MAS ALLA... OSCURIDAD

William O'Farrell

"Mas allá... oscuridad", de William O'Farrell, hizo su primera aparición en Octubre de 1958 recibiendo el premio "Edgar" a la mejor novela corta de misterio.

Todo lo que Miss Fox poseía, era de la mejor calidad. Era una mujer de mediana edad, con delicadas y suaves facciones, y pelo gris. Vivía sola, encerrada en su elegancia y vestía lujosamente, gastando una gran cantidad de pensamientos y dinero en su ropa. Su única compañía era una perra llamada Vanessa, una genealógica perra de lana negra que, a diferencia de su ama, era un poco pesada.

Miss Fox era tan graciosa y delicada como lo había sido siempre. Tenía una renta regular de un capital invertido, y un precioso mobiliario en un apartamento de cuatro habitaciones. El apartamento estaba situado en un inmenso y bien construido edificio, enclavado, desproporcionalmente, en medio de un vecindario rufián de Chelsea, distrito de Nueva York.

Ella apenas conocía el vecindario. Había firmado el arriendo de la casa con un largo contrato, y el director ya la había advertido de la crudeza del exterior, en caso de que saliera. Había un supermercado en el primer piso del edificio, una librería de alquiler, un salón de belleza y un excelente restaurante.

Teóricamente, podía permanecer todo el día en el interior de su apartamento, y en efecto, es lo que hacía. Sin embargo, dos veces al día, paseaba a su perra a lo largo de la calle 23 Oeste, y seis veces por semana, su ascensorista preferido cogía la perra y le daba paseos más largos, por la noche.

Una vez, en la primavera de 1943, un capitán de los "Quarter-master Corps" le había pedido a Miss Fox que se casara con él. Le regaló el anillo que ella misma eligió y dos semanas más tarde, él ingresó en un hospital de Virginia. El capitán murió allí de una dolencia en el riñón, pero ella no le vio de nuevo, antes de su muerte.

En tiempo de guerra, los viajes eran muy difíciles, y por otra parte, Miss Fox prefirió recordarlo como había sido, ileso de la enfermedad. Le envió flores, encargando al florista que le mandara algo apropiado. Él era miembro de la Asociación Florista Americana, y tenía excelente gusto.

La sortija era exquisita —un diamante solitario rodeado de esmeraldas— y Miss Fox todavía lo llevaba. Su anillo, su perra, y Eddie McMahon —el último en un camino diferente y en un nivel más bajo— eran las únicas cosas capaces de incitarla a algo más que a un interés casual. Las tres eran hermosas, y Eddie McMahon, además, era muy útil.

Eddie era el que paseaba a la perra por la noche. Era joven, no muy alto, pero bien proporcionado, y tenía unos rasgados ojos azules y cabello castaño ondulado, aunque parecía negro bajo las débiles luces del ascensor. Llevaba siempre un cuidado uniforme azul, con un cinturón dorado, y tenía buenos modales. Como hombre, era agradable.

Le pagaba cinco dólares por semana. Ese era el precio por pasear el perro. Pero ella no sentía el dinero extra. La colocación hubiera continuado tanto tiempo como él conservara su trabajo y ella siguiera en el apartamento... si no hubiera cometido un pequeño error.

Aquello ocurrió justamente antes de Navidad, y en aquel tiempo, no lo reconoció como un error. Como en años pasados, le entregó al portero un sobre conteniendo dinero para ser repartido entre los otros empleados y él mismo; pero en un sobre separado, con el nombre de Eddie escrito, puso un billete de veinte dólares. Desde aquel momento, a Miss Fox le pareció que la actitud de él había cambiado considerablemente.

Él estaba tan respetuoso como siempre, pero a principios de enero, le pidió sus cinco dólares por adelantado. Lo mismo ocurrió en marzo, y aunque ella le diera el dinero en ambas ocasiones, mis Fox estaba disgustada. Vivía dentro de sus ingresos y le gustaba que los demás hicieran lo mismo.

Entonces, a mediados de abril, en su día libre, Eddie se presentó inesperadamente en su apartamento.

Llamaron a la puerta. Ella fue a abrir, y entonces entró Eddie, sin pedir permiso. Tal cosa era inaudita. Ocasionalmente era necesario admitir un reparador o un empleado de la Compañía del Gas; pero sus visitas estaban siempre precedidas por una llamada telefónica de la casa, y Miss Fox siempre dejaba la puerta abierta mientras ellos estaban en el interior. Eddie cerró la puerta, y se apoyó ella, respirando pesadamente.

—He subido por las escaleras explicó—. Catorce pisos. Hoy no debería estar en el edificio, pues es mi día libre.

Era la primera vez que le veía sin uniforme. Su traje era de un color claro, pero de mal corte. Eso cambiaba Su apariencia entera. Parecía más viejo y más pesado... un vulgar extraño.

—Entonces, ¿qué estás haciendo aquí? —le preguntó.

—Miss Fox —dijo más tranquilizado—. He de hablarle. Solo un minuto, por favor.

Estaba casi suplicando, y Miss Fox se sintió molesta. Anduvo hasta el pequeño hogar que había en el living, indicándole que le siguiera.

—Ven —dijo. Luego, oyendo tras ella aquellos pasos, que la seguían sigilosamente, en un impulso, llamó—: ¡Vanessa!

La perra permaneció en su cesta. Abrió los ojos, e inmediatamente siguió durmiendo. Miss Fox se dirigió a la ventana que daba a la avenida, y permaneció allí, de pie, de espaldas a la habitación.

—¿Sí, Eddie: —siempre había estado orgullosa de su dulce voz. Era un consuelo oiría ahora, con perfecto control.

Eddie dio dos pasos más hacia adelante. Cuando comenzó a hablar, ella pensó que debía estar al lado de la mesita del café, en la cual unos minutos antes había colocado una taza de té. Ahora se debía estar enfriando, y esto la incomodaba. A ella le gustaba caliente.

—Miss Fox, ¿podría usted dejarme cincuenta dólares? Los necesito. Se los pagaré más adelante. En tres o cuatro semanas, pero hoy debo enviar ese dinero a...

Su voz quedó en silencio. Miss Fox permaneció de pie, tranquilamente, sin inmutarse por la absurda súplica. Sintió, más bien, una rara sensación de satisfacción. Al fin sabía cuáles eran sus intenciones. Estaba contenta de haber aclarado las cosas.

—¿Y dices que este dinero es importante para ti?

—Sí, Miss Fox. Muy importante.

—¿Y por qué vienes a mí? —preguntó ella.

—Porque ya lo he intentado en todas partes, sin resultado. Mi reloj ya está empeñado. La compañía me hizo un préstamo, pero ese dinero ya se me ha ido. Podría darme, sin perjuicio para usted, un adelanto por mi trabajo. Y porque... —se apresuró— porque usted es muy amable...

Ella se volvió:

—Siéntate, Eddie.

Esperó a que él, muy tieso, se sentase en el diván.

—¿Por qué es necesario enviar tan apresuradamente este dinero a alguien? ¿A quién?

—A mi novia —dijo él apretando los labios y añadiendo rápidamente: Está en un sanatorio. El Estado le paga la mitad de los gastos, y yo prometí pagar la otra mitad. Así lo he hecho siempre, pero ahora hay este pago extra...

—¿Estas prometido?

—Puede llamarlo así —respondió.

Aquí hubo una pausa, antes de que él volviera a hablar. Evidentemente había tenido una nueva idea. Nueva y extraña Miss Fox contemplo el anillo que llevaba en su mano izquierda. Su propio romanticismo la había dirigido a realizar aquel acto tan casual. Había sido corto, pero un noviazgo acertado: la proposición... el beso de compromiso. El matrimonio hubiera sido el siguiente paso a dar si no hubiera intervenido la tragedia.

Lanzó un suspiro y movió la cabeza.

—No puedo prestarte cincuenta dólares, Eddie. ¿No ganas un buen salario?

—Setenta dólares a la semana —respondió tristemente—. Pero eso no alcanza para el pago de la casa.

No importa lo poco que actualmente ganes, todo es cuestión de saberlo administrar. Eddie. Yo vivo en un apartamento fijo, y cada centavo tiene su presupuesto. ¿Cincuenta dólares?—ella se encogió de hombros—. Yo no puedo separarme de una suma como ésa.

Eddie no la oyó más. Sus ojos estaban fijos en algo que había detrás de su espalda. Ella miró por encima de su hombro, y vio sus guantes blancos y su bolso de piel de caimán.

Estaban sobre la mesa del living Miss Fox sintió calor, y luego frío, lo cual era ridículo, porque no había razón para que Eddie supiera que había cobrado una importante suma hacía sólo unas horas.

—Lo siento; dijo ella firmemente. Es imposible.

—Si, Miss Fox. Perdone mi atrevimiento por pedirle ese dinero.

Los ojos de Eddie se habían separado de la mesa, y estaban fijos en su sortija. Poor un momento, permaneció en silencio. Luego, se levantó.

Salió del apartamento, cerrando la puerta tras de sí.

Una vaga inquietud la invadió todo el día. Ni siquiera podía leer. A las cuatro, entregó la ropa a la lavandería, y una vez hecho esto, ya no tenía nada más que hacer hasta las seis. Dos minutos antes, puso la televisión.

El programa era bueno, pero esa noche no había nada que le interesase. No podía quitarse de la memoria el recuerdo de la supuesta blandura de Eddie. Apagó la televisión y se sirvió una copa de jerez. Era indignante pensar que sólo porque él era un vulgar hombre de buena presencia, y unos pocos años más joven que ella, creyese que podría conseguirla.

Se bebió la copa de jerez, y entró en su dormitorio. Cuando salió, se había cambiado de vestido y llevaba además un ligero abrigo de verano. Un brillante pañuelo cubría su cuello. Esta estratagema, le hacía parecer más joven, pero ella, sin apenas dirigir una ligera ojeada al espejo, recogió su bolso y se puso los guantes.

Bajó a cenar cuarenta y cinco minutos más temprano que cada día. Comió una excelente cena, que ella no apreció, y regresó a su apartamento antes de las ocho.

A las diez menos cuarto, cuando la perra empezó a ladrar, pidiendo su paseo diario, Miss Fox le sujetó al collar la correa, y una vez más, se puso los guantes y recogió su bolso de piel.

El tiempo era muy caluroso para abril, tan caluroso, que el portero tenía abierta la puerta principal de la casa. Había llovido, y las luces de la calle se reflejaban en el todavía mojado pavimento, semejando pequeñas lunas puestas allí para guiar sus pies. Un ambiente de cálido regocijo flotaba sobre la noche. Llamaba a la aventura, y Miss Fox respondió a ella. Anduvo hacia el Oeste, en lugar de —como acostumbraba hacer— tomar la dirección de la bien iluminada avenida, hacia el Este.

A su derecha, podía ver las ventanas de su apartamento. La calle continuaba unas cien yardas más hacia el Oeste.

El edificio finalizaba allí, seguido de una larga hilera de viejas y obscuras vallas de obras, respetables en un principio, pero caídas ahora, en un siniestro abandono. La línea límite era igual a una frontera entre la luz y la obscuridad, y ella decidió ir sólo hasta el final del edificio, y regresar luego.

Cuando llegó al lugar previsto, presionó dulcemente la correa que sujetaba a Vanessa. Sin embargo, la perra había olido algo más allá de la frontera de la obscuridad, y tiró hacia adelante. Después de una pequeña lucha, Miss Fox dejó que el perro siguiera su camino.

—Oh, muy bien —dijo en voz alta—, pero sólo hasta el próximo árbol, querida.

Nunca alcanzaron el árbol. A medio camino, un tosco brazo rodeó la garganta de Miss Fox, y una mano aplastó su boca.

La sangre se le agolpó en la cabeza, pero por un instante, logró ver la sombra de la cara de un hombre. Intentó gritar y no pudo. La última cosa que oyó, fue la furiosa ayuda de Vanessa. Luego, un mundo negro se le vino encima y al final, cayó al suelo.

Cuando recuperó el conocimiento, estaba echada en la acera. El portero del edificio la contemplaba inquieto, arrodillado a su lado. Le había sacado el guante de su mano izquierda, y la sortija de diamante y esmeraldas, había desaparecido.

Lo mismo ocurrió con el bolso de piel, conteniendo ciento ochenta dólares, pero, como ella le explicó más tarde al sargento-detective Kirby, en su apartamento, el dinero no importaba. Lo que ella quería —y de hecho demandaba-era la inmediata devolución de su anillo.

El sargento Kirby le aseguró que haría todos los posibles para recuperarlo:

—No tenemos muchas pistas para seguir nuestro trabajo, aunque... ¿dice usted que podría reconocerlo si le viera otra vez?

Miss Fox se palpó cuidadosamente el vendaje que llevaba alrededor de su garganta. El policía intentaba ser útil, pero el hecho es que ella sólo había visto a su asaltante un instante y como una sombra obscura, y eso le parecía muy poco. Le había cogido brutalmente. Podría reconocerlo entre otra gente.

—Yo dije esto —admitió—, pero ahora estoy empezando a recordar cómo era.

—¿Descripción?

—Tenía el pelo negro y... déjeme pensar... era fuerte, pero no muy alto...

—¿Cómo iba vestido?

—No me fije. Su manga era de un material vasto.

—¿Dijo algo?

—No. Yo no oí nada, excepto a la perra. Ahora que pienso en ello —dijo Miss Fox—, es raro que no ladrara hasta después del ataque...

—Ya he pensado en eso —Kirby se levantó de la silla—. Otra cosa rara es que el asaltante sólo sacara el guante de su mano izquierda. Es casi seguro que conocía la existencia del anillo.

¡Eddie! La brusca revelación no le sorprendió demasiado. Era sólo lógica. Aquella tarde, él le había pedido prestados cincuenta dólares. Al negárselos, se fijó en su anillo —ahora lo veía claramente—, con manifiesta codicia. Sin duda alguna, Eddie era el ladrón.

Pero ella no dijo nada. Si empleando sus propios medios, la policía te hallaba y arrestaba, ese era su deber. Ella se ocuparía de recuperar de nuevo su anillo. Esto, creía, sabría cómo hacerlo.

El sargento Kirby se marchaba, y ella se levantó para despedirle:

—Muchísimas gracias. Espero sus noticias.

—Probablemente las tendrá muy pronto. Si no es así, no creo que las tenga nunca. Esto es lo que pasa con estos trabajos —acarició las orejas de Vanessa—. Puede agradecer a su perra que diera la alarma, Miss Fox.

—Sí, buenas noches, sargento.

Se fue a la cama, pero no pudo conciliar el sueño. Después de media hora de tortura, se tomó una pastilla. Cuando ésta empezaba a surtir efecto y cogía el sueño, la despertó el timbre del teléfono.

—Espero no haberla despertado —dijo el sargento Kirby—, Hemos atrapado a un hombre que debe ser el que ha hecho el trabajo. ¿Puede usted venir?

Miss Fox estaba medio dormida, y esto la exasperó. No había razón para que ese desagradable trámite de identificación, no pudiera dejarse para la mañana siguiente.

—¿A esta hora? ¿Y a dónde?

Él le dio la dirección del puesto de policía:

—Es sólo la una.

—¿Tiene mi sortija?

—No la lleva encima, pero si usted hace una identificación positiva, conseguiremos que la devuelva.

—Muy bien. Tan pronto encuentre un taxi, estaré ahí.

El puesto de policía estaba sólo a unas pocas manzanas de su casa. El taxi la dejó frente a un edificio de aspecto triste, con una luz verde cerca de su ancha puerta principal.

—Es ahí, señora —dijo el taxista.

Pasó a una habitación decorada con muebles funcionales, y el sargento Kirby le dijo que el sospechoso había sido arrestado en un bar de la Décima Avenida.

—Cerca de donde pasó aquello, y sólo veinte minutos más tarde. Estaba medio bebido y mostraba un fajo de billetes sin saber la cantidad total. Mala memoria. Me parece que lo hemos agarrado en un tiempo record.

—Si usted lo dice... —dijo Miss Fox—. Nadie estaría más contenta que yo, sargento Kirby.

Pero se desilusionó. El hombre que entró en la estancia, acompañado por un policía uniformado, no era Eddie. Era de su misma talla y tenía también los cabellos obscuros, pero no se parecía en absoluto a él. Tenía las manos sucias. Era intolerable que hubiera sido tocada por aquellas mugrientas manos.

—No —movió la cabeza—. No es él.

—¿Está usted segura? —preguntó Kirby, desalentado.

—Completamente segura —dijo evitando los ojos del hombre.

Tenía una mirada insolente. Llevaba un traje sucio, camisa negra y corbata amarilla, pero Miss Fox no prestó atención a sus ropas. Estaba demasiado inquieta por sus sucias manos y su penetrante mirada:

—Bien,, gracias por venir —dijo Kirby.

Miss Fox regresó a su casa, y durmió hasta las diez de la mañana siguiente. El turno de Eddie en el ascensor, empezaba al mediodía.

Cogió la perra a las once y le dijo al portero que deseaba ver a Eddie tan pronto como llegara. El llamó a su puerta unos minutos antes de las doce.

—Entra —dijo, abriendo la puerta.

—Diga, Miss Fox. He oído algo de lo que pasó...

—Entra, Eddie, y siéntate —dijo ella a continuación.

Su expresión era de completa inocencia. Era una lástima, pensó, que aquella cara ocultara una mente tan desviada.

Se mantuvo derecha, fortaleciéndose ella misma para tan desagradable labor.

—De modo que has oído algo...

—Sí, Miss Fox. Siempre dije que este barrio no ofrecía ninguna seguridad.

—¿Sabes que me robaron algún dinero y mi sortija?

—Eso es lo que se dice.

—Muy bien. Ahora escúchame con atención. Quiero estar completamente segura de que me comprendes. A mí no me importa el dinero, pero quiero mi sortija. Su descripción ha sido publicada en los periódicos, de modo que probar venderla, sería peligroso.

—Eso es cierto. Sería peligroso

O sea que lo mejor es que se me devuelva, teniendo en cuenta que estoy dispuesta a olvidarme de los ciento ochenta dólares que perdí, y a no hablar más del asunto. ¿Estás de acuerdo?

Eddie pareció meditar profundamente:

—Bueno, yo no sé... Pero hay un par de cosas que puede hacer el ladrón: desmontar el anillo, y de esta manera conseguir las piedras, o dejar pasar un tiempo y luego venderlo en cualquier lugar, fuera de la ciudad.

—El seguiría en peligro. Yo tengo una idea mejor. Estoy dispuesta a pagar quinientos dólares por la devolución del anillo. Quinientos dólares, Eddie, y olvidarme del asunto.

Él se levantó lentamente:

—Estoy seguro de que conseguirá recuperarla. Perdóneme... debo volver a mi trabajo.

Se dirigió a la puerta, pero antes de llegar, se detuvo:

—Mire, Miss Fox, no confíe demasiado en sus planes. ¿Qué hará? ¿Poner un anuncio? Probablemente, el ladrón nunca la vio, y si lo hizo, se ocultará para que no le corten el cuello.

—¿Crees que no conseguiré que se me devuelva el anillo? —hubo una inflexión en la normal y suave voz de Miss Fox.

No, Miss Fox. Por ese camino no.

—Puedes irte, Eddie —dijo ella.

El portero le anunció que el sargento Kirby llegaría una hora más tarde.

Entró apresuradamente, y fue directo al asunto.

—Usted tiene un acuerdo con un ascensorista llamado McMahon, para que le pasee a su perra. Ayer fue su día libre, pero se le vio saliendo de su apartamento alrededor de las dos de la tarde. ¿Es cierto?

Miss Fox anduvo hacia la ventana y permaneció allí, de pie, con la espalda vuelta, como había hecho el día anterior.

—¿Por qué lo pregunta?

—Rutina. McMahon tiene buenos antecedentes y es un empleado fijo. Sin embargo, por otra parte, necesita dinero. ¿Por qué vino aquí?

Ella no se movió. Su voz era fría e impersonal cuando replicó:

—Usted parece haberlo averiguado todo. Probablemente, sabe el resto. Quería que le prestara cincuenta dólares.

—¿Se los prestó?

—Desde luego que no.

Siguió un silencio, hasta que Kirby, tranquilamente, preguntó:

—¿Fue McMahon?

Ella se volvió y clavó sus ojos en los del detective:

—Tenía la esperanza de que esto no pasara. Le di su oportunidad. Le ofrecí incluso dinero por la devolución del anillo. El rehusó.

—¿Está segura de que era él?

Inconscientemente, ella ya había pasado su línea personal de demarcación entre la luz y la obscuridad:

—Sí, fue Eddie —replicó Miss Fox.

Durante el juicio, ella no miró ni una sola vez a Eddie, e incluso cuando testificó, procuró apartar sus ojos de él. Fue un juicio corto.

No tenía coartada. Lo juzgaron y lo enviaron a prisión por tres años.

O pudiera ser por un año, y que le suspendieran los otros dos. Miss Fox no estaba segura. Ahora que Eddie no estaba en el ascensor, tenía sus propios problemas. Debía encontrar otra persona que paseara a Vanessa, y los otros muchachos de repente, parecían estar muy ocupados. No mostraban ningún interés en ganar un dinero extra todas las semanas.

Eventualmente, se vio forzada a alquilar a un profesional, pero tuvo que despedirlo. La tercera noche que fue, Miss Fox olió licor en su aliento. Y desde entonces, ella misma sacaba la perra a pasear cada noche.

Al principio, rehuía la acera Oeste del edificio, e incluso procuraba no acercarse a ella, hasta que llegó el verano y las calles se llenaron de gente, por lo que, consecuentemente, eran más seguras. Un día, se dio cuenta de que su miedo por la frontera de la obscuridad, había disminuido grandemente.

El temor ahora no era nada más que un agradable picazón de sus sentidos. Permitía algunas veces a Vanessa empujarla hacia aquella línea, y permanecía allí un rato, mirando hacia la inexplorada oscuridad.

El verano pasó y fue sucedido por el otoño, pero en todo ese tiempo, ella no había tenido noticias de su anillo. El sargento Kirby le había dicho que Eddie todavía insistía en su inocencia, pero desde luego, era normal que lo hiciera. Había telefoneado a Kirby varias veces y él había sido siempre muy cortés con ella, hasta que un día de noviembre, llegaron a su apartamento dos policías y bruscamente, le dijeron que el sargento quería verla en el puesto de policía.

Ella estaba indignada:

—¿Por qué no ha venido él aquí?

—No puedo decírselo, señora. Sólo dijo que deseaba hablar con usted.

Kirby la recibió en la misma estancia que había estado la vez anterior. El apareció con la cara torva:

—Hemos encontrado su anillo

—dijo.

Miss Fox, sin desplegar ninguna de las emociones que sentía contestó:

—Sabía que más pronto o más tarde Eddie diría la verdad.

—McMahon nunca la tuvo —la amargura de la cara del detective, se reflejó en su voz—. ¿Recuerda a aquel hombre que no identificó? Nosotros le cogimos por otro cargo y la sortija estaba en su habitación. El confesó.

Había una equivocación. Una equivocación tan terrible, que Miss Fox no podía comprenderlo.

—¡Pero yo le vi! ¡Yo vi a Eddie!

—¿Seguro?

—Bueno, creía que sí. ¡Estaba tan segura!

—Usted ciertamente consiguió dar esa impresión. Como resultado, yo hice el tonto y un hombre inocente fue a la cárcel.

—Cometí un error —dijo Miss Fox—, pero lo hice honradamente. Además, tenía entendido que el deber de la policía era descubrir estas cosas. Puede ser que usted estuviera tan ansioso de arrestar a alguien, que no se molestara en averiguar si era o no culpable.

Kirby se encogió de hombros y se puso a contemplar la pared.

—Si no tiene nada más que decirme, deme mi anillo.

No quiso hacerlo. Se lo mostró, sin preguntarle si era el suyo o no, y le dijo que le sería devuelto a su debido tiempo. Mientras tanto, era evidente que debía tenerlo él. No quiso decirle cuándo sería libertado Eddie.

—No lo sé —dijo—. ¿Por qué le preocupa?

Miss Fox estaba inquieta. Preveía un período de tensión, si Eddie volvía a su antiguo trabajo, y decidió evitarlo, trasladándose a otro apartamento. Le disgustaba la omisión de cualquier amabilidad, de modo que compró una caja de puros caros y se los envió al sargento Kirby. Después de eso, se olvidó para siempre del detective.

Durante las semanas que siguieron, se dedicó a recorrer varios apartamentos, pero todos los encontraba fastidiosos. Al fin, desistió de moverse de allí, pues no encontró ninguno que fuese de su agrado.

Después de tomar esta decisión hizo un gesto generoso. Habló personalmente con el gerente del edificio, y quedó sorprendida al saber que su ruego ya había sido anticipado. El gerente había escrito a Eddie, ofreciéndole su antigua plaza.

—Su solicitud, Miss Fox —dijo—, ya está remediada.

Ella dejó su oficina satisfecha, pensando que el gerente le diría a Eddie lo que había hecho, y éste la estaría agradecido. Lo que pudiera haber sido una situación tensa, se había remediado.

Eddie regresó al trabajo una semana antes de la Navidad. Una mañana, ella le puso la correa a Vanessa y pulsó el timbre del ascensor. Con un mínimo de retraso, se abrió la puerta del ascensor, y apareció él, igual que siempre, incluyendo su respetuosa sonrisa.

—Buenos días, Miss Fox.

—Eddie —dijo—. No puedo expresarte lo contenta que estoy...

Ella bajó hasta el vestíbulo. Cuando regresó de su paseo con el perro, y subió de nuevo al ascensor, ya más repuesta de su sorpresa, dijo:

—Para el ascensor un momento. Debo decirte algo.

El dejó la puerta abierta, esperando. Ella se volvió a la suave iluminación del corredor, para estudiarle. Había cambiado. Su sonrisa era mecánica y sin voluntad, y había una mirada dura en sus ojos.

No importaba. Estaba en su mano el cambiar aquello, y lo haría.

—Quiero que sepas que no fue fácil para mí testificar en contra tuya, Eddie. Yo sólo le dije al Jurado lo que creía que era la verdad.

—Seguro, Miss Fox.

—Fue una terrible experiencia para ambos. Yo creo que lo mejor que podemos hacer, es olvidarlo y empezar de nuevo.

—Sí, Miss Fox.

—Bien —dijo—. Vanessa esperará a que acabes tu trabajo esta noche —concluyó, encaminándose por el corredor.

Él la detuvo:

—Miss Fox, no quiero pasear más a su perra.

Ella se volvió incrédula y un poco picada:

—Supongo que quieres más dinero, ¿no?

—No es eso —dijo el— Es sólo que ahora con mi paga ya tengo suficiente y no necesito un dinero extra.

—¿Y tu novia?

—Murió —dijo él.

La puerta del ascensor se cerró, y Miss Fox quedó sola.

Entró en su apartamento, se sentó, y se puso a pensar en todo aquello con detenimiento. Las cosas habían sucedido de la mejor manera. La chica estaba enferma, por lo que hubiera constituido una carga intolerable para Eddie. Pronto se repondría de su muerte.

Ella misma había pasado por la misma serie natural del sufrimiento y recuperación cuando murió el capitán. Miss Fox se decía a sí misma estas cosas, pero no se sentía satisfecha, sintiendo que en algún lugar, había algo que le había pasado por alto.

A las dos, se puso de nuevo su abrigo, caminó hasta un ascensor situado al final del edificio, y se dirigió a su Banco.

Cuando volvió, le dijo al portero que deseaba ver a Eddie durante la hora del café. Él llegó a su apartamento a las cuatro. Miss Fox no le invitó a pasar.

—He estado pensando en ti —le dijo—. Y quiero ayudarte, para que te rehabilites. Como te dije una vez, estaba dispuesta a pagar quinientos dólares por mi anillo. Yo tenía ese dinero apartado, y como no sé qué hacer con él, he decidido dártelo.

Le tendió un sobre.

—Lo llamaremos presente de Navidad, Eddie. Cinco billetes de cien dólares.

Él se quedó un rato allí, de pie, con el sobre entre sus manos y sus ojos fijos en el suelo. Luego, introdujo el dinero en su bolsillo.

—Muchísimas gracias, Miss Fox —dijo.

Miss Fox tuvo un gran alivio cuando cerró la puerta. Era una lástima que Eddie no hubiera aceptado los quinientos dólares cuando se los ofreció, ocho meses antes. Hubiera sido mucho más sencillo. Él podía haber tomado el dinero y devolver el anillo...

Pero Eddie, no había robado la sortija, recordó repentinamente. Se encogió de hombros. De cualquier modo, el asunto ya estaba acabado. Bebió una taza de té caliente y se dió una ligera y agradable siesta.

Cuando salió, a las diez de aquella noche, con la perra, Eddie había acabado ya su trabajo. Estaba nevando, y a ella siempre le había gustado contemplar la primera nevada de invierno. Vanessa la empujó hacia la derecha, y Miss Fox la complació, dirigiéndose hacia allí, suavemente alegrada por la caída de los copos.

Llegó al final del edificio iluminado y permaneció allí, de pie, donde solía pararse muy a menudo, al mismo borde de la oscuridad. Un poco más allá, estaba el lugar donde el hombre la tiró al suelo.

Sonrió nerviosamente, diciéndose que estaba muy contenta de que ya hubiera pasado todo. Se estremeció recordando el pasado, ahora que su presente era seguro y había superado el peligro felizmente.

—Volvamos a casa, querida —le dijo a Vanessa, dándose la vuelta.

Un hombre bloqueaba su camino. Se le había acercado por la espalda, silenciosamente. Miss Fox abrió la boca y su penetrante grito recorrió la calle.

El levantó las manos. Sus palmas abiertas cubrieron su cara. La empujó. Miss Fox se tambaleó hacia atrás, tropezó y cayó. Aún tuvo tiempo de gritar una vez más, antes de que él parara el sonido en su origen. La última cosa que oyó, fue la lejana ayuda de su perra.

Esta vez, cuando el portero la encontró, era demasiado tarde. Estaba echada de espaldas, y los copos de nieve caían en sus ojos abiertos. Entre sus dedos rígidos, habían cinco billetes de cien dólares.

WILLIAM O'FARRELL