EL DIA QUE MURIO EL PERRO DEL SHERIFF

Clyde Shaffer

Linc Bentley era el sheriff de Austinburg, un pequeño poblado de 582 habitantes. Linc había sido elegido para dicho cargo por tres razones: primera, había sido sargento del ejército durante la guerra de Corea; segunda, había estudiado durante casi un año en la universidad mediante una beca del gobierno federal; y tercera, era el único hombre de Austinburg que podía aceptar el puesto.

Rufe Barlow, sin embargo, era su comisario por una sola razón: no había nadie en el pueblo que le diera trabajo. Y, para que no muriese de hambre, Linc había decidido aprovechar la oportunidad y hacer su comisario a Rufe, quien le servía leal y abnegadamente, aunque no con demasiada astucia. Percibía el irrisorio sueldo de ochenta dólares mensuales y alojamiento. Y su misión consistía en barrer la cárcel, cuidar los borrachos de los sábados por la noche y limpiar de vez en cuando las armas, que se guardaban en el despacho del sheriff y que no habían sido utilizadas desde el día en que el Japón se rindió en 1945, cuando los habitantes de Austinburg decidieron celebrar el fin de la guerra 24 horas más tarde que el resto del país.

Linc, en una ocasión, había intentado que Rufe aprendiera a leer, por considerarlo útil para un comisario, pues cualquier día podía llegar correspondencia del otro mundo, es decir, del gran mundo más allá del pequeño poblado de Austinburg. Pero Rufe no había demostrado demasiado interés por las lecciones y Linc, desalentado, se vio obligado a abandonar su proyecto.

En Austinburg ninguno de los sheriffs posteriores a la derogación de la Ley Seca de los años 30 habían tenido grandes complicaciones en el desempeño de su cargo. Podía decirse que, desde entonces, apenas si había sucedido nada en el poblado. Así es que Linc, exento incluso de obligaciones familiares ya que era soltero, disponía de abundante tiempo libre para sus distracciones preferidas, que eran la caza y la pesca.

Linc, en aquella calurosa tarde de septiembre, penetró en el interior del bajo y destartalado edificio donde él habitaba, se encontraba su oficina y servía además de cárcel. Entró en el hall y colgó en la pared las hermosas truchas que había pescado en un riachuelo no muy lejano de Austinburg. Después pasó a su despacho, donde encontró a Rufe sentado en la única silla de la habitación, con los pies sobre el arañado escritorio; sobre el mueble habían quedado las marcas hechas por las botas de todos los comisarios que habían pasado por allí y que nunca habían tenido otra cosa que hacer.

—¿Qué tal, Rufe? —preguntó Linc al entrar, tomando después asiento en una papelera vuelta del re-ves—. ¿Han robado el banco durante mi ausencia?

Se trataba de un chiste muy usado entre los dos hombres, ya que Austinburg no tenía banco.

—No, —contestó Rufe con parsimonia—. Al Capone no ha llegado todavía, pero...

—¿Pero, qué? —interrogó Linc.

Aquel "pero" podía significar alguna noticia interesante que hubiera alterado la cotidiana rutina, pensó Linc. Aunque también sabía que Rufe tenía la costumbre de empezar cada frase alterna con un "pero" que le permitía, tras la pausa correspondiente, reorganizar sus pensamientos. Es por lo que también ahora quedó esperando con paciencia que Rufe hallase las palabras.

—Linc —comenzó a decir, por fin, el comisario—, no me agrada tener que decírselo yo, pero... su perro ha muerto.

Las últimas palabras, contra su costumbre, fueron pronunciadas por Rufe con una rapidez insólita. Y después emitió un profundo suspiro.

Linc permaneció inmóvil, mirando por la ventana hacia las lejanas y purpúreas montañas, como ensimismado, hasta que, por fin, dijo: —"Buck" era un buen perro, pero muy viejo ya. Lo compré un poco antes de la guerra.

—No murió de viejo, Linc —precisó Rufe—; le mató un coche.

—¿De quién? —preguntó Linc ásperamente, inclinándose sobre el escritorio y mirando fijamente a los ojos del comisario—. ¿De quién era el coche?

—De Sam Daugherty —contestó Rufe, tratando de evadir la enojada mirada del sheriff.

—¿De Sam Daugherty? ¡No puede ser! Ese hombre no conduce nunca a más de treinta kilómetros por hora. Un gusano camina más aprisa que Sam en su automóvil.

—No dije que Sam condujera el coche, sheriff —dijo Rufe—. Los que mataron al perro fueron los mismos que poco antes habían robado el coche de Sam.

—Pero, ¡por el amor de Dios! ¿Quién va a robar un automóvil aquí en Austinburg?

—Pues no lo sé exactamente —dijo Rufe—. Los autores del robo no eran de por aquí.

—¿Cómo llegaron entonces? ¿Por qué tenían que robar un coche? —gritó Linc.

Rufe sacó una bolsa de tabaco de uno de sus bolsillos. Con la torpeza y lentitud que le caracterizaban lio un cigarrillo y lo encendió. Después contestó a las preguntas de Linc:

—Pues no lo sé con exactitud, pero me supongo que lo necesitaban para huir.

—¡Huir! ¡Demonios, Rufe! Dime de una vez lo que ha ocurrido. Te dejo tan sólo unas horas al cargo de todo esto y permites que unos desconocidos roben un coche y maten a mi perro. ¡Huir! —volvió a repetir—. ¿Por qué razón tenían que huir?

—No sé —dijo Rufe—. Supongo que temían que les arrestara por el robo de la farmacia de Doc Wilson.

—Mira, Rufe... —comenzó a decir Linc, e hizo una pausa como para dominar su cólera—. ¿Quieres decir que unos sujetos entraron en el pueblo, robaron la farmacia y un coche y después se marcharon sin que tú hicieses lo más mínimo aparte de quedarte tan quieto como una piedra?

—No, sheriff, no fue así, pues yo no pude hacer nada porque...

—¿Qué quieres decir? —le interrumpió Linc—. ¡No pudiste hacer nada...! ¿Es que no has leído nunca un cuento policíaco? ¿Es que no recuerdas mis instrucciones? No creo que sea difícil lo que tenías que hacer. Habrá que obtener una descripción de los gangsters, así como del coche robado, y llamar a la policía estatal de Marlowe's Creeck. Tienen un teletipo y podrán informar a su vez a la policía de cinco estados.

—Es una buena idea, Linc —dijo Rufe, que sentía una profunda admiración por el Sheriff y sus conocimientos de los métodos policíacos modernosy añadió: —Creo que deberíamos darles la descripción de los ladrones, pero... se me olvidaba, Sam no podrá dárnosla.

—¡Demonios! ¿Por qué no? ¿Es que acaso no vio a esos individuos?

—Sí Linc; Sam les vio e intentó detenerlos, pero dispararon contra él, le hirieron y ahora está en el hospital del condado sin conocimiento.

—Rufe, en treinta años no ha habido un solo crimen en esta población y mucho menos una ola de violencias. Y ahora, durante una sola tarde, roban una tienda, un hombre es herido a tiros y un coche desaparece.

Linc abrió el cajón del escritorio y sacó de él un revólver: un Colt 44.

—Voy a la farmacia. Doc Wilson me proporcionará una descripción de esos bandidos. Quédate aquí y telefonea al hospital para saber cómo se encuentra Sam.

—Un momento, sheriff —dijo Rufe—, Doc no está en la farmacia.

—¡Maldita sea! —gruñó Linc—. Doc siempre está en la farmacia.

—Pero ahora no se encuentra allí —dijo el comisario con gran tranquilidad.

—¿Dónde se encuentra entonces, si se puede saber? —preguntó el sheriff, irritado—.

—Estoy tratando de explicárselo, pero no me deja hablar.

—Pues... —e hizo Rufe su acostumbrada pausa—, Doc Wilson está muerto. Se resistió a entregarles el dinero que tenía y le mataron. Allí mismo, en la farmacia, mientras...

—¡Por Dios! —gruñó Linc—. Lo único que me quedaba por oír. No creo que fueras capaz de defender ni una taza de leche contra un gato que tuviese hambre. Llama inmediatamente a la brigada de la policía estatal y facilítales una descripción del coche de Sam. Yo, mientras tanto, voy a ver a Lester, que supongo está destrozado... Su hermano muerto; es terrible... Somos amigos y debo expresarle mi pésame —se dirigió hacia la puerta y, poniéndose el sombrero, añadió: —Si alguien quiere verme, ya sabes, estoy con Lester Wilson en la farmacia. Es decir, estaré allí si no surge nada nuevo...

—Sheriff—interrumpió Rufe—, Lester tampoco se encuentra en la farmacia.

—Bueno, entonces supongo que estará en su casa.

—Tampoco está allí —dijo el comisario con toda tranquilidad.

—¿Cómo puedes tener la seguridad de que no está ni en la farmacia ni en su casa? Díme, entonces —gritó el sheriff-, si lo sabes, donde se encuentra.

—Puedo decirle donde estaba hace una hora, más o menos.

—¿Dónde?

—En una de nuestras celdas. Y supongo que todavía se encontrará allí. Si lo desea, sheriff, voy a comprobarlo.

Tras estas palabras, Rufe sonrió amablemente y se dispuso a liar otro cigarrillo, echando una porción del tabaco de su bolsa en el papel que sostenía entre sus dedos. Pero Linc se inclinó sobre el escritorio y, con un rápido e inesperado movimiento de su mano, golpeó la del comisario, haciendo volar el tabaco y el papel por el aire. Y emitió un grito de desesperación que marcaba el límite de su paciencia:

—¿Estás loco? Han matado a Doc Wilson y tú metes a su hermano en el calabozo. ¡Estúpido! Esto es algo que no tiene explicación.

—Tuve que hacerlo, sheriff. Tras el robo de la farmacia, los bandidos huían con el coche robado en dirección a Millersville, cuando Lester Wilson decidió perseguirles en su Ford. Llevaba un rifle. Y fue entonces cuando los asesinos mataron a "Buck" al pasar a toda velocidad por delante de la cárcel. El que conducía debió perder el control del coche y chocó contra el buzón de correos que hay en la esquina. En aquel momento llegó Lester y disparó sobre ellos, hiriéndoles a todos.

Rufe comenzó a liar otro cigarrillo y prosiguió:

—Encarcelé a Lester por violación de la Ley Federal y después llamé a Marlowe's Creek... Llegaron los agentes del estado y se encargaron de los asesinos.

—Rufe, eres el único policía que conozco capaz de solucionar dos robos y un asesinato sin salir del despacho —dijo Linc sonriendo—. Dame las llaves de la celda. Voy a soltar al pobre Lester. Disparar contra una banda de asesinos no constituye ningún delito federal.

Me sorprende que no lo sepas...

—No digo lo contrario,sheriff-dijo Rufe—. Pero, cuando disparó contra los bandidos, Lester alcanzó también el buzón de correos. Tiene más agujeros que un colador. Y eso es interferir el servicio federal de correos.

En este punto, la voz del comisario adquirió un tono de rectitud superior, añadiendo:

—Es una violación de la sección 48, párrafo...

—Rufe, dame las llaves —interrumpió elsheriff pacientemente.

El comisario se las entregó de mala gana y Linc se dirigió hacia la puerta que daba a las celdas.

—Sheriff... —dijo aún Rufe.

—¿Qué ocurre ahora? —preguntó Linc.

—Sheriff, siento de verdad lo del perro...

CLYDE SHAFFER