ALGUIEN AL TELEFONO
William Irish
—Ya lo oigo! ¡Déjalo que suene! —me replicó secamente.
Siempre andábamos como perro y gato. Por eso se podía adivinar que éramos hermano y hermana. Pero este gato tenía dientes. Había en él algo de atemorizado y tenso. Y la expresión de su cara lo confirmaba: blanca, echada hacia delante.
Estaba sentada en un gran sillón, frente al teléfono. Pero no hizo el menor ademán de atender la llamada, como si no hubiera oído un teléfono en su vida; como si quisiera ver hasta cuándo seguía sonando.
Miré su mano, apoyada sobre el brazo del sillón. Tenía la palma hacia abajo, pero los dedos estaban levantados, sin tocarlo. Y cada vez que sonaba la campanilla, ella bajaba un dedo, como si estuviera contando el número de veces que soñaba. Primero el meñique, después el anular, después el medio, después el índice, después el pulgar. Como si practicase escalas en teclado de un piano.
Al llegar al quinto campanillazo, el correspondiente al pulgar, el aparato cesó de llamar. Hubo un momento de interrupción; después comenzó nuevamente.
—¿Estás paralizada? —le dije. Por causa de aquella tontería toda una capa de jabón de afeitar se estaba evaporando sobre mi cara. Pero cuando me vio avanzar hacia el teléfono, saltó de su sillón como una flecha, y se apoyó contra el aparato para impedir que lo alcanzara.
—No... ¡Ken! ¡Déjalo! —Había desesperación en su voz. Entonces la llamada cesó por segunda vez, definitivamente ahora, y ahí terminó la cosa para ella. Más no para mí.
—¡Estás pálida como un espectro! ¿Qué ocurre aquí? ¿Un código, eh? ¡Quizá crees que no lo he advertido! Cuentas el número de timbrazos. El otro cuelga al quinto, después vuelve a llamar. Si no hay moros en la costa, tú respondes. Mal negocio. ¿Crees que no te vi en el Congo Club el último martes, con un sujeto que parecía un tahúr?
Ella me lanzó una mirada incendiaria, alarmada y atónita al mismo tiempo.
—No quise entrometerme —añadía— porque tú siempre has sido muy sensata. Has sabido cuidarte. Pero de algo estoy seguro: no se trataba de una amistad social. Lo estuve observando. No habíais ido allí para bailar o beber; habíais ido para hablar de negocios.
Ella se estremeció, como si hiciera frío en el cuarto, pero estábamos en el mes de julio. Trató de hacer frente a la situación.
—Anda, cablegrafía a Londres, a papá y mamá... todo, porque no atiendo una llamada telefónica. Deberías dedicarte a escribir argumentos cinematográficos.
Yo me estaba poniendo la chaqueta.
—Tengo que llegar al banco antes de que cierren. Mañana es día de pago en la compañía. Cuando vuelva, quiero seguir hablando contigo de esto. Quédate aquí.
—Me quedaré —dijo. Durante muchos años me atormento el recuerdo de aquellas palabras: "Me quedaré".
El empleado del banco me devolvió el cheque.
—No hay fondos, Mr. Hunter.
Casi me desplomé sobre el piso de mármol.
—¡Pero, si a primeros del mes pasado había veinte mil dólares en la cuenta! —De ahí teníamos que sacar los sueldos de la oficina y los gastos de mantenimiento, amén de nuestros gastos particulares; al ausentarse, mi padre la había puesto a nombre de nosotros dos.
—No sólo eso — prosiguió el pagador—. Han girado en descubierto por valor de mil dólares. Ayer lo llamamos para comunicárselo, y Miss Hunter recibió el mensaje.
—Bueno, ¿dónde está mi resumen de cuenta? ¡Muéstreme los cheques pagados! ¿Quién ha estado tirando fondos?
—Le enviamos todo eso a comienzos de la semana —dijo él. Y yo pensé "entonces ella lo ha interceptado..."
Regresé y ella me estaba esperando como había prometido. Sin embargo, estaba vestida para salir. La tomé por la muñeca y la hice girar en redondo.
—¿Quién te ha estado limpiando?-dije—. ¿Quién te ha desplumado? ¿Dónde están las perlas que te regaló papá en Navidad? Quítate el guante... ¿dónde está tu solitario? Has estado jugando nuevamente, ¿verdad? —Ella bajó la cabeza—. Y descubrieron quién eras, descubrieron que estamos en buena posición, saben que un escándalo sería la muerte de papá, y desde entonces te han estado apretando las clavijas. ¿No es verdad?
Ella bajó la cabeza por segunda vez.
—Esa es la explicación de la llamada telefónica que te asustó tanto, ¿no es así?
Esta vez habló.
—Sí, Ken, así es.
—Dime el nombre de ese tipo —dije.
—¡Oh, no! —suplicó ella—. Nos arruinará a todos. Aguarda un instante. Yo tengo un procedimiento mejor. Déjame que lo arregle a mi manera. —Entró en su habitación y cerró la puerta.
Me estuve paseando por el cuarto un buen rato. Por fin me encaminé a la puerta y llamé.
—Jean —dije—, ¿quieres salir? ¡Tengo que hablarte!
Antes de que ella pudiera responder, sonó el timbre de la puerta, y al abrirla apareció un soñoliento policía.
—¿Hunter? Tómelo con calma, tómelo con calma —dijo, sin motivo aparente—. Su hermana...
Yo no podía perder tiempo.
—¿Qué quiere? Mi hermana está en su cuarto.
—No, no está en su cuarto —dijo él—. Acaba de caer a la calle, desde quince pisos de altura. Eso es lo que estaba tratando de decirle.
Casi en seguida, cuando aún me estaban dirigiendo algunas preguntas de rutina, comprendí lo que tenía que hacer.
—Íbamos a salir juntos —dije—, y ella recordó que había dejado abierta la ventana de su cuarto. Fue a cerrarla. Supongo que debe de...
Sí, acordaron ellos compasivamente, era lo más probable. Y se fueron, cerrando la puerta.
Yo tenía un revólver, y la licencia correspondiente, desde aquella vez que nos habían asaltado en Great Neck. Lo saqué y me aseguré de que estaba cargado. Aquella era una sentencia, dictada en lo hondo de mi corazón, que ningún abogado, por astuto que fuera, podría conmutar o mitigar. Era una sentencia que no enlodaba el nombre de nadie, salvo el mío. Cualquier excusa me serviría: no me gustaba el color de su corbata, o me había pisado el pie. Era una sentencia para la que no había apelación. Porque alguien la había asesinado, al llamarla por teléfono. Quizá la ley no lo entendiera de ese modo, pero yo sí.
Quizá pueda parecer extraño que la misma noche en que ella yacía en algún lugar de la ciudad, rota, blanca y sin otra compañía que las flores, yo fuera precisamente a aquel lugar: el Congo Club, donde restallaban las maracas de las rumbas y brillaban los reflectores de todo color. A mí no me parecía extraño; era el lugar indicado; el único lugar.
—...en esa mesa vacía, en el interior del reservado. La noche del martes, con una chica preciosa.
Al llegar aquí vacié la copa de un trago: le encontré gusto a sal.
—Quiero saber quién era ese hombre.
Cien dólares refrescan la memoria a cualquiera.
—Se llama Buck Franklin —dijo el camarero—. Él también es propietario de un club, una especie de garito privado. Viene con mucha frecuencia por aquí. Esta noche vendrá con la chica. Ha reservado esa mesa.
Apreté la copa en la mano, y aún logré sacarle una última gota; pero el líquido se negaba a bajar por mi garganta; se quedaba atascado. Y la copa chasqueó y se partió en dos pedazos.
—No, esta noche no vendrá... con ella —dije quedamente—. Por eso tengo que verlo. Tengo un mensaje para él... un mensaje de la chica.
El camarero sugirió que alguno de los taxistas que tenían la parada junto a la salida podría saber dónde vivía. El tercero de la hilera admitió conocerlo, y dijo que lo había llevado a su casa muchas veces.
Sin embargo, no podía recordar dónde vivía. Añadió que el hombre le daba siempre cinco dólares de propina por cada viaje. Yo le di cincuenta, y entonces recordó la dirección.
Me llevó al departamento.
Era él, sin duda, el mismo que la había acompañado en el Congo Club. Me hice anunciar, y cuando subí me estaba aguardando junto a la puerta abierta.
—¿Dice usted que tiene un mensaje de Miss Jean Hunter?
—Entonces usted la conoce, ¿verdad?
—Sin duda.
—Cerraremos la puerta; tenemos que hablar en privado— sugerí, y él la cerró.
—He estado aguardando noticias suyas toda la tarde —dijo, ofendido—. He tratado de llamarla a su departamento, pero no está allí.
—No, no está allí— confirmé, desabotonándome la chaqueta para poder meter la mano en el bolsillo posterior del pantalón.
—Soy un hombre ocupado —dijó él—. Le he hecho un favor, porque le tuve lástima, y ahora me hace esperar...
—Ese anillo es de ella —interrumpí. Había sacado del bolsillo del chaleco un anillo con un solitario, y le echaba el aliento, frotándolo distraído contra el dorso de la mano.
—Me lo dio como garantía de un préstamo. No sé si vale lo que yo le di, pero siempre he sido un candidato fácil para una mujer en un apuro. Supongo que estará tratando de conseguir el dinero que me debe. Espero que lo haga, por el bien de ella.
—¿Préstamo? ¿Ese es el nombre que le dan ahora? —dije fríamente—. Creo que le conviene volverse. La espalda es el lugar más indicado.
Pero no se volvió. Después del primer balazo logró pronunciar dos palabras; dos sonidos sordos que no parecían brotar de su laringe:
—¿Por... qué?
—Por Jean Hunter —repliqué. Mis propias palabras sonaban como aquellas maracas del Congo Club, aunque un poco más profundas—. Aquí tiene su código —grité por sobre el estruendo de las explosiones, mientras apretaba una y otra vez el gatillo—. Cinco veces, corte, llame otra vez.
Se desplomó mucho antes del último, y tuve que dárselo en el suelo. Recobré el anillo, pero en cambio dejé el revolver junto al cadáver.
Evidentemente no había nadie más allí, y el departamento debía estar hecho a prueba de sonidos. Cuando salí al pasillo, nadie parecía haber oído nada. Al bajar, pensé decirle al ascensorista: "Acabo de matar a ese individuo Franklin", pero después pensé: "¡Bah, que me vayan a buscar si me necesitan!" Y volvía a casa.
La puerta estaba cerrada; la puerta por donde ella había entrado aquella tarde para no volver a salir.
—He arreglado el asunto, Jean —dije quedamente, como si ella aún estuviera dentro—. No volverá a llamarte...
En aquel preciso instante comenzó a sonar el teléfono. ¡Rrrring!...Uno. ¡Rrrring!... dos. ¡Rrrring!...tres. ¡Rrrring!... cuatro. ¡Rrrring!... cinco.
Se interrumpió unos instantes.
Después empezó otra vez.
WILLIAM IRISH