¿Tiene corazón este sendero? Porque todos los senderos son iguales: no conducen a ninguna parte. Hay senderos que cruzan a través del bosque y senderos que se adentran en el bosque. Durante el curso de mi propia vida yo podría asegurar que he recorrido senderos largos, muy largos, pero no estoy en ninguna parte… La cuestión es: ¿Tiene corazón este sendero? Si lo tiene, es un buen sendero; pero si no, no te sirve de nada. El que tiene corazón nos proporciona un viaje lleno de gozo; durante todo el tiempo que lo sigas serás uno con él, formaras un todo con él. El otro, el que no tiene corazón, hará que maldigas el haber nacido.
(Las enseñanzas de Don Juan)
1
El segundo lugar al que llegas —el primero no te ha servido, por una razón o por otra— es una ciudad que podría tomarse por San Francisco. Quizá lo es, asentada sobre la península que separa la bahía del océano, con sus blancos edificios que se alzan sobre colinas empinadas de una forma casi increíble. En tu espacio psíquico ocupa el lugar que San Francisco ha ocupado siempre, aunque aún no sabes realmente cómo se llama. Pero quizá no tardes en averiguarlo.
Sigues hacia adelante, y lo primero que notas es una familiaridad extraña y al mismo tiempo fría y sin corazón, desconocida. Por ejemplo, los automóviles, y realmente los hay en abundancia, son todos ellos una especie de cojo mecánico: verás, por ejemplo, un sedán elegante, con todo el mejor estilo de Detroit, el buen cromado, la línea aerodinámica, las ventanas bajas resplandecientes, pero sólo tiene dos ruedas, las dos de delante. En la parte de atrás dos correas de cuero giran incesantemente. ¿Es éste un diseño apropiado para circular por la ciudad? Quién sabe. Pero sin duda alguien piensa que sí. Y luego, ahí están los periódicos; con el mismo formato, las mismas columnas estrechas, los grandes titulares y sus kilómetros de impresión negra sobre el papel ligeramente gris, ligeramente áspero. Pero los nombres de las personas y los sitios son distintos. Echas una ojeada a la primera página de un diario cualquiera en la vendedora automática de la esquina, y te encuentras con una enorme foto del presidente DeGrasse recibiendo a los invitados, en una recepción dada en honor del embajador de la Patagonia. Luego un relato de las matanzas entre tribus de las tierras altas de Zungaria. Siguen detalles sobre la epidemia de soledad que está devastando Persépolis. Cuando a los automóviles de dos ruedas se les cala el motor en lo alto de una pendiente, lo que ocurre a menudo, los demás conductores hacen sonar un campanilleo argentino, para mostrar su impaciencia cortésmente. Hombres que tienen todo el aspecto de indios navajos canturrean en las intersecciones de las calles. Las luces del tráfico son azules y anaranjadas. Los trajes son más bien prosaicos, en gris y azul oscuro, pero el corte y el estilo de las chaquetas masculinas tiene un toque picudo, algo que recuerda la moda del siglo XVIII y que tiende hacia la pomposidad. Recoges una moneda que ves brillar en la acera: es vagamente metálica y al mismo tiempo como la goma, prensible entre los dedos. Sobre su grueso canto se lee esta inscripción: A DIOS DEBEMOS NUESTRAS ESPADAS. En el bloque siguiente está ardiendo una casa, y a su alrededor bailan unos cuantos empleados una danza desesperada. La máquina apagafuegos está pintada de color verde satinado y su bomba extintora parece más bien un cañón diabólico, embellecido con adornos laterales. Escupe una especie de espuma amarilla que se traga las llamas y que, una vez oxidada, escurre por la zanja de la calle convertida en un líquido azul de aspecto pegajoso. Todo el mundo lleva gafas; todo el mundo. En una cafetería próxima una camarera pálida sirve a los clientes unos jarritos de leche hirviendo en los que ellos vierten canela, mostaza y algo que parece salsa de tabasco. Todos están en silencio, con las caras muy serias. Te acercas, tiendes la moneda que encontraste en la calle para probar aquel mejunje, imitando lo que todos hacen, y todos estallan en carcajadas. La joven que hay detrás del mostrador te devuelve un grueso montón de papel moneda a modo de cambio: REPÚBLICA FEDERAL UNIDA COLOMBIANA, hay escrito en cada billete. VALE POR UN CAMBIO, y siguen una cantidad de firmas ilegibles, bajo el retrato de un venerable líder de la república, tan famoso sin duda que no lleva ningún nombre que lo identifique. El personaje en cuestión tiene el porte estático, la mirada impenetrable y lleva peluquín. Se toma uno la leche, soplando un poco. Una ligera espuma empieza a formarse en su superficie moteada. Empiezan a sonar las sirenas. Los otros bebedores de leche se agitan un poco, como si estuviesen inquietos. Parece que se aproxima un desfile. Se escuchan trompetas, tambores y un canto lejano. ¡Mira! Ahí llegan cuatro muchachitos desnudos llevando sobre los hombros una litera de brocado y sobre la litera un gran bloque de hielo, un enorme cubo helado, misterioso, impenetrable.
«¡Patagonia!», exclaman los mirones tristemente. Se diría que les arrancan la palabra de los labios a la fuerza. «¡Patagonia!»
Detrás de los muchachitos y la litera avanza un obispo mitrado, solo, completamente vestido de verde, haciendo gestos de cortesía a la multitud y repartiendo sus bendiciones como si fuesen flores:
—¡Olvidad vuestros pecados! ¡Cancelad vuestras deudas! ¡Todo es nuevo! ¡Todo es bueno!
Te estremeces oyéndole y le miras a los ojos cuando pasa cerca, en espera de que te favorezca, te singularice con un abrazo. Es muy alto, pero cano y frágil, a pesar de sus energías y de su agilidad. En cierto modo te recuerda a Norman, el hermano mayor de tu mujer, y quizá sea realmente Norman, el Norman de este lugar. Te preguntas entonces si no podría darte alguna noticia de tu esposa, de Elizabeth, la Elizabeth de este sitio, pero no dices nada y el hombre continúa su camino.
A continuación llega una especie de enorme andamiaje sobre ruedas, una construcción sumamente compleja, y en su cúspide descansa una estatua pulimentada de piedra negra resplandeciente: una figura humana, masculina, rolliza y pesada, con los brazos doblados de una manera muy extraña y el rostro sonriente. La estatua entera emana una serenidad que recuerda el arte sumerio. La cara es la del presidente DeGrasse.
—Morirá con la primera niebla —murmura el hombre que hay a tu izquierda.
Otro se vuelve rápidamente y dice con gran énfasis:
—No; se hará de la manera adecuada. Durará hasta que llegue el tiempo de los accidentes, como tiene que ser. Apuesto a que será así.
En el acto se levantan los dos, y quedan frente a frente, nariz contra nariz, la mirada centelleante; y luego apuestan: con un ritual sumamente complicado que incluye batir de palmas, intercambio de pedacitos de papel, escupir de una forma precisa y verdaderas llamadas histéricas a los testigos.
El clima emocional ha subido tanto que resulta realmente exagerado. Decides marcharte, abandonar la cafetería, mirando con aire cansado en todas direcciones.
2
Antes de iniciar un viaje te dicen lo esencial que es definir el motivo que te impulsa. ¿Vas a ser un turista, un explorador o un infiltrador? Ésas son las tres posibilidades con las que se enfrenta todo aquel que viaja a un sitio nuevo. Y cada una de ellas comporta su riesgo especial.
Optar por ser un turista es elegir la alternativa más fácil, pero la más despreciable también. En último término puede resultar la más peligrosa, en un cierto sentido. Tienes que aceptar los inevitables epítetos: te tildarán de turista tonto, de turista ignorante, de turista vulgar, de simple turista. ¿Quieres ser considerado así, nada más que como «simple»? ¿Eres capaz de aceptarlo? ¿Es ésta la imagen que estás dispuesto a asumir para ti mismo? ¿La del tipo asombrado, desconcertado, al que se le lleva de un lado a otro por la punta de la nariz? Tendrás que firmar para viajes de grupo, te cargarás de guías y de cámaras, irás a la catedral y a los museos y al mercado, pero siempre lo verás todo desde fuera, siempre desde el exterior de las cosas, mirando mucho y sin sentir nada realmente. ¡Qué pérdida de energías y de tiempo! El mismo viaje que creíste que iba a ensanchar tus horizontes hará que te sientas disminuido. El turismo te seca y te apergamina. Todos los sitios acaban por parecerse: un hotel, un guía bronceado con gafas de sol, un autocar, una plaza, una fuente, un mercado, un museo, una catedral. Te conviertes en un nada vacilante, un monigote hecho con hojas de guía turística pegadas con goma. Te sientes desnudo, excepto por tu ropaje de visados. La suma final de tus grandes aventuras acaba no siendo más que un montoncito de monedas diversas, procedentes de tierras que ni siquiera puedes ya distinguir entre sí.
Decidirse por ser explorador es hacer la elección macho[6]. Verdaderamente te lanzas a ello de cabeza, henchido de espíritu de conquista, porque ¿acaso toda clase de descubrimiento no supone una cierta conquista? Tu posición existencial, en tanto que eras un turista tan sólo, quedaba fuera del meollo de las cosas, aunque no sintieras vergüenza de que fuese así. Pero mientras que los turistas son esencialmente pasivos, el papel del explorador es activo. El explorador intenta llegar al corazón de las cosas, tomar posesión de él, exprimirlo. En el papel de explorador, te arropas inconscientemente con la capa del poder: seguridad en ti mismo, grueso fajo de billetes y un montón de tarjetas de crédito. Además, sacas partido a la aureola que te proporciona el hecho de ser extranjero. Llevas contigo una curiosidad arrolladora, que ni se detiene ante nada: haces toda clase de preguntas sobre las cosas más privadas, te atreves a abrir todas las puertas y a iluminar con la luz brillante de tu lámpara de bolsillo los rincones más recoletos. Te sientes como si fueras Magallanes, o Malinowski, o el capitán Cook. Es mucho lo que ganas con esta actitud, pero ¡ay, no olvides que todo tiene su precio! Y el precio en este caso es que siempre eres temido y odiado y que nunca se te permite llegar al verdadero fondo de las cosas, aunque tú lo intentes. Sin embargo, no es este quedar en la brillante superficialidad el mayor peligro. No olvides que Magallanes y el capitán Cook dejaron sus huesos en playas de los trópicos. Algunas veces los nativos pierden la paciencia con los exploradores.
¿Infiltrador, entonces? Es al mismo tiempo el papel que ofrece más compensaciones reales y el más difícil de todos. ¿Vas a elegirlo de todas formas? Piénsalo bien antes. Porque te verás obligado a contar sólo con tus propias fuerzas y recursos tan pronto como llegues a tu destino; aprender en seguida las reglas que rigen el lugar, encontrar tu camino sin titubeos, descubrir el emplazamiento de tiendas, avenidas y hoteles, calcular la moneda sin error, aprender las normas del trato social local, y todo ello valiéndote tan sólo de tu propia capacidad de observación, de una manera disimulada y moviéndote con extremada cautela, por tu propia cuenta y sin jamás recurrir a nadie. Tienes que convertirte por ti mismo en parte integrante del mundo al que has llegado, y la mejor manera de conseguirlo es alimentando la creencia general de que ya perteneces a él. Dondequiera que desembarques has de hacerte inmediatamente a la idea de que la vida ha venido transcurriendo allí, tal como es, durante millones de años, y seguirá transcurriendo, contigo o sin ti.
Tú eres el intruso en su mundo, y si no quieres sentirse como tal, mejor que aprendas a encajar en tu nuevo entorno lo antes posible. Claro que no es cosa fácil de hacer. Pero el infiltrador no puede adquirir estabilidad si se porta como un tonto. No podrás preguntar, por ejemplo: «¿Cuánto cuesta el billete para viajar en el eléctrico urbano?» No podrás tampoco decir: «Yo soy de otra parte y éste es el dinero que traigo. Dólares, medios peniques, centavos. ¿Son de curso legal aquí?» En resumen, no podrás hacer ni decir nada que te delate como extraño. Si no conoces bien el idioma, o los modismos al uso, siempre te queda la salida de decir que creciste lejos de la ciudad, pero esto será lo máximo que te estará permitido aducir ante tus interlocutores. La verdad absoluta tiene que permanecer oculta, es tu secreto personal, incluso en aquellos momentos en que te encuentres en dificultades. Sobre todo en esos momentos. Si llegas a una situación dada en que te sientes con la espalda contra el muro, no tendrás tiempo de explicar: «Miren, yo no nací en este universo. Llegué sigilosamente desde alguna otra parte; así que discúlpenme, perdónenme, compadézcanme.» No, no podrás hacer nada de eso. No te creerán, en primer lugar; pero si te creyesen, aún sería más difícil para ti. Si quieres infiltrarte, Cameron, no te queda más remedio que fingir todo el tiempo. Una elegante sonrisa y una mirada impasible son tus mejores armas. Y tienes que infiltrarte. Eso sí que lo sabes, ¿verdad? No te queda otra alternativa.
Pero infiltrarse entraña también sus peligros. La parte más dura viene sin duda alguna cuando te descubren, y siempre acaban descubriéndote, y entonces reaccionan violentamente contra el engaño de que les has hecho víctimas y te lo hacen pagar con creces. Si tienes suerte, estarás ya lejos antes de que descubran tu secreto. Antes de que descubran el pequeño librito de frases oculto en el cuarto de la pensión, antes de que caigan sobre las páginas arrancadas de tu diario particular. Pero te descubrirán de todas formas. Siempre te descubren. Aunque para entonces tú ya estarás en otra parte, o en eso confías por los menos; en alguna otra parte fuera de su decepción y de su rabia, fuera de su alcance. Fuera de su alcance.
3
Imagínate que te muestro, como prueba n.º 1, a Cameron reaccionando ante una situación extraordinaria. Puedes probar tu propia capacidad de resistencia imaginándote a ti mismo en su lugar. En la mente de Cameron se ha producido algo muy semejante al fin del cosmos: retumba un enorme trueno, todo se oscurece, impera una negrura absoluta, hay un vacío total. Sigue a esto la vuelta de la luz, que penetra en él como el flujo de la marea alta en la costa celestial. Es como un torrente luminoso que le inunda, inexorable. Allí está, inmóvil, atontado, en lo alto de una colina pelada, bañado por el calor de las primeras horas de sol. La casa —con todo su maderamen rojo, sus marcos de ventana, sus esculturas talladas en madera vieja, sus pinturas, libros, discos, nevera, grandes jarras de vino tinto, alfombras, azulejos, plantas de aguacate en sus tiestos de madera, garaje, camino de entrada— ha desaparecido totalmente. El bosque de eucaliptos que debía quedar a su espalda, irguiéndose hasta la cúspide de la colina, ha desaparecido también. Lo mismo que han desaparecido las casas vecinas y la calleja que serpenteaba hacia lo alto. Allá abajo, en la hondonada, no está Oakland, ni Berkeley, sólo un hacinamiento desordenado de chozas que se desparraman formando senderos no pavimentados hasta el azul puro de la bahía. Pero no hay puente que la atraviese ni al fondo está San Francisco. El Puente de la Puerta Dorada, que unía la ciudad con la Marina, tampoco existe. Cameron está boquiabierto. No es que no esperase algo semejante, pero la transformación es tan completa, tan absoluta, que no llega a asimilarla. Si no quieres saber nada de tu antiguo mundo no tienes más que abandonarlo, ¿no es así?, le había dicho el viejo. Déjalo, abandónalo. ¿Qué dices, que no puedes? Claro que puedes. Así que Cameron lo ha abandonado. Éste en el que está ahora es otro lugar completamente distinto. Dondequiera que esté, este lugar no es su casa. Las enormes aglomeraciones urbanas y los suburbios del área de la Bahía ya no están. Es como si no hubiesen estado nunca. Adiós San Leandro, San Mateo, El Cerrito, Walnut Creek. Ahora sólo ve un paisaje de colinas desnudas, praderas onduladas en las que crece la hierba parda del verano. La mano del hombre apenas si se hace evidente en algunos lugares. Empieza a adaptarse.
Esto es sin duda lo que deseaba, después de todo, y, pasado el choque de la primera impresión, está recobrándose, adaptándose rápidamente. Ya casi le parece que podría pertenecer a este mundo. Va a explorarlo, y si lo encuentra bueno ya se buscará un lugar para él.
El aire es suave. El cielo, sin nubes. Es, desde luego, un nuevo sitio, ¿o tal vez es el mismo de siempre, excepto que no tiene nada de lo que tenía antes? No es tan difícil. Él se ha ido. Y todo lo demás se ha ido también. El cosmos ha entrado en una fase de transición. Ya no hay nada que sea estable. A partir de este momento la propia existencia de Cameron es algo condicional, sujeta a nuevas alteraciones. Define tu mundo como quieres que sea y ve allí, y si aún encuentras que le sobra o le falta algo, ve a otro sitio.
En este universo todo es viaje. ¿Qué más puedes encontrar en él? No hay más que viajes. Sólo viajes. De modo que ya lo sabes, amigo. ¡Busca nuevos contornos! ¡Nuevos esquemas! ¡Busca lo nuevo!
4
Oye un ruido a su izquierda, un crujir de ramas secas aplastadas, y Cameron se vuelve, cara al sol de la mañana, y ve un jinete que se acerca adonde él está.
El hombre que viene a caballo es alto y enjuto, casi de la misma talla que Cameron y del mismo tipo, pero quizá un poco más ancho de hombros. Tiene el pelo dorado, como el de Cameron, pero lo lleva largo y flotante sobre las espaldas y el pecho. También lleva barba, sin recortar, pero bien cuidada. Sombrero de ala ancha, zahones de piel de cabra y una chaqueta ligera, de cuero oscuro, con ribetes estrechos. Al principio, como viene a contraluz, Cameron no puede distinguir sus rasgos con detalle, pero cuando se acostumbra a la luz violenta ve que el otro se le parece extraordinariamente, con los mismos labios finos, la misma nariz aguileña, barbilla partida y ojos azules y fríos bajo las cejas pobladas. Pues claro. Tu cara es mi cara. Tú y yo, yo y tú, atraídos al mismo lugar, al mismo tiempo, desde mundos totalmente diferentes.
Cameron no esperaba esto, pero ahora que ha sucedido lo acepta como algo que no podía ser de otra forma.
Se miran el uno al otro. En silencio. Ninguno de ellos pronuncia una sola palabra. Y durante esta pausa Cameron inventa una escena entre ambos. Imagina al otro desmontando de su caballo, para acercarse a él y examinarle con atención, mirándole fijamente al rostro, estudiando sus rasgos, frunciendo el entrecejo con un encogimiento de hombros y sonriendo, al fin, mientras dice:
—Que me cuelguen si lo entiendo. Nunca tuve un hermano gemelo. Pero aquí estás tú. Es como estar viéndose en el espejo.
—No somos gemelos.
—Tenemos la misma cara. El mismo todo. Recorta un poco de pelo y nadie sería capaz de distinguirnos. Si no somos gemelos, ¿qué somos entonces?
—Somos aún más que hermanos.
—No te entiendo, amigo.
—Pues así es. Yo soy tú. Tú eres yo. Un alma, una misma identidad. ¿Cómo te llamas?
—Cameron.
—Naturalmente. ¿Y tu nombre de pila?
—Kit.
—Es una abreviación de Christopher, ¿no es cierto? Yo también me llamo Cameron. Chris. Diminutivo de Christopher. Ya te digo que somos la misma persona, procedente de dos mundos distintos. Más próximos que hermanos. Más próximos que nada.
Nada de esto se ha dicho, sin embargo. En lugar de ello lo que ha pasado es que el jinete ha seguido avanzando hacia Cameron. Luego se detiene, le dirige una mirada indiferente y dice con toda sencillez:
—Saludos. Bonito día hoy.
Después de lo cual continúa su camino.
Es Cameron el que le llama:
—¡Espera!
El hombre se detiene y vuelve la cabeza:
—¿Qué ocurre?
Nunca pidas ayuda a nadie. Finge siempre. Unía sonrisa elegante y una mirada impasible.
Sí. Cameron recuerda bien todos estos consejos. Sin embargo resultan mucho más fáciles de seguir en una ciudad que aquí, donde está ahora. Allí, en la ciudad, uno se puede sumergir en la multitud. Pero aquí, recortado contra el cielo desnudo y el paisaje sin gente, resulta mucho más complicado.
Así que Cameron dice, de la manera más casual que puede, y con el acento más neutro que consigue modular con su garganta:
—Vengo de tierra adentro. Un viaje sumamente largo.
—Mmm. Ya me parecía que no eras de por aquí. Tus ropas lo indican claramente.
—Son ropas de tierra adentro.
—Y tu manera de hablar. Tan distinta. ¿Bueno…?
—Soy nuevo por estos lugares. Me pregunto si podrías indicarme algún sitio donde alquilar un cuarto, hasta que me instale.
—¿Has hecho todo el viaje a pie?
—Tenía una mula. Pero me quedé sin ella en el valle. Allí perdí todo lo que tenía.
—Mmm. Los indios de nuevo. Les das un trago de ginebra y pierden la cabeza. Se vuelven locos.
El otro esboza una sonrisa. Luego la sonrisa se borra y queda impasible, inmóvil sobre su silla, con las manos apoyadas en los muslos, y el rostro una máscara de paciencia que apenas si llega a disimular la verdadera impaciencia interna. O algo peor que eso.
—¿Los indios? —dice al fin.
—Me las hicieron pasar negras —responde Cameron, por completo sumergido en su propia fantasía.
—Mmm.
—Me lo quitaron todo. Luego me dejaron marchar.
—Mmm, mmm.
Cameron nota que su identificación con este hombre va disminuyendo. No hay manera de comunicar con él. Tú eres yo, yo soy tú, y sin embargo, ni siquiera tomas en consideración el extraño hecho de que tenemos el mismo rostro y el mismo cuerpo, ni pareces interesarte por mí en absoluto. O bien es que disimulas tu interés de un modo maravilloso.
Cameron pregunta de nuevo:
—¿Sabes dónde podría encontrar alojamiento?
—No hay gran cosa por estos lugares. Muy poca gente viene a asentarse en este lado de la bahía.
—Soy fuerte. Puedo hacer cualquier clase de trabajo. Quizá incluso tú pudieras…
—Mmm. No.
Hay un rechazo sin apelación en la mirada fría de aquellos ojos azules. Cameron se pregunta un instante cuánta gente, durante su vida anterior, ha visto esta misma mirada en sus propios ojos. El otro da un tirón a las riendas. Se acabó tu tiempo, extranjero. El caballo da la vuelta y empieza a trotar suavemente a lo largo del sendero.
Desesperado, Cameron llama de nuevo al hombre:
—¡Una cosa más!
—¿Mmm?
—¿Te llamas Cameron?
—Podría ser que sí. —Ha habido un fugaz destello de interés en los fríos ojos azules, antes de contestar:
—Christopher Cameron. Chris. Kit. ¿Eres tú?
—Kit es como me llaman —responde el otro, taladrándole con la mirada. La boca se le ha apretado hasta el punto que casi no se ven los labios. No es una mueca de rechazo, sino más bien un gesto pensativo, especulador. Hay una cierta tensión ahora en la manera en que empuña las riendas. Por primera vez desde el encuentro, le parece a Cameron que se ha establecido un contacto.
—Kit Cameron, ¿no es eso?
—Sí, Kit Cameron. ¿Por qué?
—Tu mujer —pregunta Cameron—, ¿se llama Elizabeth?
La tensión aumenta. El otro Cameron parece envuelto en una capa explosiva de silencio. Algo terrible está fermentando en su interior. Luego, inesperadamente, la tensión salta. El hombre escupe, gruñe, se inclina sobre su silla de montar.
—Mi mujer ha muerto —dice con voz apenas perceptible—. ¿Quién demonios eres tú? ¿Qué es lo que quieres de mí?
—Yo soy…, soy —dice Cameron. Pero se le traban las palabras en la garganta. Se siente aplastado por el temor y la piedad al mismo tiempo. Ha sido un mal principio, de ello no hay duda. Se da cuenta de que está temblando. No había imaginado nada semejante a lo que le pasa. Consigue dominarse con gran esfuerzo y dice, no sin cierta fiereza:
—Tengo que saberlo. Dime, ¿se llamaba Elizabeth?
Por toda respuesta el hombre clava salvajemente los talones en los ijares de su montura y parte al galope, como si huyese del mismo diablo.
5
Ve ahora, dice el viejo. Ya estás prevenido. Así son las cosas: todo es inestable, nada es fijo, hasta que nosotros decidimos que lo sea. E incluso entonces las cosas no son tan estables como quisiéramos que fuesen. Así que, en marcha. Ve, ve, le dice, y naturalmente, al escuchar estas palabras Cameron se pone en marcha.
¿Qué otra cosa podía hacer, una vez que disponía de su libertad, que abandonar el universo en que había nacido y buscar otro distinto? Fijaos en que no he dicho «otro mejor», sino «otro distinto». O dos o tres, o cinco distintos. Era un riesgo, ciertamente. Podía perder todo lo que le importaba y no ganar nada a cambio. Bueno, ¿y qué? Cada día que amanece está lleno de riesgos semejantes: uno se juega la vida cada vez que abre una puerta. Nadie sabe lo que le espera por delante, jamás, y sin embargo, continúa jugando el juego. ¿Cómo puede esperar un hombre desarrollarse hasta el máximo de sus posibilidades si se pasa la vida dando vueltas alrededor de su propio patio? Adelante, pues. Haz nuevos viajes. El tiempo moldea, una vez y otra y otra. Nuevos universos se abren con cada nueva decisión que tomamos. A la derecha, a la izquierda, toca el claxon de tu coche, olvida las señales del tráfico, pisa el acelerador, aprieta el freno…, cada una de tus acciones desencadena una galaxia entera de posibilidades. Nos movemos a través de una sopa de infinitos. Si el solo hecho de contener un estornudo produce una cadena de reacciones en nuestro organismo, ¿cuáles no serán las consecuencias de nuestros actos de más envergadura, los asesinatos y las inseminaciones, las conversiones y las renuncias? Adelante, pues. Y durante tu viaje no dejes de meditar sobre tales ideas. Una parte del juego consiste en saber distinguir los factores que determinaron y dieron forma a los mundos que vas a visitar. ¿Qué cosas pasan aquí? ¿Calles sin pavimentar, carros de burros, telas tejidas a mano? Entonces, es que no ha habido revolución industrial. El hombre de la máquina de vapor —¿cómo se llamaba: Savery, Newcomen, Watt?— asfixiado en su cuna. No se ven minas, ni fábricas, ni líneas de ensamblaje, ni oscuros hornos satánicos. Eso debe de ser, entonces. El aire es puro. Por ese solo hecho puedes decir que viven aún en una era de sencillez. Muy bien, Cameron. Veo que comprendes los ejemplos rápidamente. Ahora prueba algo distinto. Tu propio yo rechaza el quedarse aquí. Además, en este lugar no hay Elizabeth alguna. Cierra los ojos. Llama al relámpago.
6
El desfile ha alcanzado un verdadero paroxismo de frenesí. La muchedumbre y las carrozas ocupan ahora incluso las calles laterales, además del bulevar, y no hay forma de escapar a su demoníaco entusiasmo. Cascadas de serpentinas caen desde todas las ventanas y fotografías gigantescas del presidente DeGrasse parecen haber brotado de todas las paredes, como enormes manchas de musgo oscuro.
Un muchacho llega hasta Cameron y se aprieta contra él. Extiende su puño cerrado y cuando lo abre Cameron ve entre sus dedos un estuche resplandeciente, en forma de huevo y no mayor que una uña.
—Esporas de Patagonia —dice el muchacho—. Dame diez papeles de cambio y son tuyas.
Cameron rechaza la oferta cortésmente.
Una mujer vestida con un traje azul y naranja le tira de la manga y dice con tono apremiante:
—Todos los rumores son ciertos, ¿sabes? Acaban de confirmarse. ¿Qué vas a hacer ahora? ¿Qué vas a hacer?
Cameron se encoge de hombros, sonriendo y se aparta de la mujer.
Un hombre con el rostro lleno de granitos relucientes se aproxima y le pregunta:
—¿Te estás divirtiendo en la fiesta? Yo he vendido todo lo que tenía y voy a mudarme a la carretera general el próximo día de Dios.
Cameron asiente, murmura unas cuantas felicitaciones, pensando qué es lo que corresponde al caso, aunque sin estar seguro de ello. Al doblar una esquina se topa otra vez con el obispo que se parece al hermano de Elizabeth. Que es, realmente, acaba por concluir Cameron, el hermano de Elizabeth.
—¡Olvidad vuestros pecados! —sigue aún gritando—. ¡Cancelad vuestras deudas!
Cameron mete la cabeza entre dos chicas rollizas que hay paradas en la acera e intenta llamar al obispo. Pero le falla la voz, apenas si es un carraspeo ronco lo que sale de su garganta, y el hombre de la mitra continúa su camino. Lo mejor será irse a otra parte, piensa Cameron. Este sitio le agota. Ha llegado demasiado pronto y su extraño misticismo es más fuerte de lo que él puede soportar.
Encuentra una calleja solitaria y apoya la mejilla contra la pared de ladrillos, en busca de un poco de frescor. Allí se queda un rato, haciendo inspiraciones profundas hasta que se siente lo bastante calmado como para emprender un nuevo viaje.
Bueno, adelante.
7
Desoladas llanuras de hierba se extienden hasta el horizonte. Se podría tomar muy bien por el desierto de Gobi. Cameron no divisa ni ciudades ni aldeas, ni villorrios. Sólo hay seis o siete tiendas negras agrupadas en círculo irregular entre dos montículos verdegrisáceos, a unos pocos centenares de metros de donde él se encuentra. Buscando más lejos distingue las siluetas de unos cuantos animales de color oscuro, muy lejos en la sabana ondulante: son una docena de caballos, en masa compacta, flanco contra flanco, hocico contra hocico, y van montados por jinetes. O quizá se trata de una congregación de centauros. Todo es posible. Sin embargo, piensa que deben de ser indios, una partida de bravos guerreros jóvenes que han decidido acampar en estas desoladas llanuras.
Le han visto. Seguramente le han visto ya antes de que él los viera a ellos. Sin prisa, rompen su círculo y empiezan a cabalgar hacia donde él está parado.
Cameron espera, sin moverse de donde se encuentra. ¿Por qué iba a huir? Y, ¿dónde podría esconderse? Los jinetes aceleran su marcha, del trote al galope corto, y de éste a un galope desenfrenado. Ahora se dirigen hacia él con aire feroz. Llevan chaquetas de cuero y pantalones de montar de piel sin curtir. Van armados con lanzas, arcos, hachas de combate y grandes espadas curvas, como alfanjes. Sus monturas son menudas, nerviosas, apenas un poco más que ponies, pero de una energía infatigable. Llegan hasta Cameron, le rodean, detienen sus caballos, que reculan y piafan. Le miran, le señalan con el dedo, se ríen, hacen comentarios burlones en una lengua misteriosa. Luego, con gran solemnidad, comienzan a cabalgar describiendo un círculo a su alrededor. Tienen los rostros achatados, narices pequeñas y pómulos salientes de los que arrancan sus barbas. Llevan la cabeza afeitada, dejando solamente algunos mechones largos de pelo que cuelgan sobre sus orejas y nucas. Los grandes pliegues de sus párpados superiores confieren a su mirada un aire oriental. Su piel es del color del cobre, pero con un ligero reflejo dorado, como si no fuesen indios del todo. ¿Qué son entonces? ¿Japoneses? ¿Un grupo de samuráis? No, probablemente no son japoneses. Pero tampoco son indios.
Continúan describiendo círculos en torno a Cameron sobre sus monturas, que emprenden un galope cada vez más rápido. Hablan unos con otros, y de vez en cuando le dirigen alguna pregunta. Parecen fascinados por su aspecto, pero al mismo tiempo un tanto disgustados. En una repentina demostración de maestría hípica, uno de ellos rompe el círculo de pronto y cruza a todo galope junto a Cameron, mientras le clava un dedo con fuerza en el antebrazo. Otro jinete le imita y luego otro, y otro más. Van cruzando raudos de un lado a otro del círculo galopante: le tocan, le tiran del pelo, le empujan al paso, hasta casi derribarle. Con sus espadas cortan el aire por encima de su cabeza. Le amenazan, o fingen hacerlo, con sus lanzas. Y durante toda la pantomima guerrera no cesan de reír. Cameron permanece totalmente inmóvil. Piensa que todo aquel despliegue tiene como objeto probar su valor. Y pasa la prueba. Al final, cesa el frenético galope. Los jinetes sujetan las bridas y varios de ellos desmontan.
Son hombrecitos menudos, que apenas le llegan al pecho, pero mucho más anchos que él de torso y hombros. Uno de ellos desarzona una bolsa de cuero, una especie de bota, y se la ofrece con gesto inconfundible: toma, bebe. Cameron prueba un sorbo, con cautela. Es un fluido espeso y grisáceo, de gusto agridulce. ¿Leche fermentada? Se atraganta, carraspea y se fuerza a sí mismo a beber de nuevo. Los otros le observan con atención. El segundo sorbo no sabe tan mal como el primero. Prueba la tercera vez, con mejor voluntad, y luego devuelve la bota.
Los guerreros se ríen, no con burla ahora, sino más bien con aprobación, y el hombre que le había pasado la bota le da una palmada de admiración en el hombro. Vuelve a pasarle la bota a Cameron. Luego salta sobre su silla y bruscamente parten todos. Mongoles, piensa Cameron, seguro de estar ahora en lo cierto. Los hijos de Genghis Khan galopando hacia el horizonte. ¿Un imperio mundial? Sí, sin duda. Y esta zona debe de ser para ellos el Lejano Oeste, la frontera, donde los jóvenes llevan a cabo sus ritos de iniciación.
Allá en la vieja Europa, después de siete siglos de dominación absoluta, se habrán convertido en ciudadanos mansos, bebedores de vino, espectadores de teatro, cultivadores de jardines. Pero aquí viven aún siguiendo las costumbres de sus antepasados los conquistadores.
Cameron se encoge de hombros.
Este sitio no es para él. Toma un último sorbo de leche agria de la bota y la deja caer sobre la alta hierba.
Adelante.
8
Aquí no hay hierba alguna. Observa los muñones en ruinas de algunos edificios, los troncos de árboles muertos y los montones de ladrillos esparcidos en torno.
El aire huele a muerte.
Todos los puentes están hundidos. Y la niebla que se arrastra por la bahía, negra y grasienta, es como un telón de fondo contra el que se recortan las imágenes.
Las ruinas están deshabitadas, pero algunas figuras se mueven entre ellas. Son los muertos vivientes. Atisbando en la espesa niebla tiene una visión de la onda explosiva y retrocede cuando nota las partículas alfa que llueven sobre su piel. Contempla a los supervivientes que emergen de las casas resquebrajadas y se dirigen hacia las calles humeantes, con los cuerpos chamuscados, los ojos vidriosos y algunos de ellos con el pelo en llamas.
Nadie habla. Nadie pregunta por qué ha sucedido esto.
Es como estar mirando una película muda. El fuego apocalíptico ha descendido aquí sobre la Tierra. La Tierra misma arde aún. Pequeñas llamas fosforescentes se elevan del suelo.
Es el día del juicio final. El día de la ira.
Ahora se escucha una música fúnebre que se va elevando de tono. Es una marcha de muerte, a base de violoncelos y de contrabajos, y sus notas llegan al oído en largos intervalos: ooom…, ooom…, ooom. Luego, el ritmo se acelera y se convierte en una danza macabra, viva y sincopada, de notas aún sombrías. Un ritmo funerario, saltarín y caótico, salvajemente alegre: ooom, ooom, ooom, de-ooom, de-ooom, de-ooom.
La melodía distorsionada del Himno a la alegría resuena en el fondo de esta zarabanda fantasmal.
Las víctimas moribundas del holocausto extienden sus manos descarnadas hacia Cameron, que sacude la cabeza. ¿Qué puede hacer por ellos? ¿Qué ayuda puede prestarles? En su interior siente un complejo de culpa. Él no es más que un turista en esta tierra devastada. Pero los ojos de estas gentes se clavan en él con mirada de reproche.
Cameron siente deseos de abrazarlos, pero teme que se deshagan en polvo entre sus dedos y deja que la procesión pase por delante de él sin hacer el menor gesto para cruzar el golfo que los separa.
—¿Elizabeth? —murmura—. ¿Norman?
Pero estas gentes no tienen rostros. Sólo ojos.
—¿En qué puedo ayudaros? No puedo hacer nada por vosotros.
Ni siquiera le brotan lágrimas. Vuelve los ojos hacia otra parte. Aunque hablo con la lengua de los hombres y de los ángeles no hay piedad en mí. Me he convertido en un trozo de lata resonante, en un címbalo sonoro. Y aunque tengo el don de la profecía y comprendo todos los misterios y todo el conocimiento, y aunque poseo toda la fe, que es capaz de remover montañas, no tengo piedad, y realmente no soy nada.
Pero este mundo está más allá del alcance del amor.
Cameron mira hacia otra parte. Aparece el sol. La niebla se disipa. Las visiones se borran. Sólo ve ahora tierra quemada, cenizas, ruinas.
Muy bien. Aquí no permanece ninguna ciudad, pero confiemos en que se levantará una.
Adelante. Adelante.
9
Al fin, al cabo de toda esta serie de breves y desconcertantes paradas, Cameron ha llegado a una ciudad que esta vez sí que es San Francisco, sin duda alguna. No otra ciudad en el emplazamiento de San Francisco, sino el verdadero San Francisco, perfectamente reconocible.
Desciende sobre ella en la misma cima de Russian Hill, en un día brillante y soleado, sin una sola nube en el cielo. A su izquierda, por debajo de él, se extiende Fisherman’s Wharf. Ante sus ojos se yergue Coit Tower, y también puede ver el Ferry Building y el Bay Bridge. Todas ellas, vistas familiares, pero ¡qué distinto parece todo lo demás! ¿Dónde está la sorprendente pirámide de Transamérica? ¿Dónde la colosal mole sombría del Banco Americano?
La extrañeza que siente se deriva, pronto se da cuenta de ello, no tanto de lo que ha sido cambiado como de lo que falta.
Las grandes construcciones del embarcadero no están en su lugar de siempre, ni tampoco la Chinatown Holiday Inn, ni los aberrantes tentáculos de las carreteras elevadas, ni al parecer nada de lo que fue construido durante los últimos veinte años. Esto que ahora ve es el viejo y reducido San Francisco de su niñez, una especie de ciudad en miniatura, sin modernización, ni horizonte de rascacielos.
Seguro que ha regresado al lugar que conoció en los adormilados años cincuenta, los tranquilos años del período Eisenhower.
Echa a andar colina abajo, en busca de un puesto de periódicos. Encuentra uno por fin en el cruce de Hyde con North Point, un brillante rectángulo de metal amarillo. El San Francisco Chronicle, diez centavos. ¿Diez centavos? ¿Es éste el precio real para 1954? Mete una moneda con la efigie de Roosevelt en la ranura de la máquina. El periódico está fechado, según puede ver, martes 19 de agosto de 1975. En lo que según parece es el mundo real, piensa Cameron no sin cierta ironía, el mundo que durante todo el día ha ido alejándose de él en pequeños saltos y paradas, continúa siendo martes, 19 de agosto de 1975.
De modo que no ha dado marcha atrás en el tiempo, sino que ha vuelto a San Francisco en el mismo momento en que lo dejó, como si el tiempo se hubiese inmovilizado.
¿Qué?
Sus ojos recorren vertiginosamente la primera página del periódico.
Un titular a tres columnas dice:
EL FÜHRER LLEGA A WASHINGTON
Y bajo el titular, a la izquierda, se ve una fotografía de tres hombres que sonríen y se miran entre ellos con la máxima cordialidad. El pie de la foto los identifica como el presidente Kennedy, el Führer, Goering y el embajador Togarashi, del Japón, reunidos en el jardín de rosas de la Casa Blanca.
Cameron cierra los ojos.
Sin valerse de otros datos que el titular y el pie de la foto intenta llegar a una explicación plausible.
Éste es sin duda un mundo, piensa, en el que el Eje ha ganado la guerra. Estados Unidos debe de ser ahora un feudo alemán. No hay rascacielos en San Francisco porque la economía americana, quebrantada por la derrota, no ha podido aún, en treinta años de paz, recobrar el nivel que le permita tales construcciones. O tal vez porque los capitales americanos de inversión, presionados por los ministros de finanzas del Tercer Reich (¿Hjalmal Schacht?, el nombre llega vagamente desde los pantanosos recovecos de la memoria), tienden ahora a encaminarse hacia Europa.
Pero ¿cómo puede haber sucedido?
Cameron recuerda claramente los años de la guerra, la tremenda ola de patriotismo, la movilización, el gran esfuerzo nacional. Rosie el Remachador. El recluta Lucky Strike se va a la guerra. Recordemos Pearl Harbour, como hicimos con El Álamo. No comprende cómo los alemanes pueden haber vencido a América. No encuentra ni una sola razón que lo justifique. Excepto una, quizá. La bomba, piensa. La bomba. Los nazis consiguen la bomba en 1940 y Werner von Braun inventa un cohete transatlántico y Nueva York y Washington son aplastados en una sola noche, y ahí acaba todo. Esto es más fuerte que todos los recursos patrióticos. No queda más remedio que bajar la cabeza. Nos rendimos en una semana. Y así…
Estudia la fotografía. El presidente Kennedy, sonriente, está de pie entre el Reichführer Goering y un japonés de aspecto suave y joven. ¿Ted Kennedy? No, éste es Jack. Jack en persona, aunque con papada, grandes bolsas bajo los ojos y arrugas en el rostro. Debe de estar cerca de los sesenta y muy próximo sin duda al final de su segundo período en la presidencia. Con Jacqueline esperándole impaciente en el piso de arriba. Termina pronto con tus japoneses y tus nazis, cariño, y vamos a tomarnos unas copas antes del concierto. Sí, John-John y Caroline, los niños bonitos del país, no deben de andar muy lejos tampoco. John-John y Caroline, modelos de la juventud en todo el mundo.
Sí. ¿Y Goering? Ciertamente es el mismo Goering. Bien entrado ya en sus ochenta, monstruosamente gordo, con triple barbilla, miles de barbillas, el pecho lleno de condecoraciones, los ojillos maliciosos, brillantes con el recuerdo de toda una vida de sensualidad satisfecha. ¡Qué feliz parece! ¡Y qué amigable! Nunca fue posible odiar a Goering de la misma forma que se odiaba a Goebbels, por ejemplo, o a Himmler o a Streicher. Goering tenía otro encanto, el insultante encanto de un monstruo sagrado, de un Nerón o de un Calígula. Y aquí está ahora, vivo en los años setenta, como una montaña de carne inmortal, habiendo sobrevivido a Adolf para convertirse —esto piensa Cameron— en segundo Führer y ser recibido en la Casa Blanca con toda pompa. Quizá habrá un banquete oficial mañana por la noche, con rollmops, sauerbraten, kassler rippchen, koenisberg klopse, y, para ayudarlos a bajar por el gaznate, barricas de Berkasteler Doctor 69, Schloss Johannisberg 71…, ¿o tal vez el Führer prefiere cerveza? Tenemos de las mejores marcas de barril, Löwenbrau, Würzburger Hofbrau…
Pero, un momento. Algo encaja mal en la estructura histórica que está imaginando Cameron. Por mucho que quiera no puede imaginar en John F. Kennedy esas simas de oportunismo que le permitirían servir como presidente fantoche de una América nazificada, aceptando órdenes de algún gauleiter de pelo fino y ojos de acero y dando saltitos alrededor del Führer cuando éste viene de visita. Bomba o no bomba, se habría formado un duro movimiento de resistencia subterránea, con décadas enteras de lucha de guerrillas, y un odio amargo hacia el opresor alemán y hacia todos sus colaboradores.
Lo que ha habido, pues, no ha sido una rendición. El Eje ha ganado la guerra, pero Estados Unidos ha mantenido su autonomía.
Cameron revisa cuidadosamente sus hipótesis. Supongamos, se dice para sí, que Hitler no rompió su alianza con Stalin en este universo y que por lo tanto no invadió Rusia en el verano de 1941, sino que en lugar de ello condujo sus ejércitos a través del Canal para acabar con Inglaterra. Y que los japoneses no atacaron Pearl Harbour, de modo que Estados Unidos no se vio empujada a entrar en la guerra, que concluyó en poco tiempo…, digamos allá por setiembre de 1942. Los alemanes gobiernan ahora Europa desde Cornualles a los Urales, y los japoneses dominan todo el Pacífico al oeste de Hawai. Los Estados Unidos, adormilado en su neutralidad, es ahora una nación en aislamiento, una especie de Portugal gigantesca, económicamente estancada, ajena al comercio internacional. No hay rascacielos en San Francisco porque nadie siente la necesidad de construir nada en el país. ¿Es esto lo que ha ocurrido?
Cameron se sienta en el escalón de una casa y hojea su periódico. Este mundo cuenta con un mercado de acciones, aunque bastante flojo. Los Dow-Jones Industriales están a 354.61. Y algunos de los nombres en la lista resultan familiares: IBM, AT&T, General Motors. Pero también hay muchos que faltan: Litton, Syntex y Polaroid, por ejemplo. También falta Xerox, pero Cameron encuentra el nombre de su anterior predecesor, Haloid, en la lista. Hay dos ligas de base-ball cada una de ellas con ocho clubs. Los Bravos de Boston se han trasladado a Milwaukee, pero aparte de esto la lista, de equipos se diría que ha sido sacada directamente de los años cuarenta: Brooklin va a la cabeza en la Liga Nacional, Philadelphia en la americana. En la sección de noticias también encuentra nombres conocidos: Nueva York tiene un senador Rockefeller, Massachusetts tiene un senador Kennedy. (Robert por lo visto. Y está frecuentemente en viaje a Italia. Ayer, por ejemplo, visitó la colosal tumba de Mussolini, cerca del Coliseo, y hoy va a ser recibido en audiencia por el papa Benedicto.)
El anuncio de una línea aérea invita a los habitantes de San Francisco a ir a Nueva York en los magníficos Starliners de la TWA, que ahora sólo invierten doce horas en el viaje, con una breve parada en Chicago. El diseño que ilustra el anuncio indica que han alcanzado ya casi el nivel de los DC-4, ¿o es tal vez el DC-6, con todas esas hélices? Las noticias del extranjero son breves y están dadas en tono discreto: no se dice ni una palabra de la postura de Israel frente a los árabes, las vociferantes repúblicas africanas, la República Popular China ni la guerra en Sudamérica.
Cameron deduce que los únicos judíos que quedan con vida son aquéllos que residen en Nueva York y Los Ángeles, y que África es una inmensa colonia alemana, con unos cuantos fragmentos territoriales cedidos a Italia. Que China está gobernada por los japoneses, y no por los herederos del presidente Mao, y que las naciones sudamericanas viven una existencia de torpor y apatía. ¿Será así? Leer este periódico es la experiencia más extraña que ha tenido durante todo su viaje, porque las páginas parecen normales, el tono del texto parece normal, con su trama específica que parece hablar de realidades, y sin embargo, se diría que todo queda fuera de tono, que todo ha sufrido una desviación inexplicable en el curso de los acontecimientos. El periódico entero parece un sueño, pero Cameron no ha sabido nunca de un sueño que se apoye en tan sustantiva densidad de realidades.
Dobla el periódico, se lo pone debajo del brazo y echa a andar hacia la bahía. Apenas a una manzana del muelle se topa con una sucursal del Banco de América —hay cosas que sin duda resisten a todos los avatares— y entra para cambiar un poco de dinero. Hay en ello un riesgo, pero se siente incapaz de dominar su curiosidad.
El cajero toma sin vacilación alguna el billete de cinco dólares que le tiende Cameron y le da cuatro billetes de un dólar y una pequeña pila de monedas. Estos billetes de un dólar son como fueron siempre; las efigies de Lincoln, Jefferson y Washington ocupan su sitio familiar sobre el anverso de las monedas de un centavo, cinco y veinticinco. Pero las de diez centavos llevan la efigie de Ben Franklin y en las de cincuenta centavos aparece la cara redonda de un hombre joven, con una gran pelambrera, que Cameron se siente incapaz de identificar.
En la próxima esquina, yendo hacia el este, encuentra una biblioteca pública. Ahora podrá comprobar sus hipótesis. Un almanaque, eso es. Qué extraña resulta la lista de los presidentes. Roosevelt, según ve, se ha retirado por razones de salud en 1940, y en ello reside, por lo que puede descubrir, el punto de divergencia entre este mundo y el suyo. El resto se sucede de una manera bastante lógica. Wendell Wilkie, que ha derrotado a John Nance Garner en las elecciones de 1940, mantiene una política de estricta neutralidad, como Cameron había imaginado, mientras los alemanes y los japoneses conquistan el resto del mundo.
Wilkie muere, ocupando aún la presidencia, durante la campaña electoral de 1944. ¡Ah! Éste es Wilkie, el que estaba en el medio dólar. Le sucede, durante un breve período, el vicepresidente McNary, que no desea la presidencia. Una convención republicana convocada a toda prisa designa a Robert Taft. Siguen dos términos completos para Taft, que derrota a James Byrnes, y otros dos para Thomas Dewey, y luego, en 1960, esta larga era de gobierno de los republicanos toca a su fin cuando es elegido el senador Lyndon Johnson, de Texas. El compañero de equipo de Johnson —ironías del destino, piensa Cameron— es el senador John F. Kennedy, de Massachusetts. Después de los dos períodos tradicionales, Johnson abandona la presidencia y el vicepresidente Kennedy gana las elecciones de 1968. Es reelegido en 1972, como era de esperar. En este mundo tranquilo los que están ya dentro siempre ganan.
Naturalmente no existe aquí ninguna ONU. No ha habido la guerra de Corea, ni el movimiento colonial de liberación. Ni tampoco la exploración del espacio. El almanaque informa a Cameron de que Hitler vivió hasta el año 1960 y Mussolini hasta 1958. El mundo parece haberse adaptado fácilmente al gobierno del Eje, aunque todavía hay un ejército alemán de ocupación destacado en Inglaterra.
Cameron se siente tentado de continuar y continuar, comparando historias, aprendiendo los destinos cambiados de personajes como Hubert Humphrey, Dwight Eisenhower, Harry Truman, Nikita Kruschev, Lee Harvey Oswald, Juan Perón… Pero súbitamente se siente invadido por un género de curiosidad más personal. Se mete en una cabina telefónica y consulta la guía. Hay un solo libro para las regiones de Alameda y Contra Costa y es incluso más delgado que el que en su mundo está dedicado solamente a Oklahoma.
Encuentra un par de docenas de Cameron en las listas, pero ninguno de ellos corresponde a la dirección de su casa. Y tampoco hay entre ellos ni Christophers ni Elizabeths, ni ninguna variación plausible de tales nombres.
Con un golpe de intuición mira en el libro correspondiente a San Francisco. Tampoco hay nada allí. Entonces decide buscar a Elizabeth bajo su nombre de soltera, Dudley, y en efecto, allí está Elizabeth Dudley en la vieja dirección familiar de Laguna.
El descubrimiento le deja temblando. Hurga en sus bolsillos, saca la moneda con la efigie de Benjamín Franklin y la mete en la ranura del aparato. Luego escucha. Aquí está la señal de marcar. Así que marca los números.
10
El apartamento, o lo que puede ver de él mirando por encima del hombro de ella, se parece en gran manera a lo que él recuerda: allí están los divanes gastados y las sillas tapizadas de rojo borgoña y verde oscuro, las paredes blancas, desnudas, las elaboradas tallas —entre ellas, la suya— en madera y las grandes macetas de helechos.
El contemplar todos estos objetos en este lugar choca violentamente con su sentido del tiempo y el espacio y le oprime con una nostalgia casi insufrible.
La última vez que estuvo aquí, si es que realmente estuvo aquí de alguna forma, fue en 1969. Pero los recuerdos son candentes y lo que ve ahora se parece tanto a lo que recuerda que es cómo sentirse transportado a una era anterior.
Ella está de pie en el marco de la puerta, estudiándole con curiosidad no exenta de desconfianza. Va vestida con ropas de lo más corriente, que en ella resultan inesperadas: una blusa blanca, bordada, muy amplia, y una falda azul plisada, y su pelo, dorado, cuelga despeinado sobre los hombros. Pero no hay duda de que es la misma mujer de la que se separó esta mañana, la misma mujer con la que ha compartido su vida durante los últimos siete años. Una mujer hermosa y alta, casi tan alta como él —incluso en algunas ocasiones le ha parecido más alta— con una sonrisa tranquila, la piel tersa y los ojos verdes, serenos y penetrantes.
—¿Sí? —dice ella con cierta vacilación—. ¿Es usted el hombre que telefoneó?
—Sí, soy yo. Chris Cameron —mientras lo dice busca en el rostro de ella algún signo de reconocimiento—. ¿No me conoce? ¿En absoluto?
—En absoluto. ¿Debería conocerle?
—Tal vez. Probablemente no. Es difícil de decir.
—¿Nos hemos encontrado antes? ¿Es eso?
—No estoy muy seguro de cómo voy a poder explicarle mi relación con usted.
—Eso mismo dijo cuando llamó por teléfono. ¿Su relación conmigo? ¿Cómo pueden dos extraños tener relación alguna?
—Es complicado. ¿Puedo pasar?
Ella deja escapar una risita nerviosa, como si se sintiera cogida en falta.
—Naturalmente —dice, no sin dirigirle antes una rápida mirada, como para sopesar las posibilidades de riesgo que puede entrañar su aceptación.
El apartamento es casi exactamente como Cameron lo ha conocido, excepto que no hay en él ningún tocadiscos estereofónico, sino tan sólo una vieja Victrola, y que la colección de discos es extraordinariamente reducida. También hay menos libros de los que Elizabeth tenía.
Se quedan el uno frente al otro, muy rígidos. Él se siente tan incómodo respecto al encuentro como ella misma, y finalmente es ella la que sugiere, a modo de lubrificante social, que tomen una copa de vino. Le pregunta si lo prefiere blanco o tinto.
—Tinto, por favor —dice él.
De una cómoda baja saca ella dos vasitos baratos. Luego, sin esfuerzo alguno, levanta un galón de vino del suelo y empieza a quitarle el tapón.
—Por teléfono sonaba usted terriblemente misterioso —dice, mientras continúa la operación—, y aún sigue igual. ¿Qué es lo que le trae aquí? ¿Tenemos acaso amigos comunes?
—Me parece que no sería cierto decir que los tenemos. Aunque sea como fórmula de conversación.
—Su manera de hablar resulta sumamente confusa, señor Cameron.
—No puedo evitarlo por el momento. Y llámeme Chris, por favor.
Mientras sirve el vino la mira atentamente, pensando en aquella otra Elizabeth, su Elizabeth, y recordando lo bien que conoce su cuerpo, la suavidad musculosa de su espalda, la tersura de su piel, la dureza de su carne, y sin poder evitarlo se le va la mente a su primer encuentro, absurdamente romántico, hace ya muchos años, durante aquel mes de junio en que él había ido a pasar una semana solo en la Sierra, con objeto de recoger material. Confundiendo unos montones de pedruscos con mojones indicadores de un camino, había llegado hasta un lugar recóndito, bien lejos de todo sendero transitado, una propiedad particular junto a un lago helado, cuyas riberas estaban aún cubiertas de nieve brillante, procedente de las últimas nevadas tardías. Pensó que muy bien podía acampar allí, y estaba justo dejando su mochila en el suelo cuando descubrió otra mochila a menos de treinta metros de distancia. Junto a ella había un montón de ropas dispersas cerca de la orilla del lago, y luego la vio, nadando justo por detrás de un promontorio en el que crecía un pino solitario. Dobló aquella punta, se dirigió hacia tierra y salió del agua, desnuda como Venus, con un ligero sobresalto al advertir su presencia. Pero en seguida se le pasó y con una sonrisa, erguida sin ningún rubor donde estaba, con el agua hasta el principio de las pantorrillas, le invitó a que fuese también a darse un baño.
Aquellos recuerdos de su primer encuentro le excitan ahora terriblemente, porque esta mujer que está frente a él es su misma Elizabeth, bien conocida en todos sus íntimos detalles, pero al mismo tiempo una mujer nueva que aún espolea más sus sentidos con el aguijón de la novedad que la antigua Elizabeth no puede ya ofrecerle.
Mira sus hombros redondos y su espalda con verdadera ansia, con intenso deseo. Ella se vuelve con los dos vasos llenos, uno en cada mano, y recibe de lleno la vibración de este deseo, antes de que él tenga tiempo de disimularlo. El impacto es inmediato y hace que ella dé un paso atrás. Ésta no es la Elizabeth del lago en la Sierra. Esta de ahora no es capaz de soportar con aplomo el alto voltaje erótico, inesperado, que la envuelve. Con gesto torpe le alarga al fin uno de los vasos de vino, pero las manos le tiemblan y derrama un poco de líquido rojo sobre el puño de su blusa.
Él toma el vaso y retrocede, asombrado por un momento de la intensidad emocional de sus propias reacciones. Con esfuerzo, consigue calmarse un poco. Sigue una pausa de torpe silencio mientras beben el primer sorbo. La atmósfera psíquica disminuye de temperatura. Se establece entre ellos un cierto aire de cortesía formal.
Han tomado ya el segundo vaso de vino cuando ella dice:
—Bueno, ¿cómo es que me conoce y qué es lo que desea de mí?
Cameron cierra los ojos un momento. ¿Qué puede decirle? ¿Cómo puede explicarle? No ha tomado la precaución de preparar ninguna clase de estrategia. Ya la ha asustado una vez con su mirada demasiado sensual. ¿Qué efecto puede producir en ella la confesión de algo que parece una locura? Pero la verdad es que nunca ha usado con Elizabeth táctica alguna, de no ser la táctica de la franqueza absoluta. Y esta mujer es Elizabeth. Lentamente dice:
—En otra existencia, usted y yo estamos casados, Elizabeth. Vivimos en las colinas de Oakland y somos muy felices juntos.
—¿En otra existencia?
—En un mundo distinto de éste en el que estamos ahora. Un mundo en el que la historia tomó un rumbo diferente hace una generación, cuando el Eje perdió la guerra, y en el que John Kennedy fue presidente en 1963 hasta que murió a manos de un asesino. En ese mundo, usted y yo nos conocimos junto a un lago en la Sierra y nos enamoramos. Existen una infinidad de mundos, Elizabeth, uno junto al otro, mundos en los que pueden ocurrir todas las variaciones imaginables de cada suceso. Mundos en los que usted y yo formamos un matrimonio feliz, mundos en los que nos hemos casado y divorciado más tarde, mundos en los que ni usted ni yo existimos, otros en los que usted existe y yo no, otros en los que nos odiamos después de habernos conocido, otros en los que…, en fin, Elizabeth, hay un mundo para cada cosa. Y yo he estado viajando del uno al otro. Allí donde estaba San Francisco no he visto más que naturaleza salvaje, y me he encontrado con jinetes mongoles en las colinas de East Bay, y he visto toda esta región devastada por la guerra atómica, y… ¿Le parece una locura todo esto, Elizabeth?
—Un poco —dice ella, sonriente. La antigua Elizabeth, razonable y juiciosa, desempeñando uno de sus papeles favoritos: una conversación divertida—. Pero continúe. Dice que ha estado saltando de un mundo a otro. No voy a molestarme siquiera en preguntarle cómo lo ha hecho. Pero ¿de qué va escapando?
—Nunca lo he visto desde ese ángulo. No voy escapando de nada, sino escapando hacia algo.
—¿Hacia qué?
—Una infinidad de mundos. Una fila inagotable de experiencias posibles.
—Se necesitan muchas tragaderas para absorber tanto. ¿No le basta con explorar un solo mundo?
—Evidentemente no.
—Tiene el infinito a su disposición —dice ella—. Y sin embargo decide venir a mí. Sin duda yo represento el único punto de referencia, el único punto familiar en este mundo extraño para usted en los demás aspectos. ¿Por qué venir aquí? ¿Qué objeto tienen todas esas andanzas, si en el fondo busca lo conocido? Si lo que pretende en el fondo es encontrar el camino que le lleve hacia su Elizabeth, ¿por qué la dejó? ¿Es tan feliz con ella como dice?
—Puedo ser feliz con ella y sin embargo desearla bajo otras formas distintas.
—Parece usted condicionado por algo.
—No —responde él—. No más condicionado que Fausto, en todo caso. Creo en la búsqueda como una forma de vida. No en la busca de, sino sencillamente en la busca. Y es imposible pararse. Pararse significa morir, Elizabeth. Piense en Fausto, yendo de un lugar a otro, yendo hasta la misma Elena de Troya, experimentando sin cesar, y buscando siempre más. Cuando Fausto exclama por fin: Esto es, esto es lo que he estado buscando siempre, y donde decido pararme, Mefistófeles gana su apuesta.
—Pero ése fue el momento de suprema felicidad de Fausto.
—Cierto. Cuando lo alcanza, sin embargo, pierde su alma, ¿se acuerda?
—De modo que continúa y continúa, mundo tras mundo, sin saber siquiera lo que busca, tan sólo buscando, e incapaz de detenerse. Y sin embargo, niega estar empujado por algo.
Él niega con la cabeza.
—Las máquinas son empujadas, conducidas. Los animales son conducidos. Yo soy un ser humano autónomo, que actúa bajo la decisión de su libre albedrío. No hago este viaje porque tenga que hacerlo, sino porque ése es mi deseo.
—O porque piensa que tiene que desearlo.
—Voy impulsado por sentimientos, no por cálculos y prejuicios intelectuales.
—Parece como si lo hubiese pensado cuidadosamente —le dice ella—. Así es como suena al oírle.
Él se siente herido por sus palabras y aparta la vista. Clava los ojos en el fondo de su vaso vacío. Ella le dice que se sirva un poco más.
—Lo siento —añade a modo de excusa, y con voz ya más suave.
Cameron dice:
—De todas formas, estaba en la biblioteca y había allí una guía de teléfonos y así es como la encontré. Aquí es también donde solía usted vivir en mi mundo, antes de casarnos —al llegar a este punto, duda un instante—. ¿Puedo preguntarle…?
—¿El qué?
—¿No está casada?
—No. Vivo sola. Y me gusta vivir así.
—Siempre fue muy independiente.
—Habla como si me conociese muy bien.
—He estado casado con usted durante siete años.
—No. No conmigo. Nunca conmigo. No me conoce en absoluto.
Él asiente.
—Tiene razón. Realmente no la conozco, Elizabeth, por mucho que yo crea que sí. Pero quiero conocerla. Me siento atraído por usted con tanta fuerza como me sentía atraído por la otra Elizabeth, aquel día en las montañas. Siempre es el mejor momento el del principio, cuando dos extraños tienden el uno hacia el otro, cuando la primera chispa salva el abismo… —luego, añade con ternura—: ¿Puedo pasar aquí la noche?
—No.
En cierto modo el rechazo no le sorprende. Dice, al cabo de un momento:
—En una ocasión me dio una respuesta bien distinta cuando le pregunté lo mismo.
—Yo no. Otra persona.
—Lo siento. Resulta tan difícil para mí mantener la diferencia entre una y otra, Elizabeth. Pero, por favor, no me envíe fuera. He hecho mucho camino para venir aquí.
—Vino sin ser invitado, en todo caso. Además, me sentiría muy rara con usted, pensando que está recordándola, comparándome con ella, midiendo nuestras diferencias y nuestras semejanzas…
—¿Por qué habría de hacerlo?
—Lo haría.
—No creo que sea una razón suficiente para echarme.
—Le daré otra —dice ella. Los ojos le brillan con malicia—. No quiero liarme con hombres casados.
Ahora se está burlando de él. Cameron responde, riendo, convencido de que está a punto de rendirse:
—¡Ésa es la excusa más disparatada que he oído nunca, Elizabeth!
—¿De veras? Me siento muy unida a ella. Tiene todas mis simpatías. ¿Por qué habría de ayudarle a engañarla?
—¿Engañarla? ¡Qué palabra tan anticuada! ¿Piensa que ella tendría alguna objeción que oponer? Nunca esperó que yo fuese casto en este viaje. Se sentirá encantada y halagada de saber que vine a buscarla hasta aquí. Querrá saber todos los detalles de lo que pasó entre nosotros. ¿Cómo podría sentirse ofendida de saber que he estado con usted, cuando usted y ella son…?
—Sin embargo, quisiera que se marchase. Por favor.
—No me ha dado aún ni una sola razón convincente.
—No tengo por qué hacerlo.
—Te quiero. Y quiero pasar la noche contigo.
—Usted quiere a otra persona que se me parece —replica ella—. No ceso de repetirlo. Y en cualquier caso yo no le quiero a usted. No le encuentro atractivo.
—¡Oh! Ella sí que me encuentra atractivo. Pero tú… no. Ya veo. ¿Cómo me encuentras entonces? ¿Feo? ¿Agobiante? ¿Repelente?
—Le encuentro molesto —dice ella—. Y me da un poco de miedo, además. Es usted demasiado intenso, está demasiado seguro de sí mismo, quizá es hasta peligroso. No es usted mi tipo. Y probablemente yo no soy el suyo. Recuerde que yo no soy la Elizabeth que encontró en el lago de la montaña. Tal vez sería más feliz si lo fuese, pero no lo soy. Desearía que no hubiese venido nunca. Ahora, váyase. Por favor.
11
Adelante. Este lugar está lleno de torres que refulgen y de puentes etéreos. Parece una ciudad de fantasía. Allá arriba, en lo alto, flotan pompas que parecen de cristal, y que son vehículos con pasajeros. Dos o tres en cada pompa, extendidos en posturas de relajación completa. Muchachos y muchachas bronceados yacen desnudos al borde de las fuentes, de las que brota una rara espuma de colores turquesa y escarlata. Las orquídeas gigantes crecen con voluptuosidad tropical en las paredes de hoteles colosales. Pequeños pájaros mecánicos cruzan el aire suave como si fuesen bolitas de oro, piando dulcemente. De las terrazas de los edificios más altos brota una música profunda, de bajos metálicos, que invade el aire con sus escalas de cientos de notas y domina los otros ruidos.
Éste es un mundo con dos siglos de adelanto sobre el suyo, por lo menos. No debiera haberse infiltrado nunca aquí. Aquí no podría ser ni siquiera un turista. El único papel que puede desempeñar es el del salvaje que viene de visita, el de Jemmy Button entre los londinenses, y ¿cuál fue en fin de cuentas el destino de Jemmy Button? Desde luego, todo lo contrario de un destino feliz. ¡Patagonia! ¡Patagonia! «Etos tiques no son buenos aquí, señó.»
Rayos coloreados bailan en el cielo. Rayos rojos, azules, verdes, que explotan luego y llueven sobre la ciudad en imágenes sorprendentes, nunca vistas.
Cameron sonríe; no se dejará sobrecoger, aun cuando este mundo es aún más extraño que el de los automóviles con dos ruedas solamente. Se detiene en el centro de un pequeño parque que hay entre dos callejas por las que discurre un tráfico silencioso, continuo. Es un jardín muy bien cuidado, con helechos dentados color naranja y cactos curvos y espinosos que se remontan hacia lo alto como cohetes. Pasan por su lado, del brazo, algunas parejas de enamorados, ofreciéndose el uno al otro grandes tragos de unos frascos verdes, perlados de humedad, que parecen tubos de jade pulimentado. También se ofrecen e intercambian uvas, haciéndolas bailar con aire juguetón ante los labios del otro; sonríen, arquean los cuellos y muerden el fruto ansiosamente. Se echan a reír, se abrazan, se dejan caer sobre la hierba espesa y húmeda, que al sentir el contacto de los cuerpos remueve sus tallos y deja escuchar las notas titilantes de una suave melodía.
A Cameron le gusta este sitio. Da un paseo por el jardín, pensando en Elizabeth, pensando en la primavera. Llega por último a una acequia sinuosa, en la que las torres más altas de la ciudad se reflejan como agujas invertidas, y se inclina sobre el agua para beber. Está fría y tiene un sabor dulce, pungente, como de vino joven. Unos instantes después de tocar el agua ve cómo de la tierra esponjosa se levanta un complicado mecanismo, formado por cinco columnas metálicas, tres de ellas provistas de sensores ópticos que salen por todos lados, una con una complicada rejilla de color oscuro y la otra con un extraño dispositivo de luces de colores. De la rejilla brotan palabras en tono urgente, pero en una lengua incomprensible para Cameron. Debe de ser una especie de máquina policía, que le pide sus credenciales. Esto por lo menos está claro.
—Lo siento —se excusa Cameron—. No puedo comprender lo que me está diciendo.
Mientras tanto van surgiendo otras muchas máquinas de los árboles, del lecho mismo de la acequia, de las matas de helechos más gruesos.
—Está bien —dice Cameron—. No quiero causar ningún trastorno. Denme sólo el tiempo necesario para aprender la lengua y procuraré convertirme en un ciudadano útil.
Una de las máquinas pulveriza sobre él una rociada de niebla azulada. Otra le clava una aguja en el brazo y le extrae una gota de sangre.
La gente ha empezado a agruparse a su alrededor. Le señalan, sonríen, guiñan un ojo. La música procedente de los edificios altos ha subido de intensidad y se ha hecho más siniestra, más amenazadora. Estremecen el aire unas notas que parecen dirigirse a él directamente.
—Déjenme quedarme —implora Cameron; pero la música le arrastra, le barre como si fuese la palma de una mano invisible que le empujase fuera de aquel mundo. Cameron resulta demasiado primitivo para ellos, demasiado tosco, y quizá lleva demasiados microbios, de los que ya no existen aquí.
Muy bien. Si eso es lo que quieren, se marchará, no por miedo, no porque hayan conseguido intimidarle, sino solamente por cortesía.
Les dice adiós con gesto airoso de la mano, se inclina luego con una reverencia digna de Raleigh, echa un beso con la punta de los dedos a la máquina de cinco columnas, sonríe y hasta da unos cuantos pasos de danza.
Adiós, adiós. La música se eleva hasta alcanzar un terrible crescendo, un crescendo salvaje. Cameron escucha trompetas celestiales que se entremezclan con el retumbar de un trueno lejano.
Adiós. Adelante.
12
Aquí hay una especie de mercado oriental, apiñado, maloliente, medieval. Hombres viejos y gordos, con barbas blancas y gruesas túnicas grises, esperan sentados pacientemente detrás de sus sacos de yute, abiertos, llenos de especias y de granos de todas clases. Los leprosos y los tullidos pululan por doquier, pidiendo limosna. Hombres delgados, de piernas largas, vestidos tan sólo con un trozo de tela apretado alrededor de la ingle y unos aros pendientes de las orejas, pasean entre la multitud en órbitas solitarias, sin comprar nada y sin decir palabra. Tienen el rostro enjuto, de facciones finamente modeladas, y sus pieles son de color cobrizo. Por su porte parecen príncipes incas. Y tal vez lo sean. En medio del barullo del mercado, Cameron no es capaz de distinguir ninguna lengua conocida. Ve cómo el oro cambia de mano, con un destello, al ser completadas las transacciones. Las mujeres pasan con grandes bultos sobre sus cabezas y sonríen, desnudando los dientes blancos en hilera perfecta. Van vestidas con faldas llenas de remiendos, que les caen hasta los tobillos, pero llevan los pechos al aire. Algunas de ellas le sonríen provocativamente al pasar cerca de él, pero Cameron no se atreve a corresponder a sus descaradas insinuaciones hasta saber qué es lo que está permitido en este lugar.
En el extremo opuesto de la plazuela distingue de pronto la silueta de una mujer que muy bien podría ser Elizabeth. Está vuelta de espaldas, pero Cameron reconocería esos hombros en cualquier parte, lo mismo que el porte erguido y la cascada de pelo dorado, suelto. Empieza a andar hacia ella, abriéndose camino con dificultad entre la multitud y los vendedores. Cuando aún está a media distancia, ve a un hombre al lado de la mujer. Es un hombre alto, casi de su misma talla y corpulencia. Viste una túnica negra, suelta, y un pañuelo oscuro anudado al cuello cubre la mitad inferior de su rostro. Sus ojos son hundidos y tristes y sobre su mejilla izquierda se ve una enorme cicatriz, llena de costurones, que le corre hasta el comienzo del pelo. El hombre susurra algo a la mujer que podría ser Elizabeth. Ella asiente y se vuelve, de manera que Cameron puede ver ahora su cara y, en efecto, podría ser Elizabeth, sólo que también tiene una cicatriz semejante, horrible, en la mejilla derecha.
Cameron se queda con la boca abierta. El hombre de la cara medio tapada señala en su dirección y grita. Cameron percibe un movimiento cerca de él y se vuelve a tiempo de ver a un hombre bajito y corpulento que corre hacia él esgrimiendo una cimitarra. Por un momento Cameron ve la escena entera como si se tratase de una fotografía: puede observar la barba grasienta de su atacante, la nariz curva, con pelo en los orificios, los dientes amarillentos y las incrustaciones de piedras baratas que brillan como cristal en el mango de la cimitarra.
Luego el acero desciende rápidamente sobre él, mientras el presunto asesino le increpa a gritos en algo que podría ser árabe. Ha sido un penoso recibimiento, pero Cameron no puede continuar su investigación del lugar.
Antes de que la cimitarra le corte en dos, se traslada a otra parte, aunque no sin pena.
13
Adelante. Esta vez hacia un lugar incorpóreo y donde el planeta mismo debe de haberse desvanecido, porque Cameron flota y cae lentamente, yendo de ninguna parte a parte alguna.
Se encuentra envuelto en una luz verde brillante que llega de todas las direcciones a la vez, como si fuera un mensaje que le envía la textura misma del universo.
Con gran calma sigue cayendo a través de esta alegre luminosidad durante una sucesión de días sin fin, o lo que parece una sucesión de días sin fin, dejándose llevar, deslizar, controlando un poco su caída con ligeros movimientos de codos y rodillas. Es lo mismo ir hacia un lado que hacia otro. Todo aquí tiene el mismo aspecto.
La luminosidad verde le sostiene y le alimenta, pero le hace sentirse inquieto. Juega con ella, y con su sustancia radiante consigue formar algunas imágenes, rostros, formas abstractas. Trata de conjurar el rostro de Elizabeth, su propio rostro anguloso, llena los cielos con una legión de chinos que marchan en fila con sus sombreros cónicos de paja, los borra luego con fuertes líneas diagonales, hace manar un río de plata a través del firmamento y que descargue su caudal resplandeciente por la ladera de una montaña que tiene mil kilómetros de altura. Gira sobre sí mismo, flota, se desliza. Da rienda suelta a todas sus fantasías.
Es una libertad total la que experimenta en este lugar fuera de todo mundo. Pero no es suficiente. Se cansa de tanto vacío, de tanta serenidad. Ha apurado ya en este sitio todo lo que podía ofrecerle, y lo ha apurado demasiado pronto, demasiado pronto.
No está seguro de si el fracaso depende de él o del lugar en sí. Pero se da cuenta que tiene que dejarlo.
Por lo tanto, adelante.
14
Los campesinos escapan dando gritos cuando Cameron se materializa en medio de ellos. Está en una especie de aldea de agricultores que se extiende sobre la costa este de la bahía. Campos verdes y bien cuidados, un apiñamiento de cabañas bajas, hechas de mimbre, y una plaza central en la que juguetean un grupo de niños desnudos, y una subpoblación de gansos, cabras y gallinas. Es mediodía. Cameron ve cómo cabrillea el agua en las acequias de riego. Esta gente trabaja muy duro. Se han dispersado al verle llegar, pero ahora se aproximan lentamente, tensos, dispuestos a huir de nuevo si él vuelve a producir algún nuevo milagro.
Es otro de esos mundos bucólicos en los que San Francisco no ha surgido, pero se siente incapaz de identificar a estas gentes y tampoco puede imaginar la cadena de acontecimientos de los que se deriva la situación. No son indios, ni chinos, ni peruanos. Se diría que son europeos, aunque con un cierto toque eslavo. Sin embargo, ¿qué pueden hacer estos eslavos en California? Quizá sean campesinos rusos que han llegado aquí como colonos desde Siberia. Pudiera muy bien ser esto. Su maciza estructura facial, sus cutis oscuros, sus cuerpos bajos y sólidos. Pero parecen demasiado primitivos, van medio desnudos, sin apenas otra ropa que unos pantalones de pieles y a veces menos que eso, como si no fuesen vasallos del zar, sino más bien escintios o cimerios, trasplantados aquí desde las lejanas marismas del Vístula.
—No os asustéis —les dice, levantando los brazos abiertos hacia ellos. Parece que están menos asustados ahora y se van aproximando lentamente, tímidamente, mirándole con sus grandes ojos negros muy abiertos—. No voy a haceros ningún daño. Sólo quiero haceros una visita.
Aquellas gentes murmuran entre sí.
Una mujer empuja hacia él a una niña de unos cinco años, desnuda y con unos aretes negros, grasientos, en las orejas. Cameron la toma en sus brazos, la acaricia, le hace cosquillas y luego la deposita con cuidado en el suelo.
Instantáneamente la tribu entera le rodea, ya sin temor. Le tocan en el brazo, se arrodillan, le acarician las piernas. Un muchacho le presenta un tazón lleno de gachas. Una vieja le ofrece una jarra de vino dulce, una especie de hidromiel. Una muchacha esbelta le pone una estola de pieles sobre los hombros. Todos bailan y cantan. Su miedo del primer momento se ha transformado en amor. Cameron es su huésped y le agasajan con todos los honores. Es más que un huésped: es casi un dios.
Le llevan a una choza vacía, la más grande que hay en el poblado. Y allí, piadosamente, le traen ofrendas de incienso y bellotas. Cuando anochece encienden una inmensa hoguera en el centro de la plaza, y Cameron se pregunta si pensarán darse un festín con él, una vez que hayan terminado de hacerle honores. Pero no, lo que asan en el fuego son grandes trozos de carne de oveja y a él le traen los mejores bocados. Luego se apiñan en torno a la puerta de la choza y cantan himnos discordantes, llenos de energía.
Aquella noche le envían tres muchachas de la tribu; no cabe duda de que son las vírgenes más bellas de la comunidad, y por la mañana se encuentra de nuevo montones de flores apiladas en el umbral. Flores recién cogidas, frescas aún de rocío. Más tarde llegan dos artesanos de la tribu, uno cojo y el otro tuerto, y se ponen a tallar una estatua suya, con azuelas y escoplos, en un tronco de caoba que han plantado en el centro de la plaza. La estatua tiene un extraordinario parecido con él.
De modo que le han divinizado. Cameron tiene por un instante una visión fáustica de sí mismo, viviendo entre estas gentes tan activas, enseñándoles métodos más avanzados de agricultura, y dirigiéndoles incluso hacia la tecnología y la higiene modernas, hacia todas las ventajas contemporáneas, sin todos sus inconvenientes y abominaciones. Guiándoles hacia la luz, modelándolos, creándolos de nuevo.
Este lugar, esta aldea, sería un lugar excelente para dar término a su peregrinaje por los mundos infinitos, en el caso de que dar término a este peregrinaje fuera lo más conveniente y deseable.
Ser el dios, el profeta, el rey de este mundo apacible, su maestro, su innovador, daría por fin un objetivo a su vida. Pero no existe lugar donde detenerse. Cameron lo sabe. Dedicarse a transformar una colectividad de primitivos y felices granjeros en sofisticados agricultores del siglo XX es, en fin de cuentas, un pasatiempo tan inútil como dedicarse a amaestrar un grupo de pulgas para que realicen ejercicios de circo.
Resulta tentador esto de vivir como un dios, pero incluso la divinidad acaba por aburrir y resulta peligroso intentar atarse a una satisfacción irreal. Resulta peligroso atarse a cualquier cosa.
Es el viaje y no la llegada lo que cuenta. Siempre.
Así que Cameron hace de dios por un rato. Lo encuentra agradable y gratificador. Saborea las recompensas hasta que se da cuenta de que estas recompensas están haciéndose demasiado importantes para él.
Entonces, renuncia formalmente a su papel de dios.
Adelante.
15
Este lugar sí que lo reconoce. Es su calle, su casa, su jardín, su coche verde en el garaje. El coche amarillo de Elizabeth está aparcado fuera. ¿Ha vuelto a casa tan pronto? No lo hubiese esperado. Pero cada salto que ha ido dando, lo sabe bien, no era sino la consecuencia de un deseo deliberado, y sin duda el mecanismo oculto que dirigía sus elecciones ha decidido traerle a casa de nuevo.
Está bien, vuelves a tu base. Digiere tus viajes, analízalos y deja que tus experiencias produzcan en ti su alquimia: para ello necesitas quedarte quieto un cierto tiempo. Luego, puedes marcharte de nuevo, si te apetece.
Cameron mete la llave en la cerradura.
Elizabeth tiene puesto en el tocadiscos uno de los cuartetos de Mozart. Está sentada en el alféizar del ventanal, hojeando una revista. Cae la tarde y el horizonte urbano de San Francisco, claramente visible a través de la gran ventana, aparece aureolado por los reflejos del sol poniente.
Hay flores frescas en el jarrón colocado sobre la mesa con incrustaciones de caoba. Llega hasta él la fragancia de las gardenias y los jazmines. Elizabeth levanta la cabeza despacio, clava los ojos en los suyos, mientras le envuelve en la radiación cálida de su sonrisa y dice:
—Hola, ¿qué hay?
—Hola, Elizabeth.
Ella se levanta y va hacia él.
—No esperaba que volvieses tan pronto, Chris. En realidad, no sé si esperaba realmente que volvieras.
—¿Tan pronto, dices? ¿Cuánto tiempo he estado ausente, según tú?
—Desde el martes por la mañana hasta el jueves por la tarde, que es hoy. Dos días y medio en total. —Se fija entonces en su barba hirsuta y en su camisa gastada y descolorida por el sol—. Para ti ha sido mucho más tiempo, ¿no es así?
—Semanas y semanas. No podría decir cuántas. He estado en ocho o nueve lugares diferentes, y en el último que estuve me quedé bastante tiempo. Eran aldeanos, granjeros. Una tribu primitiva, de tipo eslavo, que vive abajo, junto a la bahía. Yo era su dios; pero me aburrí pronto de serlo.
—Tú siempre te aburres en seguida —dice ella, y se echa a reír. Luego, le coge por las manos y le atrae cerca de sí. Le da un beso ligero, apenas un roce de labio contra labio, un beso juguetón, como hacen siempre al encontrarse. El beso se hace después más apasionado, los cuerpos se pegan el uno al otro, la lengua busca la lengua. Cameron siente el corazón saltarle en el pecho, como ha ocurrido siempre. Cuando se sueltan por fin, da un paso atrás, un poco aturdido y dice:
—Te he echado de menos, Elizabeth. No sabes cuánto te he echado de menos, y yo no he sabido tampoco cuánto te necesito hasta que he estado lejos y he sentido la angustia de que tal vez no volvería a encontrarte.
—¿De veras que te preocupa?
—Mucho.
—Yo nunca dudé de que volviéramos a estar juntos, de una forma o de otra. El infinito es un lugar demasiado grande, cariño. Tenías que encontrar tu camino de regreso a mí, o a alguien que se me pareciese. Y alguien muy parecido a ti hubiese encontrado su camino hacia mí, si tú no lo hacías. ¿Cuántos Chris Cameron imaginas que circulan en este mismo momento entre los mundos? ¿Un millar? ¿Un millón? ¿Un trillón? —luego, se vuelve hacia un mueble que hay junto a la pared y añade, sin interrumpir el hilo de sus palabras—: ¿Quieres un poco de vino? —y empieza a servir de una jarra llena hasta la mitad—. Cuéntame dónde has estado.
Cameron va hacia ella, por detrás, y descansa sus manos sobre sus hombros. Las baja lentamente por su blusa hasta la cintura y la sujeta por allí, mientras le besa en la nuca. Dice entonces:
—He estado en un mundo donde acababa de ocurrir una guerra atómica y en otro donde aún había indios, corriendo por la llanura como en una novela de Livermore. Y en otro lleno de robots mecánicos y helicópteros futuristas, y en otro donde Johnson era presidente antes que Kennedy y donde Kennedy estaba aún vivo y era presidente ahora, y en otro donde… ¡Oh, ya te daré todos los detalles después! Déjame respirar primero, y que me relaje.
La suelta, después de darle un beso en el lóbulo de la oreja, y coge uno de los vasos de vino que ella ha llenado. Levantan los vasos y luego beben de un solo trago.
—Es bueno estar en casa otra vez —dice él suavemente—. Es bueno haber ido donde fui, pero es bueno haber regresado.
Ella vuelve a llenar los vasos. Es una especie de rito doméstico: el vino tinto es la bebida que ambos prefieren. Vino tinto corriente, de galón. Una especie de sacramento para él. Algo que aprecia mucho más que todas las ofrendas de sus recientes vasallos. A la mitad del segundo vaso, dice:
—Anda, vamos dentro.
La cama tiene sábanas limpias y está fresca, seductora. Sobre la mesilla de noche hay tres volúmenes gruesos. Elizabeth se ha dedicado a la lectura durante su ausencia. También hay flores recién cortadas en la habitación, y el aire está lleno de su fragancia. Se desnudan. Ella le toca la barba y se ríe de su aspereza. Y él le besa los muslos por la parte de dentro, allí donde la piel tiene un frescor especial, y frota la mejilla contra ellos. Es como una caricia suave de papel de lija. Elizabeth le atrae hacia ella, y los dos ruedan juntos y él la penetra.
Todo sucede rápidamente. Demasiado rápidamente. Ha estado demasiado tiempo lejos de ella y ahora su presencia le excita como una novedad, como algo desconocido que le arrastra y le precipita hacia el clímax. Esto le duele un poco, le hace sentirse culpable hacia ella, pero es sólo un instante. Ya la compensará pronto. Los dos lo saben y se quedan medio dormidos, abrazados, sin hablar. Pronto despiertan a una nueva pasión y esta vez es como debería ser. Luego, se adormilan.
Un crepúsculo espectacular ilumina el horizonte como un incendio, cuando él abre los ojos. Se levantan y se duchan juntos, entre risas y juegos.
—Vamos a cenar a la bahía esta noche. Una buena cena —dice él—. Al Trianón, al Blue Fox, a Ernie, adonde sea. Me siento con ganas de celebrarlo.
—Yo también, Chris.
—Es bueno estar en casa de nuevo.
—Es bueno tenerte aquí —le dice ella. Busca su bolso—. ¿Cuándo crees que vas a marcharte de nuevo? No es que quiera apresurarte, pero…
—¿Sabes que no voy a quedarme?
—Pues claro que lo sé.
—Sí, claro que debes de saberlo.
Ella nunca se ha opuesto a su viaje. Los dos han tratado de comprender las necesidades del otro. Siempre se han tratado de igual a igual, libres de hacer lo que quisiesen.
—No puedo decir cuánto tiempo voy a quedarme. Probablemente no mucho. El que volviese tan pronto fue sólo un accidente, ¿sabes? Mi proyecto era continuar y continuar, un mundo después de otro, y nunca planeaba cuál iba a ser mi próximo salto, por lo menos de una manera consciente. Simplemente saltaba. El último salto me depositó, por el motivo que sea, en el umbral de mi propia casa, de modo que entré. Y ahí estabas tú para darme la bienvenida.
Ella le toma la mano entre las suyas. Casi con tristeza dice:
—No estás en casa, Chris.
—¿Qué?
Al mismo tiempo oye abrirse la puerta de entrada. Y unos pasos en el corredor.
—Que no estás en casa —repite ella.
La confusión se apodera de él. Piensa en todo lo que ha ocurrido entre ambos.
—¿Elizabeth? —llama una voz profunda desde la sala de estar.
—Aquí, cariño. Tengo compañía.
—¡Oh! ¿Quién es? —dice la voz. Un hombre entra en el dormitorio, se detiene, sonríe. Va perfectamente afeitado y viste la misma ropa que Cameron llevaba el martes. Aparte de esto, podrían ser gemelos.
—¡Hola! —dice el hombre cordialmente. Y extiende su mano.
Elizabeth explica:
—Viene de un lugar que debe de parecerse mucho a éste. Está aquí desde las cinco y ahora nos íbamos a cenar fuera. ¿Has estado haciendo algo interesante?
—Muy interesante. Ya te lo explicaré luego —contesta el otro Cameron—. Pero marchaos, no quiero reteneros.
—Podría venir con nosotros a cenar —sugiere Cameron, confuso.
—Muchas gracias. Pero ya he cenado. Pechugas de paloma migratoria. Aún no están completamente extinguidas en todas partes. Me gustaría haber traído alguna para ponerla en la nevera. De modo que andando, vosotros, y que paséis un buen rato. Ya os veré más tarde. A los dos, espero. ¿Va a quedarse con nosotros? Tenemos muchas notas que comparar, usted y yo.
16
Se levanta antes del alba, en medio de una maravillosa calma poblada por la neblina. Los Cameron se han mostrado sumamente hospitalarios con él, pero tiene que irse y continuar. Garrapatea unas líneas de agradecimiento en una hoja y la pasa por debajo de la puerta del dormitorio.
«Tenemos que volver a encontrarnos. Algún día. En alguna parte. De algún modo.»
Querían que se quedase con ellos durante una semana o dos, pero no es posible. Se siente como un intruso aquí, y de todas formas le está esperando el universo. Tiene que irse. Es el viaje, no la llegada, lo que cuenta, porque, ¿qué otra cosa hay, realmente, más que viajes?
La partida es siempre dolorosa, pero sabe que esto pasará. Cierra los ojos. Leva anclas. Y se entrega totalmente a su insaciable inquietud.
Adelante, adelante.
Adiós, Elizabeth. Adiós, Chris. Ya nos veremos otra vez.
Adelante.