Y ella verá cambiar viejos planetas y alzarse nuevas estrellas.

Tan rápida es la resurrección que aún continúan fluyendo las palabras que estaban en mí cuando me llegó la muerte. Sólo después de unas cuantas pulsaciones el extraño sentimiento que estremece mis sentidos llega hasta mi consciencia para hacerme saber que han transcurrido más de cuatro décadas y casi nueve años luz entre el poeta y yo.

Años luz. Luz. Luz por todas partes. Una vez, cuando aún era niño, pasé la noche acampado en la cima de una montaña. Era invierno. Tardó un tiempo en penetrar en mis huesos —y seguramente le ocurriría lo mismo a cualquiera que hubiese pasado por una experiencia semejante— la certidumbre de que el espacio no es oscuro. Tal vez fue entonces cuando nació en mí este deseo incontenible de elevarme y recorrer el cielo.

En el cielo estoy ahora, y lo que es más, formando parte de él. En mi entorno, la multitud, el enjambre de estrellas y más estrellas. Tantas hay, que la oscuridad se convierte en el cristal donde se apoyan. Tienen todos los colores del espectro, desde el blanco deslumbrante del relámpago hasta el rosa pálido, pasando por algunas de reflejos dorados, pero todas brillan melodiosamente. Las nebulosas aparecen entre ellas como velos y nubes, donde grandes soles han muerto ya y nuevos mundos están por nacer. La Vía Láctea es como un torrente frío, velado aquí por las masas tumultuosas del centro galáctico, más allá abierto en su opalescencia hacia el infinito. Ampliando mi campo de visión sigo con los ojos la espiral que forma nuestro maelstrom hermano, a un millón y medio de años luz, en Andrómeda.

El Sol es un pequeño destello en la periferia de Hércules. Más brillante es Sirio, cuya luz blancoazulada proyecta sombras de estructuras y edificios sobre mi nave. Busco y encuentro su compañera.

No lo hago por medios ópticos, pues la estrella enana apenas si resulta visible junto a la gigante, perdida en su resplandor. Lo que percibo, a través de distintas sensaciones, son los rayos X de sus radiaciones. Lo que olfateo es el penetrante vaho de neutrinos mezclado con la tormenta que se desprende del otro.

Me desplazo, como si nadase, a través de una intrincada malla de fuerzas magnéticas, oscilando y penetrando en ellas mientras me acarician, escuchando con delicia los siseos y los zumbidos, los murmullos y las melodías del universo.

Al principio no puedo oír a Korene. Si me demoré un poco en dejar Kipling por estos otros cielos, también soy lento en abandonarlos para regresar. Quizá esto último sea más perdonable. Tengo que cerciorarme, con la mayor seguridad posible, de que no estamos en peligro. Probablemente no lo estamos, o los autómatas nos hubiesen devuelto a la existencia antes del momento programado. Sin embargo, los autómatas sólo pueden juzgar aquello para lo que han sido diseñados y construidos, programados por personas que se encuentran a más de nueve años luz al otro lado del misterio, personas que no son ya más que polvo; como Korene y Joel.

—¡Joel, Joel! —llama Korene desde mi interior—. ¿Estás ahí?

Activo mis escudriñadores internos. Su cuerpo principal, el que alberga su cerebro principal, está en movimiento, inspeccionando cuidadosamente cada órgano, después de cuarenta y tres años de estar muerta. Por enésima vez me sorprende la belleza de este soporte de su consciencia. Su forma oscura y lustrosa es sólo humana en el sentido que puede serlo una escultura abstracta en la lejana Tierra. Esos múltiples brazos y esa cabeza como de libélula, que no es realmente una cabeza. Y todo ello sólo con fines funcionales. Pero algo en su delgadez y en la gracia de sus movimientos recuerda a la Korene que es sólo polvo.

Aún no ha establecido contacto con ninguno de los cuerpos auxiliares especializados que hay en torno de ella. En lugar de esto ha conectado su circuito de comunicación con uno de los míos.

«¡Eh!», le transmito, un poco tembloroso, porque a pesar de los estudios, los experimentos y los ensayos durante años y años, resulta aún demasiado enorme para la comprensión el pensar que estamos aproximándonos a Sirio. «¿Cómo estás?»

«Estupendamente. ¿Todo marcha bien?»

«Así parece. ¿Por qué no has usado tu voz?»

«Lo hice. Pero no obtuve respuesta. Grité incluso. Pero tampoco. Así que conecté el circuito».

Mi alegría se hizo un poco vacilante.

«Lo siento. Supongo que estaba… demasiado excitado.»

Ella corta la conexión, ya que no resulta el mejor sistema y dice:

—¿Hay algo que valga la pena por ahí?

—No lo creerías —contesto por mi propio micrófono—. Mira.

Activo los visores para ella.

—Oh, oh, oh… ¡Dios mío! —respira. Sí, respira. Nuestras voces artificiales imitan a las que estuvieron un día en nuestras gargantas. La de Korene es profunda y musical. Daba gusto oírla cantar en las fiestas. Sus amigos le pidieron a menudo que entrase en el teatro de aficionados, pero ella dijo que no tenía tiempo ni talento para ello.

Tal vez tenía razón, aunque Dios sabe que era muy capaz en muchas otras cosas, como la ingeniería astronáutica, la pintura, la cocina, la confección de trajes de fantasía, organizar fiestas, jugar al tenis y al póquer, planear excursiones y hacer de madre y de esposa en su primera vida. (Bueno, los dos hemos cambiado mucho desde entonces.)

Por otra parte, su suspiro al ver esta estrella que tenemos delante dice más que todo lo que yo pudiera balbucear.

Desde el primer momento, cuando los primeros cohetes empezaron a entrar en órbita, algunos consideraron a los astronautas como un grupo de gentes prosaicas. Si es que no nos llamaban cosas peores. Y no hay duda de que en algunos casos tenían razón. Pero creo que lo que pasó sobre todo es que nos quedamos mudos en presencia de lo Absoluto.

—Quisiera… —digo, y conecto uno de mis propios auxiliares, un mantenedor de modulación controlada, para darle a ella un toque—, quisiera que pudieses captarlo igual que yo, Korene. Conecta de nuevo, todo el psiconeural, cuando yo haya terminado mis comprobaciones, y trataré de transmitírtelo.

—Gracias —me dice con ternura—. Ya sabía que lo harías. Pero no te preocupes si no lo capto todo, porque no estoy tan bien electrificada como una nave. Yo tendré una serie de experiencias que tú tampoco puedes tener y me gustaría compartirlas contigo. —Ríe suavemente—. Vive la différence.

Sin embargo, puedo percibir una cierta ansiedad en su tono, y conociéndola como la conozco me sorprendió su pregunta:

—¿Se ven… por casualidad… planetas?

—Ni rastro. Aún estamos muy lejos. Quizá no me llegan las señales. Hasta ahora, sin embargo, parece como si los astrónomos tuvieran razón.

(Los astrónomos habían declarado que en torno a una estrella como Sirio no pueden condensarse pequeños cuerpos.)

—Pero no te preocupes —continúo diciéndole—. Ya encontraremos bastantes cosas como para mantenernos ocupados durante algunos años. Dentro de este radio estoy ya notando toda clase de fenómenos que la teoría no ha predicho.

—Entonces, ¿no crees que necesitaremos orgánicos?

—No, me parece que no. De hecho, la radiación…

—Seguro. Ya comprendo. Pero, maldita sea, en el próximo viaje voy a insistir para que nos den un destino en que nos hagan falta.

Una vez me había dicho, de regreso en el sistema solar, tras realizar nuestra recreación en carne:

—Es como hacer de nuevo el amor.

No habían sido amantes en sus vidas originales. Él era americano y ella europea, ambos trabajaban para agencias espaciales en sus respectivas confederaciones y nunca habían tenido la suerte de coincidir en la misma misión. Así que se encontraban, sólo casualmente, en fiestas o convenciones profesionales. Todavía eran jóvenes cuando se inauguró el proyecto de exploración interestelar. Era un proyecto conjunto en el que tomaban parte todos los países. Ningún bloque por separado hubiera sido capaz de extraer de sus contribuyentes el dinero necesario. Pero los procesos de investigación y desarrollo del proyecto tardaron más de una generación en tener a punto los aparatos necesarios para las primeras exploraciones. Mientras tanto no se hicieron más que algunos viajes sin tripulantes y los estudios interplanetarios en los que tomaron parte Joel y Korene.

Ella acabó retirándose de estos experimentos, a la mesa de trabajo y al laboratorio, antes de que él lo hiciese. Se había casado con Olaf y deseaba tener niños. Olaf mismo continuó en las misiones lunares durante algún tiempo. Pero no era lo mismo que encaramarse a los picos de Rhea, bajo los anillos de Saturno, o recorrer los millones de kilómetros de un cometa, tan al rojo como estaban con lo que iban descubriendo los mismos científicos que habían planeado el proyecto.

Por fin se retiró también y fue a reunirse con Korene en uno de los equipos de ingenieros del grupo interestelar. Juntos hicieron importantes contribuciones, hasta que ella aceptó un puesto directivo. Esto le interesaba mucho menos, pero lo desempeñó con feroz ahínco, porque vio en ello el medio para conseguir un fin: autoridad, influencia. Olaf se quedó en el trabajo que le gustaba más. Y la vida de ambos continuó feliz en el hogar.

A este respecto, Joel era distinto al principio. Los pilotos de las expediciones de largo alcance (y tuvo más misiones de este género de las que le hubiesen correspondido) no podían tener demasiadas esperanzas de vivir una vida de familia. Lo intentó al principio, pero cuando se dio cuenta del enorme sufrimiento de soledad que hizo que la mujer con la que se había casado se divorciase de él, se conformó con una sucesión de amantes. Siempre tenía buen cuidado de explicar a cada una de ellas que nada le haría abandonar sus misiones de viaje antes de que le llegase la hora.

Esto resultó no ser del todo cierto. Habiendo alcanzado la edad límite para la «plataforma», podía haberse quedado aún unos pocos años volando por el cielo. Pero en aquel entonces se restringieron al mínimo los fondos de exploración espacial. Los que aún pensaban que el hombre tenía bastante en qué ocuparse más allá de la Tierra, decidieron en que era mejor dirigir el proyecto hacia las estrellas. Lo mismo que Korene, Joel vio lo que le convenía. Así que se enroló en el departamento americano del proyecto. Su experiencia y su talento natural hacían que encajase de maravilla en el trabajo de control y navegación.

Fue entonces cuando conoció a Mary. Ya había conocido a muchas mujeres astronautas y generalmente le gustaban como personas, a menudo le gustaban también sus cuerpos; pero los largos viajes y la inevitable promiscuidad no le animaban a establecer relaciones continuas con ellas. Mary utilizaba sus reflejos y su cerebro como piloto de pruebas en los vehículos de corto alcance.

Lo cual no quería decir que no compartiese el gran sueño. Joel se enamoró de ella. Y tuvieron un matrimonio feliz.

Él tenía ya cuarenta y ocho años y Korene sesenta cuando se hizo oficial la noticia: ya estaba a punto la maquinaria básica para alcanzar las estrellas. Se necesitaban sólo algunos años más para afinarla un poco y un par de voluntarios.

Es como hacer el amor de nuevo.

¡Cómo me saltó el corazón en el pecho cuando vi que aquel segundo planeta tenía una atmósfera de aire respirable para un ser humano! Durante meses, después que Joel entró en órbita alrededor del planeta, observamos, fotografiamos, analizamos espectrográficamente, medimos, calculamos, tomamos muestras, principalmente leyendo las indicaciones que nos daban los instrumentos, pero algunas veces conectándonos a ellos directamente y sintiendo en seguida la energía que nos llegaba, como uno siente el viento en los cabellos cuando está haciendo esquí acuático.

¿Por qué pienso en cabellos, piel, corazón, amor, yo que estoy corporeizado en metal y productos sintéticos, animados por una fantasmal danza de electrones? ¿Por qué me acuerdo de Olaf con esta precisión tan punzante?

Imagino que murió mucho antes que Korene. Por lo general, los hombres mueren antes. (¿Qué podría tener la muerte contra las mujeres, al fin y al cabo?) Pasó un tiempo hasta que ella pudo seguirle. Y a pesar de todas las dietas y estimulantes, y de todas las ayudas de este género que la humanidad ha podido inventar, creo que lentamente se convirtió en una mancha imprecisa, imposible de convocar, excepto en sueños, tal vez. Por lo menos con esta memoria criogénica mía, que está programada para no mentir nunca, recuerdo cómo Korene, cada vez más vieja, se dio cuenta un día con sorpresa de que no le quedaba nada más que el viejo Olaf, y que ya no podía ver ni sentir al joven Olaf excepto como un nombre, una palabra.

Oh, amaba al Olaf de ahora con un sentimiento mucho más profundo que había amado al Olaf de entonces, después de todo el goce, dolor, terror, trabajo, esperanzas y pequeñas alegrías compartidas que perduraban a través de los años mucho más claramente que algunos de los grandes acontecimientos (y también de todas las frustraciones y peleas, de las pocas pero intensas relaciones con otros, y que en cierto modo también habían sido relaciones entre ellos dos). Sí, amaba a su marido viejo, pero había perdido al joven.

Mientras que para mí ha vuelto, gracias a mi perfecta memoria nueva. Y Joel también ha vuelto, o ha vuelto en lugar de… o… Pero ¿por qué estoy pensando estas tonterías? Olaf no es más que polvo.

Tau Ceti es una pura llama.

No llamea como el Sol. Es más frío, más amarillo, con algo de otoñal en su aspecto, aunque sobrevivirá al Sol de los hombres. No creo que la diferencia sea demasiado visible para los ojos humanos. Pero yo conozco el espectro completo. (Joel percibe mucho más que yo. Para mí, cada sol es como un individuo único en el universo. Para él, lo es cada mancha solar.) La entidad orgánica cuerpo-mente es más general y más específica que esto… como yo comparado con Joel. (Recuerdo: me recuerdo avanzando por la carretera de Delphi, los músculos en juego, la pisada firme, el calor del sol, abejas que zumbaban y un olor a tomillo silvestre y flores en el aire, unas gotas de sudor en el labio superior, y aquel rápido descenso hacia el valle donde Edipo se encontró con su padre… Como máquina, no experimentaría todas estas sensaciones de la misma manera. Habría muchas otras radiaciones, fuerzas, cambios de ondas y sutilezas que Edipo nunca sintió. Pero ¿sería por esto menos hermoso? ¿Es que un hombre sordo, que se cura de su sordera de pronto, se siente menos vivo porque su mente concede menos tiempo a sus ojos?)

Bien, pronto sabremos lo que sienten los cuerpos vivos en el planeta viviente de Tau Ceti.

El aire no es el mismo blanco y azul de la Tierra. Tiene un tinte verdoso, claro y sorprendente, y dos lunas, para los amantes que yo, incorregible sentimental, no dejo de imaginarme. Para los lunáticos, sin embargo, puede ser excesivo. Pero Joel dice, con su tono seco de costumbre:

—Las últimas lecturas me convencen. Los trópicos parecen apropiados para ir en mangas de camisa. —Seguro que su mente ha sonreído, como antes sonreía su cara—. O con el culo al aire. Aún está por ver. Estoy convencido, sin embargo, de que los cuerpos orgánicos pueden arreglárselas allá abajo, mucho mejor que el tuyo o el mío.

¿Era yo quien continuaba vacilando, quizá porque había sido yo quien más interés tenía en llegar? Una especie de pánico me invadió. Sentí frío.

—Ya sabemos que no pueden encontrar todo lo necesario para alimentarse en ese medio bioquímico…

—Al mismo tiempo —nos recordó la nave, más por necesidad emocional que intelectual—, nada de lo que encuentren ahí, como gérmenes, por ejemplo, pueden comerlos. Las posibilidades de supervivencia son excelentes, teniendo en cuenta los suplementos de dieta concentrada, los utensilios y todo lo demás que traemos para ellos. Pero, Dios mío, Korene, podrías quedar aplastada bajo una tormenta de rocas, mientras explorabas algún maldito asteroide, o yo podría entrar en un campo de radiación excesiva para los protectores y quemarme el cerebro. O lo que sea. ¿Nos importa?

—No —murmuré yo—. No lo suficiente como para detenernos.

—Así, ellos lo harán.

—Sí. No dejaré que mi consciencia me paralice.

Después de todo, cuando traje hijos al mundo, hace ya mucho tiempo, sabía que era muy posible que los trajese a un infierno de terror. O que el terror podía apoderarse de ellos más tarde. O, en el mejor de los casos, que nacían para tener problemas, lo mismo que las chispas vuelan hacia lo alto, y que en unas pocas décadas serían polvo. Sin embargo, nunca pensé en quitarles, mientras yacían inocentes en mi vientre, sus posibilidades de vivir…

De la misma forma Joel y yo vamos a dar a luz a estos otros niños que seremos nosotros mismos.

Gira como una luna más alrededor del planeta mientras sus sensores lo captan y su mente lo descifra.

Yo, desde su interior, proyecto mis cuerpos auxiliares para que exploren su aire, y sus aguas, y sus tierras. A través de los canales láser, los míos son sus esfuerzos, sus triunfos y —por dos veces— sus muertes. Pero tales cosas han llegado a ser parte de nuestra existencia, como los empleos desde los que nos apresurábamos a regresar a casa todos los días. (Aunque aquí, trabajo y casa son una misma cosa.) El resto de nosotros, la mayoría de nosotros, estamos ligados por esos circuitos que conducen a nuestros hijos a la existencia.

Lo compartimos todo, somos como un esquema sonriente a lo largo de las ondas y los alambres de conexión, recordando lo puro que lo hizo parecer el presentador de la agencia en aquella primera entrevista. Joel y yo apenas si nos habíamos cruzado y pasamos separadamente por la televisión. Más tarde me dijo que, habiendo escuchado aquellas cantilenas mil veces ya, mejor hubiera hecho en irse de pesca.

Ni el uno ni el otro, ni el comentarista pequeño y escurridizo, ni el corpulento y franco orador, eran especialmente agradables. El último dirigió su carnosa corpulencia hacia la cámara y dijo:

—Déjenme resumir, por favor. Ya sé que resulta familiar para los que me escuchan, pero quiero hablar de nuestro problema. En las condiciones actuales podemos enviar una pequeña nave espacial a las estrellas más próximas y traerla de regreso a una velocidad media de un quinto de la de la luz. Esto significa unos veinte años para llegar a Alfa del Centauro, que es la más cercana; y luego hay que contar con el viaje de vuelta. Naturalmente, una expedición con tripulantes a bordo no tendría sentido, a menos que estuviese preparada para pasar un cierto tiempo en el lugar, investigando ese sinfín de cosas que no pueden investigar las máquinas sin tripulantes. El problema es que cuando digo una astronave pequeña, quiero decir pequeña realmente. Enormes unidades de propulsión, pero con un casco y una carga mínima. No queda sitio para la protección y el mantenimiento que una sola persona necesitaría; dejando aparte el hecho de que la reclusión y la monotonía pronto volverían loca a la tripulación.

—¿Y qué hay de la animación suspendida? —preguntó el comentarista.

El orador meneó la cabeza.

—Imposible. Aparte del bulto del equipo, las filtraciones de la radiación destruirían demasiadas células durante el viaje. Apenas es posible dar protección a aquellos objetos esenciales que son vulnerables. —Al llegar aquí mostró una amplia sonrisa—. Así que tenemos que elegir. O nos contentamos con nuestras pruebas inadecuadas o pasamos al sistema que se ha propuesto.

—O abandonamos todo este barullo y empleamos el dinero en algo útil —dijo el comentarista.

El orador le dirigió una de esas miradas de dolida paciencia, ensayadas para estos casos, y dijo:

—La conveniencia de continuar con la exploración espacial es una cuestión aparte, a la que con gusto responderé más tarde. Por el momento, si no le importa, atengámonos a la mecánica del asunto, por favor.

—«Mecánica» puede ser una palabra muy apropiada para el caso, señor —insinuó el comentarista—. Se trata de convertir a los seres humanos en robots. No es exactamente el viaje de Colón, ¿verdad? Aunque le garantizo que los pensadores siempre han dicho que los astronautas eran…, y son, como máquinas.

—Si usted me lo permite, por favor —volvió a repetir el orador—, y dejando aparte la validez de estos juicios, ¿quién está hablando de convertir en robots a los seres humanos? ¿Trasplantar cerebros a la máquina? ¡Vamos! Si un cuerpo no podría sobrevivir al viaje, ¿cómo imaginar que un cerebro metido en un tanque podría resistirlo? No, lo que haremos será sencillamente utilizar unos sistemas altamente perfeccionados de computadores sensoreceptores.

—Con mentes humanas.

—Con sistemas psiconeuronales humanos insertos en ellos, señor. Eso es todo. —Luego, con cierta afectación añadió—: Cierto que es un «todo» bastante grande. El esquema de un individuo es mucho más complejo de lo que puede abarcar la imaginación, y es dinámico más que estático. Nuestros matemáticos lo llaman n-dimensional. Tendremos que desarrollar algunos métodos para escudriñar al sujeto sin dañarlo, grabarlo y transferirlo a una matriz diferente, ya sea de tipo fotoelectrónico u orgánico-molecular. —Tomó aliento y luego dijo alzando la voz—: Piensen en las ventajas, aquí mismo en la Tierra, de contar con tal posibilidad.

—No puedo juzgarlo —dijo el comentarista—. Tal vez podría implantar una copia de mi personalidad en alguna parte. Pero yo continuaría en mi mismo cuerpo, ¿no es así?

—De todas maneras, no sería exactamente su personalidad. La matriz particular en que… se implantase, determinaría en gran manera su funcionamiento. Lo realmente importante desde el punto de vista de la exploración extrasolar es que así dispondríamos de máquinas que no serían meros robots, sino que tendrían además cualidades humanas, tales como motivaciones y programación propias. Pero, al mismo tiempo, podrían ir desconectadas durante el viaje. Así no tendrían que sufrir esos interminables años vacíos, entre estrella y estrella. Llegarían sanos al objetivo previsto.

—Alguno de nosotros puede preguntarse si empezarían sanos el viaje —intervino el comentarista—. Si esas máquinas de que usted habla pueden programarse para que sean como personas, si son tan buenas como todo eso, ¿por qué hacer entonces que produzcan personas de carne y hueso artificiales al término de su recorrido?

—Tan sólo cuando las circunstancias lo requieran —puntualizó el orador—. En ciertas condiciones es preferible contar con cuerpos orgánicos. Para probar la habitabilidad de un planeta, por ejemplo. Piense en cómo nuestros cuerpos funcionan para curar sus propias heridas. En muchos aspectos el cuerpo humano es más estable y más duradero que el metal o el plástico.

—¿Por qué darles entonces las mismas mentes, si se puede hablar de mentes a este respecto, que a las máquinas?

—Cuestión de ahorrar espacio —contestó el orador, sonriendo ante su propio ingenio—. Sabemos que el explorador psiconeural resultaría demasiado grande y frágil para transportarlo. El aparato que imprime un esquema sobre los androides tendrá que valerse de datos previamente almacenados en bancos. Así resultará mucho más ligero, si se vale de bancos que están ya en funcionamiento.

Levantó un dedo.

—Además, nuestros psicólogos piensan que esto producirá un efecto más intenso. Apenas si me atrevo a definir la relación como… paterna.

—Yo la definiría como obscena, o monstruosa —dijo el comentarista.

Joel y Mary estaban en su luna de miel cuando él le habló de sus deseos.

Los astronautas y los ingenieros numerarios podían ir allí donde el agua y el aire estaban limpios, crecían árboles en lugar de paredes, se oía cantar a los pájaros en lugar de escuchar el ruido del tráfico, y el vecino más próximo se encontraba a distancia suficiente como para poder sentirse tolerante con él. No hay duda de que ésta era una de las razones por la que los políticos conseguían su reelección atacando el programa espacial.

Aquella noche el poniente era como una fuente de oro sobre un mar que a lo lejos tenía irisaciones púrpura y luego venía a romper sobre la arena con un trueno blanco. Por detrás de ellos, las palmeras enlazaban su dibujo sobre el azul, donde ya se había encendido Venus. El aire era suave, perfumado con olores de sal y jazmín.

Estaban en pie, enlazados por la cintura, y ella tenía la cabeza reclinada sobre el hombro de él, mientras miraba ponerse el sol. Pero cuando él se lo dijo, se apartó bruscamente y Joel pudo ver terror en sus ojos.

—¡Eh! ¿Qué ocurre, cariño? —preguntó, y le cogió las manos.

—No —dijo ella—. No debes hacerlo.

—¿Cómo? ¿Por qué no? Tú estás trabajando en ello también.

El resplandor del cielo se reflejó en sus lágrimas.

—Que vaya algún otro, bueno Estupendo. Será como ganar una guerra…, una guerra justa, un triunfo, cuando es el marido de otra el que tiene que morir en ella. Pero no tú —imploró ella.

—Pero…, Dios bendito —exclamó él tratando de echarlo a broma—. No seré yo, por desgracia. Mi satisfacción será muy pequeña. Incluso suponiendo que me acepten, ¿qué es lo que sacrifico? Pasar algún tiempo bajo la pantalla; y unas pocas células para la estructura de los cromosomas. ¿Por qué tienes que tomarlo así?

—No lo sé. Será que… Oh, nunca había pensado en ello antes; nunca supuse que podía afectarme de esta manera —tragó saliva con dificultad—. Supongo que es… imagino a un Joel encerrado para el resto de su existencia dentro de una máquina…, un Joel de carne y hueso muriendo de una muerte espantosa o abandonado para siempre en el espacio.

Hubo una pausa antes de que él replicase, lentamente:

—¿Por qué no piensas, en lugar de eso, que hay un Joel contento de pagar el precio y correr el riesgo… —le soltó las manos y esbozó un gesto amplio hacia los cielos— por el placer de conocer todo eso?

Ella se mordió los labios.

—Por ello abandonaría incluso a su esposa.

—Esperaba que tú también lo solicitases.

—No. No podría hacerle frente. Soy demasiado terráquea. Quiero demasiado todo esto.

—¿Y crees que yo no lo quiero? ¿O que no te quiero a ti? —la atrajo hacia él.

Estaban completamente solos. Sobre la hierba que había en la playa, antes de llegar a la arena, gozaron el uno del otro.

—Después de todo —dijo él más tarde—, aún pasarán años y años antes de que esto se haga realidad.

No me recobro de prisa. No pueden meter toda una vida, de golpe, en un nuevo cuerpo. Éste es el primer pensamiento real que tengo, mientras voy saliendo de una caverna llena de ecos de voces, y luego, poco a poco, aparecen luces, imágenes, escenas enteras, mi tacto sobre un panel de control, papá levantándome sobre sus hombros, que están allá arriba, muy arriba en el cielo, hojas caídas sobre un estanque parduzco, el pelo de Mary haciéndome cosquillas en la nariz, un chico que está cabeza abajo, en equilibrio, en el patio de la escuela, el despegar estrepitoso de un cohete que me sacude hasta los huesos con su ruido y su resplandor, mamá dándome un pastelito de jengibre recién sacado del horno, mamá tendida, muerta, y su extraño aspecto, y Mary apretándome la mano muy fuerte. Mary, Mary, Mary…

No, ésta no es su voz. Es otra voz de mujer, sí, la voz de Korene, y siento que me acarician y me abrazan más gentilmente que nunca. Parpadeo al recobrar consciencia plena, flotando entre los brazos de un robot.

—Joel —murmura ella—. Bien venido.

Me siento aplastado. A pesar del despertar suave. Y luego, de pronto, esto. Había tomado el anestésico antes de que me metiesen en el escudriñador. Me voy despertando de una manera confusa, y ahora no tengo peso, me siento encerrado en metal y maquinaría, esto que miro no son ojos, sino sensores ópticos brillantes.

—¡Oh, Dios mío! —digo—. Me ha sucedido a mí.

Esto soy yo. Sólo que yo soy Joel. Precisamente Joel y nadie más.

Miro mi cuerpo en toda su longitud y sé que no es verdad. Las cicatrices, la barriga prominente, los pelos blancos aquí y allá, han desaparecido. Mi cuerpo es terso, tengo veinte años, aunque con medio siglo dentro. Hago una inspiración profunda.

—Tranquilo —me dice Korene.

Y la nave habla con mi voz:

—Tómatelo con calma. Te queda un montón de tratamientos y de ejercicios por delante, antes de que estés listo para actuar.

—¿Dónde estamos? —sale de mí.

—Sigma del Dragón —dice Korene—. En órbita alrededor del más maravilloso planeta. Vida inteligente, amistosa, y su arte sobrepasa toda descripción. «Hermoso» resulta una palabra muy pobre.

—¿Cómo va todo por casa? —la interrumpo—. Quiero decir, ¿cómo estaban cuando…, cuando salimos?

—Mary y tú estabais aún muy bien. Tú con setenta años —me contesta—. Los hijos y los nietos también. Hace noventa años.

Me dejé anestesiar en el laboratorio sabiendo que sólo uno de mí saldría de la Tierra y volvería a ella. No soy yo ese uno.

No sabía cuán duro podía ser esto.

Korene me abraza fuerte. Es típico de ella esto de no apresurarse a comunicar las últimas noticias que tenía de su propio ser. Supongo, por el vacío experimentado y este deseo de llorar en sus brazos mecánicos, que por eso a mí me programaron primero. Ella puede tomarlo con más calma.

—No es demasiado tarde aún —le dijo ella—. Puedo cambiar la decisión a tu favor.

La cabeza canosa de Olaf denegó con un movimiento.

—No. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo?

—Ya basta —suspiró ella—. La selección se hará dentro de un mes.

Olaf se levantó de su butaca, fue hasta donde ella estaba sentada y le pasó una mano de venas abultadas por la mejilla.

—Lo siento —dijo—. Es una prueba de cariño por tu parte querer que vaya contigo. Y no me gusta herirte. —Korene imaginó su sonrisa forzada por encima de su cabeza—. Pero, verdaderamente, ¿para qué ibas a necesitar un milenio entero de mis gruñonerías?

—Porque tú eres Olaf —le respondió simplemente.

Luego se levantó a su vez, fue hacia la ventana y se quedó mirando hacia fuera. Era una noche de invierno. La nieve cubría los tejados de la vieja ciudad con una espesa capa blanca, y los campanarios horadaban el resplandor impreciso del cielo donde brillaban unas pocas estrellas. La escarcha hacía más agudo el ruido del tráfico y de las máquinas. La habitación, con su calor y sus pequeños tesoros, parecía asediada por el mundo exterior.

Korene empezó a hablar diciendo:

—¿No comprendes que una personalidad encerrada en una máquina cibernética no es como un tullido castrado? En cierto modo somos nosotros los que estamos prisioneros, enjaulados dentro de nuestros cuerpos y nuestros sentidos de antropoides. Existe todo un universo nuevo del que podemos formar parte. Incluyendo el universo de una nueva proximidad entre tú y yo.

Olaf fue a reunirse con ella.

—Llámame reaccionario si quieres —gruñó—. O antropoide profesional. Ya te he explicado a menudo que estoy satisfecho con ser lo que soy, y que no quiero cambiar por nada nuevo.

Korene se volvió hacia él y dijo lentamente:

—Tú también empezarías otra vez como lo que eres. Los dos empezaríamos otra vez como lo que somos. Una vez y otra.

—No. Tenemos ya estas mentes viejas.

Ella se echó a reír con cierta melancolía.

—Si la juventud supiese. Si la vejez pudiese.

—Seremos estériles.

—Necesariamente. No hay manera de pensar en criar niños en ningún planeta, probablemente. Si no…, Olaf, si te niegas, iré yo a pesar de todo. Con otro hombre. Pero siempre desearé que hubieses sido tú.

Él levantó el puño.

—¡Está bien, maldita sea! —gritó—. Voy a decirte la verdadera razón por la que no iré a meterme bajo tu condenado escudriñador. ¡Me moriría lleno de envidia!

Es mucho más hermoso de lo que cabía imaginar: mucho más de lo que se podría comprender, hasta que lentamente vamos compenetrándonos con nuestro planeta.

Porque no es la Tierra. Joel y yo hemos dejado la Tierra para siempre detrás de nosotros. El sol parece de ámbar fundido, y se destaca enorme en un cielo color violeta. En esta estación su compañero se ha levantado hacia el mediodía, semejante a una gran estrella de resplandor dorado, que inundará la noche con su misterio mágico, bajo las constelaciones, y tres lunas que se desplazan con rapidez. Ahora que está acabando el día, las tonalidades en torno nuestro —colinas de un verde intenso, árboles rematados por un plumero azul, arco iris alados que resplandecen por encima del paisaje— se han hecho tan ricas que inundan el aire. El mundo entero brilla. A lo lejos, en el fondo de un valle, un rebaño recoge los destellos de esta luminosidad en sus cuernos.

Nos quitamos las botas cuando regresamos al campamento. El césped, no hierba ni musgo, sino césped, está erguido y fresco bajo nuestros pies. Del bosque cercano llegan multitud de fragancias. Una de ellas recuerda al romero. Más intenso aún es el olor de la hoguera que Korene encendió mientras íbamos de exploración. Llega a mi olfato y despierta recuerdos en mi cerebro: recuerdos de hojas de otoño ardiendo en montón, del fulgor del rescoldo al caer la noche, en aquellos pocos momentos de soledad que nos quedaban en la Tierra, cuando nos sentábamos en Navidad con los niños, frente a la chimenea.

—Hola, queridos —dice mi voz desde la máquina. (No es el cuerpo delgado y vaporoso que ella utiliza dentro de la nave; sino un cuerpo muy sólido y resistente, la única visión extraña y fuera de lugar en este paisaje)—. Parece que habéis tenido un día muy bueno.

—¡Dios mío, Dios mío! —y con los brazos levantados, baila—. Tenemos que encontrar un nombre para este planeta. Treinta y Seis Ophiuchi B Dos resulta ridículo.

—Lo encontraremos —murmura Joel en mi oído. Su mano cae sobre mi costado. Parece de fuego.

—Yo también estoy en canal —dice el micrófono con su voz—. Bueno, muchachos, la diversión es la diversión, pero tenemos trabajo pendiente. Quiero que estéis convenientemente alojados y con los suministros en su sitio antes de que llegue el invierno. Y mientras trasladamos el material y todo lo demás, necesito más muestras para analizar. Hasta ahora sólo habéis encontrado algunas frutas y parece que son comestibles. Pero necesitáis carne, también.

—No me gusta este asunto de matar —digo, porque me siento muy feliz.

—Bueno, yo creo que tengo suficiente espíritu de cazador por los dos —dice Joel, mi Joel. Siento pasar ráfagas de su aliento a través de mí—. ¡Dios mío! Nunca imaginé lo bueno que podía ser disponer de tanto espacio libre para moverse, y de tanta libertad.

—Aparte de un montón de trabajo —recuerda Korene: el estudio de todo un mundo para que ella y Joel puedan señalar nuestros descubrimientos a Sol, que ya no podemos distinguir con nuestros ojos. Y para que al final puedan llevar a la Tierra todas las muestras y pruebas que hayan reunido. A una Tierra que quizá no lo necesite ya en absoluto.

—Desde luego —dice—. Y espero amar cada minuto de ese trabajo.

Su apretón se hace más fuerte. Me siento atravesada por ondas que me estremecen.

—Y hablando de amor…

La máquina se queda callada. Una sombra se ha extendido sobre su superficie metálica, en la que antes se reflejaban los juegos de luces de la hoguera. Las llamas cantan alegremente. Una criatura voladora chilla como una trompeta.

—De modo que habéis llegado a eso —dice Korene por fin.

—Hoy —declaro para nuestra gloria.

Sigue otro silencio.

—Bueno, enhorabuena —dice el Joel de Korene—. Estábamos planeando un pequeño regalo de bodas para vosotros, pero nos habéis cogido por sorpresa.

Los tentáculos mecánicos se proyectan hacia el exterior. Joel me deja para cogerlos entre sus dedos.

—Que seáis muy felices, los dos. No podía pasarle a dos personas mejores que vosotros, aunque yo sea una de ellas, en cierto modo. Bueno, cortamos contacto ahora, Korene y yo. ¿Hasta mañana?

—Oh, no, no —logro balbucear entre lágrimas y risas, y caigo de rodillas para abrazar este cuerpo cuyos dos espíritus nos trajeron a la vida y algún día nos enterrarán—. Quedaos un poco más con nosotros; Joel y yo queremos que estéis aquí. Vosotros, vosotros sois nosotros. —Y más que nosotros y, por desgracia, menos que nosotros—. Queremos compartirlo con vosotros.

El sacerdote subió al púlpito. Era alto y llevaba una túnica blanca; esperó allí, de espaldas a las sombras del santuario. La luz de las velas le enmarcaba y ponía un halo alrededor de su capucha. Cuando el silencio fue total en el templo, se inclinó hacia delante. Su voz se dirigió con fuerza hacia los rostros y las cámaras:

—«No tendréis otros dioses que yo», le dijo el Señor a los hijos de Israel. «Amarás a tu prójimo como a ti mismo», le dijo Cristo al mundo. Y los sabios y los profetas de todos los tiempos y de todas las creencias nos previnieron contra el hybris, ese orgullo devorador que atrae sobre nuestras cabezas la ira del cielo.

»La Torre de Babel y el Diluvio de Noé pueden ser mitos. Pero en los mitos se oculta una sabiduría de la raza que va mucho más allá que todas las hipótesis y las teorías de la ciencia. Pensad en vuestros pecados y temblad.

»Idolatría: la adoración por parte del hombre de aquello que él mismo ha hecho. Falta de caridad: el olvido del hombre por el hombre, el olvido de las necesidades del prójimo para ir en busca de la mera aventura. Hybris: la declaración del hombre de que él puede mejorar la obra de Dios.

»Ya sabéis a qué me refiero. Mientras los pobres de la Tierra, miles de millones de ellos, claman por alimento, verdaderas fortunas son proyectadas hacia el vacío del espacio exterior. Poco se preocupan de sus hermanos mortales estos señores de la locura, Y nada les importa Dios.

»“Seguir al conocimiento como si fuese un cometa, hasta más allá de los límites del pensamiento humano” es una frase que se repite sin cesar en nuestros días. Ulises, el eterno buscador. Dejadme recordaros que estas líneas no se refieren al héroe vagabundo de Homero, sino al de Dante, que estuvo en los Infiernos por quebrantar todas las leyes que la divina providencia le había impuesto.

»Y, sin embargo, ¡qué pequeño, qué humano y qué comprensible fue su pecado! Él no tenía la fría arrogancia que hoy tratan de imponernos los ingenieros anónimos del proyecto interestelar. Esta arrogancia sí que es el último desprecio que puede dirigirse hacia Dios y hacia los hombres. Para que podamos violar la armonía de las estrellas, hemos de crear, con metales y productos químicos, unas sucias caricaturas de la obra divina. Y tenemos que creer, además, que por medio de nuestros trucos electrónicos podemos insuflar dentro de ellos un alma.

Nat, el mono Rhesus corre libre. El laboratorio que ocupa la mitad de la cabaña le está vedado. Su habitáculo, simple y sólidamente construido, no tiene mucho que él pueda estropear. De todas formas, no es excesivamente travieso. Los espacios exteriores son vastos, con árboles en los que poder jugar. Así que, cuando está en casa con Joel y Korene, casi siempre se muestra obediente y respeta las prohibiciones que le han impuesto.

Su deseo innegable de agradar puede que tenga su punto de arranque en el recuerdo de la soledad. Era tremendamente aburrido cuando permanecía enjaulado en la superficie, después de haber crecido dentro del tanque. (Su cuerpo, en realidad, había existido ya durante más tiempo que el de los dos seres humanos.) No tenía compañía alguna, excepto la de las ratas, los conejitos de Indias, algunos tejidos de cultivo y cosas así; y, naturalmente, la máquina que le atendía y le probaba.

El hecho de que aquel robot le hablase a menudo, le acariciara o jugase con él es lo que había salvado al mono de la locura. Cuando por fin carne humana abrazó la suya, ¿qué vacío interior se colmó en él?

¿Y qué vacío se llena también en los otros, cuando salta delante de sus pies, se les sube a los hombros y por la noche comparte su cama?

Pero hoy es el tercer día de lluvia de otoño. Aunque Korene ha dado a este planeta de Treinta y Dos Eridani el nombre de Gloria, tiene sus estaciones y ahora el clima evoluciona hacia un tiempo más sombrío. La pareja se ha quedado dentro y Nat se siente nervioso. Sin duda el cambio en sus amigos le produce también una cierta inquietud.

Tendría que ser alegría. La cabaña es bastante amplia para dos personas. Acogedora y hasta hermosa, con las vetas ondulantes de sus maderos y el brillo cristalino de las piedras que forman la chimenea. Las llamas danzan en el hogar. Chisporrotean y un poco de su humo se escapa hacia la habitación y perfuma el aire con un olor como de canela. A través del brillo de los paneles fluorescentes, la luz se refleja en los muebles y en los cacharros que Joel y Korene hicieron durante el verano que ya pasó: se refleja en los estantes de una biblioteca audiovisual y en unos cuantos cuadros, y también en los paneles de plástico, por el exterior de los cuales la lluvia se desliza suavemente. Al otro lado de la puerta cerrada silba el viento con zumbido sordo.

Joel está inclinado sobre su mesa. Últimamente no se ha bañado ni afeitado, tiene los cabellos en desorden y su traje de trabajo está sucio y lleno de manchas. Korene se ha conservado un poco mejor. Es el polvo que se apila en los rincones y los platos sin lavar en una tinaja los que hablan de su descuido mientras él estaba fuera, tratando de cazar. Está echada sobre la cama y escucha la música, aunque no muy bien, a causa del zumbido que siente en sus oídos.

Los dos han adelgazado mucho. Tienen los ojos hundidos y la boca y la lengua ásperas. Sobre la piel reseca de sus manos y sus rostros ha aparecido una erupción.

Joel pone a un lado su regla de cálculo.

—¡Maldita sea! No puedo pensar —casi grita—. ¡Al diablo estos análisis! ¿De qué sirven, al fin y al cabo?

La respuesta de Korene es cortante:

—Puede servir para mostrar qué es lo que ha ido mal con nosotros y corregirlo.

—¡Por Judas! Cuando no puedo siquiera dormir bien… —Gira en su silla para enfrentarse con el robot inactivo—. ¡Vosotros! Malditas máquinas presumidas, ¿dónde estáis? ¿Qué estáis haciendo?

El labio de Korene tiembla con un tic nervioso.

—Están ocupadas, lejos, en su órbita —dice—. Te sugiero que sigas su ejemplo.

—¡Sí! ¿Como lo sigues tú?

—Exactamente. En cuanto me ayudes a poner orden en esta casa, señor bioquímico autonombrado.

Empieza a incorporarse sobre la cama, pero renuncia al esfuerzo. Por sus mejillas corren unas cuantas lágrimas. Dice:

—Olaf no se hubiese vuelto histérico como tú.

—Y Mary no estaría tumbada ahí sin hacer nada —replica él.

Sin embargo, la puya que ella le ha lanzado le hace volver a su trabajo. Interpretar los resultados de la cromatografía de un gas sobre elementos desconocidos no es una tarea fácil. Ha empezado a tener alucinaciones, y los gráficos que dibuja parecen mezclarse y deslizarse ante sus ojos como si fuesen gusanos…

Algo da un fuerte golpe al caer en la alacena. Korene lanza un grito. Joel se pone en pie de un brinco. Por el suelo se esparce una marea de harina y fragmentos de loza. Tras ellos aparece Nat de un salto. Se queda parado en medio del estropicio y mira a sus amigos con ojos de sorprendida inocencia. Vaya, ¿cómo habrá ocurrido todo esto?, parece decir con la mirada.

—¡Condenado pillo! —le grita Joel—. Ya sabes que no puedes entrar ahí. —Mientras habla va hacia el mono—. Cuántas veces… —Se detiene, coge a Nat por el pescuezo y lo levanta. El mono gime débilmente.

Korene se levanta.

—Déjale estar —dice.

—¿Para que termine de… romperlo todo? —Joel lanza al mono contra la pared. El golpe es sordo. Nat se queda encogido, en el suelo, quejándose.

Se hace un silencio denso en la habitación, mientras el viento continúa silbando fuera. Korene mira a Joel y él se mira las manos como si las viese por primera vez. Cuando ella habla al fin, su tono es completamente neutro:

—Fuera de aquí.

—Pero… —tartamudea él—. Pero si lo hice sin querer.

Ella le está mirando aún fijamente. Él se refugia en un nuevo acceso de furia.

—¡Ese condenado me está volviendo loco! Podemos morir por causa de él y tú aún le mimas de una forma que me da náuseas.

—Muy bien. Échale a él la culpa por permanecer sano mientras nosotros enfermábamos. Estoy descubriendo en ti abismos que no había sospechado nunca.

—Y yo en ti —replica él—. Es tu niño bonito, ¿no es eso? El niño que nunca te programaron para que tuvieses. Tu niño mimado.

Korene pasa por su lado sin mirarle y se arrodilla junto al animal.

Joel lanza una especie de aullido. Se abalanza hacia la puerta, la abre violentamente y desaparece tragado por la noche. El frío y la lluvia se meten en la habitación.

Pero Korene no lo nota. Está examinando a Nat, que jadea, solloza y la mira con ojos opacos, asustados. Hay sangre en su pelambrera. Está claro que tiene la espalda rota.

—Cariño, pequeñín, no sufras. Por favor —solloza ella mientras levanta la pequeña masa peluda. Le lleva hasta el laboratorio, prepara una inyección, le mece y le canta una canción de cuna mientras se la pone.

Luego le trae de nuevo a la habitación, se echa en la cama, manteniéndole aún en sus brazos y llora hasta que se queda dormida con un sueño lleno de pesadillas.

Su voz la despierta, procedente de la máquina que está en uno de los rincones. Más tarde, no puede recordar lo ocurrido entre sus dos yo. Palabras, sí; tacto; una poción que tiene que beber. Luego el bálsamo del olvido. Cuando se despierta es ya de día y lo que queda de Nat no está con ella.

De modo que ha sido el robot. Que regresa justo cuando ella está levantándose. Aún lloraría más si le quedasen fuerzas, pero al menos puede pensar, aunque le duela la cabeza.

La puerta se abre del todo. La lluvia ha terminado. El mundo parece relucir. Aquí también hay colores de otoño, bajo un cielo opalescente del que llegan canciones de adiós procedentes de muchas alas que baten hacia el sur. El suelo se ha vuelto color oro pálido. El bosque es una combinación de cobres, rojos y púrpuras, con algunas motitas relucientes como la mica. El frescor de la mañana la envuelve.

Entra Joel, medio apoyándose en la máquina, medio sostenido por ella. Cuando le suelta, se deja caer a los pies de Korene. Desde la garganta metálica, que no es una garganta, su voz implora:

—Sé buena con él, ¿quieres? Se ha pasado la noche dando vueltas por el bosque hasta que se derrumbó. Podía haber muerto si uno de nuestros cromosensores no le hubiera localizado.

—Eso es lo que quería —murmura el hombre desde el suelo—. Después de lo que hice.

—No es culpa suya —dice la nave con ansiedad, como si parte de la responsabilidad fuese suya también y quisiera lavarse de culpa—. No estaba en su juicio.

La voz femenina continúa diciendo:

—Un factor ambiental, ya ves. Por fin lo hemos identificado. Tú tampoco estabas en tu juicio. Pero no le eches la culpa ni a él ni a ti. —Una breve vacilación. Luego—: Estaréis bien cuando os hayamos sacado de aquí.

Korene no se fija en lo insegura que resulta la voz, ni piensa en sus implicaciones. En lugar de ello, se inclina para abrazar a Joel.

—¿Cómo pude hacerlo? —jadea él, reclinándose sobre el pecho de ella.

—No fuiste tú quien lo hizo —dice Korene mediante el robot, mientras la de carne y hueso le mantiene abrazado y murmura palabras de consuelo.

Están de nuevo en la astronave, sujetos a sus puestos e ingrávidos. Hasta ahora no han pedido ninguna explicación. Se contentan con sentir que sus espíritus están juntos de nuevo, que la tristeza y los demonios los han dejado ya y que han dormido tranquilos y se han despertado serenos. Los efectos de las drogas calmantes han desaparecido y sus cuerpos están recuperándose y generando orden en sus mentes.

Se miran el uno al otro, murmuran y se cogen las manos. Joel dice en voz alta, al metal que los rodea:

—¡Eh, vosotros dos!

Su otro yo no responde. ¿No se atreve, quizá? Casi un minuto pasa antes de que la vieja Korene hable:

—¿Cómo estáis, muchachos?

—No muy mal —contesta él—. Por lo menos físicamente.

Luego se hace de nuevo el silencio.

Hasta que la segunda Korene pregunta:

—Malas noticias para nosotros, ¿no es eso?

—Sí —le responde su voz.

Los dos se ponen un poco tensos.

—Bueno, adelante —pide Korene.

La respuesta no se hace esperar:

—Estabais sufriendo de pelagra. Es algo con lo que no nos habíamos tropezado nunca, hasta ahora. No es fácil de diagnosticar, sobre todo en sus comienzos. Tuvimos que revolver nuestro banco de datos de arriba abajo antes de obtener el menor indicio de qué era lo que teníamos que buscar en las muestras de células y sangre que os tornamos. Es una enfermedad deficitaria, que se produce por falta de niacina, una vitamina del grupo B.

Joel protesta, sin poder contenerse:

—Pero, demonios, ya sabíamos que la bioquímica de Gloria no incluye el complejo vitamínico B. Por eso tomamos nuestras píldoras.

—Sí, desde luego. Ésa fue una de las cosas que nos desorientó, aparte del hecho que los animales se mantenían perfectamente con una dieta similar a la vuestra. Pero luego encontramos una cierta sustancia en la alimentación local. En toda la alimentación local. Es tan necesaria para la vida como la ATP lo es en la Tierra. Una materia que parecía completamente innocua cuando hicimos los primeros análisis —la voz se hace un poco triste—. Cuando decidimos que podíamos crearos.

—Actúa sobre un tipo específico de gen humano —añade la voz de la nave, con acento cortante—. Ya hemos averiguado cuál, pero no vemos la manera de detener su proceso. La consecuencia es la aparición de un enzima que destruye la niacina en la sangre. Vuestras píldoras frenaron la situación durante un tiempo, porque la concentración de los anticuerpos se desarrolla lentamente. Pero una vez que se llega a la nivelación, no se obtiene ayuda alguna de las píldoras, ni siquiera aumentando la dosis. Se descomponen antes de que podáis metabolizarlas.

—Los trastornos mentales son uno de los síntomas que se producen —dice Korene desde el micrófono—. Los efectos físicos en casos avanzados son igualmente horribles. Pero os pondréis bien. Vuestros sistemas han eliminado ya el elemento químico nocivo, y aquí tenemos una reserva inagotable de niacina.

No necesita decirles que lo que no hay es casi nada que se pueda utilizar como alimento para sus cuerpos, ni medio alguno de purificar las carnes y frutas con las que contaban.

La aeronave trata de elegir sus palabras:

—Bueno, os diré que ésta es la clase de descubrimiento básico, creo, que sólo se puede hacer saliendo al espacio. Un tipo de información genética que no hubiésemos obtenido en un millón de años, quedándonos en casa. ¿Quién sabe hasta qué punto puede sernos útil para algo? ¿Quizá para la inmortalidad?

—¡Sssh! —le avisa su compañero. Y luego, dirigiéndose al par de la cabaña, dice en voz baja—: Nos retiraremos y os dejaremos solos. Venid al pasaje cuando nos necesitéis… Quedad en paz.

Una máquina no puede llorar, ¿no es cierto?

Durante largo rato, el hombre y la mujer permanecen silenciosos. Por fin él dice:

—Las raciones que tenemos pueden durarnos un mes, más o menos.

—Podemos dar gracias por eso —dice ella, y cuando asiente con la cabeza, sus cabellos flotan alrededor de su frente y sus mejillas.

—¡Dar gracias! ¿Bajo una sentencia de muerte?

—Ya sabíamos… Ya lo sabíamos en la Tierra, que algunos de nosotros íbamos a morir jóvenes. Cuando me puse bajo el escudriñador, ya había aceptado la idea. Seguramente tú también.

—Sí, en cierto modo. Pero ahora me está ocurriendo a mí. —Inspira profundamente—. Y a ti también, que es lo peor. A este , que es la única Korene que tendré nunca. ¿Por qué a nosotros?

Ella se queda con la vista fija en algún punto lejano y luego le sorprende a él con una sonrisa.

—Es algo a lo que no escapa nadie. Pero aún nos queda un mes.

Él la atrae hacia sí y suplica:

—Ayúdame. Haz que tenga valor para alegrarme.

El sol llamado Ochenta y Dos Eiridani se levanta con su radiación dorada sobre el reborde azul del planeta. Es un azul tan intenso como el del océano, con sus olas y sus vientos, con sus mareas y sus tempestades, que se transforma luego en llamas y rosas. La astronave continúa su órbita hacia el día. Las nubes se incendian con la luz de la mañana. Después, se hacen más puras y se arremolinan sobre tierras en verano, y tierras en invierno, sobre la tormenta y la calma, sobre los bosques, las praderas, los valles, las alturas, los ríos y el mar, en tropel que se nutre de este mundo que les dio origen.

Korene y Joel se quedan contemplando este amanecer durante una hora entera, uno al lado del otro y cogidos de la mano ante el visor de la pantalla, flotando sin peso en el reducido espacio de la máquina. La astronave y el robot han guardado silencio. El proyector de aire sopla su brisa sobre los cuerpos desnudos de ambos, mezclando para ellos sus mutuos olores de hombre y mujer. A menudo se acarician con la mano que les queda libre, o se besan. Pero ya han hecho el amor y ahora están gozando de su paz.

La astronave desvía su rumbo hacia la noche. Frente a ella, las estrellas brillan por miríadas, espléndidas en su parpadeo.

Korene se despereza.

—Vamos —dice.

—Sí —contesta él.

—Podíais esperar un poco —interviene la astronave. Su voz no tendría que ser tan dura. Pero no es capaz de controlarla—. Los días son largos.

—No —replica el hombre—. No serviría de nada. —Ha visto cómo Korene se muere de inanición, pues las últimas reservas de comida se han agotado ya—. Al fin y al cabo es tan horrible como haberse quedado allá abajo… (viendo cómo se le deterioraba la mente y cómo el cuerpo se le secaba y corrompía).

—Tienes razón —conviene la astronave humildemente—. ¡Oh, Cristo! ¡Si lo hubiéramos pensado!

—Imposible haberlo pensado, cariño —dice el robot con inesperada ternura—. Nadie podía haberlo pensado.

La mujer acaricia una palanca, con tanta dulzura como si se tratase de su hombre y besa con sus labios el metal.

Él se sacude.

—Por favor, basta; ya hemos hablado de ello un millón de veces —dice—. Adiós.

El robot lo rodea con sus pinzas. La mujer se une a ellos. La nave sabe lo que quiere; también lo desea ella, y la canción Dejad que las ovejas pasten en paz invade el aire.

Los dos humanos flotan juntos.

—Quería decir —las palabras de él son inseguras, temblonas— que nunca dejé de amar a Mary y que la echo de menos, pero que te quiero a ti tanto como a ella, Korene, y te doy las gracias por haber sido para mí lo que has sido. Ojalá pudiera encontrar mejores palabras con qué decirlo —concluye.

—No son necesarias —dice ella, y hace una seña al robot.

Apenas si sienten la aguja. Mientras continúan flotando, abrazados, hacia la oscuridad final, él dice soñoliento:

—No lo lamentéis durante demasiado tiempo, vosotros. Y no tengáis miedo de hacer otras vidas. El universo siempre nos sorprende.

—Sí —dice ella, y tiene una breve risita en medio del sopor que la va englutiendo—. ¿No es eso una prueba de la gran bondad de Dios?

Viajamos a través de los años de luz y los siglos, vida tras vida, muerte tras muerte. El espacio es nuestro único hogar. La Tierra ha llegado a ser más extraña para nosotros que el más lejano cometa de la más remota estrella.

A la Tierra le hemos dado:

Mentes abiertas sobre el infinito, que por lo tanto ahora tienen su propio mundo y los seres, sumamente precisos, que en él hay.

Un conocimiento de las leyes naturales mediante el que los hombres pueden, en pocos años, cruzar el abismo en los cuerpos que sus madres les dieron, de sol a sol, hasta los planetas no poblados, para habitarlos y que su raza perdure tanto como el cosmos.

Un conocimiento de las leyes naturales gracias al que pueden impedir la tortura accidental que la naturaleza les inflige por medio de la enfermedad, la locura y la vejez.

El arte, la historia, la filosofía, las creencias y otras muchas cosas, imposibles de soñar siquiera en un tiempo, que provienen de un centenar de razas sensitivas. Y con todo esto, una capacidad de renacimiento continuo, que parece que nunca va a detenerse.

De todas estas donaciones nuestras ha brotado riqueza material de los dedos de cada hombre, una riqueza que está más allá del alcance de ninguna nación de la Tierra. Y con esta riqueza, una mayor calma y sabiduría, aprendida de las múltiples facetas de la realidad. A cada regreso nuestro, las luchas parecen menores y pocos son los que aún odian a su prójimo, o a sí mismos.

Pero ¿es que nos engaña nuestro orgullo, por la ayuda que les hemos prestado? Para nosotros, ellos se han convertido en enigmas brillantes, que nos saludan amablemente, pero que no nos estimulan a volver de nuevo al espacio, ni intentan tampoco retenernos contra nuestros deseos. Aunque al final cada uno de nosotros acaba por no volver, no nos fabrican continuadores. ¿Es que ya no necesitan de nuestros dones? ¿O es que somos nosotros, los exploradores, los que no podemos ya cambiar ni multiplicarnos?

Bien, hemos llevado a cabo nuestra tarea. Y uno de los servicios que hemos prestado quedará para siempre. Dos en las profundidades del espacio, dos en cada mundo, sólo nosotros recordamos a aquéllos que vivieron y a aquellos que murieron. Y a Olaf y Mary.