6. La evolución política de la zona (Javier Tusell)
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LA EVOLUCIÓN POLÍTICA DE LA ZONA
SUBLEVADA
Javier Tusell
La evolución política de la zona sublevada en contra de la República dependió tanto de las operaciones militares iniciadas en julio de 1936 como de los protagonismos que emergieron a partir de entonces. Hasta cierto punto, por tanto, puede decirse que los conspiradores carecían de auténticos planes políticos perfectamente prefigurados, como no fuera expulsar con violencia y decisión al Frente Popular. El Nuevo Estado del que ya se hablaba en 1937 resultó en buena medida una improvisación.
Pero solo hasta cierto punto, porque en los primeros meses de 1936 ya se habían diseñado actitudes tanto en las fuerzas políticas que estuvieron a favor de la sublevación como en los conspiradores materiales. En España, a partir de la victoria del Frente Popular, se conspiró mucho y muy desordenadamente por parte de civiles y militares de derecha. Participaron en la conjura individuos de todos los grupos de la derecha, pero de modo principal monárquicos, falangistas y tradicionalistas, quedando para el principal partido de la derecha, la CEDA, en plena disgregación, tan solo un papel de comparsa ocasional y de financiador parcial.
Los monárquicos alfonsinos siempre habían previsto la liquidación de la experiencia republicana mediante una intervención militar a la que los dirigentes de esta tendencia prestarían su colaboración para convertirse luego en inspiradores ideológicos. Su propósito era evidente y conocido: triunfante la sublevación, volvería una Monarquía que ya nada tendría de liberal, inspirada en las tesis de Charles Maurras. Los falangistas acabaron integrándose en los planes militares, pero lo hicieron muy tardíamente, a comienzos de junio. Con respecto a sus planes de futuro, quizá la mejor descripción que de ellos pueda hacerse proceda del contenido de una conversación que tuvo un emisario carlista con el propio José Antonio Primo de Rivera, ya en la cárcel. Como el resto de las fuerzas políticas de derecha, pensaba que los militares se harían con el poder durante una etapa corta, pero quería el predominio del «partido que mayor ambiente popular tenga»; debía ser «francamente definido y responsable» en la tarea de reconstrucción nacional. Es obvio que pensaba en el suyo y en su absoluto predominio, aunque, eso sí, estaba dispuesto en materias educativas y religiosas a hacer concesiones al catolicismo, «aduciendo el ejemplo de Mussolini que, aunque en el comienzo de su gobierno prescindió de él, hoy no ha tenido otro remedio que aceptarlo e imponerlo». De la Monarquía no quería que se tratara, sobre todo al principio del movimiento contra la República.
Pero de los grupos políticos de la derecha extrema el que conspiró antes con el propósito de derribar el régimen fue el tradicionalismo, que fue también el que tuvo unos propósitos más precisos y exigentes. Fue el primer grupo político que estableció contactos orgánicos con los militares que organizaban la conspiración en España durante la primera quincena de junio de 1936, pero el problema que inmediatamente se planteó fue el relativo al programa. El principal dirigente tradicionalista, Fal Conde, era partidario de producir un acto violento que arrastraría a las «masas sanas» y al Ejército, pero se negaba a colaborar si no tenía la seguridad de no ser engañado. De ahí que propusiera a los militares un programa que suponía la derogación de la Constitución y las leyes laicas, la disolución de partidos y sindicatos y la constitución de un Directorio con un militar como presidente y dos consejeros políticos, ambos tradicionalistas, que tendrían a su cargo las responsabilidades de Interior y Educación. Pero Fal sabía que en esta postura exigente no era seguido por la mayoría de los dirigentes carlistas, que mantenían posiciones más posibilistas; aun así, acabó rompiendo con los militares. Entonces, otro dirigente del tradicionalismo, el conde de Rodezno, representante del tradicionalismo navarro, se puso en contacto con el principal dirigente de la conspiración militar, Mola, y se decidió a la colaboración en esta región, consciente de que, si el movimiento militar estallaba, las masas propias estarían de modo inevitable con él, como así sucedió. De nada sirvieron la resistencia de Fal o las dudas de don Javier hasta el último momento.
Todo este elenco de posturas explica la situación que se dio inmediatamente después del estallido de la guerra civil, pero, para tratar de los propósitos que guiaban a la sublevación, hay que hacer alusión de modo principal a los militares. Como hemos visto, todos estos grupos políticos se remitían a un paréntesis dictatorial militar, pero en qué consistiera este debía ser definido por el propio mando, y este tuvo unas ideas elementales y poco precisas.
De los generales que participaron en la conspiración, Sanjurjo era todo un símbolo y el previsible jefe, pero de él no podía esperarse ni tan siquiera el esbozo de una fórmula programática. El mismo dirigente tradicionalista Fal Conde, que ponía en él toda su confianza, le describió como «tan simplote». No solo no redactó programa alguno, sino que cuando se enfrentaron las posiciones de carlistas y de Mola trató de mediar con una carta que es testimonio de sus limitaciones. Un tercio de ella estaba dedicada a convencer a Mola de que aceptara la bandera bicolor, algo sin verdadera trascendencia; en el resto, parecía ver la solución de los males nacionales en el restablecimiento de los tenientes generales y la constitución de un gobierno militar asesorado por un Consejo de «hombres eminentes», la supresión de los partidos, «para que [todo] se encalme», y la «estructuración del país desechando el actual sistema liberal y parlamentario». Cuando recibió esta carta, Mola aseguró no creer que fuera del militar exiliado, porque no le interesaba, pero en realidad le dijo a Rodezno que Sanjurjo era «incapaz para decir a nada que no». En el fondo debía pensar que se debía en exceso a los carlistas.
Fue Mola no solo el organizador de la sublevación en contra del Frente Popular y la República, sino también el único capaz de vertebrar algo parecido a un programa. Lo hizo en una nota redactada el 5 de junio. El resumen de todo lo previsto se encontraba en tan solo cuatro palabras que, en mayúsculas, concluían el breve texto: «UN ESTADO FUERTE DISCIPLINADO». Para ello se constituiría un Directorio de cinco generales con un presidente, mientras que los civiles no tendrían otra función que la técnica o administrativa. El Directorio mantendría el régimen republicano y las conquistas obreras, pero disolvería las Cortes y demás instituciones y asumiría todos los poderes, suspendiendo la Constitución (sin derogarla, por tanto). El golpe, pues, en su programa no implicaba tan radical ruptura con el pasado como la que se produjo luego. Solo estaba prevista la disolución de sectas, partidos y sindicatos de inspiración extranjera, y la dictadura se decía temporal hasta la elección de un Parlamento constituyente «por sufragio en la forma que oportunamente se determine». Junto con disposiciones demasiado vagas («saneamiento de la Hacienda», «extinción del analfabetismo») incluía otras que parecían contener un residuo liberal, como las relativas a la separación de Iglesia y Estado y el establecimiento del carnet electoral. El régimen propuesto era mucho más duro que el de la Dictadura de Primo de Rivera, pero se parecía infinitamente más a él que a la situación política española al final de la guerra civil.
¿Se ha de tomar muy en serio un programa como este? La verdad es que no, y el primero que no lo hizo así fue el propio Mola, que con tal de conseguir el apoyo de los tradicionalistas acabó por aceptar como programa la confusa carta de Sanjurjo. Por otro lado, no fue un elenco de medidas discutido con el resto de los militares ni fue hecho público después de iniciarse la lucha armada. En suma, puede decirse que lo que guiaba a los militares no era un programa, sino un deseo de enfrentarse a una situación que creían revolucionaria e imponer por la fuerza un régimen de autoridad temporal, pero que no excluía la vuelta a una forma más autoritaria aunque no fascista ni en completa ruptura con el liberalismo. En suma, los militares veían su propia intervención como un acto de policía, un restablecimiento del orden público por medios extraconstitucionales sin ulteriores propósitos muy precisos.
Claro está que entre los militares que preparaban la sublevación también latían algunas otras posibilidades políticas más radicales. Entre los papeles de otro conspirador, el general Varela, hay testimonios de soluciones más radicales. Había recibido la influencia del tradicionalismo y era por ello mucho más taxativo —o lo eran sus consejeros, pues es posible que no redactara todos estos papeles por sí mismo—. En su archivo se encuentra un programa de acuerdo a través del cual la Constitución sería derogada, la prensa por completo fiscalizada, incluso en los nombramientos de cargos directivos de los periódicos; los partidos de izquierda, suprimidos, y los de derecha, unificados, etc. Aun así, lo esencial del golpe de Estado parece haber sido, en la mente de los militares, concluir con la situación política y social existente. Qué se hiciera luego dependía de quién predominara e incluso de la aspereza de la lucha previa.
Francisco Franco no redactó ningún programa como estos, aunque su primera proclama descubre que se movía en interpretaciones parecidas a las de Mola. Si no lo hizo fue porque su papel en la conspiración fue inferior al que luego se le atribuyó, tanto en lo que respecta a la organización, en la que desempeñó un papel secundario, como en el ideario, respecto del que tardó mucho en definirse o se limitó a sumarse a otras actitudes. La primera vez en la que apareció Franco en la conspiración fue con ocasión de la reunión celebrada el 8 de marzo en Madrid en casa de un civil relacionado con la CEDA, en la que participaron, junto a él, los también generales Mola, Orgaz, Villegas, Varela y Fanjul, junto con el teniente coronel Galarza. Lo que sabemos acerca de esta reunión se refiere a pequeños roces entre Franco y Mola, pero también al hecho de que el primero buscó y obtuvo desde el principio el segundo puesto en la conjura, en ausencia de Sanjurjo, lo que no le impidió mantener en los meses siguientes, hasta la sublevación, una actitud desdibujada e incluso ambivalente.
El Estado campamental y la jefatura de Franco
EL ESTADO CAMPAMENTAL Y LA JEFATURA DE FRANCO
Como en el caso del Frente Popular, el primero y más evidente resultado del alzamiento militar fue la fragmentación de la autoridad política entre los sublevados, pero en este caso fue solo la consecuencia del fracaso del pronunciamiento y de la discontinua geografía que controlaron en un principio. Con el transcurso del tiempo, en este bando, aunque perdurara la heterogeneidad en la composición política, se logró, sin derramamiento de sangre, un grado elevado de unidad. Tal situación se explica por la peculiar mentalidad que guiaba a los sublevados. Para ellos se trataba de evitar, ante todo, el triunfo de una supuesta revolución inminente a pesar de que ni estaba preparada ni existía un grupo político capaz de protagonizarla.
Probablemente, como ya se ha sugerido, si la sublevación hubiera triunfado desde el primer momento se habría constituido un Directorio militar con algunos técnicos dentro de un régimen formalmente republicano, y es previsible que ese régimen hubiera sido tan solo temporal en sus propósitos, aunque infinitamente más represivo que el de Primo de Rivera. Lo que caracterizó a la primera organización de la España sublevada, cuando se percibió que la guerra duraría, fue lo que Serrano Suñer denominó como el «Estado campamental», una fórmula de organizarse de modo temporal y como en campaña, en la que todo, desde las medidas políticas hasta las propias instituciones, parecía improvisado. Hubo, además, un acusado policentrismo.
El general Sanjurjo murió el 20 de julio cuando, al partir de Portugal, el avión, pilotado por el aviador monárquico Ansaldo, capotó y se estrelló. Para los sublevados, la muerte del militar era un acontecimiento grave, ya que les privaba de algo tan difícil como era un jefe indisputado tanto entre el mando como entre los grupos políticos. En estas circunstancias, al día siguiente, tomó el general Mola la iniciativa de crear una mínima estructura administrativa. Como en el caso de la conspiración, fue el planificador fundamental de la acción, aunque hubo también elementos civiles (en esencia, de significación monárquica) que jugaron un papel colaborador. Descartó una Junta con elementos civiles; fueron personas vinculadas con el monarquismo, como Vallellano, Goicoechea y Yanguas, los que insistieron en la necesidad de que el organismo que se creara fuera de carácter exclusivamente militar. Una vez que se hubo optado por este criterio, la graduación se imponía a cualquier otro principio jerárquico, y así se explica que quien resultara nombrado para la presidencia de la Junta fuera tan conspicuo republicano como el general Cabanellas.
El 22 de julio, Mola y Cabanellas se entrevistaron en Zaragoza, donde el primero hizo la oferta formal al segundo, que aceptó. El día 23 estaba ya de nuevo Mola en Burgos anunciando mediante una proclama el establecimiento de una Junta de Defensa Nacional que actuaría como Gobierno provisional. Nada en la presentación de quien habría de presidirla hace pensar en un liderazgo carismático, pues quedaba descrito como «el más antiguo de los generales de división afectos al Movimiento» y «figura venerable y patriótica». Junto a él, en la Junta de Defensa hubo otro general de división, Saliquet, y los de brigada Mola, Dávila y Ponte, así como dos coroneles.
La formación de la Junta fue decidida por Mola sin consultar absolutamente con nadie, por lo que se plantea el problema de cuál pudo ser la reacción de Franco ante la noticia de su creación. En África, este todavía no había empezado a opinar acerca de un régimen permanente para España. Menos de una semana después de formarse la Junta dijo a un representante del partido nazi que el Gobierno «nacionalista» se había organizado en forma de un Directorio de tres generales, él, Queipo y Mola, bajo su presidencia. Resultó así desde el punto de vista militar, pero lo último, su presidencia, descubría una ambición que la evolución de los acontecimientos haría posible. Ya en Cáceres, a primeros de septiembre, se entrevistó con un enviado alemán y en la conversación se hizo patente la orfandad en que se encontraba desde el punto de vista político. Si triunfaba, ayudaría a cualquier movimiento nacional apoyado por el pueblo y volvería a su carrera profesional en el Ejército.
Al mediodía del 24 de julio se hizo pública una declaración-programa de la Junta de Defensa que, en realidad, es un documento de escasa consistencia y de menor trascendencia aún. Así, por ejemplo, no se decía ni tan siquiera que las Cortes de 1936 fueran ilegítimas, lo que luego se convirtió en medio fundamental de propaganda de los sublevados, sino que solo se afirmaba que estaban «ganadas por el afán bolchevizante». Lo que los militares ofrecían era «frente al marxismo, España» y «frente a la anarquía, la ley». Había, además, una genérica promesa de conservación de las conquistas sociales y políticas. Del futuro, lo único que se indicaba era que quedaría constituido un Directorio militar, siendo provisional el existente hasta entonces.
Las verdaderas responsabilidades supremas estuvieron en los meses iniciales en manos de los jefes militares. Mayor trascendencia que cualquier decisión de la Junta tuvo la reunión, a mediados de agosto, de Mola, Queipo y Franco en Sevilla. La mejor prueba fue el inmediato papel decreciente de Cabanellas, visto con prevención por gran parte de los sublevados. Fue el primer militar que utilizó la boina roja de los carlistas, lo que provocó entusiasmo entre ellos, pero, en cambio, a algún militar, que sabía de su origen y de su adscripción masónica, le dio la sensación de padecer alucinaciones provocadas por la fiebre.
Fueron escasas pero de cierta importancia las medidas tomadas por la Junta en el terreno político. La declaración de estado de guerra el 30 de julio consagró el absoluto predominio de las autoridades militares, que duró hasta el final de la contienda. De esta manera quedaban dotados los altos mandos de unos poderes represivos excepcionales que incluían entre los delitos la propalación de noticias falsas, cualquier intento de «tender a dificultar» el abastecimiento o el abandono del trabajo. A mediados de septiembre fue regulada la actuación de los partidos políticos. En un decreto que daba la sensación de iniciarse con una condenación general de todos los partidos, al final solo se declararon fuera de la ley a los que hubieran figurado en el Frente Popular o le hubieran apoyado luego. En pura teoría, por tanto, un Lerroux hubiera podido actuar en la legalidad, pero no un nacionalista vasco. Un decreto muy poco posterior prohibió la totalidad de las actividades políticas y sindicales, pero en tales términos que no parecía deducirse que se pensara en la intrínseca maldad del pluralismo: se toleraban las «peculiares ideologías» de cada uno, pero quedaba condenado el «partidismo político».
Estas medidas fueron tomadas exclusivamente por los miembros de la Junta residentes en Burgos, al mismo tiempo que el número de sus componentes fue variando con el transcurso del tiempo. De manera sucesiva se incorporaron a la Junta el almirante Moreno, Franco (que lo hizo el 3 de agosto), Gil Yuste y Orgaz, todos ellos jefes militares. Algunas de las medidas tomadas en estos momentos iniciales de la guerra por parte de la Junta de Defensa en materia de restauracionismo religioso precedieron a las políticas seguidas con posterioridad de una forma más coherente y articulada.
La Junta de Defensa estuvo lejos de ser el único organismo de dirección política de los sublevados durante los primeros meses de la guerra. Como en el caso del Frente Popular, aunque en menor grado y extensión, se dio también un manifiesto policentrismo entre los sublevados y no solo por las dificultades de comunicación entre sus dirigentes. Dos centros de decisión merecen especial atención porque constituyeron, en algún momento, reductos de poder resistentes a la concentración en sus manos que finalmente llevó a cabo Franco. Las especiales circunstancias de Sevilla y el carácter de quien protagonizó allí el golpe explican la necesidad de referirse a la capital andaluza; en cuanto a los carlistas, no hay que olvidar que fueron el grupo político que en primer lugar se decantó por el golpe de Estado y tuvo tras de sí unas masas adictas.
Queipo de Llano, conspirador en favor de la República, estuvo convertido durante los primeros meses de esta en todo un símbolo de militar republicano, lo que explica que todavía en 1936 conservara un puesto importante en la jerarquía militar, que le permitió viajar por toda España. También le permitió conspirar, y en este aspecto parece indudable que su papel fue mucho más decisivo que el de Franco. Luego, el inesperado decantarse de Sevilla por la sublevación tuvo como consecuencia proporcionar la base imprescindible para que las tropas de África pudieran pasar a la Península.
Valiente hasta la temeridad e impetuoso hasta la imprudencia, Queipo de Llano era un hombre sin doblez cuya espontaneidad le hizo popular en el momento de su mayor protagonismo histórico, incapaz de conseguir victorias políticas a medio plazo por su ingenuidad y candidato a tener una mala imagen entre los historiadores del futuro. Era una de esas personas en las que la relación de igual a igual no debía ser fácil y en que el contacto personal primaba sobre cualquier otra cosa. Sus diatribas brutales contra el adversario y la dureza de la represión que aplicó fueron compatibles con el hecho de que salvara a algún señalado dirigente republicano (Giménez Fernández, por ejemplo).
Lo primero que es preciso señalar respecto de Queipo de Llano es su enorme popularidad en la zona sublevada de la mitad sur de la Península. Nacía, por supuesto, de su personalidad, pero también del ambiente en donde ejercía su mando militar y político. No olvidemos que si había existido una capital de provincia en que la experiencia del desorden público resultara más persistente en los años republicanos, fue Sevilla. Fue allí donde durante el primer bienio republicano se produjeron más huelgas y más muertes en atentados sociales; una de las más inestables (diecisiete gobernadores civiles en algo más de cinco años de República), aquella que tenía un proletariado organizado más activo (con la, para entonces y para ahora, elevadísima afiliación del 60 por 100) y más proclive al maximalismo en el que competían anarquistas y comunistas. La lucha política llegó a tal virulencia que el director del diario de extrema derecha fue procesado sesenta y ocho veces, mientras que un periódico comunista daba instrucciones acerca de cómo organizar milicias ilegales. No extraña que una parte de la sociedad sevillana mostrara entusiasmo ante el vencedor, sobre todo teniendo en cuenta que la lucha había durado cinco días y que, durante ellos, dos tercios de la ciudad habían estado en manos del adversario. La popularidad de Queipo fue adquirida entre las clases conservadoras aterrorizadas por el temor a la revolución social, pero también por el desgarro popular de sus charlas.
Lo que nos interesa de manera especial es que con el bagaje de su popularidad Queipo de Llano montó un área de autonomía propia en lo político que duró mucho tiempo e inquietó en más de una ocasión a Franco. En Sevilla, las noticias de la Junta de Defensa no fueron frecuentes. Como era habitual en las autoridades militares de la zona sublevada, Queipo de Llano nombraba a los gobernadores civiles; pero hizo más todavía: les dio instrucciones para que tomaran medidas concretas de gobierno que no eran en absoluto consultadas con nadie. En los meses que siguieron llegó a dictar 79 bandos y 38 órdenes, de los que 58 y 33 aparecieron, respectivamente, hasta finales de 1936, lo que testimonia que con el paso del tiempo su poder se fue haciendo decreciente.
Antes de examinar el contenido de la obra de Queipo de Llano en su virreinato hay que empezar por advertir en dónde estaban sus relaciones en 1936. En términos relativos, Queipo era un «republicano» en el seno de la dirección sublevada. Los tradicionalistas podían espontáneamente reintroducir el crucifijo en la escuela, pero a él se le planteaba como problema, por ejemplo, devolver o no a los jesuitas los edificios de que fueron despojados tras su expulsión. Mucho más importante que esta apoyatura inicial es el hecho de que Queipo de Llano pretendiera la «absorción de las masas rojas que quedaran». La expresión entrecomillada pertenece al cónsul italiano en Sevilla; para él lo que hacía el jefe del Ejército del Sur era idéntico a lo que la Falange como grupo político pretendía en la totalidad del territorio nacional. De ahí nació una activa política social consistente en la repetida publicación de órdenes y bandos en los que el general se decía partidario, por ejemplo, del «capitalismo paternalista» y, al mismo tiempo, disciplinaba el pago de los salarios, regulaba la función de inspección de las condiciones de trabajo, trataba de conseguir la construcción de casas baratas o dirimía los conflictos entre capital y trabajo. Resultaba muy habitual que tomara una disposición que lo lógico hubiera sido que fuera adoptada por un organismo de carácter nacional y no por otro regional. Este género de actuación y de talante le pareció al agente portugués, cuando le visitó, ya a comienzos de su declinar político, el propio de una especie de paternal déspota oriental «en plena luna de miel con sus funciones de Señor absoluto de una hermosa región».
«Trabajo va a tener con él el Generalísimo», escribió, además, el citado agente. El poder político de uno iba en perjuicio evidente e inmediato del otro. Quien estuvo a sus órdenes para luego cambiar de bando y servir de instrumento de propaganda al adversario no mintió cuando escribió que, en Sevilla, «la fotografía de Franco se ve en muy pocos sitios; Queipo en su territorio le desplaza, anula su personalidad». Por supuesto, desde fecha muy temprana, quien se hizo con la Jefatura del Estado en octubre de 1936 trató de tener algún instrumento de control sobre Queipo de Llano. Tuvo, por ejemplo, un cuartel de enlace en Sevilla regido por un coronel de su confianza, Luis Villanueva, pero las autoridades dependientes de la Jefatura del Ejército del Sur se negaron a proporcionarle automóviles; tampoco hicieron nada por difundir la primera propaganda dirigida a la exaltación de una jefatura común bajo la divisa «Una Patria. Un Estado. Un Caudillo». Con su habitual incapacidad para callarse lo que pensaba de unos y otros, Queipo de Llano llamaba al enlace de Franco «la portera de Sevilla» y decía de él que había ascendido por «méritos de teléfono». Cuando le visitó tan solo por unas horas un personaje político de primera fila en el carlismo pensó inmediatamente que «quizá en el futuro [Queipo] sea un posible disidente porque no se recata de hablar con ligereza de Franco, Varela y otros compañeros suyos».
El segundo poder político prácticamente autónomo durante los primeros meses de la guerra fue el organizado en torno al tradicionalismo, del que se puede decir que llegó a la creación de todo un germen de Estado. En Navarra, el tradicionalismo tenía una organización militar clandestina organizada de forma capilar y capaz de una movilización importante en efectivos. Con esta base se articuló en la provincia una organización paraestatal que no parece haber tenido conflictos con el general Mola, pero que tomó medidas que implicaban el ejercicio de la soberanía y el olvido de cualquier tipo de existencia de un Estado central. La Junta Central de Guerra de Navarra estuvo presidida por Joaquín Baleztena. Formaron parte de ella un representante por cada una de las merindades navarras y muy pronto empezó a dictar disposiciones sobre cuestiones religiosas: a los pocos días se restableció la enseñanza católica y en agosto se revocó la expulsión de la Compañía de Jesús. Otras medidas se refirieron al restablecimiento del crucifijo en las escuelas, la depuración de los enseñantes o la incautación de literatura disolvente en las bibliotecas. Respecto de la vuelta a la bandera bicolor, ni siquiera fue necesaria una disposición precisa, pues se utilizó espontáneamente.
Pero los tradicionalistas no se limitaron a tener este reducto, sino que pretendieron crear también una organización nacional. A finales de agosto se reunieron en Burgos los principales dirigentes del carlismo. Habían acudido a la capital castellana con objeto de irse situando en contacto con la Junta de Defensa, pero descubrieron que esta, aunque «muy encumbrada, no tenía más que carácter técnico». En consecuencia, formaron otra propia que se convirtió en el organismo superior de la Comunión Tradicionalista. La Junta tenía como presidente al jefe-delegado de la Comunión, Fal Conde, auxiliado por un secretario, Lamamié, y estaba compuesta de dos secciones, una militar, en donde figuraba Zamanillo, el delegado de requetés, y Rada, y otra de «asuntos generales», que hubiera podido denominarse más propiamente política. En esta última figuró Rodezno, al que separaban de Fal Conde diferencias de edad, pero sobre todo de talante, pues mientras el primero había estado preparando una sublevación exclusivamente tradicionalista, el segundo siempre fue partidario de una coalición más amplia. Aparte de esta estructura para regiones o provincias, fueron nombrados unos «comisarios de guerra» que venían a ser una especie de delegados en esta circunstancia bélica. Debe tenerse en cuenta que alguna de las atribuciones de la sección de asuntos generales de la Junta Nacional eran auténticos ministerios en germen (Valiente se ocupaba de las cuestiones religiosas; Olazábal, de relaciones exteriores…). Con el paso del tiempo esta estructura administrativa fue creciendo, creándose responsabilidades en Hacienda, Enseñanza y Gremios.
Los carlistas contaban, además, con una persona que estaba al frente de la causa propia. El príncipe-regente don Javier de Borbón-Parma anudó una relación muy estrecha con Fal Conde que duró toda la guerra. Don Javier, por el momento, no entró en España, aconsejado por Fal, pues «el Regente no debe entrar en España sin acatamiento y reverencia», pero «para el Jefe de Gobierno ha de ser desagradable ver en entredicho nuestra confianza a su autoridad». Nos interesan estas recomendaciones porque testimonian el grado de autonomía que se atribuían los carlistas y porque hacen referencia indirecta a la persona de Franco. Debe tenerse en cuenta que dos meses antes de que se escribiera la citada carta ya Franco había sido nombrado jefe del Estado y el dirigente carlista solo le atribuía la condición de jefe de Gobierno.
Una persona recelosa de los peligros que pudiera correr su poder (y Franco lo fue siempre en grado superlativo) hubiera encontrado muchísimas razones para la prevención ante los carlistas sin necesidad de recurrir a la correspondencia entre Fal y don Javier. Durante los primeros meses de la guerra los tradicionalistas no testimoniaron el afán monopolizador del poder político que luego los falangistas mostraron en los primeros meses de 1937, pero parecían decididos a construirse un reducto de poder propio al margen del militar. Cuando en el Boletín de Campaña de los Requetés se hablaba de «nuestro caudillo», no se trataba de Franco, sino de los descendientes de la línea dinástica propia. Fal Conde aparecía descrito como «el hombre que Dios nos ha enviado», y se felicitaba a Franco, pero tan solo como «digno representante del movimiento».
¿Fue consciente este, a medida que fue adquiriendo la idea de que sobre sus hombros recaía una misión providencial, de que este Estado dentro del Estado era un peligro para él? Hay indicios suficientes como para pensar que sí. Fal Conde debió de tener su primera conversación con Franco a fines del mes de octubre o comienzos de noviembre. Su juicio fue tan positivo como el de tantos otros políticos del bando sublevado, que creían que estaba muy por encima de la media del generalato español. Pero don Javier pronto supo, a través de otro dirigente carlista, que en el futuro «quedaría como Regente de la Comunión, pero en las manos de Franco». Desde el momento en que este asumió la Jefatura del Estado estuvo decidido a ejercerla por completo y a liquidar a sus adversarios políticos. En la lista, el primero que figuró fue Manuel Fal Conde, el hombre que quiso haber creado un Protoestado carlista.
A lo largo de todo el mes de agosto de 1936 las declaraciones de Franco, cuando era preguntado, recordaban que la sublevación no iba en contra de las instituciones y que se plasmaría en una Dictadura corta en el tiempo, dejando, además, implícito que poco sabía o tenía que sugerir acerca de los modos de gobierno que serían implantados. Tampoco reclamó para sí una jefatura sobre el movimiento militar; pensaba en esta posibilidad y, además, estaba convencido de que, por así decirlo, tenía derecho a ella, por lo que se había acordado en el primer momento de la conspiración, pero esas esperanzas o deseos se les hizo presentes mucho más a los emisarios extranjeros que a los compañeros en el generalato. El verdadero cambio se produjo en otro sentido. La guerra, con su largo cortejo de salvajismo, provocó la simplificación y la búsqueda ansiosa de un liderazgo personificable, y él era, de todos los generales, el menos susceptible de encontrarle enemigos, el que parecía más reposado, el más estrictamente militar y el que menos identificado estaba con cualquier situación política anterior. Era, sobre todo, el general que había obtenido más triunfos en el campo de batalla en el plazo de contienda que se llevaba desarrollado hasta el momento. El grito «¡Franco! ¡Franco! ¡Franco!», parece haber nacido espontáneamente, tal como revela la prensa diaria.
Desde comienzos de septiembre, instalado ya en Cáceres y con un Cuartel General propio, contó con el apoyo de una pequeña infraestructura que podía serle de utilidad para un mínimo de acción política. Millán-Astray le sirvió para la propaganda interna; Luis Bolín, encargado de trasladarle en el avión Dragon Rapide, le puso en contacto con la prensa extranjera. Disponía ya, además, de sus principales colaboradores políticos durante la primera parte de la guerra: el diplomático Juan Antonio Sangróniz y, sobre todo, su propio hermano Nicolás. Para una persona como él, que tenía un fondo de indudable timidez, recelosa y que de la política tenía una experiencia nula, fue esencial contar en su proximidad con una persona de la que pudiera fiarse por completo, que sirviera su ambición política, pronto transparente, y pudiera utilizarle como pantalla con sus interlocutores y rivales.
Importa señalar el momento y las circunstancias en las que se produjo este nombramiento, porque sin duda el ambiente fue fundamental. Es evidente que en el momento del nombramiento jugó un papel esencial la circunstancia bélica. Si el 28 de septiembre se tomó la decisión en los términos que veremos, el día anterior había entrado el general Varela en Toledo, en cuyo Alcázar resistían los sublevados. En realidad, la liberación de los sitiados no tenía un verdadero valor militar, pero sí moral y político, como afirmó el propio Franco. El aprovechamiento de esta circunstancia demostró en él una capacidad para medir el tiempo político envidiable, de la que haría gala en ocasiones posteriores, en especial en el proceso de unificación de las fuerzas que ya acaudillaba.
El nombramiento de Francisco Franco como jefe del Estado resulta conocido en sus pasos políticos fundamentales, sin que sea imaginable que se descubran fuentes nuevas que alteren de manera esencial aquello que de él sabemos. El punto de partida era el que ya conocemos: un poder militar de facto en manos de un triunvirato militar y el hecho de que, así como Franco había demostrado deseos de ejercer el mando personal, en cambio, Mola recurriera en el primer momento a nombrar un mando colectivo presidido por otro.
La iniciativa para el nombramiento partió del general Kindelán, preocupado por el mando plural, aunque hubiera actuado de una manera coordinada; sin duda, en lontananza, podía haber otro factor de carácter político. El citado militar, como también Orgaz, era monárquico y debía ser consciente de que solo un Martínez Campos llevaría a una Restauración que tampoco veía en este momento como una exigencia inmediata. Las otras personas que trataron con Kindelán de esta cuestión fueron siempre de la más estricta intimidad de Franco o de su entorno militar: su hermano Nicolás, Millán-Astray y Yagüe, que incluso parece haber dicho estar dispuesto a conseguir ese propósito unificador «con una compañía de legionarios». De todos estos militares, lo que podríamos denominar como «grupo promotor», solo Millán-Astray no tuvo enfrentamientos posteriores con Franco. Según los medios monárquicos, también participó en estas reuniones Sangróniz, lo que probaría de nuevo el propósito político a medio plazo de una parte del grupo.
Merece la pena señalar en qué términos se produjo la respuesta de Franco ante todas estas sugerencias. Kindelán cita la «modestia», que todavía aparentaba el futuro jefe del Estado, pero también otros dos factores más relacionados con el cálculo político: «el temor de que la cosa no estuviera aún madura» y el de perder el mando de las tropas de África. Como se ve, estas dos preocupaciones testimonian las dos capacidades esenciales de Franco para actuar en política: la ya mencionada de medir el tiempo y la de descubrir dónde estaba el poder efectivo. Un puesto como el del general Cabanellas, sin mando de tropas, hubiera resultado lo mismo que nada.
Franco, tras algún día de duda, acabó convocando el 21 de septiembre a los militares que dirigían la sublevación en una finca cercana a Salamanca, propiedad del ganadero Pérez Tabernero. Los convocados no eran ni tan siquiera los generales y oficiales de la Junta de Burgos, pues a ellos se había sumado Kindelán. Se debía haber elaborado un orden del día relativo a otras cuestiones, pues la mañana entera fue empleada en cuestiones de menor importancia. Solo después de comer introdujo la cuestión Kindelán, apoyado por Orgaz. Sin duda, fue una sorpresa, en ese momento, la intervención de Mola, que era un posible candidato a las máximas responsabilidades y ahora se mostró taxativo: «Si antes de ocho días no se ha nombrado Generalísimo, yo no sigo; yo digo: ahí queda eso y me voy». Quienes promovieron a Franco desde posiciones monárquicas recalcaron la «generosa, abnegada y patriótica actitud del general Mola», quien le podía haber puesto auténticas dificultades; con ello, Queipo de Llano, otro posible rival, carecía de argumentos para oponerse en público, aunque los expresó en privado. Los de Cabanellas, por su parte, no fueron tomados en consideración. Afirmó que el mando único era prematuro y que la guerra también podría dirigirse por un Directorio o Junta, lo que fue respondido por Kindelán con la seguridad de que de esa manera se perdería la guerra. La propuesta de Kindelán fue votada por la totalidad de los asistentes, con excepción de Cabanellas. Franco, el elegido por unanimidad, no habría de perdonárselo.
La Junta de Burgos había quedado como responsable de hacer pública la decisión, pero tardó en hacerlo, y eso movió de nuevo a Kindelán y a las personas del entorno de Franco a promover una nueva reunión en el mismo sitio. Solo entonces se pensó en añadir al supremo mando militar también el político; el decreto en que se articuló esta decisión fue redactado en el mismo momento en que Franco saludaba a la multitud que expresaba su entusiasmo por la toma de Toledo. A la finca de Salamanca acudió de nuevo quien iba a ser investido con la suprema responsabilidad política acompañado de sus principales promotores militares, mientras que su hermano Nicolás se encargaba de enviar dos unidades de milicias, tradicionalistas y falangistas, encargadas de mostrar el apoyo de los dos grupos políticos principales al nombramiento del hermano.
De nuevo la reunión se inició con la discusión de asuntos de menor trascendencia, hasta que, a media mañana, consiguió Kindelán leer el decreto que traía preparado. Su preámbulo consistía en una glosa de la necesidad militar del mando único, pero su artículo tercero decía que la «categoría de Generalísimo llevará anexa la función de jefe del Estado mientras dure la guerra». Kindelán admite que la lectura del decreto tuvo «mala acogida», cuya causa puede adivinarse: lo que cambiaba por completo el panorama era la extensión de la magistratura de Franco al terreno político. Mola cambió de postura y Kindelán admite haber padecido «gran violencia» en el transcurso de la reunión. Importa recalcar que no se tomó ninguna decisión precisa. La discusión no parece haber durado mucho más de una hora y, después del almuerzo, los dos generales más decisivos junto a Franco en el mando de tropas, Mola y Queipo de Llano, abandonaron la reunión. La cuestión quedó en manos de Cabanellas, quien aquella misma noche se trasladó a su residencia de Burgos.
Debió de ser allí donde el presidente de la Junta de Defensa se decidió finalmente a aceptar el nombramiento de Franco. Se puede comprender que lo hiciera. Su cargo era nominal y circunstancial; había quedado no ya en minoría, sino en la soledad más absoluta y, además, tampoco se daba tanta importancia a lo que estaba sucediendo, pues la guerra parecía cuestión de semanas. Además, quizá en esa misma noche o al día siguiente consultó a Mola y Queipo de Llano por teléfono. Parece haber sido únicamente el jefe del Ejército del Sur el que discrepó, finalmente, del nombramiento, pero tampoco debió de haber resistido a ultranza. Resulta, en cualquier caso, sorprendente que a una decisión de tanta importancia se llegara de esta manera.
El encargado de redactar el decreto final fue el catedrático de Derecho Internacional José Yanguas, pero es obvio que en él intervinieron el propio Franco o sus consejeros. La fórmula que empleó para hacerlo variaba de manera sustancial el texto de Kindelán. El preámbulo no se refería ya a la necesidad de unidad de mando militar, sino a la de «un solo Poder», a secas. Franco era nombrado, con una fórmula por completo peregrina, jefe del Gobierno del Estado, que parecía indicar una posible provisionalidad, pero al mismo momento asumía «todos los poderes del Estado» aparte de la dirección militar. La prensa no hizo distinción y atribuyó a Franco sin titubeo la condición de jefe del Estado.
El interrogante que cabe hacerse es si lo sucedido merece la denominación de «golpe de Estado». En cierto sentido sí lo fue. Los militares que otorgaron a Franco tan importante puesto habían pensado en una magistratura temporal en que lo castrense fuera lo esencial; esperaban tomar Madrid de manera inmediata y concluir la guerra, momento a partir del cual todo debería ser discutido de nuevo. Nadie pudo imaginar ni remotamente que acababa de contribuir a crear una magistratura dictatorial personal y vitalicia. Incluso la relevancia de lo sucedido no aparece tan recalcada en la prensa de la zona sublevada. En cierto sentido, en cambio, no merece el nombre de golpe de Estado porque fue aceptado sin resistencia por todos aquellos que participaron en las deliberaciones acerca de la jefatura única. Fue sobre todo el comienzo de un proceso de concentración del poder, el inicio, si acaso, de un golpe de Estado por pasos del que constituye la mejor prueba la conversión de la magistratura de que había sido investido en una pura Jefatura del Estado sin más por simple cambio de los términos en el Boletín Oficial.
En esta ocasión, como no podía menos de suceder, Franco debió pronunciar sendos discursos, el primero dirigido a quienes le habían nombrado y el segundo, radiofónico, a la totalidad de los españoles. Este segundo discurso fue el primero en que, al menos remotamente, presentó algo parecido a un programa; en su elaboración puede haber jugado un papel el coronel Martínez Fusset, que Franco se había traído como asesor desde Canarias. Lo que asombra es lo poco que Franco había avanzado en el terreno de la política propiamente dicha. Como podrían haber hecho el resto de los generales sublevados, todavía parecía estar dispuesto a dejar subsistentes algunos restos de la legislación republicana: habló, por ejemplo, de respetar las regiones y se mostró contrario a la confesionalidad religiosa. Dos años después pontificaría sobre materias económicas, pero de momento pronunció una frase literalmente incomprensible: «El capitalismo se encauzará y no se regirá como clase apartada, pero tampoco se le consentirá una inactividad». Quizá el verdadero cambio en lo que decía se denotó en las ausencias más que en las afirmaciones. Todavía a comienzos de 1937 dijo alguna vez que su poder era temporal, pero ahora por vez primera empleó el termino «totalitario» para referirse a su ideal político. Y, sobre todo, lo que por vez primera había desaparecido era la idea de la dictadura breve y de transición.
Pero el verdadero cambio no se había producido en los discursos, sino en el propio interior de Franco. Es obvio que había buscado el nombramiento y que forzó que fuera todo lo amplio que resultó al final; sobre todo se encargó en meses sucesivos de irlo ampliando día a día. «Me tengo que encargar de todos los poderes», dijo a la Junta de Burgos en el transcurso de la aceptación de su magistratura. Su mención a «todos los poderes» fue lo que marcó un giro radical en su vida. Años después, en las breves notas que redactó como memorias, resumió brevemente el significado de lo sucedido: «El peso de la Jefatura del Estado. Responsabilidad total: las dos partes, la militar y la política y de esta la económica». Se trataba, en fin, de la Dictadura, de la que nunca pensó volverse atrás.
Al mismo tiempo que se creaba el mando único, fue modificada la Junta, que pasó a ser definitivamente un mero órgano de intendencia de la retaguardia, carente de cualquier capacidad de dirección militar. La proclamación de Franco supuso, en efecto, un cambio fundamental en la organización política de la zona sublevada, pese a lo cual es preciso advertir que los rasgos «campamentales» se mantuvieron hasta el final mismo de la guerra. La transición entre la fórmula anterior y la nueva se llegó a apreciar incluso en la denominación del diario oficial, que pasó a recibir el nombre Boletín Oficial del Estado. En el del 2 de octubre quedaron definidos los rasgos y características de la Junta Técnica de Estado, supremo organismo colectivo que debía acompañar a Franco en el ejercicio del poder.
La presidió, en primer lugar, el general Dávila, que al mismo tiempo desempeñó la jefatura de Estado Mayor de Franco —lo que ya prueba el papel de segundo orden de la Junta— hasta que al asumir, tras la muerte accidental de Mola, la dirección del Ejército del Norte, le sustituyó Gómez Jordana. Ambos eran militares con una sólida experiencia en Marruecos y capaces para las tareas organizativas, pero no habían tenido experiencia o significación política. De la presidencia de la Junta, ahora denominada Técnica de Estado, dependieron siete comisiones en las que figuraban profesionales y algunos políticos de significación monárquica como Bau, Vegas Latapié, Pemán, Amado, etc.
En general, pero de modo especial en las materias relativas a la cuestión religiosa, la obra de la Junta Técnica recuerda más a la derecha tradicional que al fascismo. El propio Pemán afirmó que existía un marcado contraste entre las «cosas católicas» que la Junta promovía y las «cosas nuevas y fascistas» patrocinadas por la Falange. Cuando, en noviembre de 1936, el rector de Zaragoza preguntó a la Junta si en su centro educativo debía figurar la bandera del sindicato falangista al lado de la nacional se le respondió negativamente. Algunas medidas iniciales recuerdan, incluso, al arbitrismo de Miguel Primo de Rivera. No deja de ser lógico, porque la Junta estuvo dominada por militares y ese dominio se veía multiplicado por el hecho de que, de manera paralela y harto disfuncional, Franco dispusiera de otros organismos políticos de su directa dependencia, también de predominio castrense: de él dependía una Secretaría General, ocupada por su hermano Nicolás; una Secretaría de Guerra, un gobernador general y una Secretaría de Relaciones Exteriores, único cargo no ocupado por un militar, sino por el diplomático monárquico Sangróniz. De las 160 disposiciones tomadas por los sublevados hasta finales de año, unas setenta emanaron directamente del entorno de Franco.
Lo que por estas fechas había en lontananza en el bando sublevado era una dictadura militar con parco contenido pero muy represiva que habría establecido un régimen del que es difícil imaginar que hubiera podido ser tan duradero como resultó la dictadura de Franco. Si la guerra hubiera concluido, mediante victoria de los sublevados en este momento, hubiera producido mucho más un régimen parecido al de Pinochet. La Junta Técnica no era un régimen de partido único, ni obsesivamente clerical; la única diferencia sustancial que por el momento podía apreciarse con la Dictadura de Primo de Rivera eran los ríos de sangre ya derramados.
Poco tenía que ver con el fascismo Nicolás Franco, miembro durante la República del partido agrario y ahora principal consejero de su hermano. La ignorancia en materia de ideario totalitario de Nicolás llevó a que alguno de los jóvenes falangistas (Foxá) se refiriera sarcásticamente al «nicolás-sindicalismo», en vez de «nacional-sindicalismo». Pero ambos hermanos se daban cuenta de la necesidad de una mínima estructuración política del régimen. Nada más ser nombrado jefe del Estado, Franco tuvo una conversación con el primer emisario diplomático que le envió Hitler y no tuvo inconveniente en describirle sus propósitos. No le preocupaba el corporativismo, los sindicatos o nada parecido. Lo que quería era una «unificación de ideas», una ideología común entre el Ejército, los fascistas, los monárquicos y los católicos. Los antiguos privilegios no serían restablecidos, ni vendría la Monarquía, pero era preciso definir alguna línea política más para el futuro. Su propio nombramiento se había adelantado por esta razón; era mejor hacer todo esto antes de la toma de Madrid con el resultado de la batalla todavía pendiente, porque así habría menos resistencia. Era preciso, eso sí, hacerlo con suavidad.
El obstáculo principal podía ser la desunión entre quienes le seguían. Fue a mediados de diciembre de 1936 cuando se planteó por vez primera un problema político grave entre la autoridad militar y la política, con el resultado del claro triunfo de la primera. Es importante señalar que la disciplina les fue impuesta a los carlistas precisamente porque ellos habían empezado a organizar un embrión de Estado y no a los falangistas, que, aunque más numerosos, actuaban de una manera muy poco articulada al haber perdido a la mayor parte de su dirección. El momento en que se produjo el conflicto coincidió con la primera aparición de instrucciones de control centralizadas acerca de la prensa y los medios de comunicación, en las que, por ejemplo, se establecía la obligación de publicar cualquier nota de procedencia oficial y empezaba a practicarse una planificada exaltación del Caudillo.
El problema se planteó en relación con la oficialidad del Requeté y respondía a un problema objetivo. Poco habituados a las normas castrenses, a pesar de la organización cuasimilitar de su grupo político, los dirigentes tradicionalistas pidieron un mes después del estallido de la guerra que los oficiales del Requeté fueran asimilados a los del Ejército regular «mientras duren las actuales circunstancias de guerra». La respuesta vino dada por la Junta de Defensa y consistió en establecer un procedimiento y unos requisitos: sería necesario para acceder a la oficialidad tener al menos el título de bachiller y demostrar aptitud en unos cursillos.
Todos estos antecedentes son necesarios para explicar lo que vino a continuación, que fue un enfrentamiento de carácter político. En la mente de quienes redactaron el decreto creando la Academia Carlista de Oficiales no debió de haber otra cosa que la voluntad de resolver un problema acuciante y no voluntad de provocación. Los tradicionalistas que habían montado un germen de Estado actuaban de acuerdo con unos criterios de autonomía que Franco, muy consciente de haber adquirido en plenitud el poder político, no estaba dispuesto a admitir. Un reglamento para la citada Academia apareció publicado en el boletín de los carlistas fechado el 8 de diciembre en la ciudad de Toledo. Se regulaba también en él los ascensos por méritos de guerra, lo que debió de ser especialmente irritante para las autoridades militares.
Hay que tener muy en cuenta el desbarajuste institucional en el que se vivía en estos momentos entre los sublevados. La Junta de Defensa había establecido unas condiciones para la oficialidad de las milicias que la Junta carlista de Navarra parecía no tener muy en cuenta; Fal Conde dijo, no obstante, haber consultado con el Cuartel General. El 18 de diciembre vio el conde de Rodezno el decreto de la Real Academia y parece haber previsto lo que iba a suceder. Al día siguiente, en Salamanca, el propio Franco se entrevistó con él. «Sin alterarse —cuenta Rodezno—, con fineza pero con mucha decisión, me manifestó el disgusto que le había producido el decreto». Aludió a la máxima autoridad política que había asumido ya; no podía ser que, al margen de esa Jefatura de Estado única, hubiera otro poder «que creaba y regulaba ejércitos, que concedía ascensos». Vino después lo peor: «Calificó el hecho de golpe de Estado, de delito de traición, de conducta propia de un anarquista, no de un hombre afecto al Movimiento, y añadió que Fal se tenía que marchar». Poco después, no ya Franco, sino Dávila, que recibió unos minutos al jefe carlista, le ofreció como únicas alternativas el exilio o el consejo de guerra. Fal, además, debía ir a Portugal y no a Francia, y no recibiría ni siquiera una orden por escrito porque «sería vidriar más las cosas». De este modo, los militares (el propio Franco) se habían impuesto al grupo más movilizador de la extrema derecha.
Las dificultades de Franco con los falangistas fueron, en principio, menores. El único incidente de importancia (y aun a él no cabe atribuirle el carácter de nacional) fue el que tuvo lugar a comienzos de 1937. La Junta de Mandos provisional de Falange decidió difundir un discurso de José Antonio Primo de Rivera, el de corte más revolucionario de los suyos, que había sido pronunciado durante la campaña electoral del año anterior el 2 de febrero. La Delegación de Prensa y Propaganda del Cuartel General prohibió la difusión de ese texto, y lo hizo, además, utilizando por vez primera el decreto que prohibía las actividades partidistas. Da la sensación de que la medida fue acatada por la dirección falangista en la mayor parte de la zona sublevada, pero no en el caso de Salamanca, Burgos y Valladolid, donde se impuso la lectura del discurso en las radios; como consecuencia, hubo un número elevado de detenciones que duraron solo algunas horas o, a lo sumo, días. El incidente duró tan solo desde el 2 al 7 de febrero y se liquidó sin consecuencias: aunque los detenidos eran falangistas de importantísima significación (Ridruejo, Tovar, Girón, Andino…), la detención consistió tan solo en tenerlos en los locales donde ejercían su mando custodiados por quienes eran sus subordinados.
La significación política de este incidente no consiste en lo descrito, sino en la reacción de Franco, que, disciplinado el carlismo y convencido él mismo de su papel providencial, tuvo un primer pronto consistente en proceder sumarísimamente contra esos tres jefes provinciales de Falange. Después se dirigió al jefe provisional de este partido en unos términos muy confusos con respecto a los hechos, pero por completo determinados en lo que respecta al ejercicio del mando político y de la más estricta disciplina. Si, por un lado, se les acusó de mostrar «síntomas de deslealtad y desunión, con tendencia a producir división de los españoles» (sic), por otro les calificaba de «indeseables» e «infiltrados» y les reprochó una actuación «negligente cuando no punible». Tal barroca mezcla de cosas diferentes concluía con la orden a Falange de que depurara tales mandos, dándole, además, decidido el resultado de esta medida, que debía ser la «destitución».
Unificación impuesta por decreto
UNIFICACIÓN IMPUESTA POR DECRETO
Con las decisiones mencionadas, poco tenidas en cuenta por los combatientes en aquellos días y no bastante subrayadas por la historiografía, comenzó una evolución política interna importante que llevaría a la constitución de un partido político único con el transcurso del tiempo. A comienzos de 1937 corrieron rumores de que se iba a crear un partido «franquista», pero todo hace pensar que esta idea no nació de una iniciativa oficial, sino que fue, quizá, sentida por los aliados de los sublevados y por sus masas sin clara adscripción política.
Hay que tener en cuenta la peculiaridad de la situación en que se encontraban los diferentes grupos políticos cuyos seguidores habían apoyado desde un principio la sublevación. El gran partido de la derecha durante la etapa republicana había sido la CEDA, pero su colaboracionismo con la República supuso su marginación. Tuvo unas milicias, pero muy poco nutridas, que muy pronto Gil-Robles estuvo dispuesto a disolver si se formaba un gran movimiento político unitario; la verdad es, no obstante, que carecía ya prácticamente de seguidores. Los monárquicos procedentes de Renovación Española, por su parte, siempre carecieron de masas y confiaron en adquirir influencia por el procedimiento de asesorar a los militares. Prueba de su escasa resistencia a la unificación reside en el hecho de que cuando don Juan de Borbón quiso acudir a combatir al lado de Franco lo hizo vistiendo de una manera que presagiaba el uniforme del futuro partido único. Franco no le autorizó a hacerlo porque eso le hubiera supuesto un conflicto con los dos grupos políticos emergentes en la España por él acaudillada.
Desde el comienzo del período bélico, tradicionalistas y falangistas jugaron este papel, merced a su capacidad para adaptarse a la situación bélica, pese a que su afiliación hasta el momento había resultado comparativamente reducida. Pero unos y otros estaban en una situación muy peculiar y difícilmente podían enfrentarse a Franco o, siquiera, ponerle verdaderos reparos. Este, por otro lado, causó una muy buena impresión inicial a los dirigentes políticos de todos los grupos de la derecha. A Rodezno, uno de los principales dirigentes carlistas, le pareció «cauto, muy sereno, amable y reservado, y superior a sus compañeros generales».
El problema de los falangistas en estos momentos fue, según uno de sus dirigentes, que habían pasado de ser «un cuerpo minúsculo con una gran cabeza a ser un cuerpo monstruoso sin cabeza». En efecto, sus bases se habían multiplicado de manera desbordada (en Galicia pasaron en pocas semanas a varias decenas de miles a partir de tan solo unos centenares) sin que las esperanzas de que José Antonio se mantuviera en vida estimularan verdaderamente la aparición de nuevos dirigentes. Manuel Hedilla, hombre honesto, austero y trabajador, fue elegido al frente de una Junta de mandos en agosto de 1936; sus indudables cualidades se unían en su persona a una evidente carencia de instrucción y de imaginación. Es posible que cometiera el error de lanzarse por la senda de una actitud demagógica, pero su problema principal fue la carencia de capacidad de liderazgo, pues, a pesar de su elección, en la práctica nunca fue aceptado por la mayoría de los dirigentes regionales falangistas. De ahí el nacimiento de un cantonalismo falangista cuyo contenido ideológico resulta difícilmente precisable. Aznar, Garcerán y Sancho Dávila, principales adversarios de Hedilla, no pueden ser tildados de «neofalangistas», pues su disidencia en un primer momento pudo incluso ser alimentada por la propia Pilar Primo de Rivera, hermana del fundador de Falange. Su oposición parece, por el contrario, haber nacido, sobre todo, de la no aceptación del liderazgo personal de Hedilla, en especial a partir del momento en que se inició una campaña de promoción política de su figura. Los dirigentes falangistas eran todo lo contrario de dóciles: en su mayoría se trataba de jóvenes estudiantes inexpertos y embriagados de violencia de los que difícilmente podía esperarse una auténtica disciplina. Por su parte, el tradicionalismo estaba dividido ya desde la época de la Segunda República en una dirección nacional, la de Fal Conde, y la de aquella región donde el tradicionalismo había tenido desde fecha muy temprana una mayor implantación, es decir, Navarra, en donde predominaba el conde de Rodezno. Las circunstancias bélicas agravaron esta situación, que era más de talante (mucho más posibilista el de Rodezno) que de principios.
La actitud de Franco respecto de ambas fuerzas políticas fue siempre decidida y su voluntad disciplinaria, no solo en materias estrictamente militares, sino también políticas. Cuando en diciembre de 1936 los carlistas crearon una Academia Militar que concedería títulos de oficial, Franco habló de «traición». Para Rodezno lo que le irritó del tradicionalismo fue su «tono de soberanía» que adoptaba. Cuando mantuvieron ambos una conversación en enero de 1937, el primero sacó la impresión de que el segundo había ya diseñado una línea de actuación propia consistente en no admitir ni de forma remota su propia interinidad, no tolerar la menor disidencia o apariencia de esta y atribuir a las dos grandes opciones políticas de su bando una misión específica y subordinada al mando propio. El tradicionalismo le proporcionaría la solera y el fundamento doctrinal de su posición política, mientras que la Falange el tono radical capaz de atraer a las masas obreras de inicial signo izquierdista. Estaba ya claro que quería todo el poder para siempre. Al regente carlista le dijo que era necesario evitar plazos o reservas «que puedan poner en interinidad al Estado, necesitado de fortaleza». A Fal Conde trató de someterlo con promesas de cargos, pero no lo consiguió. Mientras tanto, había ya impuesto la disciplina a los falangistas con idéntico rigor a como lo había hecho con los tradicionalistas. Desde finales de 1936 las milicias quedaron sometidas al Código de Justicia Militar, lo que atribuyó a Franco un duro instrumento disciplinario. Por otro lado, cuando se creó una Delegación de Prensa y Propaganda se la hizo dependiente de la Secretaría General desempeñada por Nicolás Franco.
La única posibilidad de resistencia ante la voluntad de Franco de crear un partido único, que se fue haciendo patente a partir de las primeras semanas de 1937, hubiera consistido en que carlistas y falangistas decidieran por sí una unificación que les convirtiera en un contrapeso ante el creciente poder de la dirección militar. Los tradicionalistas, que habían crecido mucho menos que la Falange, intentaron incorporar a sus filas a la Lliga, y de la CEDA, a los sindicatos católicos y al minúsculo partido nacionalista de Albiñana. El mismo hecho de que trataran de sumar adhesiones era prueba de la conciencia de su debilidad relativa respecto a Falange. Esta llevaba su prepotencia y su voluntad hegemónica incluso hasta la insolencia.
A lo largo del mes de febrero de 1937 hubo conversaciones en Lisboa de falangistas y tradicionalistas sin que, respecto de la unión, resultaran verdaderamente relevantes las diferencias entre las diversas facciones existentes en ambos grupos políticos. Los tradicionalistas defendían, como es lógico, la necesidad de proclamar la regencia de don Javier y querían suprimir los partidos, mientras que los falangistas parecían indiferentes ante las formas de régimen y deseaban un partido único. Pero el verdadero factor de divergencia fue la tendencia de Falange a considerar que la única unidad posible consistía en que ella absorbiera el tradicionalismo. De esta manera perduraba una prevención fundamental entre estas dos fuerzas políticas que no estaban en condiciones de evitar lo que se les venía encima. Con posterioridad, las conversaciones prosiguieron en Salamanca: los tradicionalistas consiguieron que Falange asumiera el principio monárquico y el Estado católico, pero no quisieron aceptar la incorporación masiva a Falange.
La unificación, en realidad, estaba decidida por el mando militar antes de que estallara la lucha en el seno de Falange. Franco, que explicó su necesidad a sus aliados italianos y alemanes, además, afirmó no estar dispuesto a consultar sobre ella, sino tan solo a notificarla. Se encontraba a comienzos de 1937 en unas condiciones inmejorables para imponerla. Por un lado, los emisarios fascistas italianos y alemanes, de quienes dependía buena parte de su aprovisionamiento militar, se lo recomendaban. Por otro, el tradicionalismo estaba dividido y su sector más importante desde el punto de vista de los efectivos con que contaba (el navarro) estaba mucho más cercano al posibilismo de Rodezno que al legitimismo de Fal Conde. Finalmente, el falangismo no dejaba por un momento de mostrar sensación de exceso de confianza, prepotencia y de indiferencia ante la cada vez más patente pretensión de Franco de hacerse con la totalidad del poder político. Por si fuera poco, la unidad falangista era también precaria bajo la apariencia de resultar firme.
La lucha de facciones en el seno de la Falange fue, por tanto, un factor que ayudó a Franco, pero que no provocó su decisión. En el fondo, lo que hubo tras de esa lucha era la simple ausencia de una jefatura comúnmente aceptada en el seno de Falange. Los adversarios de Hedilla propusieron un triunvirato alternativo, le acusaron de ausencia de liderazgo y reivindicaron purismo político y actitud decidida con respecto al mando militar. El 16 de abril de 1937 parecieron haber triunfado tras una reunión en Salamanca, pero el mando militar impidió que apareciera la noticia de que habían relevado a Hedilla. Aquella noche un grupo de hedillistas se acercó a la residencia de uno de los adversarios de su líder (Sancho Dávila) y el enfrentamiento tuvo como consecuencia dos muertos, producto, más que de un atentado, de la tendencia de los dirigentes falangistas a ir con escoltas armados, inexpertos y proclives a la violencia. Ni aun después de estos sucesos, que supusieron la detención de los tres adversarios fundamentales de Hedilla, tuvo este tras de sí a toda la dirección de la Falange. De los tres cabecillas adversarios, dos le debían su puesto y uno más había colaborado con él, y del resto de la dirección falangista, solo diez de un total de veintidós le mostraron su firme apoyo para que llevara las conversaciones con Franco en relación con una posible unificación política. La victoria de Hedilla fue pírrica y, además, volátil. Mientras el líder falangista acudía a los italianos dando una versión revolucionaria de Falange, las conversaciones de los dirigentes falangistas durante estos días testimonian una excepcional carencia de información y, sobre todo, de criterio ante la situación. La mayoría de ellos pensaba que se iba a formar un gobierno presidido por Mola y solo estaban preocupados por cuestiones formales e internas. Ni por un momento pensaron en resistir, en la conciencia, como dijo uno de ellos, de que «un acuerdo, si el Generalísimo hace [la unificación] por la fuerza, no cabe». En realidad, Franco ni tan siquiera hubo de utilizar la fuerza, sino que se limitó a evitar que circularan emisarios falangistas a través de la España por él controlada. Su discurso el 18 de abril dejó claro que la unificación estaba destinada a ser permanente como respuesta a todo un pasado liberal. Se pronunció, sin embargo, en unos términos lo bastante imprecisos como para que no alarmaran demasiado a nadie.
Otra cosa fue el Decreto de Unificación propiamente dicho, aparecido el 19 de abril y producto de la pluma de alguien que, como Ramón Serrano Suñer, tenía una indudable formación jurídica fascista. Partiendo de que «una acción eficiente de Gobierno» era «incompatible con la lucha de partidos», y con la promesa de incorporar al nuevo grupo político «aportaciones colectivas e individuales», se dio luz a un partido de kilométrica denominación: Falange Española Tradicionalista de las Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista. Se aceptaban los veintiséis puntos programáticos de la Falange inicial, pero se dejaba claro que el jefe del Estado lo era también del partido y que tanto la Junta política como el Consejo Nacional dependerían de él.
En la primera estaba previsto que figurara Hedilla, pero, al negarse, por ser el único falangista de su propia tendencia y sin preeminencia alguna sobre los demás, fue acusado de estar en el origen de los incidentes del 16 de abril y de haber mantenido una posición de resistencia ante la unificación y condenado a muerte dos veces, aunque fuera luego indultado. Una veintena más de personas fueron enviadas a prisión tras juicios rapidísimos con severas penas (otras tres más a muerte). Entre ellas hubo futuros ministros de Franco, porque este siempre prefirió comprar posibles disidentes que hacerlos desaparecer, como ya había demostrado en el caso de Fal Conde. Aunque Franco argumentó ante sus aliados que Hedilla había conspirado en contra de su persona —¡incluso con la cooperación de Araquistáin!—, lo cierto es que la mejor descripción de lo hecho por Hedilla la proporciona este mismo: «Yo he podido ser torpe, pero jamás traidor».
Se ha interpretado por algunos historiadores que en esta ocasión Falange se «suicidó», pero dicha afirmación no parece cierta si tenemos en cuenta que su tono revolucionario era, a diferencia de otros grupos fascistas, bastante superficial. No solo los dos albaceas testamentarios de José Antonio Primo de Rivera, Ramón Serrano Suñer y Raimundo Fernández-Cuesta, colaboraron con el régimen en puestos destacados, sino que también lo hizo la hermana. No tuvo ningún éxito, en consecuencia, el intento de Prieto de promover una disidente Falange Española Auténtica de la que debieron resultar incluso poco atractivas las siglas (FEA). El embajador alemán, proclive a la intromisión en la política interna para favorecer a los sectores más radicales del fascismo, afirmó ante sus superiores que describiría a la supuesta Nueva España cuando llegara a descubrirla.
Lo más relevante de la unificación es que descubrió a las claras la avaricia de poder de Franco. Para su triunfo contó con la realidad de que el sector más fuerte dentro de la derecha permanecía marginado, mientras los dos emergentes eran demasiado noveles, inexpertos en su dirección y heterogéneos como para presentarle seria resistencia. Otro elemento crucial para llegar a entender el éxito de Franco consiste en que en esta ocasión, como en tantas otras, dio la sensación de adoptar una medida provisional y de urgencia y, por tanto, susceptible al cambio, cuando en realidad no hacía otra cosa que ratificar su claro deseo del monopolio del poder. Y, en fin, midió perfectamente el tiempo en que tomar su decisión y, una vez adoptada, aferrarse a ella incluso en manifiesta contradicción con la verdad de lo acontecido.
A lo largo de los meses entre abril de 1937 y el final de año se produjo en la zona política controlada por Franco un doble proceso, tendente, por un lado, a la vertebración de un nuevo partido con una simbología propia y unas instituciones características y, por otro, una resistencia sorda a esta voluntad unitaria por parte de un elevado porcentaje de este conglomerado —o, al menos, de su dirección política— que componía la coalición de Franco. El primer fenómeno ocupó las primeras páginas de los diarios y resulta fácil de reconstruir. El segundo, por el contrario, solo puede ser conocido mediante fuentes indirectas o a través de aquellas que revelan el pensamiento oculto de los protagonistas.
Puede ser conveniente partir de dos ideas simples pero agudas y convincentes, que Dionisio Ridruejo dejó escritas en sus memorias. La unificación fue posible porque en el bando que acaudillaba Franco existía un espíritu de guerra que era «absorbente y neutralizante» y que impedía la manifestación de cualquier discrepancia política efectiva a pesar de la potencialidad dispersiva de una coalición plural y muy alejada en lo que hacía referencia a sus propósitos finales, al menos en pura teoría. Aprovechando esta realidad y el hecho de que tenía en sus manos la totalidad del poder, lo que hizo Franco fue dar un «golpe de Estado a la inversa»: el Estado se apoderó del partido y no al revés, como fue el caso en el fascismo italiano. Podría decirse también que Franco se apoderó de uno y otro.
Partiendo de estas premisas, resultaba imprescindible, en los meses que siguieron a abril de 1937, poner en marcha esta nueva entidad política. En ellos se crearon sus liturgias y sus organismos básicos y, además, se pusieron en funcionamiento sus instrumentos de socialización política fundamentales. Desde el inicio mismo de la trayectoria del partido unificado fue bien claro que este significaba también un cambio en la inspiración política de Francisco Franco: si hasta entonces esta procedía principalmente de su hermano Nicolás con un entorno de derecha tradicional, ahora sería su cuñado, Serrano Suñer, el más influyente. Con él se inició el camino hacia una cierta fascistización del régimen naciente con la consiguiente exaltación de un líder que no era ya solo militar, sino también político. Franco se benefició de este proceso, pero también la Falange, puesto que es evidente, aunque Ridruejo no lo diga, que fue ella la gran beneficiaria del proceso de unificación.
Muy pronto, en efecto, se vio que el partido unificado caminaba por la senda del fascismo. La misma proporción de falangistas y tradicionalistas al frente de cada organización provincial resultó muy expresiva (en veintidós, la jefatura le correspondió a los falangistas, y solo en nueve a tradicionalistas), pero, además, la primera medida de carácter litúrgico que se tomó respecto del nuevo partido fue convertir el brazo en alto en saludo nacional porque «en los albores del Movimiento […] cortejo de los mártires era saludado de esa forma». Pronto apareció Franco fotografiado de esa manera al mismo tiempo que vestía el uniforme militar. Otras liturgias surgieron también en estos momentos. La más decisiva y también la más conflictiva fue la relativa al uniforme, que, si tardaría en unificarse de manera definitiva, mereció, sin embargo, los honores de toda una campaña de prensa de quien fuera el falangista entusiasta de la unidad en torno a Franco en los primeros meses del nuevo partido, Giménez Caballero. Como siempre continuó haciendo, más adelante escribió, en tono alucinado y metafísico, acerca de la camisa de color azul «del Guadarrama pintado por Velázquez en los atardeceres del Pardo». El día del aniversario de su exaltación a la dirección militar y política de su bando, Franco estableció como emblema de la Nueva España el yugo y las flechas de los Reyes Católicos. Si la primera medida parecía estar dirigida a satisfacer el componente más fascista del régimen, esta decía tener un componente más tradicional.
Franco no dio la sensación por el momento de adoptar un lenguaje calificable de fascista, aunque, con el transcurso de los meses y por influencia de Serrano, acabaría haciendo suyo y repitiendo hasta la saciedad el calificativo «totalitario». En el aniversario de la sublevación todavía la prensa adicta publicó su primera proclama en el momento de la sublevación con la mención a la «fraternidad, libertad e igualdad»; fue la última ocasión en que tal documento fue juzgado digno de ser reproducido. En unas declaraciones al principal de los diarios de la zona que controlaba justificó la unificación afirmando que en realidad las dos grandes organizaciones previas no eran partidos y la coincidencia ideológica entre ellas era muy grande. Pero, sobre todo, aludía a la «masa neutra, sin encuadrar, de los que no han querido afiliarse jamás a ningún partido». No empleó nunca el adjetivo «revolucionario» e incluso señaló que «España no estaba retrasada en lo social». Todo ello cambiaría con el transcurso del tiempo, pero en ninguna declaración hasta finales de 1937 hubo el testimonio mínimamente de un gran proyecto político que, en cambio, se hizo mucho más frecuente en 1938 y, sobre todo, en 1939.
La influencia del fascismo no vino ni remotamente de Franco, sino del que se convirtió en su principal consejero. A la hora de configurar la Junta Política, sus componentes fueron proporcionados principalmente por Serrano Suñer, «ya en franca discordia» con Nicolás Franco, según Rodezno. Ya en mayo de 1937, Ciano había recomendado desde Italia que el bando sublevado hiciera una declaración de intenciones sociales; el embajador italiano no logró tratar de la cuestión con Nicolás Franco, pero encontró receptividad en Serrano Suñer, descrito como «un abogado de mucha inteligencia y prestigio», con la ventaja de ser, además, cuñado del Caudillo.
Lo único que la Junta Política hizo en realidad fue preparar el texto de unos estatutos que motivó fuertes discusiones entre sus miembros y que, al final, fue publicado en los primeros días del mes de agosto. La definición que en ellos se hacía de FET y de las JONS era ya la típica de un partido fascista en cuanto que la definición incluía una descripción del grupo político como «la disciplina por la que el pueblo unido y en orden asciende al Estado y el Estado infunde al pueblo las virtudes de servicio, hermandad y jerarquía». Cierto es, también, que un párrafo previo, enormemente alambicado, a base de citar al Imperio y al cristianismo en una mezcla confusa, daba otra impresión menos radical. Otro rasgo peculiar de este partido es que serían militantes todos los que formaran parte de las organizaciones preexistentes en el momento en que se dictaba la norma, pero también todos los generales, oficiales y clases del Ejército, lo que testimoniaba el papel decisivo de este en el régimen y constituyó un rasgo diferencial con respecto al fascismo. Las contribuciones respectivas de tradicionalismo y falangismo al nuevo partido se describían en los términos ya habituales en Franco: el primero era garantía de «continuidad histórica» y el segundo constituía el testimonio de que iba a producirse la «revolución nacional». Por otro lado, como cabía prever, el partido se caracterizaba por un grado elevadísimo de personalismo, no tan frecuente en los movimientos totalitarios. Franco aparecía descrito como «supremo caudillo del Movimiento [que] personificaba todos los valores y todos los honores del mismo como autor de la era histórica donde España adquiere las posibilidades de realizar su destino»; además, asumía, «en su entera plenitud, la más absoluta autoridad» y respondía «ante Dios y ante la Historia». Ya en esta primera norma estatutaria del partido, a la que la prensa dio el carácter de norma política del Nuevo Estado, otorgándole, por tanto, un carácter cuasi constitucional, Franco aparecía reservándose para sí de forma exclusiva el nombramiento de sucesor, tal como haría más de treinta años después. La disposición, en fin, determinaba la existencia de dos órganos del nuevo partido: un Consejo Nacional, nombrado por Franco, y una junta de la que seis miembros serían también de designación suya y otros seis elegidos por el Consejo.
Lo más decisivo en la configuración del partido fue, en el mismo mes de octubre, la llegada a la zona controlada por Franco de Raimundo Fernández-Cuesta, secretario general de Falange en 1936, y la constitución del Consejo Nacional de Falange. La primera reviste una importancia muy superior a la de un suceso personal. Procedente del otro bando y canjeado por Prieto, quien pudo haber tenido al hacerlo un propósito político, la llegada de Fernández-Cuesta hacía posible un choque entre la Falange unificada y la previa que en pura teoría podía ser explosivo. No lo fue, sin embargo. Hubo un momento, nada más incorporado a la zona controlada por los sublevados, en que pudo parecer que Fernández-Cuesta iba a liderar el falangismo purista. Pero carecía de carácter y el hecho de hacer alguna declaración favorable a la Monarquía debió de incitar el recelo de Franco y desviarle de la Falange más juvenil y revolucionaria. El verdadero resultado de la llegada de Fernández-Cuesta consistió en liquidar cualquier tipo de posible legitimismo falangista que en él hubiera podido tener inspirador o jefe.
La posible duda, además, se despejó en tan solo unas cuantas semanas. Serrano Suñer muy pronto descubrió que no había el menor peligro en que Fernández-Cuesta ocupara cualquier puesto en la estructura del partido o del Estado porque su carácter apático, no muy activo y receloso le convertían en inocuo, y él, en cambio, estaba seguro ya a estas alturas de que tenía en sus manos fácil acceso a los resortes de poder por razones derivadas de la vinculación familiar. El cuñado de Franco trata siempre en sus memorias a Fernández-Cuesta de una manera un tanto despectiva, mientras este no oculta que desde el primer momento, tras su llegada a Burgos, hubo de encontrar la reticencia de Serrano. Los falangistas, cuyo principal testimonio histórico es, sin duda, para esta época, Dionisio Ridruejo, solo confiaron en el único dirigente histórico que les quedaba durante muy pocos días, y pronto descubrieron que «nos equivocamos de medio a medio» porque «a favor de Serrano había tanto las condiciones de personalidad y capacidad específica como las de situación y posibilidad circunstancial». En cambio, Fernández-Cuesta «era un hombre con capacidad normal para una misión pública de segundo rango». Aunque tuvo razón el secretario general en desconfiar de Serrano, la verdad es que parece correcto lo que este afirma en sus memorias acerca del primero: carente de carácter, ni satisfacía a los falangistas ni tampoco proporcionaba seguridad y confianza a Franco, lo suficientemente receloso siempre como para solo confiar (y no siempre) en los miembros de su familia. Si Fernández-Cuesta fue nombrado secretario general del partido unificado a finales de 1937, la causa hay que encontrarla, al mismo tiempo, en su inocuidad y su pasado.
El pacto entre Franco y Falange tuvo otro intermediario. Las memorias paralelas de Serrano Suñer y Ridruejo informan de forma detallada y convincente acerca de la tensión existente tras la unificación entre las vestales del falangismo y el nuevo partido. Se comprende que Franco se sintiera molesto por el paralelo culto al desaparecido José Antonio Primo de Rivera. La romántica mística joseantoniana le indignaba tanto, comentó Agustín de Foxá, como a un hombre que se casara con una viuda y descubriera que no tenía otro tema de conversación que las virtudes de su anterior marido. Con la capacidad para fabular extrañas conspiraciones que le caracterizaba, el Caudillo llegó a decir que sabía que José Antonio había sido secuestrado y castrado por los rusos. En esto último es posible que mostrara su acomplejada prevención respecto de él.
Pero la innata prudencia de Franco y su capacidad para reservar el juicio ante los demás se alió con la habilidad inteligente de Serrano Suñer para evitar que esta potencial tensión con Falange degenerara en enfrentamiento. En torno a Pilar Primo de Rivera, incapaz sin duda de liderar ninguna maniobra política, se había formado una especie de sanedrín de puristas del falangismo que podía ser el origen de un foco de resistencia al poder personal de Franco. Pero este no se enfrentó directamente con ellos y Serrano hizo de intermediario entre él y aquellos jóvenes. Mantuvieron estos originariamente una actitud «distanciada, pero negociadora y finalmente integrada». Fueron precisamente las tensas conversaciones entre el cuñado de Franco y personas como Ridruejo las que hicieron nacer una auténtica amistad que perduró a pesar de todos los avatares políticos. En sus memorias, Serrano hace alusión al «impulso juvenil poco proclive a la cautela» de Ridruejo, que además estaba dotado de una capacidad dialéctica temible. Pero con el paso del tiempo los falangistas pasaron de una actitud conspiratoria contra Franco a la pura murmuración, para finalmente diluirse e incluso llegar a establecer un auténtico pacto con él por el intermedio de su cuñado. Sin la menor duda, ese pacto fue muy rentable para Falange. Gestionado en el momento en que se estaba elaborando el Estatuto del partido, explica el lenguaje de este y también contribuye a explicar el peso numérico de los falangistas en el Consejo Nacional. En definitiva, en estos momentos finales de 1937 había quedado establecido el acuerdo implícito entre la Falange y Franco: este no fue nunca falangista, pero este movimiento le sirvió, sin duda, para concentrar el poder en sus manos, le dotó de un lenguaje político que empezaría a exhibir sobre todo en 1938 y le proporcionó un instrumento de movilización de masas.
Junto con los estatutos ya mencionados, el elemento más decisivo en la vertebración del partido unificado fue el nombramiento de los cincuenta consejeros nacionales de FET y de las JONS, en octubre, y su posterior jura en el burgalés Monasterio de las Huelgas, a comienzos de diciembre. La ceremonia coincidió, como todos los eventos políticos del bando de Franco, con una operación militar, la finalización del frente Norte. Como no podía menos de suceder, dado el carácter sincrético del partido, la composición de este Consejo fue plural y ponderada, hasta el punto de que los nombramientos no se hicieron públicos a través de una lista alfabética, sino intentando compensaciones políticas a medida que se avanzaba en la lectura de los nombres. De los cuatro que encabezaban la lista, el primero era Pilar Primo de Rivera (falangista), seguida del tradicionalista conde de Rodezno, el general Queipo de Llano y el monárquico José María Pemán. No resulta fácil hacer una clasificación muy precisa del significado político de los consejeros, porque en algunos de ellos se acumulaban las adscripciones, pero, en líneas muy generales, habría que indicar que la mitad eran falangistas mientras que a los tradicionalistas no les correspondieron más que un número de puestos equivalente a un cuarto del total. Había ocho militares, todos ellos de estricta confianza de Franco o lo suficientemente relevantes para no ser excluibles (como era el caso de Queipo de Llano); el número de monárquicos (cinco) fue muy reducido. Buena parte de los nombrados no tomaron muy en serio el cargo con el que eran honrados. «He sido nombrado consejero nacional de Falange Española Tradicionalista», escribió Pemán; «no creo que dé mucho trabajo el nuevo cargo: supongo que el Consejo será una cosa suntuaria, estilo Gran Consejo fascista, que se reúne, por ejemplo, para declararle la guerra a Abisinia cuando ya está declarada». Como tendremos ocasión de comprobar, tuvo incluso una función mucho más modesta de la que le atribuyó el escritor: a fin de cuentas, el Gran Consejo fascista pudo desplazar del poder a Mussolini, mientras ni por lo más remoto cupo nunca esperar que pudiera hacer algo parecido el Consejo Nacional con Franco. Sus funciones, siempre modestas, muy pronto se convirtieron en nulas por la radical imposibilidad de aconsejar a quien desconfiaba de cualquier organismo colectivo con pluralidad de opiniones, aunque él mismo lo nombrara.
El juramento del Consejo Nacional y su primera sesión tuvo lugar a comienzos de diciembre de 1937 con una serie de liturgias de corte medieval. Los propios consejeros no habían obedecido las órdenes que les habían sido dadas acerca del uniforme: ni los tradicionalistas llevaban camisa azul ni boina roja los falangistas, por lo que cabe deducir que la unificación no se había convertido en una realidad. Concluida la ceremonia de la jura, el Caudillo dirigió unas breves palabras a quienes denominó como «mis consejeros», como si se tratara de personas encargadas de asesorarle a él y no de dirigir un partido. Fernández-Cuesta, que ese mismo día había aparecido nombrado también secretario general del partido, tuvo la poco gloriosa función de, «interpretando el pensamiento unánime de todos los consejeros», proponer que se dejara en manos de Franco la designación de seis miembros del Consejo para cubrir otros tantos puestos en la Junta Política que le correspondían; de ella formarían parte, además, otros seis que preceptivamente eran nombrados por Franco. Así se desbarató un intento de candidatura de cooptación que se estaba fraguando por los monárquicos.
Pero si la constitución del Consejo Nacional parecía testimoniar la consolidación del partido, aun bajo la estricta disciplina de Franco, poco después se produjeron los primeros incidentes públicos que testimoniaban lo incompleto e insatisfactorio del proceso de unificación. El 12 de octubre tuvo lugar en Burgos una concentración de estudiantes de las dos organizaciones unificadas. Estuvieron presentes algunos de los principales dirigentes de la España de Franco y este mismo presidió el acto. Fue, al decir de Pemán en su diario íntimo, una «maravillosa estampa hitleriana», pero careció de un factor decisivo. Hubo entre doce mil y quince mil estudiantes del SEU y unos ocho mil o nueve mil de la AET (Agrupación de Estudiantes Tradicionalistas). Estos últimos acabaron por no desfilar al pretender los falangistas un monopolio del acto considerado como injustificable y que empezaba por quien lo presidía, un Franco que, según Rodezno, vistió por vez primera la camisa azul, lo que parece muy desafortunado. Cuenta Pemán que en el momento inicial, antes de comerzar la ceremonia, había «todo un sector rojo de boinas y otro todo azul de camisas»; los requetés agitaron las boinas cuando llegaba Franco, mientras que los falangistas se ponían firmes. Como para «sacarse la espina de lo de Burgos» —o para compensar la posible ofensa al tradicionalismo—, Franco al mes siguiente estuvo en Navarra. Allí, aunque saludara con el brazo en alto, llevó la boina roja y en el pecho las flechas y el yugo que la prensa identificó también con la España tradicional. A tan complicadas ponderaciones de vestimenta obligaba la situación en los momentos iniciales de un partido en realidad mucho menos unificado de lo que se pretendía. Como contrapartida, en diciembre de 1937, tras haber permanecido unos días en España, se produjo la expulsión de don Javier, el príncipe regente carlista. Se podían tener condescendencias hacia las masas carlistas, pero no hacia quienes las dirigían.
Si la unificación caminó con dificultades, perduró al mismo tiempo la contraposición entre la Junta Técnica y el partido. Hay que tener muy en cuenta, a la hora de hacer mención de las dificultades de funcionamiento de la primera, que persistía en gran parte de la España sublevada una situación de predominio de un poder militar prácticamente autónomo. Se mantuvo, en especial, en Andalucía con Queipo de Llano, hasta el punto de que Jordana, que estaba al frente de la Junta, llegó a proponer a Franco que suscribiera una nota destinada al llamado «virrey de Andalucía». En ella se decía que «en cualquier Estado y más en un Estado totalitario como el que se está forjando» las jerarquías inferiores debían someterse a las superiores; en consecuencia, si las autoridades militares se veían obligadas «a dictar bandos u órdenes que se relacionasen con los organismos mencionados no lo harán de ningún modo sin previa consulta a mi Autoridad o propuesta a los centros correspondientes […] en la inteligencia de que será anulada toda disposición que no se ajuste a estas normas». Franco, en realidad, no llegó a firmar esta nota ni a convertirla en disposición, pero, al menos, le dijo a Jordana que le llamaría la atención a Queipo. No resulta posible saber si lo hizo, pero sin duda guardó en su ánimo la decisión de actuar en este terreno como acabaría haciendo: la situación descrita fue el antecedente de su destitución al final de la guerra civil. De modo más inmediato, parece evidente que tenía que provocar la búsqueda de otra fórmula de regir los destinos políticos del régimen naciente. Jordana coincidió con Serrano Suñer en pedir a Franco la formación de un gobierno.
La mención al cuñado de Franco debe concluir la referencia a este período político. Todo el año 1937 se puede resumir en un prolongado ascenso de Serrano Suñer en el aprecio político de Franco; es lógico que hubiera una especie de mutuo apoyo entre ambos nacido de la complementariedad. Serrano acabaría siendo excluyente, megalómano y sectario, pero, de momento, era una persona torturada por la tragedia familiar más que obsesionada por la ambición propia; tenía unos conocimientos legales y una idea del Estado en la que su formación en la Italia ya fascista había jugado un papel importante. Si, en efecto, Serrano se convirtió en «el colaborador más próximo y más entregado» que tuvo Franco fue porque estando en ese círculo íntimo familiar que vedaba, en principio, el recelo, tenía, además, capacidades más apropiadas para la ocasión que Nicolás y proporcionaba un marco conceptual en el que integrar la decisión de Franco de tomar el poder en su totalidad y conservarlo hasta el final de sus días. No solo jugó un papel importante en la constitución del primer gobierno, sino que esta formó parte de un proyecto más amplio. La unificación había sido el primer paso, y mucho más decisivo fue todavía el pilotaje en la primera singladura del partido unificado en el que Serrano desempeñó un papel tan decisivo como ya se ha indicado. A falta de concreción de su responsabilidad al lado del Caudillo, los italianos le atribuyeron la condición de «secretario político» de Franco, en lo que no estaban muy descaminados.
Pero de momento el cuñado de Franco no desempeñaba puesto político alguno, aunque su relevancia fuera decisiva, y esto, unido a su peculiar carácter, le convirtió muy pronto en una persona tan odiada como poderosa. En fecha tan temprana como octubre de 1937 esta situación fue constatada por un observador de indudable agudeza. Pemán lo percibió entonces: era ya objeto de frecuentes conversaciones la «privanza de Serrano», «por no tener cargo oficial e intervenir en muchos asuntos, por su procedencia cedista, hasta por su contextura física enfermiza y pálida». Pero Pemán no vio por el momento en ello ningún inconveniente especial: todo eso no era más que un «malestar puramente burgalés y salmantino, de corte, de intriguilla, de comadreo», mientras que el «resto de España ni sabe nada de esto ni le importa». «La guerra va bien», concluyó; «la paz va espléndidamente, ¿qué importa, por Dios, que el Caudillo hable más o menos con su cuñado?». Sin embargo, en los meses y años sucesivos, en el ápice de su poder, Ramón Serrano Suñer atrajo sobre sí la ira indignada de muchos correligionarios políticos de Pemán porque no estaba en juego una relación personal del Jefe del Estado, sino la configuración de un régimen.
El primer Gobierno de Franco
EL PRIMER GOBIERNO DE FRANCO
Desde finales de 1937 fue haciéndose evidente en el bando sublevado la urgencia de constituir un organismo de gobierno y administración más eficaz que el hasta entonces existente. A la creación de un Gobierno propiamente dicho, que sustituyera la frágil estructura de la Junta Técnica del Estado, coadyuvaron Jordana, su presidente, y Serrano Suñer, la estrella ascendente en la política interna de los sublevados. Como fue habitual que sucediera con Franco, su gestación resultó larga y complicada. Finalmente, el Gobierno quedó constituido en los primeros días de febrero de 1938, tras la batalla de Teruel. Jordana fue nombrado vicepresidente-secretario, asumiendo también la competencia acerca de las relaciones exteriores; pero todavía resultó mayor la influencia de Serrano al frente del único ministerio, Gobernación, con tres subsecretarías y libre de la preocupación por el Orden Público, atribuido al general Martínez Anido. Tanto el programa como las principales disposiciones de política interior salieron de sus manos y, por si fuera poco, parece haber inspirado la propia composición del Gabinete. Parece que incluso evitó que figurara en él Nicolás Franco, aludiendo al peligro de que hubiera en él «demasiada familia»; el hermano del Caudillo recibió, con aparente escasa satisfacción por su parte, la Embajada española en Lisboa. Con poca decisión se le ofreció un cargo ministerial a Queipo (Agricultura) para apartarlo de Sevilla, pero sin éxito.
Como sería habitual en la España de Franco, caracterizó a este primer Gobierno una composición plural y muy medida: junto a dos falangistas había tres generales, dos monárquicos alfonsinos, un tradicionalista, dos ingenieros y un antiguo cedista. Como sucedería más adelante, también ahora la distribución de las carteras siguió unos principios destinados a convertirse en habituales. A los falangistas les correspondieron las de carácter social; a los tradicionalistas les tocó la relación con la Iglesia (Justicia) y a los monárquicos las carteras técnicas o relacionadas con la Educación. Otro rasgo de este Gobierno, también perdurable, es que estuvo formado por los que podríamos considerar como «posibilistas» en el seno de las fuerzas políticas que apoyaban la sublevación. Franco, por sugerencia de Serrano o no, eligió como ministros a personas relevantes que, aun manteniendo su significación previa, estaban dispuestos, en principio, a mantener una lealtad superior al Caudillo: este fue el caso señalado del monárquico Sainz Rodríguez (Educación Nacional) y del tradicionalista conde de Rodezno (Justicia).
Serrano había sido cedista, pero no fue esta la razón de su ascenso político. Cuñado de Franco, tenía unas capacidades administrativas y de traducir en textos legales la voluntad política del jefe del Estado de las que este carecía. Bien dotado intelectualmente, era el único de los miembros del Gabinete capaz de esbozar y promover un programa político como alternativa al «Estado campamental» hasta entonces existente. El contenido de dicho programa, siempre en favor de la preeminencia de su cuñado y de él mismo, trataba de aunar el «calor popular, social y revolucionario» de las doctrinas falangistas con las algo más «inactuales» del carlismo, pero en realidad favoreció mucho más a la primera que al segundo y sentó el primer paso para el intento de «fascistización» de la posguerra. Tenso, absorbente y personalista, Serrano Suñer se vio gravemente perjudicado siempre por su ambición demasiado evidente y por su carencia de don de gentes. Pero, de momento, su poder político no hizo otra cosa que crecer: cuando en diciembre de 1938 murió Martínez Anido, asumió la integridad de sus competencias en materia de Orden Público. La vicepresidencia de Jordana resultó, en la práctica, una magistratura de inferior significación.
De todos modos, no debe pensarse que la sustitución del Estado campamental por uno nuevo fuera tan inmediata ni que la obra legislativa en el bando de Franco fuera amplia y significativa. La mejor muestra de que el Estado campamental perduró reside en que la organización política de retaguardia siguió repartida en una pluralidad de sedes en toda la meseta superior castellana y el norte. Asimismo, el poder político de Queipo de Llano en Sevilla, al que se le impidió continuar con sus charlas radiofónicas, descendió de modo vertical. No parece oportuno extenderse acerca de la obra legislativa emprendida en estos meses. Quizá la norma política más perdurable fuera la Ley de Prensa de 1938, que introducía unas concepciones beligerantes contra la libertad de prensa, incluyendo la censura y el nombramiento gubernativo de los directores de los medios de comunicación, por lo que en algunos aspectos resultó incluso más dura que la legislación italiana en que se inspiraba. Duró, aunque atemperada en algún punto, hasta 1966. Caracterizó, por su parte, a la legislación acerca de los aspectos vinculados con los Ministerios de Justicia y Educación, cuyos titulares fueron Rodezno y Sainz Rodríguez, respectivamente, una voluntad decidida de restauracionismo religioso que llevó a la purga del personal docente y a la abolición de la legislación laica de la República, dando un extremado carácter clerical a la nueva. Lo que luego fue denominado como Fuero del Trabajo, única disposición de rango constitucional aprobada en el transcurso de la guerra, hecho expresivo de la indefinición de los sublevados, fue elaborado por dirigentes falangistas (Dionisio Ridruejo y el ministro Pedro González Bueno), por lo que tenía concomitancias originales con el fascismo, como lo prueba la intervención y asesoramiento de personas ligadas a la Embajada italiana. Pero luego, por influencia monárquica y tradicionalista, no pasó de ser un conjunto de declaraciones generales, apenas traducidas por el momento en legislación concreta. Se puede decir, por tanto, que a lo largo de 1938 las victorias militares de Franco en la guerra no fueron acompañadas de una paralela clarificación del panorama político interno de su régimen. Cierta propensión fascista y una radical indefinición que en la práctica multiplicaba el poder político de Franco resultaron los rasgos más característicos de un Nuevo Estado que daba la predominante sensación de provisionalidad.
Lo que, en cambio, quedó muy claro fue el predominio avasallador de Franco como dirigente político. A este respecto resulta muy interesante el discurso pronunciado por él en la conmemoración de la sublevación, el 18 de julio de 1938, quizá el más significativo de los de contenido político que pronunció a lo largo de este año. Franco dio a esta conmemoración el carácter de celebración de la llamada «revolución nacional», lo que ya empezaba por tener un obvio componente fascista, al menos en el lenguaje. Además, en el discurso, leído ante el micrófono de Radio Nacional, estableció una vinculación, quizá un tanto forzada, entre sí mismo y José Antonio Primo de Rivera con ocasión de la revolución de Asturias en 1934; luego se perdió en la versión conspiratoria del estallido de la guerra civil y en la condenación del adversario militar. Pero lo más interesante de su intervención fue la alusión que hizo al Nuevo Estado y a los posibles disidentes en la España que acaudillaba. Siempre había repudiado desde los años de la experiencia marroquí el sistema liberal, que ahora describió como «de apetitos y clientelas políticas». Pero, además, ofreció una contraposición de un Estado «neutro y sin ideales» y otro «misional y totalitario». Si el primero de estos dos últimos calificativos parecía tener al menos el recuerdo de un factor religioso, lo cierto es que a continuación había una diatriba violentísima en contra de la resistencia al segundo con toda una peculiar interpretación del pasado español que tenía muy poco que ver con la Historia, pero que serviría de argumento frente a don Juan de Borbón en cartas posteriores en que los Reyes Católicos fueron presentados como un modelo de totalitarismo. Dijo Franco: «Si algunos, al servicio encubierto de los enemigos de la unidad y grandeza de España o infiltrados de virus liberal, murmuran que esto no es nacional o que es pagano, les ofrecemos la ejecutoria del Estado español de nuestros Siglos de Oro, con su carácter misional y su cadena de ideales, que fueron la base de su Imperio, el cual cae y se derrumba cuando se pierden aquellas sublimes aspiraciones, cuando el Estado se vuelve indiferente y cuando a la cabeza pensante de un Caudillo suceden las asambleas deliberantes de hombres sin responsabilidad en que el extranjerismo se adueña de España y es causa de nuestra decadencia».
No hay palabra en este discurso que tenga desperdicio. Lo esencial es el nacionalismo que fundamenta en el pasado el proceso de fascistización en el presente, mientras que el repudio del pluralismo tenía como consecuencia la exaltación de un Caudillo que, si en el pasado podía ser Felipe II, en el presente era, sin duda, él mismo. Patente estaba también en este planteamiento la condena a quienes juzgaran este camino hacia el totalitarismo como algo no vinculado a la tradición nacional o ajeno al cristianismo. Franco escribió, en un principio, que repudiaría y aplastaría «a los que arguyan que esto no es español». Al final tachó esa frase, pero no, de momento, otra en que aseguraba que «la España fascista, la que tuvo el yugo y las flechas por emblema, la del Caudillo responsable y carácter misional», era aquella que había servido de modelo «que hoy adoptan los pueblos que cuidan su grandeza». Así, la España imperial parecía antecedente del fascismo y el nazismo, planteamiento del que no se sabe qué admirar más, si su ignorancia o su audacia. En la versión final del texto aparecida en la prensa acabó desapareciendo esa referencia a la España nacionalista como fascista, aunque bien significativo es que Franco escribiera esas frases de su propia mano y solo las tachara al final.
Importa señalar que el contenido de esos planteamientos debía tener como resultado final la unificación política absoluta y una completa desaparición de la discrepancia. «Nuestro régimen —prosiguió Franco— no es, pues, ni un capricho ni una fórmula artificiosa de organización; es una necesidad histórica, indispensable a la propia existencia de la Patria». Y ello se concretaba en lo siguiente: «Hay que soldar al pueblo, dividido por los partidos; hay que unir medio siglo de separaciones; hay que borrar los prejuicios de la lucha de clases; hay que hacer una justicia; hay que educar un pueblo y separar a nuestras juventudes de resabios liberales; […] tenemos que poner mano dura sobre los desvíos de la juventud, si alguien se apartase de la línea marcada». Un último párrafo del discurso concluía por reintroducir el componente religioso y el repudio de cualquier disenso: «El espíritu de crítica y reserva es cosa liberal que no tiene arraigo en el campo de nuestro Movimiento, y os repito, una vez más, que su tónica es militar y monástica y a la disciplina y patriotismo de aquella ha de unirse la fe y el fervor de lo religioso». El componente más tradicional aparecía esgrimido en este momento, pero el propósito totalitario pesaba sobre las líneas anteriores.
Esta mentalidad tan proclive al fascismo, aun tan incorrectamente dibujado, se pudo percibir en algunas otras intervenciones de Franco a lo largo de la segunda mitad de la guerra civil. En la más importante de ellas, la que conmemoró su exaltación a la Jefatura del Estado, queda bien patente que el ropaje totalitario iba dirigido de manera principal a la concentración del poder político en un liderazgo personal y salvador. En este mismo año había recibido ya el ascenso a capitán general de los Ejércitos de Tierra, Mar y Aire, consolidando su caudillaje militar. Ahora recibió el político de manos de Fernández-Cuesta, como secretario general del partido, quien aseguró que «la unidad española se consigue en la sumisión de todos sus hombres y de todas sus partes a una sola disciplina, a una sola obediencia, a un solo Jefe». Incluso asistió al acto el arzobispo de Burgos, y habló de la aparición providencial de Franco en un momento en que «la locura demoníaca parecía empeñada en perder a España». Tanto entusiasmo exaltatorio fue respondido en términos equivalentes por aquel cuya fiesta de exaltación se celebraba. La del 1 de octubre representaba —dijo— «la voluntad de nuestro pueblo de buscar su unidad». Él cumpliría su función con la ayuda del Todopoderoso: «Pido a Dios claridad de pensamiento y fortaleza de brazo para poder gobernar con la equidad y espíritu de servicio con la que mi Gobierno está dispuesto a secundarme para poder llevar a cumplimiento la revolución que España tiene pendiente y que mi Movimiento encarna y para llevar a la Patria a las cumbres del poderío que mis Ejércitos están dispuestos a mantener». A este fin, todo quedaba en las manos de quienes le oían: «Así será si vosotros sois siempre unos en la obediencia, en la fe y en el impulso».
Pero esta apariencia de unión en torno a un Caudillo tenía poco que ver con la realidad interna del régimen percibida desde el mismo Gobierno. No solo la unificación había sido un fracaso, en términos de sentimientos de los grupos ante ese proceso, sino que en la etapa final de la guerra, mientras que Franco parecía cada vez más seguro y consciente de su condición de Caudillo, algunos de sus principales colaboradores quedaron muy decepcionados respecto de sus capacidades e incluso del papel que ellos mismos habían jugado en su promoción. Entre los ministros, esta posición resulta manifiesta en los casos de Martínez Anido, Sainz Rodríguez y Amado. Incluso Jordana, caracterizado por su fidelidad a Franco, pensaba que las instrucciones que le daba eran «demasiado inconcretas como para ser aplicables». Gran parte del malestar existente entre los ministros y, en general, la clase dirigente del régimen era producto del ascenso de Serrano Suñer, único ministro que aparecía en la prensa y que parecía beneficiarse constantemente de su relación familiar con Franco. En estas condiciones, lo que muy pronto caracterizó al primer Gobierno del Nuevo Estado fue una profunda desunión.
Ya en mayo de 1938 el diario de Jordana, vicepresidente y ministro de Asuntos Exteriores, recoge la actitud de Franco, que, «seguramente impresionado por algún chisme, me llamó la atención en el sentido de que le satisfacía la marcha de los asuntos internacionales». En julio existieron las primeras discrepancias respecto de la propaganda exterior; lo que Jordana quería era que esta «se hiciera de acuerdo conmigo y mis intervenciones se difundieran más» en la prensa controlada por Serrano. Pero fue en octubre cuando el deterioro de las relaciones entre Jordana y Serrano se hizo más manifiesto. A partir de comienzos de este mes el vicepresidente empezó a presidir algunos de los Consejos de Ministros en ausencia de Franco. Tal decisión, sin duda, no le sentó nada bien a quien era la estrella ascendente del Gobierno. Muy a menudo, cuando presidía Jordana, Serrano llegaba tarde, como si concediera a esas reuniones menor significación que a la tarea a desarrollar en su despacho. Persona muy disciplinada y fiel a Franco, Jordana, que tenía una personalidad propia, a veces discrepaba de él en puntos importantes. Lo hizo en relación con la actitud a adoptar sobre las relaciones con el Vaticano, en que escribió que Franco tenía una «idea completamente equivocada», o sobre la depuración del Cuerpo Diplomático, que al Caudillo le pareció «demasiado blanda», cuando él tendía a apoyarse en los elementos más establecidos de la carrera. Hubo un momento en que Jordana comenzó a aceptar con menor paciencia a un Franco que cada vez estaba más seguro de sí mismo y de sus capacidades y que, al mismo tiempo, mostraba cada vez más patentes insuficiencias en su formación. «Su idea acerca de este asunto —escribió en una ocasión—, completamente imprecisa, es dificilísimo de llevarla a la práctica». No puede haber un juicio más duro acerca de quien se consideraba un estadista providencial. Ya en 1939, a Jordana empezó a sucederle lo que a otros muchos miembros del Gobierno, es decir, que soportaba mal las largas peroratas de Franco sobre materias de las que ignoraba casi todo: «El Generalísimo —escribió en otra ocasión— me dio una sesión de dos horas hablándome de cuestiones económicas».
Lo que más influyó en la sorda irritación de Jordana en los últimos meses de su permanencia en el Gobierno, como en el caso de la mayor parte de los ministros, fue la creciente influencia, que consideraba por completo contraproducente, de Serrano Suñer. Se traducía en la más completa intromisión en temas ajenos, incluidos los de política internacional. A principios de marzo de 1939 el diario de Jordana ya aludía directamente a Serrano, haciéndole responsable de una presentación de la victoria militar propia de una manera que resultaba contraproducente por completo para mantener buenas relaciones con los países europeos no pertenecientes al Eje. Lo que en estos momentos de victoria escribió no puede ser más expresivo y contrasta con la presumible satisfacción que debiera haber sentido ante el inmediato triunfo militar: «Semana de lucha enorme para contrarrestar la campaña tendenciosa y nociva en extremo para nuestra política internacional. Todos mis esfuerzos para que sea yo, como responsable, el que lleve la dirección política internacional fracasan completamente porque el ministro de Gobernación y Propaganda, en su desmesurado afán de invadirlo todo, y la colección de inconscientes que lo rodean, que se atribuyen todas las inquietudes del Movimiento, campan por sus respetos sin freno. Esto me produce máxima amargura que exterioricé ante el Generalísimo en mi despacho del lunes. Me dio la razón y llamó la atención del ministro de Propaganda [sic], ordenándole que sometiera a mi censura cuanto se refiere a la política internacional. Surtió algún efecto de momento, pero es vana esa tarea porque volverá al sistema de campar por sus respetos contra el que nadie puede». Llama la atención que Jordana llegara incluso a modificar el título del Ministerio de un Serrano cada día más abrumadoramente presente en la prensa.
Con el final de la guerra civil, Jordana había llegado ya a la saturación. Poco ambicioso en el terreno político y sobrecargado de trabajo, llegó a la conclusión de que debía abandonar el Gobierno. Visitó, entonces, a Franco y «le expuse —cuenta en su diario— mi opinión de que ante los gravísimos problemas que es menester afrontar es necesario que se halle asistido por un Gobierno de plena autoridad [pero] el actual carece de ella, no por el desgaste de los ministros […] sino porque, tal vez por no contar con la debida confianza y por esa campaña ególatra y absurda de propaganda en la que solo aparece siempre la figura de Serrano Suñer, los demás ministros quedan siempre en lugar desairado, estimando la opinión, por cierto con protesta y desagrado, que todas esas campañas son encaminadas para preparar el terreno y nombrar presidente a Serrano». Franco, sin embargo, tardaría en realizar la crisis ministerial cuatro meses y, ante la sugerencia de un nombramiento de Serrano como presidente del Gobierno, hizo un gesto dubitativo, testimonio de que ya había optado por tener en sus manos la totalidad del poder, decisión en la que permaneció hasta dos años antes de su muerte.
El testimonio de Rodezno resulta muy coincidente con el de Jordana en sus rasgos principales y, al mismo tiempo, divergente en la vehemencia a la hora de expresarlo. En la actitud de Rodezno hubo un componente ideológico que no cabe ignorar. Abominaba de la Falange juvenil y revolucionaria, en la que había encontrado, como también en algunos otros miembros del Gobierno, una dura resistencia a esa «reparación del laicismo» que él había tratado de llevar a la práctica desde la cartera ministerial. Sabía que la unificación se había convertido en absorción de los carlistas, y Franco, que le había parecido muy superior al resto de los generales, se había ya desmoronado por completo en su aprecio; pronto le indignó y lo encontró ridículo. Sin embargo, toda su indignación se dirigía, por el momento, en contra de Serrano Suñer, sobre el que no pareció haber tenido inconveniente en expresarse, aun en privado, con extremada violencia.
La irritación de Rodezno con el propio Gobierno de que formaba parte fue anterior a la de Jordana, más profunda, y no dudó en compartirla con otros miembros del Gabinete. A la altura del verano de 1938, Rodezno había roto prácticamente con Serrano. El 20 de agosto le escribió una carta que no puede ser más indicativa de su irritación, del poder que tenía Serrano y de su deseo de llegar por su intermedio a Franco. Se quejaba de que en el Consejo de Ministros no se hubiera hablado prácticamente nunca de política, pero sobre todo señalaba su «discrepancia profunda con la tónica general que va dominando». Falange era, para él, «una organización política que en los precedentes e iniciación del Movimiento solo pudo ofrecer un concurso meritorio pero modesto». Había sido, en realidad, el Ejército el que había podido unir a sectores que eran muy diversos. Julio de 1936 no había sido una sublevación por el nacionalsindicalismo, pero este iba imponiéndose a través de «concepciones y modos unilaterales». Con «angustiada expresión de preocupación patriótica», aseguró al cuñado de Franco que «jamás en lo político contemporáneo (me refiero, claro está, a nuestro campo) se ha montado un elenco directivo más dispuesto a hundirnos de nuevo en desenfrenos demagógicos o a terminar su vida en una impopularidad sin precedentes». Para medir la violencia de estas frases hay que tener en cuenta que en este momento todo el mundo sabía que quien presidía en realidad ese equipo dirigente no era otro que el propio Serrano. Pero este era consciente de que su cuñado necesitaba, por el momento, de la tendencia carlista identificada con Rodezno.
Desde hacía tiempo el ministro de Justicia había visto con preocupación el hecho de que Franco atribuyera una condición vetusta al carlismo. A partir de octubre, como muchos otros ministros, empezó a darse cuenta de las limitaciones de aquel a quienes todos llamaban Caudillo. En los Consejos se perdía con mucha frecuencia en «minucias de abastos» y, en cambio, cuando se intentaba introducir el debate político de fondo, hacía un «frunce especial», indicativo de que ese era un terreno que se reservaba única y exclusivamente para sí mismo y sus asesores. Lo peor venía cuando tomaba la palabra para desvelar los grandes proyectos de futuro que iba a emprender nada más concluir el período bélico. Explicó, por ejemplo, un proyecto para eliminar la deuda contraída con el exterior durante la guerra y «por las claras comprendía que a todos nos estaba pareciendo una simpleza». Debía serlo, porque el ministro de Hacienda, Amado, se inclinó al oído de Rodezno y le dijo: «Este hombre está en la luna. Esto es una tertulia de café».
No puede extrañar en ese ambiente que en el mes de noviembre apareciera en el diario de Rodezno un expresivo «ya no puedo más». Tres días antes de la Navidad de 1938, Serrano, «entre infantil e insensato», según le describe Rodezno, fue protagonista principal de uno de los Consejos de Ministros más desagradables al presentar unos figurines con el futuro uniforme de los ministros. «Una monada», comentó Rodezno, añadiendo que «está por nacer el sastre que así me vistiera a mí». En los descansos entre las sesiones del Consejo, Rodezno se encontraba con que tanto Serrano como Franco bromeaban acerca de él, calificándole de «liberal». Por supuesto, no lo era; pero, en cambio, tenía mucho más respeto por las instituciones deliberantes como procedimiento para llegar a la toma de decisiones, frente al ordeno y mando nacido desde arriba.
El panorama de una paz inmediata era más preocupante, para buena parte de los ministros, que una guerra que ya consideraban como ganada. Franco había comenzado a mostrarse locuaz en extremo, pero esto a los ojos de sus colaboradores no era algo que agigantara su figura, sino que la empequeñecía. «Además de muy hablador —apuntó Rodezno—, es hombre para quien el tiempo no cuenta; jamás ha usado reloj». Sainz Rodríguez le escuchaba y no daba crédito a lo que oía. Quien no estimaba críticas más o menos subterráneas en contra de Franco las lanzaba en contra de Serrano Suñer. En marzo de 1939, Italia concedió distinciones honoríficas a los ministros españoles, pero lo hizo graduando el peso político de cada uno de ellos: Serrano recibió una condecoración de mayor importancia que la del resto de sus compañeros, como también Jordana, cuando solo en este caso, desde el punto de vista administrativo, existía razón para ello. Eso bastó para que Suanzes, ministro de Industria, se negara a aceptar la suya, y «este detalle quincallero —comentó el ministro de Justicia— demostró cómo estaba el patio». El endiosamiento y aparente omnipotencia de Serrano hacían que cualquier decisión que se tomara, fuera intrascendente o no, despertara las inmediatas prevenciones del resto de los ministros contra él. A la coronación del nuevo papa Pío XII fue enviado Fernández-Cuesta, lo que Rodezno tomó como «una nueva desatención» para una persona como él, en quien recaía la responsabilidad de ocuparse de las relaciones entre Iglesia y Estado. El ministro de Justicia creía que ante las esferas vaticanas podía hacer mejor papel que «el camarada Raimundo», pero este, muchos años después, en sus memorias, todavía parece pensar que fue un procedimiento para alejarle de Madrid en el momento de la conclusión de la guerra civil, lo que es también expresivo de la prevención contra Serrano.
A comienzos de 1939 esta tensa situación estalló. Franco, indignado, destituyó a Sainz Rodríguez, autor de una serie de inocuas bromas acerca de su cuñado. Cuando se lo comunicó al Consejo, la actitud de sus ministros le pareció insuficientemente sumisa y llegó a amenazar con ejecutar a quien todavía no había sido sustituido de forma legal. De este modo la guerra civil concluyó con una situación en la que ya resultaba inevitable un inmediato cambio gubernamental. Rodezno, por aquellos días, anotó en su diario que «este hombre —Franco— no tiene remedio y nos ha dado un buen chasco».
La identificación entre ambos cuñados debe haber sido en este momento completa; con el paso del tiempo se deterioraría gravemente, pero faltaba mucho para que así sucediera. Lo importante desde el punto de vista político es que Serrano, con su bagaje intelectual, había apuntalado la autoconciencia de un dictador. Si hay un término para describir el estado de ánimo de Franco es el de efervescencia. No solo estaba entusiasmado con la victoria, sino también consigo mismo, con la condición de estadista, Caudillo de la paz y de la reconstrucción, que creía otorgada por la Providencia. Se sentía capaz de enderezar el rumbo de España, encauzándolo por senderos muy distintos que aquellos a los que le había conducido la mediocridad de sus predecesores. Si alguna duda tuvo en algún momento acerca de su papel, la presencia de Serrano Suñer a su lado como consejero áulico se la disipó de manera radical. Tenía grandes planes y los exponía sin cesar a sus ministros y a los visitantes extranjeros. Estaba dispuesto a actuar de forma decidida, y en esos momentos para él esto significaba identificarse, por muy confusa que tuviera las ideas acerca del fascismo, con lo que este representaba. Quienes le oían adivinaron que en él se había producido un cambio fundamental e irreversible y supieron medir sus consecuencias. Se trataba de un cambio que le afectaba personalmente a él, pero también al régimen que había de encabezar y dar nombre durante largos años. El 20 de mayo de 1939, el conde de Rodezno llegó a una conclusión que habría de ser profética: «Esto parece que toma rumbos de poder personal indefinido». Así fue, desde luego.
La espontaneidad de la actitud de Franco era tal que no tenía inconveniente en mostrarla con claridad cristalina ante los embajadores extranjeros; lo hacía incluso con ingenuidad total y con una sobreabundancia de explicaciones que con el paso del tiempo serían la precisa antítesis de su talante como gobernante discreto que no abría la boca en los Consejos de Ministros o se limitaba a apostillar la intervención de sus consejeros con tan solo unas palabras. Tan solo una semana antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial, cuando ya se había formado un Gobierno en que el predominio de Serrano fue bien claro, recibió Franco al embajador portugués, personaje de gran importancia en el régimen de Salazar. Pedro Teotonio Pereira encontró a Franco satisfecho de haber conseguido, por fin, contar con un Gobierno homogéneo, de hombres probados por la guerra; para él eso era esencial, porque sin unidad política «era imposible llevar a cabo las grandes reformas que tenía a la vista». Hablaba con entusiasmo y exuberancia verbal de los principales problemas de gobierno, principalmente de aquellos sobre los que había escrito textos privados planificando el inmediato futuro. Le preocupaba el castigo de los rojos (citó, por ejemplo, la redención de penas por el trabajo) y la reconstrucción civil. Se explayó en sus ideas económicas para España: había que conseguir elevar el nivel de vida de las clases trabajadoras sin encarecer la producción. No veía contradicción posible entre estos dos principios y no dudó en rozar la impertinencia a la hora de indicar la magnitud del esfuerzo social al que estaba dispuesto: iba a avanzar tanto en este terreno que Portugal no le iba a poder seguir y, en consecuencia, habría un contraste entre ambos países. Lo decía en tono grave e ingenuo y argumentaba que no entendía cómo el presupuesto portugués se liquidaba sin déficit «cuando había tantas cosas para hacer». No parecía dispuesto a aceptar de buen grado los consejos de prudencia a que pretendió inducirle la ortodoxia conservadora del dirigente salazarista. Por el contrario, se embarcaba en «largas cogitaciones» tanto sobre política exterior como interior. «Noto —escribió Teotonio a Salazar— que cada vez le gusta más hablar con tono doctoral sobre los asuntos más complejos e inesperados». No eludía las relaciones internacionales y respecto de ellas alarmó al embajador portugués. Acercando la silla a la suya, le dijo confidencialmente que viajaría a Roma y a Berlín antes que hacer cualquier viaje a Portugal (no tuvo inconveniente en dar la sensación de que tenía una impresión negativa acerca del país vecino). Pensaba que Italia tenía derecho a su espacio vital y que Alemania conseguiría que Polonia acabara cediendo ante ella; incluso no mostró ningún reparo en que su aliado Hitler hubiera pactado con Stalin. Teotonio acabó la conversación muy preocupado y así se lo escribió a su jefe de Gobierno: «Confieso a V. E. que cada día tengo más aprensión sobre las ideas del Generalísimo. Lo encuentro enamorado del Poder y del poder personal. De todos cuantos gobiernan España, es él quien me dice cosas más extrañas y quien habla un lenguaje más próximo al Eje».
Por supuesto, nadie podía hacer afirmaciones semejantes en público en España, pero personalidades de la derecha ausentes del Gobierno coincidieron en el diagnóstico sobre Franco de estos momentos. Francesc Cambó, el líder catalanista que le prestó una importante ayuda desde el punto de vista de la política exterior, escribió, tras oír algunas de las intervenciones de Franco: «El Generalísimo desconoce la Historia de España; habla de política y muestra que no sabe más que un tertuliano de un cafetín de pueblo; habla de economía y ¡válgame Dios las cosas que dice!». Era lo mismo que pensó años después el general Alfredo Kindelán, que había jugado un papel decisivo en la promoción de Franco a las altísimas responsabilidades que desempeñaba en esos momentos. Kindelán había tratado a Franco con frecuencia durante la guerra civil y se convirtió en uno de los personajes más caracterizados del monarquismo tras ella. Para diagnosticarle empleó la expresión «mal de altura», que parece apropiada. Decía que era taimado y cuco, más que perverso, y asimilador de ideas más que productor de ellas. El «mal de altura» lo percibía en él sobre todo porque, como los escaladores que remontan en exceso para sus posibilidades, parecía mareado por la cota que había alcanzado partiendo de sus limitadas capacidades y, más en concreto, por una formación deficiente. La combinación entre esa ignorancia, la tendencia a creer en fábulas conspiratorias, el ansia de poder y el caudillaje obtenido durante una larga guerra habían tenido como resultado el descrito.
Puede decirse, en conclusión, que durante la guerra civil, de una manera poco frecuente, atendiendo a lo que sucede habitualmente en este género de conflictos, el bando sublevado consiguió un grado de unidad política considerable en un plazo corto de tiempo. Esto contribuyó, sin duda, de manera importante a la victoria, aunque habría que preguntarse también lo que podría haber llegado a suceder si en algún momento los sublevados hubieran experimentado una grave derrota militar. Franco utilizó una evidente prudencia y habilidad, pero, además, se vio beneficiado de una ventajosa posición que nacía de la peculiar situación de las fuerzas políticas que dirigía, divididas entre el posibilismo y el purismo y carentes de liderazgo claro desde que comenzó el período bélico. En lo que tenía de régimen dictatorial personal y militar, muy poco institucionalizado y con un partido único pero de influencia política fascista tan evidente como también limitada, se puede decir que el franquismo se engendró como régimen durante la guerra civil. Pero solo durante la Segunda Guerra Mundial Franco se convirtió en árbitro permanente de las tendencias políticas de la derecha en un momento dificilísimo para él y su régimen que hubiera podido suponer la entrada en el conflicto mundial y la «fascistización» completa. En 1939 todavía existía una latente confrontación entre esos grupos que ni siquiera la dirección bélica de Franco y la exaltación de su persona que le proporcionó su cuñado lograron superar.
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