5. El mundo ante el avispero español: intervención y no intervención extranjera en la guerra civil (Enrique Moradiellos)

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EL MUNDO ANTE EL AVISPERO ESPAÑOL:

INTERVENCIÓN Y NO INTERVENCIÓN

EXTRANJERA EN LA GUERRA CIVIL

Enrique Moradiellos

El espejo deformante: la significación internacional del conflicto español

EL ESPEJO DEFORMANTE: LA SIGNIFICACIÓN INTERNACIONAL

DEL CONFLICTO ESPAÑOL

La guerra civil que se libró en España entre el 17 de julio de 1936 y el 1 de abril de 1939 tuvo sus orígenes en motivos propiamente internos españoles: las graves tensiones sociales y la violenta polarización política que había cristalizado en el país en un contexto de profunda crisis económica. Sin embargo, el curso efectivo y desenlace final de ese conflicto endógeno estuvo crucialmente condicionado por el contexto europeo contemporáneo. La forma más evidente de ese condicionamiento fue la intervención (o no intervención) en la contienda fratricida española de varias potencias continentales que prestaron su ayuda (o rehusaron hacerlo) a uno u otro de los bandos contendientes. El proceso de internacionalización derivado de tal intervención exterior confirió a la crisis bélica española una importancia decisiva en el panorama diplomático que precedió al estallido de la Segunda Guerra Mundial en septiembre de 1939 y dio origen al debate que convulsionó a amplios segmentos de la opinión pública europea y mundial de la época. No en vano, durante casi tres años, el avispero español se convirtió en el escenario de lo que cabe considerar también como una guerra civil europea a pequeña escala y parcialmente premonitoria de la que habría de estallar a finales de 1939[1].

Apenas una semana después del estallido de la guerra en España, un artículo editorial publicado el 25 de julio de 1936 en The Manchester Guardian, prestigioso diario liberal británico, comenzaba afirmando: «El significado internacional de la guerra civil española es bastante más grande de lo que parecía en un principio». Y al cabo de unas semanas de lucha, The Times, otro influyente diario conservador británico, corroboraba ese juicio previo y apuntaba el motivo y razón básica del conclicto: «[la guerra de España] puede considerarse como un espejo deformante en el que Europa contempla una imagen exagerada de sus propias divisiones»[2].

Ciertamente, como indicaban ambas citas periodísticas, el conflicto fratricida en España tuvo desde el principio una dimensión internacional ineludible y trascendental para su desarrollo y terminación final. Contra lo que todavía suele afirmarse ocasionalmente, el carácter de esa dimensión internacional no era resultado de la hipotética injerencia y participación de potencias o instituciones extranjeras en el desencadenamiento de la contienda. En otras palabras: no es verdad que antes del estallido de la guerra hubiera en marcha una conspiración comunista dirigida desde Moscú para propiciar una revolución social y la implantación de un régimen de tipo soviético en España (como afirmarían los militares insurgentes para justificar su sublevación como un mero golpe preventivo que se anticipaba a dicha revolución). Antes al contrario, el Kremlin y la dirección moscovita del Komintern, atemorizados por el peligro nazi y embarcados en la búsqueda de la alianza anglo-francesa, refrenaron sistemáticamente las ínfulas revolucionarias del Partido Comunista de España y recibieron con desconcierto y aprensión las primeras noticias sobre la sublevación[3].

Tampoco es cierto que existiera un acuerdo previo de las autoridades fascistas de Italia y de sus homólogas nazis de Alemania con los militares conjurados con el fin de estimular y apoyar la realización de su golpe faccioso (como sostendría la propaganda republicana a modo de consoladora explicación del alcance del fenómeno insurreccional). Los vagos contactos exploratorios de los conspiradores con los líderes nacionalsocialistas y fascistas, aunque contaban con precedentes en años previos (vínculos italianos con la Falange y visita del general Sanjurjo a Alemania), no habían cuajado en nada serio y tanto en Roma como en Berlín se vieron sorprendidos por el momento y alcance de la sublevación[4].

La dimensión internacional implícita en la contienda española respondía a dos razones fundamentales y correlativas: la doble presencia de una analogía esencial y de una sincronía temporal entre la crisis bélica española y la crisis europea de la segunda mitad de los años treinta. Ambos fenómenos constituyeron los factores fundamentales que confirieron a la guerra española su importancia y significado internacional. Y ambos fueron la causa y origen del rápido proceso de internacionalización del conflicto y del concomitante interés pasional que suscitó este en la opinión pública mundial contemporánea. No en vano, los respectivos frentes y las retaguardias creados en España se convertirían en el «espejo deformante» que concitaba el apoyo o la hostilidad de los diversos grupos sociales, ideologías políticas y potencias estatales que fracturaban el continente europeo. Tanto para quienes percibían la contienda española como un combate frontal entre el comunismo y la civilización occidental como para quienes la interpretaban como una batalla decisoria entre la democracia y el fascismo. Un representante diplomático británico advirtió ese fenómeno con palabras bien reveladoras después de año y medio de guerra civil e intervención extranjera en ella: «Por el momento, España tiene a su cargo el desdichado papel de constituir el reñidero de Europa»[5].

La analogía esencial entre la crisis española que dio origen a la guerra civil y la crisis europea de los años treinta permite considerar a aquella como una versión regional y específica de esta última. De hecho, desde una perspectiva referencial históricocomparativa (superadora de la habitual perspectiva diferencial hispano-céntrica), cada vez resulta más evidente que la guerra civil española fue un episodio de la fase final de la llamada «crisis europea del período de entreguerras», que se extiende entre el final de la Gran Guerra y el estallido de la Segunda Guerra Mundial.

La naturaleza general de la crisis de entreguerras que asoló a Europa durante el ventenio de 1919-1939 derivaba del impacto devastador de la Primera Guerra Mundial sobre los fundamentos del previo orden liberal y capitalista por su novedosa condición de Guerra Total: un tipo de contienda agotadora que implicaba la movilización masiva de la sociedad afectada, subordinaba toda la actividad económica a las exigencias bélicas, requería una incesante producción industrial para alimentar logísticamente los frentes de combate, demandaba múltiples sacrificios materiales a las poblaciones de retaguardia y exigía una imparable cuota de sangre humana tanto de efectivos militares como de personal civil[6].

Tras la intensa movilización bélica de 1914-1918 habían aparecido inéditos problemas sociopolíticos y desafíos económicos que obligaban a buscar nuevas soluciones de estabilización en todos los países europeos, tanto si eran vencedores como vencidos o neutrales. En el plano político, había que afrontar la irrupción en la vida pública de unas masas que habían soportado el sufrimiento del esfuerzo de guerra y exigían nuevos modelos políticos para canalizar la voluntad de participación popular en la gestión del Estado. En el plano social, había que hacer frente a la presencia de unas clases obreras reforzadas por el desarrollo industrial inducido por la guerra y organizadas en fuertes partidos y sindicatos autónomos para defender sus derechos laborales y civiles. Y en el plano económico, había que articular la intervención masiva del Estado en la economía para solventar fenómenos desconocidos como eran la inflación galopante y el crecimiento desorbitado de la Deuda Pública.

Para hacer frente a los nuevos problemas y desafíos aparecieron en escena ya durante la Gran Guerra tres núcleos de proyectos antagónicos de reestructuración del Estado y de las relaciones sociales que pretendían estabilizar la crítica situación en beneficio de las expectativas e intereses de diversos grupos y clases sociales que servían de apoyo y soporte a cada uno de ellos: el proyecto reformista-democrático, la alternativa reaccionaria fascista o fascistizante y la propuesta revolucionaria de matriz obrera. Estas serían las «Tres Erres» que iban a dominar el período de entreguerras y a protagonizar una silenciosa y espasmódica «guerra civil europea»: Reforma, Reacción o Revolución.

El proyecto reformista, triunfante claramente en Gran Bretaña y Francia, por ejemplo, propugnaba una democratización del sistema político que hiciera compatible el funcionamiento de la economía capitalista y la participación obrera en la gestión del Estado mediante el sufragio electoral universal y la política de provisión estatal de servicios sociales básicos. La alternativa reaccionaria pretendía estabilizar la situación mediante la anulación de la autonomía operativa de la clase obrera y su férrea supeditación a un programa de integralismo nacionalista de carácter totalitario (como en la Italia fascista o la Alemania nazi) o meramente autoritario (como en la Polonia de Pilsudski o en el Portugal de Salazar). Por último, el modelo revolucionario de matriz obrera implicaba la destrucción del régimen económico capitalista y de la propiedad privada y su sustitución por un régimen genéricamente colectivista o comunista ortodoxo (en la forma que triunfó en Rusia con los bolcheviques). Como ha señalado al respecto el historiador Donald C. Watt:

La guerra civil que comenzó en Europa al tiempo que las campanas anunciaban el armisticio (en noviembre de 1918) era en esencia un conflicto triangular: los conservadores tradicionales y los demócratas, sostenedores del Estado de Derecho, afrontaban el desafío simultáneo de los nuevos reaccionarios de la derecha antiparlamentaria y de los revolucionarios de la izquierda antiburguesa[7].

En todos los países de Europa, desde 1918 y particularmente tras el impacto disolvente de la Gran Depresión económica de 1929, las tres alternativas habían estado presentes con mayor o menor intensidad y según el grado respectivo de modernización socioprofesional y desarrollo económico, urbano y productivo. Y en todos ellos había acabado por imponerse uno u otro de los modelos contendientes tras un grado mayor o menor de violencia y tensión sociopolítica: triunfo bolchevique bajo la dirección de Lenin en la guerra civil rusa de 1917-1921 y consolidación de la Unión Soviética (URSS); quiebra del orden democrático en Italia e instauración del régimen fascista por Benito Mussolini en 1922; proclamación de la dictadura militar en Portugal bajo la inspiración de Oliveira Salazar en 1926; fortalecimiento de la democracia en Gran Bretaña tras el fracaso de la huelga general laborista en 1926; colapso de la república democrática de Weimar en Alemania y acceso al poder de Adolf Hitler y el nazismo en 1933; aplastamiento de la tentativa de asalto reaccionario a la Tercera República en Francia en 1934, etc.

España había experimentado una evolución análoga a la de los otros países europeos que tenía el mismo origen inmediato: la crisis del verano de 1917 que rompió los precarios equilibrios de la Monarquía liberal-parlamentaria de la Restauración. También cobró la forma de similares alternativas político-ideológicas en conflicto y con parecidos apoyos y soportes sociales: un monarquismo católico y cada vez más autoritario y ultranacionalista que sostendría la Dictadura militar del general Miguel Primo de Rivera entre 1923 y 1930; una corriente democrática que se articularía durante esa etapa sobre la conjunción entre el republicanismo burgués y el movimiento obrero socialista; y una tendencia revolucionaria e internacionalista que se aglutinaría mucho más en torno al anarcosindicalismo que al minoritario comunismo de inspiración soviética.

Durante el azaroso quinquenio democrático de la Segunda República los tres proyectos institucionales demostrarían una fuerza insuficiente para imponerse definitivamente a los contrarios y lograr así la estabilización de las tensiones sociopolíticas. De hecho, en España se llegaría a una situación de empate de fuerzas entre una fragmentada alternativa democrático-reformista (en el poder durante el primer bienio de 1931-1933) y una borrosa alternativa reaccionaria (en el poder durante el segundo bienio de 1934-1935), con la recurrente aparición de la alternativa revolucionaria con capacidad para minar y desestabilizar el poder efectivo de las otras, pero no para derribarlas o, mucho menos, suplantarlas.

Paradójicamente, en ese empate virtual de fuerzas residió la peculiaridad y singularidad de la crisis española en el contexto de la crisis genérica continental. A diferencia de otros países europeos, en España se alcanzó un irresoluble equilibrio inestable entre las fuerzas políticas y los apoyos sociales de la alternativa reformista y la alternativa contrarreformista; un equilibrio y contrapeso que hacía imposible la estabilización del país mediante la imposición de uno u otro proyecto de modo incontestable y definitivo. De este modo, como resultado de ese empate peculiar y singular, demostrado fehacientemente en la consulta electoral de febrero de 1936, pudo plantearse y surgir el recurso a las armas como medio extremo para dirimir el conflicto y resolver el dilema. Y hablar de armas, que no de votos, implicaba hablar de la actitud del Ejército como corporación burocrática con el monopolio del uso de la fuerza violenta legítima del Estado. Con la particularidad de que en el seno del generalato y la oficialidad militar estaba prácticamente ausente el apoyo a las propuestas revolucionarias y era claramente mayoritaria la simpatía por la alternativa reaccionaria frente a los valedores de la opción reformista.

Además de esa analogía esencial entre la crisis específica española y la crisis genérica europea (que haría posible la mayor o menor identificación de cada uno de los bandos contendientes en España con sus homólogos europeos), entre ambos procesos se produjo una conexión temporal y cronológica de enorme trascendencia: la guerra civil española se iniciaría en julio de 1936 y se desarrollaría hasta abril de 1939 en medio de una coyuntura europea sumamente crítica y decisoria. De hecho, a lo largo del año crucial de 1936 el sistema de relaciones internacionales en el continente entraría en una fase de crisis irreversible que conduciría directa y gradualmente hasta el estallido de la Segunda Guerra Mundial en septiembre de 1939. Esta sincronía y paralelismo temporal entre el desenvolvimiento de la guerra en España y el agudo deterioro de las tensiones europeas sería la causa generadora del enorme impacto diplomático del conflicto español y de su rápido proceso de internacionalización. No en vano, el avispero español, convertido en un «reñidero de Europa», se desarrollaría justo a la par y en íntima vinculación con la crisis final que daría origen a la segunda gran guerra continental del siglo XX.

El contexto europeo e internacional en los años treinta

EL CONTEXTO EUROPEO E INTERNACIONAL EN LOS AÑOS TREINTA

La crisis del orden europeo y mundial que se manifestó tan vivamente en el año 1936 tenía su origen en la fragilidad del sistema de relaciones internacionales surgido tras la apretada victoria en noviembre de 1918 de la coalición aliada (Gran Bretaña, Francia, Rusia y Estados Unidos) frente a Alemania y sus satélites (Austria-Hungría y el imperio otomano). El santo y seña simbólicos de dicho sistema era la Sociedad de Naciones, el nuevo organismo internacional con sede en Ginebra, y su política de seguridad colectiva mediante consultas intergubernamentales permanentes, arbitraje y recurso a sanciones colectivas (económicas o militares), en caso de agresión a cualquier país miembro[8]. En realidad, el organismo ginebrino y el llamado «sistema de seguridad colectiva» nunca tuvo plena eficacia por contar desde su origen con fallas insuperables: Estados Unidos declinó integrarse y se retiró a una posición de aislacionismo radical que no se quebraría hasta 1941, en tanto que Alemania y la Unión Soviética no serían admitidas como miembros hasta 1926 y 1934, respectivamente. Por si fuera poco, la profunda crisis económica desatada en 1929 había terminado por romper su precaria estabilidad porque provocó graves desequilibrios en las relaciones interestatales y en la dinámica interna sociopolítica de varias potencias.

La principal amenaza contra el orden internacional imperante en la Europa de entreguerras provenía de los nuevos regímenes contrarrevolucionarios y totalitarios implantados por Mussolini en Italia y Hitler en Alemania. Como corolario a su política común de reforzamiento del poder estatal, férrea disciplina social, autarquía económica y exaltación nacionalista, tanto la dictadura fascista como la nazi postulaban una política exterior beligerante y revisionista del statu quo territorial. En gran medida, sus objetivos exteriores revisionistas buscaban la solución de las tensiones latentes en el interior de ambos países mediante una rectificación ventajosa de las fronteras por vía de la fuerza militar o de la intimidación diplomática.

En el caso italiano, el pragmatismo coyuntural desplegado por el Duce se combinaba con una notable coherencia programática: se trataba de convertir a Italia en la potencia hegemónica del Mediterráneo, reactualizando el Mare Nostrum de la Roma imperial y contrarrestando la hegemonía naval anglo-francesa en el área. A este fin habían respondido sus cautelosas actividades en Corfú, Albania y Libia durante los años veinte, como paso previo a iniciativas mayores solo imaginables cuando Italia hubiera logrado una potencia económico-militar suficiente y una cobertura diplomática más propicia. Mientras ese momento llegaba, la pretendida política de «equidistancia» entre la entente anglo-francesa y sus potenciales adversarios no ocultaba la profunda hostilidad hacia la primera por ser responsable de la «prisión» mediterránea que asfixiaba el futuro imperial de Italia[9].

En el caso del Tercer Reich, el oportunismo táctico del Führer también se combinaba con un programa de expansión imperialista en fases graduales: Alemania habría de recuperar primeramente su capacidad militar y los territorios perdidos por el tratado de paz de Versalles de 1919; después, habría de convertirse en la potencia hegemónica en Europa central, anexionando o neutralizando a rivales como Austria, Checoslovaquia, Polonia o Francia; y, por último, habría de conquistar la Rusia europea para convertirse en una potencia continental inexpugnable y una gran potencia mundial sin parangón. Para conseguir esos objetivos y evitar el cerco letal de 1914-1918, Hitler estimaba imprescindible la alianza tácita o expresa con Italia y Gran Bretaña, propiciada por la renuncia germana al Tirol y a la expansión colonial, respectivamente[10].

Las pretensiones revisionistas abrigadas por la Italia fascista y la Alemania nazi estaban en franca oposición a los intereses y propósitos de las dos principales potencias beneficiarias y garantes del statu quo en Europa: los regímenes democráticos de Francia y Gran Bretaña, grandes vencedores del conflicto de 1914-1918. En ambos países se percibía con suma prevención el revisionismo territorial nazi y el irredentismo imperial fascista. Sin embargo, también se consideraba muy improbable una combinación hostil de ambas dictaduras porque existía un claro antagonismo en su respectiva política exterior: la voluntad alemana de anexionar Austria y lograr la hegemonía en los Balcanes se enfrentaba al propósito italiano de garantizar la independencia austriaca (como Estado tapón en el norte) y de ejercer un protectorado de facto sobre los Balcanes.

Por otra parte, el temor franco-británico a una difícil concertación italo-germana estaba eclipsado por otra preocupación fundamental en el escenario diplomático de la época: la sustitución de Rusia por la Unión Soviética tras el triunfo de la revolución bolchevique en 1917. Tanto por su naturaleza social revolucionaria y anticapitalista como por su ascendiente en la política interior de otros Estados a través de los partidos comunistas, la URSS provocaba fuertes recelos en los círculos gobernantes británicos y franceses, tanto si eran conservadores como liberales, socialdemócratas o laboristas. Además, en esos medios políticos existía la convicción de que el estallido de otra guerra general europea solo serviría para desencadenar nuevas revoluciones sociales y extender el comunismo, tal y como había sucedido en la propia Rusia y en Europa central entre 1917 y 1920. Y esa profunda prevención antisoviética no fue modificada por la perceptible moderación de la diplomacia soviética a partir de 1933.

De hecho, bajo la orientación dictatorial de Stalin, la política exterior de la URSS había sufrido un cambio notable como resultado de la instauración del nazismo en Alemania, con su declarado programa de expansionismo anticomunista hacia el este. Previamente, los dirigentes soviéticos habían alentado el proyecto de una revolución mundial que sacara de su aislamiento al régimen y facilitara el difícil proceso de industrialización y colectivización en curso. Destruida esa esperanza, la aguda conciencia de vulnerabilidad estratégica y falta de preparación militar había sido agravada por el surgimiento casi simultáneo del peligro expansionista japonés en Asia oriental y del peligro alemán en Europa central. El temor a una agresión combinada por ambos flancos distantes y expuestos, con la posible connivencia del resto de las potencias capitalistas, había forzado a Stalin a retirar su apoyo a la revolución mundial para buscar un entendimiento diplomático y militar con las potencias democráticas a fin de contener la amenaza alemana y evitar la pesadilla de una coalición de Estados capitalistas contra la URSS. Esa era la firme razón de la nueva política exterior soviética de defensa de la seguridad colectiva y el statu quo emprendida en 1934 con la integración en la Sociedad de Naciones y reforzada en 1935 con la firma de un pacto de asistencia mutua con Francia. Su complemento era la estrategia comunista de frentes populares interclasistas en defensa de la democracia y en oposición al fascismo[11].

Dentro de ese inestable contexto diplomático, el primer aldabonazo serio al precario sistema internacional lo había dado Japón en 1931, al ocupar la provincia china de Manchuria para incorporarla a su incipiente imperio asiático, pese a las protestas y denuncias de la Sociedad de Naciones. Dos años después, Hitler secundó ese desafío retirando a Alemania del organismo ginebrino y poniendo en marcha un programa de rearme intenso que violaba las cláusulas del tratado de paz de Versalles. En 1935 fue Mussolini quien socavó la política de seguridad colectiva al iniciar la conquista militar de Abisinia y resistir las sanciones económicas decretadas contra Italia por la Sociedad de Naciones. Por último, en marzo de 1936, Hitler aprovechó la división creada entre Italia y las potencias democráticas a propósito de Abisinia y ordenó la remilitarización de Renania, crucial provincia fronteriza con Francia que había sido desmilitarizada al final de la Gran Guerra.

Ninguno de esos actos revisionistas, realizados siempre manu militari, fueron contenidos de manera efectiva por Francia y Gran Bretaña, que confiaban en la posibilidad de evitar un enfrentamiento armado y de lograr un reacomodo de las pretensiones italianas y alemanas en el concierto europeo e internacional. De hecho, los dirigentes británicos, secundados con mayor o menor entusiasmo por las autoridades francesas, habían puesto en marcha desde el primer momento la llamada «política de apaciguamiento» de ambas dictaduras. Esta política era esencialmente una estrategia diplomática de emergencia destinada a evitar una nueva guerra mediante la negociación explícita (o aceptación implícita) de cambios razonables en el statu quo territorial que satisficieran sustancialmente las demandas revisionistas sin poner en peligro los intereses vitales franco-británicos[12].

En la base de dicha política estaba la convicción de que ambas democracias no tenían fuerza suficiente para librar un posible conflicto con las tres potencias revisionistas simultáneamente. Y ello por varios motivos. Primero, por la debilidad económica de ambos países como resultado de la grave crisis económica: una debilidad que afectó mucho más a Francia que a Gran Bretaña y que otorgó a este país la posición dominante en la alianza bilateral. En segundo lugar, por la vulnerabilidad militar francesa y británica en caso de conflicto simultáneo con Japón en el Lejano Oriente, Alemania en Europa e Italia en el Mediterráneo: ya la Gran Guerra había demostrado la extrema dificultad de contener sin aliados el empuje bélico alemán en un solo frente. En tercer orden, por la desventajosa situación diplomática de los años treinta: a diferencia de 1914-1918, Gran Bretaña y Francia no podían contar con la ayuda vital de Estados Unidos, replegado en un aislacionismo absoluto, ni tampoco con la de Rusia, convertido en un país peligroso por su doctrina social, sospechoso por sus intenciones políticas e incierto por su valor militar. Y en cuarto lugar, por la fragilidad política de ambos Estados: la expectativa de un enfrentamiento bélico provocaba gran rechazo en la opinión pública francesa y británica, cuyos sentimientos pacifistas pretendían evitar a toda costa, si era posible, una nueva sangría humana como la de la última contienda europea. Estas sólidas razones apuntalaban la conveniencia de transitar la vía del apaciguamiento como estrategia adecuada para evitar un nuevo conflicto bélico continental y ensayar la posibilidad de un reacomodo de las demandas de Italia y Alemania[13].

En definitiva, en vísperas del estallido de la guerra civil española, los síntomas de desintegración del sistema de relaciones intraeuropeo eran manifiestos. Y la respuesta de las grandes potencias europeas ante el estallido de la crisis bélica en España estuvo condicionada, desde el principio y hasta el final, por su previa política exterior. De hecho, la respuesta anglo-francesa ante la crisis española se subordinaría en todo momento a los objetivos básicos de esa política de apaciguamiento general. La reacción soviética se enmarcaría dentro de los parámetros de su política de seguridad colectiva y búsqueda de aliados occidentales para frenar el expansionismo germano. Y, finalmente, Italia y Alemania responderían a la crisis en virtud de su común política revisionista del statu quo y tratando de superar su antagonismo recíproco (como apuntaba la aceptación italiana de la firma del tratado austro-germano de julio de 1936, que prescribía la coordinación de la política exterior de ambos Estados y el tácito reconocimiento nazi de la primacía imperial italiana en los Balcanes y el Mediterráneo).

El proceso de internacionalización del conflicto: fracasos republicanos y éxitos insurgentes

EL PROCESO DE INTERNACIONALIZACIÓN DEL CONFLICTO: FRACASOS REPUBLICANOS Y ÉXITOS INSURGENTES

En ese contexto internacional inestable y crítico, el 17 de julio de 1936 comenzó en el Marruecos español una potente insurrección militar de perfil reaccionario contra el Gobierno reformista de la República. En los días sucesivos, la insurrección consiguió afianzar su dominio sobre casi la mitad del país, pero fue aplastada sin remisión en la otra mitad peninsular por una combinación de fuerzas militares leales al Gobierno unidas a milicias sindicales armadas urgentemente. El consecuente fracaso parcial del pronunciamiento abrió la senda hacia una verdadera guerra civil en la medida en que los insurgentes se plantearon de inmediato la conquista del territorio enemigo, mientras que las autoridades republicanas se aprestaban a la defensa y ulterior recuperación de las zonas sublevadas.

La conversión del golpe militar en guerra civil planteó a ambos bandos un problema logístico vital: en virtud de la equilibrada división geográfica de España y del raquitismo de la industria bélica nacional, no existían los medios y el equipo militar necesarios para sostener un esfuerzo bélico de envergadura y prolongado. Por ese motivo, el mismo día 19 de julio de 1936, tanto el jefe del nuevo Gobierno republicano, José Giral, como el general Francisco Franco, comandante de las cruciales fuerzas sublevadas en Marruecos, se dirigieron en demanda de ayuda a las potencias europeas de las que cabía esperar algún auxilio y apoyo. El Gobierno de la República solicitó el envío de aviones y municiones a Francia, donde hacía pocas semanas había accedido al poder un Gobierno homólogo de Frente Popular presidido por el socialista Léon Blum[14]. El general Franco envió sus emisarios personales a Roma y Berlín, solicitando también armamento y aviones para transportar sus experimentadas tropas a Sevilla y poder iniciar así la inevitable marcha sobre Madrid, capital del Estado, cuya conquista y control era requisito imprescindible para lograr el reconocimiento internacional[15].

La simultánea petición de ayuda exterior formulada por ambos bandos contendientes suponía un reconocimiento explícito de la dimensión internacional presente en el conflicto español y un intento deliberado de sumergirlo en las graves tensiones que fracturaban la Europa de los años treinta. De hecho, ambas peticiones, en el contexto crítico del verano de 1936, iban a abrir la vía a un rápido proceso de internacionalización de la guerra civil que tuvo resultados bien distintos para los militares sublevados y para las autoridades de la República.

Apenas finalizada la oleada de huelgas que había precedido la victoria electoral frentepopulista, Léon Blum decidió el 21 de julio aceptar en secreto la demanda de ayuda republicana tras consultar con sus socios de coalición en el Gobierno y ministros del Partido Radical, Édouard Daladier (Guerra) e Yvon Delbos (Asuntos Exteriores). Sólidas razones políticas y estratégicas aconsejaban esa medida al margen de preferencias ideológicas: la República española estaba regida por un Gobierno reconocido y amigo, cuya benevolencia y colaboración sería crucial en caso de guerra europea para asegurar la tranquilidad de la frontera pirenaica y garantizar el libre tránsito (comercial y de tropas) entre Francia y sus colonias norteafricanas (donde estaba acuartelado un tercio del ejército francés). Sin embargo, nada más conocerse esa decisión gracias a una filtración de un agente franquista en la Embajada española de París, la opinión pública y los medios políticos franceses se dividieron profundamente al respecto[16].

La izquierda en general, socialista y comunista, así como la gran mayoría del Partido Radical, aprobaron la medida. Por su parte, la derecha política (bien asentada en el Senado), la opinión pública católica y amplios sectores de la Administración estatal y del Ejército rechazaron enérgicamente el envío de cualquier ayuda a la República y postularon la neutralidad por un doble motivo: la hostilidad hacia los síntomas revolucionarios percibidos en el bando gubernamental español y el temor a que la ayuda francesa desencadenase una guerra europea. El propio presidente de la República, Albert Lebrun, advirtió crudamente a Blum: «Lo que se propone hacer, entregar armas a España, puede significar la guerra europea o la revolución en Francia»[17]. La prensa derechista no era menos enérgica y alarmista que el presidente Lebrun: «La intervención francesa en la guerra civil española sería el comienzo de la conflagración europea deseada por Moscú» (semanario Candide). Casi idéntica preocupación imperaba en los cruciales ámbitos militares, que percibían los sucesos españoles como «una crisis peligrosa» en el orden internacional y también contagiosa en el plano doméstico: «Había miedo a un tercer frente. […] Había miedo a la revolución y a que los graves sucesos de España se propagaran en Francia» (según testimonio posterior del capitán Desfrasne, encargado en 1936 de la sección meridional europea en los servicios de inteligencia del Estado Mayor francés)[18]. De hecho, el mariscal Pétain, héroe de guerra, no dejaría de expresar su simpatía por Franco y se ofrecería reservadamente a sus representantes oficiosos para «boicotear toda orden que pueda sernos contraria»[19].

Además de esta fuerte oposición interior, que halló pronto eco en los influyentes ministros radicales (especialmente en Daladier y Delbos), Blum se encontró también con otra oposición igualmente firme y decisiva: la actitud de estricta neutralidad adoptada desde el primer momento por el Gobierno británico, su vital e insustituible aliado en Europa.

En efecto, en el Reino Unido, el Gabinete conservador en el poder desde 1931, presidido por Stanley Baldwin, había visto en el estallido de la guerra española sobre todo un grave obstáculo para su política de apaciguamiento y el peligro de una nueva guerra europea. Además, debido a la situación española durante el primer semestre de 1936 y a las noticias sobre lo que sucedía en la retaguardia republicana, los gobernantes británicos estaban convencidos de que en España, bajo la mirada impotente del Gobierno republicano, se estaba librando un combate entre un ejército contrarrevolucionario y unas execrables milicias dominadas por comunistas y anarquistas. Así lo habían advertido los representantes diplomáticos y consulares británicos en el país con reiterada insistencia: «La verdad sobre España era que hoy no existía ningún Gobierno. De un lado estaban actuando las fuerzas militares y de otro se les oponía un Soviet virtual» (llamada telefónica del agregado comercial el 21 de julio); «Si el Gobierno triunfa y aplasta la rebelión militar, España se precipitará en el caos de alguna forma de bolchevismo» (despacho del cónsul general en Barcelona el día 29). Esa doble preocupación quedó patente en la única directriz política que Baldwin le dio a su ministro de Asuntos Exteriores, el secretario del Foreign Office, Anthony Eden, el 26 de julio: «De ningún modo, con independencia de lo que haga Francia o cualquier otro país, debe meternos en la lucha al lado de los rusos»[20].

En función de ese doble motivo, y a fin de garantizar la seguridad de la base naval de Gibraltar (clave en la ruta imperial hacia la India) y de los cuantiosos intereses económicos británicos en España (que representaban el 40 por 100 de las inversiones extranjeras en el país), el Gobierno del Reino Unido decidió inmediatamente adoptar de hecho una actitud de estricta neutralidad entre los dos bandos contendientes. Una neutralidad que significaba la imposición de un embargo de armas y municiones con destino a España, equiparando así al Gobierno legal reconocido (único con capacidad jurídica para importar dicho material) y a los militares insurgentes en un aspecto clave y capital. Por eso mismo, se trataba de una neutralidad benévola hacia el bando insurgente y malévola hacia la causa de la República. Una minuta reservada de sir Samuel Hoare, primer lord del Almirantazgo (ministro de Marina), expresaba muy bien el carácter diferencial de esa política neutralista:

Por el momento parece claro que debemos mantener nuestra política de neutralidad. […] Cuando hablo de «neutralidad» quiero decir estricta neutralidad; es decir: una situación en la que los rusos ni oficial ni extraoficialmente den ayuda a los comunistas. En ningún caso debemos hacer nada que estimule el comunismo en España, especialmente si tenemos en cuenta que el comunismo en Portugal, adonde probablemente se extendería, y sobre todo a Lisboa, sería un grave peligro para el Imperio Británico[21].

La situación creada por la profunda división interna en Francia y por la irreductible actitud neutralista británica preocuparon vivamente al Gobierno francés y le llevaron a revocar su decisión inicial de prestar ayuda a la República. El 25 de julio de 1936, tras un intenso debate en el Consejo de Ministros (y después de que Eden le hubiera advertido: «os pido una sola cosa: os ruego que seáis prudentes»), Léon Blum anunció la decisión de no intervenir en el conflicto español y cancelar cualquier envío de armas y municiones al Gobierno de Madrid. Los gobernantes franceses creían que así contribuían a apaciguar la situación interna, a reforzar la alianza con Gran Bretaña, a localizar la lucha dentro de las fronteras españolas y a evitar el peligro de su conversión en una guerra europea. Sin embargo, la retracción francesa no impidió ni mucho menos la rápida internacionalización del conflicto.

La primera petición de ayuda enviada por Franco a Alemania no había obtenido una respuesta afirmativa de las cautelosas autoridades diplomáticas y militares germanas. Por eso mismo, el 23 de julio, Franco envió a Berlín a dos empresarios nazis residentes en Marruecos para solicitar el apoyo directamente a Hitler. Ambos se entrevistaron con el Führer en Bayreuth el día 25 y consiguieron que aceptase la demanda de asistencia de Franco. Se comprometió a enviar, secretamente y mediante una ficticia compañía privada (la HISMA: Sociedad Hispano-Marroquí de Transportes), veinte aviones de transporte (Junker 52) y seis cazas (Heinkel 51) con su correspondiente tripulación y equipo técnico, que comenzaron a salir con destino a Tetuán el 29 de julio. Con el concurso de esos aviones y pilotos, Franco pudo organizar inmediatamente un puente aéreo de tropas hacia Sevilla que eludiera el bloqueo naval implantado en el estrecho de Gibraltar por la Marina republicana y comenzar así la que sería una meteórica marcha sobre Madrid[22].

Los motivos de Hitler para intervenir en la guerra española fueron esencialmente de orden político-estratégico: si el envío de una pequeña y encubierta ayuda alemana favorecía el triunfo de un golpe militar, podría alterarse el equilibrio de fuerzas en Europa occidental, puesto que se privaría a Francia de un aliado seguro en su flanco sur. Por el contrario, una victoria republicana sobre los militares insurgentes reforzaría la vinculación de España con Francia y la URSS, las dos potencias que limitaban a Alemania por el este y el oeste y que se oponían a los proyectos expansionistas nazis. Así se contemplaba explícitamente en las directrices reservadas dadas por el propio Führer a su primer representante diplomático ante Franco, el general retirado Wilhelm Faupel, pocos meses después de estallar la guerra:

Su misión consiste única y exclusivamente en evitar que, una vez concluida la guerra (con la victoria de Franco), la política exterior española resulte influida por París, Londres o Moscú, de modo que, en el enfrentamiento definitivo para una nueva estructuración de Europa —que ha de llegar, no cabe duda—, España no se encuentre del lado de los enemigos de Alemania, sino, a ser posible, de sus aliados[23].

Además de esas posibles ventajas, Hitler apreció la existencia de una oportunidad política única en la coyuntura imperante: el amago de revolución social desatado en la zona republicana como consecuencia del levantamiento permitía presentar la intervención alemana, caso de ser descubierta, como una acción meramente anticomunista y desconectada de otros propósitos más inquietantes para la entente anglo-francesa. De hecho, a la vista de lo que estaba sucediendo en Francia y Gran Bretaña (bien transmitido por sus embajadores en París y Londres), era previsible que esa ayuda no fuera condenada por los sectores conservadores británicos y franceses ni fuera objeto de una respuesta enérgica por sus gobiernos respectivos. En todo caso, el carácter inicialmente secreto y limitado de la ayuda dejaba abierta la posibilidad de una retirada honrosa del conflicto español si ello resultara necesario.

Apenas decidida la intervención nazi, Mussolini adoptó una decisión similar después de recibir reiteradas demandas de ayuda transmitidas por Franco a través del cónsul italiano en Tánger y de su agregado militar. El 28 de julio, el Duce, en estrecho contacto con su yerno y ministro de Asuntos Exteriores, el conde Ciano, resolvió apoyar a los insurgentes con el envío de doce aviones (bombarderos Savoia 81) con su correspondiente tripulación y equipo para posibilitar el traslado de las tropas marroquíes a Sevilla. Paralelamente, decidió reforzar la precaria situación de los militares rebeldes en la estratégica isla de Mallorca con el envío de una expedición de soldados italianos al mando de un extravagante oficial llamado el Conde Rossi. Es evidente que tomó esa medida gradualmente, después de conocer la decisión de Hitler de apoyar a Franco, una vez que supo que Francia había renunciado a intervenir por su división interna y tras haber comprobado que Gran Bretaña recelaba del Gobierno republicano y abrigaba una simpatía apenas encubierta por los sublevados. En esas circunstancias, todo parecía indicar que una limitada y secreta ayuda italiana a Franco podría decidir el curso de la guerra sin provocar un grave conflicto internacional con las democracias occidentales (ni tampoco con la Unión Soviética, dada su actitud de prudente distanciamiento del conflicto)[24].

Las motivaciones iniciales de Mussolini, al igual que las de Hitler, fueron, por consiguiente, de naturaleza esencialmente geoestratégica: se ofrecía la posibilidad de ganar un aliado agradecido en el Mediterráneo occidental, debilitando la posición militar francesa e incluso británica, y todo a bajo precio y con riesgo limitado. Como afirmaría orgullosamente en febrero de 1939 ante el Gran Consejo Fascista, la intervención en favor de Franco había respondido básicamente a sus designios imperiales mediterráneos y a «una necesidad histórica fundamental: la necesidad de Italia de obtener el libre acceso al mar»[25]. Además, en caso necesario, podrían camuflarse esos motivos bajo el manto público de una intervención meramente anticomunista y en absoluto dirigida contra los intereses franco-británicos. Así lo reconocería reservadamente el propio Duce al mariscal Goering algunos meses después: «Los conservadores ingleses tienen un gran temor al bolchevismo y este temor podría ser fácilmente explotado en términos políticos»[26].

Estas primeras y básicas motivaciones de los dictadores italiano y alemán se irían ampliando a medida que su intervención en favor de Franco aumentaba cuantitativamente y que la guerra se prolongaba en el tiempo. Entonces irían apareciendo otras razones derivadas y secundarias para justificar y refrendar el mantenimiento de dicha política. Al respecto, cabe subrayar, por ejemplo, la pretensión alemana de asegurarse los suministros de piritas y mineral de hierro españoles, esenciales para abastecer su programa de rearme acelerado. De hecho, a lo largo de la guerra, Alemania se convertiría en el primer importador de minerales españoles de interés estratégico, superando con mucho a Gran Bretaña y a Francia, tradicionales mercados prioritarios de dicha exportación. Como resultado, la partida de piritas españolas adquirida por Alemania pasó de 562 584 toneladas en 1935 a 895 000 toneladas en 1938, mientras que la partida de minerales de hierro pasó de 1 321 000 toneladas en 1935 a 1 825 401 toneladas tres años más tarde[27].

Igualmente, como otra razón derivada podría citarse la voluntad de conversión de la guerra española en un campo de pruebas militares donde los ejércitos alemán e italiano ensayaban técnicas y equipos y adquirían experiencia bélica con vistas al futuro. Así se explicarían las aplicaciones de la estrategia de guerra celere por parte de las tropas italianas en el frente de Málaga (febrero de 1937) y, con bastante peor fortuna, en la batalla de Guadalajara (marzo de 1937). También se comprendería bajo esta perspectiva la polémica destrucción alemana de la villa vasca de Guernica (26 de abril de 1937), primer ejemplo de bombardeo masivo y deliberado contra objetivos civiles sin valor militar directo y probado pero con alto grado de impacto psicológico y desmoralizador.

En cualquier caso, esas nuevas razones nunca llegarían a eclipsar el motivo central político-estratégico que había determinado en primer lugar la decisión germano-italiana de intervenir en apoyo de Franco. A finales de diciembre de 1936, el embajador alemán en Roma exponía certeramente en un despacho confidencial para sus superiores esas prioridades y justificaba la acordada precedencia de Italia sobre Alemania en la política de asistencia a los insurgentes españoles (en función de su emplazamiento en el Mediterráneo, área reservada para el imperialismo italiano):

Los intereses de Alemania e Italia en el problema español coinciden en la medida de que ambos países pretenden evitar una victoria del bolchevismo en España o Cataluña. Sin embargo, mientras que Alemania no persigue ningún objetivo diplomático inmediato en España al margen de este, los esfuerzos de Roma se dirigen sin ninguna duda a lograr que España se acomode a su política mediterránea o, al menos, a evitar la cooperación política entre España y el bloque de Francia e Inglaterra. Los medios utilizados para este fin son: apoyo inmediato a Franco; asentamiento en las islas Baleares que previsiblemente no será retirado voluntariamente a menos que se instale en España un Gobierno central favorable a Italia; compromiso político de Franco con Italia; y estrecho vínculo entre el fascismo y el nuevo sistema político establecido en España […] Nosotros debemos considerar como deseable la creación en el sur de Francia de un factor que, libre del bolchevismo y de la hegemonía de las potencias occidentales y por el contrario en alianza con Italia, sirva para hacer reflexionar a los franceses y a los británicos. Un factor que se oponga al tránsito de tropas francesas desde África y que tome en plena consideración nuestras necesidades en el ámbito económico[28].

Al margen y a la par de la ayuda italo-germana, el tercer apoyo externo (primero en el orden temporal) de la rebelión militar española provino de la dictadura de Oliveira Salazar. Desde principios de 1936, el Gobierno portugués había experimentado un creciente temor a los efectos de la evolución sociopolítica española sobre la estabilidad del Estado Novo[29]. El inicio del golpe ofreció la oportunidad para extirpar el peligro de contagio comunista (y democrático) mediante el apoyo a los insurrectos, y Salazar no dudó en «la necesidad de consolidar su fuerza de resistencia».

En consecuencia, Portugal se convirtió en centro de importación y compra de armas (procedentes de Alemania y otros países), además de servir como vía de comunicación entre los dos iniciales núcleos aislados insurgentes (la zona noroccidental y el foco andaluz). Salazar también permitió y alentó el alistamiento de voluntarios portugueses para servir con las tropas militares españolas (los célebres Viriatos, que llegarían a una cifra máxima de 10 000 efectivos). Y su ayuda diplomática fue igualmente decidida y esencial, defendiendo incansablemente a los rebeldes en Londres y otros foros internacionales, con una orientación que se definiría de este paradójico modo: «El Gobierno portugués defendió siempre una política de imparcialidad, oponiéndose con decisión a todas aquellas iniciativas que podrían traducirse en ventajas para el partido rojo»[30]. Buena prueba de esa línea de apoyo pudieran ser las palabras transmitidas a Eden por Armindo Monteiro, ministro salazarista de Exteriores, durante su visita a Londres el 30 de julio de 1936:

Le expliqué que una victoria del Ejército [en España] no implicaría necesariamente una victoria de tipo político italiano o alemán, en tanto que una victoria de los rojos sería fatalmente una victoria de la anarquía, con graves consecuencias para Francia y, por ende, para Europa, donde la fuerza del comunismo era ya enorme[31].

La política de No Intervención colectiva en Europa: génesis y significado

LA POLÍTICA DE NO INTERVENCIÓN COLECTIVA EN EUROPA: GÉNESIS Y SIGNIFICADO

El comienzo de la intervención italo-germana en favor de Franco fue inmediatamente descubierta por el Gobierno francés porque dos de los aviones enviados por Mussolini aterrizaron por error en Argelia el 30 de julio. Esta evidencia fehaciente de apoyo militar nazi-fascista a los insurgentes españoles obligó al Gobierno a reconsiderar su decisión de no intervenir en auxilio a la República. En el mismo sentido operaron las inquietantes noticias sobre la actividad del Conde Rossi en Mallorca, que hacían temer una implantación de Italia en medio de las vitales líneas de comunicación entre Marsella y Argelia. No en vano, los estrategas militares franceses siempre habían considerado la benevolencia de España como una necesidad imperiosa para la seguridad nacional. Como reconocería con posterioridad un estudio del Ministerio del Aire, el peligro de una España hostil aliada a una potencial combinación italo-germana era una contingencia de extrema gravedad:

1.º Las comunicaciones entre el Mediterráneo y el Atlántico se verían interrumpidas. Cualquier maniobra de la flota francesa sería imposible entre los dos teatros de operaciones del mar del Norte y del Mediterráneo. La ruta de las Indias estaría cortada.

2.º Francia perdería su libertad de acción en el Mediterráneo. Ahora bien, la conducción de una guerra implica esta libertad de acción. Si ciertos convoyes tuvieran que desviarse y rodear el continente africano, nuestro abastecimiento se vería comprometido […].

3.º Las posesiones del África del Norte quedarían aisladas y en peligro. Por otra parte, si los ejércitos del Aire de Italia y Alemania atacaran masivamente en el Mediterráneo podrían desligarnos de esas posesiones, consiguiendo así una baza militar extraordinaria incluso antes de cualquier ataque a la Francia metropolitana.

Francia estaría expuesta de esta forma a una verdadera catástrofe[32].

Sin embargo, a pesar de la gravedad de la amenaza, la profunda división interna en el país y la absoluta oposición del aliado británico hicieron imposible cualquier medida enérgica favorable a los republicanos por parte del Gobierno francés. Principalmente porque sus temores estratégicos no tuvieron el eco deseado al otro lado del canal de la Mancha. De hecho, a pesar de que el Foreign Office británico recibió con aprensión la posibilidad de que Mussolini estuviese intentando establecer una posición en Mallorca, su temor estaba mitigado por un reciente juicio de sus estrategas militares según el cual esa contingencia «no pondría seriamente en peligro a Gibraltar». Además, aunque los jefes de Estado Mayor eran muy conscientes de que «en una guerra con una potencia europea sería esencial para nuestros intereses que España fuese favorable o, en el peor de los casos, estrictamente neutral», seguían considerando como prioridad estratégica la reconciliación con Italia para evitar su alianza definitiva con Alemania y para asegurar así la tranquilidad del Mediterráneo. En todo caso, los estrategas advertían sobre una escalada de intervenciones exteriores en la guerra española por sus pavorosas consecuencias: «creemos que inevitablemente se convertiría en una guerra europea, con las fuerzas del fascismo a un lado y las fuerzas del bolchevismo al otro, con Gran Bretaña en este último bando»[33].

En esa situación, tras intensos debates internos y con el objetivo de lograr como mínimo un confinamiento real de la guerra española, el Gobierno francés propuso el 1 de agosto de 1936 que las principales potencias europeas suscribieran un Acuerdo de No Intervención en España y prohibieran la venta, envío y tránsito de armas y municiones con destino a ambos bandos contendientes[34]. En esencia, las autoridades francesas pretendían con ese compromiso de embargo colectivo, en palabras textuales del secretario de Blum, «evitar que otros hicieran lo que nosotros mismos éramos incapaces de hacer»: puesto que no podían ayudar a la República, al menos intentarían evitar que Italia y Alemania ayudaran a los rebeldes. Así lo apreciaron certeramente y de inmediato los diplomáticos británicos en París con alivio notorio: «Francia renunció a ayudar al Gobierno español para atajar la ayuda de Italia y de Alemania a los insurgentes, con su consecuente peligro de guerra»[35]. Un año más tarde, Louis de Brouckère, presidente de la Internacional Socialista y estrecho colaborador de Blum, confesaría al presidente de la República, Manuel Azaña, la imposibilidad de adoptar otra política con palabras bien reveladoras, según anotó en su diario este último:

El año pasado, al regresar de España [Brouckère había visitado el país a principios de agosto de 1936], llegó a París cuando se ponía en marcha la política de no-intervención. Habló de ello con Blum toda una tarde. Blum no podía tomar otro camino. Si hubiese dado armas a España, la guerra civil en Francia no habría tardado en estallar. Blum le dijo que no tenía seguridad del Ejército. El Estado Mayor era opuesto a que se ayudase a España. La opinión se hubiera puesto en contra de Blum, acusándole de servir a Moscú. Inglaterra no le habría secundado en caso de guerra extranjera. De Brouckère habla del «miedo a Inglaterra» como uno de los motivos de aquella política[36].

La propuesta francesa de lograr un pacto de No Intervención colectiva fue inmediatamente asumida por las autoridades de Gran Bretaña, que vieron en ella un mecanismo ideal para preservar su neutralidad de facto y amortiguar así las crecientes críticas de una oposición laborista solidaria con la causa de la República (no en vano la iniciativa era del socialista Blum). Además, esa propuesta permitiría igualmente garantizar los cuatro objetivos diplomáticos básicos establecidos por el Foreign Office en la crisis española: confinar la lucha dentro de España y, al mismo tiempo, refrenar la hipotética intervención del aliado francés en apoyo a la República; evitar a toda costa el alineamiento con la Unión Soviética en el conflicto, y eludir totalmente el enfrentamiento con Italia y Alemania por su presente o futura ayuda a Franco. Por tanto, para las autoridades británicas, la política multilateral de No Intervención contenía ab initio el germen de la impostura posterior, en la medida en que su objetivo real no era el declarado (evitar la intervención extranjera), sino la salvaguardia, por su mera existencia y apariencia de operatividad, de aquellos cuatro objetivos señalados. En definitiva, era «el mejor y quizá el único medio» de poner en práctica una política definida de la siguiente manera en una carta privada remitida a Eden el 7 de agosto de 1936 por Winston Churchill, entonces un mero pero influyente diputado conservador:

Este asunto español no deja de preocuparme. Considero sumamente importante hacer que Blum permanezca con nosotros estrictamente neutral, incluso si Alemania e Italia continúan ayudando a los rebeldes y Rusia envía dinero al Gobierno. Si el Gobierno francés toma partido contra los rebeldes, será un don del cielo para los alemanes y proalemanes[37].

La plena conformidad del Gobierno británico con ese juicio básico de Churchill quedó demostrada patentemente por la gestión oficial realizada por su embajador en París ante las autoridades frentepopulistas aquel mismo día 7 de agosto. Según recoge textualmente la documentación diplomática francesa:

1.º Sir George Clerk ha comunicado ayer sin ambages a M. Delbos la preocupación de su Gobierno por el conflicto español. Es necesario acelerar la puesta en práctica del acuerdo de no intervención y, sobre todo, que mientras tanto no se efectúen suministros de armamento que comprometan todo.

2.º El embajador de Inglaterra teme particularmente que si la indecisión de la lucha se prolonga, el general Franco, necesitado a toda costa de ayuda, tenga que hipotecar las islas Baleares por apoyo italiano, o, más todavía, las islas Canarias por apoyo alemán. Piensa que en ese caso la situación de Gibraltar no estaría segura.

3.º [Sir George Clerk]… no oculta que sus simpatías en el conflicto español están con los rebeldes, a quienes considera como los únicos capaces de derrotar la anarquía y la influencia soviética[38].

En esas circunstancias, Blum convocó una nueva reunión del Gobierno francés el 8 de agosto de 1936 que decidió formalmente poner en vigor de modo unilateral e inmediato el embargo de armas y municiones contenido en su propuesta de pacto colectivo de No Intervención. Como consecuencia, aquel mismo día se cancelaban las tímidas medidas tomadas por las autoridades francesas para remitir secretamente ayuda al Gobierno republicano español, que se habían limitado a modestos envíos de material bélico básicamente aeronáutico[39].

Con el visto bueno del Reino Unido a la decisión gubernamental francesa, la diplomacia de ambos países desplegó un tenaz esfuerzo para lograr el concurso de todos los gobiernos europeos en la adopción de esa inédita política multilateral de neutralidad cualificada (porque no suponía la retirada del reconocimiento jurídico del Gobierno legal ni implicaba la concesión de los derechos de beligerancia a los insurgentes)[40]. Fruto de esas gestiones, a finales de agosto de 1936 un total de veintisiete Estados europeos (todos, excepto Suiza, neutral por imperativo constitucional) habían suscrito oficialmente el Acuerdo de No Intervención en España, que cobró la forma de una declaración política similar por parte de cada Gobierno partícipe (no la de un tratado jurídico de obligado cumplimiento):

El Gobierno de [seguiría relación alfabética de países firmantes]:

Deplorando los trágicos acontecimientos de que España es teatro; Decididos a abstenerse rigurosamente de toda injerencia, directa o indirecta, en los asuntos internos de ese país; Animados por la voluntad de evitar toda complicación perjudicial para el mantenimiento de las buenas relaciones entre las naciones; Declaran lo que sigue:

1.º Los gobiernos citados prohíben, cada uno en lo que le concierne, la exportación, directa o indirecta, la reexportación y el tránsito a España, posesiones españolas o zona española de Marruecos, de toda clase de armas, municiones y material de guerra, incluyendo aviones, montados o desmontados, y todo navío de guerra.

2.º Esta prohibición se aplica a los contratos en curso de ejecución.

3.º Los gobiernos […] se mantendrán informados de todas las medidas que tomen para hacer efectiva la precedente declaración, que entra inmediatamente en vigor[41].

Muy poco después, los gobiernos firmantes también aceptaron una nueva propuesta franco-británica para formar parte de un Comité, con sede en Londres e integrado por los respectivos representantes diplomáticos en dicha capital, que tendría como misión la vigilancia de la aplicación de dicho acuerdo de embargo de armas colectivo. En consecuencia, el 9 de septiembre de 1936 quedó constituido el Comité de No Intervención bajo la presidencia del delegado británico (lord Plymouth, subsecretario parlamentario del Foreign Office). Inmediatamente, a propuesta británica, fue constituido un Subcomité de No Intervención integrado por los representantes de los países adyacentes a España y los principales productores de armas: Alemania, Bélgica, Checoslovaquia, Francia, Gran Bretaña, Italia, Portugal, Suecia y la Unión Soviética. También por iniciativa británica fue aprobado un «procedimiento de trabajo» que solo permitiría al Subcomité examinar las denuncias de infracción al acuerdo basadas en «pruebas sustanciales» y presentadas por un Gobierno partícipe (no por los bandos españoles, la prensa u otras instituciones independientes), tras lo cual se esperaría a las explicaciones del Gobierno acusado «para establecer los hechos», sin provisión de sanciones en el caso de que se demostrase la veracidad de la denuncia original[42].

Sin embargo, el triunfo de esa política de No Intervención colectiva patrocinada por Francia y Gran Bretaña era desde el principio más aparente que real. Los tres países que se habían manifestado más resueltamente favorables hacia los insurgentes (Italia, Alemania y Portugal) habían consentido en firmar el Acuerdo y tomar parte en el Comité para relajar la tensión internacional y no forzar una reacción enérgica anglo-francesa. Pero no tenían intención de respetar el compromiso de embargo de armas. De hecho, Mussolini comunicó de inmediato a Hitler que había instruido a su embajador en Londres para que «hiciese todo lo posible a fin de dar a las actividades del Comité un carácter puramente platónico»[43]. En efecto, Italia y Alemania continuaron enviando armas y municiones a Franco, mientras Portugal seguía prestándole un vital apoyo logístico y diplomático. Por si fuera poco, al mismo tiempo que suscribían el pacto de No Intervención, Italia y Alemania también iniciaban una coordinación de sus actividades militares en España que abriría la vía al establecimiento oficial, en el mes de octubre, de su alianza diplomática: el Eje Roma-Berlín. El 28 de agosto de 1936, por encargo de Hitler y Mussolini, se reunieron en Roma el almirante Wilhelm Canaris, jefe del Servicio Secreto Militar alemán, y el general Mario Roatta, su homólogo italiano. Entre los cruciales acuerdos adoptados en esa reunión figuraron los siguientes:

1.º Proseguir [a pesar del embargo de armas] los suministros de material bélico y las entregas de municiones, según las peticiones del general Franco [posiblemente, suministros italianos y alemanes en paridad]. […].

2.º La ayuda material será remitida solo al general Franco y estará bajo el control de las fuerzas armadas. […].

6.º Envío de parte de cada uno de los dos gobiernos de un oficial [eventualmente con un ayudante] como órgano de comunicación con Franco. Entre sus competencias estarán: a) garantizar conjuntamente los intereses de ambos países desde el punto de vista político-militar y económico-militar; b) aconsejar al general Franco en cuanto sea necesario; c) acordar el pago de los suministros [al contado — materias primas]. […].

8.º No exigirle a Franco compensaciones de tipo político[44].

En consecuencia, el continuo sabotaje italo-germano (con la activa colaboración portuguesa), unido a la debilidad de la respuesta franco-británica, determinaron casi desde el comienzo el rotundo fracaso real de la política de No Intervención colectiva en España. Apenas constituido en Londres el Comité correspondiente, el representante alemán en este remitió a Berlín un informe confidencial donde subrayaba certeramente la falta de una firme voluntad anglo-francesa para detener la intervención y la naturaleza de recurso elusivo y dilatorio que tenía el organismo recién creado:

La sesión de hoy dio la impresión de que para Francia y Gran Bretaña, las dos potencias interesadas principalmente en el Comité, no se trata tanto de tomar medidas reales e inmediatas como de apaciguar la excitación de los partidos de izquierda en ambos países mediante el mero establecimiento de tal Comité. En particular, durante mi entrevista de hoy con [sir Robert] Vansittart [subsecretario permanente del Foreign Office] sobre otro asunto, tuve la sensación de que el Gobierno británico confiaba en aliviar la situación política interior del primer ministro francés con la formación del Comité[45].

En efecto, durante el mes de septiembre de 1936, a la sombra de las primeras y parsimoniosas deliberaciones del Comité de No Intervención, el proceso de internacionalización de la guerra había generado una estructura de apoyos e inhibiciones muy favorable para el esfuerzo bélico de los militares insurgentes y muy perjudicial para la capacidad defensiva del Gobierno republicano.

Por una parte, el bando ya liderado indiscutiblemente por el general Franco había logrado mantener intacta la vital corriente de suministros militares procedente de Italia y Alemania (concedidos además a crédito) y el inestimable apoyo logístico y diplomático portugués. Y todo ello a pesar de las prescripciones del acuerdo y de la presencia y participación de los representantes de esos tres países en el Comité de Londres.

Por otro lado, las autoridades republicanas se habían visto privadas de los potenciales suministros bélicos procedentes de Francia, Gran Bretaña y otros Estados europeos en virtud de la observancia estricta del Acuerdo por parte de sus gobiernos respectivos. Esta política había sido secundada, además, por Estados Unidos, el restante gran mercado de armamentos disponibles en el ámbito occidental. La Administración del presidente Franklin D. Roosevelt había decretado un embargo de armas unilateral (primero «moral» y desde enero de 1937 «legal») en virtud de su tradicional alineamiento diplomático con la entente francobritánica, de las tendencias aislacionistas de la opinión pública norteamericana, del rechazo hacia los síntomas revolucionarios percibidos en la retaguardia republicana y del temor de los líderes demócratas a enajenarse el apoyo electoral católico en beneficio de sus adversarios republicanos[46].

En consecuencia, la República solo pudo contar con el apoyo abierto pero limitado del México presidido por el general Lázaro Cárdenas, que autorizó la venta de material perteneciente al ejército mexicano y prestó continuo apoyo diplomático a la causa gubernamental. Una actitud que contrastaba con la adoptada por los restantes países latinoamericanos, que oscilaron entre la neutralidad y la preferencia sin compromiso militar por uno u otro de los contendientes[47]. La abierta simpatía cosechada paralelamente por la República en los ámbitos populares e intelectuales del mundo occidental no conllevó, sin embargo, ningún efecto práctico en el orden de los abastecimientos militares (aunque sí en el plano del reclutamiento de voluntarios extranjeros para luchar en sus filas y en la recepción de ayuda humanitaria)[48].

Esa situación de práctica imposibilidad para acceder a los mercados de armamento oficiales impuso a la República el gravoso recurso a las dudosas oportunidades ofrecidas por el oscuro mundo de los traficantes de armas internacionales. A título de mero ejemplo, los agentes republicanos fueron capaces de comprar viejas armas y municiones en la muy conservadora Polonia del mariscal Smigly-Rydz a precios desorbitados (con un incremento de entre el 30 y el 40 por 100 de su valor de mercado), previo pago de sustanciosas comisiones de soborno y con la complicidad encubierta de sus autoridades. No en vano, como alardeó uno de los intermediarios polacos: «vendiendo chatarra a los [republicanos] españoles a precios astronómicos conseguimos restablecer la solvencia de la banca polaca». Y el caso de Polonia es bien representativo de lo sucedido igualmente en las tres repúblicas bálticas, en Checoslovaquia o en Turquía[49].

Para empeorar la situación, desde mediados de septiembre de 1936, a la vista de la brutal persecución sufrida en la retaguardia republicana por el clero y el culto católico, el Vaticano comenzó a secundar públicamente la beligerante actitud adoptada desde el primer momento por la jerarquía episcopal española, firme partidaria de los insurgentes y enfrentada desde 1931 a las autoridades republicanas por su decidido programa secularizante. De este modo, el catolicismo mundial pasó a convertirse en uno de los principales valedores internacionales del esfuerzo bélico franquista, encumbrado a la categoría de Cruzada por la fe de Cristo y la salvación de España frente al ateísmo comunista y antinacional. Solo el hecho crucial de que los nacionalistas vascos, fervorosos católicos, se hubieran alineado con el bando republicano evitó una toma de partido en favor de Franco más rotunda por parte del anciano papa Pío XI. Su decisiva alocución del 14 de septiembre de 1936 en Castelgandolfo a un grupo de refugiados españoles huidos de la zona republicana se limitó a condenar tajantemente a las «fuerzas subversivas» del comunismo y a lamentar el sufrimiento de las víctimas de la furia antirreligiosa. El único apoyo velado al bando franquista se deslizó en un cauteloso párrafo final de la alocución:

Por encima de toda consideración política y mundana, Nuestra bendición se dirige de manera especial a cuantos han asumido la difícil y peligrosa tarea de defender y restaurar los derechos y el honor de Dios y de la religión, que es tanto como decir los derechos y la dignidad de las conciencias, condición primaria y la más sólida de todo bienestar humano y civil[50].

Sin embargo, esa prudencia oficial de la Santa Sede no aminoró en la práctica la intensidad del apoyo del mundo católico universal a la causa franquista. De hecho, el Pontífice envió pocas semanas después al general Franco, por conducto reservado del cardenal Isidro Gomá, primado de España, «una bendición especial, a él y a cuantos con él colaboran en la defensa del honor de Dios, de la Iglesia y de España»[51]. Al respecto, es significativo que el único grupo numeroso de auténticos voluntarios extranjeros alistados en el bando franquista fuera el contingente de unos setecientos católicos irlandeses dirigidos por el general Eoin O’Duffy[52]. Dejando aparte, claro está, a un contingente de voluntarios extranjeros difícilmente reconciliable con la idea de Cruzada: las tropas de Regulares indígenas formadas por mercenarios marroquíes reclutados en el Protectorado, cuyo número total ascendió a una cifra cercana a los 70 000 hombres[53].

En su conjunto, la cristalización de esa estructura tan asimétrica de apoyos e inhibiciones internacionales en el otoño de 1936 tuvo su reflejo inmediato en el curso de las hostilidades en España, con su cosecha de recurrentes triunfos militares insurgentes y de clamorosas derrotas republicanas a lo largo de los meses de agosto y septiembre de 1936. Como resultado de ambos fenómenos, en el mes de octubre las tropas de Franco se acercaban victoriosas e imparables a Madrid y se aprestaban para lanzar el asalto frontal y previsiblemente definitivo sobre la capital española. La guerra parecía que iba a ser resuelta rápida y brevemente con una clara y tajante victoria insurgente.

Dos diplomacias españolas enfrentadas: formulación y ejecución de la política exterior republicana e insurgente

DOS DIPLOMACIAS ESPAÑOLAS ENFRENTADAS: FORMULACIÓN Y EJECUCIÓN DE LA POLÍTICA EXTERIOR REPUBLICANA E INSURGENTE

Como en todos los órdenes de la Administración estatal, la sublevación militar de julio de 1936 y su conversión en guerra civil significó una profunda e irreversible fractura en el seno del Cuerpo diplomático y consular encargado de la representación de los intereses españoles en el exterior. En consecuencia, ambos bandos contendientes tuvieron que afrontar la imperiosa necesidad de reconstruir con toda urgencia los instrumentos básicos de acción internacional del Estado a la par que trataban de formular y poner en marcha las primeras orientaciones de una política exterior al servicio de su respectivo esfuerzo bélico interno.

En el caso republicano, el trastorno causado por la sublevación en el aparato de representación diplomático-consular fue mayúsculo y muy difícil de superar con posterioridad. El Ministerio de Estado, a cuyo frente estaba desde febrero de 1936 el iusinternacionalista asturiano Augusto Barcia Trelles (confirmado en el cargo por José Giral el 19 de julio), tuvo que afrontar una defección masiva de sus funcionarios tanto en Madrid como en la mayor parte de las embajadas y consulados del extranjero, aparte de sufrir la inevitable improvisación respecto a la línea política a seguir en el ámbito internacional[54].

El primer recuento oficial de lealtades y deserciones en este Cuerpo burocrático distribuido por todo el mundo, solicitado por orden circular ministerial del 24 de julio, dio como resultado un total de 128 adhesiones frente a 59 dimisiones[55]. Pero la abultada cifra de adhesiones era equívoca, porque una parte de ese personal estaba a la espera de acontecimientos o se mantenía en el cargo por mandato de las autoridades insurgentes y con el propósito de sabotear las gestiones oficiales republicanas. Así, por ejemplo, en el caso de la representación diplomática y consular en Gran Bretaña, la orden circular solo produjo la dimisión inicial del primer consejero en Londres y del cónsul en Cardiff (seguidos poco después por el primer y segundo secretario de la Embajada londinense). Pero una gran parte de los adheridos seguía los dictados de la «Junta Nacional de Londres», dirigida por el ingeniero aeronáutico Juan de la Cierva y el duque de Alba (Jacobo Stuart Fitz-James y Falcó, también duque de Berwick y par de Inglaterra). Entre ellos se hallaba el propio embajador (Julio López Oliván), los dos agregados navales, el adjunto al agregado comercial y los cónsules en Glasgow, Liverpool y Newcastle. Todos presentarían su dimisión antes de septiembre de 1936, después de haber obstaculizado gravemente las primeras gestiones diplomáticas republicanas. De este modo, en la amplia representación española en Londres solo permanecieron plenamente leales a la República el cónsul general en Londres, el agregado comercial y el cónsul en Southampton[56].

Lo sucedido en Londres y Gran Bretaña no fue ni mucho menos una situación atípica o extraordinaria. Prácticamente lo mismo sucedió en todas las representaciones exteriores de España. A título de ejemplo, los embajadores en Roma (Manuel Aguirre de Cárcer), Berlín (Francisco Agramonte), París (Juan Francisco de Cárdenas) y Washington (Luis Calderón) dimitirían más pronto que tarde de sus respectivos cargos para prestar sus servicios a la causa insurgente. De hecho, con motivo de la toma de posesión del nuevo Gobierno presidido por Francisco Largo Caballero a principios de septiembre de 1936, se produjo una avalancha de otras 78 dimisiones. El nuevo ministro de Estado, el periodista socialista Julio Álvarez del Vayo, calcularía que para entonces la deserción había alcanzado al 90 por 100 del Cuerpo diplomático y consular activo en época de preguerra. Ciertamente, según cómputos fidedignos de Marina Casanova, «solo 62 diplomáticos se mantuvieron fieles a la República a lo largo de toda la guerra»[57].

Para sustituir a esos dimisionarios y paliar el golpe propagandístico causado por su deserción, el Gobierno republicano tuvo que nombrar a prestigiosos intelectuales y universitarios que representaran dignamente al régimen en sus respectivos puestos. De este modo, por ejemplo, el jurista socialista Fernando de los Ríos asumió la Embajada en Washington; el también socialista y penalista Luis Jiménez de Asúa se hizo cargo de la plaza de Praga; el doctor socialista Marcelino Pascua ocupó la recién abierta Embajada en Moscú; el periodista socialista Luis Araquistáin fue destinado a París (después de un breve intervalo de semanas con la sede en manos del político Álvaro de Albornoz); y el prestigioso funcionario internacional Pablo de Azcárate y Flórez (secretario general adjunto de la Sociedad de Naciones desde 1934) quedó al frente de la Embajada en Londres. Todos ellos, junto a sus nuevos equipos, se hicieron cargo de sus funciones al comenzar el otoño de 1936, imprimiendo un nuevo rumbo a la hasta entonces casi inerte diplomacia republicana. En el caso ilustrativo británico, con la llegada de Azcárate y su equipo (Antonio de la Cruz Marín como consejero, el capitán Fernando Navarro como agregado naval y el periodista Antonio Ramos Oliveira ejerciendo de agregado de Prensa), la República comenzó a desarrollar una intensa actividad política y diplomática en Gran Bretaña de la que había carecido con anterioridad[58].

Efectivamente, al margen de los problemas logísticos planteados por la amplitud de las defecciones, las autoridades republicanas afrontaron también inicialmente graves dificultades para articular una política exterior coherente y acorde con sus imperiosas necesidades bélicas. Así, por ejemplo, los rotundos fracasos cosechados por sus peticiones de auxilio material en Francia se combinaron con el descubrimiento de la hostilidad patente de Alemania, Italia y Portugal, pese al mantenimiento formal de relaciones diplomáticas hasta casi el mes de noviembre. Buena muestra de esta última situación es la peripecia del embajador republicano en Lisboa, el historiador Claudio Sánchez-Albornoz, literalmente «cercado» y acosado en el edificio de la Embajada lisboeta para forzar infructuosamente su renuncia hasta la ruptura de relaciones oficiales el 23 de octubre de 1936[59].

La reacción del Gobierno republicano ante la génesis y articulación de la política de No Intervención colectiva demuestra claramente el desconcierto e improvisación que afectó inicialmente a la formulación y ejecución de una clara línea de conducta política en el exterior[60]. En un primer momento, comprobada la imposibilidad de comprar armas en Francia y Gran Bretaña y el peligro de intervención hostil italo-germana, el Gobierno republicano apostó por la aceptación «con reservas» del principio de no intervención como mal menor e inevitable dadas las circunstancias. En consecuencia, el 10 de agosto de 1936, una nota oficial presentada por el entonces embajador en París (Albornoz) al Gobierno francés declaraba:

La suspensión de la exportación de armas al Gobierno español, en el preciso momento en que tiene especial necesidad de ellas para restablecer la normalidad jurídica en su propio territorio, lejos de estar conforme con el principio de No Intervención, constituye una intervención muy efectiva en los asuntos internos de España. […]

La No Intervención, a juicio de mi Gobierno, exigiría por el contrario el mantenimiento estricto y escrupuloso del régimen normal de relaciones de todo orden con el Gobierno español. […]

El Gobierno español está dispuesto a reconocer las ventajas que tal acuerdo tendría, principalmente como medio para prevenir complicaciones internacionales de carácter general. Por este motivo, inspirándose en los sentimientos expresados al principio de esta carta y con el beneficio de la reserva de principio enunciada en el párrafo precedente, mi Gobierno estaría dispuesto a colaborar lealmente en la aplicación de tal acuerdo en la medida en que sea posible hacerlo sin comprometer los intereses del país. Pero cree indispensable llamar la atención del Gobierno francés sobre la importancia decisiva que tienen, de un lado, el plazo en el que el acuerdo podría entrar en vigor y, de otro, la eficacia de las garantías de su aplicación estricta[61].

La formación del Gobierno de Largo Caballero a principios de septiembre de 1936, junto con la paralela reestructuración del Cuerpo diplomático y consular, significó un nuevo impulso para la política exterior republicana. En consonancia con su política de resistencia a ultranza frente al avance de las tropas franquistas, el nuevo Gabinete adoptó una línea diplomática mucho más enérgica y decidida. Ante todo, redobló los esfuerzos para obtener armamento por todas las vías legales e ilegales posibles y solicitó insistentemente a la Unión Soviética (y acabaría por obtener) la urgente ayuda militar precisa para abastecer a sus fuerzas militares (una previa petición secreta de Giral, el 25 de julio, no había obtenido respuesta de Stalin)[62].

Simultáneamente, las nuevas autoridades comenzaron a denunciar acremente la política de No Intervención y recurrieron a la Sociedad de Naciones para tratar de defender la causa republicana. El 25 de septiembre, ante la Asamblea anual del organismo ginebrino, Álvarez del Vayo denunció la «intervención armada de Italia y Alemania en la guerra civil española» y trató de conseguir su condena y sanción como «Estados agresores» de la República española[63]. No tuvo éxito, porque la Sociedad de Naciones, a petición franco-británica y contra la protesta mexicana, decidió delegar en el Comité de No Intervención la responsabilidad de atajar las repercusiones internacionales de la crisis española. La reacción republicana sería una renovada denuncia de esa política inhibitoria, como la transmitida a finales de octubre de 1936 por Rafael de Ureña Sanz (secretario general del Ministerio de Estado) al encargado de Negocios británico en Madrid:

Dijo que Gran Bretaña estaba tratando a España como si fuera Abisinia al insistir en una política de No Intervención que denegaba armas al Gobierno español y sin embargo no hacía nada para evitar que los rebeldes obtuvieran material bélico. Él creía que los miembros del Gobierno de Su Majestad y del Comité de No Intervención eran instintivamente hostiles. También se quejó de que los círculos de negocios y bancarios eran enemigos y denegaban innecesariamente créditos y otras facilidades[64].

Desde esas fechas y hasta casi la terminación del conflicto, la actividad de la diplomacia republicana se concentraría en esas dos vías políticas complementarias: asegurar el mantenimiento de los apoyos exteriores ya logrados y tratar de extender estos sobre la base de la revocación del Acuerdo de No Intervención y del cambio de actitud franco-británica. Dentro de ese marco global, el embajador Azcárate recapitularía casi al final de la contienda los «dos puntos fundamentales» que habían vertebrado su actuación política y diplomática en el Reino Unido (prácticamente equivalentes a los desarrollados en Francia o Estados Unidos):

a) Hacer patente la realidad y extensión de la intervención italiana y alemana en favor de los rebeldes; mostrar que lo que está ocurriendo en España es resultado del designio de esas dos potencias de dominar políticamente a España; subrayar los inmensos peligros que esto representa para Inglaterra en el caso de un triunfo de los rebeldes.

b) Destruir la idea de que la República era el comunismo y el bolchevismo en acción; demostrar la inexistencia del influjo decisivo y preponderante de la URSS en la política republicana; sacar el máximo partido de los inmensos progresos realizados por la República, no solo en el orden militar, sino en la reconstitución de toda su vida civil[65].

En el caso del bando insurgente, también fue necesaria la formulación y ejecución improvisada de una política exterior acorde con sus propias necesidades bélicas. A este respecto, las ventajas logísticas derivadas de la adhesión mayoritaria a su causa de los funcionarios diplomáticos y consulares fueron parcialmente neutralizadas por el mantenimiento del reconocimiento jurídico internacional del Gobierno de Madrid, con su correspondiente exclusividad de facultades legales y diplomáticas. En todo caso, la eficacia de las gestiones de las nuevas «juntas» oficiosas creadas por los diplomáticos afectos a las autoridades rebeldes derivaba del prestigio de sus integrantes y de sus amplios conocimientos oficiales en sus respectivos países: los ya citados duque de Alba y Juan de la Cierva, en Londres; José María Quiñones de León, exembajador monárquico, en París; José María Gil-Robles, en Lisboa; el marqués de Portago y el barón de las Torres, en Berlín, etc. A título ilustrativo, la representación insurgente en Estados Unidos quedó a cargo de una «Junta de Nueva York» (compuesta por M. Alonso, F. Iturriaga, J. de Gregorio y J. Sunye) que actuaba en estrecho contacto y bajo la dirección de un notable grupo de diplomáticos desafectos afincados en Washington: el embajador, Luis Calderón; su primer secretario, Luis Olivares y Bruguera, conde de Artaza, y el agregado aéreo, comandante Ramón Franco (hermano menor del general Franco). Sus ocupaciones inmediatas consistieron en «impedir el envío de aeroplanos y material de guerra a la España roja» y defender la causa rebelde en esferas oficiales aprovechando la «ayuda» y simpatía «de amigos del Departamento de Estado»[66].

Para tratar de centralizar y ordenar la actuación de las «Juntas Nacionales» constituidas en la mayor parte de las capitales del mundo, la Junta de Defensa Nacional constituida en Burgos dictaminó la creación el 30 de julio de 1936 de su propio Gabinete Diplomático. Dirigido por el iusinternacionalista José Yanguas Messía (exministro de Estado durante la Dictadura de Miguel Primo de Rivera), el nuevo organismo debía cumplir la función de embrionario Ministerio de Estado alternativo y tenía como labor fundamental «informar de cuanto se someta a su consideración sobre asuntos relativos a esa especialidad»[67].

Una de las primeras tareas del Gabinete Diplomático, aun antes de su creación legal, fue la de redactar el 28 de julio la nota oficial de presentación de la Junta a los gobiernos extranjeros con los que España mantenía relaciones oficiales. Sin embargo, el Gabinete burgalés no fue ni el único ni el principal de los instrumentos de formulación y acción exterior del bando insurgente. Desde la capital del Protectorado de Marruecos, el general Franco había iniciado por su propia cuenta amplias gestiones internacionales de gran eficacia: entrevistas con los cónsules italiano y británico en Tánger y Tetuán, remisión de emisarios personales a Berlín (Johannes Bernhardt) y Roma (Luis Bolín), envío del general Kindelán para entrevistarse con el gobernador británico de Gibraltar, contacto epistolar y telefónico con el comité de control internacional de Tánger, etc[68]. Para asesorarle en estas gestiones, Franco había creado su propio «Gabinete Diplomático del Ejército Expedicionario», dirigido por el diplomático en excedencia José Antonio Sangróniz de Castro. Este seguiría en sus funciones a partir de octubre de 1936 en calidad de «jefe del Gabinete Diplomático de Su Excelencia», una vez convertido Franco en «Jefe del Estado» y «Generalísimo de las Fuerzas Nacionales». Por esas mismas fechas, el nuevo Caudillo constituyó también una Junta Técnica del Estado, con sede en Burgos, que contaba con una Secretaría de Relaciones Exteriores dirigida por el exembajador en Varsovia Francisco Serrat y Bonastre[69].

Los intensos esfuerzos diplomáticos desplegados desde el primer momento por Franco y articulados por Sangróniz (con la aprobación del organismo dirigido por Yanguas Messía desde Burgos) perseguían dos objetivos concurrentes: por un lado, lograr la ayuda militar directa y la protección diplomática de Italia, Alemania y Portugal para poder proseguir las operaciones militares contra el enemigo; de otro, tratar de cercenar toda contingencia de cualquier apoyo exterior a la República por parte de las potencias democráticas. En ambos casos, la denuncia del carácter comunista del enemigo se concebía como el mejor medio para lograr ambos propósitos. En palabras de Franco a la prensa británica el 27 de julio de 1936:

La victoria del presente gobierno [de Madrid] significaría la imposición del terror rojo. […] El comunismo triunfante representa la destrucción de la civilización occidental y de la religión. Nosotros apelamos a la simpatía de las grandes naciones para nuestra lucha contra el bolchevismo destructor[70].

El rápido éxito conseguido por esas gestiones internacionales franquistas, junto con el paralelo fracaso de las iniciativas republicanas, fue prontamente reconocido por las propias autoridades insurgentes. El 4 de agosto de 1936, Yanguas Messía redactaba para la Junta de Defensa Nacional uno de sus primeros informes sobre la situación exterior y el balance de apoyos e inhibiciones logrados por cada bando. El optimismo global implícito en el texto estaba plenamente justificado, así como el pronóstico de que la ocupación de Madrid habría de ser la piedra de toque para lograr el ansiado reconocimiento jurídico internacional:

El tono general de la situación diplomática es favorable a nuestro movimiento, primero porque en el mundo entero están hoy en plena lozanía los ímpetus arrolladores de los Estados totalitarios y segundo porque aun en aquellos países, anclados en el liberalismo, o entregados ya al Frente Popular, existen, en proporción a la gravedad del mal, una reacción de tipo nacionalista. Tenemos a Francia si no absolutamente en contra, por lo menos poco favorable, […] tenemos a Inglaterra prácticamente neutral, tenemos las simpatías de Portugal, Italia y Alemania, tenemos el aliento de todos aquellos países hispanoamericanos que han sacudido el yugo marxista, Brasil, Argentina, Chile, etc., tenemos el anhelo de la parte mejor de nuestras Colonias en el extranjero, que han empezado ya incluso a recaudar fondos para nuestro Ejército salvador. […]

La toma de Madrid y el asentar nuestro Gobierno en los rodajes administrativos reconocidos será el motivo determinante para que se reconozca oficialmente la legitimidad absoluta de nuestro movimiento[71].

Efectivamente, del resultado de la batalla de Madrid, iniciada a principios de noviembre de 1936, dependían las expectativas de victoria o derrota de ambos bandos españoles. Y el imprevisto resultado de aquella, esencialmente determinado por un crucial cambio en el contexto internacional, tendría como resultado la conversión de una guerra supuestamente breve y corta en una contienda prolongada y de muy larga duración. Las respectivas políticas exteriores de insurgentes y de republicanos habrían de adaptarse a la nueva situación bélica y al correspondiente contexto internacional envolvente.

El viraje soviético de septiembre de 1936: razones e implicaciones

EL VIRAJE SOVIÉTICO DE SEPTIEMBRE DE 1936: RAZONES E IMPLICACIONES

Secundando la iniciativa franco-británica, la Unión Soviética también había suscrito el Acuerdo de No Intervención y se había sumado al Comité de supervisión de Londres sin muchas dilaciones[72]. Los dirigentes soviéticos habían percibido el estallido de la guerra como una perturbación grave e inoportuna, ya que el amago revolucionario desatado en zona republicana podría arruinar su esfuerzo de acercamiento a Francia y Gran Bretaña e incluso podría estrechar los vínculos de esas potencias con las dictaduras fascistas por el temor compartido a una nueva revolución en Europa. Por eso, Stalin había decidido demostrar su distanciamiento respecto del conflicto, declarando la «simpatía platónica» soviética por la causa republicana y permitiendo el envío de ayuda humanitaria, pero sin intervenir a su favor con el suministro directo de armas o municiones (negándose, por lo tanto, a atender la petición de ayuda republicana emitida el 25 de julio)[73].

Las razones de esa conducta cautelosa habían sido apreciadas certeramente por el representante italiano en Moscú al comienzo de la guerra: «el Gobierno soviético bajo ninguna circunstancia se dejaría involucrar en los asuntos internos de la Península [Ibérica], donde tiene mucho que perder y nada que ganar». Además, al igual que los gobernantes franceses, Stalin también confiaba en que sería posible localizar la guerra y evitar el peligro de un triunfo rebelde mediante la anulación de todos los suministros exteriores. Como escribió el mismo diplomático poco después: «en consecuencia, la iniciativa francesa en pro de un acuerdo de no intervención en España ha sido recibida con enorme alivio»[74]. Buena prueba del acierto de esa estimación sobre las razones de la cautela inicial soviética son las instrucciones dadas por Maxim Litvinov, comisario soviético de Asuntos Exteriores, a su nuevo embajador en Madrid, Marcel Rosenberg (que presentó sus cartas credenciales el 31 de agosto de 1936):

Hemos discutido en reiteradas ocasiones el problema de la ayuda al Gobierno español después de su partida, pero hemos llegado a la conclusión de que no era posible enviar nada desde aquí. […] Nuestro apoyo proporcionaría a Alemania e Italia el pretexto para organizar una invasión abierta y un abastecimiento de tal volumen que nos sería imposible igualarlo. […] No obstante, si se probara que pese a la declaración de No Intervención se sigue prestando apoyo a los sublevados, entonces podríamos cambiar nuestra decisión[75].

Efectivamente, como indicaban esas instrucciones, la posición inicial soviética acabaría modificándose progresivamente desde principios de septiembre de 1936, una vez demostrado el fracaso de la política de No Intervención para detener en la práctica la ayuda italo-germana a Franco. El 14 de septiembre, Stalin en persona decidió el envío directo de armamento a España y encomendó la puesta en marcha de la operación clandestina a la NKVD (luego, KGB: los servicios secretos y de seguridad soviéticos). En consecuencia, a principios de octubre, en un contexto bélico realmente crítico y desfavorable, la Unión Soviética comenzó a socorrer militarmente a la República sin abandonar de modo oficial la política de No Intervención, siguiendo así los pasos de las potencias del Eje[76].

Los motivos de ese cambio de conducta fueron esencialmente políticos y estratégicos. Todas las pruebas parecen indicar que Stalin decidió enfrentarse a las potencias fascistas en España para evitar el deterioro de la posición estratégica de su reticente aliado francés y para poner a prueba la viabilidad de su política de colaboración con las democracias europeas frente al peligro de expansionismo nazi. España habría de ser la piedra de toque de ese proyecto de gran coalición antifascista: la arena donde se comprobaría la disposición o falta de disposición de las democracias para colaborar con la URSS en la contención de los proyectos agresivos alemanes. Meses después de tomada esta crucial decisión, un informe del vicejefe del servicio secreto militar soviético en España para sus superiores en Moscú razonaba al respecto:

Una victoria de los fascistas en España puede crear las condiciones para reforzar la agresividad de todos los Estados fascistas; en primer lugar y ante todo, de la Alemania hitleriana, profundizando extraordinariamente el peligro de guerra en Europa, en especial de un ataque de Alemania contra Checoslovaquia y otros países democráticos y de una guerra contrarrevolucionaria contra la URSS[77].

El embajador británico en Moscú había apreciado desde el principio de la guerra civil esa omnipresente preocupación estratégica en los cálculos soviéticos. A su juicio, la «actitud correcta y neutral» del Kremlin se habría mantenido «si no hubiera sido por las crecientes pruebas de que los dos principales Estados fascistas estaban ayudando activamente a los insurgentes». Y subrayaba lo que era «el núcleo del problema para el Gobierno soviético»:

Aquí no puede recibirse con alegría ninguna complicación de la escena europea que proporcione a Alemania una oportunidad para intervenir […] Lenin profetizó tiempo atrás que España sería el primer país en seguir la vía de Rusia. Pero España y la revolución mundial pueden esperar. Mientras tanto, cualquier peligro para Francia es un peligro para la Unión Soviética[78].

El recién llegado embajador republicano en Moscú, Marcelino Pascua, sería informado reiteradamente por el propio Stalin del carácter interino y supletorio de esa ayuda soviética (hasta que se materializase el apoyo franco-británico) y de los límites infranqueables fijados a esta (el enfrentamiento con el bloque franco-británico y la precipitación de una guerra general). Así lo comunicaría Pascua al presidente de la República, Manuel Azaña, en el verano de 1937:

Terminantemente [Stalin], le reitera que aquí [en Moscú] no persiguen ningún propósito político especial. España, según ellos, no está propicia al comunismo, ni preparada para adoptarlo, y menos para imponérselo, ni aunque lo adoptara o se lo impusieran podría durar, rodeado de países de régimen burgués, hostiles. Pretenden impedir, oponiéndose al triunfo de Italia y de Alemania, que el poder o la situación militar de Francia se debilite. […] El Gobierno ruso tiene un interés primordial en mantener la paz. Sabe de sobra que la guerra pondría en grave peligro al régimen comunista. Necesitan años todavía para consolidarlo. Incluso en el orden militar están lejos de haber logrado sus propósitos. Escuadra, apenas tienen, y se proponen construirla. La aviación es excelente, según se prueba en España. El ejército de tierra es numeroso, disciplinado y al parecer bien instruido. Pero no bien dotado en todas las clases de material. […] Gran interés en no tropezar con Inglaterra[79].

En esas circunstancias y bajo esas premisas, hasta que se hiciera efectivo el hipotético apoyo franco-británico, las autoridades soviéticas decidieron poner en marcha dos vías paralelas para posibilitar la resistencia de la República ante lo que parecía un incontenible avance militar de las tropas de Franco: 1.º mediante la formación de Brigadas Internacionales; y 2.º mediante el envío directo de material bélico soviético.

Desde finales de septiembre de 1936, los partidos comunistas de todo el mundo (bajo la dirección del Komintern y previa autorización de Moscú) habían iniciado el reclutamiento de voluntarios extranjeros para combatir en España con la República. Debido al enorme impacto de la guerra en la opinión pública antifascista internacional, la campaña tuvo un éxito resonante e inmediato. A mediados de octubre llegaron los primeros efectivos a la base española de Albacete, y el 8 de noviembre, en plena batalla de Madrid, entró en combate la primera de las Brigadas Internacionales (la XI Brigada, compuesta por unos 1900 hombres, en su mayoría alemanes). En conjunto, alrededor de 35 000 voluntarios (34 111, según cálculos de Skoutelsky, basándose en los archivos del Komintern; 31 369, según Radosh y sus colaboradores, basándose en datos del Archivo Militar del Estado Ruso), procedentes de más de cincuenta países de todos los continentes, sirvieron como brigadistas internacionales en las filas republicanas[80].

En su seno predominaron los voluntarios procedentes de medios obreros, aunque hubo una abundante representación de miembros de las clases medias y círculos intelectuales. Las siete Brigadas Internacionales constituidas (XI, XII, XIII, XIV, XV, 129 y 150) combatirían como fuerza de choque en casi todas las grandes batallas de la guerra hasta septiembre de 1938, cuando el Gobierno republicano, presidido entonces por el doctor Juan Negrín, decidió su evacuación unilateral en un intento frustrado para forzar al bando franquista a imitar esa medida. Su contribución a la capacidad de resistencia de la República fue fundamental, no tanto por su estricto valor militar cuanto por el ejemplo de solidaridad internacional que demostraban y por el modelo de disciplina que ofrecieron al ejército republicano en vías de formación.

El primer envío de material bélico remitido desde la Unión Soviética fue recibido en el puerto de Cartagena el 4 de octubre de 1936. Desde entonces, los suministros soviéticos de aviones, tanques, ametralladoras y artillería no dejaron de afluir a la España republicana hasta el final de la guerra, de un modo intermitente y según las facilidades u obstáculos encontrados en las rutas marítimas mediterráneas y en la frontera francesa con la Cataluña republicana. Al lado de ese material bélico, los soviéticos también enviaron a España un conjunto de 2082 asesores y especialistas militares (incluyendo los agentes del NKVD), que trataron de ayudar en la constitución del Ejército Popular de la República y que serían discretamente retirados durante el verano de 1938[81].

No cabe duda de que los suministros militares soviéticos supusieron un refuerzo vital para la capacidad de resistencia republicana. De hecho, serían el aporte fundamental de material bélico para la República durante toda la guerra, a mucha distancia del recibido de Francia u otros orígenes. Según cálculos fidedignos, del total de aviones importados por la República durante la guerra (entre 1124 y 1272 aparatos), en torno al 60 por 100 procedían de la Unión Soviética (entre 680 y 757, todos ellos militares), un 21 por 100 de Francia (entre 237 y 287, solo 60-69 militares) y un 4 por 100 de Checoslovaquia (entre 43 y 53, todos militares)[82].

Al igual que la ayuda italo-germana a finales de julio de 1936 había salvado a los insurgentes de una situación muy grave (puesto que les permitió trasladar el Ejército de África a la Península e iniciar la marcha sobre Madrid), también la ayuda soviética contribuyó de modo decisivo a la inesperada resistencia republicana en Madrid en noviembre de 1936 (evitando la prevista derrota final de la República en aquella crítica coyuntura).

La vinculación entre la República y la Unión Soviética se estrechó en el mes de octubre de 1936 con la controvertida decisión del Gobierno republicano de depositar en Moscú tres cuartas partes de las reservas de oro del Banco de España (cifradas en 635 toneladas de oro fino), que había sido movilizado desde el primer momento para atender a los gastos derivados de la compra de armas y suministros diversos en el extranjero. Las razones de esa medida eran varias: garantizar la seguridad de las reservas contra posibles ataques enemigos en el interior del país y contra sus acciones legales en bancos extranjeros; poner fin a los actos de sabotaje y boicot contra operaciones financieras republicanas experimentados en las redes bancarias occidentales; y asegurar su disponibilidad y convertibilidad de modo confidencial y eficaz gracias al sistema bancario soviético.

En conjunto, según los detallados estudios del profesor Ángel Viñas (revalidados por Pablo Martín Aceña), se enviaron a Moscú unas 510 toneladas de oro de aleación, con cargo a las cuales se fueron pagando los envíos de suministros militares soviéticos y de otros países europeos a la República[83]. Las divisas generadas por esa operación de venta del oro (unos 518 millones de dólares) se gastaron en su totalidad en compras de material bélico y pagos por servicios diversos (importaciones de alimentos, carburante, material sanitario, pago de «comisiones» de soborno a funcionarios extranjeros para conseguir permisos de exportación, etc.). Además, según el renovador análisis de Gerald Howson, esas compras bélicas a la URSS incluyeron buena dosis de material anticuado y poco eficaz y fueron pagadas al contado, a precios de mercado internacional y sin ninguna rebaja o descuento significativo en favor del comprador. En definitiva, cabe desmentir el mito propagandístico franquista del «oro de Moscú» robado por los republicanos y entregado a Stalin sin contrapartida[84]. De hecho, agotado el oro, la URSS concedió un postrer crédito sin garantía a principios de enero de 1939, que apenas pudo ser utilizado por la República[85].

El mismo destino y parecida suerte corrió otra pequeña cantidad de las reservas de oro (cifrada en la cuarta parte: 174 toneladas de oro fino) que fue vendida al Banco de Francia y cuyo contravalor (unos 195 millones de dólares) sirvió para pagar suministros procedentes de dicho país. Por motivos obvios de interés político, sobre este «oro de Francia» no se hizo igual campaña de propaganda y denuncia. En conjunto, como resultado de esa movilización de las reservas de oro y de otros expedientes financieros internos (comercio exterior, ventas de plata, etc.), las autoridades republicanas fueron capaces de generar un volumen total de 744 millones de dólares. Esa cifra global de divisas habría de ser el coste financiero de la guerra civil en el bando republicano.

Contarréplica de las potencias del Eje y retracción franco-británica

CONTRARRÉPLICA DE LAS POTENCIAS DEL EJE Y RETRACCIÓN FRANCO-BRITÁNICA

El apoyo militar y financiero que la URSS comenzó a prestar a la República desde octubre de 1936 tuvo dos consecuencias diversas pero igualmente negativas para sus objetivos diplomáticos globales. Por un lado, la intervención soviética en el otro extremo del continente europeo acentuó profundamente la ansiedad y recelo de los gobiernos británico y francés sobre las verdaderas intenciones de Moscú. Por otro, sirvió como pretexto idóneo para justificar un incremento cuantitativo y cualitativo del apoyo de las potencias del Eje al general Franco (este último demostrado con su reconocimiento oficial como Gobierno de iure de España el 18 de noviembre de 1936, en plena ofensiva frontal sobre Madrid). En ese proceso de intensificación de la ayuda militar, diplomática y financiera de Italia y Alemania naufragó definitivamente la política de No Intervención colectiva patrocinada por Francia y Gran Bretaña.

Los círculos gubernamentales británicos, en mayor medida que los franceses, siempre habían sospechado que la política soviética de apoyo a la seguridad colectiva podía encubrir segundas intenciones mucho menos honorables. Por eso habían visto con prevención la firma del pacto franco-soviético en 1935 y se habían negado a secundar los llamamientos en favor de una Gran Alianza antinazi. La rápida polarización ideológica causada en Europa por la guerra civil española había reavivado tanto en Londres como en París esos temores latentes, que alcanzaron su máxima intensidad precisamente con la decisión soviética de ayudar militarmente a la República. La interpretación británica de esa medida, sustancialmente idéntica a la francesa, quedó recogida en la siguiente minuta escrita a finales de octubre de 1936 por sir Robert Vansittart, subsecretario permanente del Foreign Office:

Da la impresión de que los rusos están dispuestos a llegar al límite. Sin ir tan lejos, creo que probablemente están dispuestos a mucho; y esta carta confirma otra vez la tesis que he subrayado últimamente de que el afán de revolución mundial es mucho más fuerte en Rusia de lo que habíamos creído en los últimos dos o tres años; tan fuerte, en efecto, que ni siquiera Stalin puede contenerlo. Es un proceso bastante sorprendente teniendo en cuenta que Rusia, desde 1933, con el crecimiento del peligro alemán en Europa, y hasta este mismo verano, había procurado hacerse tan amiga de las democracias occidentales como fuera posible y había moderado sus doctrinas revolucionarias. Ahora no solamente ha cambiado la moderación, sino que ha incrementado la marcha de un modo tremendo[86].

El resultado de esa interpretación de la acción soviética fue reafirmar en los gobiernos británico y francés su voluntad de no involucrarse en la contienda española y de preservar la política multilateral de No Intervención como único modo para evitar la temida guerra general. Frente a esa firme actitud, de nada sirvieron las explicaciones dadas por el embajador soviético a Eden el 3 de noviembre:

La reconocida simpatía del Gobierno soviético con el Gobierno de España no se debía a su deseo de implantar en ese país un régimen comunista […] y el propósito del Gobierno soviético al tratar de prestar ayuda al Gobierno español era mucho más inmediato. […] El Gobierno soviético estaba convencido de que si triunfara el general Franco, el impulso dado a Alemania e Italia sería tal que haría más factible y cercano otro acto de agresión por su parte. Y esta vez quizá en Europa central u oriental. Eso era lo que Rusia quería evitar a toda costa y esa era su principal razón para desear que el Gobierno español saliera triunfante en esta guerra civil[87].

Aprovechando esa coyuntura diplomática propicia y sin grandes temores a la respuesta anglo-francesa, las potencias del Eje decidieron responder a la intervención soviética con una sustancial intensificación de su apoyo material a Franco.

A finales de octubre de 1936, Hitler decidió el envío de una unidad aérea alemana que combatiría en las filas nacionalistas como Cuerpo autónomo, con sus propios jefes y oficiales, pero en contacto directo con el general Franco. La llamada Legión Cóndor arribó a España por vía marítima a principios de noviembre y llegaría a contar durante toda la guerra con unos efectivos globales de 19 000 soldados alemanes (pilotos, tanquistas, artilleros y expertos en comunicaciones), si bien nunca superó la cifra de 5600 hombres en un mismo momento (los frecuentes reemplazos tenían como objetivo extender la experiencia bélica al mayor número de soldados posible). Su fuerza aérea se mantuvo regularmente en torno a 140 aviones de modo permanente, a los que asistían un batallón de 48 tanques y otro de 60 cañones antiaéreos. Sus comandantes serían todos generales de la Lüftwaffe (fuerza aérea alemana) de reputado prestigio: Hugo Sperrle (hasta octubre de 1937), Hellmuth Wolkmann (hasta noviembre de 1938) y el barón Wolfram von Richthofen. Como tal unidad prácticamente autónoma del resto del ejército nacionalista tomó parte en casi todas las operaciones militares desarrolladas hasta el final de la guerra: un conjunto total de treinta combates o batallas con un saldo global de 371 muertos y 232 aviones perdidos[88].

La respuesta italiana fue ligeramente posterior a la alemana, pero la superó en número e intensidad, en consonancia con el mayor interés político y estratégico manifestado por Roma. No en vano, el 28 de noviembre de 1936, Mussolini y Franco habían firmado un tratado secreto de amistad que estipulaba su «estrecha cooperación» diplomática, el respeto de Italia a la integridad e independencia de España y la adopción por esta de una muy generosa «actitud de neutralidad benévola» hacia aquella en caso de guerra[89]. Tras la conclusión del tratado, durante los meses de diciembre de 1936 y enero de 1937, Mussolini envió a España un auténtico cuerpo de ejército expedicionario: el Corpo di Truppe Volontarie, primero al mando del general Mario Roatta (hasta la debacle de Guadalajara en marzo de 1937) y luego de los generales Ettore Bastico (hasta finales de 1937), Mario Berti (hasta octubre de 1938) y Gastone Gambara.

El CTV agrupaba de modo permanente a unos 40 000 soldados italianos y su número total ascendió a lo largo de toda la guerra a 73 000 hombres. Si a estos se añaden las fuerzas aéreas enviadas en paralelo (llamadas Aviación Legionaria), compuestas por unos 6000 hombres, el número total de efectivos italianos en España alcanzaría los 79 000 hombres hasta el final del conflicto (3819 de los cuales perderían la vida y unos 12 000 resultarían heridos)[90].

Todas esas cifras indicaban que tanto Italia como Alemania habían decidido seguir prestando masivamente y casi de modo abierto su ayuda militar a Franco, siempre que esta no superara el límite de la permisividad tácita británica ni precipitara el estallido de una inconveniente guerra general. Una ayuda y unos suministros, además, prestados a crédito y en condiciones muy ventajosas, lo que resultó esencial para los insurgentes, puesto que no contaban con recursos financieros para hacer frente a los enormes gastos exigidos por la guerra.

De hecho, el coste financiero de la campaña bélica en el bando franquista ascendería a un total de entre 694 y 716 millones de dólares, una cifra muy cercana a los 744 millones de dólares gastados por la República con el mismo fin. Sin embargo, si bien esta había sufragado ese coste con la venta de reservas de oro, el general Franco tuvo que sufragarlo mayormente con los créditos italianos (entre 413 y 456 millones de dólares) y alemanes (entre 225 y 245 millones de dólares). En consecuencia, las autoridades nacionalistas tuvieron que asumir su endeudamiento con las potencias del Eje y tratar de compensarlo con la reorientación hacia ellas de su comercio exterior (esencialmente, las exportaciones de piritas y mineral de hierro). Como resultado, a lo largo de la guerra se produjo un cambio muy significativo en la composición del flujo de exportaciones españolas a países extranjeros respecto a la etapa prebélica. Así, Gran Bretaña y Francia, que en 1935 habían absorbido el 16,7 y el 8,7 por 100 de esas exportaciones, en el año 1938 habían descendido al 11,7 y 0,3 por 100, respectivamente. Por el contrario, Alemania e Italia, que en 1935 solo habían absorbido el 13,1 y 2,4 por 100 de esa corriente exportadora, ascenderían en 1938 a la condición de primeros clientes de España con el 40,7 y el 15,3 por 100, respectivamente. La progresiva vinculación política y diplomática de la España del general Franco con las potencias del Eje estaba teniendo su reflejo en el plano de las relaciones económicas, para mayor inquietud y preocupación de los gobernantes de las democracias occidentales[91].

En definitiva, entre octubre de 1936 y febrero de 1937 se había producido un cambio fundamental en el escenario internacional de la guerra española. No en vano el compromiso soviético en favor de la República y la intensificación del apoyo del Eje al general Franco marcaron la culminación del dilatado proceso de internacionalización de la guerra civil. A partir de esa última fecha, el cuadro de apoyos militares, diplomáticos y financieros de cada bando quedó configurado definitivamente y se mantuvo inalterado hasta el final de la guerra.

Por un lado, el bando franquista siguió contando con el vital apoyo de la Italia fascista, la Alemania nazi y, en menor medida militar, del Portugal de Salazar. Por su parte, la República se basaba esencialmente en el apoyo soviético, el aliento moral mexicano, y recibía de Francia una pequeña ayuda encubierta, vacilante e intermitente (lo que Léon Blum calificaría de «no-intervención relajada»: la tolerancia furtiva hacia el contrabando de armas por la frontera pirenaica hacia la Cataluña republicana). Mientras tanto, el resto de los países europeos, encabezados por Gran Bretaña, seguían firmemente adheridos al Acuerdo de No Intervención y respetaban mayormente el embargo de armas y municiones imperante.

Ilusiones frustradas: los proyectos de control naval y terrestre de la No Intervención

ILUSIONES FRUSTRADAS: LOS PROYECTOS DE CONTROL NAVAL Y TERRESTRE DE LA NO INTERVENCIÓN

La crítica situación creada por la masiva intervención exterior en la guerra civil en el invierno de 1936-1937 convenció a las autoridades británicas y francesas de la necesidad de poner coto al peligroso proceso con alguna medida resolutiva. Por iniciativa de Anthony Eden, y con el visto bueno de Léon Blum, a lo largo del primer semestre de 1937 el Comité de No Intervención se embarcó en varios esfuerzos para detener la escalada mediante la imposición de un laborioso control naval y terrestre de las fronteras españolas (a cargo de una flota internacional y de observadores neutrales). El propósito básico de esos proyectos era convertir en realidad efectiva el confinamiento de la guerra civil, evitando la llegada de suministros bélicos exteriores al menos en gran escala y sin camuflaje alguno (el control aéreo quedó siempre descartado por imposibilidad técnica).

Después de múltiples reuniones del Comité y del Subcomité de No Intervención, el 8 de marzo de 1937 quedó aprobado el «Plan de Observación de las fronteras españolas terrestres y marítimas»[92]. Como parte de este, desde ese mes y hasta junio del mismo año, las costas españolas fueron patrulladas por las flotas de cuatro países firmantes del Acuerdo que tenían derecho a detener y registrar todos los buques mercantes europeos destinados a puertos españoles para detectar la presencia de armas y municiones prohibidas. A pesar de las críticas soviéticas, Gran Bretaña, Francia, Alemania e Italia fueron las potencias navales encargadas por el Comité para efectuar esa tarea de vigilancia de la costa española. Como complemento a la patrulla naval, un plantel de observadores internacionales se desplegó por diversos puntos de las fronteras de España con el mismo cometido respecto al tráfico terrestre. El Gobierno británico, principal impulsor del proyecto, fue consciente desde el principio de la relativa inutilidad de todas estas medidas si no se contaba con la leal colaboración de las potencias intervencionistas. Así lo había hecho constar el servicio de inteligencia militar británico en una nota confidencial de principios de mayo de 1937:

El esquema de supervisión del Comité de No Intervención entró en vigor el 20 de abril de 1937. Puede que detenga los movimientos masivos, pero es improbable que evite la infiltración continua de armas y voluntarios a España. No cubre el tráfico aéreo, ni el realizado en buques españoles o americanos, ni el destinado a puertos portugueses. Por ello, no resulta sorprendente encontrar que desde esa fecha ha habido vuelos de aviones a España, tráfico normal de armas en buques españoles y «panameños», y un aparente incremento del movimiento de envíos encubiertos a Lisboa. En cualquier caso, la plantilla de supervisores no tiene poder de control, sino solo de observación[93].

Sin embargo, el Foreign Office perseveró en esa política porque sostenía la convicción de que el confinamiento de la guerra era el único medio para reducir su carácter de amenaza latente a la paz europea y a los intereses británicos en la península Ibérica y el Mediterráneo. Además, Eden y sus asesores confiaban en que el plan de control de No Intervención facilitara la vía para la adopción de otras dos medidas ulteriores y complementarias. En primer lugar, la búsqueda de un acuerdo de todas las potencias del Comité para proceder a la retirada supervisada de combatientes extranjeros (eufemísticamente llamados «voluntarios») que participaban en las hostilidades en apoyo a uno u otro de los bandos. En segundo término, la colaboración de las potencias del Eje en una gestión internacional para imponer la mediación entre los contendientes españoles y evitar así la instalación en España de un régimen político potencialmente antibritánico y antifrancés. En ambas esferas, las ilusiones abrigadas en Londres y compartidas en París iban a experimentar sendas frustraciones durante el tenso verano de 1937.

Después de varias semanas de discusiones bizantinas, la propuesta británica para la retirada supervisada de «voluntarios» extranjeros de España fue aprobada por el Comité de No Intervención el 26 de mayo de 1937. Italia y Alemania habían decidido aceptar el proyecto porque «no es conveniente por motivos tácticos rehusar la discusión del tema» y era recomendable «ganar tiempo» mientras se completaba la ofensiva franquista sobre Vizcaya y se apaciguaba la tensión provocada por la destrucción alemana de Guernica[94]. Sin embargo, la propia complejidad del tema y las dificultades logísticas y políticas que entrañaba su ejecución práctica (requería la aprobación y concurso de ambos contendientes) dejaba abiertas múltiples facetas para el debate y la dilación interesada.

La propuesta de mediación internacional auspiciada por Gran Bretaña tuvo una suerte aún más desafortunada. El 17 de mayo, Eden había transmitido oficialmente su idea a «las principales potencias interesadas»: Francia, Alemania, Italia, Portugal y la Unión Soviética. Considerando que la retirada de «voluntarios extranjeros» no podría llevarse a cabo «en medio de hostilidades activas», el secretario del Foreign Office sugería que esas potencias emprendieran «una gestión colectiva ante ambas partes en España con el objetivo de inducirles a acordar un armisticio en todos los frentes por un período de tiempo suficiente»[95].

La reacción de las potencias consultadas fue previsible. Francia se sumó gustosamente al proyecto. La URSS anunció su aprobación «de principio», aunque solicitaba la consideración de «extranjeros» para las tropas marroquíes. Alemania, Italia y Portugal respondieron a la invitación de modo muy poco entusiasta más que abiertamente negativo. El 19 de mayo, Mussolini había informado a Berlín que consideraba la gestión «como un movimiento dirigido a lograr un compromiso en España de acuerdo con el viejo objetivo británico de impedir una victoria del fascismo bajo todas las circunstancias». El embajador alemán en España también consideraba que «no nos interesa en absoluto un compromiso en España. La lucha debe continuar a toda costa hasta la victoria del general Franco». Finalmente, el propio Franco se ocupó de decretar la sentencia de muerte de la iniciativa al proclamar el 22 de mayo su negativa «más categórica» a toda idea de armisticio y negociación y su disposición a aceptar exclusivamente una «rendición sin condiciones». En Roma y Berlín hicieron suya esa tajante negativa bajo un disfraz dilatorio y por motivos bien comprensibles: «La situación interna y militar de Franco es tan favorable que no tiene ninguna razón para considerar favorablemente un armisticio»[96].

En ese contexto, la iniciativa mediadora británica, que recibió incluso la aprobación rutinaria del Consejo de la Sociedad de Naciones el 28 de mayo, se fue diluyendo como «impracticable», «prematura» o meramente «inoportuna»[97]. La grave crisis desatada a principios de junio de 1937 en el sistema de control de No Intervención acabaría por enterrarla definitivamente.

La crisis del verano de 1937 tuvo su origen en la decisión alemana de forzar la desaparición de la patrulla naval a raíz de un incidente bélico: el 26 de mayo, un bombardeo republicano sobre Ibiza alcanzó de lleno al acorazado alemán Deutschland y ocasionó una treintena de muertos entre su tripulación. Hitler replicó cuatro días después con un intenso bombardeo de la ciudad de Almería y con el anuncio de la retirada alemana de la patrulla naval y del Comité de No Intervención, medida que fue secundada por el Gobierno italiano[98]. Ambas potencias propusieron como alternativa el reconocimiento de los derechos de beligerancia al bando franquista y su equiparación de iure y de facto con el Gobierno republicano.

La retracción anglo-francesa ante la acometida de las potencias del Eje quedó manifiesta en su reticente aceptación del final del sistema de control y su simultánea insistencia en mantener en vigor el Comité de No Intervención. Las protestas soviéticas no lograron modificar la actitud conciliatoria hacia las demandas germano-italianas de Londres y París, donde acababa de producirse un reajuste gubernamental en clave conservadora: Neville Chamberlain se había convertido a mediados de mayo en el nuevo primer ministro británico, en tanto que un mes más tarde Blum era sustituido en la Jefatura del Gobierno por el radical Chautemps, primero, y luego por Daladier. En adelante, la restauración del control, combinada con una retirada supervisada de los combatientes extranjeros y el reconocimiento de los derechos de beligerancia a los insurgentes, permanecería como mera posibilidad teórica y pretexto para justificar la vigencia del Acuerdo y del Comité. La política de No Intervención se había convertido definitivamente en una farsa institucionalizada y mutuamente consentida.

Las autoridades alemanas e italianas apreciaron certeramente esa situación favorable durante toda la crisis del verano y procuraron graduar su acción militar y diplomática en favor de Franco sin superar los límites formales establecidos por lo que percibían como una tolerancia tácita británica. Así lo comunicó a principios de julio de 1937 al propio Hitler el influyente embajador en Londres y delegado alemán en el Comité, Joachim von Ribbentrop:

No debemos esperar complicaciones serias para la situación europea de la tensión actual en la política de No Intervención. Inglaterra quiere la paz, como también Francia; a pesar de la línea de firmeza adoptada ahora, ninguna forzará las cosas hasta el límite. Podemos seguir contando con este hecho como un factor absolutamente seguro y podemos tomar nuestras decisiones futuras sin dejarnos influenciar o molestar. […] Los británicos tratarán de encontrar una solución de compromiso en los días venideros, encubiertamente o convocando una nueva reunión del Subcomité [de No Intervención][99].

Una victoria gradual y en etapas frente a una derrota lenta y a plazos

UNA VICTORIA GRADUAL Y EN ETAPAS FRENTE A UNA DERROTA LENTA Y A PLAZOS

A partir de la crisis del verano de 1937, el relativo equilibrio de fuerzas militares logrado entre los dos bandos españoles fue decantándose progresivamente en favor del general Franco y en contra de la República. La causa principal de ese proceso residió en la firme reactivación del apoyo bélico de las potencias del Eje al bando nacionalista en una medida y proporción que no pudo ser compensada por los envíos militares soviéticos ni por el contrabando de armas de otras procedencias.

La Unión Soviética no era por entonces una gran potencia militar. A pesar de sus grandes reservas de hombres (casi un millón de soldados en 1935), su producción industrial bélica era incapaz de atender a todos sus compromisos defensivos en el este (frente a Japón) y en el oeste (frente a Alemania) y se concentró en la fabricación de aviones en detrimento de las necesidades de la marina y de la infantería. Además, la eficacia operativa del Ejército Rojo estaba claramente disminuida por las profundas turbulencias políticas que afectaban recurrentemente al régimen estalinista: durante las purgas de 1937-1938 quedaron diezmados la casi totalidad del alto mando (incluyendo al mariscal Tujachevski) y prácticamente la mitad del cuerpo de oficiales[100].

Aparte de esas limitaciones internas, el envío de remesas de material bélico tropezaba con varios obstáculos logísticos para alcanzar el territorio de la República. Ante todo, la lejanía de los puntos de suministro obligaba a un largo, costoso y arriesgado transporte por mar. La travesía por el Mediterráneo desde Crimea se enfrentaba al peligro del bloqueo de la Marina franquista y del apoyo de la flota italiana a esa labor de control desde sus estratégicas bases en Sicilia (por cuya cercanía necesariamente había que pasar). Por su parte, la travesía desde el Ártico soviético por el Atlántico exigía desembarcar el material en Francia y esperar a la imprevisible decisión de sus gobernantes de autorizar o denegar el tránsito por su frontera pirenaica hacia la Cataluña republicana. En ambos casos, la incertidumbre y falta de regularidad en los envíos afectaron gravemente a la planificación militar republicana. Buena prueba de las reticencias de los militares soviéticos a desprenderse de su escaso material bélico con destino a España se encuentra en una carta a Stalin del mariscal Voroshilov, comisario de Defensa, el 2 de noviembre de 1937:

Te envío una lista de mercancías que podemos vender, por mucho que nos duela, a los españoles […] Si Francia no se porta vilmente, conseguiremos que todo llegue a su destino en el plazo más breve posible. Verás que la lista contiene el lote de piezas de artillería, debido no solo al hecho de que el ejército republicano las necesita, sino también a la decisión de Kulik [general G. I. Kulik], que creo que es correcta, de deshacernos, de una vez por todas, de las piezas de artillería fabricadas en el extranjero —británicas, francesas y japonesas. […] Lo más doloroso de todo es el material de aviación que estamos enviando; pero, como no pueden prescindir de él en España, hay que enviarlo. Pido tu visto bueno para que, si lo juzgas oportuno, empiece el transporte de material a Murmansk[101].

En claro contraste con las dificultades soviéticas, las remesas de material bélico desde Italia y Alemania eran mucho más fáciles de importar en términos geográficos y pudieron ser más constantes y regulares, ajustándose mejor a las necesidades previstas por el Cuartel General de Franco. En esas condiciones, la estrategia diplomática franquista se concentró en la preservación inalterada del cuadro internacional de apoyos e inhibiciones existente. No en vano, para ganar su guerra localizada, Franco necesitaba el continuo desahucio de la República por parte de las potencias democráticas sin mengua de su propia capacidad para recibir ayuda italo-germana. Así lo reconocería un informe reservado de un alto funcionario diplomático franquista en vísperas de la victoria:

Así como el trabajo de los gobiernos europeos ha consistido en procurar que el llamado «problema español» no llegase en sus repercusiones internacionales a provocar una guerra europea, nuestra labor principal, y casi única, había de consistir también en localizar la guerra en territorio español, evitando a todo trance que sus derivaciones externas condujesen a una guerra internacional en la que poco podíamos ganar y mucho perder; y esta localización había que obtenerla, sin embargo, asegurando la ayuda franca de los países amigos en la medida de nuestra conveniencia, sin perjuicio de tender a toda costa a evitar la ayuda extranjera al enemigo o al menos reducirla al mínimo posible[102].

Consciente de esa situación desventajosa, el nuevo Gobierno presidido por el doctor Juan Negrín desde mayo de 1937 trató de frenar el lento deterioro de la situación militar republicana con una renovada actividad internacional. Como corolario a su política interior de eliminación de vestigios revolucionarios y reforzamiento del poder estatal, los esfuerzos de Negrín en política exterior se dirigieron a conseguir el apoyo de las democracias occidentales y a terminar con un sistema de No Intervención solo aplicado en realidad contra la República y sumamente lesivo para su esfuerzo de guerra. Mientras se lograba ese objetivo, la ayuda militar soviética seguía siendo «la tabla del náufrago», el factor que permitía resistir momentáneamente y evitar la derrota total y absoluta. Así lo confesaría privadamente y con amargura el jefe del Gobierno republicano a finales de septiembre de 1937 a un estrecho colaborador y correligionario:

Aunque me ve aparentando optimismo, no creo que saquemos nada práctico de la reunión de la Sociedad de Naciones [cuya asamblea anual se celebraría a principios de octubre de 1937]. Alemania, Italia y Portugal seguirán ayudando descaradamente a Franco, y la República durará lo que quieran los rusos que duremos, ya que del armamento que ellos nos mandan depende nuestra defensa. Únicamente si el encuentro inevitable de Alemania con Rusia y las potencias occidentales se produjese ahora, tendríamos posibilidades de vencer. Si esto no ocurre, solo nos queda luchar para poder conseguir una paz honrosa[103].

Sin embargo, los denodados esfuerzos de Negrín para lograr el apoyo de las democracias fueron infructuosos, porque tanto Gran Bretaña como Francia continuaron manteniendo la fachada de la No Intervención como mecanismo óptimo para confinar el conflicto español, evitar su conversión en una guerra europea y marginar sus efectos negativos sobre la política de apaciguamiento. En julio de 1937, el ministro de Asuntos Exteriores francés confesó al embajador norteamericano en París la subordinación de la actitud francesa a la británica y la firme supeditación del «problema español» a los objetivos de la política de apaciguamiento:

Por lo que respecta al futuro, la posición que tomará Francia dependerá por completo de la posición de Inglaterra. Francia no emprenderá la guerra con Alemania e Italia. La posición de Francia será la misma que su posición en el asunto español. Si Inglaterra decide estar firme al lado de Francia frente a Alemania e Italia, Francia actuará. Si Inglaterra continúa mostrándose distante, Francia no podrá actuar. En ningún caso se encontrará en la posición de tener a la Unión Soviética como su único aliado. […] Delbos expresó su opinión de que Mussolini consideraría esta nueva actitud de Inglaterra como una prueba de debilidad y que proseguiría sus actividades en el asunto español con mayor descaro que en el pasado. A juicio del ministro, los británicos quisieran ver a Franco triunfar siempre que pudieran asegurarse de que esa victoria no significaría una dominación fascista del Mediterráneo. Estaban tratando de obtener garantías suficientes de Mussolini y Franco para convencerse de que dicho triunfo no implicaría ningún peligro para su ruta imperial a través del Mediterráneo[104].

Los gobernantes británicos, con el apoyo francés, solamente se permitieron adoptar una postura de firmeza en septiembre de 1937, después de que los ataques indiscriminados de aviones y submarinos italianos contra los barcos mercantes que traficaban con la República hubieran superado el límite aceptable, extendiéndose por toda la cuenca del Mediterráneo y poniendo en peligro la navegación internacional en dicho mar. Entre el 6 de agosto y el 2 de septiembre habían sido atacados y en muchas ocasiones hundidos, de forma anónima y sin previo aviso, treinta buques mercantes de diversa nacionalidad (once británicos, seis republicanos, tres rusos, tres franceses, etc.). Entonces, por iniciativa franco-británica y con el apoyo soviético, tuvo lugar en Nyon (población cercana a Ginebra) una conferencia de potencias ribereñas del Mediterráneo y del mar Negro destinada a garantizar el libre tráfico por el área y a terminar con los ataques de «submarinos piratas» (eufemismo para evitar la acusación directa contra la flota italiana). Con exclusión de la República y sin asistencia de Italia (que se negó a participar), la conferencia de Nyon encomendó a la poderosa Marina británica y a la Marina francesa la vigilancia de las rutas comerciales del Mediterráneo, con autorización para hundir a cualquier submarino o barco agresor del tráfico mercante internacional[105].

La enérgica respuesta franco-británica en Nyon, apoyada por todos los Estados ribereños del Mediterráneo, puso límites precisos al apoyo italiano a Franco que Mussolini comprendió y respetó con posterioridad. A partir de entonces, la guerra española se convirtió en un escenario marginal y estabilizado de la tensión política continental. No en vano la atención y preocupación europea e internacional fue concentrándose en los acuciantes problemas derivados de la expansión alemana en Europa central. Y una víctima derivada de esa tensión fue Anthony Eden, reemplazado por lord Halifax en el Foreign Office el 20 de febrero de 1938 por sus crecientes divergencias con Chamberlain sobre la viabilidad de la política de apaciguamiento de Italia y la correlativa conveniencia de seguir tolerando la intervención fascista en España.

El 12 de marzo de 1938, Hitler procedió a anexionar Austria al Tercer Reich, sin réplica militar de las potencias democráticas y previo consentimiento italiano (el Duce había decidido ceder Austria al Führer a cambio de su apoyo a la hegemonía italiana sobre el Mediterráneo). La única réplica al golpe de fuerza nazi fue la constitución en París de un breve Gobierno frentepopulista presidido por Blum que pareció dispuesto a reconsiderar su política española y prestar ayuda directa a la República. Sin embargo, en la decisiva reunión del Comité Permanente de la Defensa Nacional del 15 de marzo, la propuesta de Blum chocó con la firme oposición de los jefes de Estado Mayor y del ministro de la Guerra: «la intervención en España desencadenaría la guerra general» e «Inglaterra se separaría de nosotros si abandonásemos la no-intervención». En consecuencia, la única medida tomada por Blum consistió en abrir de facto la frontera francesa con Cataluña al paso libre de material bélico soviético y de otros suministros con destino a la República[106].

Clausurada la vía marítima mediterránea por el bloqueo naval franquista con ayuda italiana, la vía terrestre a través de Francia se convirtió en el único canal de importaciones bélicas seguras para la asediada República y permanecería abierto hasta junio de 1938. La decisión reservada del Gobierno francés permitió que entrasen por Cataluña los suministros militares suficientes para contener la gran ofensiva desatada por Franco a principios de marzo en todo el frente oriental, que había logrado partir en dos mitades el territorio dominado por la República a mediados de abril de 1938.

Sin embargo, la fuerte presión del Gabinete británico logró que el nuevo Gobierno francés presidido por Daladier (formado en abril, ya sin participación de los socialistas) aplacase sus temores y aceptara clausurar nuevamente su frontera pirenaica el 13 de junio de 1938. No en vano, Chamberlain había decidido que la victoria de Franco no sería un grave problema político o estratégico para la entente franco-británica por varios motivos. Primeramente, porque el agotamiento humano y las destrucciones materiales provocadas por la devastadora guerra civil harían imposible que Franco participara en un conflicto europeo incluso si quisiera hacerlo. En segundo lugar, porque Franco necesitaría recurrir al crédito y al capital británicos para financiar el proceso de reconstrucción económica de posguerra en España. Y, finalmente, porque la potencia naval anglo-francesa era tan superior y la vulnerabilidad militar española tan patente que bastarían para disuadir a un militar como Franco de cualquier actividad provocadora u hostil. A juicio de las autoridades británicas, frente a esas razones, que mitigaban el temor a una victoria franquista, la continuación de la guerra española era muy peligrosa porque dividía internamente a la opinión pública democrática e impedía separar a Italia de Alemania y restar fuerza a esta en sus pretensiones sobre Checoslovaquia y Europa central. En definitiva, el Gabinete británico consideraba que la República española podía ser sacrificada sin excesivo peligro en beneficio de la colaboración italiana en Europa y de la preservación de la paz continental[107].

En efecto, desde el momento en que se cerró la frontera francesa, la República vio cortadas sus últimas y vitales líneas de suministros militares y alimenticios exteriores. El golpe de gracia a sus esperanzas de recibir apoyo de las democracias se produjo durante la grave crisis de septiembre de 1938, originada por la presión de Hitler sobre Checoslovaquia para que cediera de inmediato el territorio de los Sudetes habitado por población mayoritariamente germana. Durante aquel mes crucial, el riesgo de guerra entre Alemania y las democracias occidentales (Francia era garante de la integridad checa, al igual que la URSS) pareció tan evidente que el propio Franco se vio obligado a adoptar una medida extrema con indisimulado pesar: el 27 de septiembre, después de informar a Roma y Berlín, comunicó oficialmente a los gobiernos británico y francés su decisión de permanecer neutral en caso de conflicto por la cuestión germano-checa. Según el pragmático análisis de las autoridades franquistas, compartido con mayor o menor disgusto por sus valedores internacionales, no cabía otra solución que tratar de aislar la guerra española de la crisis general europea para evitar la contingencia de una derrota total. Así lo había subrayado un alto funcionario franquista en un memorándum reservado a finales de mayo de 1938:

Basta abrir un atlas para convencerse de ello. En una guerra contra el grupo franco-inglés puede decirse, sin exageración alguna, que estaríamos totalmente cercados de enemigos. Desde el primer momento los encontraríamos en todo el perímetro de nuestro territorio, en todas las costas y en todas las fronteras. Podríamos contenerlos en la de los Pirineos; pero me parece poco menos que imposible evitar a la vez la invasión por la frontera portuguesa. […] Alemania e Italia solo podrían prestarnos auxilios insuficientes para la defensa de una España débil, y nada de lo que nos ofrecieran podría compensar el riesgo de luchar a su lado. […] Habría que hacerles ver que su ayuda no podría librarnos de las acometidas de Inglaterra y Francia en una guerra en la que nuestro territorio comenzaría por ser el principal teatro, para terminar, muy probablemente, en base de ataque a nuestros aliados[108].

A la postre, la crisis germano-checa no acabó en guerra, sino en un nuevo triunfo diplomático y estratégico de Hitler. El 29 de septiembre de 1938, Daladier y Chamberlain firmaban junto a Hitler y a Mussolini el Acuerdo de Munich, aceptando la desmembración de Checoslovaquia según las exigencias nazis a cambio de una promesa alemana de paz y de negociación futura de cualquier cambio territorial. De hecho, el Acuerdo parecía configurar el Pacto Cuatripartito (con exclusión de la Unión Soviética) que Gran Bretaña había perseguido siempre y significaba la culminación (aparentemente triunfal) de la política de apaciguamiento de las democracias occidentales.

La resolución de la crisis de septiembre de 1938 con el Acuerdo de Munich dio al traste con las expectativas republicanas, porque dejó claro que las potencias democráticas que no habían combatido por Checoslovaquia tampoco iban a hacerlo por España. Ese horizonte internacional tan oscuro agudizó radicalmente la desintegración política interior de la República, acentuando el larvado enfrentamiento entre los partidarios de continuar la resistencia a ultranza y los sectores seducidos por la posibilidad de negociar la rendición ante Franco con el aval de las potencias occidentales. Esa situación permitió que el triunfal avance franquista sobre Cataluña, iniciado a finales de diciembre de 1938, terminara con el colapso completo de la resistencia militar republicana. A finales de marzo de 1939, después de un breve episodio de guerra intestina en las propias filas gubernamentales, las tropas de Franco ocuparon todo el territorio español sin encontrar resistencia y dieron por finalizada la guerra civil con una victoria total y sin condiciones.

Para entonces, la tensión europea había enfilado la recta hacia el estallido de la Segunda Guerra Mundial en septiembre de 1939. En el mismo mes de marzo, violando sus compromisos de Munich, Hitler ocupaba lo que restaba de Checoslovaquia ante el estupor impotente de Francia y Gran Bretaña. Un mes más tarde, Italia se anexionaba Albania en clara ruptura de sus garantías de respeto al statu quo en el Mediterráneo. Entre tanto, la Unión Soviética se había replegado a un receloso aislacionismo y tanteaba por igual la alternativa de un apoyo a la entente francobritánica y la posibilidad de un pacto de no agresión con Alemania. Al respecto, es revelador un mero dato cronológico: apenas cinco meses después de terminada la contienda civil en España estallaría la guerra europea que tan laboriosamente había evitado (o aplazado) la política de No Intervención colectiva.

Epílogo

EPÍLOGO

No cabe duda alguna de que el contexto internacional de la guerra civil española (en virtud del cuadro de apoyos e inhibiciones fraguado y del consiguiente desequilibrio de suministros militares y asistencias de otro tipo: logística, diplomática y financiera) determinó de modo directo y crucial tanto el curso efectivo de la contienda como su desenlace final. En efecto, los condicionamientos del marco exterior plantearon ventajas notorias e impusieron servidumbres sustanciales a cada uno de los bandos contendientes, que trataron de utilizarlos o sortearlos a fin de engrosar su capacidad de acción militar, acrecentar la eficacia de su aparato estatal, aprovechar sus propios recursos económicos de cara al esfuerzo bélico y fortalecer la moral de combate de su población civil de retaguardia[109].

Sin la constante ayuda militar, diplomática y financiera prestada por la Alemania de Hitler y la Italia de Mussolini, es harto difícil creer que el bando liderado por el general Franco hubiera podido obtener su rotunda victoria absoluta e incondicional. De igual modo, sin el asfixiante embargo impuesto por la política de No Intervención y la inhibición de las grandes democracias occidentales, con su gravoso efecto en la capacidad defensiva, disponibilidad material y fortaleza moral, es muy poco probable que la República hubiera sufrido una derrota militar tan total y sin paliativos. Así lo explicitaba el agregado militar británico en España en un informe confidencial elaborado al final del conflicto:

Es casi superfluo recapitular las razones [de la victoria de Franco]. Estas son, en primer lugar, la persistente superioridad material durante toda la guerra de las fuerzas nacionalistas en tierra y en el aire, y, en segundo lugar, la superior calidad de todos sus cuadros hasta hace nueve meses o posiblemente un año. […]

Esta inferioridad material [de las tropas republicanas] no solo es cuantitativa, sino también cualitativa, como resultado de la multiplicidad de tipos [de armas]. Fuera cual fuera el propósito imparcial y benévolo del Acuerdo de No Intervención, sus repercusiones en el problema de abastecimiento de armas de las fuerzas republicanas han sido, para decir lo mínimo, funestas y sin duda muy distintas de lo que se pretendía.

La ayuda material de Rusia, México y Checoslovaquia [a la República] nunca se ha equiparado en cantidad o calidad con la de Italia y Alemania [a Franco]. Otros países, con independencia de sus simpatías, se vieron refrenados por la actitud de Gran Bretaña. En esa situación, las armas que la República pudo comprar en otras partes han sido pocas, por vías dudosas y generalmente bajo cuerda. El material bélico así adquirido tuvo que ser pagado a precios altísimos y utilizado sin la ayuda de instructores cualificados en su funcionamiento. Tales medios de adquisición han dañado severamente los recursos financieros de los republicanos[110].

Si es incuestionable que ese contexto internacional fue crucial para el desenlace de la guerra civil, también es cierto que la influencia de la contienda en la crisis europea fue aminorada por el éxito parcial de la política de No Intervención colectiva. El localizado conflicto español no habría de ser el catalizador de una guerra europea que acabaría por estallar posteriormente por otros motivos. Sin embargo, pese a que esa política cauterizó los peores efectos disolventes de la contienda española sobre el escenario europeo, no pudo evitar al menos tres graves consecuencias de gran trascendencia: la cristalización del Eje italo-germano en clave antidemocrática tanto más que anticomunista; una división debilitadora de la entente franco-británica y de sus respectivas opiniones públicas; y la inclinación de la Unión Soviética hacia un expectante aislacionismo que estaba tan abierto a cortejar el apoyo franco-británico como un pacto de no agresión mutuo con Alemania.

En este sentido, el avispero español puede ser considerado con toda propiedad el prólogo de la Segunda Guerra Mundial y no solo en el evidente sentido estrictamente cronológico. Además de ser sobre todo una guerra civil española, la contienda también había sido una pequeña guerra civil europea en miniatura y sustancialmente premonitoria de la que habría de estallar en septiembre de 1939.