CIENCIAS OCULTAS
Harold Sinclair
Ahora, que se encontraba en la oficina de Masterman, Blaine se hallaba violento, con el embarazo propio del hombre que se da cuenta de hallarse en una posición ridícula, y sabe demasiado bien que toda la culpa es suya.
Masterman aparecería de un momento a otro, y Blaine no podría darle ninguna explicación más o menos lógica para justificar su presencia allí. Quizá, lo mejor sería hablarle con franqueza y después retirarse lo más correctamente posible. Al entrar no dio su nombre, y la puerta de la calle estaba a menos de veinte pies de donde se encontraba; pero no se le ocurrió ni por un momento salir, en lugar de esperar la llegada de Masterman.
Examinó el lugar donde se encontraba, y se dijo que jamás había visto una habitación tan sombría y severa. En la puerta de la calle había un letrero de latón, impecablemente bruñido, en el que se podía leer: Eli Masterman. Un criado con rostro inexpresivo, vestido con una chaquetilla blanca, recibió á Blaine tan pronto como éste hubo pulsado el timbre, y no pareció sorprenderse en absoluto cuando le dijo que quería ver a Masterman, pero que no tenía concertada la visita de antemano.
El criado, simplemente le dijo:
—Por favor, sígame —y le dejó en aquella habitación, la cual no era de grandes dimensiones. Las dos ventanas tenían echadas las persianas venecianas, y existía una puerta situada enfrente de la que Blaine había utilizado para entrar.
El mobiliario consistía en una espléndida mesa de despacho, cuya parte superior era de plástico. Un acolchado sillón de cuero detrás de la mesa y otro exactamente igual, delante, ocupado precisamente por Blaine.
En la pared, detrás de la mesa, había un gran reloj silencioso, cuyo segundero de color rojo, avanzaba dando bruscas sacudidas; las demás paredes estaban completamente vacías, al igual que la mesa, en la que ni siquiera había un cenicero.
El criado entró silenciosamente, y le dijo:
—Masterman le recibirá inmediatamente.
Blaine quedó sorprendido de que no hubiese dicho "Mr. Masterman" o bien "el doctor Masterman". Estaba nervioso, y los cinco minutos de espera se le hicieron interminables.
Entró el hombre, que era bajo, algo regordete y completamente calvo; con unas cejas muy espesas y negras, bajo las que relampagueaban sus ojos de color azul eléctrico. El color de su piel era moreno oscuro, y lo mismo podía ser birmano, que deber ese color al maravilloso sol de California.
—Buenas tardes. Yo soy Masterman. ¿En qué puedo ayudarle?
—En nada—, Blaine tenía un cigarrillo en la mano, pero, de repente, recordó que no tenía a su alcance ningún cenicero—. Realmente, en nada. Es decir...
—¿En nada? —Masterman movió imperceptiblemente sus cejas—. Eso es muy raro. Usted ha venido a verme y ha estado esperando a que le atendiese. ¿Acaso es usted un vendedor a domicilio?
—Oh, no; nada de eso. Creo que lo mejor será que le explique, por extraño que le parezca, la razón por la cual estoy aquí. Ciertamente, le debo una explicación. Le pagaré el importe que corresponda, y no le haré perder más tiempo.
—Bien, por lo menos, ésta es una manera original de iniciar una consulta, Mr...
—Blaine. Tracy Blaine. Soy ingeniero. Por casualidad, he cenado esta noche en mi club con un conocido al que hacía mucho tiempo que no había visto: Robert Duyler.
—Ah. Sí, le recuerdo muy bien; es una persona muy interesante.
—Es posible. Él sabía que yo había estado un par de años en la India, durante la guerra, y le he contado, más para entretener el tiempo que para cualquier otra cosa, que pasé bastantes horas estudiando lo que llaman "ciencias ocultas". Como ya le he dicho, soy ingeniero, y, en mi opinión, todo eso no es más que pura superchería.
Masterman sonrió suavemente y dijo:
—Por lo menos es usted honrado, Mr. Blaine; pero, francamente, no sé qué tiene que ver todo eso conmigo.
—Duyler me habló (ya le he dicho antes que no soy íntimo amigo de él) de los trastornos mentales que había padecido. Me insistió en que, cuando habían fracasado ya todos los intentos de la medicina ortodoxa, se puso en manos de usted, y quedó curado, cosa que no se explica, pero que, según él, es cierta. Cuando bromeé acerca de ello, diciéndole que todo eso no era más que bambolla, se enfadó conmigo.
—Me sorprende que un ingeniero hable en estos términos, míster Blaine. Es ridículo señalarle, precisamente a usted, que algunos procedimientos empleados hoy, normalmente, parecían brujerías hace sólo un siglo.
—Eso no me interesa.
—Parece ser que no le interesan estas cuestiones... pero ¿puede explicarme por qué se interesa por un asunto que únicamente nos concierne a Mr. Duyle y a mí?
—Duyler insistió en darme su nombre y dirección para que pudiese acudir a visitarle —dijo Blaine, en el caso de que le necesitase. Una posibilidad, desde luego, completamente remota. Salí del club en dirección a mi casa, y me di cuenta de que pasaba casualmente frente a la suya. Como ya le he dicho, hace algún tiempo estuve interesado por las cosas del ocultismo, pero no he vuelto a preocuparme más de ello. No puedo explicarme el motivo de mi visita. Sólo me resta disculparme por mi intrusión y rogarle me diga cuánto importan sus honorarios.
Masterman se reclinó hacia adelante, apoyando fuertemente sus dedos sobre la mesa, y dijo:
—Usted me interesa vivamente, Mr. Blaine. En definitiva, no me ha dicho el motivo de su agradable visita. Recapacite un poco y verá que estoy en lo cierto.
—He presentado mis disculpas por haberle molestado dijo Blaine secamente—. Estoy dispuesto a pagarle unos honorarios razonables. He admitido mi error, o como quiera usted llamarlo, pues considero que le debía una explicación. ¿Qué más quiere usted que haga?
Masterman pareció ignorar todo cuanto Blaine decía.
—Usted es un hombre inteligente y me gustaría ayudarle. Pero debe darme algún dato más si quiere que mi ayuda resulte eficaz.
—No necesito ni quiero ayuda de ninguna clase, Mr. Masterman, y menos del estilo de la que prestó a Duyler —dijo Blaine con acento molesto— Dejémoslo como una niñería.
Si en algún momento de la entrevista, había pensado explicarle a Mr. Masterman aquellas pérdidas de memoria que padecía, cada vez con más frecuencia, esta última parte de la conversación disipó su idea.
—Científicamente hablando no se admiten las "niñerías". ¿Quiere que hagamos un pequeño experimento?
—¡En absoluto! —Blaine miró al reloj, y vio que faltaban dos minutos para las ocho. —Creo que no vale la pena prolongar más esta situación. Por favor, ¿cuánto le debo...?
—Nada, puesto que nada he hecho por Vd.
—Ya está bien —dijo Blaine desabridamente—, Siento una vez más lo ocurrido. No es preciso que me acompañe; conozco el camino.
Masterman asintió silenciosamente, y no hizo intento alguno de levantarse cuando Blaine se incorporó dirigiéndose hacia la salida. Si Masterman estaba preocupado por aquella visita, lo cierto era que no lo demostraba...
El camino desde la oficina de Masterman al domicilio de Blaine era de apenas diez minutos, y era mejor ir paseando que tomar un taxi.
El portero de la casa señaló con un gesto la llegada de Blaine, y un hombre que estaba en el vestíbulo se acercó a él. Otro hombre, que estaba merodeando por la salida del servicio, se acercó también.
—¿Blaine? ¿Tracy Blaine? —dijo suavemente el primer hombre.
—Exacto. ¿Puedo hacer algo por ustedes?
—Eso esperamos—. El hombre que acababa de hablar enseñó su placa de policía—. John Kelly, de la Brigada de Homicidios, y mi compañero Mike Irons.
—Mucho gusto en conocerles —dijo Blaine con tono sorprendido—. ¿Existe alguna razón especial que motive su visita? No tengo muchos asuntos pendientes con el Departamento de Policía—. De repente, con sensación de malestar, recordó que habían estado vigilando las dos salidas del edificio.
—Pues sí, existe una razón especial para realizar esta visita, míster Blaine —dijo Kelly—. ¿Le sorprendería mucho que le dijésemos que su esposa ha sido..., bien, digámoslo de una vez, asesinada?
Kelly miró cuidadosamente a Blaine, mientras se frotaba con la mano una mejilla.
—Oiga, amigo —dijo Blaine—, no creo que esto sea un nuevo juego; pero, sea lo que sea, me parece una idiotez. Mi mujer está en Long Island visitando a su hermana. No regresará antes de dos o tres horas.
—Siento decirle que no es ninguna broma —dijo Kelly reposadamente—. Es así, tal como le he dicho. Vamos a su piso, Mr. Blaine. Quizás allí cambie usted de opinión.
El locuaz ascensorista permaneció mudo mientras subían hasta el séptimo piso, y Blaine recordó también que, a su llegada, el portero tampoco le había hablado. Notaba un ambiente extraño en aquella casa.
En la puerta del piso había un guardia de uniforme, que dejó libre la entrada a los agentes. Blaine notó que la puerta no estaba cerrada.
En la sala de estar todo aparecía como de costumbre, excepto la nota discordante de Lucile tendida de bruces sobre el sofá, con la cara hundida en un almohadón y un pie en el suelo, formando un inverosímil ángulo con el cuerpo.
Blaine reconoció inmediatamente a su mujer sin necesidad de acercarse al cadáver: su bata, los zapatos, el pelo, todo ello identificaba la personalidad de Lucile.
Kelly hizo un gesto con la mano.
—¿Es su esposa, Blaine?
Blaine empezó a temblar violentamente. Afirmó con la cabeza, pues no podía hablar.
Kelly tomó una punta de la bufanda azul que rodeaba el cuello de la mujer y que pendía del sofá.
—¿Es suya esta bufanda?
Nuevamente afirmó Blaine. No había error posible. Era aquella bufanda azul tan cara, que Lucile le había regalado las últimas Navidades.
—Hará usted bien en sentarse —dijo Kelly—. Vamos a necesitar algún tiempo para recopilar datos. Usted puede ver que tenemos una visión de conjunto de lo ocurrido. Los hechos son los siguientes: Este es su piso y esta es su mujer, que ha sido estrangulada con su bufanda, ¿Tiene algo que decirnos?
—Acabo de llegar. Yo no sabía, ni tan siquiera podía creerme que mi mujer estuviese aquí.
—¿Por qué?
—Ella me llamó a la oficina alrededor de la una, para decirme que su hermana, que está en Rose-lawn, en Long Island, estaba enferma, que iba a verla, por lo que posiblemente regresaría tarde, y que sería mejor que cenase fuera. Así lo hice: cené en el City Club.
—Eso lo podemos comprobar cuando nos haga falta —afirmó Kelly—, Sin embargo, hemos preguntado a la telefonista y nos ha dicho que no había recibido ninguna llamada.
—Pero...
—Sí, ya sé; eso es lo que usted dice, pero puede significar muchas cosas. Ella le llamó a usted, pues hemos visto su llamada registrada en la portería.
—¿Cómo lo saben ustedes?—preguntó Blaine con calma.
—En su oficina hubo una llamada sin respuesta alrededor de las cinco de la tarde. Irons y yo vinimos aquí alrededor de media hora después y como comprenderá, hemos tenido tiempo para comprobar muchas cosas, Blaine. La puerta estaba cerrada cuando llegamos, y tuvimos que abrir con la llave maestra.
—¿No irán ustedes a creer que yo tengo algo que ver con esto? ¿Verdad?
—¿Cómo podemos tener nosotros una creencia semejante? —respondió secamente Kelly—, ¿De dónde ha sacado usted esa idea?
—Si lo que usted dice es cierto —arguyó Blaine—, ¿Cómo es que estoy en esta situación?
Kelly se encogió de hombros.
—Ya sabe usted. Existen infinidad de cosas que nosotros desconocemos y para las cuales usted puede tenerla respuesta. Nosotros seguimos sin conocer los hechos y tenemos la esperanza de que usted nos los explique. Aquí no hay ningún detalle que indique la posible marcha de su esposa y después de todo, Blaine, usted es parte interesada en el asunto.
—Blaine, Ud. sabe... —Irons habló por primera vez— que su aspecto no demuestra la desesperación lógica y natural que experimentaría un hombre al llegar a su casa y encontrase con un espectáculo como el presente.
Blaine se giró rápidamente:
—¿Qué demonios sabe usted lo que yo siento? Estoy tratando de actuar con un poco de sentido común. ¿Quiere usted esposarme?
—Déjalo estar, Mike —dijo Kelly—. Su esposa salió con el coche poco después de la una, Blaine. Ignoramos la hora de su regreso.
—El vigilante del garaje lo debe saber.
—No —dijo Kelly—, Dice que no puede saberlo, pues aparcan en el garaje más de un centenar de vehículos. Como inquilinos de la casa, ustedes tienen asignado un puesto fijo y él no tiene obligación de comprobar las entradas y salidas de cada uno. El sólo vio salir a su esposa.
—Entonces el ascensorista lo debe saber.
—Se equivoca. Dice que la llevó abajo, pero que no recuerda haberla subido. Puede haber subido andando. La escalera está oculta, y sólo tiene las salidas de incendio de los diferentes pisos. Debe haberlo hecho así, pues su coche está abajo.
—¿Subir las escaleras desde la calle hasta un séptimo piso? —Blaine rio con amargura y sarcasmo—. Invente otra cosa, Kelly.
—Cuando llegó aquí —dijo Kelly pacientemente—, pudo haber subido por la escalera si tenía alguna buena razón para hacerlo, Blaine... ¿Conoce usted alguna otra persona que haya podido tener tan poderosa razón para ello?
—No.
—Bien; entonces no nos queda más remedio que interrogarle. ¿Qué tal su matrimonio?¿Iba bien?
Blaine dudó un momento antes de responder:
Últimamente las cosas no iban demasiado bien, pero tampoco estábamos en constante disputa.
Se mordió ligeramente los labios al pronunciar la última frase.
—Ahora cuénteme su "coartada".
—¿Qué quiere decir?
—Si usted no estaba aquí, estaba seguramente, en algún otro lugar. Dígame dónde estuvo desde el momento en que ella le llamó (puedo garantizarle que su esposa llamó a su oficina) hasta las cinco y media, que fue cuando vinimos nosotros... ¿Estuvo, acaso, en su oficina?
—Desde luego, no —dijo Blaine entrecortadamente—. Yo trabajo en Horne and Yorke, en el edificio Larkin de la calle 18. Tenemos un cliente de provincias, exactamente en Denver, que debía de tomar el avión en el aeropuerto de Idlewild a las tres de la tarde, y me faltaban algunos de sus datos personales. Ya sabe usted, las cosas de última hora. Estaba a punto de salir cuando Lucile llamó. Fui a Idlewild y comí allí con el citado cliente en el restaurante del aeropuerto. Me facilitó los datos que me faltaban mientras comíamos, y después...
—Y después, ¿qué? —le interrumpió Kelly.
—Volví a mi oficina.
—Comprobaremos estos movimientos mañana por la mañana.
—Realmente, no sé si podrán, pues me parece que cuando volví a mi despacho no había nadie en la oficina.
Kelly frunció el entrecejo:
—Explíquemelo de nuevo porque no acabo de entenderlo.
—Eran las cinco y media cuando llegué a mi despacho, y ya no había nadie. Cerramos a las cinco. Yo entré con mi llave.
—Sólo una aclaración —dijo Irons— ¿Por qué volvió a su despacho sabiendo que ya había terminado la jornada?
—Había varias cartas pendientes de corregir y firmar. Yo mismo las eché al correo.
—Ahora déjeme hablar a mí —dijo Kelly—. Usted salió del aeropuerto cuando marchó el avión de las tres de la tarde, pero no llegó a su oficina hasta, aproximadamente, las cinco y media. ¿Cómo puede explicarme esto?
—No estoy explicando cuentos —contestó Blaine.
—Mire —dijo Kelly con sequedad—, usted sale de su oficina a la una, va al aeropuerto y come allí, aunque sólo sea un bocadillo y habla con cualquier persona de negocios. Hace todo eso en menos de dos horas, tiempo que me parece completamente razonable. Entonces regresa, y nos cuenta que tardó dos horas y media en volver a la oficina. ¿Le parece lógico?
—Sólo puedo decirle que tardé ese tiempo en volver. No me encontraba demasiado bien, y, por otra parte, no tenía ninguna prisa.
—¿A pesar de saber que tenía el correo pendiente de la firma?
—No le veo a esto nada de extraordinario. Tengo mi propia llave, y no tenía prisa por volver a casa. Estuve dando vueltas por ahí; me tomé un par de copas y estuve viendo por la televisión parte de un partido de baseball.
—¿Dónde?
—No lo recuerdo, Kelly. En un bar del barrio de Queens.
—¿Puede alguien garantizar que no se marchó del aeropuerto antes de las tres?
—Infinidad de gente me ha visto allí, por supuesto, pero no podría citarle a nadie. Todos eran desconocidos para mí. Después de salir de la oficina...
—Dejemos eso por ahora. No sé si usted es idiota o intenta engañarnos, Blaine. En cualquiera de los dos casos, se está usted metiendo en un callejón sin salida. Aceptemos que usted estuviese en su oficina a las cinco y media, y que, saliera del aeropuerto a las dos y media. Hay tres horas de diferencia. Aun admitiendo, como usted dice, que salió a las tres, quedan dos horas y media. Un hombre puede hacer muchas cosas en ese tiempo... incluso matar.
—¡Usted está loco! —dijo Blaine y añadió: —«¡Dios mío! ¿Por qué iba yo a matar a mi esposa?
—¿Por qué hay gente que lo hace? —le contestó Kelly con acento, cansado—. Le estamos preguntando esto, Blaine, de diversas formas.
—¿Se figuran ustedes que no sé qué mi coartada no puede ser más débil? ¿Diría yo lo que les he contado si no fuese la verdad?
—No lo sé —le contestó Kelly—. Lo que no comprendo es por qué la gente me explica tantas cosas, especialmente en los casos de asesinato.
—¿Es qué no puedo estar libre de sospecha?
—¡No! Su mujer ha muerto. Analicemos nuevamente la situación.
—Pero, ¿no pudo entrar alguien en nuestro piso?
—Un momento, Blaine. Ustedes dos eran las únicas personas que tenían llaves del piso. ¿No es cierto? —Dejó pasear su mirada por el inmaculado salón de estar—. No hay señales de forzamiento. No se observan huellas de violencia ni en la puerta ni en ningún otro lugar. No cabe duda de que el asesino era una persona de su confianza, que no la indujo a sospechar. Usted no tiene ni la más pequeña coartada para las horas en que se cometió el asesinato. Apuesto todo lo que tengo a que ha sido usted.
Un sudor frío cubría el rostro de Blaine, cuando dijo:
—Oiga, Kelly, todo lo que está usted diciendo es una tontería. Aquí existe un tremendo error, y usted está perdiendo sí; tiempo conmigo, en lugar de dedicarse a buscar el asesino.
—¿Sí? —dijo Kelly con sequedad—, Le estamos dando todas las oportunidades del mundo, y, aunque, no seamos genios, Blaine, sí sabemos que dos y dos son cuatro. Se balanceó ligeramente y añadió: Mike, llama al forense, y dile que estamos aquí. Que venga en seguida con sus ayudantes. Lo siento, Blaine, pero no me queda más remedio que llevarle conmigo a la Comisaría y detenerle por sospechoso de asesinato.
—Si usted no quiere hacerme caso, ni emplear su sentido común —dijo Blaine con acento de desesperación—, debe, por lo menos, dejarme hablar con mi abogado. Tengo derecho a hacerlo.
—Desde luego, desde luego..., pero ahora no. Usted puede avisar a su abogado cuando la acusación sea legalmente formulada.
Una vez en la calle, Kelly dijo:
—El coche está en la otra manzana, Mike. Ve por él; da la vuelta y ven a recogernos. Estaremos aquí.
Por vez primera, Blaine se dio plenamente cuenta de lo que estaba ocurriendo. Era algo trágico y horroroso. Había caído en una trampa sin ninguna razón lógica.
Tenía que hacer algo, urgentemente, para deshacer tal cúmulo de evidencias. Se decía a sí mismo qua necesitaba un poco de tiempo; un par de horas o quizá menos.
Se veía venir al coche de la policía con toda rapidez, y Kelly alargó el cuello para verlo mejor. Entonces, con un movimiento rápido, Blaine dio un golpe seco en la mandíbula del Inspector, que cayó al suelo como un saco.
Blaine corría ya antes de que Kelly cayese por completo. A unas cuarenta yardas de la esquina había un pasadizo bastante oscuro y con poco tráfico, que llevaba al centro de la manzana. Desde allí, por un pequeño pasaje, pasaría a las calles más próximas.
Rápidamente, pasó por entre dos coches que estaban parados, y de pronto quedó deslumbrado por una luz cegadora que no sabía de donde venía.
El rostro de Masterman aparecía inexpresivo, y sus dedos tamborileaban sobre el brazo de su butaca.
Blaine estaba empapado de sudor y sus manos se retorcían nerviosamente. Dirigió la mirada hacia el reloj. ¡Eran, exactamente, las ocho! Se humedeció con la lengua sus resecos labios.
—¡Dios mío! —dijo pesadamente—, ¡Usted no puede hacer esto, Masterman! ¡Nadie tiene derecho a hacerlo!
—¿Y por qué no, Mr. Blaine? —le contestó Masterman con frialdad—. Usted vino a robar mi tiempo por su propia voluntad. Y, fíjese usted, que poco le he robado yo del suyo para una experiencia sin importancia. Sólo dos minutos de la Eternidad. Mucha gente daría todo cuanto posee por sólo poder echar una ojeada a su futuro. ¿O no lo daría? ¿Qué le parece a usted?
—¡Masterman, no tiene usted derecho a introducir en ninguna mente humana semejantes falsedades!
—¿Falsedad? Mire, Blaine, usted tenía una razón para venir a verme, aunque usted no sepa concretamente qué clase de razón le ha movido a ello. Siempre existen razones para todo, aunque aparezcan completamente oscuras. Me he tomado la pequeña libertad de hacerle una breve demostración de, digámoslo así, mis habilidades. Pero quiero decirle algo completamente en serio: Yo no introduzco ninguna idea en su cabeza. Todo lo que ha visto o experimentado tiene una existencia real en algún lugar.
Blaine se levantó violentamente, y casi gritó:
—¡Superchería y falsedades!
—Como usted quiera, Mr. Blaine. En cualquier caso, si usted recuerda cuál fue el motivo de su visita, puede venir cuando quiera. Ya sabe dónde me tiene.
Blaine salió dando un portazo.
De todas las cosas tontas que le habían sucedido en su vida, ésta era la más absurda de todas. Era todo tan fantástico, que apenas podía creer lo que había experimentado, a pesar de tener a pocos pasos la casa de Masterman. Fríamente considerado, Masterman tenía un punto a su favor: Blaine había ido a verle por su propia voluntad.
El camino desde la oficina de Masterman al domicilio de Blaine era de apenas diez minutos, y quizás el paseo serviría para refrescarle la mente.
El portero de la casa señaló con un gesto la llegada de Blaine, y un hombre que estaba en el vestíbulo se acercó a él. Otro hombre que estaba merodeando por la salida del servicio, se acercó también...
—¿Blaine? ¿Tracy Blaine?
—Exacto. ¿Puedo hacer algo por ustedes?
—Eso esperamos—. El hombre que acababa de hablar enseñó su placa de policía—. Soy John Kelly, de la Brigada de Homicidios.
HAROLD SINCLAIR