Capítulo 3

En el sueño, Evan aún se encontraba en el despacho de la deoEmperatriz.

Un regusto amargo en sus labios le recordaba tangencialmente que había probado algo, no estaba muy seguro de qué. Pero sí sabía que había sido peligroso, que había cometido un pecado intransigible. Una sustancia prohibida, una manzana podrida del Edén.

Lejos, en algún recoveco de su memoria activa, danzaban formas de mujeres ataviadas con ropas que parecían jeroglíficos, cambiando de aspecto y significado como anagramas vivos de ideas absurdas. Lentamente, recordó. El sueño, la pesadilla, la visión. Había visto cosas imposibles, pero su libertad de huir, de regresar pacíficamente al mundo real, había desaparecido. Algo le ataba con cadenas de furiosa sensación de urgencia y realidad al escenario paradójico que llenaba sus fantasías.

Recordó la habitación, y las personas que había en ella. La reina y su cohorte de esclavos decapitados: la hechicera y sus acolitas preparando mejunjes telúricos en calderos tecnológicos. Cerró los ojos dentro del sueño, y recordó.

Sígame.

Sígame…

—Sígame —deletreó la voz de la Arconte, desgranando perezosamente las palabras.

Y el sueño volvió a él. Se acordó del despacho. Y del cuadro realizado por un pintor muerto. Tambaleante, había acompañado a Connor y a Beatriz hasta una esquina del despacho, directamente frente al ventanal que dejaba ver el inmenso paisaje floral. La Arconte tocó entonces un resorte secreto del panel y el propio espejo se curvó hacia dentro, creando un paso sin fracturas en su superficie. Evan resopló con asombro. Era un cristal dinámico de clase seis, una gigantesca aglomeración de moléculas cristalinas dispersas unidas entre sí por un campo magnético que mantenía las celdas formando conjuntos isomórficos flotantes.

Como imitando un relieve de deformación relativista, el ventanal se hundió arrastrando consigo parte de la imagen que reflejaba. La comitiva atravesó el túnel hasta llegar a un pasillo secreto oculto en los muros del palacio. Sin una orden específica, el espejo se cerró tras ellos.

El oscuro túnel avanzó durante unos doscientos metros hasta desembocar en un ascensor de servicio, que les llevó a las dependencias inferiores del edificio. De alguna manera, en todo momento Evan era consciente de la irrealidad de todo aquello. No existían pasajes secretos escondidos tras las paredes de aquellos fríos despachos, y las personas que le guiaban a través de los recovecos de la visión eran quimeras.

El pasillo acabó bruscamente tras una esquina, abriendo sus paredes para formar una angosta habitación. El lugar olía a moho, a humedad encerrada. Era un mausoleo de unos veinte metros de largo por sólo uno setenta de alto, por lo que Evan tuvo que agacharse para no rozar el techo con la cabeza. Tanto Beatriz como el coronel eran más bajos que él, por lo que no tenían muchos problemas. El lugar estaba tenuemente iluminado por unas antorchas de fósforo sintético que ardían sin calor en las paredes. En el centro simétrico de la habitación se abría un pequeño pozo rectangular, con escaleras talladas en la roca para facilitar el descenso.

El artesonado de las vigas que sostenían la cúpula sobre una cruz de delgadas arterias de piedra reclamó su interés. Evan se fijó en los grabados de aquellas antiguas paredes. Estaban en un idioma que no entendía, un alfabeto de influencias sánscritas no visuales. Alguien había recubierto grandes fragmentos de aquellas paredes con cientos de diminutas columnas de caracteres, divididas en secciones, y cada sección estaba encabezada por un ideograma: grandes elipses y vectores cruzados con símbolos versales, como planetas dibujados en órbitas superpuestas. Parecía una capilla consagrada a la veneración de un conocimiento perdido, un vasto almacén de datos sobre astronomía. Cada ideograma representaba un planeta, y cada línea una órbita. Pero no habían dibujado estrellas. Alguien había suprimido los astros, pero había dejado ecuaciones matemáticas ocultas que mostraban dónde había que buscar sus perigeos.

De repente, se tensó. Había alguien… o algo, encerrado allí, con ellos.

Un reflejo condicionado se disparó en su neocórtex, alzando sus pantallas psíquicas.

—¿Qué demonios…? —susurró. Sus hipotéticos compañeros permanecieron en silencio, aguardando. Evan se puso en guardia.

Ahora notaba la presencia con claridad. No era un Id. Cuando uno de los habitantes del Metacampo estaba cerca, él podía rastrear su pálpito en las frecuencias telepáticas del individuo anfitrión. Tras los años que había pasado dando caza a su enemigo, el Id que había matado a su esposa después de que ella lo hubiera adoptado como huésped, ese reflejo se había desarrollado mucho, convirtiéndose en un sexto sentido telepático extremadamente sensible.

—¿Qué ocurre aquí? —preguntó. En lugar de obtener respuesta, Evan vio que la Arconte y al coronel comenzaban a bajar las escaleras. Tras un momento de duda, les siguió.

El polvo cubría las paredes y el suelo, y formaba montones en las esquinas. La nueva planta era circular, y en el centro se erguía un féretro de metro y medio de altura, labrado con epigramas faraónicos. La tapa del sarcófago mostraba una figura tallada en relieve, y aunque tenía forma humanoide, las deformaciones abigarraban su estructura ósea dándole un aspecto gargolesco. Sus proporciones eran antropomórficas, sin duda, pero brutalmente deformadas por encima del esternón y en los miembros, alargados al extremo de la monstruosidad. Sus manos acababan en larguísimos dedos coronados por uñas o garras. Dos alas pétreas nacían de su espalda, plegándose sobre el cuerpo como una manta protectora. Aquel ser no tenía rostro, sino un par de agujeros simétricos un poco por debajo de su frente, que tiraban de la esculpida piel dando el aspecto de una horrible contracción sin boca ni fosas nasales. Una cresta sagital nacía a la altura de los parietales y se prolongaba hasta formar una estructura redonda a la altura de la nuca, donde podían haberse anclado potentes mandíbulas.

Evan se estremeció. La presencia que había notado en la capilla estaba junto a él. No podía verla, pero su impresión mnémica era tan potente que, subconscientemente, miró en una dirección y altura determinadas, como si los ojos de la cosa estuviesen situados exactamente allí. La temperatura general había bajado unos grados.

La luz de la antorcha osciló. Evan tragó saliva, y se fijó en la criatura esculpida en el féretro. Él había visto antes esa forma, pero… ¿dónde? Le venía a su mente como el resto de lo que había visto antes; las escrituras, los extraños ideogramas, los dibujos de aquel sistema solar sin estrella… Como si fuera algo que siempre hubiera estado allí, almacenado en la pequeña carga de memoria genética que venía con la especie.

No era sólo él. Todos habían visto figuras como aquellas antes. Pero, ¿dónde? ¿Cuándo?

La forma mutó sustancialmente. De los contornos escondidos en la piedra surgió el rostro de un anciano, que luchaba por elevar un brazo y señalar desde su cenotafio hacia él. Una avalancha de dudas y emociones afluyó de repente desde su interior, dinamitando sus palabras. Otra presencia, otro lugar. Un hombre viejo con un pulmón de metal. Llanto que él no había derramado circulando por sus mejillas, dejando cicatrices bajo ojos perlados por la rabia. Reflejos de un presente que no era el suyo, cuajado de emociones venideras por la muerte de un ser querido.

Evan miró su pecho —sus pechos de mujer, bajo los cuales el suelo estaba más cerca, mechones de cabello del color del oro derramándose sobre sus brazos como sedas de metal fundido—, y allí se abría la herida de un amor perdido. Él era el caballo troyano, el vientre lleno de hombres que gritaban por su piedad y su desgracia; el uroboros que se mordía la cola haciendo entrechocar dos mitologías.

Porque ellos aún descansan en su tumba, y los artífices de mi destino mueren cada noche a salvo en sus cabañas de cristal, para nacer de nuevo al día siguiente en el vientre de la santa presencia de cuatro nombres.

Los cuatro nombres. Los nombres del Emperador, «Aquel Que Surgió de la Caja» junto a los males del mundo. Un primer nombre para el anterior monarca, la Muerte de todas las cosas. Un segundo nombre para el ente que nace y se hace fuerte a partir de un lienzo hecho de tres hombres y una mujer; sus cuerpos son páginas en blanco sobre las que él pinta los contornos de un nuevo ser; palabras de pasión, versos sobre lienzo: Un tercer nombre para el tercer candidato. Una niña nacida lejos entre las estrellas, a quien pertenecen los ojos robados y los gritos que surgen de la habitación donde los soldados hacen daño a su madre.

A mi madre.

Entonces, en un fugaz acorde de locura, Evan vio el rostro del Enemigo.

* * *

La Festividad de la Reafirmación, el día primero del mes de mayo (el planeta Esperanza sólo tenía once meses, pero los colonos habían preferido conservar la nomenclatura terrestre y eliminar febrero), era una fecha importante.

Este año tocaba celebrarla en Reunión, lo cual acarreaba gran responsabilidad y toneladas de trabajo. La sede de la fiesta se celebraba cada año en una aldea diferente, de manera rotatoria, y los conciudadanos veían en ella la oportunidad de mostrar todos los encantos que su localidad tenía y las demás no. Este tipo de pensamiento rural de competitividad nunca había agradado mucho a Sandra, ni siquiera cuando era más pequeña y aún no entendía bien el tema de las rivalidades entre adultos. Pero le encantaba la fiesta en sí. El pueblo se llenaba de luces y colorido, y, lo más importante, docenas de chicos de otras aldeas se desplazarían este año a Reunión a la caza de jovencitas atractivas como ella.

Sandra siempre había sido un hueso duro de roer en cuanto al tema de las relaciones con los varones. Pese a que le fascinaba el sexo y las galanterías e idioteces que hacían los chicos durante el cortejo, era una incorregible romántica. Un día había descubierto entre los trastos que su abuelo había salvado de la vieja Nave un cajón lleno de antiguas noveletas rosa, propiedad de algún pasajero nostálgico. Sandra las había devorado con pasión, ocultándolas entre la montaña de libros de física y geología. Sabía que lo que estaba aprendiendo en aquellas amarillentas páginas no era la realidad, sino una distorsión comercial de ésta, pero aún así lloraba con cada final triste y deseaba con fervor vivir una de esas aventuras. No de las trágicas, claro; ella quería sufrir un poquito al principio (porque, al parecer, el sufrimiento estaba intrínsecamente ligado con el amor), pero luego quería encontrar su propio príncipe. Y que la raptara y llevara lejos y todas esas cosas.

Un griterío de niños la esperaba en la ventana cuando se asomó para contemplar el nuevo día. La granja, al ser una de las primeras en construirse cuando su abuelo fundó el pueblo, gozaba de una ubicación muy céntrica. Los empleados de la Alcaldía habían estado muy ocupados limpiando las calles y colocando banderolas por todo el pueblo, adornando los lugares más emblemáticos y proveyendo de banderas y guirnaldas a los vecinos para que decoraran las fachadas de sus casas. Alrededor del pozo se había instalado una improvisada carpa con un escenario, donde los músicos tocarían toda la noche canciones alegres, más y más atrevidas a medida que el chiva y el vino fueran fluyendo.

Al acordarse del chiva, Sandra procedió a comprobar si la botella todavía seguía intacta en la nevera. Como había imaginado, no había ni rastro de ella. Molesta, fue a comprobar la habitación de su abuelo. Tan sólo eran las ocho de la mañana, pero el viejo ya se había marchado. Sandra acabó de ducharse y vestirse, pensando en algún nuevo escondite para las botellas que le confiscara a Silus. Probablemente, ya estaría comenzando a emborracharse en compañía de sus habituales en el bar de Py. Para cuando llegara la noche tendría una cogorza de concurso y no podría ni sostenerse en pie. Sonriendo, abandonó la granja.

Le encantaba pasear desde por la mañana por las calles del pueblo, haciendo las compras y tomándose tiempo para visitar a sus amistades. El intenso verde que la tormenta había inyectado en la tierra se abría paso sin esfuerzo por entre las veredas pobremente asfaltadas, subrayando con canales herbáceos los dinteles de las puertas y los desagües de las avenidas.

Compró pan en el único horno del pueblo que tatuaba noticias en la masa, y mientras comía aprovechó para enterarse de los últimos cotilleos de la región. Una nueva veleta con forma de hogaza de pan de eucaristía apuntaba vacilante hacia el sudoeste desde el campanario de la iglesia. El párroco, un viejo con un conocimiento exhaustivo de las Escrituras llamado Miguel, luchaba encaramado en lo alto de una escalera contra la desfachatez de un jilguero que había osado construir su nido en la viga que sostenía la única campana de la torre. No se dio por aludido cuando ella pasó irreverente por debajo de la escalera y atentó contra al menos tres supersticiones locales a la vez.

A su abuelo siempre le había asombrado el grado de aceptación que Sandra tenía en la comunidad. Todos la querían y respetaban, disfrutando del carácter afable y la eterna sonrisa que la joven lucía en su rostro. También la tenían respeto, y una cierta clase de miedo derivado de los asombrosos conocimientos y capacidades de la chiquilla. Según relataba Silus una y otra vez a sus coetáneos del bar, en medio de ebrias sinfonías de exageraciones y medias verdades, Sandra era probablemente la persona más inteligente de todo el planeta. A nadie le sorprendía: el viejo se sentía muy orgulloso de su nieta y lo demostraba. Una vez la había sorprendido leyendo con interés uno de sus vetustos manuales de ingeniería de sistemas informáticos, reliquia de sus tiempos de piloto naval. Y no sólo lo estaba entendiendo, sino que además le formulaba preguntas complejas, implorando que él aclarase sus dudas. Silus jamás había logrado sobrepasar el capítulo once, que explicaba en detalle la teoría de construcción de algoritmos de pensamiento intuitivo y las ecuaciones de proyección no lineal; ella iba en ese entonces por el trece, y contaba tan sólo diez años. El viejo siempre se había preguntado si esa capacidad para entender las cosas no tendría algo de sobrenatural.

Sin embargo, había algo que Sandra jamás había comprendido, y tenía que ver con sus aventuras con pintorescas muestras del sexo opuesto. Desde que había salido con su primer novio, a los doce, había tenido otras dos relaciones de tipo sentimental, más un error serio, y aún con su portentosa inteligencia para asesorarla jamás había logrado entender a los hombres. Todos eran tremendamente sensibles y atentos, pero luego mostraban reacciones totalmente infantiles cuando llegaba la hora de establecer una pauta de comportamiento para el futuro, o de plantearse con seriedad preguntas de cierta trascendencia pero sin sentido práctico inmediato. La mayoría sólo querían acostarse con ella, y los demás, los más atentos, regalarle flores y promesas, susurrarle cosas bonitas al oído, y luego acostarse con ella.

Aquella mañana, su último novio, un chico imberbe de diecisiete años llamado Marco Girodi, la sorprendió al cruzar por delante de la iglesia. Iba montado en un precioso corcel tintado, Perla, una yegua que volvía a Sandra loca de celos de lo hermosa que era. Ella adoraba a aquel animal, y la fastidiaba sobremanera verlo cabalgado por semejante imbécil.

—¡Sandra! —gritó Marco. La joven, resignada, se acercó al grupo.

—Hola, Marco —dijo desapasionadamente, acariciando la tez del corcel. Perla resopló de alegría al verla—. ¿Tu padre sabe que te has llevado su rifle?

Miró el enorme cañón que colgaba adosado a una de las alforjas del caballo. Era una escopeta de cartuchos que el padre de Marco usaba para cazar conejos.

—No, no lo sabe, pero da igual —respondió el chico, fijándose en su escote—. Oye, nos vamos a cazar. ¿Te apetece que luego quedemos?

—No sé, Marco. Ya he quedado para salir con mi abuelo.

—¿Con tu abuelo?

—Sí, ¿por qué? —se defendió ella ante las mal disimuladas risitas de los demás chicos—. Al menos él es un hombre maduro.

El joven se envaró, mientras sus amigos reían la ocurrencia. Perla relinchó con evidente disgusto ante el tirón de bridas que le propinó su jinete.

—Eso es que tienes otro novio, ¿verdad? —bufó—. Ni siquiera me tienes en cuenta ya para eso.

—Mis relaciones son asunto mío, Marco. Además, que yo sepa, jamás te he pedido consejo ni otorgado poder para darlo. Y tú y yo ya no salimos juntos. Métetelo en la cabeza.

Los chicos volvieron a cuchichear, esperando a ver qué hacía su avasallado líder. Pero Marco se limitó a espolear a la enfadada Perla y salir galopando hacia las colinas, los cascos recién herrados repicando con fuerza sobre los adoquines. Los demás no tardaron en seguirle.

Sandra se preguntó por enésima vez qué demonios había visto en aquella guapa masa de músculos sudorosos sin materia gris.

Parecía arrastrar una maldición de corte afectivo: gracias a su figura, todos los chicos caían rendidos irremediablemente a sus pies, lo que le impedía tener amigos. Y cuando alguno lograba entusiasmarla y convencerla para que salieran juntos alabando su mente, acababa lanzándose sobre su cuerpo a la menor oportunidad.

—En fin —meditó para sí misma, continuando su camino al mercado—. Alguien debe odiarme mucho allá arriba.

* * *

El estilizado casco del San Juan volvió al espacio normal sin un sonido, cerrando el conducto Riemann a popa con una delicadeza casi antinatural. Varias sondas de exploración fueron lanzadas automáticamente mientras los tripulantes despertaban en los nichos de estasis inducido.

Variando sólo unos grados su ruta original, el incursor entró en una curva de deceleración de tres horas y media que acabaría colocándolo a dos órbitas de distancia del planeta. El ordenador de a bordo analizó velozmente todos los datos disponibles sobre el Sistema, y los cotejó con los nuevos que iba recibiendo en tiempo real.

La estrella HYYp-34567-D era un cuerpo ígneo de la secuencia principal parecido al Sol, un tipo G, clase V. Su diámetro y luminosidad eran ligeramente inferiores a los de éste, pero el impacto térmico sobre la atmósfera en los planetas era compensado por la proximidad de sus órbitas. El segundo cuerpo en orden de cercanía era un pequeño mundo terraformado, clase cinco en la vieja escala Leogotti, con soporte vital autónomo y población de escasa importancia asentada exclusivamente en una región templada del hemisferio norte.

Los análisis espectrográficos revelaron una atmósfera de composición química similar a la terrestre en un noventa y ocho coma nueve periódico por ciento, con las zonas más puras concentradas en franjas de alisios que se desplazaban siguiendo una curva toroidal de frente difuso, alrededor del hemisferio boreal. A medida que el aire se iba alejando de esa zona, se iba enrareciendo con elementos no catalogados por la escala de terraformación estándar. El telescopio descubrió las señales de impacto de múltiples cometas sobre zonas equidistantes del meridiano cero (ante la falta de datos, el ordenador siempre tomaba como Ecuador el plano medio perpendicular al eje de revolución del planeta, y como meridiano principal el que quedaba orientado al sol en el afelio perfecto de la órbita). Estos enormes cráteres rodeados de una aureola de gases básicos señalaban que el bombardeo cometario había sido la técnica principal de conversión de la atmósfera.

Mientras los tripulantes se despertaban y aseaban, proceso que duró unos cuarenta minutos tras el comienzo de la deceleración, la nave buscó en su memoria todos los datos que hubiera disponibles sobre el asentamiento humano de HYYp-34567-D-Beta. Estudió desde órbita los núcleos habitados buscando el de mayor importancia demográfica o nivel tecnológico, y comenzó a radiar en todo el espectro de frecuencias los mensajes de saludo y de conexión habituales con los sistemas informáticos de tierra.

No hubo respuesta alguna.

* * *

Sandra se dirigió al cementerio una vez acabadas las compras. La colina que albergaba el camposanto era difícil de subir. A poco de empezada la escalada, el sendero se perdía entre grupos dispersos de manzanos y volvía a aparecer como un arroyo juguetón, serpenteando entre sotos de árboles enanos. La falda de la joven revoloteaba ciñéndose a sus esbeltas piernas, y repeliéndolas al instante según el capricho del viento.

Tal acción suponía tener que dar un rodeo bastante grande para llegar a casa, pero había algo especial aquel día que quería conmemorar. El aniversario de la muerte de sus padres había tenido lugar una semana antes, y ella había cumplido con el ritual llevando flores. Sandra no creía en la existencia del dios de sus padres, ni en la de ninguna fuerza oculta y poderosa que controlara místicamente los destinos de la gente, pero le gustaba aquella parte de la simbología católica: enterrar a los muertos era como cerrar un círculo, como festejar la liberación del espíritu y su retorno a la tierra. Además, nadie se quejaría si ella decidía desempolvar una vez al año su pequeño tesoro particular de folclore costumbrista.

La tumba de sus padres aún seguía adornada con el ramo que ella había ofrendado, pero había algo más. Alguien había plantado una rosa junto a la lápida de su madre. Sandra sonrió. Su abuelo siempre había estado enamorado de ella, desde que la conoció en la Academia, antes del Gran Viaje. Pero Ana se había casado con otro hombre, frustrando sus planes. Pese a todo, Silus nunca la había olvidado. Nunca venía el día del aniversario de la Matanza del 27 por temor a que la gente le viera cumplir con su ritual privado, pero Sandra le conocía muy bien: cuando todo el mundo había honrado a sus muertos y a los amigos que habían caído en el negro día de la revuelta, Silus escalaba hasta allí con su botella de chiva medio vacía, una pala, y una rosa de su propio jardín. Plantaba la flor al lado de la lápida de su amada y elevaba una simple y blasfema plegaria a los cielos, pidiendo a su viejo amigo, el padre de Sandra, que abrigara bien a su esposa, ya que ella solía enfermar con facilidad y en las vastas planicies del Cielo debía de hacer mucha corriente.

Sintiendo que las lágrimas afloraban a sus ojos, Sandra dejó aparte las bolsas de la compra y se arrodilló frente a la tumba de su padre. Sonándose la nariz, leyó:

Aquí yace un verdadero truhán,

Un hombre que lo único que quería en vida

Era morir por su amada,

У lo único que quiso en la muerte,

Vivir con ella para el resto de sus días.

Sandra acarició la fría piedra y elevó la vista, contemplando el valle. Se dio cuenta de lo apropiado de aquel lugar para honrar a los que descansaban en las postrimerías del desastre, y de lo bien que encajaba con el estilo de sus tristes soliloquios.

Desde la colina se podía ver a una gran distancia. Por los caminos que cruzaban el valle desde Pax Meritae al norte, Aemonis al sur, y Estefana al noroeste llegaban ya las primeras carretas cargadas de gente y víveres para contribuir al banquete oficial. Algunos vehículos a motor levantaban estelas de polvo marcando su recorrido por las colinas. Grupos sueltos de jóvenes a caballo se preparaban para acompañar a otros que, como Marco, habían decidido aprovechar la mañana probando su puntería con los conejos.

Ensimismada escuchando el vaivén cadencioso de los sauces, se recostó sobre la hierba. El viento traía olor a lirios y a fritanga desde el valle. Cordero tal vez, con bastante salsa, o calentado a la brasa desde por la mañana para que la carne fuera transpirando el aroma de la hoguera.

Respiró profundamente, cerrando los ojos. Hacía bastante tiempo que no disfrutaba de la tranquila armonía interior que generaban las cosas sencillas, básicas. Miró las nubes, y se preguntó si las fiestas se celebrarían igual en aquellas grandes urbes de las que le había hablado su abuelo. Trató de hacer un ejercicio mental, imaginando cual debía ser el perfil de una de aquellas metrópolis vista desde arriba. Su mente cogió el paisaje de Reunión y lo multiplicó por mil, extendiéndolo por todo el valle y las llanuras de más allá del lago. Lo que vio fue una extensión inacabable de cabañas, caminos de tierra y hermosas plazas laureadas de flores y guirnaldas. Tal vez algunas naves ancladas sobre la ciudad como globos de metal, balanceándose con errática poesía al son de los alisios. Una extensión perfecta de la semántica de su ciudad a la de un planeta extraño. Y sobre todo gente, muchísima gente, de cientos de razas y colores diferentes, tanta que solo imaginarlo resultaba ridículo para alguien con sus estándares.

No. Seguro que no se parecen en nada a esto.

Cumpliendo con una costumbre infantil, miró al cielo e intentó buscar a sus padres. Un profundo azul aguamarina teñía como agua de mar el firmamento. Había algunos cúmulos de nubes navegando sin prisas, islas nacaradas en las que se consumían impotentes los restos de la furia de la pasada tormenta. A través de ellos lucía un sol espléndido y sus rayos atravesaban la nívea espuma de las nubes, fragmentados en un septeto de colores.

Desde niña, Sandra se había preguntado si con tanta tecnología que tenían los hombres, con la capacidad de hacer milagros que ella no podía ni llegar a imaginar, se podría resucitar a sus padres. Si las mismas máquinas incomprensibles que se los habían llevado podrían traerlos de vuelta.

Magia. Milagros encerrados en un cable.

Con una sacudida de cabeza, alejó esos pensamientos. Tal vez debido a su educación atea, o a ese profundo rencor amarrado a una estela de recuerdos que hervía en lo más profundo de su alma, su instinto apantallaba su corazón ante cualquier tendencia a creer en dioses escondidos en redes de frecuencias y líneas de fibra óptica.

Además, si alguien debía devolverle a su familia, no debían ser aquéllos que se la arrebataron.

Ese día tampoco había ni rastro de sus padres, al menos en las nubes cercanas. Se preguntó si estarían satisfechos de ella, y se juró a sí misma que, ocurriera lo que ocurriese, lucharía porque sus muertes no hubieran ocurrido en vano.

* * *

Uno de los habituales del bar de Py, un veterano minero de radiación llamado Sturglass Banjorn, ya estaba totalmente borracho cuando su receptor de onda ultracorta recibió el aviso de llegada del San Juan.

El instante en que el aparato comenzó a gorgojear ruidos de estática y datos digitales, él estaba bailando una conga con su amigo Silus sobre el mostrador del bar. A Py no le molestaba que sus clientes favoritos hicieran ese tipo de cosas, pero prefería verles alejados del gran espejo que había tras el mostrador y las botellas. Ya eran alrededor de las siete de la tarde, y la fiesta pronto estaría en su apogeo, atrayendo más visitantes ruidosos a su negocio. Por el bien del local, Py no quería que todos se pusieran a imitar a aquellos dos. Junto a su mujer y algunos chicos que se habían unido, lograron bajar a los danzantes y subirlos a otra mesa, más endeble pero más tranquilizadora para el carácter previsor del dueño.

Muchas leyendas corrían sobre lo que Py añadía a las clásicas recetas del aguardiente para mejorar la mezcla. Algunos eruditos de bar, como Silus o el propio Sturglass, habían contribuido a dar cuerpo a las catorce versiones de chiva que se podían fabricar, muchas de ellas confeccionadas a lo largo de alucinadas noches en que la casualidad y la resistencia a los efectos de la experimentación científica (los químicos eran a la vez catadores y jueces) jugaban un papel más importante que el de la ciencia. Había productos que estaban tradicionalmente prohibidos, como el aceite de motor, el tabaco o las salsas picantes, siempre que los catadores no se hubieran puesto de acuerdo previamente. El experimento de la noche se llamaba «cazalla caliente», y tenía más potencial como empuje de bielas que como mejunje culinario. Banjorn estaba midiendo milimétricamente la diferencia con una práctica nacida de años de experiencia.

Mientras, la mujer de Sturglass, Betty, escuchaba a la insoportable radio de su esposo emitir gruñidos y cloqueos ininteligibles. Y supuso lo que cualquiera en sus cabales hubiera supuesto en tal situación: el viejo trasto estaba otra vez estropeado.

Gruñendo amenazas por lo bajo, salió de la casa apresuradamente y cruzó las dos calles que la separaban del único santuario en donde veneraban al dios de Sturglass, el alcohol. Betty encontró a su marido rodeado de botellas.

—¡Horace Sturglass Banjorn! —gritó, para que su voz pudiera ser audible por encima de la música y los gritos—. ¡Vas a acompañarme a casa ahora mismo, y te vas a despejar esa cabezota! ¡Tu maldito aparato está recibiendo señales otra vez!

Sturglass y Silus se miraron, paralizados en mitad de una cabriola. Lentamente, cayeron hacia un lado mientras escupían una carcajada. Ambos se estrellaron contra el suelo del bar con un golpe sordo, ante la hilaridad general. No sin algo de esfuerzo, Betty logró levantar pesadamente a su esposo en tanto Silus seguía con los pies por encima de la cabeza, preso de un ataque compulsivo de risa.

—¡Llévatelo, Betty! —gritó alguien, alzando una jarra—. ¡Enséñale a comportarse!

De alguna manera, diez minutos después, Sturglass estaba sentado en su silla de mimbre frente al aparato receptor. Alguien (quizás él mismo) había vomitado sobre su pantalón y ahora la prenda apestaba a chiva mezclado con un pequeño porcentaje de bebidas menos estimulantes. Sturglass buscó con la mirada perdida a su alrededor algún trozo de tela para limpiarse, mientras su mujer peroraba de fondo.

—¡No sé por qué me casé contigo! —decía, mientras su marido se limpiaba la mancha del pantalón con el mantel de la mesa—. Debí haber hecho caso a mi madre y haberme ido con aquel empleado de correos de Puerto Soldado. Aquél sí que era un buen partido, un hombre hecho y derecho y con un trabajo decente. Pero no, me tuve que juntar con una masa de vómitos andante como ésta.

Sturglass eructó, satisfecho con la mancha de su pantalón. Ahora, en lugar de una salpicadura babosa en la pernera, era un manchón húmedo extendido por casi toda la prenda. De fondo, sobre las peroratas habituales de su mujer, oyó subconscientemente un ruido de estática, algo que no logró identificar, pero que le era tremendamente familiar. Como el ritmo de una canción abstracta que hacía años que no reverberaba en sus oídos.

Quizás fuera un inusitado momento de claridad lo que sacudió sus embotados sentidos, o el condicionamiento nacido de la práctica, pero en un valioso instante de lucidez, Sturglass Banjorn creyó oír algo. Algo familiar. Un tipo de señal que no escuchaba desde hacía décadas.

—… Y tú nunca te preocupas de lo que a mí me pasa, no. ¡Cómo iba a importarle yo al señorito, teniendo él a sus amigotes del bar para pasárselo bomba! —peroraba Betty, a sabiendas de que su marido no la escuchaba—. Cuánta razón tenía mi madre, que en paz descanse, la que…

—Silencio.

Betty cerró la boca al instante, ante la sorprendente seriedad en la voz de su esposo. Sturglass tenía una mano levantada, pidiendo paz, mientras con la otra —y sin asomo de temblor o borrachera— giraba el dial del receptor. Un grupo de gorjeos y restallidos sacudían los cincuenta megahercios, e iban aumentando de potencia. Había una subportadora desplazada, en una banda menor. Sturglass desechó la basura digital de alta frecuencia y trató de aclarar la señal superpuesta. De repente, de los altavoces surgió una voz de mujer modulada en una banda más estrecha que la principal. Su tono marcial era tan inhumano como amenazador:

—{…} baliza de tierra no localizada//Espero instrucciones// Registro en multibanda iniciado a las 14:00 horas//Operador desconocido {…}

Sturglass se puso en pie con tal violencia que casi tiró al suelo la emisora y el resto de cachivaches que se acumulaban sobre la mesa. Dejando que las conclusiones le penetraran como hierro candente, extrajo en un tiempo inusitadamente corto una cinta del receptor, cogió un reproductor, la chamarra y sus gafas, comprobó las frecuencias que estaba empleando el emisor, y salió corriendo de la casa. Betty, anonadada, casi no pudo alcanzarle.

—¡Horace! ¿Dónde demonios vas ahora? —le gritó, asustada—. ¿No irás a volver al bar, verdad, pedazo de alcohólico?

Pero a Sturglass Banjorn se le había pasado la borrachera de golpe.

* * *

El coronel Lucien salió del inodoro cediéndoselo a su segunda al mando, la teniente Iraida Móntez. El uso preferente del baño era una de las pocas cosas verdaderamente recompensantes del mando, y él lo disfrutaba con holgada satisfacción.

Todavía tenía los músculos un poco doloridos como efecto de la aceleración R, así que puso en práctica las recomendaciones del médico y se dio unos masajes suaves en las articulaciones. Cruzó algunos pasillos que se fueron iluminando a su paso hasta llegar a la sala de reuniones. Allí esperaban sus cuatro oficiales, tratando de despejarse con una taza de café caliente y unas pastas. El efecto R provocaba en los humanos una tensión puramente psicosomatica. Las neuronas del encéfalo y el sistema linfático se veían afectadas por una sobrecarga en la tensión que circulaba por la red dendrítica, provocando las agujetas y el malestar general que tanto molestaban al salir de los nichos de estasis. Lucien trató de convencer a su estúpido cerebro de que a sus músculos no les ocurría nada, que todo era un molesto espejismo masoquista.

En algún lugar al fondo de su consciencia, su Id retozaba perezoso. Le transmitió telepáticamente sus impresiones sobre el resto del equipo; curiosamente, aparte de Móntez sólo había otro portador. Los otros tres eran planos. Lucien se sorprendió, preguntándose por qué el Mando había elegido gente sin capacidades mnémicas para la misión.

—Buenos días —saludó al entrar. Sus subordinados devolvieron el saludo con voz apagada.

La sala de reuniones era funcional, ocupaba poco espacio y el que había siempre estaba ocupado. Alrededor de una mesa circular se distribuían varias sillas extensibles, que podían quedar plegadas bajo ella si no se usaban. Una serie de holoproyectores formaban un racimo en el techo, mostrando imágenes bicromáticas de datos y curvas de estado flotando como fantasmas sobre el amasijo de servilletas y botes de azúcar. El reloj dual de a bordo señalaba las seis cincuenta a. m., hora de la nave, y las siete y veintidós p. m., hora del objetivo.

Ramko Ashakawa, teniente segundo y doctorada en xenobiología por Yale, se limpiaba una gota de café que había caído en su pulcro uniforme mientras masticaba un poco de hierba de té. Era una asiática de rasgos agresivos y angulosos, con aspecto demasiado masculino como para resultar atractiva a primera vista. A Lucien le parecía una antigua samurái de tiempos del Japón feudal, que hubiera sustituido la espada y la armadura por una pistola de alta velocidad y un traje de vuelo.

Uriel Armagast, su tocayo de apellido, era el oficial táctico. Era un hombre joven y eficaz, con los veinticuatro años más precoces que el coronel había visto desde la capitana De Whelan. Pertenecía a una familia adinerada y de buena posición social, y quizás eso le había otorgado el carácter egocéntrico y despreciativo que le caracterizaba. Lucien lo conservaba a su lado por sus dotes para tomar decisiones tácticas veloces y su ojo para adivinar estrategias complejas con gran cantidad de elementos en juego. Sin embargo, procuraba mantenerlo a distancia salvo para asuntos estrictamente profesionales.

El tercer ocupante de la mesa era un hombre de raza negra de impresionante constitución. El teniente segundo Gus Sterling era probablemente la persona más grande y musculosa que Lucien había conocido nunca. Irónicamente, sus funciones distaban de cotejar con su aspecto agresivo. Tenía una mente muy capaz, y poseía tres doctorados en medicina, psicología y psiquiatría. Al fijarse en él, el Id del coronel susurró algo por detrás de su oído, señalándole como el portador del grupo.

El último oficial presente en la sala, el alférez de Infantería de Marina Eduardo Santana, era probablemente el que mejor le caía al coronel y el único con quien había servido anteriormente. Durante tres años había estado a las órdenes de Lucien a bordo del Lionel, y había participado en la revuelta de Mia Tetis como líder de escuadra. Eduardo era un hombre simple, descendiente de una familia con buen historial militar y amante de las órdenes sencillas y el trabajo bien hecho. Lucien se alegró mucho cuando supo que estaba destinado en el San Juan.

Los cuatro oficiales hicieron un amago de levantarse cuando su superior entró en la sala, pero Lucien les atajó con un ademán.

—Tranquilos, siéntense. Buenos días a todos: ¿Cómo lo llevan?

Afirmaron encontrarse mejor. Lucien se sirvió unas tostadas y un cortado de la cocina. Se encontraban a tres horas escasas del final de la deceleración, pero el líquido de las tazas todavía retenía una inclinación de un grado estando en reposo.

—He estado analizando los datos recogidos por los sensores —empezó Ramko con su voz grave, casi de varón—. Tenemos cuatro asentamientos importantes, todos de dase tres: aldeas y conjuntos nómadas de no más de dos mil habitantes. Todos se han establecido en la región de la placa tectónica principal donde el aire tiene mayor densidad de oligoelementos respirables.

—¿Tecnología? —preguntó Lucien, sorbiendo de la taza. El café humeaba.

—Escasa. Yo diría que el equivalente a una sociedad agrícola postindustrial, con la maquinaria fundamentalmente dirigida al trabajo en el campo y la cobertura de unos servicios mínimos en los hogares. En las grabaciones se distinguen algunos vehículos de combustión aislados, pero la mayoría de la población utiliza los de tracción animal.

—¿Animales autóctonos?

—Todo especies terrestres: caballos, perros, conejos, ganado bovino y porcino estabulado… Lo que se suele encontrar en una nave semillera al uso. Precisamente hemos encontrado los restos de un transporte varados en la costa de un lago cercano a una de las aldeas. Un tanker Mikoru-Spencer clase V, obsoleto desde hace varias décadas.

—¿Ha habido algún intento de comunicarse con nosotros, o de responder a nuestras llamadas?

—Negativo —intervino el teniente Armagast—. Al parecer no poseen ninguna antena de recepción, o no quieren hacer uso de ella.

—O sea, que no saben que estamos aquí —reflexionó el coronel—. ¿Por dónde debemos empezar, señor Sterling?

—Según las fotos que nos ha proporcionado el ordenador hay un movimiento importante de población en torno a uno de los asentamientos, el segundo en orden de extensión. Casualmente el más cercano a los restos de la nave colonial.

—¿Algún ritual indígena?

—Tal vez, señor —carraspeó el psicólogo—. Creo que se trata de una fiesta.

—Oh —exclamó Lucien, agradablemente sorprendido.

—Al menos, su forma de decorar las zonas urbanas corresponde. Ese tipo de costumbres no suele variar demasiado con el tiempo. Por la forma de vestir y los colores que han elegido para expresar alegría, yo diría que los colonos tuvieron sus raíces en la cultura panoceánica terrestre. En concreto, en formas culturales de la región indoeuropea.

—¿Una festividad religiosa? —preguntó la primera oficial Móntez, entrando en la sala. Era una mujer muy hermosa, de origen hispano, afilada y fibrosa como el canto de un látigo. La rigidez prusiana de su espalda hacía eco de una mirada severa y relajada, unos ojos de ángel en un rostro pétreo. Al llegar Móntez, Ramko se puso ligeramente en pie. Por la expresión de su rostro, Lucien dedujo que era la siguiente en la cola del inodoro.

—¿Religiosa? No; es más una celebración de corte político —expuso Sterling, haciendo uso de la consola. Un grupo de proyecciones tridimensionales apareció flotando sobre la mesa. Eran tomas aéreas de la actividad que reinaba en el pueblo. El ordenador ajustó la tercera dimensión en base a cálculos de distancias relativas al suelo—. Hemos encontrado una iglesia y lo que parece ser un cementerio, pero no da la impresión de que la mitología sea el motivo de la festividad.

—Mejor; así no interrumpiremos ningún ritual. ¿Cuál fue el último contacto que esta gente tuvo con alguien del exterior?

—Hace una década tuvo lugar un enfrentamiento entre la población indígena y un destacamento de la Compañía 806 de la Marina Mercante. Al parecer hubo algunos heridos y saqueos. Hemos de tener cuidado.

Lucien asintió.

—Bien. Alférez, prepare un grupo de contacto. Cuatro hombres, usted, el señor Sterling y yo. —Santana asintió, tomando nota mental de las instrucciones—. No quiero armas visibles. Que lleven chalecos ablativos y distintivos de la Flota, pero nada de pistolas. Equípelos con agujas de presión. No quiero que esa gente se piense que vamos a colonizarlos.

—Entendido —coreó Santana, retirándose presto a cumplir sus órdenes. Su entusiasmo agradaba a Lucien, ya que tendía a volverse contagioso.

—Eso es todo. Reunión dentro de una hora —concluyó el coronel ante la expresión satisfecha de la teniente segundo Ashakawa, que salió disparada rumbo al servicio.

* * *

Sandra tenía puesto el primer vestido de fiesta que lucía en su vida, y era una experiencia maravillosa.

Se trataba de una magnífica prenda azabache con reflejos perlados, falda larga y abierta al lateral, que había pertenecido a su madre. Quería estrenarlo desde hacía tiempo, pero había resultado imposible debido a una simple cuestión de talla: su madre había sido una mujer hermosa y fuerte, de complexión vigorosa y muy femenina al tiempo. Sandra había tenido que esperar varios años a que su cuerpo se desarrollara lo suficiente, pero ahora contemplaba con aprobación cómo su cintura encajaba a la perfección en el vestido, sus piernas asomaban por fin por debajo de la falda, y su pecho rellenaba sin exuberancias pero elegantemente el generoso escote. El conjunto se remataba con un collar de diamantes de línea fina (material de imitación, por supuesto, pero su matrona sabía que en aquel pueblo casi nadie iba a notar la diferencia), que trazaba un precioso círculo de destellos facetados en torno a su cuello.

Procuraba no moverse demasiado, por si aquella obra de arte decidía ceder por alguna parte. Ella y mamah se habían pasado las últimas horas de la tarde encerradas en el cuarto de costura, lustrando y dando esplendor al vestido como si fuera una pieza de orfebrería. La habitación en sí era bastante pequeña. Apenas había sitio para una mesa de costura, dos sillas de madera, unos cuantos cestos llenos de ropa y alfileres, y un fabuloso espejo de cuerpo entero en la pared. Mamah solía ganarse su dinero haciendo arreglos para otras mujeres y hombres del pueblo, y se le notaba la destreza en las manos y en los ojos.

Con extrema mesura, la matrona recogió los cabellos de la joven en un remolino detrás de la nuca, mientras iba escupiendo alfileres y trabas de la boca. Sandra contempló las primeras fases del peinado, y frunció el ceño. Aquello no parecía tener buen aspecto.

—¿Estás segura de que esta es la forma correcta de recogerlo? —preguntó insegura, mirando los rulos que aguantaban aquel moño deforme.

—Estate tranquila, niña, y deja trabajar a tu mamah —espetó la mujer, dándole un par de cariñosos tirones de los flecos—. Ya verás cómo te sorprende al final.

—¡Au! —se quejó Sandra.

—Esta vieja aún recuerda algunos truquitos de cuando era joven.

—¡Ouch!

—Vas a dejar patitiesos a esos chavales, ya verás —dos tirones más.

—¡Oy!

—Te va a quedar precioso —concluyó, sonriendo satisfecha ante su obra. Sandra contempló horrorizada la cosa que tenía colgando detrás de la cabeza. Lo miró desde varios ángulos, intentando buscarle algún perfil atractivo, sin conseguirlo más que con una inclinación absurda del cuello. Sandra se imaginó andando por la fiesta con el rostro pegado al hombro, y se santiguó mentalmente.

—Es… bonito —dijo, con voz queda. Mamah soltó una sonora carcajada, acariciando el hombro de la niña.

—No, no, espera —susurró tranquilizadoramente—. Aún no hemos acabado. Fíjate ahora.

Entonces la matrona quitó una sencilla traba, liberando la melena recogida. Ésta se abrió como la cola de un ave del paraíso, adoptando una forma que aureolaba a la perfección el ovalado rostro de la chica. Sandra se quedó boquiabierta. Era perfecto.

—¿Qué te dije? —dijo la matrona, saboreándola Sandra seguía anonadada contemplando su reflejo en el espejo. ¿Cómo demonios lo había hecho?

—Oh, mamah, es… —Se volcó en un fuerte abrazo a la obesa mujer, y estampó un sonoro beso en su mejilla que hizo desaparecer la mayor parte del carmín.

—¡No, no lo hagas! —sonrió mamah, limpiándose—. Ahora tendrás que pintártelos otra vez, tonta. Venga, empieza o llegarás tarde.

La matrona se retiró de la habitación silbando una alegre melodía mientras Sandra, sin muchas prisas, reiniciaba la operación. No le importaba llegar tarde.

Media hora más tarde, estaba lista. Cogió un tul para protegerse los hombros del relente nocturno y salió a la calle. Podían escucharse dos orquestas tocando a la vez en la cercana plaza, y grupos dispersos de gente que iban y venían vagabundeando por los callejones. Sandra los examinó, sopesando posibilidades. Reunión era un pueblo muy familiar y tranquilo, pero en noches como esa había que andarse con cuidado.

—Estás exultante —susurró una voz hecha del ambarino crujido de las hojas otoñales. Sandra se volvió con una sonrisa y descubrió a Ventrell, el árbol sintético, plantado tranquilamente al borde del jardín.

—Gracias —dijo ella, ruborizándose.

—Te pareces mucho a tu madre. Tienes su misma… majestad.

Sandra se acercó a él. El rostro femenino que dibujaban las vetas del tronco sonrió, y extendió una rama para que las hojas acariciaran delicadamente la piel de la chica. Sandra depositó un beso en una flor.

—Vaya, me vas a hacer parecer un árbol de madera roja. Mejor guárdate eso para la legión de chicos que te esperan ahí fuera.

—¡No pienso besarlos a todos! —rió ella.

—Tal vez, pero alguno será el príncipe afortunado esta noche, estoy seguro. Ve y diviértete. Y no les des tregua.

—¿Tú no vienes?

—Me parece que no —Ventrell se rascó una termita con una rama transversal—. Las fiestas de tu gente llevan un ritmo muy acelerado para el pausado fluir de mi savia. Prefiero quedarme aquí, viendo cómo decae la condición humana desde la cima de la progresión evolutiva a los suburbios del autocompadecimiento racial y la vergüenza ajena.

—Ventrell, eres un poeta —dijo Sandra, despidiéndose con una última caricia a sus pétalos extendidos. El árbol la vio marcharse y fundirse como una gota de esplendor en la marea de liviandad de la condición humana. Elevó la vista al cielo, vaticinando con asombrosa perfección el tiempo como le había enseñado a hacer su creador, y el complejo programa de análisis meteorológico que atesoraba en sus cromosomas vegetales—: Algunos cúmulos de nubes tormentosas se estaban agrupando sobre las colinas, pero la probabilidad de precipitaciones era bastante baja. Si todo iba bien, la temperatura seguiría estable y las estrellas brillarían como ascuas incandescentes sobre beatos y pecadores.

Un detalle le llamó la atención: había una estrella más esa noche en el firmamento. Un débil punto de luz blanco azulada que se desplazaba lentamente hacia el suroeste. Su movimiento pasaba desapercibido en contraste con la incansable marcha de las nubes, pero él lo cazó enseguida.

Con un escalofrío que sacudió sus ramitas periféricas, al árbol comenzó una lenta exploración del cielo buscando alguna sorpresa inesperada.

* * *

Sandra no había visto una celebración tan concurrida en toda su vida. Alrededor del pozo y el escenario donde actuaban los juglares se habían dispuesto una serie de mesas largas de madera, con suficientes sillas para todo aquel que quisiera disfrutar de la estupenda gastronomía de Esperanza. En sendas hileras se alineaban centenares de platos tallados en madera llenos de carne, verduras, ensaladas, pastas, cocidos, retortas de maíz, sopas, condimentos, aliñados y algún que otro secreto desempolvado para la ocasión.

Pero sobre todo, por encima de los olores y el gusto de las comidas, lo que creaba el ambiente de familiaridad y tradición eran los sonidos. Los hombres solían reunirse en torno a grupos folclóricos llamados cepas, con un maestro de melodías en el centro, dos o tres anillos de platos y jarras siempre llenas a su alrededor, y un grupo de guitarristas y tamborileros distribuidos en torno a la posición de éstas. Continuaban tocando a la vez que daban buena cuenta de los filetes de cerdo, lo que hacía que la melodía adquiriese formas a veces surrealistas.

A Sandra le gustaban especialmente los trajes: estaban confeccionados con lino y lana teñidos de vivas tonalidades que, sobre todo los de las mujeres, parecían una explosión de colorido cargada de pañuelos, chales y colgantes. Los que lucían los varones eran diferentes: se basaban en el contraste entre claros y oscuros, usaban sombrero de ala estrecha y bufanda gris enrollada alrededor de pechos ceñidos de borrego. Sandra se imaginó vestida de varón, y se hizo la solemne promesa de salir así el año siguiente.

—¡Perdone! —prorrumpió un hombre al pasar corriendo junto a ella. No llegaron a tocarse, pero la joven estuvo tan cerca de él como para sentir el hedor a alcohol. Le reconoció: era Sturglass Banjorn, uno de los compañeros de su abuelo en las juergas del bar de Py. Parecía llevar una prisa enorme, como si su última copa estuviese en juego. Sandra se disponía a seguirle para ver si localizaba a Silus, cuando una voz masculina la detuvo.

—¡Sandra! —gritaba Marco Girodi, sin su yegua y subido al pozo con un par de botellas medio vacías en el regazo—. ¡Eh, Sandrita!

La muchacha estudió seriamente la posibilidad de hacerse la distraída, pero ya había vuelto la cabeza instintivamente hacia ellos. Suspirando, esperó a que Marco se acercara con su andar torpe y bebido.

—Hola, Marco.

—¿Qué haces aquí sola? Oye… —La escrutó descaradamente de la cabeza a los pies, soltando un bufido de animal en celo—. Vaya… Estás tremenda.

—Supongo que viniendo de ti, eso es un halago. Muchas gracias.

—¿Has…? —eructó, y Sandra apartó la vista, buscando desesperadamente una salida—. ¿Has quedado ya con tu abuelito? Creo que lo vi bailando encima de las mesas de Py hace un rato.

El resto de la pandilla de Marco ya les había alcanzado. Algunos rieron la ocurrencia, mientras la mayoría contemplaban como hipnotizados el escote de la muchacha. Esta se giró, dándoles la espalda y haciendo como si buscara a alguien.

—¿En el bar, dices? Bueno, pues dejemos que se divierta.

—¿Y tú? ¿Te estás divirtiendo?

—Sí, Marco. Mucho.

—Concédeme este baile —gimoteó él al tiempo que los juglares cambiaban el compás. Marco compuso una de sus expresiones graciosas, una que a Sandra siempre le había gustado.

—No sé, Marco, tengo que…

—Por favor, por favor, por favoooor… —El joven se puso de rodillas, alzando y haciendo descender los brazos como adorando a una antigua diosa. Sandra no pudo reprimir una sonrisa, y le pellizcó con fuerza el brazo para que se levantara.

—¡No hagas eso!

—Por ti me subiré al escenario y entonaré una balada de amor.

—Está bien, te concedo el baile. —Sabía que Marco era perfectamente capaz de hacerlo. La borrachera no ayudaba.

—Ja. Esperadme aquí, vosotros —ordenó el muchacho a sus compañeros.

Marco y su princesa se dirigieron al tumulto que se había congregado frente al escenario. La orquesta tocaba un tema muy alegre, y pronto los dos se movían a gran velocidad por entre los demás bailarines, haciéndose un hueco natural en la alegría.

Los chicos de la pandilla contemplaron descorazonados cómo su líder disfrutaba de la compañía de la reina del baile, pero en el fondo sabían que las posibilidades que tenía Marco de llevársela a algún rincón poco iluminado por los farolillos no eran pocas, sino matemáticamente inexistentes. Aún así, todos miraban a Sandra moverse como un faro en medio de la muchedumbre, focalizando y transmitiendo a su alrededor toda la magia de la noche, y su sonrisa les hizo pensar con nostalgia en olvidados nombres de mujer.

* * *

Silus había logrado levantarse por cuarta vez del suelo (las tres primeras se había caído; la última estaba intentando encontrar una copa que había dejado allí la vez anterior), y trataba de acabar una seria partida de dominó con otros tres compañeros, tan borrachos como él. No oyó a Sturglass gritar su nombre en mitad de la algarabía del bar, y menos aún buscarle ansiosamente entre las mesas.

El pastor de tormentas tenía una cinta de banderolas rodeándole la cabeza, y observaba con ojos licuados las doce fichas que tenía delante —al empezar nadie se había acordado de que las reglas del juego sólo permitían repartir siete; todo el mundo empezó a coger piezas alocadamente hasta que se vació la mesa—. A esas alturas, la partida estaba en un punto culminante. Alguien había lanzado un seis doble, encajándolo con audacia en una ficha con menos unidades, y ahora le tocaba a él. Su paladar anticipó el sabor de un nuevo sorbo de chiva.

Lenta, fríamente, contempló la cadena de fichas con expresión calculadora, y se llevó parsimoniosamente la jarra de licor a los labios.

—¡Venga, Silus, déjate de mierdas! —gritaron a coro sus adversarios, a los que dedicó una sonora carcajada.

—¡Eh, Silus! ¡Silus! —gritó alguien a su espalda. Por supuesto, le ignoró, y eligió una ficha al azar.

—Esta misma… —dijo para sí, y colocó al revés la ficha en el tablero. Los otros aprobaron la jugada.

—¡Silus, escúchame! —Sturglass apareció en su línea de visión, sacudiéndole por los hombros—. ¡Es importante!

—No… no hagas eso, o vas a ver como pinto de marrón tripa el tablero —se quejó el pastor, deshaciéndose de la presa.

—¡Atiende! Tienes que despejarte… Uhm, ya sé. Espera un segundo.

El pastor no le vio marcharse, ni agarrar una jarra de agua fría del tonel de Py. Las fichas habían cambiado sobre la mesa. Alguien se había llevado la que él había puesto para añadirla a su colección particular Silus, indignado, cogió otra, y el objetivo del juego cambió radicalmente, del descarte a ver quién lograba quedarse más piezas. El viejo reía histéricamente cuando la ducha fría cayó sobre sus hombros.

Soltó tal alarido que se pudo oír en la plaza donde Sandra bailaba siguiendo los acordes de los bardos.

—Así me gusta —dijo Sturglass, satisfecho, y arrastró a su amigo a una esquina del bar, sentándolo en un taburete.

—¿Por… por qué has hecho eso? —protestó Silus, tiritando.

—Para despertarte. ¡Escúchame! Esto es muy importante. ¿Recuerdas las señales de las que hablaba mi mujer?

—Nnnno.

—¿Sabes quién es mi mujer? —tanteó Sturglass.

—¿Es que ya te has casado?

—Joder.

El minero buscó velozmente con la vista alguna otra jarra maldiciendo por lo bajo, pero Silus le agarró de la manga, riendo.

—Tranquilo, era una broma. ¿De qué señales me hablas?

—¿Recuerdas que Betty me vino a sacar del bar porque mi receptor estaba otra vez captando estática, no? Ya sabes que lo dejo siempre encendido y listo para grabar cualquier cotilleo que esos sinvergüenzas de Aemonis lanzan al aire.

Silus asintió, cansado. Lo sabía, lo sabía.

—Pues escucha esta —El minero extrajo un reproductor de su chamarra raída y lo puso en funcionamiento junto a la oreja de Silus.

Un zumbido empezó a surgir del aparato a medida que las bobinas arrastraban la cinta. Unos sonidos comenzaron a hacerse apenas audibles por encima del estruendo del bar. Py había construido su local con paredes de cemento, como Silus había hecho con su granja. Iba en contra de la tradición general (la costumbre era utilizar madera, mucho más barata y fácil de conseguir), pero su sentido práctico prefería la solidez a la estética.

Al principio, la expresión de Silus no varió un ápice. De hecho, Sturglass le notó más preocupado por un hilo que surgía de sus pantalones. Estaba tirando de él tratando de arrancarlo, pero lo único que conseguía era deshilachar más la prenda. Silus iba a decir algo, enseñándole el trozo de hilo a Sturglass, cuando se paralizó. Agarró el reproductor con una mano firme, y se lo pegó más al oído.

Durante un largo minuto, se limitó a escuchar. Luego sus ojos se abrieron hasta casi salirse de las órbitas.

—¡¿Cuándo dices que has grabado esto!? —rugió, agarrándole por los hombros con fuerza.

—Ya te lo he dicho —contestó Sturglass, zafándose a duras penas—. Acabo de recogerlo hace menos de veinte minutos. El tiempo que he tardado en grabarlo y venir a buscarte.

Silus se acercó a la mesa más próxima y le arrebató de las manos una jarra de un cuarto de litro de chiva a un aldeano. Haciendo caso omiso de sus protestas, se la bebió de un trago. Luego pareció más despejado.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Sturglass.

—Busca a todos los hombres que tengan un arma y no estén muy borrachos —la voz de Silus era firme y decidida—. Reúnelos en la Iglesia. Saca al padre Miguel del carromato de las putas y que se despeje, le vamos a necesitar.

—De acuerdo —dijo Sturglass, presto a marcharse. Silus le detuvo.

—Pero hazlo con discreción, ¿entiendes? Que nadie, y digo nadie, más de los estrictamente necesarios se entere de lo que pasa. Es mejor tener a la gente ocupada divirtiéndose que corriendo histéricos de un lado para otro.

—Muy bien.

El minero salió precipitadamente del local, tratando de disimular ineficazmente su prisa, mientras Silus, fajándose el pantalón, se sentaba de nuevo en el taburete.

Ya están aquí.

Una mujer pasó cerca de él, mandándole un beso volado mientras otro hombre tiraba muerto de risa de su falda.

Han llegado, al fin. Están aquí.

Con sorprendente seriedad, se puso en pie y se dirigió a la salida. Cuando pasó cerca de la mesa donde había estado jugando, alguien gritó:

—¡Eh, Silus, ven y acaba la partida, hombre! ¡Tom te ha robado ya once fichas!

Pero el pastor ya no escuchaba. Se le había pasado la borrachera de golpe.

* * *

Sandra estaba disfrutando de la fiesta. Por un momento, un simple segundo en que Marco la había atraído hacia sí y ella se había dejado abrazar, pareció que todo volvía a ser como antes, y la felicidad la embargó. No le gustaba mucho la manera que tenía Marco de hacerla dar vueltas, y menos con aquellos tacones, así que había tomado la iniciativa pidiéndole que se dejase llevar. Intentó no pensar en lo destrozados que iban a quedar sus preciosos zapatos al acabar la noche, y se vengó de Marco dándole pie para que diera un par de vueltas muy seguidas bajo su mano. El chico, visiblemente mareado, no pasó de la segunda y dio con sus huesos en el suelo con un chapoteo. Sandra trató de controlar la risa mientras le ayudaba a levantarse.

—Buena pirueta.

—Zorra —se quejó él, y Sandra no pudo soportarlo más. Partida de risa, le dio un beso en la mejilla apartándole un poco el barro de la cara. Marco se aplacó, riendo también, y olvidó el traspié, su mente puesta en ese último beso.

Iba a intentar devolvérselo cuando una mano perentoria se apoyó en su hombro. Marco se giró para encontrar la mirada de Sturglass.

—Chico, tienes que hacerme un favor.

—¿Qué?

—Tienes que ir a buscar a tu padre. Y rápido. Dile que se despeje y que coja su escopeta, que la necesitaremos. Nos vemos en el patio trasero de la iglesia.

—Pero, ¿por qué demonios…? —se quejó el muchacho. Pero el tono tajante y la mirada de urgencia del minero hacían obsoleta cualquier réplica. Sturglass desapareció entre la gente con tanta celeridad como había llegado, dejando a la pareja estupefacta.

—¿Qué ocurre, Marco? —preguntó Sandra—. ¿Qué te ha dicho?

—No lo sé… —el joven meditó unos segundos y luego la besó en la mejilla, con semblante grave—. Creo que ocurre algo. Vete a casa.

—No. Dime qué ocurre, Marco.

—¡Joder, no lo sé!

El muchacho salió corriendo en dirección a su casa. Sandra, preocupada, le observó marcharse y esperó unos segundos, sin saber qué hacer. Luego fue a buscar a su abuelo.

Sturglass había logrado reunir a tres hombres, todos armados con escopetas de caza menor. Silus había desempolvado una pistola de agujas de sus tiempos de aventurero, con culata retraíble y cañón ahusado, pero ni siquiera sabía si los paquetes de munición funcionarían. Por eso se había traído la vara.

Silus contempló a su tropa en silencio. El padre Miguel intentaba ponerse de nuevo los calzones mientras vomitaba en la esquina del convento. Lo miró con desaprobación; llegado el caso, aquel hombre era el único guía que podía atraer medianamente la atención de la multitud. El alcalde estaba fuera de juego: era un hombre hipertenso que tomaba pastillas para dormir. Aunque lograsen despertarlo, las drogas lo mantendrían en estado de semivigilia al menos otro par de horas más. Y él necesitaba gente despierta.

Sturglass apareció con prisas trayendo a otro recluta más. Era Tom, el compañero de juergas del bar, que todavía aferraba una pieza de dominó entre los dientes. Sostenía como podía una pistola de clavos rescatada de su taller de carpintería.

—¡Por Dios! —se lamentó, señalando al nuevo recluta. Sturglass se excusó con un encogimiento de hombros:

—Me dijiste que trajera a quien estuviera disponible, y eso hago. Girodi no ha aparecido, pero se me ocurrió que podríamos usar a éste.

—Sturglass, cuando una idea cruza por tu mente realiza el camino más corto de Esperanza. ¡Eh, Tom!

El aludido sonrió, mostrando más encías que dientes.

—¡Stu, por amor de Dios, si no puede ni sostenerse en pie! ¡Mírale!

—De esho nada, compadre —refunfuñó Tom, enarbolando la pistola. Todos los demás se apartaron de un salto de la trayectoria del cañón, agachando las cabezas—. Puedo clavar el ojo de un mosquito con eshto sin que me tiemble el pulso.

—Sí, si el mosquito es tan idiota como para meterse de cabeza en el cañón —espetó Silus, tratando de calmarse—. Está bien. Esto es lo que tenemos. Tendrá que bastar.

—¿Qué es, Silus? —preguntó uno de los reclutas, el dueño de la pescadería—. ¿Qué estamos haciendo detrás de la iglesia, viendo cómo el cura vomita?

Los demás apoyaron la pregunta. Silus tomó aliento y se cargó al hombro su vieja vara de pastorear.

—Os lo voy a explicar con la mínima cantidad de palabras necesarias. Esta tarde…

El viejo cerró la boca de repente, como si le hubiera dado una parálisis repentina. Los demás rieron.

—Hombre, tampoco hacía falta que simplificaras tanto —dijo el pescadero.

—¡Silencio!

Todos callaron. Silus parecía ido, con un dedo levantado y la vista perdida en algún punto entre él y sus compañeros.

—¿Qué pasha? —dijo Tom al cabo de un momento, chupando el cañón de la pistola.

—Yo tampoco oigo nada…

Sturglass cerró la boca, dándose cuenta que eso era lo que Silus escuchaba: el silencio. Un silencio abrumador había caído bruscamente sobre el pueblo, una calma repentina más aterradora que cualquier sonido.

Los seis hombres junto con el tambaleante cura salieron de su precario escondite andando despacio, como temiendo llegar tarde a la comprensión de un hecho de dominio público. Llegaron a la plaza tras recorrer unos metros alfombrados con restos de vasos aplastados y comida llena de hormigas. Todo el mundo seguía allí, algunos todavía paralizados en ridículas posturas de baile o subidos a los tejados de las casas vecinas. Los músicos sostenían sus instrumentos con los dedos congelados en acordes silenciosos.

Todos miraban hacia la calle que comunicaba la plaza con la carretera del norte, el enlace con Pax Meritae.

Silus localizó a su nieta milagrosamente, casi chocando con ella. No se dirigieron una palabra; nadie habló ni se movió durante unos largos instantes. El pastor miró en la misma dirección que el resto, y sintió que su corazón daba un vuelco.

Parados a la entrada del pueblo, haciéndose eco del estupor general, había siete extranjeros.

Todos eran varones, de distintas edades y complexiones físicas. Cuatro de ellos, los que iban en retaguardia, eran muy jóvenes, soldados de mirada agresiva firmemente plantados sobre sus pies. Sus ojos se movían nerviosamente por las casas tratando de hacerse un mapa mental de la zona. De entre los cabecillas destacaba un hombre negro de complexión tremendamente robusta, que observaba a la multitud como si estuviese resolviendo un complejo puzzle matemático.

Silus se envaró al reconocer los trajes de campaña de la Armada Imperial, pese a que lucían un diseño bastante diferente del que él había conocido. Las pesadas armaduras de plástico ultradenso se habían sustituido por delgados trajes acolchados, de cerrado negro y azul frío para el tejido principal, rojo y amarillo para las insignias y distintivos.

Sandra tenía la vista clavada en el hombro del que parecía ser el jefe, un hombre apuesto y maduro que mantenía los brazos separados del cuerpo en señal de pasividad. La prenda lucía un parche del color de la sangre, en cuyo interior se distinguían dos leones gemelos tatuados en oro.

Silus abrazó a su nieta, notando que respiraba entrecortadamente.

Como ninguno de los presentes reaccionó, el cabecilla del grupo de soldados se adelantó unos pasos, y se dirigió a la población con voz firme:

—Bueno. Está claro que no nos esperaban. —Nadie rió el chiste, así que prosiguió, buscando un posible líder—: Soy el coronel de la Marina Imperial, Lucien Armagast. Mis hombres y yo hemos desembarcado en su planeta cumpliendo con órdenes dictadas por la Oficina de Administración, a través de su representante y del Comandante en Jefe del Ejército. Y… bueno, nos gustaría hablar con aquel de ustedes que esté al mando, sin tener que interrumpir la fiesta.

Silus miró de reojo al padre Miguel. El cura estaba medio adormilado en brazos de Sturglass, con la sotana manchada de vómitos. Maldiciendo para sí mismo, dio un paso adelante, destacándose. Su nieta le seguía muerta de miedo, pero aunque no salió de su mutismo tampoco se movió de su lado.

Tu madre estaría orgullosa, pensó Silus, y tomó aliento. Si iba a decir algo, tenía que procurar que aquella fuera una primera toma de contacto en condiciones.

El cabecilla de los recién llegados, aliviado de encontrar a alguien concreto a quien dirigirse, dio unos pasos hacia él, su uniforme marcial abriendo anchos senderos en la multitud. Ambos hombres permanecieron frente a frente, a dos metros de distancia. Silus carraspeó.

—Hola —fue lo único que se le ocurrió.

—Hola. Buenas noches —respondió el recién llegado.

—Buenas noches. Eh… disculpe nuestra actitud, pero es que hace mucho tiempo que no vemos extranjeros en Esperanza.

—¿Esperanza? —se extrañó Lucien. Sterling se apresuró a comunicarle mentalmente sus apreciaciones—. Ah, claro, Esperanza. En nuestros archivos consta bajo otra reseña.

—Ya… —Pasaron unos tensos segundos en los que nadie abrió la boca. El militar le miraba con expectación, sin atreverse a interrumpirle. Silus optó por lo único que en ese momento pasó por su colapsada cabeza—: Oiga, si no es una pregunta descortés, ¿podría decirnos qué han venido a hacer aquí?

Lucien pareció un poco incómodo. Había captado el miedo y el rechazo que flotaban en el ambiente, así como el tono sesgado en el acento de aquel viejo con pinta de haber salido de una fiesta con alto gradiente de alcohol. Sterling le sugirió telepáticamente que no hiciera mención por el momento a su misión, y que tratara de conectar con el cabecilla. La multitud se haría eco de la reacción de éste.

¿Conectar? ¿Cómo demonios quiere que lo haga? ¿No ha visto sus caras?, comunicó el Id de Lucien.

Aquí se esconde un resentimiento mayor del que esperaba. No me extrañaría que el motivo de la celebración fuera algún tipo de consorcio independentista, contestó Sterling. Su Id transmitía símbolos y constructos visuales de precaución en una banda telepática secundaria.

¿Y ahora me lo dice?, pensó Lucien. Teniente, luego hablaré con usted en mi despacho.

—Abuelo, creo que estamos siendo descorteses. Deberíamos invitar a estos caballeros a unirse a nosotros en la celebración. Quizá podamos entablar un primer lazo.

Todos miraron con asombro a la joven que había pronunciado esas palabras. Sandra se sonrojó un poco, rezando porque el maquillaje fuese lo suficientemente denso.

Lucien estaba asombrado. Aquella chiquilla, quien quiera que fuese, tenía un don capaz de atraer la atención de la gente. El Id de Sterling permanecía silencioso.

—Creo que esta hermosa joven tiene toda la razón —opinó el coronel—. Venimos en paz, y no portamos armas. Les pido que nos perdonen si nos hemos presentado sin avisar, pero no recibimos ninguna respuesta a nuestros mensajes radiados.

—No me extraña —dijo Silus—. En Reunión no hay ninguna antena dirigida al espacio. Somos un pueblo amante de la soledad. Pero mi nieta tiene razón; hemos sido descorteses. Síganme y puede que encontremos algo de bebida en los toneles de Py, si es que no se la han ventilado ya.

La gente expulsó aire en un murmullo de alivio. Silus, todavía de la mano de su nieta, guió la comitiva al bar. Sandra le estaba cortando la circulación de la muñeca, pero caminaba erguida y con paso seguro. Precedidos por Py, que limpiaba a toda prisa las mesas con un paño húmedo, tomaron asiento en silencio. Muchos aldeanos permanecieron alrededor haciendo como que continuaban con sus propios asuntos, pero sin perder de vista a los extranjeros.

El hombre negro parecía bastante hosco, pero a Sandra le indujo confianza. Les observaba con curiosidad pero con respeto, como quien estudia el comportamiento de un ecosistema que no ha visto nunca. Miraba las ropas de la gente y sus posturas, observando sólo los detalles. Sandra se ruborizó cuando él la pilló mirando fascinada uno de sus férreos bíceps: en Reunión jamás había habido un culturista que llegase hasta ese extremo de solidez corporal.

El segundo oficial, sin embargo, la inquietó. En sus hombreras había una estrella menos que en la del hombre negro, pero era algunos años mayor. Parecía introvertido, callado y atento a cualquier movimiento de más. Sus brazos reposaban relajados sobre las piernas, pero sus hombros estaban tensos. Se había sentado con las piernas arqueadas y el torso separado del respaldo de la silla, listo para ponerse en pie de un salto si algo iba mal.

Pero era el hombre que estaba al mando el que más atraía su atención. Había algo en él… tan sutil que no podía verse a simple vista. Algo en aquel rostro que era a la vez una expresión afable y un paradigma de la marcialidad.

Hay que ir con mucho cuidado, pensó Sandra.

—Es un bonito lugar, este —comenzó Lucien, rompiendo un poco el hielo—. ¿Cómo dicen que se llama? No consta en nuestros archivos.

—Reunión.

—Bonito nombre. Y «Esperanza». Nombres así son para lugares cargados de optimismo, ¿no?

—Es posible —asintió Silus.

—¿De dónde vienen ustedes? —intervino el dueño desde la barra. El soldado probó un sorbo de chiva antes de responder:

—Por aquí no se suelen ver muchos viajeros, ¿verdad? Entonces no es de extrañar que se sorprendan. Venimos de la Tierra.

La noticia produjo cierto estupor en los presentes. Lucien se fijó en que únicamente la niña se había sorprendido favorablemente. Los demás, incluido el viejo, se mostraron recelosos y algo incómodos. Para relajar tensiones, el coronel procedió a presentar al resto de la oficialidad que le acompañaba, dejando a la tropa aparte. De esta manera también ellos podrían participar en la conversación.

Sterling tomó la delantera:

—¿Qué se celebra? Veo una multitud reunida en un pueblo con mucha menor capacidad para alojarlos.

—Es una fiesta nacional —Silus buscó una explicación rápida—. Se celebra… eh…

—La conmemoración de un evento —concluyó Sandra—. Nuestra llegada a Esperanza. Es una fiesta muy bonita.

—Eso desde luego —asintió Lucien con satisfacción.

—Supongo que con su infraestructura tendrán bastantes problemas para abastecer a semejante cantidad de gente con comida y bebida, ¿no? ¿Cómo saben cuánta deben preparar? —preguntó el psicólogo.

Lucien miró de reojo a su subordinado, sin saber a dónde quería llegar. Sterling le ignoró, concentrándose de manera un tanto exagerada en el viejo para que éste se sintiera obligado a responder.

—Bueno, siempre sabemos cuántos niños nacen y cuántos carcamales como yo mueren, así que… —sonaron unas risas—. Digamos que el volumen de personas no varía mucho de un año para otro.

—Pero hay bastante gente repartida por las cuatro aldeas del planeta, y cada una de éstas es numerosa. ¿Tienen ustedes algún sistema de censo, o algún archivo de nacimientos? ¿Algo donde consultar quién es quién en Esperanza?

Lucien se humedeció los labios, felicitando al teniente para sus adentros. Tal vez aquello funcionase.

—No, nunca lo hemos necesitado hasta ahora. Teníamos una lista de pasajeros en la nave, pero ya es obsoleta. Muchos se han ido y otros han venido.

—¿Ni siquiera las instituciones públicas se preocupan de hacer un recuento? ¿No pagan impuestos?

—La verdad es que no —rumió Silus, receloso—. ¿Por qué lo preguntan?

—Es curioso que no tengan industria ni contacto con naves estelares —cortó Lucien, cambiando de tema—. ¿Cómo es eso posible? Esperanza está lejos del cúmulo central, pero no es la Frontera. Hay planetas civilizados e industrializados a casi el doble de distancia que este.

—¿Los hay? —se extrañó Silus. Cuando ellos habían decidido fundar Reunión, Esperanza era la cota más alejada del núcleo del Imperio que se podía encontrar en los mapas. Ahora había mundos industrializados más allá.

Pues sí que cambian las cosas en cuarenta años, pensó, acordándose de Ventrell.

—En realidad no están tan lejos de la Marca —prosiguió el soldado—. Existen mundos terraformados más allá de la nebulosa del caballo con la misma zeta negativa que ustedes, pero se colonizaron hace relativamente poco. A estas alturas ya son planetas industrializados y prósperos —carraspeó—. Su caso, de todos modos, es bastante singular.

—Bueno, no tanto como usted se piensa —Silus se sirvió otra jarra—. Esperanza no es un mundo rico en minerales, ni está situado en una zona de gran valor estratégico. Es un sitio donde podemos vivir a nuestro gusto; nacer, crecer y morir en medio de trivialidades cotidianas. Lo mismo que en muchos otros lugares, supongo.

—Tiene razón —convino Lucien—. Es un buen lugar donde perderse y formar una familia cuando se está cansado de todo.

—Y eso me lleva a formularme una pregunta —murmuró el viejo, frunciendo el entrecejo.

Allá vamos, se dijo Sandra, y cogió la mano de su abuelo por debajo de la mesa. En ese momento se dio cuenta de qué era lo que la inquietaba del jefe de los soldados: en todo el tiempo que llevaba sentado a la mesa, no había parpadeado ni una sola vez.

—Es referente a su presencia aquí —continuó Silus—. No es que nos moleste, claro, pero… No logro encajar las piezas. Si no somos de interés estratégico, ni podemos ofrecer grandes beneficios económicos a ningún inversor, ¿por qué han viajado ustedes desde tan lejos? ¿Por qué han perdido tanto tiempo para llegar a esta bola de barro? ¿O es que están aquí por casualidad?

El coronel apoyó las manos sobre la mesa, cruzándolas en un gesto de seriedad. Se estaba pensando la respuesta, y eso asustó más a Silus que cualquier otra cosa.

—Señor…

—Silus.

—Eh, Silus. De acuerdo. Señor Silus —empezó el jefe de la expedición—. Nuestra presencia aquí no es accidental, es cierto. Un problema de índole interna ha requerido que mis hombres y yo nos desplazáramos en persona para visitarles, ya que el destino ha querido que sólo ustedes puedan ayudarnos a resolver ese… inconveniente.

Hubo murmullos y cuchicheos, pero Silus los acalló con un gesto.

—Dejadle hablar —ordenó.

—Gracias. Disculpe mi torpeza, pero la falta de información sobre este lugar es desesperante. Eso en mi trabajo supone un gran inconveniente. Aquí, en Esperanza, ¿están al tanto de las noticias de última hora en la Red? —Lucien observó satisfecho los rostros de incomprensión—. Veo que no. Bien. Por motivos que son clasificados de alto secreto, debo hablar urgentemente con una persona de este planeta.

Los murmullos arreciaron. El alférez Santana se encrespó, acariciando con el dedo índice la aguja de presión que ocultaba en la manga.

—Pero, debido a que no conocemos más que unos pocos datos sobre esa persona, y el que este sea un lugar prácticamente deshabitado, eh… sin ofender. —Silus le dedicó un gesto trivial, invitándole a proseguir—… Y visto que casi toda la población se encuentra aquí esta noche, me da la impresión de que nuestro trabajo se va a simplificar mucho. —Los ojos de los leones que blasonaban las insignias parecieron destellar malignamente bajo la luz de las lámparas del bar.

—Y quién… ¿Quién es esa persona a la que buscan, y para qué? —preguntó Silus, al fin.

—El porqué es un asunto privado entre el Emperador y esa persona. El quién, bueno, sólo tenemos algunos datos sueltos. Sabemos que es una mujer, que es joven, y…

Sintiéndose estúpido, Lucien sopesó rápidamente las opciones, el tiempo disponible, los pros y los contras… y se resignó. Ante la falta de censos o documentos escritos que poder consultar, decidió acudir al sistema básico.

Tantos años estudiando Táctica y Procedimientos para esto.

—Está bien —continuó, en tono de extrema confidencialidad—. ¿No sabrían decirme ustedes cuántas personas cuyo nombre de pila sea Alejandra hay en Reunión ahora mismo, no?

* * *

Evan despertó con la mayor resaca que había tenido en su vida, y había soportado algunas muy duras. Los colores caían lentamente hacia su mezcla estándar de rojos, verdes y azules, pero en el trayecto su mente tuvo tiempo de apreciar formas y movimientos distantes.

Es el gak.

Con los sentidos aún entumecidos por la droga, recorrió la estancia para comprobar dónde se hallaba. Estaba tumbado en una cama de hospital. Una leve presión palpitaba en su antebrazo; Evan alzó la cabeza para ver qué la producía, y un repentino mareo le hizo ver el lugar patas arriba. En una mesa adjunta a la cama había una bandeja con algunos restos de comida liofilizada, bebida estimulante y vitaminas, todo en prácticos tubos para lactantes. Se incorporó, un poco más despacio para que no le sobreviniera otro mareo, y buscó una salida.

La habitación era bastante pequeña, decorada en tonos pastel. No tenía ventanas, pero un tragaluz sito en el techo le comunicó que todavía era de día. Estaba a punto de llamar a alguien cuando la puerta se abrió y entró un enfermero, llevando unas toallas limpias. Al verle, dibujó una amplia sonrisa.

—Veo que ya está usted despierto —comentó con voz afable—. Se nos estaba saliendo del cuadro de casos normales.

—¿Dónde estoy? —preguntó Evan, con la lengua pastosa y las mandíbulas doloridas.

—Todavía en Palacio, no se preocupe. El servicio aquí es gratuito, siempre que venga usted recomendado. Y, amigo, sus referencias son inmejorables.

—¿Qué día es?

—Nueve de septiembre, ¿por qué?

Llevaba casi una semana en coma.

—¿Quién… quién me trajo hasta aquí?

—El coronel Connor. Nos pidió que le avisásemos en cuanto usted hubiese despertado. Espero que no le moleste que lo haga.

—Por favor —invitó Evan, rascándose con fuerza un picor que le invadía la espalda. Su propio olor le desagradó. Probablemente le habrían aseado con toallas y desodorantes, pero notó que le hacía falta una ducha de verdad. Y tenía ganas de vaciar la vejiga.

El enfermero se disculpó y salió de la habitación, llevándose la bandeja de comida. Supuso que Connor o un subalterno aparecerían tarde o temprano. Mientras, intentó hacer unos ejercicios de calentamiento. Los brazos y el abdomen al menos le dolían, pero las piernas las tenía dormidas, aletargadas. Comenzó a masajearlas hasta que las familiares punzadas de las agujetas hicieron acto de presencia.

Apenas cinco minutos después la puerta volvió a abrirse. Connor entró, sonriente.

—Buenas tardes, señor Kingdrom. ¿Cómo ha dormido?

—Digamos que he tenido sueños incómodos.

—Eso está bien —aprobó el coronel, las manos en los bolsillos—. Espero que se haya recuperado del todo. Es hora de que se ponga a trabajar.

—Por supuesto —susurró, poniéndose en pie—. ¿Qué me ha ocurrido?

—Dígamelo usted. ¿Qué vio mientras estaba bajo la influencia del gak?

Evan recordó las impresiones psíquicas del encuentro. Notó enseguida una huella psíquica implantada en un rincón oscuro de su mente, una región oculta que antes no estaba allí. Eso le sorprendió. Un derivante aprendía con bastante rapidez a analizar su propia estructura mental en busca de lesiones encubiertas. Pero allí había una zona de penumbra. Un lugar oscuro, cegado por las tinieblas de una represión condicionada. Era la primera vez que veía algo así en su propia mente. Miró a Connor sin saber qué decirle.

—¿Qué ocurre, Evan?

—No… no lo sé. Creo que algo no va bien.

—¿Qué ha visto?

El soldado se puso en pie. Como un navegante casual a través de su propio cerebro, trató varias veces de internarse en la zona oscura, pero algo le repelía. Le dio miedo ese lugar. Parecía como si algo se hubiera alojado allí y estuviese preparado para saltar sobre él si se acercaba demasiado. Volvió al mundo real con la celeridad de un latido, y recogió el mando de su cuerpo en mitad de una exhalación.

—Recuerdo impresiones muy fuertes —explicó—. Aterradoras. Nunca antes había visto nada igual.

—¿Puede describirlas? —le animó Connor, sumamente interesado.

—Es como si… por un momento, hubiera estado dentro de la cabeza de esa cosa. Recuerdo con claridad sus pensamientos.

—Siga.

—Ese ente… me resultaba muy familiar —meditó el soldado—. No sé si sabré explicarlo. Despertó en mí una especie de afinidad racial, como un recuerdo olvidado que surgiera de repente a la luz. No puedo describirlo de otra manera. Pero no puede ser, ¿verdad? A menos que… aquella estatua…

—¿Qué más recuerda, Evan? Es importante que me lo diga.

—Un hombre. —Paseó de nuevo, como si los movimientos pudieran avivar la llama del recuerdo—. Un hombre muerto, cuya forma actual no le pertenece. Y una mujer extraña, una niña que se aleja. ¡No! No se aleja. Viaja lejos, muy lejos, pero está siempre cerca del ente. En estrecho contacto con él.

—Ya veo —susurró el coronel, mesándose la barba cana y afilada.

—Mis sentidos se obstinan en perseguir esas presencias fantasmales, pero creo que sólo es una proyección. Es el ente quien las está buscando, y lo que yo hago es hacerme eco de su ansia. Una caja de resonancia motivacional.

El coronel asintió, aparentemente satisfecho, y consultó la hora.

—¿Qué era, coronel? —preguntó—. El sueño no fue una simple alegoría. Usted sabe que esa catacumba existe. Lo veo en su mente. ¿Qué era esa cosa?

—Eso, Evan… Es algo que tiene que ver con su misión. Lo entenderá en su momento.

—No, en su momento no —dijo aprensivamente—. Usted no lo entiende. Mis pantallas siempre han sido las más potentes que un humano ha sido capaz de desarrollar. Ni siquiera los miembros de las Logias que he encontrado en el curso de mis viajes poseen recursos de defensa tan poderosos como los míos. Es un don.

Connor le observó, impertérrito.

—Ese… lo que sea —continuó Evan, harto de acertijos— penetró tan fácilmente en mis protecciones como si no estuviesen ahí. Fue una comunión psíquica, en un grado tal de intensidad como jamás había visto antes. Por un momento, yo fui esa presencia.

—Comprendo.

—Dudo que lo haga.

—Si se encontrara de nuevo con el rastro de esas personas que dice haber visto, ¿podría reconocerlo? ¿Sería capaz de seguirlo?

—¿Bromea? Tengo su reflejo mnémico tan claro en mi mente que es como si estuviera viendo un maldito retrato —replicó Evan—. ¿Son ellas los… mis objetivos?

Connor pareció meditar la situación unos momentos, y luego palmeó el hombro de su contertulio, dando por terminada la reunión.

—Nos veremos en el muelle seis, dentro de una hora. Le proporcionarán ropa adecuada cuando salga de aquí. No se retrase.

—¡No, espere un momento! ¿Qué dem…?

Evan paró en seco su queja. Tras un repentino parpadeo, se encontró a sí mismo tumbado en la cama, con el anillo de presión en torno a su brazo. La puerta de la habitación se abrió y entró un enfermero portando unas toallas limpias. Se sorprendió al ver al paciente retirando las sábanas.

—Veo que ya está usted despierto —sonrió, dibujando un gesto afable en su rostro.

Evan comprendió por qué Connor no había usado detectores de escuchas para escudar la conversación.

* * *

El muelle seis era una plataforma de despegue situada en el ala sur del edificio. Estaba casi desierta de personal cuando Evan llegó. Tan sólo un par de unidades automáticas de apoyo trabajan activamente acabando de reabastecer la cápsula que descansaba en su centro.

Connor esperaba en un extremo de la pista, hablando con un técnico de vuelo. Eran las únicas personas que había en la plataforma. Evan se sintió levemente decepcionado; había guardado esperanzas secretas de que la Arconte en persona hubiese estado allí para despedirse.

Él mismo rió su propia inocencia.

—Evan. Por fin —saludó Connor, despidiendo con un gesto al ayudante de pista.

—Coronel.

—Me alegra que esté listo. Debe partir enseguida. Este enlace le llevará a la pinaza que espera en órbita. Su destino es Damasco; acompañará al grupo de escolásticos de un equipo de investigación pentaísta, que estudiarán durante las próximas semanas una inteligencia artificial naciente, un ninot. Espeto que se encuentre a gusto con el traje.

En la escasa hora que había transcurrido, Evan había tenido tiempo de ducharse, comer algo y vestirse con el sayo eclesiástico que le habían proporcionado. Cuarenta botones le habían entretenido durante cinco minutos.

—La talla es correcta —dijo—. Lo que me extraña es su elección.

—En el lugar donde va a ir pasará totalmente desapercibido. Esta es su documentación.

Connor le entregó una cartera a juego con la moda del conjunto. En su interior encontró un carné de identificación fabricado en plástico transparente, un fajo de billetes color turquesa con numeración en dos códigos distintos, algunas credenciales y una foto antigua de una mujer que no conocía.

—¿Quién soy ahora?

—Un especialista en arquitectura de personalidad IA. Volará con el concilio de ecuménicos como observador. No se preocupe, ellos no le harán preguntas.

Evan le miró sin entender.

—Pero yo no entiendo nada de psicología de inteligencias.

—Su objetivo sí, no se preocupe. Él le instruirá sobre lo que debe decir y hacer. Péguese a ella en cuanto le sea posible y todo irá bien.

—¿Quién es la chica? —preguntó Evan, guardándose la cartera en un bolsillo de la sotana.

—Su objetivo —Connor sonrió, acompañándole hasta la rampa del aparato—. Trabaja en Damasco. Su nombre es Fedra; la localizará a través de los pentaístas. Ella está íntimamente relacionada con el ninot.

Evan se instaló en el interior de la cápsula. El sillón lo abrazó como si estuviese vivo.

—Espero que recuerde cómo se pilotan —inquirió Connor, apoyando una mano en la compuerta de ala de gaviota—. No le será difícil; es un corcel muy pequeño.

—¡Un momento! ¿Sabe ella quién soy yo?

—No.

Se dispuso a protestar, pero el coronel le silenció con un gesto.

—La velocidad es un factor importante. Reúnase con el resto de los pentaístas, encuentre a nuestro hombre y vuelva. Y recuerde que la Oficina le estará buscando. No descuide su espalda en ningún momento.

—Espero que sepan lo que están haciendo.

—Confiamos plenamente en usted. Créame, es la mejor elección.

Connor iba a cerrar la carlinga, pero Evan le detuvo.

—Laura.

—¿Qué?

—Mi mujer. Laura. Ella es a quien quiero a cambio. Ustedes hablaron de poder. De aspiraciones vitales. Pues bien; quiero que ella vuelva. No me importa cómo ni cuándo, pero la quiero conmigo.

—Está bien —asintió el coronel, como si ya hubiese estado esperando esa petición—. Lo haremos. La traeremos de vuelta. Ahora váyase, Evan, y tenga cuidado: no se fíe de nadie. Ni siquiera de usted mismo.

—¡Un momento! ¿Quién es mi objetivo real? ¿Y por qué habló de él en pasado?

—Porque está muerto. —Connor selló la carlinga antes de que Evan pudiera protestar, y transmitió:

»Su objetivo es un pintor que lleva veinte años estándar convertido en uno de sus propios cuadros, señor Kingdrom: Delian Stragoss.

* * *

La tormenta arreciaba de nuevo.

En el jardín de la granja de Silus, Ventrell pasaba el tiempo observando el cielo. Trozos de banderolas mojadas y vasos arrastrados por el viento trataban de colarse por los huecos de la cerca. Reunión tenía entonces el aspecto de una ciudad fantasma. Los únicos signos de vida eran los destellos de luz en algunas ventanas, producidos por los hogares que rescataban a los ciudadanos de las bajas temperaturas de la noche.

Ventrell se concentró en una figura que cruzaba con prisas la calle, rumbo a la taberna. Reconoció los gestos de Marco, el hijo de Antonio Girodi. Llevaba un objeto tubular y alargado enfundado en una vaina de tela.

El árbol reflexionó. Llevaba toda la tarde sintonizando con las frecuencias que usaba la nave extranjera, para comunicarse con el equipo de tierra. La vigilancia de Ventrell había sido pasiva en todo momento: no quería que le localizara ningún sensor de rastreo.

Con la lentitud que caracterizaba a los de su especie, se desarraigó y avanzó por la calle rumbo a la plaza central.

* * *

Marco se secó las botas en el felpudo del bar. Encontró a Sturglass en su lugar favorito, cerca de la barra, hablando acaloradamente con unos compañeros. No había rastro de la mitad de los soldados imperiales. Dedujo que habrían vuelto a su nave espacial. Sin embargo, el coronel seguía sentado en la misma mesa, hablando confidencialmente con Silus y su nieta.

Esquivando a algunos grupos, Marco llegó hasta Sturglass, tocándole con la escopeta. Al verle, el minero le dio la bienvenida fervorosamente y le pasó el arma a Py para que la escondiera tras la barra. El muchacho notó que la suya no era la única en el local: algunas formas puntiagudas deformaban los abrigos cuando sus propietarios se inclinaban para servirse otra cerveza.

—No es un proceso fácil de entender —comentaba Lucien—. Los candidatos a Arcontes no se sufragan popularmente, ni poseen un derecho de cuna que les garantice la ascendencia al trono. Cada monarca elige a sus sucesores entre aquellas personas cuya comunión psíquica es la adecuada para que el Regente nazca espontáneamente tras su combinación inicial. Es lo que llamamos Convolución.

—Me parece que todo esto es una locura —protestó Silus—. A lo mejor no le he entendido del todo bien. ¿Está sugiriendo que mi nieta es uno de los elegidos para acceder al trono?

—Algo así, sí.

—No me lo puedo creer —Silus se llevó las manos a la cabeza, repitiendo—: No me lo puedo creer.

—Todo cambio de regente implica un trauma para la estructura social del Imperio, Silus. Ningún castillo de naipes tan frágil resiste un golpe en la base de su diseño, a menos que podamos asegurar con rapidez su continuidad funcional, su estabilidad en el tiempo. No podemos aspirar a entender las complejas leyes que rigen el Metacampo, ni por qué algunas personas son bendecidas con poderes paranormales y otras no; por qué algunos nacen para ser reyes y otros para ser soldados o granjeros. Es un hecho, un don fortuito que nos ha sido regalado, y hay que aceptarlo como tal.

—Lo que sigo sin entender es por qué ella —graznó el pastor, al que empezaban a hacer efecto los litros de alcohol.

—El Emperador mismo, en su infinita sabiduría, la ha designado como uno de los vértices en el diagrama de su sucesión. Alejandra, aquí presente, tiene el inmenso honor de poder convertirse en un Arconte imperial, si supera los requisitos apropiados.

—¿Y cuáles son esos requisitos? Que yo sepa, todo eso de lo que usted habla tiene que ver con el Metacampo, ¿no? Con la conexión a la metared.

Lucien asintió, consultando el reloj. Habían previsto en un principio una espera de dos a cuatro órbitas del San Juan para darse tiempo a encontrar a la joven, pero ya que habían resuelto el problema con tanta celeridad, prefería partir de inmediato. Cuanto más tiempo pasaran allí, mayor peligro corrían de que hubiera un problema imprevisto (incluso un levantamiento popular), y la chica resultara herida.

—Teniente, prepare la lanzadera —murmuró pasando a mnemoglos. Un chasquido le respondió en el comunicador:

—Estamos despegando.

—Ha de saber —continuaba Silus, con la voz congestionada—, que mi nieta nunca ha tenido poderes psíquicos. ¡Jamás en la vida! Ni sabe siquiera lo que es un meta… eurk, eso.

—¿Cómo? ¿Nunca ha tenido contacto con el Metacampo? —se sorprendió el coronel; aquello sí que no lo esperaba.

—¡Jamás! Y le diré otra cosa: ella nunca querría abandonar su casa ni a su familia, si la tuviera. Y no la tiene por culpa de gente como ustedes.

Sturglass hizo una señal a algunos de sus conciudadanos. Py extrajo un par de bultos de detrás de la barra, mirando nerviosamente a su alrededor. Marco se tensó. En el local sólo quedaban tres soldados: Lucien, aquel al que llamaban alférez y un infante. Marco buscó consejo en los ojos de Sturglass, pero éstos estaban perdidos en una laguna de arterias rojizas provocada por el abuso de chiva. Era una mala noche para trazar planes coherentes.

Pero por nada del mundo iba a permitir que aquellos cerdos se llevaran a su novia.

Mientras, Lucien contemplaba a Sandra como sopesando posibilidades. La chica no había abierto la boca desde que él pronunció su nombre. ¿Entendería aquella chiquilla el honor del que se la estaba haciendo meritoria? ¿Conocería la magnitud y las implicaciones reales de la noticia que acababan de darle? Sinceramente, lo dudaba.

Su reloj emitió una señal de aviso. Optó por:

—Hemos de irnos —al tiempo que se levantaba—. Necesito una respuesta. El transporte va a alcanzar la ventana de lanzamiento dentro de escasos minutos, y debemos estar a bordo con suficiente antelación.

Los soldados se pusieron en pie, sin perder de vista a la niña. Sandra seguía sin reaccionar.

—¿Una respuesta? —dijo Silus, levantándose. Temblaba tanto que necesitó el apoyo de la silla para conseguirlo—. ¿Está seguro de que quiere una?

—Me temo que sí.

—Coronel, hay doce hombres armados repartidos por el bar —susurró Ashakawa por el intercomunicador—. Podemos incinerarlos a todos desde aquí arriba sin tocar a nuestros hombres ni a la chica. La seguridad del resto no puedo garantizarla por encima del cuarenta por ciento.

—No —murmuró Lucien—. Están borrachos. Una bala perdida podría alcanzar a la niña. Prepárese para vaporizar el pueblo entero si es preciso cuando hayamos salido de aquí.

* * *

En la plaza, Ventrell irguió sus ramas para sintonizar mejor aquellos mensajes de difícil decodificación. En medio de un absurdo silencio, una lanzadera de enlace sobrevoló el poblado, un ave ligera pero de aspecto amenazador. El piloto realizó unos giros preliminares antes de descender y posarse junto a los vacíos escenarios.

* * *

—Señores, ha sido un placer conversar con ustedes, pero el tiempo apremia —concluyó Lucien, y miró a la chica—: Sandra, tienes que venir con nosotros. Si no superas las pruebas, y es posible que eso suceda, estarás de vuelta antes de que te des cuenta. Si no es así… Bueno, entonces te espera una gran responsabilidad, una deuda de honor ante muchos mundos y billones de personas. Muchas más de las que dejas atrás.

—¿Cómo se atreve? —le interrumpió Silus, exacerbado—. Viene aquí, nos dice que su gente necesita nuestra ayuda, y que la va a tomar queramos o no. Ustedes siguen siendo los mismos, no importa cuántos años pasen. Se llevaron a los padres de esta chica hace años, y ahora quiere raptarla a ella.

—Las cosas no son tan sencillas, Silus.

—Usted lo ha dicho. Son muy complejas. Y por eso ella se va a quedar aquí —repuso tercamente.

Sandra elevó la vista y se enfrentó al oficial, por primera vez.

—¿Qué ocurrirá si me niego? —dijo con calma.

El soldado la ignoró, concentrándose en alisar unas arrugas que se habían formado en su pantalón.

Y la amenaza implícita sonó más alto que la algarabía del local. Sandra vio los leones del estandarte, y una ola de recuerdos terribles la sacudió como un terremoto. Durante un segundo estuvo otra vez en aquellos pasillos vacíos, sintió el pavor y escuchó los gritos desgarrados de su madre mientras era violada por los soldados.

Cuando volvió a la realidad, uno de ellos todavía estaba de pie delante de ella, ofreciéndole la Corona.

La Corona.

Sandra miró en derredor y vio a sus compatriotas, sus vecinos y amigos, su única familia. La gente a la que amaba. Dolía reconocer la facilidad con que sus sueños habían abdicado ante el avasallador peso de los acontecimientos.

No puedes negarte.

La joven se puso en pie.

—Como próxima Arconte y deoEmperatriz —dijo, y su voz no tembló en absoluto—, te doy la primera orden. Deja a este pueblo en paz e iré con vosotros. Si cualquier otra nave de guerra de la Flota vuelve a aparecer en Esperanza, pagaréis por ello.

—¡No! —gritó Silus, agarrando a su nieta por el traje. El ademán del pastor deslizó un asa por debajo del hombro de la chica—. ¿Qué estás diciendo, chiquilla?

Sandra no le contestó. Colocándose bien el vestido, acompañó a Lucien al exterior. Allí les esperaba la lanzadera, con la rampa de entrada desplegada. El teniente Sterling les hacía señas desde el interior:

—¡Vamos, vamos!

—Eres muy valiente, niña —murmuró Lucien para que sólo Sandra pudiera oírle—. Estás salvando la vida de tu pueblo, y la de todo un Imperio.

—No —corrigió ella—. Estoy salvando la tuya.

Los aldeanos se habían dispuesto en abanico frente al local: ya no se molestaban en ocultar sus armas. Silus se adelantó unos pasos. Vio que el hombre de la lanzadera enarbolaba una pistola de diseño desconocido.

—¡Alto! —gritó una voz apenas audible en medio del vendaval. No era la de Silus.

La comitiva se giró al pie de la rampa. Sandra, horrorizada, distinguió a través de las lágrimas la figura de Marco, recortada frente a la puerta del bar, sosteniendo su escopeta.

—¡Marco! —gritó. Lucien se colocó delante de ella, para protegerla de cualquier disparo.

—Quieto, chico. No sabes lo que haces.

—Al contrario —contestó con acritud el muchacho—. Lo sé muy bien, maldito bastardo. No dejaré que te la lleves.

—Marco, no lo hagas —suplicó Sandra, pero su voz no atravesó el ruido de la tempestad. Silus se acercó trastabillando al joven, haciéndole un gesto de contención.

—Tranquilo, muchacho. Te matarán antes de que puedas disparar —se giró hacia su nieta—. Sandra, por favor, no te vayas. No tienes por qué hacerlo.

—No me queda otro remedio, abuelo —sollozó la chica. Algunos mechones de su pelo caían desordenados sobre su frente.

—Todo esto es innecesario —dijo Lucien, furioso—. Alejandra, sube al aparato. Debemos partir:

—¡Sandra, espera! —Silus avanzó unos pasos.

El martilleo del arma de Marco sonó claro y potente. Todo lo demás pareció transcurrir a cámara lenta: alguien gritó. Silus dio un salto hacia el chico. Detonó una explosión, pero no provenía de ninguna escopeta. El ruido había sido más frío, más tecnológico. Sandra chilló, y corrió a sostener el cuerpo ensangrentado de su abuelo.

Lucien giró a tiempo para ver cómo Sterling apretaba el gatillo. El lanzadardos de munición blindada sólo necesitó un disparo para derribar al anciano.

La cara del chico, Marco, era una máscara de horror. La escopeta no disparada temblaba bajo sus dedos. De no ser por la intervención del anciano, él habría recibido esa bala.

Sandra recogió el cuerpo de Silus. Un orificio perforaba uno de los pulmones. El proyectil se había alojado en su caja torácica y había explotado, pulverizando el pulmón derecho con la metralla. Un reguero bermellón brotaba al ritmo de los entrecortados latidos de su corazón, dejando escapar la vida sobre las manos de la joven. El pastor aún estaba vivo, e intentaba localizar la cara de su nieta con movimientos compulsivos de sus pupilas. Su delgado cuerpo temblaba presa de débiles estertores.

Marco contempló la escena gimiendo de terror, sintiendo cómo la culpa hacía astillas su interior.

El viento tiró una maceta de uno de los balcones adornados de la plaza. El crujido que provocó al tocar el suelo fue lo único que se oyó en la aldea por espacio de unos segundos.

—Coronel, en posición —siseó la voz de Ramko en el comunicador—. Seis minutos para rebasar la ventana de traslación. Deben subir ya.

—Recibido.

El coronel contempló la espalda de la chica, encorvada sobre la patética figura del pastor. En el fondo, lamentaba lo que había pasado: consolar a la chica y separarla del viejo les costaría preciosos minutos que no tenían.

Lucien avanzó hacia ella, dispuesto a decir algo, pero se paralizó ante un murmullo ahogado.

—Iré con vosotros si me prometes que vivirá.

—¿Qué?

—Magia —susurró Sandra, levantándose en un impresionante acto de volición—. Magia tecnológica. Sé que podéis hacerlo. Podéis revivir a los muertos y curar a mi abuelo.

Sandra elevó la voz por encima de la tormenta, y todos pudieron asombrarse de la decisión que escondían sus palabras.

—Si me prometes que lo haréis, iré con vosotros y seré vuestra reina.

Lucien asintió, conmovido por el espíritu de la chica. Jamás había conocido una fuerza semejante. Aunque no lo admitiría en voz alta, en ese momento se sintió orgulloso con la idea de poder servir algún día a las órdenes de aquella mujer.

—Lo prometo. Ahora vamos. Teniente…

Adelantándose a la orden, su factótum recogió el cadáver. Nadie se movió cuando la rampa de la lanzadera se cerró sobre la encorvada figura de Sandra. Ella tampoco se volvió para echar una última mirada a su hogar. Fue durante un instante cuando se paró y atesoró un simple sonido, o tal vez un perfume, pero no concedió a su corazón el hiriente placer de un último vistazo.

Los efectores de gravedad elevaron la nave hasta hacerla desaparecer tras el opaco manto de las nubes.

Nadie en Reunión pronunció una sola palabra más aquel día. Todos se retiraron en silencio a sus casas o de vuelta a sus respectivos poblados. Sólo quedó un testigo de los hechos para saludar a la aurora, un árbol parlante que de repente se sentía viejo y cansado. Unas gotas de savia resbalaban por las grietas de su corteza, buscando su camino por sendas que dibujaban los oscuros ojos de una mujer muerta mucho tiempo atrás. El árbol la dejó fluir en gran cantidad, expresando su hondo pesar a las titánicas tormentas que se adivinaban en lontananza, hasta que ni siquiera la lluvia pudo borrar su cauce.

Así fue como, por vez primera en su vida, el árbol Ventrell lloró.