metal plateado, acabados todos en rosca. Poco a poco los fue uniendo hasta formar una sola vara de poco más de tres metros de longitud. El segmento central tenía un control de clave voltaica, ahora emplazado en conductividad cero. La joven la sostuvo en alto, comprobando el perfecto equilibrado de su arquitectura.
—Es la vara de domar tormentas que usaba mi abuelo —aclaró—. Nos será útil cuando crucemos los yacimientos de ferrita de los picos gemelos. A esas alturas siempre hay huracanes electroestáticos.
Evan asintió y, cargándose los bártulos más pesados a la espalda, siguió a Sandra sendero arriba, dejando los kayaks abandonados en la ribera.
* * *
Escalaron durante un día entero, luego hicieron una pausa para dormir en lo alto de una atalaya desde donde se dominaban los valles de escorrentía anexos al río, y prosiguieron con las primeras luces del amanecer.
Sandra avanzaba con presteza, explorando nuevos senderos y adelantándose a mirar cada vez que había que escoger camino. Evan aguardaba sudoroso en retaguardia, esperando con las mochilas en el suelo hasta que ella regresaba con buenas o malas noticias, y luego proseguían. No le molestaba llevar todo el peso; su fuerza física era muy superior a la de la chiquilla, y aunque no hubiera sido así su profundo entrenamiento zen le permitía aguantar grandes dosis de castigo sin pestañear.
El estrecho y profundo valle del Keys apareció al atardecer del segundo día. Era una caída a pelo tras unos riscos que partía la cordillera en dos, muy peligroso de escalar y aún más de descender. Sandra estudió el terreno someramente y escupió una flema.
—Por aquí no podemos bajar. Vamos a tener que rodear todo el valle.
—Eso nos va a llevar seis horas más —calculó Evan, no quejándose sino exponiendo los hechos. Sandra se colocó a su espalda y le ayudó a quitarse las correas de las mochilas. Unas profundas marcas rojizas recubiertas de sudor tatuaban su piel. Sandra se quitó los guantes de escalada, y comenzó a masajearle con las manos desnudas. El sudor del soldado constituía un perfecto lubricante.
—Uhhh —suspiró él, cerrando los ojos. Ella sonrió.
—Sienta bien, ¿verdad?
—Es el paraíso. Un poquito más a la izquierda… perfecto…
—Debería haberme traído otra vara para ti.
—¿Qué son esos chismes? —se interesó Evan, escondiendo la cabeza entre los brazos para que toda la ancha espalda quedara a disposición de la chica.
—Claves de luz. Las usamos para canalizar los rayos que caen a tierra durante una tormenta y encerrarlos en lámparas de cristal. Circunstancialmente, también sirven para mantener el equilibrio.
Evan parpadeó.
—¿Y no es peligroso?
Sandra rió musicalmente.
—Bastante, pero no piensas mucho en ello cuando estás ahí, bajo el vientre tenebroso de la bestia. Tan solo te dejas llevar por su ritmo, alzas la espada y esperas a que te lance su mejor golpe. El resto viene por sí solo.
—Ya… parece muy poético.
—Lo es.
Un pinzamiento sobre sus vértebras hizo crujir algunos huesos. Evan apretó los párpados, saboreando el placer del verdadero masaje, el que produce dolor antes del gozo.
—¿Has pensado alguna vez en qué vas a hacer si todo esto termina bien? Quiero decir…
—Si sobrevivimos, ya. Le he dado bastantes vueltas en las últimas semanas, sobre todo los días previos a la Convolución —otro tirón—. Creo que ya no podré volver, haga lo que haga. Mi antigua vida murió con aquel disparo que casi mata a mi abuelo.
—¿Cómo era?
—¿Silus?
—Oh… lo siento —se envaró Evan, dándose cuenta del temblor en la voz de la chica.
—No me importa hablar de ello. De hecho lo necesito —suspiró—. Era un gran hombre. Fue explorador, pendenciero, pastor, cartógrafo, mujeriego… Y me crió a base de golpes de sabiduría que seguramente se iba inventando sobre la marcha.
—¿Cómo cuáles?
Sandra volvió a colocarle la camisa en su sitio y se secó las manos.
—Una vez habíamos salido a cazar unos cuantos rayos entre estas montañas. Era la primera vez que me dejaba hacerlo a mí, y estaba tan asustado que casi rompió su promesa.
—¿Promesa de qué?
—De dejarme hacerlo. Creo que me habría cabreado realmente si no me hubiese dejado a solas sobre aquella montaña, temblando de miedo y esperando con la vara en ristre —los ojos de Sandra brillaron—. Él conocía bien el genio que me gastaba yo cuando era niña. Era una verdadera diablesa, intragable e insoportable. —Se sentó, mirando los picos gemelos—. Así que se apartó, rezando para que la descarga no me calcinara, y yo levanté la lanza. La bestia me correspondió y descargó un rayo increíblemente potente sobre la montaña. Silus me dijo luego que estuve a punto de morir. Yo grité de puro terror, me hice pis encima y sentí que mi pelo se alzaba hasta ponerse de punta. Pero aguanté. Mantuve enhiesta la vara y conduje el maldito rayo a su vasija. Jamás lo olvidaré.
Evan acercó una mano con suavidad y recogió una lágrima que había caído de los profundos ojos azules de la chica. Ella permaneció con la vista clavada en las cimas nubosas, donde salpicaban los tímidos destellos de una tormenta eléctrica.
—No sé cómo explicarlo, pero… siempre he asociado la felicidad con esos momentos tan extraños. Para mí, el ser feliz, verdaderamente feliz, es un sentimiento emparejado a las noches de lluvia y viento y relámpagos. Mientras el resto del mundo corre despavorido y se esconde bajo las sábanas, temblando de miedo por el sonido de los truenos…
Sandra calló, inmersa en sus recuerdos. Evan la dejó a solas unos minutos, mientras recogía los bártulos. Corría un viento fuerte desde el norte que no les favorecía en absoluto. Preparó las máscaras de oxígeno y esperó a que Alejandra le siguiera sendero abajo, hacia el exterior del valle.
* * *
—¡Allí está! —señaló el soldado. El cuerpo enfundado en una mortaja de nubes del pico Keys se alzaba frente a ellos, a escasos cuatrocientos metros. Entre éste y la siguiente montaña, la invisible Morgana, se abría una caldera cuajada de gases nocivos, vientos capaces de arrancar árboles de la ladera gris y arcos voltaicos de docenas de metros de anchura.
—Tendremos que bajar por ahí —gritó Sandra, para que se la escuchase por encima del rugido del viento. Estaba agarrada a un saliente rocoso, a un metro escaso del abismo. La falda de la montaña nacía de la nada en algún lugar indeterminado bajo el manto de nubes.
—¡No! Es demasiado peligroso. ¿Qué demonios son esas descargas?
Un arco eléctrico unió las laderas del Keys y su gemela en un destello ascendente de cientos de metros. Sandra aferró con fuerza su vara.
—Estas rocas están cimentadas sobre vetas de ferrita. El rozamiento de las partículas que lleva la tormenta genera tanta electricidad como para iluminar Aemonis.
—Pues qué bien —gruñó el soldado. El aparato eléctrico de los anticiclones de Esperanza le sobrecogía. Más allá de las zonas templadas del Ecuador, el planeta se vengaba de su conquista por el hombre y retornaba con furia a anteriores estadios de su ciclo geológico. Evan sintió que hasta ahora había vivido una ilusión, una versión edulcorada de la geología del planeta; aquella era la verdadera cara de Esperanza.
Desde su posición sólo veía un camino para sortear el valle sin introducirse directamente en la niebla, y era escalando un saliente de afiladas lascas por el que no enviaría ni a su peor enemigo. Haciéndole una señal a Sandra, se colocó la mascarilla.
—Comencemos a agotar recursos. ¿Me oyes bien ahora?
—Perfectamente —dijo ella—. ¿Qué hacemos?
—Sígueme.
El soldado saltó sobre un saliente y continuó trepando. El modelado del terreno practicado por el viento y las lluvias torrenciales conferían al paisaje un aspecto de pesadilla, como si un gigante prometeico hubiese arrastrado una garra por la tierra y arrancado de cuajo el corazón del manto geológico, convirtiéndolo en un aterrador panorama lleno de púas, dientes de dragón y otras aberraciones morfogenéticas. El manto de gases tóxicos se arrastraba sobre el fondo del valle y sus interfluvios cubriéndolo como un glaciar esponjoso y naranja.
Evan jadeó, viendo las gotitas de la transpiración condensarse en el frontal de plástico de la mascarilla. Se agarró a una roca y pivotó sobre ella, colgando unos segundos sobre el vacío. Cuando logró poner pie en el otro lado, miró hacia atrás para comprobar que Sandra le seguía los pasos, y sintió pánico.
No había ni rastro de ella.
No podía haberse caído: la escuchaba jadear a través del auricular, con la respiración entrecortada pero bajo control. Pero ella había desaparecido. La buscó en todas direcciones, sin atreverse a soltar la mano de su precario asidero.
—¡Sandra!
—Estoy aquí —respondió ella calmadamente.
—¿Dónde?
—Mira detrás y arriba.
Una silueta veloz y contraída aterrizó haciendo equilibrio con la vara de tres metros sobre un saliente. Le saludó. Evan respiró aliviado, pero sintió que el enojo iluminaba sus mejillas.
—Maldita niña… Avísame otra vez antes de hacer eso.
—Lo siento —la silueta de Sandra, apenas visible entre el polvo que arrastraba la tempestad, colocó la vara en una posición de volatinero y se acercó a él—. Para mí es muy difícil mantenerme de pie a tan poca velocidad.
—¿Cómo?
—Caer hacia delante. Necesito impulso para mantenerme erguida. Con la vara tengo menos posibilidades de trastabillar, pero necesito estarme moviendo continuamente.
Evan refunfuñó, agarrando la mochila con la mano mientras saltaba hacia ella. Se plantó en un ínfimo espacio al borde del acantilado, que apenas daba para los dos.
—Está bien —concedió—, pero no te alejes demasiado. ¿Esa vara tuya no atraerá a los rayos, no?
La joven le enseñó el segmento central, con el indicador de clave en fase de conductividad cero.
—Si esto no se mueve de aquí, no. Pero podríamos necesitarla más adelante si queremos sobrevivir al campo electroestático que cubre esos picos.
Siguieron saltando de roca en roca dos horas más, ayudándose con escarpias y botas de piel adherente. Poco a poco el corpachón oscuro del Keys fue apartándose gentilmente para dejar entrever el valle que se extendía detrás. Evan se mordió los labios; el contorno de la vieja nave no asomaba todavía entre las nubes. No debía ser muy grande, apenas tres cuartas partes del segmento principal varado a orillas del lago —unos veinte metros—, pero ya deberían haberlo divisado. El modelado del terreno, en hidracolitos escalonados y terrazas, sugería que la nave podría haber elegido para aterrizar cualquiera de las plataformas superiores, las que menos riesgo ofrecían a los automatismos de vuelo. Pero en ninguna de ellas había ni rastro del aparato.
Por un momento pensó que Sandra podría haberse equivocado. Tal vez no estuviesen en el valle correcto. Tal vez el segundo fragmento del tanker no hubiese sobrevivido a la reentrada. Si era así, estaban perdidos. Sus famosas facultades rastreadoras (muertas desde el colapso funcional del Metacampo sobre Delos) no les sacarían de ese apuro.
Empezaba a sentir un pequeño síndrome de abstinencia psíquica, pero hasta ese momento no le había concedido la menor importancia. Un pensamiento acudió sin motivo a su mente: ¿qué habría sido de los Ids? ¿Estarían aún ahí, escondidos en las cabezas de la gente? ¿O habrían muerto con el cierre de los accesos al Metacampo, o devorados por aquella cosa que había surgido de la mente de Sandra?
Con la mente alejada de la realidad, se olvidó de comprobar sus puntos de agarre. Un asidero resultó no ser tan estable como había previsto y se deshizo en sus manos en un estallido de gravilla.
—¡Evan, cuidado!
El soldado cayó resbalando por la ladera arrancando piedras ablandadas por las aguas de escorrentía. Un pequeño alud se formó sobre su cabeza, desplomándose a idéntica velocidad, lleno de remolinos de polvo y cascotes.
Sus dedos encontraron un apoyo y se cerraron por acto reflejo como garfios. Su cuerpo pivotó, dándose un fuerte golpe contra la ladera mientras a su alrededor caían las piedras. Una muy pequeña se le incrustó en el visor de la mascarilla, agrietándolo. Evan vio que un grupo de cascotes se dirigía directamente hacia su cabeza, y se concentró. El entrenamiento de Guerrero Espíritu le adiestraba en el uso de la mnémica activa para potenciar en gran medida sus habilidades marciales, pero al intentar acudir a ella no le respondió más que un vacío hondo e inescrutable.
Maldiciendo, se contrajo hasta colocarse en una pose defensiva, y trató de esquivar la mayor parte del alud. Los cascotes que no pudo eludir los deflectó con rápidos golpes colocando la escarpia longitudinalmente a lo largo del antebrazo.
Evan gruñó, anclando los pies en la tierra resbaladiza y buscando alguna forma de subir.
Sandra bajó hasta su nivel por un desvío lateral. Apuntalando la vara en un afloramiento de roca, la usó como pértiga para apoyar los pies en la pared de enfrente, y ejecutando un cuarto de giro sobre su eje se dejó caer hacia atrás, resbalando por la vara como en un tobogán. Estuvo a punto de caer cuando sus pies tocaron suelo, pero recobró milagrosamente el equilibrio.
—¿Estás bien? —preguntó a su compañero, alcanzándole un extremo de la vara para ayudarle a subir.
—Sí… Hay que tener mucho cuidado con este suelo. Está agrietado por las lluvias y no es coherente. Es como trepar por un cenagal de arenas movedizas.
—No veo el cuerpo de la nave —comentó Sandra, preocupada—. ¡Joder, joder! —estalló, golpeando una piedra con el puño—. ¡Maldita sea!
—Tranquila, oye…
—¡Suelta! —se zafó de su abrazo—. Si no hubieras perdido el equipo, ya habríamos localizado el tanker.
Evan se quedó paralizado, mirándola. Había un desprecio mal disimulado en los ojos de la joven que le sorprendió.
—Estás siendo injusta, Alejandra. Sabes que fue un accidente.
Ella le miró sacudiendo lentamente la cabeza, como si no pudiera soportar un segundo más su inutilidad. Pero no dijo nada y siguió avanzando.
El huracán electroestático arreciaba. Entre el Keys y su gemela, ahora parcialmente visible a través de la niebla como un coloso sombrío, se generaban arcos voltaicos de cegadora brillantez. La vara de Sandra, pese a estar colocada en mínima conductividad, relucía con una danza de llamaradas de San Telmo como si estuviera cargada de energía. La joven de cuando en cuando acercaba su punta a una veta de ferrita, piedras negras como la noche bajo la insólita luz ambiental, y la descargaba. Sus cabellos se habían levantado graciosamente por efecto de la electricidad, haciéndola parecer un puercoespín rubio. Como la molestaba para escalar, se recogió el pelo en una coleta llena de púas.
—¡Allí! —gritó, señalando un paso. Su voz llegaba bañada en estática—. ¡Podemos bajar por ese barranco!
—¡No! —se negó el soldado—. ¡Es demasiado peligroso! ¡Nos mataremos!
—Confía en mí, yo ya hacía esto antes que tú siquiera oyeras hablar de Esperanza.
Enojado, Evan la alcanzó de un par de zancadas y la agarró por el brazo.
—¡No, Sandra! ¿Es que no te das cuenta? Los gases están atravesando la mascarilla y nos están haciendo pensar cosas raras. Estos malditos filtros son demasiado viejos.
La joven se zafó de su contacto, echándose hacia atrás.
—¡No me digas lo que tengo que hacer! ¡Estoy harta!
—¡Y yo estoy harto de ti, maldita niña malcriada! —gritó él, en un súbito arranque de ira—. ¡No paras de repetir que estás cansada de que todos te digan que eres especial, pero en realidad te lo crees! Estás tan completamente metida en tu papel de diosa mártir y atribulada que ni siquiera te das cuenta.
Ella se le encaró con furia.
—¿Qué estás diciendo? ¿Acaso me estás dando órdenes, soldado?
Evan sacudió la cabeza, sintiendo que el desagradable hedor de los gases impregnaba como amoníaco los filtros de la máscara.
—Sandra, concéntrate. La tormenta va a estallar sobre nosotros. Los rayos…
—¡A la mierda la tormenta! Venga —le golpeó en el pecho, desafiante. El fornido soldado trastabilló—. Vamos, hombretón, pega a esta chiquilla si te atreves. ¿Acaso no os gusta a todos pegar a las mujeres?
—Sandra, no sabes lo que dices…
—Sé que os encanta, violar jóvenes putitas para contarlo después durante la borrachera… Eso es lo que yo soy, lo que siempre he sido —sus ojos se clavaron en los de Evan, que de repente se dio cuenta de que no llevaba puestas las gafas—. Una puta infantil dispuesta a saciar a quien me lo pida. Una mentirosa con cara de ángel y corazón de zorra.
—¡Sandra, no me mires! —suplicó él, girando el rostro. Pero ella le sujetó la cabeza con las manos y escrutó profundamente en las simas excavadas en sus pupilas.
—Yo una puta, y tú un imbécil sin futuro ni pasado. Lo veo en tus ojos, Evan. Dices que lo único que deseas en esta vida es recuperar tu maldito amor perdido, pero te excitas cada vez que me ves agacharme, cada vez que miras dentro de mi escote. Eres un maldito mentiroso rastrero asesino, un mercenario, y en lo más profundo de tu corazón me deseas…
Lo besó con fruición, arrancándole la mascarilla del rostro para hundir su lengua profundamente en su boca. Evan sintió que el músculo de la chiquilla lo atravesaba ansioso, furibundo, como castigándole por su atrevimiento. Con terror se apartó de ella, viéndola cubierta del sudor de la máscara, recortada contra un fondo de rayos y lluvia y nubes desgarradas en jirones tempestuosos. La sensación de estar besándose a sí mismo, o a su hermana o a su madre, fue algo inexplicable y aterrador.
Y entonces vio sus propios ojos reflejados en los de ella. Eran profundos pozos a la nada del corazón, a su propio vacío interior. Evan gritó, llevándose las manos a la cabeza.
—Tras tantos años de perseguir a las personas —dijo la joven, escupiendo las palabras—, ahora jamás podrás librarte de ellas. Nadie podrá mirarte de nuevo a la cara, porque se verán a sí mismos en esos ojos sin alma. Estás condenado a vivir el resto de tu vida con el menosprecio de los que no soportan verse tal y como son en realidad. Eres el Espejo.
Retrocedió un paso, y Evan la vio tambalearse. Extendió un brazo hacia ella para que se agarrara, pero Sandra miró aquella mano suplicante con desprecio y se negó a asirla.
Su cuerpo cayó al vacío seguido del alarido del soldado.
Evan recogió la vara y se tiró tras ella. Sandra rebotaba en las paredes de arenisca levantando nubes de polvo. La grava actuaba como improvisado colchón, pero no sobreviviría si llegaba al final de la ladera.
Saltando, casi lanzándose de cabeza, la siguió hasta que la joven quedó aprisionada entre dos rocas, ya plenamente sumergida en el mar de nubes tóxicas. Evan bajó rodando hasta que la vara se encajó accidentalmente entre dos salientes, quedando anclada como una viga horizontal. El soldado colgó de ella tratando de colocar sus pies en la tierra. Las nubes de gas enturbiaban su visión y se colaban peligrosamente por la fisura abierta en su máscara.
Sandra no se movía. El golpe la había hecho perder el conocimiento, y un hilillo carmesí pintaba su frente.
Evan se impulsó, conteniendo el aliento. Con la vara firmemente encajada en las rocas, se balanceó para ganar impulso y saltó al lado de la chica. Veía el suelo del valle a escasos metros. No podía creer que hubieran bajado tanto. Entonces comprendió: no era el cauce seco del río, sino uno de los hidracolitos moldeados en terraza de la falda del Keys.
—¡Sandra! —gritó, comprobando su pulso con dos dedos. La joven respiraba muy mal y con arcadas. Los filtros de su mascarilla estaban amarillos, completamente anegados. Evan la recogió en brazos, cambiándole los filtros por los suyos, y activó un koa de ahorro de energía que relajó al instante sus músculos.
—Saldremos de esta, no te preocupes —prometió.
Entonces escuchó el estruendo. Girándose, vio cómo parte de la ladera se les caía encima. Una tromba de polvo y cascotes se había desprendido de la débil presa de arena arcillosa de la cumbre, y se desplomaba sobre ellos como un huracán de muerte.
Todos sus condicionamientos zen se activaron a la vez. Sus músculos entraron en tensión y su mente se abstrajo, aislándose del caos del mundo exterior. Como no disponía de mnémica para apoyarle, los estados de tensión controlada eran más difíciles de alcanzar.
Sopesando la situación en décimas de segundo, dejó a Sandra en el suelo y corrió unos metros hacia la cumbre. La avalancha se aproximaba con la forma de un manto giratorio de cascotes recubierto de rayos que se descorría lentamente cubriendo la montaña. Uno de los picos menores del Keys, que surgía como una punta de lanza de la cuenca aluvial, se erguía enhiesto a su derecha, con casi veinte metros de altura y una base de apenas tres.
Con el aire a punto de agotarse en sus pulmones, Evan desenganchó la clave de luz de entre los salientes. Examinó con frialdad su segmento central, donde Sandra le había enseñado los controles, y gastó preciosos segundos colocando la clave voltaica en mínima impedancia. El sensor desactivó los inhibidores de conductividad de la vara, permitiendo el paso a cualquier cantidad de energía con total eficacia. Evan alzó la vista y constató que los violentos relámpagos de la tormenta estaban generándose casi sobre él.
Saltó de nuevo hasta Sandra y clavó con fuerza un extremo de la vara en la base de la torre de ferrita, recogiendo a continuación a la chica. Con ella sobre el hombro, se sumergió en la niebla tóxica de la terraza. Cuando ya no pudo seguir descendiendo, enterró a la joven en el húmedo suelo y la cubrió con su propio cuerpo.
—¡Vamos! —ladró al viento—. ¡Vamos, maldita! ¡A ver qué sabes hacer!
La avalancha rebasó el lugar donde Sandra había caído y continuó fluyendo con increíble rapidez. El estruendo era ensordecedor. El cielo estaba lleno de relámpagos.
Rezando, Evan cubrió a la chica, escondiendo su cabeza entre los brazos. Un estallido de luz iluminó las nubes de gas naranja.
Y sucedió. El manto de rayos acumulado en el huracán electroestático buscó desesperadamente una salida a tierra, y encontró el cauce de la vara. Un grupo secuencial de arcos voltaicos de enorme potencia llovió del cielo fundiendo la clave de luz con el enorme calor de la electricidad salvaje; el metal brilló al rojo blanco, licuándose por la intensidad y reconduciendo la energía a la base de la torre de ferrita.
El basalto que recubría la base del pilar explotó en una nube de polvo. Evan cerró los ojos y quedó sumergido en la escoria. El pilar se tambaleó y, con la lentitud ilusoria propia de los objetos muy grandes y pesados, se desplomó sobre la terraza.
La tierra tembló. Evan vio de reojo que el coloso caía frente a la avalancha, formando una suerte de barrera natural contra la que se estrelló el oleaje de tierra y piedra.
Loco de euforia, aulló su triunfo a la tempestad, y en ese momento la parte no desviada de la avalancha cayó sobre él.
* * *
Cuando el ruido cesó, abrió los ojos.
Estaba vivo, no cabía duda, pero… ¿en qué estado?
Apartando con cuidado las capas de tierra, desenterró literalmente a Sandra de la terraza. Respiraba; los nuevos filtros la habían salvado. Exhausto, el soldado se sentó a su lado.
La muralla había detenido la avalancha. Ahora, una nueva colina de tierra enfangada nacía al otro lado de la torre derrumbada. Pero eso no cambiaba nada. Miró a su espalda y constató que la mochila había desaparecido. No tenían material, ni filtros nuevos, ni clave voltaica; la vara se habría transformado en un manchón de metal derretido medio oculto bajo el barro.
—Fantástico —gruñó, poniéndose en pie con la joven en sus brazos—. Hasta aquí hemos llegado, princesa.
El viento azotó su rostro desnudo. Estaba respirando un compuesto de sales de amoniaco y esquistos sublimados. Eso le mataría, y no podía hacer nada por evitado. La poca capacidad de filtración de aire de que disponían la estaba usando ella, y Evan no pensaba privarle de tal lujo. Al menos cuando despertara él ya estaría muerto, y tal vez tuviera una posibilidad de volver usando el filtro estropeado de la otra máscara como apoyo.
Una corriente de aire naranja esculpió una curiosa figura en el cielo, a pocos metros sobre su cabeza. Era como ver un remolino en horizontal, avanzando casi a ras de tierra. Evan se extrañó. La singular orografía de los valles jugaba graciosamente con los vientos, pero le extrañaba que diese pie a un efecto tan anormal. A menos que…
Una cueva. No podía haber otra explicación. El aire formaba un embudo al pasar a su través y salir por algún otro orificio, como en un efecto túnel.
Con un súbito destello de esperanza azuzándole, el soldado avanzó corriendo con la chica a cuestas hacia el extremo opuesto de la terraza. Una sonrisa nació en sus labios cuando, efectivamente, la sombra de dos paredes lo envolvió.
Eufórico, depositó a Sandra en el suelo y se dispuso a explorar el interior. Si la corriente era tan intensa, significaba que la cueva tenía que unir los dos extremos opuestos de la montaña, creando un canal natural para los vientos. Si ese extremo era el que daba a la zona de aire limpio…
De pronto, notó algo. Se giró lentamente y miró hacia la joven. Al depositarla en el suelo, distraídamente, sus manos habían tocado el basamento de la caverna. Estaba muy frío.
Se quitó los raídos guantes y, con un temor casi reverencial, se puso en cuclillas. Tocó el suelo.
Era de metal.
Un latigazo de adrenalina atravesó su organismo. Miró a las paredes y distinguió a duras penas sus contornos; angulosos y funcionales, no suavizados por la acción desgastadora del viento. Un silbido retumbante que provenía del interior delataba al viento al salir por los anclajes ahora vacíos de la estructura.
La habían encontrado: estaban dentro de la nave espacial.
—¡Sandra, despierta! —la sacudió. Maravillado por su suerte, se la llevó más al interior, a las cámaras selladas. Encontró una puerta y, al otro lado, la reconfortante familiaridad de un esquema de pintura naval y una silla desvencijada. Depositó en ella a la niña y, cerrando bien la esclusa, exploró la nave en busca de un respirador de emergencia.
Lo encontró en una alacena de servicio. Lo aplastó contra su cara y respiró ávidamente su aire encapsulado; sabía como el más puro oxígeno de las montañas de la Tierra. Luego le colocó otro a ella.
Estaban en la zona de carga. Subiendo por un pozo diagonal (la nave se había inclinado unos grados desde su aterrizaje), llegó al puente de mando. Estaba en mejor estado del que esperaba, con señales de un incendio sobre algunas consolas y las pivotantes sillas de control. El plexiglás de visión directa estaba prácticamente intacto, pero la antena que se veía a su través no; lo que vio era un amasijo de hierros retorcidos sin funcionalidad ninguna. Tal como comprobó, la antena auxiliar también estaba destrozada.
Maldiciendo, se sentó a los mandos. La pila nuclear todavía funcionaba. Activó las funciones elementales y una consola se iluminó, mostrando un diagnóstico rápido de la situación.
Sonriendo, Evan restalló sus nudillos. Tal como solía decir su padre, los antiguos barcos estaban hechos para durar.
—¡Funciona!
Se giró y vio a Sandra detrás de él, maravillada.
—Es increíble…
—Los sistemas principales sí, pero por desgracia las antenas están inutilizadas. No podemos transmitir.
La nueva (y única) Arconte se dejó caer desmadejada en el sillón del capitán. Se apretaba una gasa sanitaria contra la herida de la frente.
—¿Y qué hacemos ahora, entonces?
Evan le guiñó un ojo.
—Magia.
* * *
Beatriz De León estaba concentrada en un difícil cometido, uno de los más absorbentes que había tenido la oportunidad de experimentar en los últimos años: desprender una capa de grasa del fondo del caldero usado para el almuerzo.
No era una tarea fácil, restregar y restregar sin ayuda robotizada hasta arrancar toda la mugre con un estropajo que estaba destrozando la textura de porcelana de su piel. Pero no le importaba; para su sorpresa, el placer de esas cosas sencillas, a las que ella nunca había tenido acceso por orden ministerial, resultaba tan absorbente como la guerra más cruenta o la más enconada reunión del Consejo de los mundos del Cúmulo.
No fue consciente de la hora hasta que, satisfecha, vio su propio reflejo en las profundidades de la olla, y fue al lavamanos de la cocina a secarse el sudor. Mamah y otras tres mujeres de la aldea estaban fuera, en el jardincillo oculto tras el porche, cosiendo y poniéndose moradas a hablar de cientos de temas. Beatriz sabía que ella era uno de esos temas. ¿Quién sino mamah, de entre todas las matronas del pueblo, podía presumir de tener toda una ex deoEmperatriz terminando de fregar en su cocina?
Sonrió. Se sentía increíblemente sola, sin el Imperio a su alrededor, sin los otros Arcontes que habían sido su familia desde niña, y sobre todo sin la familiar presencia de su otro yo, el Emperador. Siempre lo había sentido como un sueño pertinaz alojado entre la frente y el cerebro, algo muy difícil de entender para quien no hubiera experimentado la gloria gestáltica de la divinidad. Lo veía en sus sueños por la noche, cuando el cuerpo no hacía de lastre y su conciencia se fugaba escalando las nieblas del Metacampo para ir… a algún lugar. El lugar donde el Id Supremo la esperaba para compartir los hechos de la Creación.
Todo eso había quedado atrás, y ahora el dolor en las manos y la promesa del bien merecido descanso en el porche, junto a las mujeres (¡mujeres de verdad, gordas y feas, no muñecas esculpidas en quirófanos y ciegas de cinismo que sólo querían sacar algún beneficio de ella!), la embargaba. Por increíble que pareciese, al igual que su comunión gestáltica no era fácil de explicar al pueblo llano, éste poseía secretos que ella no estaba preparada para entender.
Un reflejo en la cacerola dispersó una luz rojiza por la habitación. Beatriz miró por la ventana y contuvo una exclamación: lejos, de entre las montañas que se elevaban en el horizonte, ascendía una estela de impulsión hacia el cielo.
Una nave espacial.
Nerviosa, abandonó esos pensamientos, salió de la casa y se reunió con las demás mujeres. Otros vecinos que también habían notado el fenómeno salían de sus hogares y se colocaban la mano parsimoniosamente sobre la frente, a modo de visera. La nave provocaba un destello que los más viejos recordaban bien: era el segundo segmento del tanker, activo por primera vez en décadas.
Beatriz cruzó una mirada con mamah y, con el corazón a punto de saltarle del pecho, entró corriendo en la casa para cambiarse.
Si alguien venía a recogerla, no quería que la encontrase vestida de sirvienta.
* * *
Pero Evan no tenía intención de ir a recoger a nadie. Sentado en el sillón de mando, comprobaba que la computadora había elegido un arco de ascenso óptimo. Sandra ocupaba el sillón del oficial de comunicaciones, y daba botes sujeta al asiento por los cinturones de seguridad. Los estabilizadores de la nave funcionaban de milagro.
—Nos acercamos a la órbita de escape —anunció Evan, colocándose un vetusto dataguante—. Daremos un acelerón final y escaparemos a la órbita de Esperanza. ¿Hay algo en el radar?
—Nada —informó Sandra, algo extraviada entre todas las pantallas iluminadas con números y vectores—. Pero, ¿cómo vamos a comunicar si no tenemos antena?
—Comunicar no. Lo que intentaremos es llamar su atención. Este trasto no será capaz de abrir un conducto Riemann ni a la vuelta de la esquina, pero si al menos logra entrar en fase de aceleración y enviamos ondas de quarks hacia la frontera del Hipervínculo…
—Una nave que pase podría captar nuestro destello R en sus instrumentos —comprendió Sandra, excitada.
—Si es que tenemos la suerte de que algún comerciante extraviado cruce por aquí —rezongó el piloto, llevando la nave hasta la primera órbita de geoestación. Esperanza se convirtió en una media luna rojiza y salpicada de nubes que rotaban en sentido contrario al movimiento del planeta. Una luz parpadeó en la consola de mando.
—¿Qué es eso?
—La cuenta regresiva hacia el Hipervínculo… creo.
—¿Crees?
—Este cacharro tiene más de setenta años —se excusó Evan, atándose el cinturón de seguridad—. Prepárate, vamos allá en menos tres…
Por Dios, que haya alguien ahí fuera.
—… menos dos…
Abuelo, si estás ahí, deséame suerte.
—… menos uno…
¡¡Vamos, vamos, maldito trasto de las narices!!
El Universo entero se detuvo y giró a su alrededor 360 grados. El salto al Hipervínculo sólo duró medio segundo, pero los dos tripulantes de la desvencijada nave vieron algo que jamás creyeron posible: el motor no funcionó correctamente, y la nave no combinó la fase cuántica de golpe, sino progresivamente. Los cuantos de luz que entraban por el plexiglás fueron arrastrados hacia el pozo Riemeniano y les permitieron disfrutar de lo que ocurría cuando uno mira desde la óptica de un haz de fotones.
La experiencia acabó dolorosamente para los sentidos, tan brusca como se había inicializado. Evan, luchando contra la naúsea, se volvió hacia Sandra.
—¿Lo has visto?
La joven asintió, impactada.
—Creo… creo que lo he visto. —Sacudió la cabeza, centrándose—. Comprobando el sensor de proximidad… ¡Dios santo!
—¿Qué ocurre? —se alarmó Evan, saltando de su asiento—. ¿Tenemos alguna señal?
Sandra no se molestó en hablar. Destrabándose el cinturón, corrió hacia el plexiglás y miró directamente al exterior.
Un gigantesco acantilado de metal ocupaba todo su ángulo de visión, un océano de titanacero con una abertura rectangular taladrada en su blindaje de ultrapolímeros; un campo de fuerza de potencia quinientos expandido un kilómetro por encima, y una nube de satélites defensivos orbitando los ejes de rotación principales, sus cañones de partículas fijos sobre el diminuto tanker.
Era la panza del crucero de batalla Intrépido.
Desde luego, pensó Sandra, si que tenemos una señal.