4. Rebelión militar y guerra civil (Gabriel Cardona Escanero)

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REBELIÓN MILITAR Y GUERRA CIVIL

Gabriel Cardona Escanero

Conspiración y sublevación

CONSPIRACIÓN Y SUBLEVACIÓN

El Ejército y la política

Entre 1932 y 1936 se produjeron cinco intentonas armadas contra la Segunda República. Tres tuvieron carácter popular, las anarquistas de 1932 y 1933 y la revolucionaria de 1934, y dos, conservador, las de 1932 y 1936. El Gobierno pudo restablecer el orden en las cuatro primeras ocasiones, y al no lograrlo en la quinta se desencadenó la guerra civil.

Las reformas militares de Azaña habían reducido el número de oficiales, pero no republicanizaron el Ejército. Ni siquiera fue posible desmilitarizar el orden público, a pesar de crearse una nueva policía, los Guardias de Asalto, e incrementarse la Guardia Civil y los Carabineros. De modo que en las situaciones conflictivas los gobiernos republicanos debieron recurrir a los instrumentos clásicos de la Monarquía: estado de guerra y tropas en la calle, lo cual devolvió protagonismo al Ejército y proporcionó un creciente poder político a los generales, sobre todo a partir de 1934.

En el conservador cuerpo de oficiales destacaban un minoritario grupo de republicanos y otro más numeroso de derechistas, que pretendían influir sobre el grueso de sus compañeros. En el pasado, cierto número de militares, incluidos algunos generales, y sobre todo el Cuerpo de Artillería, se habían enfrentado al dictador Miguel Primo de Rivera; sin embargo, durante la República, muchos militares recordaban a la Dictadura como el régimen venturoso que había zanjado la guerra del Rif, terminado con el terrorismo ácrata y proporcionado al Ejército gratificaciones ideológicas, aunque no económicas. El dictador había politizado el Ejército, y gran parte de la oficialidad, cuya procedencia era monárquica, miró con disgusto a los gobiernos republicanos reformistas, aunque se aseguró de que su actitud antigubernamental no fuera política, sino patriótica, y se limitaba a defender España de los separatistas y los revolucionarios[1].

La mentalidad de esta oficialidad conjugaba elementos militares, patrióticos, católicos y conservadores que la Dictadura había acrecentado, añadiéndoles la pérdida de respeto a las instituciones parlamentarias y la idea de que el Ejército era el mejor árbitro del desordenado mundo civil. Este conjunto de convicciones recibió durante la República otros elementos procedentes del fascismo italiano y del reaccionarismo francés. En cambio, otro grupo de militares asumió ideas republicanas y de izquierda, aunque sin llegar al radicalismo, porque los cercanos al comunismo y al anarcosindicalismo no sumaban una docena. De estas posturas encontradas nacieron dos organizaciones secretas, la derechista Unión Militar Española (UME), y su enemiga, la Unión Militar Republicana Antifascista (UMRA), que se vigilaban recíprocamente[2].

Cuando el Frente Popular triunfó en las elecciones de febrero de 1936, el nuevo Gobierno cesó o trasladó de guarnición a los generales que consideraba más peligrosos. Entre ellos, Francisco Franco, jefe del Estado Mayor Central, que fue destinado a Canarias; Manuel Goded, jefe de la Aeronáutica Militar, que marchó a Baleares, y Emilio Mola, jefe de las tropas de Marruecos, que pasó a la irrelevante guarnición de Pamplona.

Diez generales y un coronel irritados con el Gobierno se reunieron a principios de marzo en el domicilio madrileño de Delgado Barreto, el director del antiguo periódico de la Dictadura, y decidieron organizarse, bajo la presidencia de Ángel Rodríguez del Barrio[3], a fin de preparar una sublevación para el 20 de abril. El jefe previsto fue José Sanjurjo, antiguo teniente general, amigo de Primo de Rivera, que ya en 1932 se había sublevado contra la República. Capturado entonces, fue condenado a muerte, aunque, en lugar de ejecutarlo, lo encerraron en el penal del Dueso, donde permaneció hasta que, por presiones de la derecha, el Gobierno de Lerroux le concedió una amnistía. Desde entonces residía en Portugal.

Los generales conspiradores no pertenecían a la UME porque no aceptaban subordinarse a una sociedad secreta dirigida por comandantes y capitanes; sin embargo, estaban al tanto de sus manejos y aceptaron su colaboración para extender las redes de la conjura, que prendió fácilmente entre los militares jóvenes.

Un ambiente encrespado

El 14 de abril de 1936 estalló una bomba durante el desfile conmemorativo de la proclamación de la República. La explosión fue seguida por un tiroteo de inciertos orígenes, donde murió el alférez de la Guardia Civil Anastasio de los Reyes, que asistía como simple espectador. Al día siguiente, un grupo de falangistas y militares de derecha aprovechó su entierro para provocar un alboroto, que degeneró en disturbios callejeros, donde murió el falangista López de Heredia al enfrentarse con la sección de guardias de Asalto que mandaba el teniente José del Castillo. Enterado de cuanto se tramaba, Azaña denunció públicamente la conspiración militar en el Congreso y advirtió que el Gobierno actuaría contra ella. Rodríguez del Barrio, viéndose descubierto, ordenó detener los planes de revuelta y, como estaba gravemente enfermo de cáncer, abandonó la conjura.

Entonces, la junta de generales confirmó a Sanjurjo como jefe del movimiento y confió su preparación a Mola, que desde su destino de Pamplona se hizo cargo de los trabajos para captar adeptos y luego comenzó a enviar cartas e instrucciones, firmadas con el seudónimo de El Director[4], a las diversas guarniciones. Era más joven y eficaz que Sanjurjo y Rodríguez del Barrio y mantenía buenos contactos en la policía, porque había sido director general de Seguridad del Gobierno Berenguer, en los últimos tiempos de la Monarquía. No solo contactó con los oficiales de la UME, sino con cualquiera que pudiera ayudarle en la futura acción contra el Gobierno.

Pamplona era el centro más importante de los carlistas, que preparaban su propia sublevación, se organizaban y entrenaban militarmente, mantenían algunas relaciones con Italia y Alemania e importaban armas desde Portugal[5]. Mola trató con ellos, intentando llegar a un acuerdo, que resultó trabajoso porque las empecinadas exigencias carlistas podían alejar a otros grupos. También se acercó a los falangistas, un partido casi minúsculo, que, acusado de pistolerismo, había sido suspendido por el Gobierno, y su líder, José Antonio Primo de Rivera, procesado y encarcelado. Hijo del antiguo dictador, pretendía que la Falange protagonizara su propio golpe contra la República y no deseaba actuar como un simple comparsa de los generales, a quienes consideraba políticamente primitivos. Por ello, intentó atraer hacia su partido a oficiales jóvenes, algunos de los cuales, como Julio Ruiz de Alda, compartieron la dirección, o como Juan Antonio Ansaldo Bejarano, que le ayudaron a organizar los comandos callejeros. Durante la primera semana de mayo escribió en la celda donde estaba recluido la «Carta a un militar español», que incitaba a la sublevación.

El Gobierno no interceptó las redes de los conspiradores, que se ampliaban rápidamente, mientras Mola captaba a numerosos oficiales de graduación intermedia y a miembros del cuerpo del Estado Mayor, esenciales para secundar la tarea de los generales comprometidos y también para neutralizar a quienes se negaran a sublevarse. Los conspiradores no trabajaban solos, pues contaban con numerosos estímulos civiles, el apoyo económico de los partidos Renovación Española y Acción Popular, y de personalidades civiles como Juan March y Juan Ignacio Luca de Tena. A pesar de todo, ni la junta de generales ni Mola toleraban interferencias en la planificación, dirección y objetivos del futuro movimiento, donde todo el protagonismo correspondía a los militares[6]. La conspiración era esencialmente militar y se empeñaba en que los futuros colaboradores del golpe aceptaran actuar bajo el mando de los oficiales, condición que los carlistas y falangistas no aceptaban fácilmente.

El Gobierno había confiado los mandos más importantes a generales republicanos o, por lo menos, liberales. La medida resultaba menos determinante de lo que podía parecer a simple vista. Durante la Monarquía, el pesado organigrama militar imponía que la opinión de los altos mandos decidiera la actitud del Ejército. Sin embargo, entre 1931 y 1932, Azaña había simplificado las estructuras de mando y retirado a los generales de edad avanzada, siempre reacios a complicarse la vida. Estas medidas concedieron protagonismo a muchos militares jóvenes, destinados en Marruecos[7] o que habían pasado allí muchos años, lo cual resultaba peligroso porque eran gentes decididas[8] y mandaban unidades eficientes; además, la capacidad destructiva del Ejército era inmensamente superior a la de cualquier otra institución, con mayor razón cuando los cuerpos de orden público estaban militarizados y las organizaciones revolucionarias más activas no resultaban peligrosas porque se habían decomisado numerosas armas a los civiles a raíz de la revolución de 1934[9].

Alzamiento en Melilla

A principios del verano de 1936 pistoleros adscritos a diversos extremismos políticos desencadenaron en Madrid una sucesión de atentados, tanto contra hombres de la izquierda como de la derecha. Entre los asesinados figuraron dos oficiales socialistas, el capitán Carlos Faraudo y el teniente José del Castillo, este último del Grupo de Asalto del cuartel de Pontejos, en el centro de Madrid. Algunos de sus compañeros más exaltados[10] decidieron vengarlo dando muerte a un prohombre de la derecha y, por azar, asesinaron a José Calvo Sotelo, un político reaccionario, brillante y famoso.

Su muerte excitó a las derechas y animó a los conspiradores de Mola[11], a quienes se unió entonces el general Franco, que se había mostrado reacio a participar en una sublevación cuyo jefe supremo era Sanjurjo, con quien estaba seriamente enemistado desde 1932. Días atrás, los monárquicos habían enviado a Canarias un avión inglés de alquiler a fin de que, si decidía sublevarse, Franco pudiera trasladarse a Marruecos para tomar el mando de las tropas, cuyos generales eran republicanos.

Sin embargo, los planes de Mola confiaban más en las tropas de la Península que en las de África. Aunque los oficiales de Marina eran mayoritariamente proclives a la conspiración, predominaban las izquierdas en los cuerpos subalternos y la marinería, de modo que no secundarían una revuelta de sus mandos. A pesar de la actitud de sus oficiales, se temía que la escuadra quedara en manos del Gobierno, de forma que resultaba problemático un transporte de tropas sublevadas a través del Estrecho.

Los conspiradores carecían de un proyecto político unitario. En un primer tiempo, unos pretendían acabar con la República y otros, simplemente, sustituir al Gobierno. A largo plazo, sus preferencias se extendían desde una dictadura militar hasta un régimen fascista, pasando por la restauración de Alfonso XIII, la coronación del pretendiente carlista o la instauración de una república conservadora. Para evitar divisiones y lograr la máxima colaboración posible, los generales decidieron no sublevarse en nombre de una idea política concreta, sino simplemente contra el Gobierno, dejando la definición política para más adelante. Así, Mola, tras laboriosas conversaciones, pudo cerrar sus tratos con diversas fuerzas conservadoras, los carlistas, los falangistas y hasta con algunos militares republicanos, como los generales Gonzalo Queipo de Llano y Miguel Cabanellas y el coronel Antonio Aranda.

Las autoridades, advertidas del peligro, practicaron algunos registros en Barcelona, que demostraron la existencia de la conjura. En Melilla, a primeras horas de la tarde del 17 de julio, la policía sorprendió reunida a la plana mayor de los conspiradores locales, que no se dejó detener y replicó oponiendo a los policías un grupo de legionarios armados.

Como habían sido descubiertos y ya estaban en clara rebeldía, optaron por adelantar el pronunciamiento, que estaba previsto para la madrugada del 19. Detuvieron al jefe militar de Melilla, general Manuel Romerales, a los mandos que fueron fieles o tenían fama de republicanos, sacaron las tropas a la calle para ocupar la ciudad y luego transmitieron por teléfono la noticia a los restantes conspiradores del Protectorado. Aquella misma noche, todas las tropas de Marruecos se sublevaron, depusieron a las autoridades y detuvieron a los republicanos militares y civiles más representativos. Los nuevos jefes enviaron un telegrama a Franco, que sublevó Canarias en las primeras horas del 18 y luego tomó el avión inglés que le esperaba. El aparato se dirigió a Agadir, donde Franco pasó la noche, y el 19 reanudó su viaje hasta el aeródromo de Sania Ramel, en Tetuán, que estaba en manos de los rebeldes.

La sublevación

Las guarniciones de la Península y Baleares se unieron gradualmente al pronunciamiento, muchos de cuyos planes se desbarataron con el adelanto de fecha. Mola había pensado sublevar simultáneamente el mayor número posible de guarniciones, cada una de las cuales debía hacerse con el poder local, detener y eliminar a los principales dirigentes políticos y sindicales de izquierda[12] y enviar columnas hacia Madrid, donde las tropas sublevadas esperarían en el interior de los cuarteles. Una vez tomada la capital, una Junta de generales sustituiría al Gobierno y decidiría el paso siguiente.

A fin de contar con mayor autoridad, los comandantes y capitanes que dominaban las juntas locales de la UME decidieron no aparecer como jefes de la revuelta, sino que los generales proclamaran el estado de guerra. Sin embargo, los nombramientos del Gobierno habían logrado que, de toda la cúpula militar, solo conspirasen Franco, Goded, Cabanellas y Queipo de Llano, respectivamente, jefes militares de Canarias, Baleares, Zaragoza y el Cuerpo de Carabineros. Los restantes mandos superiores se mostraban leales y los conjurados se vieron obligados a sustituirlos por otros generales antirrepublicanos.

A pesar de la fidelidad de la cúpula militar, en tres días se sublevaron 44 de las 51 guarniciones más importantes, casi toda la Marina de Guerra[13], buena parte de la Aviación y la mitad de los cuerpos de la Guardia Civil, Carabineros y Seguridad y Asalto[14]. Gracias a la complicidad de generales y miembros del Estado Mayor, la revuelta se apoderó de los cuarteles generales de Marruecos, Canarias, Baleares, Zaragoza, Valladolid, Burgos, Sevilla y La Coruña, y solo perdió los de Madrid, Barcelona y Valencia[15].

Doble frustración

El Gobierno no pudo detener el movimiento, aunque envió algunos barcos y aviones contra los alzados y decretó la destitución de los generales rebeldes y el licenciamiento de sus tropas. El cuartelazo fraccionó y debilitó la fuerza del Estado, dejándolo prácticamente sin tropas para defenderse. El organigrama militar saltó en pedazos, las unidades militares y de orden público perdieron su cohesión y muchas armas pasaron a manos de los miembros de partidos y sindicatos de izquierda o, en bastantes casos, de simples incontrolados. La mayor parte de las unidades que no se sublevaron desaparecieron prácticamente, excepto las ubicadas en algunos cuarteles de Madrid, la III División Orgánica (Valencia), la guarnición de Menorca y parte de las fuerzas de orden público. Los oficiales de Marina sublevaron casi todos los buques, pero muchos fueron detenidos por sus propios hombres, que constituyeron comités para el gobierno de los barcos, obedeciendo parcialmente al Gobierno y a los oficiales no sublevados.

La crisis del poder militar permitió que se desencadenara la revolución popular, que puso el poder en manos de los milicianos y de sus comités[16], también difíciles de controlar por el Gobierno republicano, donde no había ministros socialistas, comunistas ni anarquistas que pudieran servir de interlocutores con los partidos obreros y los sindicatos.

No solo fracasó el Gobierno, sino también los sublevados, porque fueron incapaces de dominar la capital, las grandes ciudades, las regiones industriales, la Marina de Guerra y, a pesar de que dejaron al Gobierno sin el Ejército, no pudieron tomar el poder. Ninguno de los dos bandos tenía fuerza para derrotar inmediatamente al otro y este trágico empate hizo posible la guerra civil[17].

A los pocos días del pronunciamiento se había consolidado la división de España en dos zonas antagónicas. En la gubernamental surgió un poder armado popular, desorganizado, fragmentado e incapaz de derrotar a los militares rebeldes, aunque se mostraba decidido a luchar contra ellos. En cambio, los sublevados, gracias a los expeditivos métodos militares, conservaron parte del aparato del Estado[18] y suficientes mandos y unidades organizadas para desarrollar operaciones eficientes desde el primer momento y, en una segunda fase, reconstruir y ampliar el Ejército.

La potencia armada de ambos bandos no resultaba equivalente. Mientras sus propios partidarios apenas obedecían al Gobierno, los generales alzados controlaban férreamente su territorio, y cuando el 20 de julio quedaron sin jefe al morir Sanjurjo en accidente aéreo, cada uno impuso una autoridad absoluta en su zona de influencia y Mola organizó una Junta de Defensa Nacional, formada por generales y coroneles, que asumió el poder político[19].

En conjunto, contaban con unos 120 000 hombres armados, entre soldados y fuerzas de orden público; por lo tanto, disciplinados, organizados y con cierto entrenamiento. La tercera parte estaba constituida por tropas de África, situadas al otro lado del Estrecho, que parecía estar dominado por la flota del Gobierno[20]. Solamente pudo llegar a Andalucía un pequeño contingente de tropas africanas en los primeros momentos; después, las rutas navales quedaron bloqueadas y la flota republicana se instaló en Tánger. La situación se modificó al llegar once aviones de transporte, Junkers alemanes que se dedicaron a llevar soldados rebeldes desde Marruecos a Sevilla, donde el general Gonzalo Queipo de Llano se había sublevado pero contaba con escasas fuerzas. Días después, el Gobierno italiano envió a Franco doce aviones Savoia-81 con su tripulación completa y su dotación de bombas y ametralladoras; aunque solo nueve aparatos pudieron llegar a su destino, su cobertura permitió dominar el Estrecho y sus inmediaciones.

La guerra de las columnas

LA GUERRA DE LAS COLUMNAS

A la conquista del territorio

Cuando la sublevación militar hizo desaparecer casi todas las tropas del territorio gubernamental posibilitó una revolución obrera que la fuerza del Ejército había hecho inviable en octubre de 1934. Por diversos procedimientos, numerosos militantes de izquierda lograron hacerse con un arma y se declararon dispuestos a luchar no solo contra los militares rebeldes, sino también contra los vestigios de la vieja España[21]. Los campesinos solo pudieron armarse con escopetas de caza, herramientas agrícolas y algunos fusiles tomados a la Guardia Civil; sin embargo, las masas de las ciudades se apoderaron del armamento del Ejército. A pesar de que el entusiasmo revolucionario y el armamento generalizado aplastaron la rebelión militar en algunos lugares, no creció por ello el poder del Gobierno, que necesitaba combatientes organizados para luchar contra los rebeldes mientras las masas milicianas se mostraban reacias a la disciplina. Era necesario organizar un nuevo Ejército; sin embargo, la izquierda era tradicionalmente antimilitarista y solo el Partido Comunista[22], aleccionado por la experiencia soviética, parecía dispuesto a militarizar sus afiliados[23].

Mientras el entusiasmo revolucionario consumía grandes energías en la zona gubernamental, en la sublevada los generales establecieron sendas dictaduras, suprimieron los partidos del Frente Popular y sometieron los restantes a su autoridad, incluidas las unidades armadas de requetés y falangistas. Contra los núcleos enemigos más cercanos enviaron columnas improvisadas de soldados y voluntarios mandados por oficiales del Ejército, que les imponían disciplina[24] y obligaban a cumplir las órdenes superiores, marginando a los dirigentes del partido.

Dos columnas partieron desde Burgos y Valladolid hacia Madrid, donde el general Manuel Fanjul esperaba refugiado en el cuartel de la Montaña al frente de las tropas sublevadas. Las carreteras que llevaban a la capital cruzaban la sierra de Guadarrama por varios puertos, donde se apostaron algunos militares designados por el Gobierno que a duras penas podían mandar los heteróclitos conjuntos de soldados, guardias y milicianos. Entre oleadas de entusiasmo y desorden, detuvieron a las columnas de Mola antes de que pudieran cruzar la sierra. No obstante, unos y otros resultaron incapaces de arrollar al enemigo, y el frente del Guadarrama quedó estabilizado hasta el final de la guerra.

Toda España estaba recorrida por columnas de distinto signo. Desde Madrid, las republicanas tomaron Alcalá y Guadalajara, pero fracasaron ante el Alcázar de Toledo, donde se había encerrado el coronel José Moscardó con un millar de hombres armados, mujeres y niños[25], sin que los repetidos intentos gubernamentales pudieran tomar la fortaleza.

El 24 de julio comenzaron a salir de Barcelona diversas columnas de milicianos con objeto de conquistar Aragón. Carecían de un plan de conjunto porque cada columna respondía a distintas militancias y la preponderancia anarquista[26] impedía que la Generalitat coordinara mínimamente el conjunto. Las faltas de dirección técnica, escasez de armas y municiones e indisciplina frustraron el avance, que se detuvo al chocar con los sublevados. Estos tampoco pudieron hacerse con la victoria y, a principios de agosto, el frente aragonés quedó detenido en una línea próxima a Huesca, Leciñena, Pina, Belchite y Teruel.

Otras columnas republicanas salidas de Valencia tomaron Albacete y el 28 de julio el general José Miaja reunió a todas las fuerzas disponibles en la zona en una gran columna que se dirigió a Córdoba con la intención de amenazar Sevilla, capital de los sublevados en el Sur. Sin embargo, tanto el mando republicano, que apenas podía controlar sus fuerzas, como el sublevado consideraban aquel frente como secundario y se mantuvo en defensiva[27].

Tampoco triunfó un desembarco republicano que puso pie en Mallorca el 16 de agosto. Su jefe, el capitán Alberto Bayo, contaba con milicias catalanas y algunas tropas regulares embarcadas en Menorca, donde recaló la columna antes de dirigirse a Mallorca. Un desembarco resultaba una operación demasiado compleja para aquellas fuerzas, mayoritariamente compuestas por milicianos anarquistas sin materiales adecuados. Una vez que pisaron tierra en Porto Pi, la situación permaneció confusa mientras aparecían en la isla algunos aviones y consejeros italianos que organizaron a los falangistas mallorquines con criterios fascistas y desencadenaron una tremenda represión para asegurar su propia retaguardia. Animados por la ayuda italiana, que crecía progresivamente, los nacionales contraatacaron a los desembarcados divididos por las desavenencias entre Bayo, Indalecio Prieto, la Generalitat, el Comité de Milicias[28] y el Gobierno. En los primeros días de septiembre, Bayo debió cumplir la orden de reembarcar a riesgo de ser abandonado por la flota[29].

Los militares sublevados eran hombres formados en la guerra colonial, magníficos jefes de batallón que ignoraban casi todo lo referente a una guerra de masas. En el calor del primer verano se limitaron a practicar el mismo tipo de guerra que habían hecho en Marruecos. Sus enemigos, los militares que defendían la República, eran sus antiguos compañeros de campaña y poseían iguales conocimientos. Unos y otros se limitaron a pequeñas operaciones, destinadas a batir enemigos de pequeña entidad, sin plantearse cuestiones técnicas más complicadas.

Franco, en el sur

Queipo de Llano consolidó su situación en Andalucía mediante columnas volantes, ayudadas por tropas africanas. Al comenzar agosto, pequeñas columnas de legionarios y regulares salieron de Sevilla hacia la frontera portuguesa. Debían continuar hacia Madrid por la ruta de Extremadura, más larga que la de Despeñaperros, pero que evitaba atravesar 400 kilómetros de territorio republicano, con el flanco derecho amenazado por las tropas de Miaja, situadas en Córdoba.

El principal éxito de Franco fue conseguir la ayuda internacional necesaria para superar el estado primitivo de las operaciones[30]. Mola fracasó en sus contactos exteriores y cuando sus tropas quedaron detenidas y sin municiones en la sierra madrileña debió pedir ayuda a Sevilla, donde estaban almacenados millones de cartuchos. Franco logró que el Gobierno portugués permitiera que los camiones de munición españoles circularan libremente por su territorio, llevando cartuchos a la zona de Mola.

El Gobierno republicano solicitó armas a Francia en virtud de los acuerdos de compra ya existentes; sin embargo, las presiones británicas y de españoles partidarios de los sublevados articularon dificultades crecientes, hasta que cesó la venta de armas francesas. El 1 de agosto, los gobiernos británico y francés propusieron establecer en Londres un Comité de No Intervención para prohibir la llegada de armas y soldados extranjeros a la guerra española. El Gobierno español solo recibió una inicial ayuda mexicana y luego debió recurrir a los vendedores internacionales de armamento.

En cambio, Roma y Berlín escuchaban inmediatamente las peticiones de Franco. Las presiones diplomáticas italianas impusieron que la flota republicana abandonara Tánger, obligándola a establecerse en Málaga, demasiado lejos de la costa marroquí y descentrada del Estrecho. El 2 de agosto llegó a Melilla el buque italiano Morandi con material de guerra; poco después atracaría en Cádiz el alemán Usamaro con otros diez Junkers, varios cazas y material diverso. Los acorazados alemanes Deutschland y Admiral Scheer y los aviones Savoia italianos patrullaban la zona, de donde desaparecieron casi todos los barcos del Gobierno. El 6 de agosto, un convoy con tropas africanas cruzó el Estrecho[31], que desde entonces quedó abierto al tráfico entre Marruecos y Andalucía. Al día siguiente, Franco estableció su cuartel general en Sevilla y relegó a Queipo de Llano[32] a las atribuciones de su zona[33], donde se convirtió en una especie de virrey, aunque quedó marginado de las grandes decisiones de la guerra, que se tomaban más al norte.

La ayuda extranjera fue vital para los sublevados durante las primera semanas. Sin los aviones alemanes el puente aéreo entre Tetuán y Sevilla se habría limitado a tres o cuatro aparatos, insuficientes para situar al otro lado del Estrecho los hombres que consolidaron la sublevación de Queipo de Llano. Después, la ayuda del Gobierno de Lisboa proporcionó a Franco la seguridad de su flanco izquierdo y la comunicación con la zona de Mola.

En agosto, mientras solo luchaba un millar de extranjeros en filas republicanas, ya los mercenarios marroquíes, procedentes de las zonas española y francesa del Protectorado, proporcionaban el grueso de las tropas de choque de los rebeldes y, hasta la batalla del Norte, protagonizarían las operaciones más duras.

En el vaivén de columnas que recorrían España destacaban las tres africanas, que habían partido de Sevilla hacia la frontera portuguesa, mandadas, respectivamente, por Asensio Cabanillas, Castejón y Tella. Cada una contaba con un batallón de legionarios, otro de regulares[34], una batería y algunos servicios, y, aunque su artillería y aviación eran escasas, la superioridad de sus soldados profesionales permitía avanzar de pueblo en pueblo en camiones y autobuses requisados, aplastando a los campesinos mal armados que apenas podían oponerles resistencia. En cada población los republicanos eran detenidos y se armaba a civiles de derecha para que asegurasen la situación, mientras las tropas continuaban su camino sin dejar efectivos en retaguardia.

La guerra imposible de la República

El Gobierno solo lograba hacerse obedecer militarmente en Madrid y la zona Centro, mientras Cataluña, Asturias y el País Vasco escapaban a su control. El 2 de agosto decretó que los grupos armados se organizaran en batallones mandados por militares profesionales de confianza. No obstante, no estuvieron constituidos los primeros hasta septiembre, pues solo entre el 10 y el 20 por 100 de los antiguos oficiales estaban en el bando republicano, la fidelidad de algunos era discutible y muchos milicianos se resistían a la militarización. Únicamente el Partido Comunista había organizado un centro de reclutamiento e instrucción, llamado Quinto Regimiento, que envió al frente las primeras unidades organizadas, mandadas por miembros del partido[35] o por militares de convicciones conocidas.

Al controlar únicamente la zona Centro y carecer de Ejército, el Gobierno fue incapaz de impulsar una estrategia global contra los rebeldes. Su única posibilidad era pensar cómo detener el avance de las columnas africanas hacia Madrid. El general José Riquelme intentó una estrategia defensiva consistente en establecer fuerzas en puntos importantes y de paso obligado para las columnas africanas. Su idea resultó de imposible realización, porque los atacantes se movían disciplinadamente mientras los milicianos se desbandaban con facilidad, al no estar sujetos al duro vínculo de la disciplina jerarquizada.

En Extremadura[36], las tropas africanas habían tomado el nombre de Columna Madrid y estaban a las órdenes de Yagüe, un hombre de confianza de Franco, muy bregado en las operaciones de Marruecos. Los republicanos no pudieron ofrecerle resistencia hasta que llegó a Badajoz, donde el coronel Puigdengolas y otros oficiales profesionales organizaron una defensa que resultó infructuosa. Los africanos tomaron la ciudad el 14 de agosto y Yagüe desató una dura represión contra los vencidos[37]. Doce días después, Franco trasladó su cuartel general a Cáceres, desde donde podía vigilar el avance de las tropas de África sin perder de vista a la Junta de Generales, que concentraba el poder político.

El 4 de septiembre, tras la caída de Talavera, el Gobierno republicano nombró jefe del Teatro de Operaciones del Centro al general José Asensio Torrado[38], hombre de sólidos conocimientos, que abandonó la estrategia defensiva e intentó detener a los africanos con ofensivas parciales. También fracasó este experimento porque el conglomerado armado que defendía la República era incapaz de maniobrar como un verdadero ejército y sus enemigos defendían sus posiciones sin ceder terreno.

En cambio, Mola, después de su frustrado avance hacia Madrid, organizó tropas en Navarra para conquistar Guipúzcoa. Confió el mando a militares profesionales y combinó a los numerosos requetés con soldados, hasta contar con fuerzas disciplinadas que el 5 de septiembre tomaron Irún, cortando la comunicación del norte con Francia. Una semana más tarde entraron en San Sebastián.

La gran batalla de Madrid

LA GRAN BATALLA DE MADRID

El ataque de Varela

La Columna Madrid había llegado muy cerca de su objetivo en pocos meses[39]. Cuando se reforzó con dos nuevas columnas de legionarios y regulares, tomó el nombre de Ejército de África y, el 21 de septiembre, llegó a Maqueda, donde en la carretera de Madrid tenía un ramal hacia Toledo. El día anterior se habían reunido los generales en Salamanca con el propósito de nombrar un general en jefe y, aunque no llegaron a un acuerdo, las mayores posibilidades confluían en Franco, porque muchos generales eran monárquicos y creían que también lo era aquel joven general gallego. Este tomó entonces una decisión sorprendente: sustituyó a Yagüe[40] por el general José Varela, dándole instrucciones de detener el avance hacia Madrid y desviarse hacia el sur para liberar el Alcázar de Toledo.

La conquista de la capital quedó aplazada para dirigirse al Alcázar, que se había convertido en un objetivo sentimental y propagandístico, después de resistir durísimos ataques durante dos meses y medio. Las vanguardias de Varela llegaron a la Ciudad Imperial el 26, dominándola el 27. El Alcázar quedó liberado, Franco apareció públicamente como el liberador de la fortaleza y la Junta lo designó generalísimo al día siguiente.

Esta desviación hacia Toledo proporcionó un tiempo precioso para preparar la defensa de Madrid, donde nada estaba preparado. Los generales Asensio Torrado y Miaja[41] decidieron fortificar el perímetro de la ciudad, poniendo a miles de personas a cavar trincheras y concentrar en la capital todos los milicianos y armas que pudieran reunir. Gracias a la toma de Toledo contaron con un mes para trabajar y hubo tiempo para que llegaran a España las primeras armas compradas a la Unión Soviética con las reservas de oro españolas.

Finalmente, Largo Caballero abandonó las ideas milicianas y aceptó la formación de un Ejército regular republicano, cuestión que requeriría largo tiempo porque todo el entramado militar de la República había desaparecido. Un decreto del día 30 estableció que todas las milicias serían militarizadas y el Gobierno mantuvo su propósito, estimulado por malos presagios como los bombardeos de Madrid, el 2 y el 6 de octubre. El 10 de octubre, otro decreto creó las seis primeras Brigadas Mixtas del Ejército Popular y, el 16, el buque Konsomol descargó en Valencia la primera remesa de armas soviéticas.

Desde septiembre, los cazas italianos Fiat se habían impuesto a los Dewoitine y Loire de los republicanos, que perdieron el dominio del aire, de manera que los bombarderos alemanes actuaron libremente sobre la capital.

La tardía ayuda soviética llenaría el hueco dejado por la inhibición de los Estados democráticos. Solo la ayuda rusa permitiría a los republicanos continuar la guerra, que marchaba viento en popa para los franquistas. El 17, sus columnas procedentes de Galicia rompieron el cerco de Oviedo, que el coronel Antonio Aranda defendía contra las milicias asturianas desde el mes de julio[42]; en el Centro, las tropas africanas de Varela tomaron Illescas el 19. En aquella fecha, Franco firmó las últimas instrucciones para ocupar la capital, cuya conquista se daba por hecha[43] y, con ella, el final de la guerra.

El núcleo de las tropas de Varela era la infantería colonial, muy adecuada para luchar en campo abierto pero sin experiencia en el ataque contra un frente organizado. Sin embargo, no se esperaba que los milicianos se defendieran en Madrid con mayor eficacia que hasta entonces; si los legionarios y regulares los habían arrollado durante más de tres meses, en Madrid sucedería lo mismo.

Llegaban a la capital numerosos refugiados de los pueblos cercanos y una ola de temor se extendía entre sus habitantes. Quizá esa misma sensación hizo nacer la decisión de salvar la ciudad, hasta el extremo de que unas doce mil personas cavaban trincheras y fortificaban las primeras casas. El 29 entraron en combate las primeras armas soviéticas cuando un grupo de carros T-26 atacó a la caballería marroquí en Seseña e hizo una carnicería que los republicanos no supieron explotar. En el cielo, dominado hasta entonces por los aviones italianos y alemanes, aparecieron los primeros cazas rusos y la gente contempló los primeros combates aéreos con tanta curiosidad como esperanza. Los aviones suministrados por la URSS eran de la mejor calidad. Desde finales de octubre, los Tupolev SB-2 (Katiuska) se movieron libremente, burlando a los Fiat, cuya velocidad era muy inferior. A principios de noviembre, los republicanos contaron con treinta bombarderos y cuarenta cazas soviéticos, que les dieron el dominio del aire.

El avance de Varela era tan rápido que el 4 de noviembre los diversos grupos políticos, incluida la CNT, aceptaron participar en un nuevo Gobierno de Largo Caballero. En la calle crecían simultáneamente el entusiasmo y el desánimo, hasta el extremo de que el Gobierno recién formado abandonó la capital el día 6, trasladándose a Valencia. Con las prisas, se equivocaron los sobres con instrucciones entregados a los generales Asensio Torrado y Miaja, encargados, respectivamente, de luchar en el campo y defender la ciudad.

Los franquistas esperaban que Madrid culminara el paseo militar iniciado en Sevilla tres meses antes y Varela no preparó un gran ataque conjunto, sino una operación sencilla, donde cada columna debía penetrar en la ciudad contando con sus propias fuerzas. El ataque principal penetraría en la ciudad por la carretera de La Coruña, la Ciudad Universitaria y los puentes de los Franceses y del ferrocarril; mientras, una acción secundaria distraería al enemigo en los puentes de Segovia, Toledo y la Princesa. Se trataba de una maniobra frontal, sencilla, sin apoyo artillero ni reservas, porque se esperaba encontrar un enemigo débil y desmoralizado; ni siquiera se habían preparado puentes de campaña para atravesar el Manzanares, un río pequeño casi seco, encajonado en un canal[44]. Como si estuviera en los tiempos de Napoleón, Varela ordenó que la tropa asaltara los puentes, los tomara y atravesara por ellos.

Una casualidad favoreció a los republicanos. El día 7 murió en primera línea un oficial italiano y sobre cuyo cadáver aparecieron los planes de la futura operación. Con los papeles en su poder, Vicente Rojo, jefe del Estado Mayor de Miaja, distribuyó sus fuerzas y, a la vista del desbarajuste con que contaba, ordenó que todas las decisiones sobre la defensa se tomaran en su puesto de mando y, como tenía más hombres que fusiles, situó reservas sin armas cerca del puente de Toledo y de la Ciudad Universitaria, con la intención de que aprovecharan las armas de los muertos y heridos.

Mientras tanto, se organizaban en Albacete las Brigadas Internacionales, inspiradas por comunistas extranjeros, sobre todo franceses, que habían logrado reclutar voluntarios en todo el mundo, no todos los cuales eran comunistas[45]. La llegada de sus primeros batallones a Madrid infundió ánimos a la población; no llegaban a los dos mil hombres, pero su disciplinado desfile por la ciudad demostró a los madrileños que no estaban solos[46].

Como estaba previsto, el gran asalto de Varela comenzó el día 8 y los soldados profesionales de Marruecos avanzaron impetuosamente. Algunos defensores se atemorizaron y huyeron, pero la mayor parte se aferraron a sus posiciones sin dejarse arrollar ni desbandar. La confianza había cegado a Franco y a Varela, lanzándose contra una línea que había preparado la defensa durante un mes y tenía a retaguardia todos los recursos de una gran ciudad.

El Ejército de África se limitaba a unos quince mil hombres, apoyados por una artillería de acción de conjunto de solo nueve baterías de 105 y 155 mm. Desde los edificios más altos, los republicanos observaban todos sus movimientos y trasladaban los refuerzos a través de la red de transportes urbanos. Técnicamente, las tropas de Varela eran muy superiores a los desorganizados defensores de la capital, pero la naturaleza del objetivo les superaba[47].

Vicente Rojo, un inteligente e inexperto oficial de Estado Mayor, planificó las operaciones con todo el rigor académico que le fue posible[48]. Su jefe, el general Miaja, tomó la presidencia de una Junta de Defensa de Madrid formada por todos los partidos y sindicatos, que movilizaron todos los recursos humanos y materiales de la ciudad e impulsaron un espíritu de resistencia inspirado en la Gran Guerra, incluso con su principal lema, «¡No pasarán!», convertido en símbolo de la resistencia de Madrid y, luego, de la República.

Ambos bandos combatieron con saña durante los cinco primeros días, mientras los aviones rusos trataban de impedir los bombardeos alemanes e italianos. Los días 15, 16 y 17 se luchó ferozmente en la Ciudad Universitaria. Después se sucedieron contraataques de los africanos que solo conquistaron pequeños espacios de terreno. Poco a poco, los contendientes quedaron agotados y los combates languidecieron. El 23, Franco ordenó detener el asalto.

La guerra se internacionaliza y complica

El fracaso de Varela transformó las operaciones que, hasta entonces, se habían calcado de las campañas africanas. A pesar del Comité de No Intervención, la guerra se internacionalizó aceleradamente[49]. Rusos, alemanes e italianos enviaron asesores, técnicos, armas y equipos a los bandos en lucha, que reclutaron soldados forzosos para ampliar sus efectivos[50]. La intervención extranjera resultó desigual[51]. La República obtuvo inicialmente algún material francés y mexicano, para después quedar a expensas de las compras a traficantes internacionales y, sobre todo, de los suministros llegados de la URSS, siempre irregulares tanto en los tiempos de entrega como en la naturaleza de los materiales, pues comprendieron desde magníficos carros y aviones hasta anticuadas ametralladoras Maxim e, incluso, vetustos cañones sin amortiguador hidráulico. A pesar de sus defectos, solo esta ayuda permitió a la República continuar la guerra, mientras las potencias democráticas se mantenían al margen. Con las armas y materiales llegaron asesores rusos, que contaron con gran predicamento, aunque no influyeron en la dirección de la guerra[52]. Posteriormente, los dos bandos recibirían otros combatientes extranjeros[53].

Los suministros alemanes e italianos fueron más continuos y regulares. La ayuda alemana fue mayor hasta que en noviembre de 1936 Italia tomó la delantera: envió grandes cantidades de cartuchos, vigiló la llegada de los barcos rusos con material y sus submarinos torpedearon algunas unidades republicanas. Los alemanes enviaron también instructores para formar oficiales y suboficiales en España; en noviembre organizaron la Legión Cóndor[54], que contaba con unidades de carros de combate, fuerzas de defensa aérea y aviación[55], cuyos oficiales deseaban comprobar la eficacia de los bombardeos aéreos sobre ciudades y encontraron en Madrid un campo de experiencias[56] para los nuevos aparatos y las tácticas que esperaban desarrollar. La guerra española actuó como un campo de instrucción para unidades que llegaban al completo y se relevaban cada tres meses.

La intervención extranjera provocó oleadas de propaganda que buscaban el descrédito del adversario. Los republicanos aireaban la ayuda italoalemana a los franquistas como demostración de su fascismo e identificaban a los soldados marroquíes como el símbolo de la crueldad y el salvajismo. Los nacionales utilizaban a las Brigadas Internacionales y los consejeros y armas soviéticas como argumentos para acusar a los republicanos de títeres del comunismo.

La ayuda extranjera no evitó que gran parte del conflicto fuera primitivo y estuviera mal respaldado por la deficiente industria española. A pesar de todo, ambos bandos abandonaron los toscos métodos de los primeros meses y sustituyeron las columnas por organizaciones militares clásicas, muy difíciles de estructurar en el Ejército Popular, al que le faltaba el entramado básico. Durante toda la guerra sería una fuerza mal equipada e inmersa en un proceso de organización que nunca logró terminar. En cambio, Franco multiplicó fácilmente sus unidades gracias al fermento de sus primeras tropas y la disponibilidad de mandos militares; sin demasiados problemas pudo poner todos los recursos al servicio de la guerra, mientras sus enemigos jamás lo consiguieron.

En las afueras de Madrid se multiplicaron las trincheras, parapetos y refugios. Rojo distribuyó órdenes sencillas y terminantes: resistir sin abandonar ninguna posición, contraatacar ante cualquier avance enemigo y fortificar sin descanso.

El desgaste sufrido durante el asalto había sido tan intenso que las operaciones se detuvieron durante tres semanas. A finales de noviembre, como estaba claro que la capital resistiría, el Gobierno republicano limitó la autonomía de Miaja y reorganizó la Junta de Defensa de Madrid, cambiándole también el nombre. La capital dejó de funcionar como un frente aislado y fue suministrada a través de la carretera de Valencia, que se convirtió en su cordón umbilical, donde Albacete constituía una base logística de primer orden.

Batalla de la carretera de La Coruña

Franco tenía sus tropas detenidas al sur y sudoeste de Madrid, sin poder avanzar hacia el interior, y buscó un nuevo escenario para luchar a campo abierto, donde esperaba que sus tropas pudieran combatir libremente. La zona elegida estaba al oeste de la Casa de Campo, donde se planeó un avance hacia la carretera de La Coruña, distante unos ocho kilómetros.

En el pueblo de Pozuelo, centro de la zona enemiga, estaba situado el puesto de mando de José María Galán, jefe de la III Brigada republicana, todavía en trance de organización, dotada de armamento heterogéneo y con escaso material. Galán era un militar de izquierdas con gran ascendiente sobre sus milicianos, a quienes un decreto acababa de convertir en soldados; habían fortificado parcialmente sus posiciones, cavando tramos de trincheras y reforzando las numerosas casas de campo de la zona.

Varela envió para conquistar Pozuelo una columna africana mandada por Siro Alonso, con algunos carros y cañones de campaña. Su misión resultaba tan simple y lineal como las anteriores: debía marchar seis kilómetros hacia el norte, entre una fuerza de caballería a su izquierda y tropas de la Casa de Campo a la derecha, solo con el apoyo de cuatro baterías de piezas ligeras y sin reservas para apoyar la operación.

Las tres columnas se pusieron en marcha el 29 de noviembre y sorprendieron algunas posiciones republicanas. El resto de los hombres de Galán resistió y Miaja envió en su ayuda a la XI Brigada Internacional. Los republicanos permanecieron en sus posiciones y sus ametralladores se ensañaron tirando al blanco sobre los vulnerables caballos, sin que los dieciséis cañoncitos de los atacantes pudieran evitarlo. El ataque fracasó porque la táctica africana resultaba inútil frente a posiciones medianamente organizadas.

Miaja y Rojo contaban con fuerzas organizadas en cuatro sectores encomendados a Kleber (Lázar Stern), Aureliano Álvarez Coque, Cipriano Mera[57] y Enrique Líster. La organización resultaba tosca, pero comenzaba a funcionar. Era de esperar un nuevo ataque y Rojo repartió instrucciones para seguir fortificando y esperar una nueva embestida enemiga. Como se esperaba, esta se produjo, pero también fracasó ante las fortificaciones contra las que solo se lanzaba infantería.

Dos fallos seguidos demostraron la necesidad de cambiar de táctica y Franco formó el I Cuerpo de Ejército, con Andrés Saliquet al mando, cuyo puesto situó en Ávila. Al norte de la capital se encontraban las divisiones de Soria y de Ávila; al sur, la División Reforzada de Madrid, encargada de tomar la ciudad, y en Cáceres una brigada que no intervenía en la batalla.

La División Reforzada de Madrid, que era la más potente, además de sitiar la capital, desarrollaba la batalla de la carretera de La Coruña. Para el ataque siguiente envió unos diez mil hombres, divididos en dos fuerzas (Eduardo Sáenz de Buruaga y Fernando Barrón), con apoyo de dos compañías alemanas de carros y la caballería de José Monasterio. Debían marchar en una dirección paralela al primer intento y doce kilómetros más al oeste. Esta fuerza, aunque contaba con mayores efectivos, conservaba los primitivos defectos: carecía de reservas y solo contaba con cinco baterías de acción de conjunto.

Las deficiencias republicanas compensaban estos errores. A pesar de los decretos ministeriales, el Ejército Popular no existía, y Luis Barceló, el militar profesional que mandaba los republicanos del nuevo objetivo, solo contaba con unos cuantos batallones a medio organizar en la zona de Boadilla y Villanueva de la Cañada. Los combates comenzaron el 14 de diciembre y a los dos días los republicanos abandonaron Boabilla.

Miaja envió entonces a las únicas fuerzas bien organizadas con que contaba: las XI y XII Brigadas Internacionales y un destacamento de carros rusos, mientras otras unidades intentaban distraer al enemigo con un contraataque en el sur. El mal tiempo y la fatiga detuvieron los combates durante varios días, y Franco ordenó acumular cuantas tropas fuera posible.

Los republicanos habían distribuido las suyas en cinco divisiones y trabajosamente trataban de organizarlas; problema que no afectaba a Franco, que desdoblaba sus unidades[58], aprovechando el reclutamiento forzoso y la ayuda extranjera. Pronto reunió la mayor masa de tropas empleada hasta entonces[59] y preparó un nuevo ataque, con objetivos más amplios, al mando de Luis Orgaz, porque Varela estaba herido.

Esta vez los combates resultaron más duros, pero Orgaz consiguió avanzar y el 6 de enero cortó la carretera de La Coruña. Después prosiguió hacia el este, intentando separar Madrid de las fuerzas republicanas del Guadarrama. El forcejeo resultó brutal; los franquistas contaban con soldados más entrenados y estaban sobrados de municiones de todo tipo; los republicanos resistieron con dureza, pero perdieron Pozuelo, Húmera y Aravaca. El 9 de enero, la infantería africana tomó sus últimos objetivos en la cuesta de las Perdices. Ambos bandos habían luchado ferozmente, hasta llegar al cuerpo a cuerpo y las bombas de mano. Estaban desgastados por una batalla que había costado unos quince mil muertos entre ambos bandos. Las tropas de Franco habían logrado sus objetivos iniciales aunque no pudieron aislar el frente del Guadarrama. Los republicanos habían aprendido a defenderse.

Empate en el Jarama

Terminados los combates al oeste de Madrid, el Estado Mayor de Franco decidió atacar en el sur de la capital para cortar la carretera de Valencia, y Rada, Sáenz de Buruaga, Barrón, Asensio y García Escámez prepararon 20 000 hombres, produciéndose el primer ataque el 6 de febrero de 1937 contra brigadas republicanas que se estaban organizando con reclutas. Los generales republicanos Miaja y Pozas enviaron refuerzos al mando de Modesto y Burillo para contener al enemigo. Los republicanos ocuparon los puentes de Pindoque y San Martín de Valdeiglesias, pero las tropas indígenas se los arrebataron en sendos golpes de mano nocturnos. Dominados los puentes, los franquistas se desplegaron en la ribera opuesta y la batalla se convirtió en un choque frontal donde cada ejército lanzó todos sus medios contra el enemigo. No hubo maniobras, sino acumulación de medios, porque ambos bandos ya contaban con efectivos humanos y armamento suficientes.

El Jarama se convirtió en una batalla de material, donde Franco contó con aviones recién salidos de las fábricas alemanas e italianas[60]. También los republicanos recibieron importantes ayudas aéreas soviéticas[61], que les dieron superioridad aérea al principio de la batalla. Hasta entonces habían combatido en defensiva y ahora necesitaron organizar potentes contraataques que les sirvieron de escuela para maniobrar en campo abierto, primero desmañadamente, después con creciente eficacia.

El 12 por la mañana, la brigada franquista de Asensio ocupó un montículo conocido como el Pingarrón, el punto militarmente más importante de la zona porque dominaba la carretera. Los republicanos enviaron al Jarama la brigada de carros de Pavlov[62] y la XV Brigada Internacional, recién organizada por el Coronel Gal (Janos Galicz), con voluntarios de veintitrés países, entre ellos el célebre batallón americano Abraham Lincoln.

El día 15, el general Pozas, que dirigía a los republicanos, entregó el mando a Miaja, que organizó cuatro divisiones (Walter, Gal, Líster y Güemes) y una fuerza independiente (Modesto). Los bombardeos tomaron protagonismo en ambos bandos, sucediéndose los combates aéreos, donde colaboró un cañón antiaéreo alemán recién fabricado, el célebre 88. El Jarama se había convertido en una batalla de desgaste cuyas operaciones se detuvieron por agotamiento de ambos bandos.

El esfuerzo de todos se dirigió entonces al Pingarrón, donde se habían fortificado el capitán Zamalloa con regulares de Ceuta y alguna caballería. La artillería republicana había alcanzado un nivel apreciable y, desde el 23, concentró sus fuerzas en el montecillo, que luego asaltaron los internacionales. En seis horas de combate ambos bandos enviaron refuerzos al Pingarrón, que cambió tres veces de manos[63] hasta que la noche detuvo la refriega. Era el final de una batalla terminada en tablas, con un enorme desgaste mutuo. El Jarama demostró que la guerra se había internacionalizado y constituyó el primer empate técnico logrado por el núcleo de fuerzas republicanas, fogueadas en la defensa de Madrid[64].

Los ataques en otros frentes

Mientras la batalla de Madrid centraba la principal atención, se desarrollaban ofensivas secundarias. En Andalucía, Queipo de Llano desencadenó un ataque en el frente de Córdoba que le llevó hasta 30 kilómetros del santuario de Santa María de la Cabeza, donde los republicanos tenían sitiado un contingente de la Guardia Civil desde el principio de la guerra.

El bando gubernamental activó varias ofensivas para distraer tropas enemigas de la batalla de Madrid y poner en actividad a los 40 000 hombres que teóricamente formaban el Ejército del Norte, nombre que designaba las diversas milicias situadas en tierras del Cantábrico, donde la organización militar no se había producido.

En la «ofensiva de Villarreal»[65] las milicias vascas pretendieron avanzar hacia Vitoria sin conseguirlo. Su fracaso extendió la idea de concentrarse en la defensiva y la fortificación de Vizcaya. En Asturias, las milicias atacaron el pasillo que unía Oviedo con la retaguardia franquista, cañonearon intensamente la ciudad y mantuvieron una fuerte presión hasta el 17 de marzo, cuando su impulso quedó frenado por las numerosas bajas sufridas. Quedaba demostrado que el Ejército del Norte solo existía sobre el papel, no había superado la fase miliciana, carecía de un mando único obedecido por todos y estaba falto de aviación. La voluntad no bastaba para coordinar algo tan complejo como una gran ofensiva cuyo fracaso costó numerosas vidas y provocó una grave crisis de entusiasmo.

Cerca del frente de Madrid los republicanos desencadenaron la «ofensiva de Sigüenza», que rompió el frente, tomó un par de pueblos y cesó al cabo de once días porque ambos bandos comprendieron que consumía recursos sin incidir en la batalla principal.

Guadalajara

Al iniciarse la guerra, Mussolini envió aviación y unos cientos de hombres. Franco necesitaba la ayuda, deseaba recibir equipo, armas, municiones, sin desdeñar la llegada de hombres equipados y armados. Sin embargo, solo deseaba que estuvieran organizados hasta el nivel compañía a fin de que los mandos superiores fueran españoles.

Mussolini se impacientaba ante la lentitud con que Franco conducía la guerra y, sin atender a los deseos de sus aliados españoles, decidió activarla con sus propias tropas. A finales de 1936 y principios de 1937 los envíos italianos de hombres y material crecieron espectacularmente y, sin permiso de Franco, a mediados de febrero habían llegado a España 84 823 italianos encuadrados militarmente y con el armamento y material necesarios para organizar un Cuerpo de Ejército, el Corpo Truppe Volontarie, mandado por Roatta y otros cinco generales del Ejército regular[66].

Los italianos tenían la experiencia de sus campañas coloniales africanas, donde habían desarrollado una táctica rápida y ligera, «la guerra celere», que pensaban aplicar en España para conseguir una victoria rápida, a pesar de que sus blindados, el carro Fiat-Ansaldo L-3/35 y el autoblindado Ansaldo-Lancia IZ, eran excesivamente ligeros para enfrentarse con los rusos.

Presionaron a Franco para que el CTV atacara Málaga, reducto republicano sin organización militar y solo unido a su retaguardia por la carretera de Almería[67]. Finalmente, el ataque se organizó con dos columnas españolas apoyando al CTV, que llevó el peso de la operación, iniciada el 3 de febrero de 1937 y terminada el 7 con la toma de Málaga[68], prácticamente sin encontrar resistencia.

El fácil triunfo incrementó las presiones de Mussolini, ahora dispuesto a conquistar Valencia. Franco se opuso porque, si los italianos terminaban la guerra por su cuenta, el Duce pretendería convertir España en su satélite. Ante la negativa, el Estado Mayor italiano ofreció la alternativa de que el CTV tomara parte en la batalla de Madrid.

El Estado Mayor italiano había planeado una imaginativa maniobra: atacarían Guadalajara desde el norte, romperían el frente y proseguirían en una maniobra motorizada hacia Alcalá de Henares. Entonces se moverían hacia ellos las tropas españolas del Jarama para aprisionar a los republicanos entre dos fuerzas, cortar la carretera de Valencia y completar el cerco de Madrid.

Concedida la autorización, el ataque comenzó el 8 de marzo, tras un temporal de nieve y lluvia que había convertido los campos en un barrizal cubierto de niebla. Como se esperaba, el ataque desbarató las débiles defensas republicanas. Miaja y Rojo perdieron el control de la situación, enviaron algunas fuerzas a contraatacar mientras preparaban más refuerzos y luego ordenaron a sus mejores unidades que, sobreponiéndose a la fatiga del Jarama, marcharan a taponar las carreteras de la Alcarria por donde llegaba la fuerza enemiga.

Sin embargo, los italianos fueron incapaces de realizar su rápido avance y el desorden consumió su victoria. La magnífica flota de dos mil camiones del CTV embotelló las escasas carreteras mientras resultaba imposible moverse por el campo enfangado. Si entonces Franco hubiera ordenado a sus fuerzas del Jarama que marcharan hacia el norte, como estaba previsto, el desastre republicano habría sido completo. Pero no lo hizo y dejó solos a sus imaginativos aliados.

La maniobra italiana había previsto rápidos movimientos de tropas apoyadas por la aviación y la artillería[69], pero los vehículos apenas podían moverse y la artillería y la aviación no los apoyaban. La niebla cegaba sus observatorios y los aparatos, que actuaban desde aeródromos improvisados, no podían despegar de sus encenagadas pistas de tierra. Comenzaban a producirse choques entre los inexpertos camisas negras y los fogueados internacionales. El mal tiempo favorecía a los republicanos, que necesitaban moverse menos, no tenían el estorbo de los vehículos y estaban apoyados por su aviación, que, al actuar desde aeródromos consolidados, despegaban desde pistas de cemento que no se encharcaban. Libre el cielo de aviones italianos, los republicanos bombardearon y ametrallaron, multiplicando el desorden. El 15, Franco negó a Roatta la autorización para retirar el CTV del campo de batalla y solo le autorizó mantener una pausa hasta el 19. Cuando una mejoría del tiempo permitió que despegaran los aviones italianos ya resultaba imposible enderezar la situación en tierra; desde el día 11, el coronel Jurado con el IV Cuerpo republicano[70] había tomado la iniciativa. Diez días de mal tiempo y los ataques aéreos habían desbaratado al CTV, que emprendió la retirada. Franco no reaccionó hasta el 22, cuando el frente quedó estabilizado.

Guadalajara cerró la gran batalla de Madrid y causó gran efecto en ambas retaguardias. Los republicanos sufrieron unos 2000 muertos y 4000 heridos, frente a 400 muertos y 1800 heridos contrarios. Sin embargo, ganaron la batalla de la propaganda; pudieron exhibir sus 500 prisioneros italianos y capturaron gran cantidad de material. Fue escaso el valor táctico de aquella batalla; sin embargo, supuso una derrota estratégica para Franco, que se vio obligado a abandonar la batalla de Madrid. A cambio, logró una victoria política: desde entonces, Mussolini no pudo disponer libremente del CTV para intentar una guerra por su cuenta[71], Franco utilizó a los italianos como quiso y donde creyó conveniente.

La campaña del Norte

LA CAMPAÑA DEL NORTE

Conquista de Vizcaya

Guadalajara había consumido el último esfuerzo para tomar Madrid. La concentración del poder político y el mando militar en su persona permitía a Franco tomar decisiones estratégicas generales, y optó por cambiar de escenario[72]. Mola y Juan Vigón, su jefe de Estado Mayor, habían organizado una nueva masa de maniobra, basada en las Brigadas Navarras y una Reserva General de Artillería, a las que se unieron las aviaciones alemana e italiana con más de 150 aparatos y el CTV reorganizado, 65 batallones, 250 piezas de artillería y 60 carros de combate.

El norte republicano comprendía Vizcaya, Santander y Asturias, la primera gobernada por el Partido Nacionalista Vasco y las otras dos por sendos comités. Contaban con un Ejército del Norte solo teórico, porque persistía la organización miliciana, y su jefe, el general Llano de la Encomienda, no se entendía con el Gobierno vasco. Este procuraba dirigir la guerra según sus propios criterios en el empleo de sus 27 batallones de infantería, un regimiento de artillería y diversas unidades de servicios que para el Gobierno del lendakari Aguirre eran el Ejército de Euskadi y para el Gobierno de la República el XIV Cuerpo del Ejército Popular. Confiando en las virtudes de la guerra defensiva, se habían fortificado las lindes de Vizcaya, además del llamado cinturón de hierro de Bilbao. A pesar del esfuerzo, el futuro militar se presentaba problemático para un territorio que padecía la falta de aviación, escaso armamento y el bloqueo naval de sus costas[73].

Mola hizo atacar la línea exterior el 31 de marzo, en el sector de Ochandiano y con el objetivo final fijado en Durango. Su táctica consistió en machacar con bombardeos de aviación y artillería las posiciones enemigas antes de que llegara el momento de atacar la infantería. A pesar de su inferioridad en aviación y artillería, las milicias vascas resistieron y Mola no pudo romper la primera línea de defensa hasta el 24 de abril.

A pesar de todo, se demostró la superioridad militar de Mola, y el Gobierno vasco pidió insistentemente a Valencia el envío de aviones. Resultaba difícil, porque los aparatos carecían de autonomía suficiente para llegar en vuelo y fracasaron los intentos de transportarlos en barco o haciendo escala en Francia. Ya era tarde cuando lograron llevar en vuelo algunos I-15 desde Cataluña e I-16 desde el Centro.

La aplastante superioridad aérea de alemanes e italianos castigó la retaguardia vasca con duros bombardeos sobre Durango y, el 26 de abril, sobre Guernica, cuya destrucción provocó una campaña internacional de repulsa[74]. Cuando, el 27, ambas localidades fueron ocupadas por los requetés navarros, los batallones vascos se replegaron al triángulo señalado por los montes Jata, Sollube y Bizcargui, con la finalidad de proteger Bilbao.

Entre el 3 y el 7 de mayo los graves enfrentamientos políticos ocurridos en Barcelona debilitaron al Gobierno Largo Caballero y, en esta situación, el lendakari Aguirre comunicó que asumía personalmente el mando militar de las operaciones en Euskadi. En la misma época, Mola reforzó su masa de maniobra al poner en línea las IV y V Brigadas Navarras, la División italiana veintitrés de Marzo y varios tabores de regulares. Su renovada ofensiva tuvo éxito y, el 9 de mayo, tomó el Sollube[75], un punto esencial de la defensa.

El 17 de mayo se formó el Gobierno Negrín y el general Gámir Ulibarri llegó al norte para tomar el mando de las tropas de Euskadi, mientras Llano de la Encomienda conservaba el mando militar de Santander y Asturias.

El lugar dejado por la muerte de Mola lo ocupó el general Fidel Dávila, que prosiguió las operaciones hasta llegar al cinturón de hierro de Bilbao, que se había construido bajo la inspiración de algunas ideas militares francesas y el éxito de la defensa de Madrid. La táctica defensiva resultó ineficaz ante la prepotencia de la aviación y la artillería, que batían libremente las obras. Los aviones sobrevolaban tranquilamente la línea fortificada y observaban su desarrollo, cuyos planos una traición había puesto en manos de Dávila. El 12 de junio, el punto más débil del cinturón fue machacado por una tempestad de proyectiles y bombas que permitieron a la I Brigada Navarra de García-Valiño atravesarlo aquel mismo día[76]. Durante la semana siguiente los batallones vascos protagonizaron duras resistencias y rendiciones sin combatir mientras caravanas de refugiados civiles y militares huían a Santander. El 19, las tropas de Dávila entraron en Bilbao[77].

Las ofensivas de La Granja y Huesca

La formación del Gobierno Negrín transformó radicalmente la dirección de la guerra. Hasta entonces, los distintos frentes habían sido regidos por su propia dinámica. Largo Caballero se mostraba partidario de decisiones pactadas, en cambio Negrín prefería decidir con criterios personales; además, la pérdida de poder de la CNT incrementó el poder del Gobierno, que, por primera vez, pudo pensar en decisiones estratégicas. El ministro de Defensa, Indalecio Prieto, estaba decidido a dirigir la guerra según criterios técnicos: nombró subsecretarios a cuatro militares profesionales y encomendó el Estado Mayor Central a Vicente Rojo. Sin embargo, la República nunca nombró un general en jefe. Sus principios eran tan civilistas que, hasta el final del conflicto, el Gobierno no declaró el estado de guerra y en muchas de sus instancias políticas nunca desapareció la actitud de desconfianza, o por lo menos de reticencia, hacia los militares profesionales del propio bando. La figura de un general preeminente habría suscitado la repulsa de muchas formaciones políticas y sindicales. Si Rojo fue universalmente aceptado se debió, en buena parte, a que siempre se limitó a su papel, en teoría secundario, de jefe del Estado Mayor Central.

El Ejército Popular estaba mal abastecido, carecía de disciplina interna, escaseaban las reservas y la artillería y la aviación estaban en retroceso. Sin embargo, la batalla de Madrid había entrenado algunas unidades que el Gobierno decidió utilizar y encargó planificar movimientos destinados a distraer las operaciones de Dávila en el norte. Rojo preparó entonces dos pequeñas ofensivas, una en La Granja y otra en Huesca, que debían iniciarse con sendos ataques por sorpresa a fin de compensar la debilidad de la aviación y artillería republicanas.

El 31 de marzo, el coronel Moriones atacó La Granja y Valsaín con dos divisiones de la sierra de Madrid. Tuvo éxito y amenazó Segovia hasta que sus tropas recibieron los ataques de la aviación franquista llegada del frente Norte. En esta situación, bastó que intervinieran pocas tropas de refuerzo para detener la ofensiva el 2 de junio. Al día siguiente, murió Mola al estrellarse su avión cuando se dirigía a inspeccionar el frente de La Granja[78].

El ataque contra Huesca se desencadenó días más tarde. Previamente se trasladó la XII Brigada Internacional desde Madrid a Aragón y desde el 10 se desarrollaron acciones destinadas a engañar al enemigo. El 12, el general Pozas atacó Huesca con fuerzas españolas y la XII Brigada, sin conseguir la sorpresa que pretendía. Atacantes y defensores pelearon con dureza, pero únicamente la XII Brigada estaba acostumbrada a participar en una ofensiva y la situación se mantuvo entre vaivenes hasta que, el 19, llegaron refuerzos franquistas y recuperaron la única posición tomada por los republicanos.

Los planes de Rojo habían chocado con el infierno de la ejecución; La Granja y Huesca demostraron que el Ejército Popular ya era capaz de emprender acciones ofensivas, pero estaba lastrado por graves deficiencias.

Batalla de Brunete

El Gobierno decidió una ofensiva de más envergadura para salvar Santander, y Rojo preparó una operación en el Centro con más de 80 000 hombres, toda la aviación disponible, 100 carros, 30 blindados y 164 piezas de artillería. Miaja tomó el mando de tres Cuerpos de Ejército: el V (Modesto, con las divisiones de Líster, El Campesino y Walter), el XVIII (Jurado y luego Casado, con las divisiones de Galán, Enciso y Gal) y el II (Romero), situado en Vallecas para realizar una maniobra secundaria. Se trataba de fuerzas heterogéneas que solo habían logrado su cohesión hasta el nivel batallón. Las tropas entrenadas se reducían a los Cuerpos V y XVIII, este último recién creado, mientras el II había sido improvisado para la ocasión.

Se eligió para atacar una dura llanura abrasada por el verano, donde los cuerpos V y XVIII debían romper el frente franquista de Madrid y avanzar hacia el sur. El II Cuerpo llevaría a cabo un movimiento secundario para encontrarse con ellos en Alcorcón.

El 6 de julio de 1937, tras una preparación de artillería y aviación, la división de Líster atacó y avanzó 16 kilómetros, rodeando el pueblo de Brunete, un cruce de carreteras que permitiría avanzar hacia Villaviciosa de Odón, Boadilla y Sevilla la Nueva. Los defensores resistieron y Líster, en lugar de bordear el pueblo y continuar hacia el sur, se detuvo todo el día en tiroteos inútiles. A su derecha, la división de El Campesino llegó a Quijorna y también se detuvo. A su izquierda, la división Walter llegó a Villanueva de la Cañada, cuyos defensores se replegaron.

Como tenían por costumbre, casi todas las tropas franquistas defendieron sus posiciones denodadamente, mientras las republicanas atacaron con igual tenacidad. Esta situación favoreció a los defensores, porque los republicanos se entretuvieron en la conquista de los pueblos en lugar de avanzar rápidamente hacia sus últimos objetivos. El retraso permitió que entraran en fuego dos tabores de Regulares, enviados ya el día 5 ante el temor de un ataque.

El 7 comenzó la maniobra secundaria del II Cuerpo que partía de Vallecas. Ya había hecho la mitad del camino cuando sus unidades, sin costumbre de atacar e inseguras en campo abierto, comenzaron a replegarse y todo el Cuerpo regresó a su base de partida. Este fracaso se unió a la excesiva precaución de los mandos republicanos de los Cuerpos V y XVIII, que no se atrevieron a profundizar en el terreno, ignorando las resistencias aisladas. Miaja también temió perder el control de la situación y ordenó permanecer en Brunete hasta que cayeran Quijorna y Villanueva de la Cañada. El Campesino, sin enemigo al frente, no sobrepasó el río Perales, a pesar de tener orden para ello. El 8, el II Cuerpo intentó repetir su fracasada operación, pero el enemigo estaba prevenido y detuvo su avance.

El ataque principal, aunque tenía éxito, avanzaba muy despacio y dio tiempo a Franco para detener la ofensiva sobre Santander y transportar en ferrocarril cuatro divisiones, dos Brigadas Navarras y unidades de carros, caballería y servicios. La llegada de la Legión Cóndor y la Aviación Legionaria[79], dotadas de los nuevos Messerschmitt 109, Heinkel 111 y Savoia 79, arrebató a los republicanos el dominio del aire[80].

El 18, cuando la batalla ya llevaba doce días de duro desgaste, Varela contraatacó y empujó a los republicanos hasta sus bases de partida. El 24, los franquistas recuperaron las ruinas de Brunete en un combate casa por casa y, el 25, un gran bombardeo de artillería y aviación machacó a los republicanos. El 26, Varela quiso aprovechar el desgaste de los agotados republicanos para continuar hasta Madrid, cuyo frente parecía abierto. Entonces Franco ordenó detener la operación y devolver las tropas al norte. Había perdido unos 10 000 hombres y 25 aviones; los republicanos, unos 25 000 hombres y 100 aviones.

Santander

La batalla de Brunete comenzó tarde para ayudar a Bilbao, pero logró retrasar casi dos meses el avance hacia Santander, donde se habían refugiado numerosa población civil y batallones vascos. Las fuerzas republicanas en Santander y Asturias sumaban catorce divisiones, con unas cien piezas y cuarenta aviones, a los que Dávila oponía el CTV, seis Brigadas Navarras, la Brigada de Castilla, unas trescientas piezas, un centenar de carros y otro de aviones. Sus fuerzas no eran más numerosas, aunque resultaban superiores en moral, organización y potencia de fuego. Cuando atacaron el 14 de agosto no encontraron una resistencia encarnizada, y en pocos días tomaron Peña Labra, Reinosa, el puerto del Escudo y Torrelavega.

El 21, algunos batallones vascos abandonaron sus posiciones replegándose a Santoña y Laredo. Dos días después, otros batallones vascos, desobedeciendo las órdenes de Aguirre y de Gámir, marcharon a Santoña, donde ocuparon la Academia de Oficiales y liberaron a 2500 presos franquistas. Era el resultado de largas conversaciones secretas entre dirigentes del PNV, el Vaticano y los jerarcas fascistas italianos que buscaban una paz separada[81]. El 25 llegaron dos barcos donde comenzaron a embarcarse políticos y milicianos vascos mientras nuevos batallones de gudaris se dirigían a los puertos; hasta que Franco tuvo noticias de cuanto sucedía y ordenó que todos los barcos fueran descargados y los batallones que se entregaron fueron considerados prisioneros de guerra y conducidos a campos de concentración.

El 24, las tropas de Dávila habían cortado las comunicaciones entre Asturias y Santander, en cuyos puertos civiles y milicianos buscaban embarcarse para marchar a Francia. Faltaban embarcaciones y, progresivamente, la evacuación se convirtió en pánico, luego en huida desordenada. El 26 entraron en la ciudad tropas navarras e italianas, y el frente santanderino se había desplomado en solo doce días.

Batalla de Belchite

La grave situación del norte inspiró al Gobierno a una nueva batalla de diversión destinada a salvar Asturias mediante una ofensiva en Aragón, donde se acumuló secretamente una masa de maniobra equipada con armas soviéticas recién llegadas.

Privado de otras posibilidades, Rojo preparó un plan parecido al de Brunete: una fuerza atacaría por sorpresa en Belchite, rompería el frente y avanzaría hacia Zaragoza. Una maniobra secundaria se movería al otro lado del Ebro a fin de cortar las vías de comunicación de la capital aragonesa hacia el norte.

Mandaba las fuerzas republicanas el general Pozas y se dieron instrucciones para no repetir el error de Brunete. Fue inútil. El 24 de agosto tuvo éxito el ataque por sorpresa, pero los republicanos se empeñaron en tomar las posiciones enemigas que no se rendían. Aunque habían ocupado casi mil kilómetros cuadrados y sus vanguardias estaban a 30 kilómetros de Zaragoza, en lugar de lanzar el ataque motorizado que estaba previsto contra la ciudad dedicaron los principales esfuerzos a conquistar Belchite y Quinto, que resistían aunque ya habían sido rebasados 15 kilómetros[82].

La maniobra secundaria ni siquiera se puso en marcha, y cuatro días después de comenzar la batalla llegó la contraofensiva franquista, que detuvo el avance republicano. El frente quedó estabilizado el 6 de septiembre.

Un Ejército no se crea en pocos meses, y el Popular no había completado su organización, carecía de cuadros medios eficientes y su reducida masa de maniobra, fogueada en el frente de Madrid, no contaba con el respaldo de las restantes unidades. Era posible romper un frente con esa masa de maniobra mediante un ataque por sorpresa. Sin embargo, no existían reservas para relevar al desgastado escalón de ataque que, además, era víctima de la superioridad aérea enemiga. Todas las grandes ofensivas habían seguido la misma secuencia: tenían éxito inicialmente y luego se detenían hasta que llegaban la aviación y reservas enemigas, que invertían la situación hasta convertir la victoria en un matadero. Ante la insoluble situación, el 30 de septiembre, el coronel Rojo solicitó ser relevado como jefe del Estado Mayor Central. El Gobierno no solo lo mantuvo en su puesto, sino que, el 21 de octubre, lo ascendió a general. El problema no era la dirección de la guerra, sino la imposibilidad de improvisar en poco tiempo un Ejército compacto, equipado y con reservas.

La guerra estaba marcada por la aviación militar que los alemanes e italianos empleaban ofensivamente[83], mientras los republicanos, conocedores de su inferioridad, se concentraban en la aviación defensiva, dando preferencia a los cazas. Los resultados fueron estratégicamente desastrosos porque el bando franquista logró mucha mayor capacidad para el ataque a tierra y la escuadra republicana quedó sin protección. Esta deficiencia se sumó a la falta de petróleo, que Franco obtenía de compañías norteamericanas, y de mandos cualificados. La Marina republicana quedó condenada a la impotencia y la República debió concretarse a una estrategia continental, sin iniciativas aéreas ni navales[84].

Asturias, defensa sin futuro

El 1 de septiembre, cinco días después de dominar Santander, Solchaga atacó por la costa y días después llegó a Llanes, mientras Aranda atacaba por el sur y los italianos permanecían en reserva.

En espera de que la política resolviera su tremendo problema militar, el Consejo de Asturias y León, que presidía Belarmino Tomás, se proclamó soberano, y sustituyó al general Gámir por el coronel Prada cuando solo se contaba con 50 000 fusiles para 80 000 hombres en un territorio bloqueado por mar y tierra, casi desprovisto de aviación y con escasos recursos militares.

La resistencia republicana, apoyada en la dura orografía, era, sin embargo, muy tenaz, especialmente por las tropas de Galán y los milicianos vascos de Ibarrola. Su empecinamiento no podía compensar la inferioridad aérea, artillera y logística. El 1 de octubre la Brigada de Castilla tomó Covadonga; en el sur, Aranda llegó el 4 al puerto de San Isidro, y el 8 llegó Solchaga al Sella, cuyo cauce marcaba una línea fortificada en la que confiaban los republicanos.

Un bombardeo alemán permitió, dos días después, a los navarros desbordar esta línea, que marcaba la última posibilidad defensiva de Asturias. A pesar de todo, la lucha no cedió hasta que, el 20 de octubre, el Estado Mayor Central ordenó la evacuación por mar. Ya el 17, el Consejo había pedido resistir tres días a fin de que los mandos militares y los mejores batallones pudieran marchar a Francia con la intención de proseguir la lucha en el Centro. Los barcos disponibles eran escasos y entre el 20 y el 21 abandonaron Asturias cuantos combatientes, civiles y políticos pudieron embarcar. Prada, Galán y Ciutat, el jefe del Estado Mayor, partieron el 21 por la mañana[85]. Aquella misma tarde la IV Brigada de Navarra entró en Gijón. El frente Norte había desaparecido[86].

La maniobra de Levante

LA MANIOBRA DE LEVANTE

La República, en desventaja

La conquista del norte decidió la guerra, que era eminentemente terrestre dados los secundarios papeles asignados a las flotas, la franquista mandada por el almirante Francisco Moreno Fernández y la republicana por su colega Luis González Ubieta. Durante 1937 se habían hundido los dos viejos acorazados[87] que permanecían uno en cada bando, el España, con los franquistas, y su gemelo el Jaime I, con los republicanos, que también perdieron los destructores Císcar y Ferrándiz, cinco submarinos y vieron limitadas sus operaciones por la falta de petróleo, repuestos, municiones y oficiales competentes[88]. La aviación contraria, que efectuaba frecuentes salidas en busca de los barcos, se beneficiaba de las informaciones facilitadas por los alemanes e italianos[89]. Ya el 22 de noviembre de 1936, un submarino italiano penetró en Cartagena y torpedeó a los cruceros republicanos Miguel de Cervantes y Méndez Núñez. Posteriormente, la marina italiana vigiló la ruta de los mercantes soviéticos que transportaban armas a España y estableció una base para la marina de Franco en la isla de Favignana. Estas intervenciones cortaron el tráfico de mercantes rusos que transportaban armas a los puertos del Levante español. El suministro de armas no se restauró hasta meses después, por una vía que partía del Báltico, pasaba a Francia y atravesaba la frontera española, siempre que lo permitieran las autoridades galas, sujetas a los compromisos de la No Intervención.

La vigilancia de los barcos que transportaban armamento no fue la única actividad naval de los aliados de Franco. En la conquista de Málaga, buques alemanes e italianos informaron sobre los movimientos republicanos en la zona costera. Ambas marinas vigilaban el Mediterráneo en cumplimiento de los acuerdos del Comité de No Intervención y, contra sus instrucciones, recalaban en los puertos de Mallorca e Ibiza.

Los aviones republicanos, más que proteger su propia flota, buscaban a los barcos franquistas. El 22 de febrero de 1937 lograron frustrar el bombardeo naval de Sagunto atacando a los cruceros Canarias, Baleares y Almirante Cervera cuando navegaban hacia la ciudad. En otras ocasiones atacaron al Canarias y al Baleares, las unidades más potentes y modernas de ambas flotas, que interceptaban eficazmente el tráfico naval republicano y bloqueaban sus costas[90]. Creó problemas internacionales que los buques alemanes e italianos amarraran cerca de los españoles en puertos de Baleares. En Palma de Mallorca, bombas republicanas alcanzaron al crucero italiano Barletta y al patrullero alemán Albatros; en Ibiza, al crucero alemán Deutschland. En represalia, el 31 de mayo de 1937 dos barcos alemanes, el acorazado de bolsillo Admiral Scheer y el crucero Leipzig, cañonearon la ciudad republicana de Almería, que carecía de defensas costeras.

Las modernas aeronaves soviéticas, alemanas e italianas hicieron de la aviación un arma decisiva. Los franquistas apoyaron con aviación todas sus operaciones terrestres y ensayaron el bombardeo de ciudades. Contaban con unidades alemanas e italianas llegadas al completo con sus aviones, municiones y equipos de tierra, mientras los republicanos dispusieron de aviones e instructores soviéticos y una intraestructura deficiente. También sufrieron la falta de pilotos, que progresivamente se subsanó formándolos en la URSS en cursillos de seis meses, operación que revistió grandes dificultades.

Terminada la campaña del Norte, las grandes industrias siderúrgicas habían quedado en la zona franquista y todas las armas rusas necesitaban llegar a través de Francia, que no siempre daba facilidades, mientras Franco recibía los suministros italianos y alemanes sin problemas[91]. Esta ventaja no aceleró la lenta estrategia franquista, que desesperaba a sus aliados, sino que, tras la conquista del norte, su acción se hizo más lenta, tímida y conservadora, hasta el extremo de dejar la iniciativa estratégica en manos de los republicanos y procurar sacar únicamente ventaja de los bombardeos aéreos y los contraataques, nunca iniciados sin haber acumulado suficiente artillería, aviación y reservas para ser claramente superior.

El 31 de octubre, Negrín trasladó su Gobierno a Barcelona con la intención de implicar en la guerra toda la capacidad catalana. Poco antes, la aviación italiana había incrementado los bombardeos sobre Cataluña, especialmente sobre Barcelona. Mussolini aprovechaba la ocasión para demostrar a Europa la potencia aérea italiana[92], aprovechándose del desgaste sufrido por los republicanos.

Una vez derrumbado el frente Norte, Franco decidió reanudar la batalla de Madrid en el punto en que la había interrumpido tras la derrota italiana de marzo de 1937. Al comenzar diciembre había acumulado unos cien mil hombres en el frente de Guadalajara para reproducir, con más potencia, el antiguo plan italiano rectificado, que le permitiría cortar la carretera Madrid-Valencia y aislar completamente la capital, que, sin suministros, no tardaría en rendirse.

También el Estado Mayor de Rojo preparaba tres grandes operaciones, una para Andalucía, otra contra Huesca y una tercera contra Teruel. Esta fue elegida cuando el espionaje advirtió que Franco había concentrado una gran masa de tropas cerca de Guadalajara.

Batallas de Teruel y del Alfambra

Durante los tres últimos meses de 1937, Franco recibió 240 aviones y tomó una gran ventaja, mientras los republicanos comenzaban a montar los cazas soviéticos en Reus, Sabadell y Alicante, adonde se habían trasladado las antiguas fábricas de Getafe y Guadalajara.

Negrín decidió salvar Madrid con una ofensiva de distracción sobre Teruel. Tomar una capital de provincia era una gran baza propagandística de fácil realización porque Teruel estaba situado en un saliente del frente, adentrado como una nariz en territorio republicano. Podría conquistarlo una maniobra de doble envolvimiento a cargo del Ejército de Levante y del recién creado Ejército de Maniobra.

Las tropas republicanas se pusieron en marcha secretamente el 15 de diciembre, sin bombardeos previos de aviación ni artillería. El XXII Cuerpo (Ibarrola) envolvió por el norte, el XVIII Cuerpo (Fernández Heredia) por el sur y el XX Cuerpo (Arturo Menéndez) atacó de frente. Al llegar la primera noche, la ciudad había quedado cercada. El 18, los republicanos tomaron La Muela; el 19, el puerto de Escandón, tras un combate muy duro, y el 22 entraron en la ciudad, donde el coronel Rey d’Harcourt se hizo fuerte en varios edificios con 2000 hombres armados y otros tantos civiles.

A pesar de esta resistencia, la caída de Teruel se propagó en ambas zonas con gran impacto psicológico porque un bando estaba acostumbrado a continuas derrotas y el otro a seguidas victorias. Franco varió entonces sus planes y renunció nuevamente a Madrid. Dávila recibió la orden de suspender la operación de Guadalajara y reconquistar Teruel. El día de Navidad el Cuerpo de Castilla (Varela) y el de Galicia (Aranda) comenzaron a moverse acompañados por 296 piezas de artillería. La guerra se desplazaba hacia Levante en uno de los inviernos más duros que se recordaba en la zona[93].

El general Alfredo Kindelán había organizado la aviación franquista en cuatro unidades: la Legión Cóndor, la Aviación Legionaria, la I Brigada Aérea Hispana y las Fuerzas Aéreas de Baleares, además de varios grupos independientes para la cooperación por tierra; en total, más de 400 aparatos bien equipados y puestos a punto. Cuando el 29 de diciembre atacaron, los Cuerpos de Castilla (Varela) y Galicia (Aranda) contaron con una seria protección de la Legión Cóndor mientras Rey d’Harcourt continuaba resistiendo. Tropas de Agustín Muñoz Grandes y de Rafael García-Valiño tomaron La Muela el día 31. Aquella misma noche la temperatura descendió a 18 grados bajo cero y cayó la mayor nevada del siglo. El frío causó estragos en los hombres, detuvo la logística e inmovilizó a los dos ejércitos[94], aunque los franquistas, peor dotados de ropa, llevaron la peor parte. Solo en el interior de la ciudad continuaron los combates. Cuando Dávila intentó reanudar el avance, el frío lo hizo imposible, y el 8 de enero de 1938, Rey d’Harcourt se rindió cuando ya no tenía comida ni medicamentos[95].

El 14, Dávila ordenó a Aranda y Varela que sus tropas rodearan la ciudad y luego la conquistaran. El ataque duró desde el 17 al 22 de enero y fracasó ante las tropas de Hernández Sarabia; el 19 entraron en acción las Brigadas Internacionales que habían descansado durante la primera fase de la batalla. Entre el 25 y el 29, una contraofensiva de Hernández Sarabia recuperó terreno hasta que debió retirarse ante la fatiga de los hombres y la intensidad de los ataques aéreos. El 30, Dávila recibió refuerzos hasta contar con los Cuerpos de Castilla, Galicia, Marroquí y la División de Caballería, preparándose para atacar de nuevo.

Rojo creía que la batalla ya había terminado y en lugar de replegar las unidades a posiciones más ventajosas las dejó inmóviles mientras sus enemigos se reforzaban. La llamada batalla del Alfambra comenzó el 5 de febrero, cuando las catorce divisiones de Dávila empujaron y hundieron el frente de ocho divisiones republicanas[96], y la caballería de Monasterio dio una carga tremenda contra los agotados republicanos, que sufrieron 15 000 muertos y heridos y 7000 prisioneros. Una reacción conjunta de los Ejércitos de Maniobra y Levante intentó taponar la brecha, pero, el 17, Yagüe atravesó el río con el Cuerpo Marroquí mientras los bombarderos republicanos se habían concentrado para buscar la escuadra enemiga. La aviación republicana, mandada por Ignacio Hidalgo de Cisneros, había perdido en aquella batalla bastantes de sus 300 aparatos y la franquista pudo machacar el campo republicano hasta que los hombres perdieron la moral. El 20, Hernández Sarabia ordenó retirarse[97].

La llegada al mar

Franco optó por hacer retroceder el frente de Aragón y conquistar el complicado terreno montañoso del Maestrazgo[98] en lugar de atacar nuevamente Madrid o Cataluña. La maniobra comenzó el 7 de marzo y la situación republicana se vio agravada porque numeroso armamento soviético quedó retenido por las autoridades francesas.

Las mejores tropas republicanas estaban agotadas y muchas fuerzas del frente de Aragón carecían de experiencia. El 10 de marzo, Solchaga reconquistó Belchite y Rojo situó las Brigadas Internacionales en Caspe. La aviación italo-alemana allanó el camino a los italianos, que avanzaban rápidamente. El 16 de marzo, Varela rodeó Caspe y lo tomó al día siguiente. El avance era imparable y los destrozados republicanos perdieron Tardienta y la sierra de Alcubierre, levantaron el cerco de Huesca y, el 3 de abril, Gandesa y Lérida.

La caída de Teruel había desprestigiado al ministro de Defensa, Indalecio Prieto, que se desmoralizó, convencido de que la derrota era ya inevitable. Negrín, acusándolo de derrotista, decidió cesarlo el 29 de marzo, y Prieto dimitió. Negrín asumió entonces directamente la cartera de Defensa.

Mientras tanto, al sur del Ebro, los franquistas avanzaban lentamente y el 30 de marzo llegaron ante Tortosa, donde Líster se había hecho fuerte. Superaron su resistencia y la vanguardia del Cuerpo de Galicia, que iba mandada por Alonso Vega, llegó a Vinaroz el 15 de abril. La España republicana había quedado partida en dos[99].

Las tropas republicanas que habían participado en la batalla resultaron fraccionadas. Al sur de la brecha quedó el Ejército de Levante y parte del de Maniobra, cuyo resto estaba al norte, donde se concentraban las unidades procedentes de Madrid, que eran las mejores del Ejército Popular. Habían sido diezmadas de tal forma que no podía continuar la resistencia, y un ataque contra ellas habría dejado expedito el camino a Barcelona. Sin embargo, Franco ordenó atacar Valencia.

Las operaciones comenzaron el 17 de abril con la intención de conquistar Castellón, Sagunto y llegar a Valencia. A pesar de su desgaste, los republicanos presentaron una resistencia tenaz, de modo que las vanguardias de Aranda no llegaron a Castellón hasta el 14 de junio. Valencia estaba defendida por la línea fortificada Viver-Segorbe-Sagunto, contra la que acumularon los atacantes nuevos recursos. El ataque comenzó el 23 contra Onda, que resistió cinco días. Después, los contraataques republicanos frenaron la ofensiva, que progresó lentamente. Entre el 20 y el 23, ambos bandos forcejeaban con fuerza y los atacantes sufrieron numerosas bajas que les obligaron a detenerse[100]. Entonces llegaron noticias de un ataque republicano en el Ebro[101].

El hundimiento del «Baleares»

Cuando la batalla de Levante presentaba tintes sombríos para los republicanos, levantó su entusiasmo una noticia inesperada: su escuadra había hundido el crucero Baleares, orgullo de la flota enemiga. A finales de 1937, el almirante González Ubieta, jefe de la escuadra republicana, y el comisario Bruno Alonso lograron establecer la disciplina de las tripulaciones e impulsaron su adiestramiento. El 5 de marzo de 1938, la mayor parte de la flota zarpó de Cartagena. Tres lanchas torpederas entregadas por la URSS navegaban protegidas por una flotilla de cuatro destructores y otra de dos cruceros y cinco destructores. Las torpederas regresaron a puerto, por razones mal conocidas, y los restantes buques continuaron su singladura. Antes de amanecer el día 6, la segunda flotilla se encontró con la División de Cruceros franquista[102], que navegaba sin protección de unidades menores y no tuvo la precaución de alejarse para aprovechar la ventaja de su artillería de largo alcance. Su jefe, el almirante Vierna, tomó algunas decisiones imprudentes, que aprovecharon el crucero Libertad para hacer fuego de cañón y los destructores Sánchez Barcáiztegui, Almirante Antequera y Lepanto para lanzar torpedos, uno de los cuales alcanzó al Baleares. El crucero se detuvo con grandes daños y sus compañeros abandonaron el lugar para no ser también alcanzados. También los republicanos se replegaron hacia Cartagena, temerosos de que un nuevo combate desafortunado empañara su triunfo. Dos destructores británicos acudieron en ayuda del Baleares y salvaron a parte de la tripulación; el resto, unos ochocientos hombres, se hundieron con el buque[103].

La batalla del Ebro

LA BATALLA DEL EBRO

El paso del río

Rojo jamás asumió funciones políticas ni desempeñó mandos superiores, limitándose a dirigir la estrategia republicana como jefe del Estado Mayor Central[104]. En cambio, Franco, aunque se reservaba las últimas decisiones militares, se dedicaba preferentemente a la política[105] y descargaba la dirección de las operaciones en su Estado Mayor, donde contaba con hombres tan eficientes como Francisco Martín Moreno, Juan Vigón, Luis Gonzalo, Antonio Barroso y el ministro de Defensa, Fidel Dávila. En esta fase de la guerra, optó por un ritmo aún más lento que el habitual y buscó desgastar al enemigo, aunque fuera a costa de las bajas propias, voluntad que iba a tener su máxima expresión en la batalla del Ebro.

Las tropas republicanas situadas en Cataluña estaban a las órdenes de Hernández Sarabia, que contaba con los Ejércitos del Este (Perea) y del Ebro (Modesto), fruto este último de reorganizar los restos del Ejército de Maniobra, completarlos con reclutas catalanes y equiparlos con los nuevos materiales rusos. A fin de valorar su efectividad, desde el 22 de mayo de 1938 el Ejército del Este atacó Tremp y Balaguer, demostrándose, aunque su organización había avanzado, que quedaba mucho por mejorar.

Al comenzar aquel verano, la aviación de bombardeo italiana se había reforzado seriamente[106] porque Mussolini deseaba dejar constancia internacional del poder fascista. Por su parte, los republicanos recibieron los primeros cazas I-16 con cuatro ametralladoras, que dieron gran resultado. En agosto contarían con 156 cazas frente a 200 franquistas, muchos de los cuales se enfrentarían en el Ebro y Extremadura.

Rojo había estudiado varios planes estratégicos, como reconstituir el Ejército de Maniobra en el Centro, atacar en Extremadura, en el Ebro o ejecutar el Plan P. La decisión de Negrín fue desencadenar una ofensiva en el Ebro, a fin de descargar la presión militar sobre Valencia y alargar la guerra esperando el estallido del conflicto que se adivinaba próximo en Europa. Declarar entonces la guerra a Alemania supondría la alianza automática de Francia e Inglaterra y la salvación de la República.

El plan previsto establecía que el Ejército del Ebro cruzara el río por tres sectores. En el principal actuarían el XV Cuerpo (Tagüeña) en la dirección de la carretera de Flix a Gandesa y el V Cuerpo (Líster) según la carretera de Tortosa a Gandesa, confluyendo ambas fuerzas en la sierra de Cavalls. En dos sectores secundarios cruzarían la 42 División cerca de Mequinenza y la 46 División, más al sur, próxima a Amposta.

Las tropas se entrenaron y los materiales se acumularon en secreto hasta que, durante la noche del 24 de julio de 1938, los republicanos cruzaron el Ebro por sorpresa mediante barcas, plataformas y pasarelas flotantes. Al acabar el día 25, la operación en conjunto había sido un éxito, con una gran cabeza de puente establecida frente a Gandesa y otra menor cerca de Mequinenza. Solamente había fracasado la 46 División, que no cruzó el río.

A la mañana siguiente llegaron la aviación alemana, italiana y española franquista, esta última ya numerosa y dotada de materiales italo-alemanes. Aunque las bombas machacaron los puentes de campaña, el Ejército del Ebro tomó todos los pueblos de la bolsa, profundizó hasta 20 kilómetros de la ribera y, al cuarto día, había llevado al otro lado de la corriente todas las tropas y materiales preparados de antemano.

Proseguir la batalla resultó más difícil e impuso grandes sacrificios. La aviación destruía los puentes durante el día y, durante la noche, los zapadores republicanos tendían otros y cables para cruzar el Ebro con balsas. A los daños producidos por los aviones se unieron las crecidas artificiales del Ebro, porque los franquistas abrían las compuertas de pantanos situados aguas arriba y la corriente se llevaba los puentes, las barcas y las pasarelas.

Mientras tanto, llegaban reservas franquistas a toda prisa para taponar la bolsa. Los republicanos, como siempre, carecían de ellas. Los hombres de vanguardia a los cuatro días de marchar y combatir estaban exhaustos y sedientos en el infierno de julio. Líster, cuya fuerza debía tomar Gandesa, quedó clavado en las afueras del pueblo mientras la guarnición enemiga recibía nuevos refuerzos. Las mejores tropas del Ejército Popular estaban detenidas a lo largo de 30 kilómetros del Ebro, de espaldas a la corriente, y recibieron orden de fortificarse, sin ceder un palmo de terreno.

La batalla de desgaste

El mando republicano se preparaba para una batalla defensiva porque Negrín necesitaba ganar tiempo a fin de buscar una alianza con Francia e Inglaterra mientras se consolidaba la incipiente organización del Ejército Popular. Sin embargo, las circunstancias eran desventajosas para los republicanos, que combatían con un río a la espalda, en inferioridad y sin recibir nuevas armas ni municiones rusas porque estaba cerrada la frontera francesa.

Franco no tenía por qué aceptar aquella batalla. Su situación estratégica era inmejorable. Contaba con suficientes fuerzas para fijar la gran bolsa donde estaba encerrada la élite del ejército enemigo. Le sobraban medios para proseguir desde Lérida la conquista de Cataluña o atacar nuevamente Madrid o Valencia. En cambio, decidió librar en el Ebro una gran batalla de desgaste.

Durante ella desencadenó siete ofensivas sucesivas, apoyadas por un aplastante fuego artillero y aéreo. Fueron ataques en frentes muy estrechos, lineales y violentos como un puñetazo[107]. El primero se dirigió contra la bolsa secundaria de Mequinenza, que los republicanos abandonaron pronto a fin de ahorrarse bajas en una ocupación que ya carecía de sentido. Las básicas de la bolsa principal estaban al norte y sur de Gandesa, en las sierras de Cavalls y Pandols. Al comenzar la segunda ofensiva, la XII División, atrincherada en Pandols, recibió un fuego devastador, seguido de ataques que, durante una semana, desgastaron a los dos bandos. Los franquistas cambiaron entonces de objetivo y atacaron sin resultado La Fatarella a lo largo de otra semana sangrienta. La cuarta ofensiva marchó entre La Fatarella y Pandols hacia Corbera y la Venta de Camposines.

Ninguna de las cuatro ofensivas dio resultado, pero hizo de la batalla un matadero. En el verano abrasador ambos bandos se ensañaron en el ataque y defensa de cada posición, con un terrible balance de víctimas. Cuando la batalla ya duraba tres meses, los defensores se replegaron para hacerse fuertes en las sierras de Cavalls y Pandols, sobre las que se abatió un diluvio de fuego de artillería y aviación. Ambos bandos sufrían un terrible desgaste humano, aunque la capacidad de resistencia republicana estaba limitada por la continua destrucción de los puentes y el cierre de la frontera francesa.

Las esperanzas republicanas crecieron ante la posibilidad de que estallara una guerra europea provocada por las apetencias de Hitler sobre territorio checoslovaco de los Sudetes. Checoslovaquia era un Estado democrático que contaba con la protección francesa y británica, cuya firmeza era la de esperar. No fue así, y, para evitar la guerra, París y Londres dejaron en el acuerdo de Munich las manos libres a Hitler. El Gobierno Negrín comprendió que si las potencias democráticas no defendían Checoslovaquia, mucho menos lo harían con la República española, aliada de la Unión Soviética[108].

La batalla prosiguió sin esperanzas de enlazar con un conflicto internacional. Las tropas de Líster defendían la sierra de Cavalls, que dominaba la llanura de Gandesa y el punto esencial de la batalla, mientras las de Yagüe y García-Valiño intentaban tomarla. Las conversaciones internacionales condujeron a retirar algunos combatientes extranjeros: diez mil italianos de un bando y los internacionales del otro, reducidos a menos de quince mil, parte de los cuales se negaron a abandonar España.

La séptima ofensiva de Franco resultó decisiva. En la madrugada del 30 de octubre, la infantería de García-Valiño asaltó Cavalls, removido por una durísima protección artillera. Después se combatió en lo alto de la sierra durante todo el día. Desde entonces, la batalla quedó decidida, los republicanos fueron replegándose ordenadamente y pasaron el río entre el 7 y el 15 de noviembre. Las últimas fuerzas pasaron secretamente durante la noche. El 16 de noviembre estaban todos en la orilla izquierda[109]. La batalla había durado casi cuatro meses, con más de treinta mil bajas franquistas y casi el doble republicanas.

La ocupación de Cataluña

LA OCUPACIÓN DE CATALUÑA

Ataque al frente catalán y ofensiva de Valsequillo

El desastre del Ebro había desgastado al Ejército de este nombre y se hizo necesario reorganizar los 220 000 soldados que la República tenía en Cataluña, para los cuales faltaban incluso fusiles y ametralladoras. Así se incrementaron las presiones para reclutar más hombres y enviar al frente el mayor número de armas. Todavía no se había restablecido la organización militar cuando las informaciones hicieron creer en la inminencia de un nuevo ataque franquista[110].

Rojo estudió una maniobra de distracción para retrasarlo y dar tiempo a la llegada de nuevas armas que estaban detenidas en Francia. El llamado «plan Motril» establecía que el 8 de diciembre una división republicana rompiera el frente en la dirección Motril-Málaga y una brigada transportada por mar desembarcara en la costa de retaguardia. Málaga y el sur de Granada quedarían amenazados, combinando la acción con otras dos secundarias: un ataque en Córdoba-Peñarroya y otro en el frente de Madrid. El conjunto del plan pretendía poner en peligro los frentes nacionales de Andalucía, para obligar a Franco a enviar reservas desde Extremadura, donde podría desencadenarse otra gran ofensiva republicana. A última hora, el general Miaja y el almirante Buiza se opusieron al plan, que se abandonó cuando ya las primeras tropas se habían puesto en marcha.

Nada impidió que el 23 de diciembre se produjera la ofensiva general franquista contra el frente catalán. Los Cuerpos de Urgel y Maestrazgo atacaron en Tremp al XI Cuerpo republicano. Más al sur, el CTV y el Cuerpo de Navarra cargaron contra el XII Cuerpo en Serós. Los italianos avanzaron rápidamente porque sus enemigos se desbandaron y solo fue posible pararlos con el contraataque de una brigada de la XI División. La falta de camiones impidió enviar más tropas republicanas a taponar la brecha. Al cabo de veintidós días el ataque había logrado sus objetivos generales con un avance de casi 100 kilómetros por unos 120 de ancho, que costó a los republicanos 70 000 bajas y unas 40 000 a los franquistas.

A pesar de haberse anulado el «plan Motril», el Estado Mayor republicano no abandonó la idea de una ofensiva de distracción en Andalucía que también compensara los avances hechos por Queipo de Llano durante el verano anterior. La ofensiva se planeó para el frente de Pozoblanco, que estaba inactivo desde 1937, y donde el 5 de enero de 1939 el XXII Cuerpo Republicano atacó en Valsequillo con dos divisiones y 40 blindados en vanguardia. El frente se derrumbó en la zona de ataque, pero resistieron las posiciones situadas en los bordes de la brecha. Los republicanos avanzaron 20 kilómetros, hasta que, al tercer día, padecieron fuertes ataques aéreos mientras se trasladaban reservas franquistas, incluso desde Cataluña, con las que se organizaron dos grandes agrupaciones. Al tercer día, un gran temporal de lluvia detuvo el avance republicano, que ya padecía los eternos problemas del Ejército Popular, entre ellos la falta de disciplina de los muchos mandos intermedios que no seguían los planes de operaciones. La ofensiva acabó consumiéndose a sí misma y su impulso terminó al chocar con las reservas enemigas.

Llegada a la frontera francesa

La ofensiva en el sur no detuvo la batalla de Cataluña, donde Rojo pretendió establecer sucesivas líneas de defensa, imposibles con aquel ejército agotado, cuya derrota total se adivinaba. Los atacantes cargaron contra el Ejército del Este, que defendía la zona norte, y una vez que tomaron el punto clave de Artesa de Segre volcaron sus esfuerzos en el sur, donde estaba el Ejército del Ebro, rompieron el frente en Borjas Blancas y avanzaron hacia Tarragona, donde entraron el 15 de enero. Su avance fue considerable, situándose en la línea Pons-Cervera-Tarragona, mientras fracasaban desesperados intentos republicanos para reactivar la retaguardia, recordando la resistencia madrileña de 1936. El ataque sobrepasó sin problemas el cauce del Llobregat, último obstáculo natural antes de Barcelona[111], que el 22 fue abandonada por los organismos del Gobierno[112]. La población, hambrienta, agotada y desmoralizada, deseaba, por encima de todo, el final de la guerra. Nadie ofreció resistencia a las tropas de Franco, que entraron en la capital catalana jaleadas por sus partidarios, que abandonaban la clandestinidad.

Caída Barcelona, se derrumbó el plan de resistencias sucesivas elaborado por Rojo, mientras caravanas de civiles y soldados marchaban hacia la frontera francesa. En la vanguardia de los franquistas marchaba el CTV, que había mantenido un buen ritmo durante toda la operación. Dadas las circunstancias internacionales, la llegada de italianos a la frontera francesa habría inquietado a las autoridades galas, recelosas ante las ambiciones de Mussolini y ya muy inquietas porque la conquista de Cataluña había situado aviones alemanes e italianos muy cerca de su territorio. El CTV recibió orden de detenerse y dejarse rebasar por las tropas navarras a fin de que ellas tomaran contacto con los franceses. El 1 de febrero se celebró en el castillo de Figueras la última sesión de las Cortes y el 9 se rindieron los republicanos de Menorca. El 10, los navarros controlaron la frontera. En los últimos tiempos, unas cuatrocientas mil personas la habían cruzado para refugiarse en Francia.

El final de la guerra

EL FINAL DE LA GUERRA

Entre la voluntad y el desánimo

No todos los republicanos aceptaron que la pérdida de Cataluña suponía el final de la guerra. Azaña y Rojo permanecieron en Francia; sin embargo, Negrín, el 10 de enero, regresó en avión a Alicante con la idea de continuar la lucha en la zona Centro y aquel mismo día se entrevistó con los generales Miaja, jefe del sector Centro-Sur, y Matallana, jefe del Estado Mayor, que no lo recibieron con entusiasmo. Al día siguiente regresaron a España todos los ministros, excepto Giral, que permaneció junto a Azaña, que se negaba a regresar, al igual que los generales Jurado y Hernández Sarabia. En el exilio o en España, la mayor parte de los políticos y jefes militares republicanos consideraban perdida la guerra[113]; sin embargo, Negrín se mostraba decidido a continuar hasta lograr una paz con garantías de que no habría represalias contra los vencidos.

Convocó a los principales jefes militares a una reunión en la base aérea de Los Llanos, donde expuso que habían resultado inútiles sus esfuerzos para lograr la ayuda de Francia e Inglaterra, por cuya razón no había otra posibilidad que seguir luchando hasta conseguir una paz negociada. Los militares no compartieron el voluntarismo del presidente ni tampoco apuntaron salidas posibles a la situación.

El Ejército Popular contaba todavía con medio millón de hombres, la mitad que el franquista, la flota y algunos puertos, entre ellos, la base naval de Cartagena. Sin embargo, el pesimismo había calado y la única institución que claramente apoyaba la idea de luchar era el Partido Comunista. El mismo Gobierno, después de abandonar Barcelona, hasta carecía de una sede fija, algunos de sus ministros se encontraban de misión en el extranjero y el presidente visitaba los frentes.

La sublevación de Cartagena

El Gobierno se instaló finalmente en una finca cercana a Elda, que recibió el nombre clave de Posición Yuste. Mientras tanto, los gobiernos británico, francés y estadounidense deseaban cerrar el capítulo de la guerra española, de la que también se había desentendido Stalin, ahora interesado en pactar con Hitler sus reivindicaciones en Europa oriental. Azaña, conocedor de la situación, el 27 de febrero envió una carta de dimisión al presidente de las Cortes, Martínez Barrio.

El coronel Segismundo Casado, jefe del Ejército del Centro, dirigía una conspiración de diversos grupos militares y políticos que pretendían sustituir al Gobierno Negrín por otro que negociara el final de la guerra. Contaba con la colaboración de personalidades como el socialista Julián Besteiro y el anarquista Cipriano Mera, jefe del IV Cuerpo, y estableció contactos con agentes del SIPM, el servicio secreto de Franco.

El 2 de marzo, el almirante Buiza propuso a los jefes y comisarios de la Marina que, si Negrín no firmaba la paz en cuarenta y ocho horas, la flota abandonara España. Al día siguiente, el Gobierno nombró a Galán jefe de la base de Cartagena, y al teniente coronel Etelvino Vega, comandante militar de Alicante. Galán tomó el mando el 4 por la noche, pero poco después estalló una sublevación y, en poco tiempo, gubernamentales, casadistas y franquistas se apoderaron de las diversas dependencias militares. En pleno caos, una incursión de aviones italianos bombardeó y hundió un destructor y la flota abandonó Cartagena rumbo al puerto argelino de Bizerta.

Los franquistas de Cartagena dominaban la base naval mientras una columna gubernamental se preparaba para asaltarla y se acercaba al puerto un convoy naval con tropas de Franco. El almirante Moreno, al conocer que los gubernamentales estaban a punto de recuperar Cartagena, ordenó que los barcos regresaran, pero dos de ellos, que carecían de radio, penetraron en el puerto y el Castillo de Olite fue hundido por las baterías de costa, pereciendo los más de dos mil hombres que iban a bordo.

El golpe de Madrid

El 5 de marzo, Negrín presidía una reunión en la Posición Yuste. A la misma hora, en los sótanos del Ministerio de Hacienda, cuartel general del mando militar de Madrid, se encontraba Casado con dirigentes socialistas, cenetistas, de Izquierda Republicana y mandos militares. A medianoche, Julián Besteiro, Cipriano Mera y Casado anunciaron por Unión Radio que se había constituido un Consejo Nacional de Defensa con la finalidad de conseguir una paz honrosa.

Los casadistas se apoderaron de Alicante, y Negrín, viéndose aislado, se dirigió al aeródromo de Monóvar, de donde partieron varios aviones con el presidente, algunos ministros y otras personalidades.

El Consejo Nacional de Defensa quedó como único Gobierno republicano de hecho mientras mantenía conversaciones con delegados del Gobierno de Burgos. En la madrugada del 6, chocaron los partidarios del Consejo y los miembros del Partido Comunista, cuyos dirigentes locales desconocían la marcha de Negrín. El Consejo ordenó detener a todos los jefes y comisarios comunistas, y estos, al frente de sus unidades, tomaron diversos edificios y puntos de la ciudad mientras la población contemplaba horrorizada cómo los republicanos se mataban entre sí. Los combates callejeros se mantuvieron con distintas alternativas hasta el atardecer del 10, cuando las tropas de Cipriano Mera dominaron importantes puntos de la ciudad. Durante los combates se habían asesinado prisioneros y los comunistas fusilaron a los coroneles Pérez Gazzolo, López Otero y Fernández Urbano, del Estado Mayor de Casado. Se estima en unos dos mil el número total de muertos de aquellas jornadas. Finalmente, se negoció un alto el fuego efectivo para las ocho de la mañana del 12 de marzo.

En Valencia, los jefes militares lograron evitar el enfrentamiento armado, mientras en otras ciudades como Ciudad Real, Toledo, Jaén y Almería los casadistas detenían a los comunistas. Una vez controlada Madrid, Casado ordenó detener al coronel Luis Barceló y al comisario José Conesa, que fueron juzgados en juicio sumarísimo y fusilados al día siguiente; otros dirigentes comunistas fueron detenidos y encarcelados.

Rendición sin condiciones

El Consejo de Defensa se reunió el 12 para proponer a Franco una paz sin represalias, con diversas garantías como la distinción entre los delitos comunes y políticos, el respeto a la vida y la libertad de los militares que no hubieran cometido delitos comunes y la concesión de un plazo de veinticinco días para poder exiliarse. Después se hizo saber a los agentes del SIPM que los coroneles Casado y Matallana esperaban día y hora para trasladarse a la zona nacional y negociar el cese de las hostilidades[114].

Ambos esperaban que se tuviera en cuenta su condición de militares profesionales y anticomunistas; sin embargo, la respuesta de Burgos fue de rendición incondicional, sin ningún tipo de negociación previa. El 22, el Consejo comprendió la situación, aceptó la rendición incondicional y ordenó a los gobernadores civiles que preparasen la evacuación. Como delegados suyos marcharon a Burgos el teniente coronel Antonio Garijo y el comandante Leopoldo Ortega, a quienes el coronel Ungría, jefe del SIPM, negó cualquier documento escrito y exigió la entrega de la aviación el 25 de marzo y de todo el ejército el 27. En una segunda reunión tampoco lograron ningún tipo de concesiones hasta que el general Martín Moreno ordenó terminar el encuentro.

El 26, las tropas de Franco avanzaron en Extremadura sin encontrar resistencia y al día siguiente ocuparon Almadén y diversas localidades de la provincia de Toledo[115]. El 28, Casado se trasladó en avión a Valencia y el 29 abandonó España en un buque británico. De los miembros del Consejo, solo Besteiro permaneció en su despacho, donde fue detenido por las tropas de Franco que entraron triunfalmente en Madrid.

Más de 150 000 personas, desde políticos y jefes militares hasta mujeres y niños, se habían concentrado en Alicante con la esperanza de poder embarcar y huir. El 28 partió el barco Stanbrook abarrotado de fugitivos y, desde la madrugada del 29, la multitud se concentró en el puerto mientras el coronel Ricardo Burillo se entrevistaba con miembros de la delegación internacional y del Cuerpo consular en espera de que llegase un gran mercante, el Winnipeg, fletado por el Comité Internacional, y otros buques prometidos por el Gobierno francés[116], operación que hicieron imposible el crucero Canarias y el minador Vulcano, situados en la bocana del puerto. Al atardecer del 30, la División italiana Littorio llegó al puerto, donde entraron los minadores Júpiter y Vulcano con tropas españolas. Todos los refugiados quedaron prisioneros[117].

El 1 de abril de 1939, el parte oficial de guerra del Cuartel General del Generalísimo anunció que esta había terminado.