2. La vida política en el segundo bienio republicano (Octavio Ruiz-Manjón)

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LA VIDA POLÍTICA EN EL SEGUNDO

BIENIO REPUBLICANO

Octavio Ruiz-Manjón

La caída del tercer Gobierno de Azaña, el 8 de septiembre de 1933, marcó el final de lo que se ha considerado el bienio radical y reformista del régimen republicano. Era el desenlace previsible de una situación de crisis económica y violencia social que terminó por minar una situación política de alianza entre socialistas y republicanos de izquierda, que había creado tensiones en ambos sectores de la coalición de Gobierno. La colaboración socialista se debilitaba tanto entre sus líderes como entre sus bases, ya que, si entre aquellos existía quien, como Indalecio Prieto, era partidario de una salida controlada de la coalición gubernamental, las bases se resentían de la moderación y lentitud de las transformaciones sociales, lo que aumentaba su proclividad hacia las soluciones revolucionarias.

Entre los republicanos, por su parte, había quienes se encontraban a disgusto con las exigencias de reformas sociales de algunos socialistas y no faltaban quienes, como el propio Alcalá-Zamora, buscaban «centrar la República», expresión que equivalía a procurar la formación de un Gobierno con el exclusivo respaldo parlamentario de los partidos republicanos de centroizquierda y, más adelante, la exclusión de las derechas que no querían integrarse en la República. En ese sentido, Alcalá-Zamora había celebrado, a partir de mediados de marzo, una serie de entrevistas con Martínez Barrio de muy dudosa oportunidad política, por lo que podía significar la relación entre el Jefe del Estado y un caracterizado dirigente de la oposición[1]. Azaña, que tenía motivos sobrados para desconfiar de estos tejemanejes, radicalizaba su discurso, en el sentido de reafirmarse en los valores republicanos que representaba la coalición parlamentaria que le sostenía.

Las derechas, no hace falta decirlo, seguían en una situación de constante hostilidad al Gobierno y jaleaban a los radicales en su política de oposición. La aprobación de la Ley de Congregaciones Religiosas, en mayo de 1933, no había hecho sino acentuar esa actitud, a la vez que dejaban en una situación incómoda a un católico practicante como era el presidente Alcalá-Zamora.

En esas condiciones, los sucesos de Casas Viejas, que se habían discutido en el Parlamento a comienzos de febrero, afectaron duramente a la coalición gubernamental, que vio refrendado su distanciamiento del electorado en las elecciones municipales parciales del mes de abril siguiente. A pesar de que fuese posible minimizar el sentido político del resultado, como hizo Azaña, que habló de «burgos podridos», las elecciones constituyeron una advertencia que llevó a Alcalá-Zamora a provocar la crisis de junio, en la que los fracasos sucesivos de Besteiro, Prieto y Domingo para sacar adelante el encargo de formar Gobierno obligará al presidente de la República a repetir de nuevo la misma fórmula política anterior, con Azaña de nuevo como presidente de Gobierno. Este aprovechó la crisis para acentuar el carácter republicano del Gobierno y, aunque no pudo incorporar a los radicales, dio entrada en él a los federales y a los nacionalistas catalanes de Esquerra. En cualquier caso, las relaciones entre Azaña y Alcalá-Zamora quedarían seriamente dañadas a partir de aquel momento.

El despego de la opinión pública con respecto al Gobierno se confirmaría, a comienzos de septiembre, en la elección de vocales regionales al Tribunal de Garantías Constitucionales. El triunfo de los radicales fue indiscutible[2], al igual que el de los candidatos de otros partidos de la oposición, y, ante las exigencias de Lerroux, Alcalá-Zamora retiró la confianza a Azaña, que dimitió el día 8 de septiembre.

Pese a los deseos de Alcalá-Zamora, que, en su afán de desembarazarse de Azaña, le había hablado durante el verano a Martínez Barrio de la conveniencia de un Gobierno de «pasacalle» que consiguiese la aprobación de los presupuestos y convocase elecciones municipales[3], el presidente de la República convenció a Lerroux de que acudiera a las Cortes para buscar el apoyo a un Gobierno constituido exclusivamente por republicanos de izquierda. Mucho más sorprendente es que Lerroux aceptara el encargo sin ninguna garantía de que, de fracasar, recibiría el decreto de disolución del Parlamento y de convocatoria de nuevas elecciones, aunque después haya afirmado que estaba convencido de que existía un acuerdo tácito en ese sentido. Lerroux empezaba a dar signos de una pasividad que, en sus memorias, ha tratado de justificar con la idea de que no quería que las generaciones posteriores le reprochasen por haber antepuesto su «criterio personal al interés general del país»[4], pero que también daba la impresión de responder a la fragilidad de su proyecto político y, quizá también, a la misma fragilidad moral y física de un personaje al que el cambio de régimen parecía haberle llegado demasiado tarde en su larga carrera política.

Los Gobiernos de concentración republicana y las elecciones de noviembre de 1933

LOS GOBIERNOS DE CONCENTRACIÓN REPUBLICANA Y LAS ELECCIONES DE NOVIEMBRE DE 1933

El Gobierno formado por Lerroux, que se hizo público el 12 de septiembre de 1933, integraba representantes de seis partidos políticos, pero su coherencia, dada esa heterogeneidad, era más que dudosa. Los radicales, predominantes en el nuevo equipo, eran hombres de confianza de Lerroux y representaban los nombres más respetados de las diversas familias regionales republicanas de Andalucía (Martínez Barrio), Canarias (Lara) y Valencia (Samper), aunque también estaba presente la «vieja guardia» barcelonesa en las personas de Guerra del Río y Rocha. Los que les acompañaban eran políticos republicanos de escasa significación entonces, aunque el paso del tiempo haya magnificado la figura del historiador Sánchez-Albornoz, futuro presidente de la República en el exilio. Lo componían Alejandro Lerroux, en la Presidencia; Claudio Sánchez-Albornoz, de Acción Republicana, en Estado; Juan Botella Asensi, de Izquierda Radical Socialista, en Justicia; Diego Martínez Barrio, radical, en Gobernación; Juan José Rocha, también radical, en Guerra; Vicente Iranzo, que había sido de la Agrupación al Servicio de la República, en Marina; Antonio Lara Zárate, radical, en Hacienda; Domingo Barnés, del Partido Radical-Socialista, en Instrucción Pública; Ricardo Samper, radical, en Trabajo y Previsión; Rafael Guerra del Río, también radical, en Obras Públicas; Ramón Feced, del Partido Radical Socialista, en Agricultura; Laureano Gómez Paratcha, de la Organización Republicana Gallega Autonomista, en Industria y Comercio, y Miquel Santaló, de Esquerra Catalana, en Comunicaciones.

Ese primer Gobierno Lerroux tuvo muy corta duración, y cuando, después de una suspensión de las sesiones de Cortes, Lerroux se presentó ante estas, el día 2 de octubre, la situación se convirtió en irresoluble desde el momento en que se vio que ni siquiera algunos de los partidos representados en el Gobierno —especialmente la Acción Republicana de Azaña— estaban dispuestos a sostenerlo. Después de unas torpes intervenciones de Lerroux, y de las contundentes réplicas de Prieto y Azaña, el presidente del Gobierno reconoció que era imposible obtener la confianza de la Cámara y anunció su intención de dimitir, pero fue obligado por el presidente de las Cortes, Besteiro, a asistir a la votación de una moción de confianza hacia el Gobierno. Las explicaciones que, sobre esta crisis, ha proporcionado Alcalá-Zamora no resultan muy convincentes, de puro seráficas[5], mientras que Martínez Barrio tiene por seguro que el presidente Alcalá-Zamora hubiera deseado que Lerroux se hubiese mantenido algún tiempo más en el cargo, con la esperanza de desembarazarse de él más adelante[6].

Se sucedieron entonces una serie de encargos a personalidades de escaso o nulo relieve parlamentario, como Pedregal, Marañón, Sánchez Román o González Posada, hasta que el encargo recayó en Martínez Barrio, interlocutor habitual del presidente de la República, así como de Azaña, durante los meses anteriores. Resultaba patente el afán de neutralizar a Lerroux, por el temor generalizado a lo que pudiera hacer con el decreto de disolución en las manos.

El Gobierno que Martínez Barrio dio a conocer el día 9 de octubre, después de haber llevado hasta los socialistas la invitación a participar en él[7], mantenía muchas de las caras del Gobierno anterior, pero provocó el malestar de muchos radicales, convencidos de que se había tratado de marginar a Lerroux, aunque este, protocolariamente, hubiera reiterado el apoyo a las gestiones de su lugarteniente. Formaban parte del nuevo Gobierno Diego Martínez Barrio, radical, en la Presidencia; Claudio Sánchez-Albornoz, de Acción Republicana, en Estado; Juan Botella Asensi, de la Izquierda Radical Socialista, en Justicia; Manuel Rico Avello, independiente que había pertenecido a la Agrupación al Servicio de la República, en Gobernación; Leandro Pita Romero, de la Organización Republicana Gallega Autonomista, en Guerra; Vicente Iranzo, independiente, en Marina; Antonio Lara Zárate, radical, en Hacienda; Domingo Barnés, del Partido Radical Socialista Independiente, en Instrucción Pública; Carlos Pi y Suñer, de Esquerra Catalana, en Trabajo y Previsión; Rafael Guerra del Río, radical, en Obras Públicas; Cirilo del Río, del Partido Progresista, en Agricultura; Félix Gordón Ordás, del Partido Radical-Socialista, en Industria y Comercio, y Emilio Palomo, del Partido Radical Socialista Independiente, en Comunicaciones.

Martínez Barrio, en sus memorias, ha subrayado que su Gobierno recogía muy equilibradamente a los que habían participado en la antigua mayoría parlamentaria y a los que habían estado en los partidos de la oposición. Manuel Rico Avello, el nuevo titular de Gobernación —puesto clave en cualquier Gobierno y más en aquellos momentos electorales—, era un abogado asturiano, diputado de las Constituyentes en la Agrupación al Servicio de la República, que había inspirado Ortega y Gasset.

En cualquier caso, el objetivo fundamental del nuevo Gobierno era la convocatoria de elecciones, de acuerdo con el decreto que apareció en la Gaceta del día 10 de octubre, que las fijaba para el 19 de noviembre. Una posible segunda vuelta tendría lugar el día 3 de diciembre y las nuevas Cortes habrían de reunirse el siguiente día 8.

Las elecciones se desarrollarían de acuerdo con la nueva ley electoral que se había aprobado el 27 de julio de aquel mismo año. Era una ley que mantenía unos criterios similares a los del decreto que había regulado las de 1931: circunscripciones provinciales, o de ciudades de más de 150 000 habitantes (lo que supuso un número menor de circunscripciones ciudadanas que en 1931), y votación por listas abiertas en las que los votantes solo podían optar por un número de candidatos inferior al de los diputados que se elegían en cada circunscripción, con la intención de dar mayor posibilidad de representación a las minorías. Por otra parte, para poder ser proclamado diputado había que obtener, por lo menos, el 20 por 100 de los votos emitidos y que alguno de los candidatos alcanzase el 40 por 100 de esos votos. De no reunirse esos dos requisitos, la elección se repetiría, pero solo con los candidatos que hubiesen alcanzado el 8 por 100 de los votos válidos escrutados. Era un sistema —como señalara Bécarud[8]— «poco propicio a las individualidades; favorecía, en cambio, a los partidos organizados e incluso les incitaba a coaligarse».

Fue, precisamente, lo que no hicieron las izquierdas, que rompieron la coalición gubernamental que había gobernado en el primer bienio y se presentaron separados a las elecciones: por un lado, los socialistas, confiados de su triunfo, y por otro, los republicanos de izquierda que se aglutinaban en torno a Azaña. También fueron casi en solitario los radicales, que estaban convencidos de tener un fuerte respaldo, pero que tampoco contaban con excesivos aliados naturales a los que recurrir. Las derechas, por el contrario, extremaron sus posibilidades de coaligarse y, poniendo aparte diferencias tácticas, procuraron presentar candidaturas conjuntas a partir de la unión de derechas y agrarios que se había establecido a poco de convocarse las elecciones. Algunos antiguos monárquicos, como Santiago Alba, pensaron que era la ocasión propicia para incorporarse al Partido Radical, poco exigente a la hora de valorar la trayectoria anterior de los recién llegados.

Un dato sintomático de la efervescencia conservadora en estos momentos fue el discurso que pronunció el 29 de octubre, en el teatro de la Comedia, de Madrid, el hijo del dictador Primo de Rivera, que constituyó el punto de arranque de Falange Española, un partido fascista que aglutinaría los diversos intentos de esta índole que se venían produciendo desde comienzos de 1933. En las elecciones inmediatas conseguiría un acta por Cádiz, con la protección de los monárquicos.

Con todo, la gran novedad de las elecciones era el voto femenino, que incorporaba seis millones de nuevos electores al proceso político. La innovación fue recibida con aprensión por los partidos republicanos, que temían una polarización de ese voto hacia el socialismo y hacia la derecha católica; pero, a la postre, a pesar de que alguien dijo que «las mujeres españolas votaron como un solo cura», no parece que resultaran decisivas en la modificación del panorama político español. Mucha más importancia habría de tener, en contra de los intereses de las izquierdas, la llamada al abstencionismo que hicieron los anarquistas.

La campaña electoral fue muy enconada, y en todos los bandos, aunque mucho más acusadamente en la derecha, se habló de la revisión de la obra realizada por las Constituyentes. Las derechas, para rectificarla en lo que hacía referencia a la legislación religiosa y social; los socialistas, encabezados por Largo Caballero, para acentuar su carácter revolucionario. Gil-Robles dejó claro, desde un principio, que la democracia era un medio, no un fin, y que, cuando llegase el momento, el Parlamento tendría que someterse o desaparecería. Largo Caballero, por su parte, tampoco le iba a la zaga y hablaba abiertamente de una conquista del poder por la vía democrática, aunque tampoco se descartaba «una conquista del poder por vías situadas fuera de la legalidad»[9]. Los radicales se ofrecían como garantía de gobernabilidad, mientras que los republicanos de izquierda acudían impotentes a un electorado que parecía haberles vuelto la espalda. Eran las cuatro grandes opciones entre las que se dilucidaba la contienda electoral, y el grado de hostilidad entre ellas no auguraba nada bueno para la estabilidad del sistema político.

Un hecho también de mal augurio, por lo que tenía de burla a la legalidad, fue la fuga de Juan March de la prisión de Alcalá de Henares a dos semanas escasas de las elecciones. El millonario mallorquín, que había sido elegido poco antes vocal del Tribunal de Garantías Constitucionales, decidió irse a Gibraltar con el auxilio del propio director de la cárcel y del oficial de guardia, a los que sobornó. La fuga dejó en ridículo al Gobierno, en cuyo seno se produjeron fuertes tensiones. Días más tarde, cuando ya se había producido el fracaso de las izquierdas en la primera vuelta de las elecciones, se produciría la salida del ministro de Justicia, Juan Botella Asensi.

Cuando terminaron las dos vueltas previstas para las elecciones, el panorama parlamentario había cambiado radicalmente. Las derechas dominaban ampliamente en la nueva Cámara, en la que no quedaba otro grupo netamente republicano numeroso que el de los radicales, aunque se sospechaba que este albergase a demasiados personajes oportunistas y de pocos escrúpulos. Los socialistas habían visto reducirse a la mitad su minoría y existía un verdadero enjambre de partidos con una reducida representación parlamentaria. El descalabro de los partidos republicanos de izquierda era completo, al igual que el de los seguidores de Alcalá-Zamora, que no pudieron contar con el apoyo de su líder. Había motivos más que sobrados para dudar de la lealtad republicana de la mitad de los componentes de la nueva Cámara.

A partir de los datos proporcionados por Gil Pecharromán[10] hemos podido confeccionar el siguiente cuadro, en el que, con todas las limitaciones que imponen los cambios de denominación de los partidos (o los cambios de contenido de una misma denominación, que se indican en cursiva), se puede apreciar la fuerte oscilación que supusieron los resultados de 1933 con respecto a los de 1931. Estos últimos no están completos y solo se ofrecen con intención de comparar los resultados para ilustrar la gran oscilación experimentada por la Cámara.

Partido Elecciones de 1933 Elecciones de 1931
CEDA 115 5
Partido Radical 104 94
PSOE 58 115
Agrarios 36 26
Lliga Catalana 24 4
Tradicionalistas 21 4
Republicanos conservadores 18
Esquerra Republicana 18 31
Renovación Española 16 1
Nacionalistas vascos 12 10
Liberal-demócratas 10 2
Acción Republicana 5 28
Radical Socialistas Independientes 4
Federales 4 17
Progresistas 3 22
Unió Socialista de Catalunya 3 4
Republicanos independientes 2
Republicanos gallegos 1 16
Radical-socialistas 1 59
Comunistas 1

La fisonomía de la nueva Cámara suponía un profundo contraste con la anterior, al margen del evidente dato de que predominaban las caras nuevas con respecto a los que ya habían intervenido en las Cortes Constituyentes. El carácter predominantemente conservador de la Cámara recién elegida implicaba también cambios significativos en la distribución socioprofesional de sus componentes, a la vez que disminuía el tono de fuerte radicalismo político que había caracterizado a las Constituyentes. «Distintos los hombres —ha señalado Martínez Barrio[11]—, distintos los métodos de trabajo y, sobre todo, antagónicos los propósitos». Alcalá-Zamora, por su parte, las ha calificado de «fernandinas», aunque fuera él quien estaba en el puesto de Fernando VII, y «las más reaccionarias que ha habido»[12].

En esas circunstancias, y cuando aún no se había completado el proceso electoral porque faltaba la segunda vuelta de las elecciones, se produjo una curiosa visita de Azaña a Martínez Barrio que este nos ha contado en sus Memorias[13]. Según el entonces presidente de Gobierno, Azaña pretendía, según le dijo, «suspender la reunión de Cortes, constituir otro Ministerio en el que estén representadas todas las fuerzas de izquierda y hacer una nueva consulta electoral».

No tenemos una versión expresa de Azaña sobre este episodio[14], mientras que Alcalá-Zamora, que no parece que fuera informado por Martínez Barrio de la visita de Azaña, y sí de un posterior intercambio epistolar en el que Azaña, junto con Marcelino Domingo y Santiago Casares Quiroga, le insistieron a Martínez Barrio en la necesidad de la «formación —decían— de un Gobierno republicano que dé a la opinión la seguridad de que el rumbo de la República no va a desviarse peligrosamente», se limita a sugerir en sus Memorias una complicidad masónica en estas gestiones. También comenta las solicitudes similares que a él le hicieron los ministros Botella y Gordón Ordás[15] y, una vez llegado el momento de las consultas para la formación de un nuevo Gobierno, el propio Negrín, en nombre de la minoría socialista. Alcalá-Zamora no desaprovecha la ocasión para sugerir que, propuesta tan peregrina, se había forjado con la colaboración de Fernando de los Ríos, del que, con ironía un tanto gruesa, subrayaba su condición de profesor de Derecho Político.

Azaña, por lo demás, continuó en esta actitud en las semanas posteriores y siguió clamando contra las derechas que pretendían acceder al poder. En un discurso que pronunció en Barcelona, a comienzos de enero, expuso la opinión de que la Constitución y el Parlamento no podían servir para entregar el régimen a los enemigos de antes. En su opinión, la CEDA y los agrarios no tenían «títulos políticos para ocupar el poder», aunque tuvieran parlamentarios suficientes. Tenían que convertirse al republicanismo.

La amenaza a la República no era, sin embargo, exagerada, y Ortega y Gasset salió por aquellos días de un largo mutismo para dar un viva al régimen en las páginas del diario madrileño El Sol y, sin escatimar críticas para los gobernantes del bienio anterior, reclamar que se empezase desde el principio «una política absolutamente limpia y sin anacronismo»[16]. El artículo fue continuado de otro («En nombre de la nación, claridad»), pocos días más tarde, en el que urgía a que las derechas clarificasen su actitud con respecto al régimen republicano.

Los Gobiernos de centro republicano de Lerroux

LOS GOBIERNOS DE CENTRO REPUBLICANO DE LERROUX

Ninguno de estos pronunciamientos modificaron la opinión de Alcalá-Zamora, ni la del jefe de Gobierno, Martínez Barrio, que procedieron a la normal apertura de las Cortes en el día previsto, el 8 de diciembre. Uno de los recién convertidos, no solo al republicanismo, sino también al radicalismo lerrouxista —Santiago Alba—, fue elegido presidente del Congreso, en una decisión que resultaba sintomática de la recuperación de viejos políticos monárquicos —también reaparecieron entonces Cambó y Goicoechea—, y, aunque acordado previamente entre Lerroux y la CEDA, no debió ser del agrado de Martínez Barrio, ya alertado del posible deslizamiento conservador de la nueva situación, que comparaba al nuevo presidente con su antecesor. Besteiro, ha dejado escrito Martínez Barrio[17], «era un hombre íntegro, inatacable moralmente, en tanto que don Santiago Alba, viejo monárquico, republicano de la víspera, traía un poco a la memoria el recuerdo del patio de Monipodio». Lerroux, por su parte, ha señalado[18] que Alba, además de «un positivo y probado valor intelectual», era «experto parlamentario y hábil político», aparte de que podía servir de ejemplo y estímulo a cuantos, desde la Monarquía, pasaran a incorporarse al régimen republicano, que era precisamente lo que muchos republicanos como Martínez Barrio tenían que ver con desagrado.

Tampoco parecían estar contentos los anarquistas, que desencadenaron ese mismo día 8 un movimiento revolucionario que afectó a diversas poblaciones de Aragón, La Rioja, Barcelona, Galicia, Levante, Sevilla, Granada, León y Extremadura, y que provocó noventa muertos, casi doscientos heridos, setecientos detenidos y un más acusado descrédito de la práctica insurreccional del anarquismo, deficiente de preparación y con objetivos descabellados.

La crisis de gobierno se produjo a la semana siguiente y, entre otros, fue llamado a consultas José María Gil-Robles, el líder de la CEDA, triunfante en las elecciones. El mismo día 16, Alejandro Lerroux pudo formar un Gobierno de coalición sin otro inconveniente que el de tener que renunciar, por la oposición de Alcalá-Zamora, a compaginar la Presidencia del Consejo con el Ministerio de la Guerra, como había hecho Azaña. Esa circunstancia llevó a Martínez Barrio, que había pretendido ponerse al margen del nuevo Gobierno, a encargarse de los asuntos militares, uno de los principales escenarios de la labor reformista del primer bienio. Al margen de dos independientes (Rico Avello y Pita Romero), el Gobierno era de neta mayoría radical, con una solitaria presencia de los liberales demócratas melquiadistas (Álvarez Valdés), y otra de los progresistas de Alcalá-Zamora (Cirilo del Río). José María Cid, del grupo agrario, se incorporaba al Gobierno a título personal y sin la representación de su grupo, que todavía no había manifestado su acatamiento al régimen republicano.

La composición del nuevo Gobierno fue la siguiente: Alejandro Lerroux, en la Presidencia; Juan José Rocha, en Estado; Ramón Álvarez Valdés, en Justicia; Manuel Rico Avello, en Gobernación; Diego Martínez Barrio, en Guerra; Leandro Pita Romero, en Marina; Antonio Lara Zárate, en Hacienda; José Pareja Yébenes, en Instrucción Pública; José Estadella Arnó, en Trabajo; Rafael Guerra del Río, en Obras Públicas; Cirilo del Río, en Agricultura; Ricardo Samper, en Industria y Comercio, y José María Cid, en Comunicaciones. Las adscripciones políticas señaladas eran matices que trataban de afirmar el carácter netamente republicano del nuevo Gobierno, que adquiriría un carácter más acusadamente radical un mes más tarde (23 de enero), cuando el paso de Rico Avello a la Alta Comisaría de España en Marruecos provocó el traslado de Martínez Barrio a Gobernación, mientras que otro radical, Diego Hidalgo Durán, ocupaba la vacante dejada por el político sevillano en Guerra.

La nueva situación política era muy frágil, como consecuencia de que el Gobierno dependía del apoyo de unas fuerzas políticas que no habían declarado lealtad al régimen republicano y, aunque la minoría agraria lo hizo por aquellos días, resultaba muy problemático el intento de la CEDA de hacer aceptable a los católicos españoles un régimen republicano del que había emanado una variada legislación anticlerical. De hecho, la oposición más furibunda a los planteamientos de la CEDA —expresados en un editorial («Los católicos y la República»), que publicaría El Debate el 15 de diciembre— surgió de las filas de los monárquicos alfonsinos y de los tradicionalistas. Más adelante, valorando los resultados de aquellas elecciones, José María Gil-Robles escribiría: «No quedaba, pues, otro remedio que transigir con una situación de centro y obtener el mayor beneficio posible de tan delicada coyuntura»[19].

También era un factor nuevo la mayor capacidad de injerencia del presidente de la República en los asuntos de gobierno. Martínez Barrio ha contado[20] lo sucedido en el primer Consejo de Ministros del nuevo Gobierno, en el que Alcalá-Zamora manifestó su decidida voluntad de oponerse a la reincorporación al Ejército de los sublevados en agosto de 1932, y su disposición a vetar cualquier ley en ese sentido. La actitud contemporizadora de Lerroux le pareció a Martínez Barrio la aceptación de una confianza presidencial condicionada y un mal precedente para los meses que se avecinaban.

Tampoco estaba el lugarteniente de Lerroux satisfecho con la orientación política del nuevo Gobierno y, a principios de febrero, hizo unas declaraciones a la revista madrileña Blanco y Negro en las que calificaba de «imprecisa y confusa» la situación política, denunciaba un sorprendente —ya que había habido unas elecciones dos meses antes— distanciamiento entre el Parlamento y la calle, y advertía que no colaboraría con una situación de centro-derecha, aunque la juzgaba inevitable. «La razón —concluía— es bien clara. Yo soy un hombre de izquierdas»[21].

Las declaraciones de Martínez Barrio acrecentaron las tensiones dentro del Partido Radical y, tras la dimisión del político sevillano, con el que se solidarizaría el ministro de Hacienda, Lara, se abrió una crisis ministerial (1 de marzo) que dio la ocasión a Alcalá-Zamora para realizar unas prolijas consultas políticas, que se resolverían con la formación, el día 3 de marzo, de un tercer Gobierno Lerroux que quedó formado de la siguiente manera: Alejandro Lerroux, en la Presidencia; Juan José Rocha, en Estado; Ramón Álvarez Valdés, en Justicia; Rafael Salazar Alonso, en Gobernación; Diego Hidalgo Durán, en Guerra; Leandro Pita Romero, en Marina; Manuel Marraco, en Hacienda; Salvador de Madariaga, en Instrucción Pública; José Estadella Arnó, en Trabajo; Rafael Guerra del Río, en Obras Públicas; Cirilo del Río, en Agricultura; Ricardo Samper, en Industria y Comercio, y José María Cid, en Comunicaciones.

Los ministros dimisionarios habían sido sustituidos por Rafael Salazar Alonso y Manuel Marraco. También cayó el ministro de Instrucción Pública, José Pareja Yébenes, que fue sustituido por Salvador de Madariaga, al que Lerroux, ansioso siempre de lustre intelectual, había tratado ya de incorporar a su efímero primer Gobierno y al que ofreció de nuevo la cartera, después de haberlo hecho infructuosamente con los doctores Marañón, Cardenal y Hernando. Muy significativa, en cualquier caso, era la incorporación de Salazar Alonso, una de las figuras destacadas del sector más conservador del radicalismo, aunque no se tratase de un recién llegado al partido, en el que venía militando desde veinte años antes, aunque solo contaba entonces con treinta y ocho. Su clara posición antimarxista atrajo el beneplácito de los medios más conservadores y, lógicamente, el recelo de los socialistas[22].

Al día siguiente de la resolución de la crisis, el líder radical recibió un apoteósico homenaje popular —orquestado por la vieja guardia de su partido— para conmemorar su septuagésimo aniversario. Excesivos años, quizá, para las energías que era necesario desplegar en la vida política española de aquel momento.

Signos de radicalización

SIGNOS DE RADICALIZACIÓN

Los socialistas, a través de Negrín, habían vuelto a reclamar la disolución de las Cortes durante las consultas presidenciales de la crisis recién disuelta, lo que parecía marcar una clara línea de fractura del consenso a la izquierda del Gobierno, cada vez más dependiente del apoyo de unas derechas que, con la excepción de los agrarios, seguían recalcitrantes al acatamiento de la República. El Partido Socialista experimentaba, desde el desenlace de las elecciones, una fuerte tensión entre los partidarios de la integración en el régimen, capitaneados por Besteiro, y quienes, siguiendo el liderazgo de Largo Caballero, declaraban agotada la República burguesa y optaban abiertamente por la vía revolucionaria. Las tensiones se trasladaron a las ejecutivas del PSOE y de la UGT, de las que fueron desplazados los elementos besteiristas desde comienzos de 1934. En los primeros días de febrero, Prieto hablaba en Madrid de ir hacia «la desaparición de la propiedad privada de la tierra» y de que el proletariado se hiciese cargo del poder[23].

También habían exigido ya la disolución de las Cortes Azaña y Miguel Maura, preocupados por la consolidación del nuevo régimen y por el peligro que corría en manos de la derecha. Los republicanos de izquierda, en todo caso, aparentaron asimilar la dura lección de las elecciones y el día 3 de abril llegaron a la constitución de Izquierda Republicana, en la que se agrupaban los seguidores de Azaña (Acción Republicana), Marcelino Domingo (radical-socialistas independientes) y Santiago Casares Quiroga (Partido Republicano Gallego), bajo la presidencia del expresidente del Consejo de Ministros. En su discurso de agradecimiento, Azaña habló del servicio a una «patria republicana española» y manifestó su repugnancia por la situación política del momento. Sus palabras eran la continuación de un discurso que había pronunciado dos meses antes (11 de febrero) en el cine Pardiñas, de Madrid, en el que había fijado su posición política después del fracaso electoral.

Mucho más encendidas fueron las palabras de Azaña, en ese mismo escenario, cuando el 16 de abril se dirigió a las juventudes republicanas para reclamar la vuelta al 14 de abril de 1931 —«a las siete de la tarde», precisaba—, en lo que suponía la ratificación de la idea de salvar la República mediante la reconstitución de «la fuerza explosiva de la revolución política del año 31»[24]. Pocos días más tarde, con un ánimo más sereno y ante un público más crítico y maduro, Azaña pronunciaría una conferencia[25] en la sociedad El Sitio, de Bilbao, en la que ofreció sus reflexiones sobre lo exigible a un político del momento y apuntó la posibilidad de una minoría que viera desmoronarse la democracia «que había querido fundar» y a la que no le quedara «más recurso que el hecho revolucionario para restituir en su ser la democracia primitiva». Resultaba tan sintomático como preocupante, en cualquier caso, que la palabra revolución empezara a proliferar en ámbitos muy dispares del espectro de la vida política española.

Muy agitado era también el clima en los sectores conservadores, en donde se registraba un fuerte incremento de las actividades de grupúsculos fascistas. Falange Española, con la protección de los monárquicos, aumentó su actividad propagandística y protagonizó frecuentes enfrentamientos con sectores juveniles de los partidos proletarios. También se deslizaban hacia actitudes fascistas las juventudes de la CEDA, que el 22 de abril protagonizaron un acto de afirmación patriótica en la Lonja de El Escorial. Allí se leyeron los principios programáticos de la organización, entre los que se contaba la idea de que «los jefes no se equivocan», una neta afirmación de «antiparlamentarismo», y la proclamación solemne de que, «ante todo, España, y sobre España, Dios». Los manifestantes fueron atacados al volver a Madrid, en donde se generó un clima de violencia que obligó a la intervención decidida del nuevo ministro de la Gobernación, Salazar Alonso.

Mientras tanto, los monárquicos, tanto alfonsinos como tradicionalistas, apostaban decididamente por la vía insurreccional y, a finales de marzo, establecieron los primeros contactos con Mussolini para recabar del Gobierno fascista ayuda militar con vistas al derrocamiento del régimen republicano, y así se lo prometió el Duce.

De hecho, el clima de radicalización política que se experimentaba en la calle tenía su correlato con el espíritu de revancha que predominaba en las Cortes, que se tradujo en una actividad parlamentaria de muy escaso relieve, a pesar de que el presidente de las Cortes, Santiago Alba, hubiese tratado, en los últimos días de febrero, de aumentar su protagonismo con la propuesta de un ambicioso programa legislativo. Las izquierdas no lo tomaron en consideración, mientras que las derechas reclamaron una absoluta prioridad para la amnistía, la ley de haberes del clero y la rectificación de la reforma agraria[26].

Fue precisamente la amnistía, aprobada por las Cortes el día 20 de abril, la que provocaría un nuevo colapso de la situación política. La ley aprobada había sufrido profundas modificaciones durante su tramitación, de forma que se extendía a muchas más personas que las inicialmente previstas y, lo que resultaba inaceptable para el presidente de la República, permitía la reincorporación al servicio de los militares participantes en la sublevación de Sanjurjo. La tramitación se había hecho con muy escasa dirección, ya que, en el curso de los debates, tuvo que dimitir el ministro de Justicia, Ramón Álvarez Valdés, y Salvador de Madariaga, que le sustituyó provisionalmente, adoptó la táctica de ampliar hacia la izquierda, como compensación, las ventajas que obtenían los diputados de derecha durante las sesiones parlamentarias[27]. Alcalá-Zamora, por su parte, no tenía dudas de que la amplitud de criterios de Lerroux en relación con la amnistía eran fruto de la inconsciencia del líder radical y, tal vez, el resultado de oscuros compromisos contraídos en el verano de 1932[28].

De ahí que el presidente de la República, que ya había advertido al Gobierno anterior de su oposición a una medida de gracia que hiciera posible la reincorporación a sus destinos de los sublevados en agosto de 1932, se resistiese a promulgar el texto, pero, ante la negativa unánime de los ministros a refrendar la devolución del texto a las Cortes, tuvo que ceder, aunque hiciera llegar a las Cortes una larga nota en la que mostraba sus reparos a la ley aprobada. El Gobierno entendió que el presidente les había retirado su confianza y Lerroux presentó la dimisión del Gobierno el día 25 de abril.

La crisis marcó un punto de total enfrentamiento entre Alcalá-Zamora y Gil-Robles, y este ofreció a Lerroux los votos de la CEDA para hacer triunfar un voto de censura que hubiese implicado la destitución del presidente de la República, posibilidad que también manejaron los miembros de la minoría parlamentaria radical[29]. Aparte de que la maniobra parlamentaria distaba de tener el éxito asegurado, Lerroux actuó con un sentido político conservador y descartó la oferta que se le hacía. «Lo más anticonservador de todo —escribiría años más tarde a Cándido Casanueva, que fue quien le trasladó la oferta de Gil-Robles[30]— es la iconoclastia, la destrucción de las jerarquías». Para afirmar poco después: «Yo me alegro infinito de no haberle dado a Azaña patrón y modelo». Gil-Robles, por su parte, ha dejado escrito en sus memorias: «Se perdió, sin embargo, una excelente oportunidad de eliminar a uno de los elementos más perturbadores de la política española». Alcalá-Zamora tuvo noticia de lo que se había intentado y no parece que dejara caer en el olvido aquellos hechos.

Un largo Gobierno de transición

UN LARGO GOBIERNO DE TRANSICIÓN

El día 27 de abril, Alcalá-Zamora encargó la formación de un nuevo Gobierno a Ricardo Samper. Era este un viejo radical valenciano, seguidor de Blasco Ibáñez, que había sido alcalde de Valencia en los años de la Monarquía y diputado en las Cortes republicanas desde 1931. Había figurado en todos los gobiernos de Lerroux y, según Pla[31], había atraído desde muy pronto la atención de Alcalá-Zamora, que se ha limitado a decir que era el «ministro radical de cuyas condiciones tenía mejor idea»[32]. Gil-Robles ha censurado su falta de energía[33], sugiriendo que eso era precisamente lo que buscaba Alcalá-Zamora, mientras que las explicaciones posteriores de Lerroux[34], apelando al bien supremo de la República para explicar su autorización a las gestiones de Samper, distan mucho de ser convincentes y, desde luego, encontraron fuerte resistencia en su propio partido y en sus valedores de la CEDA. Tal vez la mejor pista para explicarse el desenlace de la crisis se halle en las memorias de Martínez Barrio, que sugiere la situación de debilidad en la que había quedado Lerroux al aprobar una ley que contradecía la posición de Alcalá-Zamora, con quien el Gobierno se había solidarizado tan solo unos meses antes. De esa manera, quedaba al nuevo Gobierno la incómoda tarea de poner en práctica una ley de amnistía que repugnaba a amplios sectores del mundo republicano.

El Gobierno de Samper, hecho público el día 28, estaba compuesto de la siguiente manera: Presidencia, Ricardo Samper; Estado, Leandro Pita Romero; Justicia, Vicente Cantos Figuerola; Guerra, Diego Hidalgo Durán; Marina, Juan José Rocha; Hacienda, Manuel Marraco; Gobernación, Rafael Salazar Alonso; Obras Públicas, Rafael Guerra del Río; Agricultura, Cirilo del Río; Industria y Comercio, Vicente Iranzo; Trabajo, Sanidad y Previsión Social, José Estadella; Instrucción Pública, Filiberto Villalobos; Comunicaciones, José María Cid.

Representaba una acusada continuidad respecto al anterior, del que solo desaparecían Lerroux y Madariaga. Tampoco ofrecía ninguna novedad en su perfil político, ya que el liberal-demócrata Villalobos tomaba el relevo del anteriormente dimitido Álvarez Valdés, mientras que Cantos era un viejo radical castellonense y Vicente Iranzo aparecía clasificado como independiente. La continuidad de Salazar Alonso en Gobernación parece que fue la única condición que impuso Lerroux al autorizar a Samper para aceptar el encargo de formar el equipo ministerial. En la presentación del nuevo Gobierno, a comienzos de mayo, Azaña adoptó la postura de salir en defensa de Alcalá-Zamora, para justificar su comportamiento durante el desarrollo de la crisis precedente, y condenó lo que consideraba un secuestro de la prerrogativa presidencial. Gil-Robles, por su parte, intensificó su implicación con el régimen, haciendo afirmaciones expresas de acatamiento al poder republicano.

La frágil base parlamentaria del nuevo Gobierno se debilitaría aún un poco más, dos semanas después de constituirse, con la separación (16 de mayo) de Martínez Barrio del Partido Radical. Le seguirían una veintena de diputados, que pasaron a formar el grupo parlamentario radical-demócrata, y un pequeño grupo de altos cargos y gobernadores civiles, germen de un Partido Radical Demócrata que empezó a moverse pronto en los ámbitos de la izquierda republicana. A mediados de junio, en un mitin celebrado en el teatro Victoria, de Madrid, Martínez Barrio explicó detalladamente los motivos que le habían llevado a la disidencia, exigió la sustitución del Gobierno Samper por otro netamente republicano y pidió que la Acción Popular de Gil-Robles aclarase definitivamente su posición respecto de la República.

La recién aprobada Ley de Amnistía, mientras tanto, empezaba a manifestar sus efectos con la presencia en el Congreso de los Diputados, a comienzos de mayo, del exministro José Calvo Sotelo, el anuncio de la pronta llegada del conde de Guadalhorce, otro significado exministro primorriverista, y la excarcelación del golpista Sanjurjo, que se trasladó a vivir en Portugal. El día 20 de aquel mismo mes de mayo se celebró un homenaje a Calvo Sotelo y Yanguas Messía, también vuelto del exilio francés, que significó el primer paso hacia la constitución, meses después, de la coalición de monárquicos que se denominó Frente Nacional.

Porque no eran solo los individuos. También las fuerzas políticas antirrepublicanas se movilizaban. Monárquicos alfonsinos y tradicionalistas habían acudido a finales de marzo a Roma para recabar, y obtener, de Mussolini la promesa de una ayuda militar para derribar al régimen español y, desde primeros de mayo, era patente la opción de los carlistas por el insurreccionalismo, resultado del nombramiento de Manuel Fal Conde como secretario general de la Comunión Tradicionalista. El pretendiente Alfonso Carlos de Borbón ordenó la ruptura de los lazos de entendimiento con los monárquicos alfonsinos y Fal Conde puso todas sus energías en la reorganización del Requeté, con el ánimo de convertirlo en instrumento de una nueva sublevación militar. Los monárquicos alfonsinos, por su parte, preferían torpedear a Gil-Robles y a su deliberada ambigüedad en la cuestión de la forma de organización del Estado. A comienzos de junio filtraron la noticia de una entrevista de Alfonso XIII con José María Valiente, presidente de las Juventudes de Acción Popular. La rápida dimisión de este no impediría que se alimentase la duda sobre la sinceridad republicana de la CEDA. Las denuncias de una posible involución fascista estaban a flor de piel.

En un clima de notable inestabilidad política y de constantes rumores alarmistas sobre la estabilidad del régimen y la seguridad personal de sus más destacadas figuras, las izquierdas empezaron a dar signos de que intentaban recuperar la unidad de acción que les había faltado desde antes de las elecciones. Alcalá-Zamora ha relatado[35] que, a comienzos de julio, recibió una visita de Martínez Barrio en la que este le trasladaba el deseo amenazante de las izquierdas republicanas y de los socialistas para recuperar el poder. Martínez Barrio, por su parte, ha quitado dramatismo a esta entrevista y la ha situado[36] en el contexto de las conversaciones que, durante ese verano, mantuvo con Azaña, Miguel Maura, Marcelino Domingo y Felipe Sánchez Román, orientadas a la consecución de una línea de entendimiento entre los republicanos de izquierda. Fueron unas negociaciones muy difíciles de las que se terminaría descolgando Miguel Maura a finales de aquel mismo mes de julio. Pero las gestiones para la reorganización de las izquierdas siguieron avanzando y, a finales de septiembre de 1934, los seguidores de Martínez Barrio llegaron a un acuerdo con la izquierda radical-socialista de Botella, y los radicales socialistas de Gordón Ordás, para formar el partido de Unión Republicana, una agrupación relativamente moderada dentro del espectro político de la izquierda.

Un verano problemático

UN VERANO PROBLEMÁTICO

El Gobierno Samper pretendió ofrecer una imagen de energía, especialmente a través de la figura de su joven ministro de la Gobernación, Rafael Salazar Alonso[37], y la verdad es que no faltaron problemas sociales y políticos a ese Gobierno que se consideraba de transición. Uno de los primeros fue la huelga de campesinos, convocada por la Federación Nacional de Trabajadores de la Tierra, perteneciente a la UGT, para el día 5 de junio. El ministro de la Gobernación la consideró ilegal, después de declarar «de interés nacional» la recolección de una cosecha que se prometía excepcional, y, aunque no consiguiera «declarar el estado de guerra», como pretendía, sí consiguió desactivar a los huelguistas a través de detenciones masivas y de la suspensión de ayuntamientos socialistas. Este fracaso de junio debilitaría sensiblemente al conjunto del movimiento obrero en un momento en el que ya estaban en marcha planes de subversión política de más largo alcance.

También tuvo un notable impacto el enfrentamiento con el Gobierno catalán a propósito de una Ley de Contratos de Cultivos que el Gobierno denunció ante el Tribunal de Garantías Constitucionales, que dictaminó, por los mismos días en que se desarrollaba la huelga de campesinos, la incompetencia del Parlamento catalán para legislar en estas materias. El Parlamento catalán, en abierto rechazo de la sentencia, volvió a aprobar íntegramente la ley, y el Gobierno, que no tenía la plena seguridad de sacar adelante en las Cortes un proyecto de ley para establecer la nulidad del acuerdo y gobernar por decreto en estas materias[38], tuvo que optar por unas negociaciones que dieron escasos frutos y que avivaron las tensiones en el mes de septiembre.

Tampoco le faltaron problemas al Gobierno en el País Vasco, donde las exigencias de los nacionalistas para conseguir un amplio Estatuto de autonomía chocaron con la voluntad de la mayoría parlamentaria para frenar los desarrollos autonómicos dentro del Estado. Al plantearse el conflicto catalán en el Parlamento, el Partido Nacionalista Vasco secundó a la Esquerra y retiró a sus diputados. Y, durante aquel verano de 1934, se produjeron tensiones entre las diputaciones vascas y el Ministerio de Hacienda que desembocaron, a comienzos de septiembre, en una Asamblea de Ayuntamientos Vascos en la que la presencia de Indalecio Prieto era un claro síntoma del acercamiento entre socialistas y nacionalistas vascos.

A finales de aquel verano era patente el agotamiento de la fórmula ministerial presidida por Samper, y tanto la CEDA como los radicales manifestaron, a la vuelta de las vacaciones parlamentarias, su decisión de ir a un nuevo Gobierno más acorde con la composición del Parlamento. El designio era claro en Gil-Robles, que reclamó ya la entrada en el Gobierno durante un acto de las Juventudes de Acción Popular celebrado en Covadonga (9 de septiembre), y, aunque Lerroux expresó alguna reticencia[39], los elementos más conservadores de su partido le inclinaron hacia la alianza gubernamental con la CEDA. En una reunión celebrada por la minoría parlamentaria radical a finales de septiembre[40], Eloy Vaquero, uno de los supuestos adversarios de la incorporación de la CEDA, habló abiertamente a favor de esa posibilidad. Una semana más tarde, Vaquero sería el ministro de la Gobernación del nuevo Gobierno.

Un discurso de Alcalá-Zamora en Valladolid, el 23 de aquel mes de septiembre, pareció ofrecer la ocasión para que el presidente de la República recabase de todos los partidos políticos el respeto a las normas democráticas y al orden constitucional, pero las felicitaciones del momento no aseguraban el margen de tolerancia que era imprescindible para abordar la batalla política que se avecinaba.

Las izquierdas, mientras tanto, maduraban su decisión de enfrentarse a la presencia de los cedistas en el Gobierno y, curiosamente, fueron dos entierros los que proporcionaron la ocasión para contactos políticos en los que se abordaron las actitudes de republicanos de izquierda y socialistas de cara a lo que parecía inevitable acceso de la CEDA al poder. En el de Manuel Andrés, exdirector general de Seguridad que había sido asesinado en San Sebastián a mediados de septiembre, coincidieron Indalecio Prieto, Azaña y Casares Quiroga. Más importante, y también más cercana a los acontecimientos que se preparaban, fue la visita a Barcelona, a finales de septiembre, de diversos políticos madrileños para asistir al entierro del exministro Jaume Carner. Azaña habló allí con Largo Caballero, que se mostró despectivo hacia la idea de recobrar la República y comprendió lo maduro del proyecto revolucionario socialista a través de un comentario que hizo Fernando de los Ríos sobre la irrelevancia de los republicanos en los preparativos revolucionarios, lo que irritó profundamente a Azaña[41]. Prieto asistió a estas conversaciones con un silencio que sugiere que, por muy escéptico que fuera sobre el éxito del movimiento revolucionario, lo veía irremediable. Ni que decir tiene que esos días fueron también ocasión de prolongados contactos con los líderes del nacionalismo catalán.

El día primero de octubre, con la terminación de las vacaciones parlamentarias, se produjo la esperada crisis de Gobierno después de que la CEDA retirara su confianza al presidido por Samper. En las consultas presidenciales, iniciadas al día siguiente, se contrapusieron las demandas de un Gobierno fuerte, que representase a la mayoría parlamentaria, y las de quienes seguían insistiendo en la disolución de las Cortes y la convocatoria de unas nuevas elecciones. Alcalá-Zamora, pese a que no ocultó sus reticencias a la entrada de la CEDA, y pretendió minimizarla en cuanto al número de ministros, no tuvo más remedio que aceptar las exigencias de Gil-Robles y encargó a Lerroux la formación de un nuevo equipo ministerial que reflejase adecuadamente la composición de la Cámara.

El 4 de octubre, Alejandro Lerroux formaba un Gobierno al que se incorporaban, por primera vez, tres ministros de la CEDA, que habían sido elegidos cuidadosamente entre los de trayectoria más cercana a las posiciones republicanas. El nuevo Gobierno estuvo formado por Alejandro Lerroux, en la Presidencia; Ricardo Samper, en Estado; Rafael Aizpún Santafé, en Justicia; Eloy Vaquero Cantillo, en Gobernación; Diego Hidalgo Durán, en Guerra; Juan José Rocha, en Marina; Manuel Marraco, en Hacienda; Filiberto Villalobos, en Instrucción Pública; José Oriol Anguera de Sojo, en Trabajo, Sanidad y Previsión Social; José María Cid, en Obras Públicas; Manuel Giménez Fernández, en Agricultura; Andrés Orozco Batista, en Industria y Comercio; César Jalón, en Comunicaciones, y José Martínez de Velasco y Leandro Pita Romero, como ministros sin cartera.

Llamaba también la atención la desaparición de Rafael Guerra del Río, un clásico del ala izquierda del radicalismo, y la de Rafael Salazar Alonso, sorpresa de la que participó el propio interesado, que achacó su eliminación al presidente de la República[42]. Esta es una especie que alimentó el propio Lerroux al señalar que sacrificó al ministro de Gobernación para satisfacer a Alcalá-Zamora y hacerle más llevadera la incorporación de los ministros cedistas[43].

Los agrarios incrementaban su presencia en el Gobierno (Martínez de Velasco y Cid) y se mantenía una solitaria representación de los liberal-demócratas melquiadistas en la persona de Filiberto Villalobos. Leandro Pita Romero, independiente, pasó a ser ministro sin cartera. En el amplio grupo de ministros radicales, la presencia de Samper pretendía sugerir una imagen de continuidad del Gobierno y coherencia del partido, mientras que las otras caras nuevas carecían de un especial relieve político. La constitución de este Gobierno significó la puesta en marcha del bloque gubernamental, una fórmula de coalición de cuatro partidos —CEDA, radicales, agrarios y liberal-demócratas melquiadistas— que fue, durante meses, la receta gubernamental que mejor parecía responder a la alineación de fuerzas parlamentarias. En los aledaños de ese sistema de partidos, pero perfectamente integrables para otras soluciones ministeriales, quedaban algunos republicanos conservadores y los nacionalistas moderados de la Lliga.

La revolución de octubre

LA REVOLUCIÓN DE OCTUBRE

La formación del nuevo Gobierno provoca la inmediata puesta en marcha, por medio de los acuerdos sincronizados de las ejecutivas de la UGT y del PSOE, de una huelga general que trató de paralizar la vida en las grandes ciudades, aunque tuvo un seguimiento muy desigual como consecuencia de una organización muy deficiente. Aunque había un comité de huelga que había coordinado los preparativos, no se firmó ningún manifiesto y se trató de presentar la huelga como un movimiento popular espontáneo. Sin embargo, las acciones por sorpresa que se preparaban en Madrid, con el apoyo de algunos oficiales, no prosperaron por la detención preventiva de muchos socialistas implicados y por la inhibición de quienes tenían que dirigirlos.

La única excepción significativa se dio en Asturias, donde la Alianza de las fuerzas obreras, especialmente de los mineros, era muy fuerte y en donde, el mismo día 5, la insurrección armada de estos provocó la declaración del estado de guerra. Los partidos de izquierda, por su parte, manifestaron también su hostilidad al nuevo Gobierno en notas de graduada agresividad, pero con un vocabulario muy similar, que coincidían en la idea de la ruptura de la solidaridad con las instituciones del régimen, que consideraban que habían sido entregadas a los enemigos de la República. Hubo duros combates en el País Vasco y se produjeron muertes en algunos pueblos de Aragón y Andalucía, principalmente, pero el movimiento careció de articulación y eficacia y, con la dramática excepción de Asturias, el país podía considerarse controlado por las fuerzas de orden público, apoyadas por el Ejército, a los pocos días de iniciada la huelga. Los dirigentes nacionales del comité de huelga habían quedado pronto neutralizados por los propios fallos de organización del movimiento y, en su mayoría, fueron detenidos[44] junto con otros significados dirigentes de la UGT y el PSOE.

La intervención del presidente de la Generalitat de Cataluña, Companys, que en la tarde del día 6 proclamó el Estado Catalán en la República Federal Española y se solidarizó con los dirigentes de la protesta, a los que invitó a establecer en Cataluña el Gobierno provisional de la República, fue respondida inmediatamente por el Gobierno con la extensión del «estado de guerra» a toda España y la difusión de una proclama de Lerroux, difundida por la radio, en la que daba seguridad de la decisión del Gobierno de aplicar la ley marcial y pedía el apoyo de los ciudadanos para restablecer «la unidad moral y política».

La situación más preocupante para el Gobierno era, en cualquier caso, la de Asturias, y decidió enviar allí tropas estacionadas en África bajo el mando del general López Ochoa, mientras que, en Madrid, el ministro de la Guerra, Diego Hidalgo, se valía del asesoramiento del general Franco, temporalmente en la capital, y al que había decidido retener a su lado —escribiría un par de meses después de esos hechos— «por su valía, por su pericia militar y por su lealtad al régimen»[45]. En la práctica, Franco se convirtió durante aquellos días en la figura clave del Ministerio de la Guerra.

La firme actuación del general Batet, jefe de la IV División en Barcelona, hizo posible que a las seis de la mañana del día 7 el presidente Companys tuviese que solicitar el cese de las hostilidades y se entregara a las tropas de Batet, asumiendo toda la responsabilidad por lo ocurrido. La falta de apoyo popular había resultado decisiva en el rápido fracaso del intento revolucionario de la Generalitat para alterar la forma de organización del Estado. Azaña estaba en Barcelona aquellos días, aunque no tuvo ninguna relación operativa con aquellos hechos, lo que no impidió que fuera encarcelado poco después y trasladado a un barco de guerra.

Resuelto el problema catalán, la atención del Gobierno se centró en Asturias, donde la revolución estaba provocando una situación de violencia inusitada. La Alianza Obrera era dueña de la cuenca minera, había establecido su capital en Mieres y presionaba duramente para controlar Oviedo. Los combates se prolongaron hasta el día 11, cuando los dirigentes revolucionarios, conscientes de que las tropas que el Gobierno había traído de África confluían sobre Oviedo, decidieron ceder en su ataque, aunque todavía hubiera algunos intentos desesperados de sostener la revolución. El día 12, el general López Ochoa controlaba casi completamente Oviedo, con la ayuda de las tropas llegadas de África, que dirigía el coronel Yagüe, aunque la resistencia de los revolucionarios continuaría durante casi una semana en la cuenca minera. Finalmente, el general López Ochoa y el dirigente minero Belarmino Tomás llegaron a un acuerdo sobre el cese de las hostilidades. El saldo de muertos superaba el millar y las destrucciones materiales, especialmente en Oviedo, eran gravísimas. Teodomiro Menéndez, uno de los dirigentes de la revuelta asturiana, quedó detenido y Ramón González Peña se entregaría a principios de diciembre.

Largo Caballero había sido detenido en Madrid, mientras que Indalecio Prieto escapó a Francia. Diez años más tarde, con la amarga experiencia de los acontecimientos posteriores, Prieto se reconocía culpable por su participación en aquel movimiento revolucionario, pero en aquellos momentos predominaba en las filas del socialismo la actitud de glorificar el movimiento y compararlo con la Commune parisina de 1871.

La gravedad de los acontecimientos revolucionarios había forzado, el día 9, a la suspensión de las sesiones de Cortes después de la aprobación de una moción de apoyo al Gobierno, encabezada por Gil-Robles. Pero ese respaldo generalizado al Gobierno comenzó a cuartearse muy pronto, especialmente como consecuencia de la discusión sobre los indultos, que se planteó a mediados de aquel mismo mes de octubre, cuando se conocieron las penas de muerte para los militares que habían colaborado en la sublevación del Gobierno de la Generalitat contra el ordenamiento constitucional establecido. Los más significados, entre los condenados, eran el comandante Enrique Pérez Farrás, jefe de los mozos de escuadra de la Generalitat; el teniente coronel Juan Ricart, jefe de los Guardias de Asalto que se había puesto a las órdenes de Companys, y el capitán Federico Escofet, que estuvo a las órdenes de Pérez Farrás. Los tribunales militares que juzgaban los acontecimientos asturianos añadieron una docena al número de los sentenciados a muerte y la cifra no dejaría de acrecentarse en las semanas siguientes.

El presidente de la República dio a la publicidad una nota en la que, con la posible intención de presionar al Gobierno, acusaba recibo de miles de mensajes con la solicitud de que se indultase a los condenados. Alcalá-Zamora había establecido un forzado paralelo entre la reciente sublevación de octubre y la de Sanjurjo, de dos años antes, y no estaba dispuesto a que se castigase a unos mientras que Sanjurjo y sus colaboradores acababan de beneficiarse con la reciente ley de amnistía.

Los indultos y la suspensión del régimen autonómco en Cataluña

LOS INDULTOS Y LA SUSPENSIÓN DEL RÉGIMEN AUTONÓMICO EN CATALUÑA

La cuestión de los indultos se discutió en el Consejo de Ministros que se celebró el día 18 de octubre, bajo la presidencia de un Alcalá-Zamora firmemente decidido a imponer al Gobierno su parecer, claramente proclive al indulto. «Yo estaba resuelto en defensa de la patria y de su porvenir a que no se derramara sangre catalana por delito político y dureza del poder central»[46]. Consideraciones tácticas, además, aconsejaban al presidente a no aumentar la nómina del martirologio catalán, al margen de que no abundaban, entre los ministros, los deseosos de aparecer como partidarios de mantener condenas de muerte a toda costa.

El artículo 102 de la Constitución, que rechazaba los indultos generales, preveía la posibilidad, «en los delitos de extrema gravedad», del indulto individual hecho por el presidente de la República «previo informe del Tribunal Supremo y a propuesta del Gobierno responsable». Alcalá-Zamora mantuvo que el informe del Tribunal Supremo tenía que ser, en todo caso, previo a cualquier propuesta del Gobierno, en contra de la opinión de Lerroux, apoyado por los ministros de la CEDA, que entendía que bastaba que el Gobierno se diera por enterado de la sentencia para que esta se ejecutase. La postura de Alcalá-Zamora, que entendía fundamentada en un caso excepcional de «trascendencia histórica y supremo interés nacional», se impuso en la deliberación del Consejo de Ministros y tuvo como consecuencia la remisión de las sentencias al Tribunal Supremo para que este determinase la pertinencia de los indultos. Se abrió así la puerta para el indulto de todos los militares condenados por el delito de rebelión militar en Barcelona y, en lógica derivación, el de la casi totalidad de los que fueran condenados durante los meses siguientes por los sucesos de Asturias y de otras localidades. Incluido el caudillo de la revolución asturiana, Ramón González Peña, que sería detenido en los primeros días de diciembre.

Algunos ministros se inclinaban por la dureza, e incluso los ministros de la CEDA amenazaron con la dimisión, pero la remota posibilidad de una crisis de Gobierno, en la que el presidente de la República entregara el poder a las izquierdas, aconsejó a Gil-Robles a plegarse a las posiciones que sostenía Alcalá-Zamora y la decisión de proponer el indulto, con muy escasa oposición, se hizo pública a comienzos de noviembre. Goicoechea sugeriría en las Cortes que la militancia masónica de algunos ministros pudo influir en la decisión tomada, y Juan Simeón Vidarte ha aludido con cierto detalle a las gestiones realizadas en ese sentido desde los medios masónicos[47].

Sorprendentemente, esta decisión no impidió que se extendiera, incluso fuera de España, la protesta por lo que se consideraba violencia represiva del Gobierno. Asuntos como el del periodista Luis de Sirval (Luis Higón), asesinado por unos oficiales de la Legión, que lo sacaron de la celda en la que estaba detenido, se acumularon en una campaña de propaganda en la que ganaban protagonismo los comunistas, pero que descansaba sobre una política represiva que no podía sino enconar los espíritus y hacer aún más difícil la recuperación de un clima de convivencia. El diputado socialista francés Vincent Auriol, futuro presidente de la República Francesa, acudió a España a comienzos de noviembre para interesarse por los detenidos, lo mismo que hizo una comisión laborista británica, presidida por el conde Listowell, miembro de la Cámara de los Lores. La visita de estos al presidente de las Cortes, Santiago Alba, provocaría una tensa reunión en la que el político español rechazó la pretensión inquisidora de los británicos. Una tarea similar, en todo caso, la realizarían los diputados socialistas Negrín y De los Ríos, que acudieron a Oviedo a finales de diciembre para entrevistarse con Teodomiro Menéndez, al que creían moribundo. De los Ríos continuaría su viaje hasta Astorga y, vuelto a Madrid, presentó una denuncia ante el fiscal general de la República.

La discusión de todos estos asuntos en las Cortes marcó el inicio de una fuerte ofensiva de las derechas antirrepublicanas, dirigidas por Calvo Sotelo, que tuvo como objetivo al Gobierno Samper, al que se culpaba de imprevisión durante los preparativos revolucionarios, y provocó la salida del Gobierno de este, así como la del ministro de la Guerra, Diego Hidalgo (16 de noviembre). La crisis parcial se resolvió dentro del Gabinete, ya que Rocha pasó a ser ministro de Estado, sin dejar de serlo de Marina, y Lerroux consiguió por fin lo que ya había intentado en ocasiones anteriores: simultanear la presidencia del Consejo con el Ministerio de la Guerra, como ya había hecho Azaña en los años iniciales del régimen. En los últimos días de aquel año dimitiría también el ministro de Instrucción Pública, Filiberto Villalobos, como consecuencia de las críticas que, desde la CEDA, se habían hecho a su gestión ministerial, y a primeros de enero de 1935 se retirarían del Gobierno José Martínez de Velasco y Leandro Pita Romero, en lo que tenía un indudable sentido de debilitación de la base republicana del ejecutivo y, a la vez, de acrecentamiento del papel tutelar de la CEDA sobre la situación política. La incorporación, unos días más tarde, del radical Gerardo Abad Conde como ministro de Marina, no alteraría esta situación.

Cuando se iniciaba el último mes del año 1934 el balance político del Gobierno parecía muy escaso y, por el contrario, el desenlace de la revolución de octubre le había enajenado demasiadas simpatías, tanto de las derechas como de las izquierdas. La tarea de gobierno apenas ofrecía otros elementos estimulantes que las iniciativas avanzadas del ministro Giménez Fernández en relación con la política agraria. Esta tarea ministerial, sin embargo, tenía soliviantados a muchos propietarios que consideraban que, a pesar de apoyarse en documentos pontificios, las medidas del político sevillano iban mucho más allá de lo que consideraban conveniente los sectores conservadores.

Estas mismas reticencias alentaban a las derechas monárquicas en su actitud de descalificación de la política de la CEDA y llevaron a la constitución, a primeros de diciembre de 1934, de un Bloque Nacional, inspirado por Pedro Sainz Rodríguez y dirigido por Calvo Sotelo, que trataba de agrupar a los partidos que rechazaban la República. El manifiesto, que no se divulgó a causa de la censura, hablaba de «reformar el Estado y la sociedad» sobre la idea de la unidad de España y el rechazo del Estado vigente, aunque, a pesar de reconocer que la mayoría de los firmantes eran monárquicos, no planteaban por el momento «el problema de la forma de gobierno»[48]. El manifiesto llevaba más de cien firmas, entre las que, aparte de los ya citados, destacaban las de Goicoechea, el conde de Rodezno, Víctor Pradera y Ramiro de Maeztu.

Tampoco era menor el nivel de excitación en las izquierdas, que salieron fortalecidas con la política de lenidad del Gobierno y tomaron el fracaso revolucionario como un simple jalón en su programa de recuperación del poder. Aunque las Cortes aprobaron, a finales de noviembre, el suplicatorio para que fuera procesado Azaña, resultaba claro que este no había tenido nada que ver con la organización ni con la dirección del movimiento revolucionario y, a finales de diciembre, fue puesto en libertad. Pocos días antes de que eso sucediera, en una carta dirigida a Indalecio Prieto, refugiado en París, Azaña dejaba clara constancia del clima de euforia que empezaba a ganar a las izquierdas españolas: «Recibo cientos y cientos de cartas, en las que domina la misma nota: ahora más que nunca…»[49]. Fruto de ese clima fue una reunión que los republicanos de izquierda celebraron el último día del año 1934 en la redacción del diario madrileño La Libertad, y a la que acudieron Albornoz, Martínez Barrio, Barcia, Gordón Ordás, Botella Asensi y Franchy Roca. El primero de ellos abogó por la alianza de los partidos republicanos con las organizaciones proletarias en lo que podría considerarse una propuesta seminal del futuro Frente Popular.

La factura política más considerable de aquellos sucesos la pagó Cataluña, que, desde que se sofocó el movimiento revolucionario, estuvo sometida a la autoridad militar y vio cómo, a finales de noviembre, se suspendía en sus funciones al Parlamento catalán, a la vez que se iniciaba un acalorado debate en el Parlamento de Madrid, avivado por las derechas monárquicas, sobre la conveniencia de derogar definitivamente el Estatuto de autonomía. A finales de diciembre de 1934, Manuel Portela Valladares, efímero ministro liberal en el último Gobierno constitucional de la Monarquía, fue nombrado gobernador general de Cataluña, en sustitución del Gobierno de la Generalitat, y el 2 de enero de 1935 se aprobaba una ley que suspendía indefinidamente el Estatuto de autonomía, a la vez que se reintegraban a la Administración del Estado muchas de las competencias que habían sido previamente delegadas.

La reforma constitucional y el reagrupamiento de las izquierdas

LA REFORMA CONSTITUCIONAL Y EL REAGRUPAMIENTO DE LAS IZQUIERDAS

Pero el tema que pasaría a primer plano desde comienzos de 1935 sería el de la reforma constitucional. Una serie de Consejos de ministros se dedicaron a considerar cómo habría que hacerla, ya que a finales de ese año se cumpliría el plazo de cuatro años que fijaba la propia Constitución (art. 125) para realizar una revisión que no exigiera una mayoría cualificada de «las dos terceras partes de los diputados en el ejercicio del cargo». En todo caso, el texto constitucional preveía que cualquier propuesta de revisión tendría que señalar «el artículo o artículos que [habrían] de suprimirse, reformarse o adicionarse», y esa era una tarea a la que había venido dedicándose Alcalá-Zamora, desde que la aprobación de los artículos relativos a las confesiones religiosas le habían obligado a abandonar la Jefatura del Estado en octubre de 1931[50]. «La idea principal suya —escribía Azaña a Prieto a mediados de ese mes de enero— se reduce a revisar la Constitución, como anunció en su último discurso en las Cortes, y en la carta de dimisión del cargo de presidente del Consejo, que yo conservo en su original».

De acuerdo con las propuestas del presidente de la República, se consideró la conveniencia de revisar los estatutos de autonomía, las relaciones con la Iglesia católica, la unicameralidad, las condiciones de la iniciativa legal, los poderes presidenciales y algunos otros asuntos. El ministro Dualde fue encargado de articular un proyecto de revisión, pero la misma dificultad de la tarea, unida al hecho de que la aprobación de la ley de reforma constitucional implicaba la inmediata disolución del Parlamento que la aprobase —con el riesgo que eso entrañaba para la coalición en el poder—, hizo que los trabajos progresaran muy lentamente y que, finalmente, la propuesta se viera desbordada por los acontecimientos políticos del otoño de aquel año.

En el ámbito de los partidos de izquierda mientras tanto, continuaban los avances hacia un entendimiento electoral. Manuel Azaña, que había obtenido el respaldo de su partido para buscar un entendimiento con otros partidos republicanos, entendía que el acuerdo debía extenderse hacia los socialistas y, para eso, buscaba el concurso de Indalecio Prieto, que era el más afín a esa idea en un partido entonces controlado por Largo Caballero, empeñado todavía en lograr un entendimiento con las organizaciones obreras, previa al entendimiento con los republicanos.

La idea de un entendimiento con los partidos republicanos tenía la más favorable acogida en la Unión Republicana de Martínez Barrio, como ya se encargó de manifestar este en un discurso que pronunció en Sevilla, en los primeros días del nuevo año, así como en el Partido Nacional Republicano, que lideraba Felipe Sánchez Román. Pero la clave seguía estando en la extensión de ese acuerdo de los republicanos hasta el socialismo, como se encargaría de manifestar Azaña en la carta a Prieto antes aludida[51]: «No creo ser indiscreto diciéndole a usted que una gran parte del porvenir depende de ustedes los socialistas, y de las organizaciones obreras, y de que acertemos a combinar una táctica que nos permita esperar la formación de una fuerza política tan poderosa como para ganar la primera batalla que se nos presente».

La reapertura de las Cortes, el 23 de enero, sirvió para reactivar la cuestión de los indultos, especialmente a raíz de la condena a muerte, a mediados de febrero, del máximo dirigente del movimiento revolucionario asturiano, Ramón González Peña. La situación sirvió, en el Parlamento, para reactivar la cuestión de la infiltración de la masonería en el Ejército, mientras que la campaña en pro de los indultos concitó en la calle el apoyo de figuras destacadas del mundo cultural. Personajes ajenos a la actuación política, como Azorín, Valle-Inclán y Del Río Hortega, pusieron su firma en escritos dirigidos al presidente de la República, y parecía fuera de toda duda que Ramón González Peña sería también indultado, como efectivamente ocurrió. La misma reaparición de Azaña en el Parlamento, con un discurso que pronunció el día 20 de marzo sobre su pretendida responsabilidad en la preparación de los sucesos revolucionarios, sirvió para restaurarle en la plaza de líder de las izquierdas españolas y significó el pistoletazo de salida para una campaña propagandística que le llevaría a protagonizar grandes reuniones de masas en los meses siguientes[52].

Se había planteado ya abiertamente la cuestión de una amplia coalición electoral en el seno del Partido Socialista y, a requerimiento, posiblemente inducido, de Juan Simeón Vidarte, Indalecio Prieto escribió a la comisión ejecutiva del PSOE una larga carta[53] en la que se manifestaba inequívocamente por una gran coalición electoral que englobase desde los republicanos de izquierda hasta las organizaciones obreras, a la vez que rechazaba abiertamente, contra lo que pretendían los caballeristas, limitar la alianza a las organizaciones obreras, porque significaría entregar de nuevo el poder a una «mayoría derechista». La carta de Prieto, que se cerraba con la denuncia de los excesos verbales de algunos elementos de las Juventudes Socialistas, proclives a la bolchevización del partido, dejaba patente el enfrentamiento de Prieto con Largo Caballero, que se prolongaría durante mucho tiempo.

La votación, en el Consejo de Ministros celebrado el día 29 de marzo, favorable al indulto de González Peña, Teodomiro Menéndez y otros condenados a muerte, por más que sabida[54], no dejó de tener las consecuencias políticas previstas, y los ministros de la CEDA —que habían votado contra los indultos, junto con el agrario Cid y el melquiadista Dualde— presentaron su dimisión al jefe del Gobierno, y este presentó la del Gobierno a Alcalá-Zamora en el mismo día.

Un Gobierno efímero

UN GOBIERNO EFÍMERO

Las consultas presidenciales, en las que los partidos componentes del anterior Gobierno propusieron el mantenimiento de la fórmula, mientras que las izquierdas republicanas y los socialistas volvían a pedir la disolución de las Cortes y gobiernos de concentración republicana, dieron paso a sucesivos encargos de formación del Gobierno a Lerroux y Martínez de Velasco, que se estrellaron con la exigencia de la CEDA de contar en el nuevo Gobierno con una presencia proporcional a su fuerza parlamentaria que incluyera la cartera de Guerra, por lo que, finalmente, Alcalá-Zamora encargó a Lerroux la formación de un Gobierno de transición que pudiera subsistir el mes que estarían cerradas las Cortes. Con ese plazo de treinta días, y como parecía indudable que el Gobierno no obtendría el apoyo de los diputados, la gente empezó a llamarlo el «Gobierno de la letra».

El nuevo Gobierno, constituido el día 3 de abril, estaba formado por Alejandro Lerroux, Presidencia; Juan José Rocha, en Estado; Vicente Cantos Figuerola, en Justicia; Manuel Portela Valladares, en Gobernación; general Carlos Masquelet, en Guerra; vicealmirante Francisco Javier Salas, en Marina; Alfredo Zabala y Lafora, en Hacienda; Rafael Guerra del Río, en Obras Públicas; Eloy Vaquero, en Trabajo, Sanidad y Previsión Social; Juan José Benayas, en Agricultura; Manuel Marraco, en Industria y Comercio; Ramón Prieto Bances, en Instrucción Pública, y César Jalón, en Comunicaciones. Se prescindía de los hombres de la CEDA, reunía una mayoría de personas sin representación parlamentaria y limitaba sus apoyos políticos, de forma harto significativa, a dos progresistas —Zabala y Benayas— amigos de Alcalá-Zamora, y al melquiadista Prieto Bances. También llamaba la atención la nueva promoción de Portela Valladares, después de su resurrección política en Barcelona al frente del Gobierno Civil. Sería sustituido en ese puesto por un radical de dudoso prestigio como era Juan Pich y Pon.

La prensa, especialmente la de las derechas antirrepublicanas, se apresuró a dar por acabado el experimento integrador de la CEDA, y tampoco parecían estar muy contentos los radicales. Lerroux ha escrito[55] que aceptó el encargo para no poner al presidente de la República ante la tesitura de tener que disolver el Parlamento y convocar nuevas elecciones. El radical Jalón, por su parte, se lamentaba de la escasa raigambre republicana de muchos de los nuevos ministros. Figuraban, entre ellos, alguno (Portela) que lo había sido ya con García Prieto, y otros dos (Martínez de Velasco y Cantos) que habían sido también subsecretarios con el antiguo dirigente del Partido Liberal. «Faltaba únicamente García Prieto»[56], concluía el ministro de Comunicaciones con resignación. Parecía, por el contrario, estar muy satisfecho Alcalá-Zamora, que ha llegado a afirmar que aquel Gobierno fue «uno de los mejores de la República»[57].

Las izquierdas, en cualquier caso, siguieron trabajando por la consecución de un amplio frente electoral ante una convocatoria que se hacía cada vez más posible. Los representantes de Izquierda Republicana (Azaña), de Unión Republicana (Martínez Barrio) y el Partido Nacional Republicano que lideraba Felipe Sánchez Román llegaron, el 12 de abril de aquel año, a un pacto de conjunción republicana que abría la puerta hacia ese entendimiento.

Quedaban los socialistas que, a raíz de la carta dirigida por Prieto a la comisión ejecutiva, prepararon una circular en la que se manifestaban abiertos a posibles alianzas con republicanos y obreros en unas futuras elecciones. El texto[58], que distaba mucho de ser concluyente, se complementaba con un artículo que, en el cuarto aniversario de la proclamación de la República, Indalecio Prieto publicó en un número extraordinario de El Liberal, de Bilbao. En él se manifestaba abiertamente a favor del pacto con los republicanos, lo que le atrajo las críticas de Largo y sus seguidores, a los que contestó por cartas[59] y en otra serie de artículos («Posiciones socialistas») que se publicaron en el mismo periódico a partir del 22 de mayo. Se había iniciado una profunda escisión en el seno del socialismo español que condicionaría su trayectoria en los meses siguientes y marcaría el comportamiento de sus más significados líderes: Besteiro, Prieto y Largo Caballero. A mediados de mayo, Fernando de los Ríos había dimitido de la ejecutiva del PSOE por la demora en convocar una reunión del comité nacional que pusiera fin al clima de violencia verbal que se había generalizado entre algunos dirigentes del socialismo español y que tenía amplio eco en la prensa del partido.

En cualquier caso, el entendimiento entre Azaña y Prieto era muy profundo y constituía la piedra angular de la futura coalición. «No necesita usted —escribía el primero— recomendarme la necesidad de la coalición. Habla usted a un convencido. Y yo a otro». Azaña, sin embargo, reconocía que había reticencias entre muchos republicanos para la aceptación de Martínez Barrio y se mostraba reacio a la incorporación de los comunistas, que, «sin aportar número de votos apreciable, espantarían a los electores y desnaturalizarían, en perjuicio nuestro, el carácter de la coalición»[60]. Azaña era partidario de que la coalición electoral de las izquierdas hiciese posible un Gobierno exclusivamente de republicanos, para lo que era necesario que estos contasen con una nutrida minoría que les proporcionase la indispensable base parlamentaria. Había socialistas, Largo entre ellos, que entendían que los republicanos pretendían beneficiarse de los votos socialistas.

El último Gobierno Lerroux

EL ÚLTIMO GOBIERNO LERROUX

Mientras tanto, la reapertura de las Cortes a comienzos de mayo forzaba a una nueva crisis de Gobierno, para lo que se renovaron consultas en las que, lógicamente, no hubo cambios de posiciones con respecto a lo que se había dicho a comienzos de abril. Formarían parte del nuevo Gobierno —constituido el día 6— Alejandro Lerroux, en la Presidencia; Juan José Rocha, en Estado; Cándido Casanueva, en Justicia; Manuel Portela Valladares, en Gobernación; José María Gil-Robles, en Guerra; Antonio Royo Villanova, en Marina; Joaquín Chapaprieta, en Hacienda; Manuel Marraco, en Obras Públicas; Federico Salmón, en Trabajo, Sanidad y Previsión Social; Nicasio Velayos, en Agricultura; Rafael Aizpún, en Industria y Comercio; Joaquín Dualde, en Instrucción Pública, y Luis Lucia, en Comunicaciones.

Pese a las reticencias socialistas, expresadas por Besteiro y De los Ríos, la CEDA había impuesto su criterio y obtuvo cinco carteras ministeriales, entre las que se encontraba la de Guerra, que desempeñaría Gil-Robles, aunque llamaba la atención que no se hubiera contado con el avanzado Giménez Fernández en el Ministerio de Agricultura. El nuevo Gobierno significaba una profunda revisión del equipo anterior y el mantenimiento de la influencia de Alcalá-Zamora a través de la presencia de tres amigos políticos suyos como eran el agrario Velayos —un declarado enemigo de la reforma agraria—, Chapaprieta y Portela Valladares. El presidente de la República no ha ahorrado menosprecio en el juicio que le merecía aquel Lerroux: «Llegó la hora de poner a prueba las dotes de aquel y apareció tal cual era: muy por encima de un agitador vulgar y muy por debajo de un estadista clarividente»[61].

Un destacado protagonismo, en la gestión gubernamental de los meses siguientes, correspondería al nuevo ministro de Hacienda, Chapaprieta, que puso en marcha unos proyectos de restricción del gasto y de nivelación presupuestaria que se convirtieron en elementos básicos de la vida política a partir de entonces. Se esperaba, para 1936, un presupuesto que tradujera a la realidad todos estos proyectos.

Por otra parte, el aumento de la representación de la CEDA en el nuevo Gobierno no convenció a los monárquicos para que dejaran de atacar al partido católico, ni calmó a buena parte de sus bases, especialmente las juveniles. Un manifiesto de las Juventudes de Acción Popular (JAP), pocos días después de constituido el Gobierno, reclamaba «una Constitución que [abriese] los cauces de un Estado Nuevo», y las expresiones de antiparlamentarismo y de rechazo de los medios democráticos fueron frecuentes en sus actos públicos[62].

Inició entonces Azaña una campaña de mítines encaminada a galvanizar a las izquierdas republicanas, a la vez que criticaba las actuaciones del Gobierno y denunciaba los proyectos de Alcalá-Zamora. En el estadio valenciano de Mestalla reunió, el 26 de mayo, a una multitud ante la que habló de «un ajuste de cuentas» con los gobernantes del momento, denunció la «mixtificación electoral del año 1933» y señaló que en las elecciones futuras «la opción [sería] entre República y anti-República».

La siguiente parada de Azaña fue en el campo de Lasesarre de Baracaldo (14 de julio), donde reiteró los argumentos esgrimidos en Valencia y afiló sus dardos contra la reforma constitucional que pretendía Alcalá-Zamora. «He conseguido mucho más y, sobre todo, mucho más pronto de lo que yo podía esperar», le comentaba unas semanas después a Prieto[63] en una carta.

No gustaron estos alardes de las izquierdas a los partidos de la coalición gubernamental, que buscaron acallar estos éxitos de convocatorias de masas, si era posible, en los mismos escenarios: el campo de Mestalla se convirtió así en etapa obligada de todo propagandista político. Si Azaña lo había llenado en mayo, un mes más tarde Gil-Robles llenaba el campo… y la plaza de toros valenciana. No llegó a tanto Lerroux, que se conformó con llenar solo el campo de fútbol una semana después de la intervención del líder derechista.

Ambos líderes competían también en prodigar signos de autocomplacencia, como fueron los homenajes que recibiera Gil-Robles en Salamanca (junio) y Lerroux en Barcelona (septiembre), pero la situación ministerial estaba lejos de parecer asentada y, una vez más, fue Cataluña la que proporcionó el fulminante que terminaría por dinamitar la situación. Al resquemor generado en los ambientes conservadores por la rebelión de octubre, se unía una permanente irritación por la supervivencia de las instituciones autonómicas. A ese clima respondió la salida del Gobierno del ministro de Marina, Royo Villanova, disconforme con el traspaso de unos servicios de Obras Públicas a la Generalitat. Velayos, ministro de Agricultura, que también pertenecía al Partido Agrario, se solidarizó con él, y el 20 de septiembre se hizo oficial una crisis de Gobierno que iba a transformar radicalmente las condiciones de la vida política.

El «straperlo»

EL «STRAPERLO»

Las consultas, como venía haciéndose costumbre, fueron muy prolijas y, en un primer momento, Alcalá-Zamora hizo el encargo a Santiago Alba, la figura más relevante del radicalismo después de Lerroux, pero se vio obligado a renunciar después de infructuosas gestiones para incorporar a los partidos que formaban el bloque y de extender los apoyos gubernamentales entre los republicanos moderados y los catalanistas de la Lliga. «He creído —había explicado el presidente de la República en una nota del día 23— que debe intentarse […] que se constituya un Gobierno de tregua limitada y concentración amplia, el cual siga la obra de reconstitución financiera y restablezca la convivencia social y en colaboración con las Cortes actuales». La negativa de los jefes de los partidos del bloque gubernamental a aceptar un Gobierno que no estuviese presidido por alguno de ellos frustró definitivamente las gestiones. Sin embargo, Alcalá-Zamora no parecía dispuesto a entregar el Gobierno a Gil-Robles, o a Melquiades Álvarez, porque pensaba que las izquierdas lo considerarían una provocación.

El encargo pasó al día siguiente a Chapaprieta, el gran protagonista de la política de reconstrucción financiera y promotor de una restricción radical en el gasto, del que el presidente Alcalá-Zamora reclamaba «la constitución de un Gobierno menos amplio» que atenúe «la infortunada tirantez de la vida española». El nuevo encargado sí consiguió la colaboración de los líderes de los partidos del bloque gubernamental y, pese a un enfrentamiento con Alba, al que ofreció la cartera de Gobernación, formó un gobierno (25 de septiembre) de solo nueve miembros, ya que lo componían Joaquín Chapaprieta, Presidencia y Hacienda; Alejandro Lerroux, en Estado; Federico Salmón, en Justicia y Trabajo; Joaquín de Pablo-Blanco, en Gobernación; José María Gil-Robles, en Guerra; Pedro Rahola, en Marina; Juan José Rocha, en Instrucción Pública; Luis Lucia, en Obras Públicas y Comunicaciones, y José Martínez de Velasco, en Agricultura, Industria y Comercio.

La anterior coalición de Gobierno quedaba desdibujada, mientras que la influencia de Alcalá-Zamora quedaba acrecentada por la imposición de un presidente de Gobierno sin ningún respaldo parlamentario a pesar de que la incorporación del catalanista Rahola significara una efectiva ampliación de la mayoría parlamentaria. Los planes hacendísticos de Chapaprieta y la desconfianza hacia el partido de Lerroux parece que fueron los móviles decisivos en la actuación de Alcalá-Zamora, que ya había recibido la denuncia que motivaría el escándalo político unas semanas después. Chapaprieta, por su parte, ha afirmado que aceptó el encargo para evitar la disolución del Parlamento y sacar adelante su programa de reformas hacendísticas.

En el desenlace de la crisis, especialmente en la decisión de apartar a Lerroux de la dirección del Gobierno, Gil-Robles y Chapaprieta ofrecen testimonios encontrados[64], aunque haya que reputar ambos como sinceros, de que Alcalá-Zamora hubiese aludido, durante el desarrollo de la crisis, a la acusación de inmoralidades políticas que afectaban al entorno del caudillo radical, que no tardaría en hacerse pública. La insinuación de Chapaprieta es un tanto vaga, mientras que la negación de Gil-Robles no puede ser más rotunda. Pudiera ocurrir que, destapados los escándalos, Chapaprieta hubiese creído entender insinuaciones precisas en lo que no era otra cosa que los comentarios habituales sobre la dudosa moralidad de algunos que se movían en el entorno de Lerroux. Aunque, dados los testimonios de otros contemporáneos, como César Jalón y Salazar Alonso[65], también pudiera ocurrir que la ignorancia de Gil-Robles no fuera tan completa como ha pretendido en sus memorias.

La cuestión era que, desde finales del verano, estaba en la Secretaría de la Presidencia de la República una denuncia, firmada por Daniel Strauss, sobre las gestiones realizadas, junto con su socio Perl (el nombre de la máquina derivaba de la combinación de ambos apellidos: «straperlo»), para poner en marcha una especie de ruleta que llegó a funcionar unas horas en el casino de San Sebastián y algunos días en Formentor, antes de ser prohibida. El promotor intentó resarcirse de sus pérdidas a través del chantaje a Lerroux, ya que su hijo Aurelio estuvo implicado en las gestiones corruptas que se hicieron para obtener el permiso de funcionamiento de la máquina. Al no llegar a un acuerdo con el abogado designado por Lerroux, el denunciante se dirigió entonces a la oposición, hacia el entorno de Azaña y de Prieto, y este último puede que tuviera alguna intervención en la presentación de la denuncia. Finalmente, esta se presentó, a comienzos de septiembre, ante el presidente de la República. Este habló a Lerroux del asunto, pero el jefe de Gobierno se limitó a comentar los intentos de soborno recibidos y minimizó la situación, que, sin embargo, debió pesar en Alcalá-Zamora a la hora de resolver la crisis ministerial de finales de aquel mes de septiembre. Alcalá-Zamora estaba convencido[66], desde luego, de la participación de Prieto en las idas y venidas de la denuncia por diversos ambientes de la vida política española, pero este aspecto, en vez de descalificarla, la hacía mucho más peligrosa si iba a ser utilizada por la oposición.

Alcalá-Zamora informó a Chapaprieta del asunto del estraperlo en los primeros días de octubre —antes de que se ofreciese un homenaje a Lerroux, al que asistiría Gil-Robles, como desagravio al desplazamiento de Lerroux de la presidencia del Gobierno— y, ante la posibilidad de recibir la crítica de las oposiciones como encubridor del asunto, trasladó la información a los jefes de la mayoría gubernamental el día 12 de octubre, y el Gobierno dio a conocer una nota el día 18, en la que informaba de la recepción de una denuncia y su traslado al fiscal. Dos días después tenía anunciado Azaña un nuevo mitin en el campo madrileño de Comillas y los gubernamentales no querían ofrecer ese flanco descubierto para posibles ataques del líder de las izquierdas republicanas.

Azaña habló, efectivamente, el domingo día 20 ante una multitud enfervorizada de más de doscientas mil personas, y solo aludió de pasada al asunto que habría de discutirse en las Cortes pocos días después. Su discurso continuó en la línea de presentar la situación como un peligro para el mismo régimen republicano, rechazar la idea de una revisión constitucional y alentar una futura gran coalición electoral que desplazase a las derechas del Gobierno.

El «aldabonazo que —en frase de Azaña— la opinión republicana» dio a las puertas de Madrid prolongó su resonancia cuando, dos días después, se abrió el debate parlamentario en torno a la nota dada por el Gobierno sobre el traslado de la denuncia de Strauss. Pese a algún intento de descalificación de Alcalá-Zamora por parte de los radicales, el debate adquirió su pleno sentido político cuando Miguel Maura se cuestionó la autoridad moral de Lerroux y sus colaboradores. La propuesta de Goicoechea de nombrar una comisión investigadora fue aceptada de inmediato por el jefe de Gobierno, Chapaprieta, y por el Partido Radical, cuyo jefe aludió a una conjura contra su partido, a la vez que se refugiaba en una actitud de pasividad que habría de resultar funesta para el futuro del propio partido. Santiago Alba empezaba a perfilarse en el horizonte como una alternativa regeneradora del desprestigiado radicalismo.

La comisión parlamentaria que investigó los hechos realizó su trabajo con celeridad, de manera que el día 26 pudo concretar las responsabilidades personales que cabía exigir de aquellos hechos y pedía la suspensión de funciones públicas para los que aparecían inculpados. El debate posterior, desarrollado en la tarde del lunes 28, conduciría a la definitiva descalificación del radicalismo, del que solo se salvó, y por muy estrecho margen, el exministro Rafael Salazar Alonso. Al día siguiente, Lerroux y Rocha saldrían del Gobierno, en el que serían sustituidos por dos radicales de muy escasa significación.

El nuevo Gobierno estaba constituido por Joaquín Chapaprieta, en Presidencia y Hacienda; José Martínez de Velasco, en Estado; Federico Salmón, en Trabajo, Justicia y Sanidad; Joaquín de Pablo-Blanco, en Gobernación; José María Gil-Robles, en Guerra; Pedro Rahola, en Marina; Luis Bardají, en Instrucción Pública; Luis Lucia, en Obras Públicas y Comunicaciones, y Juan Usabiaga, en Agricultura, Industria y Comercio. La coalición gubernamental estaba tocada de muerte.

Rápido deterioro de la vida política

RÁPIDO DETERIORO DE LA VIDA POLÍTICA

Así debió entenderlo inmediatamente Manuel Azaña, que se había mantenido un tanto al margen de la trifulca parlamentaria que había acabado con Lerroux, pero que se dirigió a mediados de mes al PSOE para proponer una gran coalición electoral con vistas a unos comicios que se veían cada día más cercanos. Largo Caballero aceptó, casi a bote pronto, la oferta, pero insistió en extender la coalición hasta los comunistas, a la vez que establecía mecanismos de coordinación con ellos, con la central sindical comunista (CGTU) y con la Federación de Juventudes Socialistas, a la que se reconocía la posibilidad de desarrollar una política autónoma. Esta posición, que disminuía el peso específico de los republicanos de izquierda, y su capacidad de fijar un programa de actuación que pudiera servir de plataforma electoral, significó un momentáneo triunfo para Largo y contribuyó, a la larga, a la falta de cohesión de la futura alianza electoral de izquierdas.

Un eslabón más en el penoso proceso que conducía a la desaparición del bloque gubernamental lo proporcionó una nueva denuncia que se hizo contra los radicales y que se conoció a finales de noviembre. El firmante, Antonio Nombela, había sido inspector general de Colonias, y denunciaba las gestiones hechas desde la Presidencia de Gobierno, desempeñada en ese momento por Lerroux, para abonar una indemnización por la rescisión de un contrato de comunicaciones marítimas. Las responsabilidades políticas no eran excesivamente claras, pero, sumada al asunto del estraperlo, la denuncia constituyó una nueva vuelta de tuerca en el proceso que llevaba a la dinamitación del Partido Radical. Se creó una nueva comisión parlamentaria de investigación y se volvió a asistir al inhibicionismo, entre despectivo y resignado, de Lerroux, que abandonó el Congreso sin esperar a la discusión del dictamen de la comisión, de la que salió exculpado con una votación poco brillante. Lerroux cerraba aquella noche una trayectoria de cuarenta años y salía de la escena política por la puerta de atrás.

Tampoco salía mejor librada la coalición gubernamental, y el día 9 de diciembre quedó planteada una nueva crisis política al reconocer Chapaprieta la imposibilidad de sacar adelante sus proyectos de reforma, dadas las muchas trabas que encontró en las filas de los radicales y de los cedistas. Alcalá-Zamora consideraba imposible entregar el Gobierno a Gil-Robles, al que consideraba enemigo de la República[67], y, durante las subsiguientes consultas, se fue abriendo paso la idea de disolución de las Cortes, especialmente a medida que fracasaban los intentos de Chapaprieta para reconstruir el Gobierno y los de Martínez de Velasco para poner en pie uno nuevo, a pesar de que Alcalá-Zamora dice que ofreció a ambos el decreto de disolución[68].

La CEDA, fuera del Gobierno

LA CEDA, FUERA DEL GOBIERNO

Se vivió, en aquella difícil coyuntura, un momento muy delicado cuando Gil-Robles, convencido de que iba a ser desalojado del Gobierno y que el presidente Alcalá-Zamora se encaminaba a la disolución del Parlamento, propició una reunión del general Fanjul, subsecretario del Ministerio, con los generales Franco, Varela y Goded, con el fin de que evaluaran la oportunidad de dar un golpe de Estado, con la promesa de que él no resultaría ningún obstáculo para su realización[69]. Franco, sin embargo, convenció a sus compañeros de la inviabilidad del golpe y así se lo comunicaron a Gil-Robles, ante la decepción de los elementos monárquicos que dirigía Calvo Sotelo.

Finalmente, tras una gestión fracasada de Miguel Maura, el encargo de formar Gobierno recayó en Portela Valladares, que consiguió el apoyo de los agrarios, de los catalanistas de la Lliga y de los melquiadistas, aunque no consiguiera apear a Lerroux y Gil-Robles de sus exigencias de que se mantuvieran abiertas las Cortes y que estuvieran presentes en el Gobierno todos los partidos que formaban el bloque gubernamental. El convencimiento de poder contar con el decreto de disolución de las Cortes le permitió, el 14 de diciembre, constituir un Gobierno del que formaban parte Manuel Portela Valladares, en Presidencia y en Gobernación; José Martínez de Velasco, en Estado; Joaquín Chapaprieta, en Hacienda; Alfredo Martínez y García-Argüelles, en Justicia, Trabajo y Sanidad; Joaquín de Pablo-Blanco, en Agricultura, Industria y Comercio; el general Nicolás Molero, en Guerra; el almirante Francisco Javier Salas, en Marina; Manuel Becerra, en Instrucción Pública; Cirilo del Río, en Obras Públicas y Comunicaciones, y Pedro Rahola, como ministro sin cartera. El Gobierno Portela consagraba la ruptura del bloque gubernamental, por cuanto salía de él la CEDA y los radicales estaban representados por dos políticos sin el menor relieve. La CEDA publicaría, pocos días después, una nota con duros ataques a Alcalá-Zamora, al que consideraban responsable único del agotamiento de la situación política. Las Cortes fueron suspendidas unos días después y no volverían a abrirse en aquella legislatura.

A la conmoción en los ámbitos gubernamentales sucedió una no menor en las filas del PSOE cuando, el día 16, se reunió el comité nacional del partido. Una propuesta incidental de Prieto, para que la minoría parlamentaria socialista ajustara su comportamiento a las directrices de la ejecutiva y del comité nacional, provocó la dimisión de Largo Caballero como presidente del partido, que se hizo efectiva cuando el comité respaldó la propuesta de Prieto. Los elementos «centristas» de Prieto tomaban momentáneamente el control del partido, mientras que los caballeristas se refugiaban en la dirección de la UGT. La unidad de dirección del movimiento socialista, que se había conseguido a comienzos del año anterior, volvía a quedar rota y los prietistas ganaban mucha capacidad de maniobra en vísperas de las inmediatas elecciones.

Nueva crisis y disolución de las Cortes

NUEVA CRISIS Y DISOLUCIÓN DE LAS CORTES

El cierre de las Cortes y la necesidad de aprobar los presupuestos significaron dificultades que pusieron a dura prueba la difícil estabilidad de un Gobierno nacido ya con tan escasos apoyos políticos y ninguno parlamentario. El protagonismo político de Chapaprieta, que trató con Gil-Robles de la oportunidad de constituir un Gobierno que facilitase una gran coalición de centro-derecha[70], fue interpretado por Alcalá-Zamora como una conspiración impulsada por Gil-Robles[71] y tampoco se avenía bien con los intereses de Portela, por lo que, a final de año, la crisis se hizo inevitable.

La CEDA, marginada del Gobierno, protestó ruidosamente a través de duras notas de prensa y de una campaña de mítines de marcado carácter preelectoral que inició Gil-Robles en los días anteriores a las Navidades y en los que delimitó nítidamente su proyecto político de los preparativos electorales que había empezado a hacer Portela. Especialmente dura fue una nota que la CEDA publicó el 27 de diciembre, en la que se declaraba incompatible con el proyecto centrista de Portela y de quienes le apoyasen. «Pocas veces —escribiría Chapaprieta[72]— se habrá procedido más desafortunadamente que como lo hizo en aquella ocasión el señor Gil-Robles», porque —continúa el mismo testigo— debió haber pensado que «no podríamos aparecer ante la opinión procediendo al dictado de la desconsiderada e inoportuna coacción que la nota suponía».

Esta situación condujo el penúltimo día del año a un tumultuoso Consejo de Ministros, en el que una intervención de Portela, reclamando la dirección exclusiva de la vida política y denunciando las maniobras electorales de algunos ministros, provocó la reacción acalorada de Chapaprieta, el abandono de la sala por parte de los ministros De Pablo-Blanco y Martínez García-Argüelles, y el desencadenamiento de una nueva crisis ministerial. Alcalá-Zamora reiteró el encargo a Portela y le encargó la formación, como se decía en la nota que se publicó en la ocasión, de un Gobierno «con menos intereses electorales, de ponderación e imparcialidad». Después de unas frustradas gestiones con Miguel Maura y Abilio Calderón, Portela daría a conocer ese mismo día la lista del nuevo Gobierno, que estaba integrado por Manuel Portela Valladares, en Presidencia y Gobernación; Joaquín Urzaiz Cadaval, en Estado; Manuel Rico Avello, en Hacienda; Manuel Becerra, en Justicia, Trabajo y Sanidad; José María Álvarez Mendizábal, en Agricultura, Industria y Comercio; el general Nicolás Molero, en Guerra; el almirante Antonio Azarola, en Marina; Filiberto Villalobos, en Instrucción Pública, y Cirilo del Río, en Obras Públicas y Comunicaciones.

Con ese Gobierno desaparecían los últimos vestigios del bloque gubernamental y quedaba expedito el camino para unas nuevas elecciones, en las que Portela pretendía jugar un protagonismo destacado. Los presupuestos se aprobarían por decreto al día siguiente.

La salida de la CEDA del Gobierno revitaliza a las derechas antisistema, que entienden confirmados sus análisis. El Bloque Nacional de Calvo Sotelo se siente liberado para emprender una lucha abierta con lo que entiende que es un aumento de la presencia marxista, por lo que se siente autorizado para trabajar en el restablecimiento de una Monarquía tradicional alejada de concomitancias con los principios del liberalismo y de la democracia. Más allá de la cita con las urnas, en la que la extrema derecha confiaba muy poco, hay ya una clara voluntad de acudir a los medios violentos en la lucha por el establecimiento de ese nuevo Estado.

El Gobierno intenta ganar tiempo con una prolongación de las sesiones de Cortes por un mes, pero la violenta reacción de las derechas, que juzgan inconstitucional e incluso, en el caso de los monárquicos, hablan de la responsabilidad criminal del presidente de la República, fuerzan a este a ceder, y el día 7 de enero firma el decreto de disolución de lo que, para curarse en salud y protegerse del artículo constitucional que limitaba las posibilidades presidenciales de disolución, denomina «las primeras Cortes ordinarias de la República». Ese mismo día se restablecen las garantías constitucionales en todo el territorio nacional.

Republicanos conservadores, como Miguel Maura, y parlamentarios del desaparecido bloque gubernamental, como Giménez Fernández, reaccionan en la Diputación Permanente de las Cortes con fuertes críticas a Alcalá-Zamora y con la advertencia de que aquella era la segunda disolución de las Cortes —lo que implicaba una amenaza de destitución del presidente de la República—, pero la decisión era irreversible y el futuro político del régimen habría de jugarse en unas elecciones que habían quedado convocadas para el 16 de febrero siguiente.

El llamado «bienio negro» o «bienio reformista» podía considerarse concluido. La trayectoria política de aquellos años había puesto de manifiesto un profundo desajuste entre la composición del Parlamento y la práctica de gobierno, de manera que este se había visto permanentemente afectado por la falta de credenciales republicanas de quienes más títulos democráticos tenían para el ejercicio del poder. Esa prevención se había traducido, prácticamente desde los días inmediatos a las elecciones de noviembre de 1933, en una permanente descalificación de los partidos gubernamentales por parte de los que habían ejercido el poder durante el bienio anterior y, en la misma línea, de una permanente actitud de reticencia por parte del presidente de la República.

El momento de ruptura abierta de cualquier solidaridad política fue, desde luego, el estallido revolucionario de octubre de 1934, pero no faltan motivos para sostener que una mínima solidaridad institucional, que pudiera hacer estable un cierto sistema de partidos, no existió nunca durante este bienio y que, a pesar de una tarea legislativa nada despreciable de los hombres del segundo bienio, el proyecto de modernización política que significó la Segunda República española podía considerarse tocado de muerte desde el otoño de 1933. Sin que ello comporte abonarse a visiones catastrofistas sobre la inevitabilidad del sangriento conflicto civil que sobrevendría unos meses más tarde.