Apéndice
Qué deliciosos eran aquéllos lejanos días de la juventud: las astronaves de un kilómetro de largo (cuya construcción era capaz de dar al traste con las reservas minerales del planeta), los héroes con mandíbula de acero y músculos de hierro, los destellos, como en una linterna mágica, de culturas extrañas y exóticas. Llenas de violencia, con su acción envuelta en la maraña de una gramática incoherente y de un vocabulario sumamente limitado; tan asexuadas como la ingle de uno de esos maniquíes de escaparate; salpicadas de una ciencia incoherente… ¿Qué muchacho no se embobaba leyéndolas? Ninguno. Los engendros del espacio nos arrastraban en su estela con un regusto de exotismo, y era un mundo más agradable de vivir que el que quedaba al otro lado de la ventana. La Space Opera resultaba un género irresistible.
Ahora me resulta muy fácil resistirme a él. En tanto que adulto, quiero decir. Su gran maestro, el doctor E. E. Smith, todavía vive de sus libros, que siguen reimprimiéndose y vendiéndose bien. No voy a denigrar ahora sus novelas. Son una gran cosa para los chicos y una buena introducción a la ciencia ficción, de la que son un antecedente, en el tiempo y en el espacio. Pertenecen a su historia, y si aún gozan de una popularidad póstuma, esto les concede una fuerza todavía mayor.
Estas líneas que escribo ahora no significan, ni mucho menos, un golpe bajo a su memoria; más bien van dirigidas a aquellos que aún se obstinan en practicar un arte muerto.
¿Qué es lo que falla en la Space Opera que se escribe en nuestros días? Por decirlo en dos palabras, lo que falla en realidad es que ya no hay justificación alguna para su existencia. Los pioneros del género, con su ingenuidad y su entusiasmo, lo hacían mucho mejor. El mundo ha madurado mucho desde entonces. La ciencia ficción también, dejando a un lado —así lo espero— todo lo que tenía de lastre infantil. Y cuando digo que así lo espero, lo hago con un profundo sentimiento de desesperanza, pues aún continúo leyendo historias de ciencia ficción moderna llena de entramados absurdos, rayos desintegradores, luces mortíferas, armaduras espaciales y todos los viejos tópicos momificados. Peores aún son quizá las historias que repiten toda la fantasmagoría oculta entre los bastidores de la Space Opera, tejiendo así nuevas telarañas sobre el polvoriento esqueleto. Jovencitos brillantes viajan desde la Tierra en milagrosas astronaves que los llevan en un segundo a cualquier parte, incluidos los planetas extraños con atmósferas de oxígeno, habitados por seres de formas exóticas pero que hablan el inglés de la calle y que piensan de manera similar al americano medio, y donde los deseos y las necesidades humanas son estultificados, denigrados y embrutecidos hasta el más bajo nivel concebible.
¿Os sorprendería si os digo que no es sólo desaliento lo que se apodera de mí en tales circunstancias, sino una furia realmente demoledora?
Creo que la mejor arma para enfrentarse con la situación es el humor. Si la Space Opera no resultara risible no podríamos reírnos de ella. Y después de reírnos de esta caricatura que os presento, podremos sin duda reírnos mejor de esos taumaturgos tan serios que aún practican hoy día este arte muerto. Tal vez hasta les haga reírse a ellos mismos de las monstruosidades que están escribiendo, y una vez que se hayan reído de ellas se decidan a abandonar sus dudosos trucos.
Novelas
First Lensmen, de E. E. Smith.
Grey Lensmen, de E. E. Smith.
Children of the Lens, de E. E. Smith.
Skylark of Space, de E. E. Smith.
Skylark of Valeron, de E. E. Smith.
Spacehounds of the IPC, de E. E. Smith.
Deathworld, de Harry Harrison.
Relatos
The Racketeers Have Shaggn Ears, de Keith Bennett.
SOBRE HARRY HARRISON
Harry Harrison, nacido en 1926, es autor de Bill, héroe galáctico (otra conseguida parodia de la Space Opera) y de Make Room, Make Room, que serviría de base al filme Soylent Green.
Su primera novela de misterio, La venganza de Moctezuma, ha sido publicada en diez países y traducida a seis idiomas. Harrison vive en San Diego con su esposa Joan y dos hijos.