Haverford pulsa los controles de PAZ, ALEGRÍA Y ACEPTACIÓN. Rápidamente, antes de que su mujer se dé cuenta de lo que trama, se ajusta el casco por encima de las orejas, aunque siempre tiene la sensación de que esto le da un cierto parecido con un conejo. Luego conecta los circuitos. No puede soportar a la mujer. Realmente no es culpa de ella, pero no puede soportarla. Cada vez comprende menos la situación de Haverford y la necesidad y los usos del maravilloso y polivalente transmógrafo.
Incluso ahora, se vuelve hacia él con la boca abierta de rabia. Pero es ya demasiado tarde y no podría detenerle aunque lo intentase. Hasta que acabe el programa. Aunque le arrancase el casco de la cabeza, sería inútil. Su naricilla de conejo seguiría olfateando en la selva de la ensoñación artificial.
Haverford se relaja, se siente envuelto en el delicioso y desconcertante efecto del programa, y luego, qué maravilla…
PAZ, ALEGRÍA Y ACEPTACIÓN le lleva de nuevo al mundo del año 2114, doscientos cincuenta maravillosos años después de la revolución industrial. Puede verlo perfectamente, gracias al prodigioso transmógrafo, inventado por los Laboratorios Carter en 1983, que hace realidad los deseos y materializa las posibilidades más diversas. Pero por culpa de la intervención del Gobierno, que lo prohibió, sólo pudo llegar al público cien años más tarde. Fue después de la última de las Guerras Finales, la mayor de todas, cuando el Gobierno decidió que había que darle a la gente una válvula de escape para que se transportase fuera de este mundo, pues de otra forma podía haber una revolución y luego quién sabe qué.
El transmógrafo se vende en la actualidad en dos piezas, casco y consola, sobre un precio base, adornos aparte. Los programas se alquilan a razón de setenta y cinco dólares cada uno, excepto los pornográficos, que cuestan un poco más. El sistema de venta a plazos pone la máquina al alcance de casi todos los bolsillos.
PAZ, ALEGRÍA Y ACEPTACIÓN: Haverford se encuentra en un pequeño cuarto, no muy diferente del suyo, en el nivel 18 de las Torres de la Tormenta. Con el casco bien ajustado sobre las orejas, siente que las manos le tiemblan un poco como consecuencia del esfuerzo que está realizando su sistema nervioso central para absorber el primer impacto del programa. Hay siempre este momento desagradable del tránsito, pero desaparece pronto y con un poco de experiencia se puede conseguir que sea menor.
Los fabricantes aseguran también que el riesgo de trauma permanente o de locura es mínimo, siempre que no se abuse del aparato. Un programa al día es suficiente, y nunca más de siete por semana.
Haverford, como si estuviese soñando, se levanta de su asiento, se quita el casco y después de colocarlo cuidadosamente en la mesita iluminada que hay a su lado, va hacia la ventana y se asoma al exterior para contemplar, desde lo alto de los dieciocho niveles de las Torres, los arcos lejanos y las corrientes de agua que discurren en la distancia.
El aire está muy claro, casi penetrable, pero decide que no, que es mejor no dar un paseo. ¿Para qué arriesgarse a morir? La última vez que estuvo fuera, hace ya algunos años, pescó una ligera infección en los bronquios.
Así que se aparta de la ventana y vuelve al centro de la pieza. Su mujer le está observando desde el marco de la puerta. Casi la había olvidado. Pero, naturalmente, está incluida en el programa y allí permanecerá, a menos que se prevea alguna orden contra su presencia. Es una especie de imagen de seguridad.
—¿Qué estás haciendo? —pregunta ella. Su nombre, según puede recordar, es Ruth. Con los pechos saltarines cuando la monta, pero ¿quién quiere hacer esto ya?—. ¿Qué es lo que crees que estás haciendo con tu vida? —continúa ella diciendo—. ¿Crees que está bien? ¿A esto hemos llegado, a usar cascos y cintas grabadas para escaparnos del mundo? ¿No te das cuenta de que esto es precisamente lo que quiere el Gobierno? Nunca se opusieron al transmógrafo, eso no fue más que una historia inventada para cubrirse las espaldas. Lo que realmente pasó es que no podían resolver el problema de industrializarlo rápidamente, con objeto de evitar revueltas, y así dieron todos esos pretextos de peligro, pero eran mentira y sólo mentira. —No se cansa de hablar, pero él la escucha con paciencia—. El Gobierno lo quiere así. Quiere que las personas como tú se pasen la vida haciendo funcionar las cintas y soñando, porque mientras ellos sueñan los que dirigen el mundo pueden hacer con él lo que quieran, sin tener que dar cuentas a nadie. ¿Cómo ocurrió todo? Estamos en 2114, sólo 2114, y las personas como tú viven como si se tratase del fin del mundo. ¡Enfréntate con la realidad! Tienes que enfrentarte con ella, comprender lo que son estos tipos y lo que te están haciendo, o de lo contrario sí que va a ser realmente el fin del mundo. ¿No te das cuenta?
No, él no se da cuenta. Nunca se dio cuenta. Pero Haverford flota ahora en el reino de PAZ, ALEGRÍA Y ACEPTACIÓN y tiene un maravilloso control de sí mismo. El sentimiento que produce el programa es de profundo bienestar, un bienestar que acompaña hasta los menores actos. (Es uno de los milagros que incluye el proceso, aunque los fabricantes no han sido capaces de explicar, por lo menos hasta la fecha, la manera en que se producen estos sorprendentes resultados en los esquemas.)
—Eres tú la que no comprendes, Ruth —dice él amablemente. Va hacia ella y la coge por los hombros. En el programa, casi le resulta atractiva, aunque no ha incluido en él hacer el amor. Por lo tanto, si no está programado, eso queda fuera de cuestión—. No se trata de escapar de nada, y en realidad el Gobierno se resistió a todo esto hasta el fin. Sólo fue aceptado cuando llegaron a comprender que de otra forma las tensiones existentes —hundimiento ecológico, falta de cultura— acabarían por destruirlo todo, incluso el Gobierno mismo. Vivimos en un mundo terrible, ya lo sabes, y no hay más solución que escapar de él. Dios bendiga el transmógrafo por habernos dado esta posibilidad. ¿Por qué tienes que ser tan testaruda?
Mientras habla, se imagina a sí mismo con dos largos incisivos que pudieran morderla a distancia. El pene se le hincha entre las piernas como una zanahoria.
—Si quisieras —continúa diciendo—, podríamos programar juntos, elegir los elementos, y las cosas serían mucho más fáciles y agradables.
Y luego recuerda lentamente que la pobre Ruth no puede usar el transmógrafo. Algunas personas, por razones que ni los fabricantes ni los investigadores pueden determinar, son inmunes a los efectos del aparato. Estas personas entran sencillamente en una especie de shock catatónico, o, como es el caso de Ruth, en un estado terrible de irritación paranoide. Sus sistemas neuronales son así. No es posible hacer nada por la pobre mujer. Encerrada en el mundo, no le queda otro remedio que hacerle frente como es.
—¡Oh! —dice él, mientras el pene sigue creciéndole hasta adquirir las dimensiones de un espárrago—, lo siento de veras, no sabes cuánto lo siento. Lo había olvidado. Perdóname.
Y se vuelve hacia su silla, sintiéndose bien aún, gracias a los efectos del programa, pero no tan bien como antes. Lo mejor será sentarse y dejar que pase la tarde envuelto en las hojas de lechuga de la contemplación.
Pero Ruth no le deja en paz, obsesionada y amarga. Le acorrala contra la pared y le dice, casi gritando:
—¡No voy a soportarlo más! —Su rostro está realmente angustiado—. No voy a quedarme aquí, en este cuarto miserable viendo como tú sueñas tu vida. Quiero que sepas que me he adherido al movimiento antitransmógrafo y que ahora mismo voy a una de sus reuniones. Puede que no vuelva nunca. Lo más probable es que te deje para siempre…
—¡El movimiento antitransmógrafo! —grita Haverford—. Pero eso es ridículo. ¡No hay ningún movimiento antitransmógrafo! —Vocaliza con dificultad y se pregunta si no estará perdiendo la cabeza—. El Gobierno ha autorizado una organización para personas como tú, de modo que podáis racionalizar vuestro fracaso pensando que se trata de un elevado contacto con la realidad, pero nadie se toma eso en serio. ¡No creerás que un movimiento semejante puede significar algo!
Ahora la risa se le escapa incontenible. Es demasiado. Realmente demasiado. Podría soportar sus acusaciones y tratar de compadecerla, pero la ridícula sinceridad de la posición que ha adoptado… No, esto no. Se ríe tanto que casi se cae de la silla. Está a punto de desmayarse de risa. No se ha sentido así en muchos años. Aunque es cierto que el transmógrafo supone en esencia un millón de risas. Las mejores risas de que uno pudiera disfrutar nunca, y Haverford se entrega a ellas completamente, agitándose hasta el final del programa como una coctelera de hilaridad, mientras su esposa se aleja maldiciendo.
Ella coge su insignia y sale, como un huracán, dejando la puerta abierta a las malolientes brisas que llegan de fuera. Haverford no tiene fuerzas para cerrarla. De cuando en cuando, intenta levantarse para ir hasta allí y cerrar la puerta, pero cada vez que se acuerda de su mujer y de su reunión de antitransmografistas estalla de nuevo en carcajadas.
Al cabo de un tiempo, sin embargo, el programa llega a su fin, como debe ser, como siempre ocurre, y el bienestar que sentía antes empieza a desvanecerse para dar paso a un sentimiento de culpa. Por mucho que trata de retardar la vuelta a la normalidad, sus sensaciones cambian y escapan a su control, hasta que se encuentra, Dios del cielo…
…de vuelta en el cuarto que había dejado, y que está casi igual que antes, excepto que la expresión de Ruth se ha hecho más amarga si cabe y que las sienes le palpitan con ese zumbido que siempre siente después de cada sesión de programa. Con cierta apatía se quita el casco y se queda un momento mirándolo. Le gustaría tomar otra sesión, hoy mismo, aun cuando las advertencias en este sentido son muy explícitas: más de una un mismo día está permitido, si no se puede evitar, pero nunca más de siete a la semana. De lo contrario hay el riesgo de avería neuronal permanente. Ayer ya tomó dos sesiones, lo cual significa que tendrá que saltar un día de todas formas. Si hoy toma dos también, tendrá que pasar dos días seguidos sin ninguna. Pero el deseo es demasiado fuerte para resistirlo.
Alarga la mano hacia el fichero.
—¿Otra vez? —pregunta Ruth.
Haverford asiente con la cabeza.
—Lo siento —dice en voz baja—. No puedo soportarlo. Tengo que salir de aquí.
Siente el impulso momentáneo de decirle el papel que ella juega en los programas, un impulso que es apenas como el roce de un ala de pájaro al pasar, pero hace un esfuerzo y lo domina. No tiene objeto decírselo. La vida interior es algo sagrado, como dijo el fabricante.
—Ya lo sé —dice ella.
Es una buena mujer, Ruth. Es una pena que en los programas adopte papeles tan extraños. Es natural, en cierto modo, que le moleste que use tanto el transmógrafo, piensa Haverford, pero él está en su derecho de hacerlo. Ella también podría utilizarlo. Él nunca se lo ha prohibido. Es extraña la fantasía que tiene, cuando está sumergido en un programa, de que ella no puede utilizarlo. Debe de ser que el subconsciente trabaja sobre la antipatía que ella siente por el aparato.
—¿No crees —está diciendo ella en este momento— que deberías intentar enfrentarte con tus problemas más de lo que lo haces? Quizá entonces no necesitarías tanto de la máquina. El mundo real…
—¡El mundo real! —exclama Haverford, y de nuevo le entra la risa—. No hay mundo real. No existe tal cosa.
Y sin entrar en discusión sobre un punto tan peligroso, mete un nuevo programa en la consola, manipula los controles para sintonizarlo y se pone el casco. Apenas si puede esperar a que…
SEXUALIDAD Y LIBERACIÓN se apodere de él…, lo cual ocurre casi inmediatamente. Sus conductos neuronales deben de estar abiertos por completo, quizá incluso desgastados por el uso excesivo, y Haverford da un brinco desde su silla para coger a Ruth. Asombrada, ella pierde pie ante su abrazo, le golpea. Pero él es mucho más fuerte y las ropas caen de su cuerpo como si fueran ceniza. La sujeta en el suelo, la monta como si fuera un crucifijo y le desgarra las bragas para poder penetrarla.
Es una penetración salvaje, violenta, que la desgarra por dentro. Haverford experimenta una intensa sensación de sexualidad y liberación, como estaba programado. La tiene derrumbada bajo su cuerpo y aspira profundamente el placer de su propio poder, tratando, aunque débilmente, de acomodarlo a ella, y es entonces cuando siente que le viene. Una avasalladora clarividencia le envuelve en fuego líquido: en el orgasmo que llega siente que está la última comprensión de todas las cosas.
—Estúpida vaca —murmura para sí, y supone que la agresión es para él una parte muy importante de la experiencia sexual—. Estúpida vaca, el Gobierno trató de impedirlo durante todo el tiempo que pudo. No quería tomar parte en ello. Si la gente se programa al máximo, siete días por semana, ¿quién hará el trabajo sucio? ¿Quién trabajará? ¿Quién queda para luchar contra la niebla, los humos y la polución?
Aún diría mucho más. Está sólo en el comienzo de todo lo que desearía decir, pero el fuego interior se apodera de él, los nervios le estallan desde la nuca hasta los dedos de los pies, cortándole el habla, sacudiéndole de arriba abajo, y eyacula dentro de ella con lo que le parecen litros de semen, mientras golpea y araña la alfombra con las manos, como si fuese carne. Cuando se ha vaciado del todo, se desploma pesadamente sobre ella, aplastándola, y luego rueda de lado y se queda tendido de espaldas, mirando al techo. Sus manos buscan instintivamente el casco. Sí, aún está allí, en su sitio. Una vez que comienza el programa la presencia del casco no significa mucho, pero todo parece más intenso, desde un punto subjetivo, si no se lo quita.
Se queda allí donde está, con los ojos fijos en el techo, y pronto le invade una cálida sensación de bienestar que le va cerrando los ojos. No se da cuenta siquiera de que su esposa respira a su lado. Si está allí, bueno. Si se va, pues bueno también. Él está donde quería estar. Los ojos se le cierran y por etapas sucesivas se deja sumergir en el sueño, sintiendo la presión reconfortante del casco y un suave cosquilleo en el cuero cabelludo. Al fin, completamente relajado, se queda dormido durante el resto del programa, pensando que esta vez quizá no va a volver de su ensueño, pero… ¡qué mierda!, es sólo una ilusión y hay siempre una vuelta, y cuando vuelve esta vez se encuentra…
…doblado sobre el brazo de un sillón con un dolor terrible, un dolor en la tripa, un acorchamiento del cerebro, una angustia como no había sentido nunca y que no es capaz de definir exactamente. El dolor no está localizado. Es más bien un dolor interno y vago, la flexibilidad cerúlea de la catatonía anclada firmemente en todos sus miembros. En medio de su dolor levanta la vista.
Ruth, con expresión sumamente preocupada, se inclina sobre él.
—Ha sido demasiado —dice ella—. No debiste repetir.
Haverford intenta contestar, pero el dolor le ha dejado sin habla. Asiente con la cabeza, atontado.
—Ya te dije que no debías hacerlo dos veces —insiste ella—. Te lo advertí, por tu propio bien. Tienes ya veintisiete años. No puedes tomar tantas sesiones como antes. Puede resultar muy peligroso.
—Sí —admite él. Ha recobrado el habla, pero tartamudea como un pato—. Desde luego, tienes razón.
Ya puede empezar a mover los pies. Las plumas de su cola están secas y su pico se cierra y se abre en el aire. Pronto podrá nadar hasta casa.
—Tendrás que moderarte —le dice ella, sin darse cuenta de que se ha convertido en un pato—. Por tu propio bien.
—Está bien —dice él. Se sacude hasta ponerse de pie, recobra el equilibrio, y luego nada cautelosamente hasta alcanzar la silla. No le ha salido tan mal. En realidad, se siente menos pato de lo que se sentía hace unos instantes. Con mucho susto, pero está saliendo de ello. Un ligero agotamiento momentáneo, pero sus reflejos están recuperándose rápidamente.
—Te lo digo sólo por tu bien, ¿sabes? —todavía está inclinada sobre él, con una mano en su hombro—. No quiero que te encuentres mal.
—Déjame en paz —replica Haverford, que ya no es un pato—. Basta por ahora y déjame en paz, eso es todo.
Su voz suena ya más fuerte, y ha recuperado sus inflexiones normales. La mujer se echa para atrás y se escurre hacia uno de los rincones del cuarto. Cómo se parece a un insecto, esta mujer, piensa Haverford. Sus gestos son los de una libélula. Claro que los conejos y los patos no son los más indicados para criticar a nadie.
—Bien —dice ella—. Sólo quería ayudarte. Si no quieres ayuda, no me preocuparé más.
—Muy bien —dice Haverford—. Estupendo.
Ya ha recuperado su identidad. Mira con ansiedad el casco, que sin duda se ha quitado en su angustia. Está tirado sobre la silla, aplastado. Lo recoge, lo endereza, juega con los alambres que lo conectan a la consola, como si fuesen hilos de araña.
Le gustaría conectarlo y poner otro programa. ¡Cómo le gustaría! Pero no es tonto, ha podido percibir las señales de peligro en sus reacciones y sabe que por mucho que lo desee debe esperar hasta mañana, por lo menos. Comer, beber, pasearse por las Torres… no más programas por hoy.
Mira a Ruth, que ha vuelto a su posición estática contra la pared. Hay cierto sentimiento de culpa en su mirada. En ciertos aspectos, libélula o no, es una mujer atractiva. Le excita como no le ha excitado nunca ninguna otra.
Pero, atractiva o no, debe esperar hasta mañana para conectar un nuevo programa y hacer el amor de nuevo. Es por su propio bien y tiene que aceptarlo así.
Disciplina. Todo es cuestión de disciplina. Piensa en el nuevo orgullo y control de sí mismo que ha encontrado. Pero de pronto algo se agarra a él y le atenaza, más profundo que nada de lo que ha sentido nunca. Está cayendo, cayendo y levantándose como un hombre que copula, como un hombre que copula y muere, entrando y saliendo de sí mismo. Después, se hunde en las aguas grises y espesas del programa que se esfuma y…
EL MARAVILLOSO Y POLIVALENTE TRANSMÓGRAFO… Ruth vuelve en sí lentamente, como un niño perdido que tantea su camino entre las aguas. Sosteniendo el casco en sus manos, mira a Haverford, dormido frente a ella, totalmente inconsciente de lo que Ruth ha hecho (es siempre mejor así), y luego, con gestos delicados, desconecta el aparato, suspira y se pone de pie. Ya es ella misma de nuevo. Volver a ser mujer, después de haber pasado por la compleja experiencia de ser hombre, no es sencillo. Pero ya se las arreglará. Y, desde luego, va a continuar con las experiencias.
Haverford se remueve en su asiento, abre los ojos y despierta como un bañista que volviese a la superficie después de una inmersión. Mira a Ruth, al casco que tiene en las manos y a la consola.
—¿Te gustó tu programa? —le pregunta aún soñoliento.
Ruth sonríe.
—No sabes cuánto —responde.
—Muy bien —dice Haverford. Se pone en pie y se rasca la cabeza—. Si no te importa, creo que voy a poner un programa para mí, ahora.
—Prográmate para ser yo —sugiere Ruth impulsivamente.
Haverford se queda mirándola con expresión atontada. Luego, lentamente, comprende.
—No puedo —dice—. Lo siento. Pero ya hice eso el jueves pasado.