LA CHICA DEL SUEÑO TAU
La narración amorosa. Debió ser acerca de Olga; una chica a la que complacía la época en que le tocó vivir. Tras conocerla mejor pude saber el porqué. Estaba dotada para la ambigüedad tanto en lo físico como en lo mental. Si yo hubiese completado la narración, habría hecho hincapié en las ambigüedades mentales que me hicieron confundirla con la escritora Anna Kavan, primeramente en mi vida y posteriormente en mis sueños.
Respecto a sus ambigüedades físicas cabe decir que la chica usaba vestidos y zapatos que le hacían aparentar mayor estatura y se podía pensar que se trataba de una chica alta y esbelta. Sus amantes —que no fueron muchos— llegaron a notar que «en realidad» aquella chica era más bien bajita y algo maciza. Se parecía a Anna en que atraía, pero era difícilmente atraída por ambos sexos.
He escrito «en realidad», pero se trata de una frase que no quiere decir nada. Pudiera tratarse de una realidad común; empero, cada uno de nosotros tiene una versión personal de la realidad y la lleva por ahí como una tarjeta de identidad. En su aspecto físico Olga quizá anduviera ligeramente por debajo de la estatura media, y sus formas eran un tanto redondas; pero su deseo de parecer alta y esbelta se basaba en profundas razones metafísicas y, por lo tanto, espiritualmente era una chica alta y esbelta.
También era hermosa. A mí me parecía —permítaseme decirlo— francamente bella, aunque la veía también extremadamente sencilla. Su cabello era negro y lo llevaba peinado hacia arriba para dar la sensación de mayor estatura. «En realidad» era rubia, pero siendo su origen el que era, el ser rubia hubiera sido una contradicción. Su personalidad —tal como Olga intuía— era la de una chica morena. Su artificio era la verdad.
La narración podría comenzar con abundancia de detalles superficiales tales como la eterna fascinación de encontrarse con una nueva mujer; el mirarla cuando ella no se da cuenta; su mirada al encuentro de la nuestra (¿ya está todo decidido?); el buscar y tratar los mismos temas; el primer contacto con ella; el sentir cómo la vida mana al unísono de ella y de uno mismo… Tales detalles, como sucede en todo nuevo amor, parecen brindar misteriosas y emocionantes claves vitales sobre el nuevo ser que ha penetrado en nuestra vida. En el caso de Olga, estos detalles eran bastante complejos.
En resumen; yo había conseguido que Anna me acompañase a ver una pequeña casa de campo. Confiábamos en que ella podría vivir en ella a pesar de su dependencia de la heroína, que la mantenía orientada hacia Londres y hacia su amable médico. Aquélla casa de campo pertenecía a un tal señor Marchmain. Anna estaba como ausente y no prestaba atención ni al lugar ni a su emplazamiento. La casa estaba situada en las inmediaciones de un pequeño curso de agua, con vistas a las laderas de Berkshire.
Tras nuestra visita seguimos la carretera y nos detuvimos a poco más de un kilómetro para repostar gasolina en una estación de servicio situada en un cruce. Yo salí del automóvil para evitar el mutismo de Anna. Dos vehículos chocaron en pleno cruce con gran estrépito. Pude ver cómo uno de los coches enfilaba hacia nosotros dando tumbos hasta que una farola detuvo su trayectoria. El otro vehículo, un «Mini» de color blanco, dio una vuelta de campana y resultó con grandes destrozos.
Corrí hacia el coche, que estaba con las ruedas en alto, y vi en su interior a una mujer joven, morena, sujeta al asiento por el cinturón de seguridad. En la parte posterior, en un silloncito de los que se colocan en el asiento de atrás para llevar niños, había un pequeño. Ni la mujer ni el niño habían perdido el conocimiento, pero la criatura comenzó a llorar de repente. Entré en el auto y ayudé a salir a la joven. A continuación saqué al pequeño, de unos tres años de edad, que me agarró fuertemente por el cuello y dejó de llorar. Acompañé a la mujer hasta la oficina de la gasolinera.
Era Olga, que estaba afectada por una fuerte conmoción y no lograba coordinar bien todavía, pero el mecánico de la estación de servicio la recordaba y dijo que conocía a un amigo de la accidentada llamado Marchmain, el cual vivía en una casita que distaba de allí poco más de un kilómetro. Tratábase, pues, de la casa de campo que acababa de visitar en compañía de Anna.
Conduje a Olga hasta allí, y Marchmain, presa de gran confusión, no hacía sino dar vueltas y vueltas. El niño no era de Olga. ¿De quién podía ser? Telefoneó a no sé donde. Olga resultó vivir en un pueblo a pocos kilómetros de distancia. Pudimos averiguar que había ido a recoger a la salida del jardín de infancia al hijo de una vecina.
A pesar de las protestas de Anna yo me ofrecí a llevar al niño a casa de su madre y a dejar a Olga en el hospital más cercano a fin de que se le practicase un reconocimiento. Marchmain vio aliviado cómo nos íbamos, y en el momento de despedirnos me llamó aparte y dijo:
—Mire usted, lo siento, pero no debería haber traído aquí a la señorita Illes. Resulta que ella y yo manteníamos hace tiempo una estrecha amistad que la semana pasada dimos por concluida definitivamente. Por eso he puesto en venta la casa y pienso mudarme a otra parte.
Por primera vez me di cuenta de que el señor Marchmain era extranjero.
Llevé a casa de su madre al chiquillo, que ya no lloraba, y acompañé a la señorita Illes hasta el hospital. Cuando la dejé allí parecía encontrarse perfectamente. Le dejé mi tarjeta y salí en el automóvil, acompañado de Anna, rumbo a casa.
Un incidente. Parte de la vida. Me hallaba por entonces metido de lleno en un proyecto nuevo que desarrollábamos en la Universidad. Podría decirse que mi reputación o mi prestigio estaban en juego, y me dispuse a no pensar más en lo sucedido.
A la mañana siguiente recibí unas líneas de agradecimiento remitidas por la madre del niño, así como unas flores —narcisos y tulipanes amarillos— con una nota firmada por Olga Illes. Aquello me divirtió, pues no es frecuente que una mujer sea la que envía flores a un hombre.
Esta historia iba a tener mucho que ver con mi trabajo en la Universidad. Estábamos comprobando una teoría sobre la síntesis/atomización de los sueños. Habíamos identificado tres tipos distintos de sueños a los que clasificamos con las letras griegas sigma, tau e ypsilon. Mi prestigio dependía de este sistema de identificación, y en aquellos momentos estábamos especializándonos en los sueños del tipo tau que aparecían relacionados con la fase media del sueño, hacia el segundo cuarto. La función específica de este tipo de sueño (el sueño tau) parecía ser la de explorar por encima y por debajo del significado consciente del acontecer cotidiano; es decir, relacionar un hecho ordinario con las esferas más elevadas del significado hasta un nivel cósmico, diseccionando dicho significado en minúsculos fragmentos que se relacionan por sí mismos con la personalidad total del individuo.
Aunque en el laboratorio teníamos abundantes voluntarios entre los estudiantes, yo solía actuar frecuentemente de cobaya, ya que en mi caso los sueños del tipo tau, por las razones que fuesen, resultaban particularmente vívidos.
Bastará con dos ejemplos: soñé que era uno de los cuatro miembros de un equipo sometido a un adiestramiento especial en condiciones extremadamente anómicas a fin de relacionarlas con las manifestaciones extrasensoriales de sus respectivas personalidades. Los miembros de este equipo pasamos varias semanas contemplando en pantallas de televisión series de imágenes que no eran sino habitaciones vacías.
De repente se inició el acoso de algo que se movía velozmente pero que debía de resultar muy peligroso, ya que acabaron matando a golpes a aquel ser. El resultado fue que uno de los hombres que participaba en el experimento murió. Aquello indicaba que el ser que tan velozmente se movía no era otra cosa que la proyección de ellos mismos.
El segundo sueño era también un caso de síntesis/atomización semejante. Soñé que entre los hombres vivían en el mundo ciertos seres extraños que coexistían amistosamente con los humanos contribuyendo a enriquecer el plano cultural de estos últimos. A simple vista no se les podía distinguir de los seres humanos corrientes, y sólo su extraordinario poder carismático evidenciaba que eran algo muy distinto. Su admiración por los más insignificantes datos de la cultura y la historia terrestres era lisonjera y fascinante, incluso contagiosa. Todo el mundo se interesaba por las artes, y esto, poco a poco, fue resultando evidente para el personaje que hacía las funciones de «yo» en el sueño y que había visitado en su propio domicilio a uno de estos seres extraños que estaban cambiando la naturaleza de todo aquello que admiraban dándole un cariz nuevo, aunque lo hacían en forma absolutamente inconsciente y sin malicia alguna, toda vez que para ellos el arte era algo que hasta entonces había estado fuera de su campo de experiencia. De este modo, la simple admiración que pudieran sentir cambiaba cualquier cosa, de modo semejante a como una traducción puede cambiar un poema.
Por ejemplo, mi extraño admiraba grandemente a Robert Louis Stevenson, escritor británico del siglo XIX, e incluso llegó, en compañía de su familia, a ponerme en el tocadiscos una grabación que aseguraban era una ópera de Stevenson basada en la leyenda de Robin Hood y en un poema lírico que a mis oídos les parecía una pobre mezcla de Mozart y Offenbach.
Ambos sueños del tipo tau están ligados a elementos de mi propia personalidad, pero también al estado en que se halla el mundo, que da lugar a lo que yo he definido como confusiones de identidad de la era postrenacentista en que vivimos.
El siguiente sueño tau lo tuve dos días después de haber llevado a Olga al hospital y se refería a ella. Contenía toda la riqueza propia de los típicos sueños tau y su peculiar doble estrato.
Soñé que iba a ver a Olga a una casita campestre. Ella quería venderla y yo le regalé un ramo de flores que aceptó como pago. Me enseñó las graves heridas de su pierna derecha y me dio pena. Anna estaba allí también, pero se marchó. Olga y yo subimos juntos la escalera hasta el dormitorio, desde cuya ventana se podía ver una acequia de molino. Nos tumbamos sobre la cama y en aquel momento me di cuenta de que la chica me había engañado, ya que su pierna derecha estaba intacta; las heridas no eran sino pintura. Tomé a Olga entre mis brazos y la ropa que llevaba se le cayó, dejando al descubierto la pierna izquierda, que estaba prácticamente amputada a consecuencia del accidente.
Tras este sueño tan poco tranquilizador no tenía más remedio que ver de nuevo a Olga. Telefoneé a Marchmain, quien me aseguró que todavía no había vendido la casa, y entonces le dije que estaba dispuesto a comprársela. Acudí a la imprenta de la Universidad y encargué nuevas tarjetas de visita, y a continuación me dirigí hacia la casa de campo de Marchmain.
Parecía gratamente sorprendido por mi precipitada decisión y me dio la sensación de estar un tanto asustado. Para disimular sus sentimientos comenzó a hablarme de su vida. Se trataba de un refugiado húngaro que llegó al país en 1938, cuando contaba muy pocos años de edad. Su familia tenía muchas tierras, pero tuvieron problemas con el gobierno del almirante Horty. Al llegar a Inglaterra britanizaron su apellido. Por aquella época también unos primos suyos habían abandonado Hungría y se establecieron en el Brasil. Olga Illes estaba emparentada con la rama brasileña de la familia Marchmain.
Aquellos datos me emocionaron un poco, pues aunque yo era de origen escocés, también había nacido en Brasil, en el consulado de Santos.
Hicimos el trato de compraventa de la casita y Marchmain convino en tenerla desalojada aquel fin de semana. Veamos algunos detalles:
Envío a Olga mi nueva tarjeta con la dirección de la casa de campo. Le pido que venga a verme. No viene. Me doy cuenta de que el experimento del sueño tau me ha producido una confusión mental apreciable, llegando en la vida real a adoptar el papel de Marchmain (¿insistiendo para ser rechazado?) tal como hice en mi sueño al mandarle flores a Olga.
La tenacidad se apodera de mí. Deseo poseer a Olga y creo estar enamorado de ella. Es fácil acabar con Anna, pues está siempre como ida, incluso cuando la tengo entre mis brazos. Se repliega enormemente y permanece ajena hasta a ella misma. Se aleja más todavía y quedo libre para ir detrás de la nueva mujer.
Detalles de mi primera visita a la casa de Olga, en el pueblo: Una habitación con las paredes cubiertas de estantes con libros. Su aspecto y su voz. La forma en que me fui dando cuenta de que su acento me sonaba cada vez más a extranjero —y al propio tiempo me resultaba más familiar— cuando se enteró de que yo también había nacido en Brasil.
Notas sobre nuestra conversación acerca del clima inglés: El día era pesado, húmedo, con esa fina llovizna que los británicos llaman mizzle. La ambigüedad de formas en el paisaje. La consabida acuarela inglesa tan distinta de las rotundas certezas cromáticas del sol en Sâo Paulo o en California.
Más investigación: Trabajo noches enteras. Nuevos problemas con Anna. Es difícil ver a Olga. Intento quedarme en la casa de campo. Intento que Olga venga. Conversaciones telefónicas con ella. Voy a buscarla para llevarla a Londres a ver una película de Luis Buñuel: El discreto encanto de la burguesía. Nos ha gustado a los dos la película. Intento seducirá Olga.
La teoría de la síntesis/atomización es recusada por el grupo que dirige el doctor Rudesci en Saint Louis. Nerviosismo. Otra tentativa de seducir a Olga en mi habitación del colegio universitario. Esta vez ya estábamos los dos desnudos cuando ella me dice al rechazarme:
—Cuando nos conozcamos mejor.
Respeto esta insólita moralidad aunque me contraríe e incluso con la certeza de que su rechazo va más allá que la moralidad.
La llevo a Oxford a ver a unos amigos. Bailamos hasta la madrugada. ¡Qué felices fuimos!
Espectacular intervención de Koestler en el debate sobre la teoría de los sueños. Inesperada relevancia de nuestros hallazgos en su propio trabajo acerca de los elementos casuales en la evolución cerebral. Mi prestigio ha subido unos cuantos puntos.
Se rueda una película sobre nuestro departamento y las investigaciones que llevamos a cabo. Se presentan en dicha película algunos de los sueños, incluido el que tuve sobre Olga. Ella ha actuado en algún que otro pequeño papel y la convenzo para que represente el personaje de Olga en mi sueño.
Le entusiasma la proposición que le he planteado en su casa (donde vive en compañía de una amiga). Hay que ser comedidos. Pero evidentemente las perspectivas de actuar ante las cámaras la emocionan, y con el vestido suelto y airoso se pone a dar unos pasos de baile por la habitación. Dese al lector la impresión de una travesura erótica de inocente apariencia. La he sujetado y nos dejamos caer en el sofá. Esta vez sí que me deja hacer el amor con ella, y lo hacemos a pesar de que la puerta que da al recibidor está abierta y su amiga está a punto de llegar.
Gran placer y emoción. Ha sido mejor de lo que suele serlo las primeras veces. Sus exclamaciones son dulces. Es una chica de cuerpo macizo, no es alta y tiene vello rubio en el pubis. Nos reímos mucho ambos y nos amamos sinceramente. Ella asegura que yo la he tau-forzado al concretarla y desintegrarla al mismo tiempo. Me dice que siente mucho no haber podido complacerme antes. Intentamos hablarnos en portugués.
Accede a pasar conmigo el siguiente fin de semana, en mi casita de campo. Parece que he conseguido ahuyentar el fantasma de Marchmain. El interpretar el papel de Olga lo considera como algo liberador y dice:
—Puesto que siempre soy semiconsciente del papel que represento en la vida real, el actuar en una película interpretándome a mí misma será una liberación de mis inhibiciones. Podré subinterpretar mi propia sobreactuación.
Olga tiene un peculiar sentido del humor.
Estoy tan impaciente por su venida que el sábado echo a andar carretera adelante hacia el cruce, para salir a su encuentro. Todo rezuma humedad, tal como Arrhenius suponía que sucedía en Venus. Las siluetas de los bosques y de los setos quedan desdibujadas mientras los campos de labor parecen perderse en el infinito. Oigo el choque antes de llegar al cruce y echo a correr para cubrir los cien metros que me separan de allí. Su automóvil ha colisionado con un camión cisterna que ha aparecido por la carretera transversal. Olga vuelve hacia mí su mirada antes de morir. Su mano hace un ademán teatral y susurra algo a lo que doy vueltas y más vueltas en mi mente. Creo que dijo:
—Lo siento, no pude…
Hacer que todo esto resulte verosímil al lector.
LA TRIPULACIÓN DE LA INMOVILIDAD
Ésta habría sido la narración de aventuras.
Tal vez alguien opine que el elemento aventura no es muy fuerte, pero ello nos lleva de nuevo al tema de la confusión de identidad. Hay una teoría según la cual la aventura ha cambiado últimamente, volviéndose mucho más interior. Las mayores aventuras del siglo —viajes a la Luna y a Marte— se emprendieron prácticamente en posición fetal. Jamás llegó el hombre tan lejos sentado sobre su propio trasero. He ahí una buena lección para todos nosotros.
Podéis ver por qué la primera narración no resultó. Esta otra tampoco, pero por una razón distinta. Era demasiado imposible, del todo imposible. Al principio pensé que iría bien para una publicación de ciencia ficción, pero el director rechazó la sinopsis con una nota que decía:
«Esto no podría suceder jamás.»
Ése es el tipo de narración que a mí me gusta; cuando los acontecimientos que se narran son imposibles, resultan mayores las oportunidades de que resplandezca la verdad. Los lectores juzgarán por sí mismos sobre lo que hay de real en la narración en su actual estado.
La primera parte está completa. Trata de un equipo formado por cuatro hombres sometidos a un adiestramiento especial, en condiciones extremadamente insólitas, para relacionarlas con sus eventuales manifestaciones extrasensoriales.
Los hechos del caso pueden concretarse así:
Cuatro seres humanos fueron seleccionados para soportar elevados niveles de inmovilidad. Su adiestramiento duró dos años. Al principio se les entrenó en grupo y a los seis meses se pasó al adiestramiento individual a fin de potenciar las condiciones de estimulación nula.
Inicialmente los hombres fueron seleccionados en función de la edad y condición física; tres de ellos tenían sesenta y tantos años de edad y el más viejo setenta y uno. Cuando el individuo alcanza o rebasa la edad apta para la procreación, queda liberado de ciertas tendencias biológicas y se abre a otro tipo de impresiones de carácter menos «mundano».
Los apellidos de los individuos en cuestión eran: Jones, Burratti, Cardesh y Effunkle. Antes de presentarse como voluntarios para esta experiencia todos habían llevado una existencia activa. Así, Jones y Burratti habían prestado servicio en las Fuerzas Armadas; Jones había escrito un par de novelas cuando tenía poco más de veinte años y una de sus novelas había sido adaptada a la Televisión. Burratti tenía profundas convicciones religiosas. Cardesh había vivido en las zonas salvajes de Colorado durante varios años, trabajando la mayor parte de su vida en actividades manuales; su hobby era la taxidermia. Effunkle era un rico arquitecto que se dedicó a viajar muchos años. En Oriente Medio diseñó toda una ciudad por encargo de un pequeño reino árabe, y al morir su esposa y perder todo interés por el mundo exterior se ofreció voluntario para la Operación Inmovilidad.
Durante los últimos dieciocho meses de su adiestramiento, los cuatro individuos habían vivido separados y privados de toda compañía humana. Fueron enviados a lugares aislados. Jones a una fábrica de productos químicos abandonada, situada en Seattle. Burratti a la vivienda de un rancho deshabitado de Oklahoma. Cardesh al decimocuarto piso —vacante— de un edificio dedicado a oficinas en Chicago. Effunkle a un local vacío que había sido dedicado a almacén de armamento naval, situado en Imperial Valley, cerca de la frontera mexicana. Cada individuo del equipo tenía asignados diez o doce operadores que permanecían ocultos.
A fin de conseguir una eficaz supresión de estímulos exteriores, a los sujetos de este equipo de experimentación se les condicionaba bajo tres facetas diferentes: inmovilidad, estática del entorno y desvinculación de la realidad.
Inmovilidad. Los sujetos de experimentación llevaban unos trajes de inmovilización acolchados para aislar a sus usuarios del entorno táctil, trajes que estaban controlados por diversos puntos a fin de suprimir la autonomía muscular. Así, los cinco dedos de los guantes de cada mano terminaban en unos cables que podían activarse a voluntad desde un tablero de control a distancia, obligando al sujeto a subir o bajar los brazos y a efectuar los giros precisos. Otras extensiones de cable de tipo similar permitían a los controladores obligar a levantarse o sentarse al sujeto sin necesidad de darle orden o indicación alguna.
Durante el tiempo de adiestramiento, los sujetos solían estar situados en una plataforma circular que podía girar a voluntad de los encargados de control.
Estática del entorno. Las cuatro zonas de reclusión correspondientes a los experimentados eran amplias, a fin de evitarles la familiaridad con las cuatro paredes y para que gravitase sobre ellos el peso de la perspectiva. Las paredes estaban insonorizadas y pintadas de blanco. La iluminación era uniforme (evitando la oscuridad por la tendencia que induciría hacia el sueño o la alucinación). En tres de las cuatro zonas de adiestramiento fueron instalados unos sistemas acústicos de manera que los sujetos a experimentación pudieran percibir sus propios ruidos corporales, tales como el roce de los vestidos con la piel, etc.
Salvo en los períodos de descanso apenas se hacía uso de pantallas de televisión, para incrementar el nivel de aislamiento. Los operadores permanecían siempre fuera de la vista de los experimentandos tanto durante los períodos de adiestramiento como en los de descanso.
Desvinculación de la realidad. Era éste otro de los aspectos implícitos en la separación de la normalidad, ligado a los otros dos condicionamientos previos. La puesta a punto del metabolismo de los experimentandos se iba a conseguir sin el uso de drogas, pero los alimentos eran controlados cuidadosamente en cuanto a hidratos de carbono y proteínas, así como en lo tocante a las propiedades de viscosidad, aroma, sabor, color y temperatura.
Durante el entrenamiento en el aislamiento, se modificó el ciclo normal de veinticuatro horas diarias, que pasó a convertirse en una jornada de diecinueve horas y media a fin de condicionar las respuestas circadianas a un ritmo más rápido. Las zonas de adiestramiento estaban diseñadas de tal forma que era posible modificarlas para variar sus dimensiones y formas. Durante los primeros períodos de adiestramiento se hizo uso de los infrasonidos, pero se desechó su utilización al apreciar síntomas de incomodidad.
Notas para la continuación de esta narración: Destacar la creciente confusión de personalidad en cada caso. Seguir con detalle el tiempo de descanso individual, gran parte del cual se invierte en contemplar imágenes televisivas estáticas. Aclárese indirectamente al lector que no está permitido ni es posible ningún tipo de actividad sexual (fornicación, masturbación, sueños con derrame nocturno, erecciones, etc.). Bloqueo psíquico. Pantallas de televisión contribuyendo al mismo fin.
Al cabo de los dos años, los cuatro individuos son considerados aptos para operar con ellos y se les sitúa en un lugar desconocido; un antiguo aeropuerto se ha transformado a tal fin. (Descríbasele al lector en forma atractiva pero cuidando de que nada resulte excesivamente claro. Los tabiques para la división de espacios son regulables, hay cajas de resonancia y pasillos extra, supresión de esquinas a escuadra, grandes extensiones vacías por doquier. Desde los ventanales de gruesas lunas la vista es brumosa y poco definida, imitándose los típicos días ingleses mediante niebla artificial, o realizando el experimento en Terranova.)
El equipo formado por los cuatro sujetos pasará doce horas diarias recorriendo la zona y confeccionando planos de la misma. Los operadores procederán a la modificación de los parámetros territoriales alterando periódicamente los elementos regulables de separación de espacios (tabiques móviles). Cambios en la iluminación. Los períodos de reposo comprenden el aislamiento individual y cuatro horas completas de contemplación de la pantalla de televisión.
Patrón del programa visual. Visualización de frases:
Los experimentandos llevan trajes de inmovilidad.
Estos trajes están acolchados,
usuarios del entorno táctil,
y controlados en diversos puntos para reducir
Los cinco dedos del guante de cada mano
cables activables a distancia
A voluntad haciendo incorporarse al experimentando
Giros extensiones similares de cable
los controladores a distancia para hacer que el sujeto de experimentación
Sin darles orden alguna
(Barajar sucesivamente estas frases cada treinta segundos.)
Visión animal. Se han situado tres cámaras de T.V. en un recinto en el que se hallan dos okapis hembras. Una de las cámaras es autodesplazable y las otras dos permanecen fijas. Con el fin de conseguir la máxima inactividad posible en los okapis, la temperatura se mantiene baja. Mediante tres monitores de televisión, los televidentes pueden ver lo que recogen las cámaras, si bien la mayor parte del tiempo las pantallas aparecen vacías. De vez en cuando se puede ver un fragmento de okapi. Describirlo detalladamente.
Lo mismo con otros programas visuales para que el lector los encuentre verosímiles.
Introducir notas breves pero vividas acerca de los sueños sigma e ypsilon de los individuos haciendo hincapié en la gradual desaparición de los sueños tipo tau. Causa probable: aumento de la capacidad integradora/desintegradora en algún punto situado fuera de la psique.
El lector queda así preparado para la aparición del elemento aventura en forma gradual. Los cuatro individuos, en sus excursiones cartográficas, han trazado en el plano las «líneas de fuerza emocional» que han ido detectando en el aeropuerto. El lector que cree que se trata de algo irreal se da cuenta poco a poco de que aquello está sucediendo. En este momento aparece un signo preliminar de VPA (Vida Psíquica Ajena).
Los hombres contemplan por primera vez (visualmente) manifestaciones de VPA en una habitación estrecha, cuadrangular, con paredes muy altas. La VPA se presenta como lo haría un ratón. Suena como ruido de periódicos (¿el Daily Telegraph?). Tienen una evidente incapacidad para sentir emociones. Durante un largo rato nada cierto existe. ¿Ven una silueta corriendo hacia el exterior del aeropuerto y cómo se estrella y se desintegra contra una pared de hormigón? ¿Ven cómo Jones derriba a un asaltante estrangulándolo? (¿Indumentaria vieja y extraña? ¿Un sillón todavía en brasas en el interior de un despacho destruido? ¿La luz moteada? Introducir en este punto el sueño del accidente automovilístico de Olga.) El período de adiestramiento les ha sensibilizado tanto que la mayoría de las cosas les parece que es la primera vez que las ven (como si se tratase de algo remoto y extraño). Su diálogo. Aséptico.
Culminación. Quizá saldría mejor una película que una narración. Los que filmaron la película Probability A harían sin duda un buen trabajo. La música ayudaría notablemente. Quizá un poco de Erik Satie y de Poulenc. Nada más aterrador o distante que el fantasma de un piano.
Hasta el momento los individuos han permanecido tranquilos, como subyugados, aparentemente cohibidos. No podemos asomarnos a su interior salvo a través de sus sueños. Luego, durante uno de sus recorridos —cuando se les han proporcionado toda clase de indicios—, descubren un ser. Inmediatamente hace presa en ellos la brutalidad y la depravación ante la sola idea de dar caza a «aquello». El arrebato de violencia les hace mostrar perversidad. Empuñan todos armas como estacas, cachiporras, etc. (en el texto no se da explicación de ningún género sobre la presencia de tales objetos). Se desencadena una cacería implacable. En el exterior, más VPA se están autodestruyendo contra paredes y puertas cerradas.
Violencia en la cacería. Muchos cristales rotos, los tabiques de división de espacio destrozados, puertas reventadas y mesas de oficina volcadas.
Incidentalmente son conducidos por Burratti hasta penetrar en un puesto de control desde el cual dos operadores estuvieron grabando lo sucedido. Ambos operadores caen derribados, arrastrándoseles mediante cables y matándoseles sádicamente, tras lo cual sus cadáveres son arrojados por la ventana. Durante esta salida parte de la iluminación interior se apaga.
Effunkle resulta gravemente herido al caer desde dos pisos de altura por un hueco de ascensor. Lo dejan sobre una báscula. Tiene la barbilla y las mejillas cubiertas de pelo blanco mal afeitado. Los otros tres individuos consiguen atrapar a uno de los seres que aparecieron.
En este punto es preciso un exquisito cuidado en la descripción. Sin añadir ni quitar. La VPA está vestida como un ser humano (se sugieren prendas excéntricas y pasadas de moda). Es difícil precisar la talla. Muestra gran vivacidad, grita con voz que parece ordinaria, obscena (¿absurdo?). Le golpean. Resulta tan repulsiva que no pueden evitar apalearla. La machacan y descuartizan antes de caer agotados.
Cuando se recuperan Effunkle está muerto y los restos de aquel ser, de la Vida Psíquica Ajena que han matado, ya no están allí. Jones, Burratti y Cardesh vuelven a parecer unos zombies como cuando estaban contemplando la visualización de animales y de frases.
Es probable que aquí falte material. De todas maneras, ellos se repliegan a través del caos (¿sale humo del aeropuerto?). Entran en estado cataléptico cada uno por separado, o al menos dan la sensación de una acusada ausencia mental. Inmovilidad del okapi (¿es un reno?).
Otras manifestaciones (¿serán acaso solamente los cristales rotos que caen de las ventanas batientes?).
Una manifestación segura. Algo parecido a un cuello de gabán vuelto hacia arriba. Un curioso sombrero viejo. Cardesh, reanimado, entra en acción. Busca a Burratti y a Jones y juntos comienzan de nuevo la cacería. Lentamente al principio. Implacable. Luego violenta y convertida casi en algo mecánico. Por un instante parece verse aquel pequeño ser que rebulle con los faldones del gabán al aire: mitad clown, mitad trasgo. Se entrevé el rostro de Cardesh, poseído por la furia, ante aquel ser que grita al ser perseguido.
Hay un asomo de comunicación. ¿Qué significa? ¿Qué dice? ¿Se trata de una orden?
Se detienen los perseguidores. ¿Es posible que hayan entendido el lenguaje de la VPA? ¿Quién es el cazador y quién el cazado? Se sienten impotentes en sus respectivos papeles. Atraviesan una pantalla. Allí aquel ser se halla con una sonriente muchacha vestida con pieles. Sujeta con la brida al reno y van a besarse. El destello de luz se apaga y únicamente se ve a la VPA acosada implacablemente por tres hombres. No pueden evitar darle muerte. La acorralan en un rincón y los tres individuos se echan sobre aquel ser frenético.
Pero está allí. ¿No es un ser hermoso? ¿No está desnudo, puro e inmaculado y todo lo demás que ellos creían que no podría ser? Cardesh le abofetea. Se trata del tonto del pueblo, del criminal, del forastero retrasado mental. Brilla como una estrella y es inocente como un animal.
Sonríe súbita y cruelmente diciendo:
—Tú y yo somos una misma persona.
Cardesh sabe a lo que se enfrenta, y cuando los otros dos matan a aquel ser, él muere.
Igual que en mi sueño.
Si llego a escribirlo me gustaría hacer el final menos parecido al final de la narración que antecede.
UN EFECTO SECUNDARIO CULTURAL
De las tres narraciones ésta es la más imposible. Los hechos, empero, son bastante verosímiles (en cierto sentido ya han ocurrido). No obstante, lo que me parece más allá de toda posibilidad es contarlos según la narrativa clásica; es decir, con un principio, un desarrollo y un final, con abundancia de juego escénico entre los personajes mientras se desarrollan los diferentes tiempos de la obra (¡tal y como gustaba antes de la era «Post-Renacentista»!). De todas formas esto es todo lo que he podido conseguir:
En buena armonía con los humanos vivían unos seres extraños que enriquecían la vida de los hombres en el plano cultural. Absorbíales en extremo la cultura. En el plano físico no diferían en nada de los hombres y mujeres corrientes, pero resultaban completamente distintos de los humanos debido a un elemento carismático irresistible. Las apariencias eran engañosas, tal como tradicionalmente se supone que son.
Uno de estos seres extraños me invitó a su casa. A pesar del agobiante trabajo de la Universidad, decidí tomar un día de permiso y acudir a visitarle. Había estado demasiado enfrascado en el laboratorio desde que Olga Illes y mi amigo Cardesh habían muerto (más tarde averigüé que Cardesh era hermano de Olga y que su muerte ocurrió el mismo día; esta aclaración va destinada únicamente a quienes gustan de los detalles caprichosos propios de la ficción ochocentista en su apogeo).
Las casas de los extraños son fantásticas, aunque preferentemente viven en las ciudades terrestres. Antes de entrar en sus hogares se debe efectuar cierta aproximación ritual tridimensional. La complejidad de dicho rito de aproximación —que supone el participar de los cuatro elementos clásicos: agua, tierra, aire y fuego— tiene un raro pero hermoso efecto, incluso para un ser humano normal y corriente. Al llegar al interior se percibe una sensación indescriptible. No hay palabra que la pueda expresar.
El nombre del ser extraño que me invitó era Ben Avangle; su esposa se llamaba Hetty. Digo esposa, pero se trata solamente de la abreviatura humana para definir su vínculo. Tenían dos hijos adolescentes: Josie y Herman. Me recibieron cordialmente, pero su mera presencia hizo dar un vuelco a mi corazón. Los cuatro miembros de aquella familia, según me dijeron casualmente cuando subíamos al interior de su casa, eran grandes aficionados a la literatura de Robert Louis Stevenson.
—¿Stevenson? —dije yo jovialmente, añadiendo—: Viejo Tusitala, el Contador de Cuentos… ¡Qué buen estilista fue ese hombre!
—Un buen estilista —convino Ben.
Yo sabía que aquello era solamente el principio de la conversación, aunque presentí que podría continuarla y disfrutar de ella. En mis tiempos de estudiante de literatura, me había apasionado esta disciplina incluso antes de que me diese cuenta de que autores de cierto tipo de ficciones —tales como Horace Walpole, Anne Radcliffe, Mary Shelley y el propio Stevenson— se habían basado en los sueños para su obra de creación literaria. Es más, después de la muerte de Olga, yo me convertí en heredero de su biblioteca. Modificando en mi favor su testamento debió pretender gratificar el intelecto del hombre que había gratificado su cuerpo; y junto a numerosas obras en portugués, entre las que había más ediciones de Camoens de las que yo hubiese deseado, encontré otras obras de novelistas ingleses entre los que destacaba nada menos que el gran R. L. Stevenson, representado por la monumental y hasta monstruosa edición de Tusitala, publicada por Lloyd Osbourne. Ahora me sentía feliz de haberme «empapado» de Stevenson.
—Y más que un estupendo estilista —terció Hetty—, pues el estilo igual puede encubrir que revelar el significado. Stevenson utiliza el estilo de ambas formas, de manera que el lector siempre se halla ante la encrucijada del misterio y la revelación.
—No puedes hablar del estilo como si se tratase del equivalente de la función, madre —dijo sonriente Herman.
—Me temo que Herman sea el tonto de la familia —dijo jovialmente Ben dirigiéndose a mí.
—Puede que yo sea el tonto de la familia —dijo Herman—, pero insisto en que el estilo tiene más de forma que la función. En cuanto el estilo asume el papel de la función, como pasa en las obras de William Locke (1863-1935… no, perdón… 1930), entonces se percibe cierta falta de funcionalidad en el contenido.
—Está bien, está bien, charlatán —dijo Josie haciendo muecas a su hermano—; pero estamos hablando de R. L. Stevenson y no de Locke.
—Yo también estoy hablando de Stevenson —respondió Herman—. No hay nada de no-funcional en el contenido de Stevenson y ésa es precisamente mi tesis.
—Bueno —dijo Ben—, ¿por qué no os marcháis al cuarto de jugar y allí seguís discutiendo entre los dos esa faceta de Stevenson?
Y así sucesivamente se le irá soltando al lector tanta payasada literaria de este talante como pueda soportar. Finalmente Ben y yo nos sentaremos a conversar; es más fácil manejar dos personajes que cinco.
Notas sobre los seres extraños. En algún momento se debe aclarar que estos extraños no proceden de un planeta distinto; tal concepto es espinoso. Hay que hacerlos surgir súbitamente de una generación de la raza humana; lo mismo que existió una generación de grandes ingenieros hacia finales del siglo XVIII. Pero estos seres proceden de un error químico-farmacéutico, lo mismo que los «hijos de la talidomida» en la década de los años 50 y 60. En este caso, el error fue debido al uso de un tranquilizante que tomaron las madres gestantes en la primera fase de su embarazo. Sus efectos secundarios, al afectar solamente al plano cultural, no pudieron ser apreciados en los animales de experimentación. Se ha demostrado que los genes culturales son de carácter hereditario. Los extraños son auténticos obsesos culturales.
Ben y yo nos sentamos a charlar sobre R. L. Stevenson. Me esfuerzo por mantener intacto mi «ego» en presencia de mi anfitrión, que me dice:
—No le molesta a usted mi manera desenfadada de hablar de lo que escribió, ¿verdad?
—De ningún modo. ¿Por qué lo dice?
—Usted es un ser civilizado. Algunos se molestan, como le pasaba a la generación humana anterior a ustedes cuando se hablaba del sexo. Pero es un tema tan fascinante… ¿Por qué sentir vergüenza? Cuando pienso, especialmente en el Robin Hood de Stevenson, soberbia conjunción de forma y de contenido…
—¿Se refiere usted a La flecha negra? —le pregunté.
—No, no, no. Se publicó en 1888, el mismo año que La flecha negra. Probablemente por eso se confunde usted. Se trata de dos novelas distintas. El título original completo de la obra a que me refiero es: Mebuck Tea and Robin Hood. Se trata de la gran obra de la literatura mundial. Casi podría decir que dramatiza el dilema del hombre al que le toca representar dos papeles sin comprender completamente ninguno de los dos, aunque hacia el final llega a tomarles cariño a ambos. Él, desde luego, se convierte en el héroe legendario de R. L. Stevenson, Robin Hood, del que hace una especie de personaje a lo Fausto. Un Fausto de los bosques. ¿No conoce el libro?
Yo estaba confuso y él me tendió un ejemplar que sacó de una de las estanterías explicándome:
—Es la reimpresión de 1891. La edición ilustrada por Frank Papé.
Era un tomo encuadernado en tela negra y exquisita impresión en octavo grande con letras rojas en el lomo y pastas: Mebuck Tea and Robin Hood. No podía recordar aquel título en mi edición de Tusitala. Observé que aquel ejemplar estaba dedicado, de su puño y letra, por R. L. Stevenson a sir Edward Elgar.
—He estado leyendo Catriona —dije.
Había que cortar tan absurdo diálogo. Quizá yo debiera visitar a los Avangle en más de una ocasión. ¿Es preciso mayor respaldo social? (Las extensas y desenfrenadas lecturas poéticas, así como las enjundiosas exégesis de las obras de Arnold Bennett son capaces de desbancar a diversiones tan tradicionales como el fútbol.)
Describir a Ben Avangle. Calvo, macizo, nada insignificante, más bien solemne. De piel azulada. Insistir en que los extraños tienen el cutis azulado. Destacar su cualidad carismática a fin de que la sorpresa final resulte más verosímil (proyección de la personalidad como objeto físico). Avangle más poderoso, ¿yo más inefectivo?
—Catriona apenas puede compararse con Mebuck Tea and Robin Hood —dijo Ben con suficiencia.
—Sin embargo a mí me gustó…
—Pero es una lástima que no podamos gozar demasiado de Stevenson. Algunas de sus obras se dejan de imprimir a veces. Sepa usted que estoy tratando de que se apruebe en el Congreso una ley que declare ilegal para los editores el no incluir en sus catálogos de obras publicadas y en prensa un mínimo de tres títulos de Stevenson. Ese chiflado de Bergsteinkowski, cuya parcialidad respecto a María Edgeworth me parece un tanto desequilibrada, está frenando considerablemente mi propósito.
—No me dicen gran cosa las novelas de María Edgeworth —dije.
Mi interlocutor se incorporó y me miró con incredulidad.
—Pero ¿no diría usted que Castle Rackrent es una obra maestra? Dígaselo a Bergsteinkowski… ¿Cómo es posible leer a James Joyce o a Beckett sin apreciar en profundidad Castle Rackrent?
—Bueno…
—Pero yo añadiría que sus dos sinfonías son probablemente las obras de María Edgeworth que la posteridad recordará mejor dentro de unos años. Fue un milagro que hace dos años apareciesen al revolver tras la tablazón del castillo Malahide.
Yo no lo había oído y dije:
—Volvamos a Stevenson.
—Lo siento, Stevenson, desde luego. Efectivamente, usted me estaba diciendo lo mucho que le ha gustado Catriona. Ahora lo que debe hacer si no lo ha hecho ya, es leer su continuación: Morings Id. La frase inolvidable con que comienza: «El deplorable litoral de nuestro reino insular es parte de nuestra vida en el océano y su conocimiento le ayudará a tomar una decisión la próxima vez que vea a un marinero embrutecido e inamistoso.» Únicamente un maestro de la prosa —concluyó— es capaz de comenzar con una osadía y desfachatez semejantes.
—Morings Id, ¿verdad? —El título no me sugería nada.
—Ya verá cómo le suena a usted en seguida. Es un auténtico poema tonal. Por cierto, ¿no reconoce usted la música? —preguntó molesto.
Yo me había dado cuenta de que en la habitación sonaba música y al prestarle atención me di cuenta de que la estaba enjuiciando y de que no me gustaba.
—No acabo de encuadrarla bien —dije, pues, en efecto, aquello sonaba a una mezcla de Offenbach y Mozart juntos, colaborando en una jornada festiva. A continuación pregunté—: Siglo XIX, ¿verdad?
—Cierto, cierto —exclamó Ben casi palmoteando de alegría—. Se trata del poema tonal Red Igloos del propio R. L. Stevenson. Esa peculiar línea melódica…
Aquello me seguía sonando a una mezcla de Mozart y Offenbach. El tedio me hizo incauto y comenté:
—No tenía ni la más leve idea de que Stevenson escribiese música.
El extraño trató de no mostrarse sorprendido. Me miró profunda e inquisitorialmente mientras explicaba:
—No sólo componía Stevenson, sino que además interpretaba. Era amigo íntimo de Elgar. Se lo presentó W. E. Henley, que era un estupendo violinista. Henley formó un cuarteto de cámara con Wells, Whistler y… ¿Cómo se llamaba? Ah… sí… Campbell-Bannerman. Desde luego, la música de Stevenson es bien conocida y apreciada, siempre lo ha sido. Su poema sinfónico Renickled influyó en Debussy. Se me antoja que nosotros los extraños hemos sido el medio —si se me perdona la petulancia— que ha permitido acercar más la música de Stevenson hasta el público…
Seguir por este camino mientras el sistema nervioso del lector sea capaz de aguantarlo.
Los extraños poseen tal grado de percepción creativa que están socavando el entramado de la cultura. La cultura exige un mínimo de atención. En una fase posterior de la narración, decido investigar el inconsciente de los extraños y persuado a Ben Avengle para que acuda al laboratorio haciendo hincapié en la importancia cultural que puede tener nuestra investigación relativa a los sueños.
A última hora de la noche, antes de dormir a Ben, en el laboratorio, le pregunto acerca de las otras obras de Stevenson.
—Posiblemente sepa usted que Hetty y yo fuimos a Samoa, donde murió Robert L. Stevenson —dijo Ben—. Allí encontré el manuscrito de su mejor obra en prosa, My Unasyns. Estaba a la venta en un bazar del barrio comercial. Lo adquirí y lo mandé publicar. Recordará usted que hace tres años causó sensación en el mundillo literario.
Yo no recordaba aquello, es más: ni siquiera el título me resultaba familiar.
—¿Cómo pudo hacer usted un descubrimiento literario de esa categoría, Ben? —le pregunté.
Nuevamente clavó en mí sus ojos inquisidores. ¡Aquel carisma peculiar! Se quitó de la sien izquierda uno de los electrodos y echó mano de un lápiz mientras me decía:
—Voy a ser franco con usted. Ante todo tuve una premonición, ya que en los títulos de Stevenson encontré una especie de plantilla o patrón. ¿Sabe usted que la novela que dejó sin acabar se llamaba Hermiston o, como se la conoce generalmente, The Weir of Hermiston?
En una hoja de papel de filtro dibujó un diagrama en el que escribió:
HERMISTON
—Imagínese —me dijo— un dado de diez lados en cada uno de los cuales hay espacio para una letra, o nueve dados en los que cada uno pueda mostrarnos seis letras, y un guión que podemos intercalar en donde queramos. ¿De acuerdo? Pues entonces, veamos qué otros títulos de Stevenson puede usted encajar en este diagrama, poniendo una letra en cada cuadrícula.
Prácticamente sin pensarlo se me ocurrió una respuesta:
KIDNAPPED
—Muy bien, ¡discurre usted muy de prisa! —dijo.
—¿Y por qué razón hacía Stevenson que sus títulos fuesen encasillables de este modo? —inquirí.
—Pues acaso su inspiración pudo proceder de su propio nombre, que también tiene nueve letras:
STEVENSON
—¿Qué otros títulos de este autor encajan también en la cuadrícula? —pregunté sorprendido por lo que estaba averiguando.
Por toda respuesta mi interlocutor guardó silencio y escribió:
ROBIN-HOOD
—Pero ése no era el título completo —protesté—. El título completo era el de Mebuck Tea and Robin Hood…
Con gesto triunfal escribió:
MEBUCK-TEA
—Y tenemos también toda su maravillosa música —exclamó.
RENICKLED
NO-SCALTER
RED-IGLOOS
»Desde luego —añadió—, tenemos la continuación de Catriona, acerca de la cual mantuvimos el otro día una interesante e instructiva conversación:
MORINGS-ID
»¿Y qué decir de su poema épico dedicado a la enfermedad?:
MENINGITIS
—¿Se da usted cuenta de adónde quiero ir a parar? Para mí fue sencillísimo computar las letras de Stevenson necesarias para completar cada cuadrícula en cuanto tuve unas pocas pistas. Las permutaciones que caben son muchas, pero no son infinitas, y por lo tanto deduje que existía o había existido otra obra de su fecunda pluma titulada My-Unasyns. Teníamos la certeza de que en Samoa nos aguardaba aquel descubrimiento. Hetty y yo encontramos también algunas muestras de su escultura.
La narración concluye —o concluirá algún día si llego a ver claro mi camino— con nuestra prueba de laboratorio sobre los sueños de Ben, demostrando en forma incontrovertible que los sueños del tipo ypsilon en los seres extraños pueden llegar a materializarse en formas concretas, en determinadas circunstancias. Por suerte, la mentalidad extraña parece ser absolutamente innocua, de manera que la materialización aludida no tendría por qué resultar peligrosa.
Los párrafos que siguen ponen de relieve: Cuánto lamento que Ben Avangle sólo pudiera quedarse en el laboratorio, para dormir, una noche. Cómo a la mañana siguiente estaba yo dando grandes zancadas por la habitación. Cómo encontré en las inmediaciones de la sala de conferencias una novela encuadernada en piel flexible, cuyo título rezaba: Ken’s Stone, por R. L. Stevenson. Este ejemplar estaba firmado por el propio Stevenson con una dedicatoria de su puño y letra para su amigo y compañero el violinista W. E. Henley.
La narración debe ser algo más que una anécdota. Los extraños nos desvían de nuestra propia cultura.
Estas proyecciones psíquicas tangibilizadas difieren cuantitativamente, pero apenas cualitativamente, de las ficciones de Walpole, Radcliffe y Shelley citadas anteriormente y que tienen su origen en el «yo» soñante. La mentalidad extraña, debido a un peculiar fenómeno en uno de los circuitos cerebrales, puede generar la energía para obtener directamente durante el sueño el producto terminado. Introducir otros pasajes a fin de dar verosimilitud a este concepto.
Por entonces Anna estaba viviendo conmigo nuevamente y nos las arreglamos para crear un poco de felicidad entre nosotros. Hubo días e incluso semanas en que yo estuve convencido de que había conseguido vencer definitivamente su dependencia de las drogas. Una noche estábamos en compañía de unos amigos brasileños, sentados alrededor de la chimenea, discutiendo sobre el auge sensacional que recientemente habían experimentado los óleos de Samuel Johnson.
No, eso es demasiado.
Tratar de demostrar lo difícil que resulta la vida, incluso para los extraños.
Cuán difícil es el arte y cómo llega a morir si lo reducimos a fórmulas.
Cómo el arte quizá debiera ser difícil y no gozar de gran predicamento. Mostrar asimismo cuán enigmático resulta el universo, lleno de paradojas y de imprevisibles efectos secundarios.
Cuán arbitrario es todo…
Cómo los extraños están socavando y devaluando la poca cultura que tenemos, por el simple hecho de mostrar por ella una afición exagerada.
Por eso no pude concluir jamás mi narración. No estoy de acuerdo con la inevitable moraleja.