EN LA NOCHE
Mariano Hispano
Cuando Beryl Canova sintió la punta de la navaja bajo el lóbulo de la oreja derecha, supo todo lo que iba a ocurrir. El pánico se apoderó de ella. Tenía una idea confusa, terrible, de lo que le esperaba. Aun así lo que más le alarmó fue el jadeo nervioso del hombre que se le había pegado a la espalda.
—¡Baja esa escalera! ¡A prisa!
¿Qué quieres? se atrevió a preguntar la muchacha, apenas una adolescente, antes de hundirse en la profunda oscuridad de la escalera con baranda de hierro que moría en la puerta de un taller de carpintería—. Llevo poco dinero, pero te lo daré todo... y el reloj— añadió, intentando que el agresor se calmase.
—¡Sabes que quiero otra cosa!
Sintió la punta de la navaja en la carne, abriéndole un ojal por el que comenzó a manar la sangre. Un hilillo cálido le descendió hasta el hombro. Llevaba poca ropa. Era verano y hacía un calor insoportable, agobiador.
Bajó los ocho peldaños a trompicones, empujada y sostenida por el brazo que la sujetaba por la cintura.
Hundida en el rincón más oscuro del pequeño vestíbulo temblando nerviosamente, pero luchando para que no la dominase la histeria, Beryl se vio encarada a su agresor.
—¡Te mato! ¿Lo oyes? ¡Te mato como grites! — los ojos del jovenzuelo ardían comidos por la fiebre y la tensión.
Con la mano izquierda, que era en aquel momento una garra más que una mano, levantó la falda de la muchacha y le atrapó la diminuta braga para bajarla.
No pudo y recurrió a la navaja, que hizo de la pieza dos.
Los jadeos del asaltante iban en aumento y eran cada vez más secos y entrecortados. Beryl no ofreció resistencia. Trató de dominarse, de no pensar en lo que iba a ocurrir. Pero el jovenzuelo era torpe e inexperto.
—¡Ponla! ¡Ponla en su sitio! le ordenó tras varios fracasos.
Beryl ya no pensaba en lo que iba a ocurrir sino en lo que sucedería después. ¿La acuchillaría allí mismo para que no pudiese denunciarlo? Presa del pánico se envaró y Jim Ates, así se llamaba el asaltante, creyó que trataba de resistirse.
No obstante, Beryl le estaba ayudando a que la violara. Pese a la repugnancia que le producía la agresión, se forzó en hacerle creer que estaba experimentando un gran placer. Jadeó al oído del violador y hablándole como un susurro le fue animando y pidiéndole que se calmase, que hiciese más largo aquel instante. Beryl era una chica inteligente.
El cuerpo nervudo del muchacho estaba rígido como una tabla; su rostro tenía la albina palidez de un muerto. Tardó apenas un minuto en vaciarse, de manera descontrolada, brutal.
Se abrochó los pantalones con una mano y sólo dejó la navaja para cambiarla con rapidez por un revólver 38 corto, que le enseñó a Beryl.
—¡Voy a largarme, si echas a correr o gritas te volaré la cabeza! ¿Te enteras? —tenía el rostro brillante por el sudor y le temblaban ligeramente las piernas.
Beryl se limitó a mover la cabeza en señal de asentimiento, sin moverse del rincón en el que se había encogido, la espalda pegada a la pared.
El violador salvó los ocho escalones en dos saltos y se hundió a la bruma pegajosa de la noche.
Acababa de doblar la esquina de un inmenso bloque de viviendas, cuando oyó el grito histérico y desgarrado de su víctima.
"—Mala puta —se dijo—. Has disfrutado más que yo y aún gritas".
Jim Ates, se sentía embargado por una extraña sensación de poder, de seguridad, de rotunda grandeza. Pero el orgullo que le invadía no le hizo olvidar que podían cazarlo y que eso le costaría unos años de cárcel.
Corrió hasta la cara posterior del gran bloque de viviendas, y comenzó a trepar por la despintada y herrumbrosa escalera de incendios.
Conocía aquellas escaleras como la palma de su mano. Las había subido y bajado infinidad de noches, y las mujeres que habitaban en los apartamentos le eran familiares en su intimidad. De ellas había una que le merecía especial atención, la del 21° piso, la rubia de largos cabellos y piel lechosa, que dormía casi siempre desnuda, sin cubrirse siquiera con la sábana, y que una noche la estuvo espiando mientras lentamente, como una gata mimosa, se acariciaba el pubis.
En el cuarto piso, donde tantas veces había contemplado una morena despampanante, grande toda ella, no se detuvo apenas. Aquella noche no le interesó el lunar de la cadera izquierda, ni el cuerpo a medio cubrir por el camisón ligero y corto.
Mientras, en la calle, el policía de ronda consolaba a la adolescente que, acurrucada en el rincón del hueco de la escalera, entremezclaba extraños gritos guturales con sollozos.
—¡Maldito cerdo! ¡Si lo cojo le vuelo la cabeza! ¿Cómo es? ¿Le viste la cara? ¿Es alto? ¿Bajo? Habla, pequeña, ayúdame. Es posible que le eche el guante si sé reconocerlo.
Beryl le dio los detalles que pudo, señalando hacia la esquina por la que había desaparecido su agresor.
—¡Echaré un vistazo por los alrededores! ¡Es posible que ande merodeando por ahí! ¡Espérame aquí, pequeña!
Al pie de la escalera de incendios, se dijo:
—"Estas ratas no huyen a las cloacas, sino a los tejados"— y haciendo un esfuerzo alcanzó el primer peldaño de la escalera, se elevó a pulso y, sin hacer ruido, inició la escalada.
En el duodécimo piso, donde Jim Ates tenía localizada una pelirroja bajita, de pecho exuberante, se detuvo junto a la ventana, pegado a la pared, y echó un vistazo hacia el interior. No se llevó la mano a la entrepierna como tantas otras veces había hecho. La contempló y su respiración se hizo entrecortada.
Sintió deseos de poseerla, pero desistió. Tenía que alcanzar la azotea, salvar dos o tres edificios, camino que tenía estudiado de otras veces, y ganar de nuevo la calle, libre de todo problema.
Pero ahora lo golpeaba un nuevo deseo desconocido hasta entonces para él. Las mujeres que contemplaba otras noches le ofrecían algo más que la visión de sus cuerpos. Y conforme fue ascendiendo se vio invadido por una tremenda fiebre que lo sujetaba, cada vez con más fuerzas, comido por la duda de saltar o no al interior de las habitaciones.
El largo cuerpo de la rubia del piso 21 pudo más que su voluntad. Jim Ates, pegado a la pared, lo contempló largo rato, matizado por la finísima cortina que cubría la abierta ventana.
Jim miró hacia arriba. Le faltaban seis plantas para alcanzar los terrados. El silencio era absoluto a su alrededor. La negrura de la noche se había tragado la ciudad, de la que sólo le llagaban, de tarde en tarde, el parpadeo de los anuncios luminosos, que bañaban de un sucio rojizo la cúpula del cielo.
Estaba a punto de consolarse en silencio, como tantas veces había hecho a la vista de la muchacha, cuando la chica se movió y dando un giro sobre sus hombros se encaró a él. La leve luz de los anuncios luminosos doraba de vez en cuando el sedoso nido del pubis, que Jim contemplaba como alucinado.
El muchacho, decidido al fin, levantó lentamente una pierna y la colocó sobre el alféizar de la ventana. Apartó después cuidadosamente la cortina y saltó a la estancia. Se desnudó precipitadamente en las sombras de la habitación, y cuando la chica despertó tenía el cañón del 38 corto apoyado en la frente. De nada le sirvió la pistola que guardaba bajo la cabecera. No pudo hacer nada. El espanto inundó su rostro y cuando quiso decir algo, Jim le tapó la boca con la mano libre, e inclinándose sobre ella, pegó su rostro al de la muchacha y le habló al oído.
—Tranquilízate, muñeca. Lo vamos a pasar muy bien. Este verano te he visto muchas veces mientras dormías. Incluso estando despierta —Jim emitió una risita cínica y continuó hablando con procacidad, mientras se iba excitando—: la semana pasada te acompañé mientras te acariciabas. ¿Lo recuerdas?
La chica no recordaba nada. Sudaba y, ante la presión del cañón del arma, había comenzado a ceder, dominada por el pánico y la incapacidad de defenderse.
Jim alargó la mano desarmada y encendió la luz.
—Quiero contemplarte a mis anchas. ¡Eres tan hermosa! ¡Relájate! Será mejor para los dos. Y sobre todo, no pienses en gritar ni en hacer ninguna tontería.
Jim fue brutal con la muchacha y en su fogosidad e inexperiencia le hizo gritar al penetrarla. La golpeó dos veces con el puño en plena cara.
En aquel momento, una mano de piel ajada apartó lentamente la finísima cortina para contemplar la escena.
—¡Cerdo inmundo! —rugió el policía a espaldas de Jim Ates.
Jim se revolvió. Tenía en la mano el revólver con el seguro levantado, pero perplejo se limitó a gritar:
—¡PA..!
—¡JIM! —exclamó el policía, con los ojos abiertos por la sorpresa y la indignación.
Pero las dos voces quedaron acalladas por el estampido de un disparo, y el policía vio aterrorizado como la frente del muchacho se abría y de ella salía a borbotones una masa blancuzca y rojiza que le inundó la cara.
Cuando el violador se desplomó a tierra, el policía descubrió la mano armada de la muchacha, en la que temblaba una pistola de cuya boca salía un débil hilillo de humo.
—¡¡JIMMY!! —gritó el policía, presa de la desesperación, cayendo de rodillas junto al muchacho.
Y el grito salió por la ventana, inundó la noche, y rebotó en la calle, para ir a perderse en el hueco de la escalera donde Beryl Canova seguía acurrucada, entremezclando estentóreos gritos con sollozos.
M. HISPANO