1. Proclamación de la República, Constitución y reformas (Mercedes Cabrera Calvo-Sotelo)

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PROCLAMACIÓN DE LA REPÚBLICA,

CONSTITUCIÓN Y REFORMAS

Mercedes Cabrera Calvo-Sotelo

El desplome de la Monarquía y la proclamación de la República

EL DESPLOME DE LA MONARQUÍA Y LA PROCLAMACIÓN DE LA REPÚBLICA

El 15 de febrero de 1931 se presentó en la cárcel Modelo de Madrid don José Sánchez Guerra. Venía a entrevistarse con los miembros del comité revolucionario, detenidos en vísperas de la intentona insurreccional de diciembre del año anterior, con la que quisieron traer la República. El anuncio de la visita causó el lógico bullicio en la prisión. Sánchez Guerra, antiguo jefe del Partido Conservador monárquico, partícipe destacado en una de las últimas conspiraciones fallidas contra la dictadura de Primo de Rivera, y miembro ahora del grupo de los constitucionalistas, había sido encargado por el Rey, Alfonso XIII, de formar Gobierno tras la crisis del día 14. El general Berenguer, presidente del Gabinete desde la caída de la Dictadura de Primo de Rivera, había cosechado un rosario de anuncios de abstención a su convocatoria de elecciones generales. Desde los republicanos a los socialistas, pasando por los constitucionalistas y otros antiguos políticos de la Corona, dijeron que no concurrirían a ellas. El conde de Romanones y Manuel García Prieto, que permanecían fieles al régimen, desconfiaban de los resultados de una consulta electoral a Cortes y preferían comenzar por unas elecciones locales. El general Berenguer, desasistido, presentó su dimisión: no podía aceptar la responsabilidad de dar a las Cortes el carácter de Constituyentes que muchos reclamaban, ni tampoco someterse a la prelación de unas elecciones locales improvisadas que en nada podrían resolver, en su opinión, el problema político planteado. Creía necesarias unas Cortes ordinarias para, «sometido todo el pasado desde el año 1923 a un voto de indemnidad para la Corona, fortalecer la autoridad moral de esta, legalizando la situación constitucional»[1].

Hacía frío en aquella mañana del 14 de febrero de 1931, cuando Sánchez Guerra anunció su visita. Algunos de los detenidos llevaban dos meses en la cárcel, en la que, según contó uno de los veteranos, Miguel Maura, abundaban los presos políticos. Allí supieron del fracaso de diciembre, pero vivieron unas Navidades «apoteósicas», gozando de una gran libertad que les permitía debatir a diario sobre la situación y el futuro político y recibir casi desde el primer día «visitas multitudinarias», restringidas luego y sustituidas por montañas de cartas. El encuentro con Sánchez Guerra —«sombrero de copa y abrigo de pieles»— se celebró en el locutorio de abogados. Apenas cabían. Delante se colocaron el exministro liberal de la Corona, Niceto Alcalá-Zamora, y el socialista Francisco Largo Caballero; detrás otro socialista, Fernando de los Ríos, y Miguel Maura, hijo del antiguo líder del conservadurismo monárquico, Antonio Maura. Sánchez Guerra dijo que venía a solicitarles su participación en un futuro gobierno, una oferta sin precedentes en la historia de la Monarquía. Alcalá-Zamora puso condiciones, Sánchez Guerra se impacientó, Fernando de los Ríos habló sobre lo histórico del momento y Miguel Maura atajó: «Nosotros con la Monarquía nada tenemos que hacer ni que decir». «Lo suponía —suspiró Sánchez Guerra—: gracias y buenas tardes»[2].

No tardó en renunciar al encargo de formar Gobierno. Tampoco tuvieron éxito en el empeño Romanones, García Prieto ni Melquiades Álvarez. Por fin, el 17 de febrero, en una encerrona en el Ministerio de la Guerra salió un nuevo Gabinete presidido por el almirante Aznar, aunque realmente dirigido por el conde de Romanones, en el que solo figuraban viejos políticos de la Monarquía, sin savia nueva. Dos días después se anunciaba el propósito de convocar elecciones municipales para el 12 de abril, provinciales para el 3 de mayo y generales para el 7 de junio. «No solo por coincidir todos los miembros del Gobierno en que es necesario introducir modificaciones en la Constitución vigente —se decía en la declaración ministerial—, sino con el propósito de abrir, dentro de la legalidad, amplio cauce a todas las aspiraciones, las nuevas Cortes tendrán el carácter de Constituyentes». Eso sí, por imposición de Juan de la Cierva, serían unas Cortes bicamerales y el régimen monárquico no sería objeto de revisión[3].

El año 1930 había sido tan decisivo como algunos auguraron. No iba a resultarle fácil a la Monarquía sobrevivir a la Dictadura caída, ni cerrar con éxito su intento de reorganizar las filas monárquicas en una derecha templada, con Francisco Cambó a la cabeza, y una izquierda liberal, liderada por Santiago Alba. La aceptación por Alfonso XIII del golpe de septiembre de 1923 y de la suspensión de la normalidad constitucional, seguida más tarde del intento de sustituirla por un nuevo orden político, había limado la legitimidad, si no de la Monarquía —aunque también—, sí de la figura del Rey. Seis años de excepcionalidad política anquilosaron las redes clientelares de los viejos partidos dinásticos, faltos de sentido y sometidos a la descalificación pública. La promoción desde arriba de un complejo entramado corporativo y de un único partido, la Unión Patriótica, había facilitado la incorporación a la vida política de nuevas élites, no siempre bien avenidas con las anteriores porque rompieron con muchos presupuestos del conservadurismo y el liberalismo anteriores. Abandonados, cuando no menospreciados y vejados por el Rey, relevantes políticos de la Monarquía hicieron público su distanciamiento de la Corona ya en tiempos de la Dictadura. El liberal Santiago Alba, en quien Primo de Rivera quiso escarmentar a todos aquellos «profesionales de la política», se exilió a París, y allí seguía cuando, en enero de 1930, se abrió un tiempo de incertidumbres al pretender la vuelta a una normalidad constitucional, rota años atrás. No tardaron en encadenarse los actos y conferencias en las que significados políticos confirmaron su desafección al Rey, para declararse, algunos de ellos, abiertamente partidarios de la República. El 13 de abril, en el teatro Apolo, de Valencia, en una de las más sonadas intervenciones, lo había hecho Niceto Alcalá-Zamora, quien, unos días después, en la sociedad El Sitio, de Bilbao, sentenció que la monarquía de Alfonso XIII no cumplía las condiciones que hacían viable una Monarquía en los tiempos modernos y era deber suyo, por tanto, invitar al Rey a que por el bien del país se marchara[4].

El 15 de noviembre de 1930, el periódico El Sol publicaba, bajo el título de «El error Berenguer», un artículo firmado por José Ortega y Gasset, uno de los más renombrados intelectuales del momento. No se trataba, decía el filósofo, de que el Gobierno hubiera cometido errores, sino que era un error en sí mismo al pretender que España volviera a la normalidad por cauces normales, después de siete años de anormalidad. «¡Españoles, vuestro Estado no existe! —terminaba—. ¡Reconstruidlo! Delenda est Monarchia». La llamada al compromiso político había sonado entre las viejas y más nuevas generaciones de intelectuales, desde el regreso de Unamuno y su apoteósica recepción en Salamanca, a los ruidosos discursos de políticos e intelectuales en el Ateneo madrileño, presidido sucesivamente por Gregorio Marañón, Fernando de los Ríos y Manuel Azaña, mientras una oleada de comentarios, escritos, folletos y libelos inundaban la prensa y toda suerte de publicaciones. El 10 de febrero de 1931, firmado por el propio Ortega, junto a Marañón y Pérez de Ayala, apareció el manifiesto fundacional de la Agrupación al Servicio de la República, con la que se pretendía «movilizar a todos los españoles de oficio intelectual» para formar un «copioso contingente de propagandistas y defensores de la República española»[5].

Intelectuales y exministros hirieron de muerte a la Monarquía. Sus declaraciones resultaban más estruendosas que el complejo movimiento de fuerzas políticas que iba dando cauce al nuevo republicanismo. Este se afincaba, en parte, en odres viejos aunque remozados, como el Partido Radical que continuaba presidiendo Alejandro Lerroux. Había también organizaciones con apenas unos años, como la Acción Republicana, cuyo manifiesto fundacional redactó en 1926 un todavía poco conocido Manuel Azaña, y que poco después se unió con los radicales en una Alianza Republicana. Otras eran aún más recientes, como el Partido Radical Socialista apadrinado en 1929 por Álvaro de Albornoz y Marcelino Domingo, o la Derecha Liberal Republicana que en julio de 1930 anunciaron Miguel Maura y Niceto Alcalá-Zamora. Una efervescencia de iniciativas de carácter provincial o regional acompañaba al proceso, cuya fortaleza dependía de su capacidad para resolver la tradicional fragmentación del republicanismo.

Eso fue lo que hicieron en San Sebastián, a mediados de agosto de 1930, representantes de Alianza Republicana, del radical-socialismo y de la Derecha Republicana, de Estat Català y Acció Republicana, y también de la Federación Republicana Gallega. Dar cauce en el pacto a las reivindicaciones autonómicas de los catalanes era uno de los objetivos. En San Sebastián surgió el comité revolucionario, que en los meses siguientes celebró diversas reuniones, primero en casa de Miguel Maura, desde octubre en el Ateneo de Madrid: había que decidir cómo traer la República y también qué República sería aquella. El multitudinario mitin de solidaridad republicana celebrado el 29 de septiembre en la plaza de toros de Las Ventas, de Madrid, y la asamblea nacional de la Alianza Republicana dos días más tarde ofrecieron, por primera vez, la imagen de un movimiento pujante que tuvo su continuidad en todo el país. Al mismo tiempo, hubo conversaciones con las fuerzas a las que se quería incorporar, especialmente con los socialistas y las organizaciones sindicales, la Unión General de Trabajadores (UGT) y la Confederación Nacional del Trabajo (CNT), imprescindibles si se quería que una huelga general acompañase a la insurrección militar que trajera la República. Porque esa fue la vía elegida.

Hasta el 20 de octubre no se decidió la comisión ejecutiva del Partido Socialista, y lo hizo solo por ocho votos a favor y seis en contra, entre ellos el de su presidente, Julián Besteiro. Lo apretado de la votación traslucía el recelo hacia los republicanos, el temor a embarcarse en una aventura incierta que hiciera peligrar las organizaciones asentadas en los años de la Dictadura y, también, el tradicional «obrerismo» celoso del aislamiento y la independencia. Solo cuando el republicanismo dio pruebas de cierta fortaleza y el riesgo de quedarse fuera resultó mayor que el de compartir la apuesta republicana, los socialistas dieron el paso adelante. Temían además que, de no hacerlo, su eterna rival, la CNT, en pleno proceso de reconstrucción aunque cargada de discrepancias internas, obtuviera mayores beneficios. Tras el fracaso del complot revolucionario y complejísimas negociaciones entre Madrid y Barcelona, la central anarcosindicalista aceptó a mediados de noviembre establecer una «inteligencia» con los elementos políticos y sumarse a la huelga general cuando esta se convocara[6].

Pero el paso previo tenían que darlo los militares. Conspiradores había dentro del Ejército desde que Primo de Rivera abriera de nuevo la espita de los pronunciamientos, que luego se volvería en su contra, como lo haría más adelante contra la República. Algunos militares habían organizado ya en 1926 una Asociación Militar Republicana a cuyo frente estaba ahora el general Queipo de Llano, arrestado y obligado a pasar a la reserva por el dictador. Presidía Queipo también un comité militar auxiliar del comité revolucionario. Había tramas y contactos personales con ciertos republicanos, como Alejandro Lerroux, y también con elementos obreros cenetistas y con catalanistas en Barcelona. El director general de Seguridad, el general Mola, tras proceder a una reforma de las fuerzas de seguridad, trataba de controlar un orden público perturbado por los incidentes y tumultos que acompañaban a muchos actos públicos, por las protestas de los estudiantes universitarios que impulsaban a la movilización a las clases medias profesionales, y por los conflictos laborales, insurreccionales y revolucionarios, los convocados por la CNT, que la UGT trataba de templar. Eso fue lo que ocurrió a mediados de noviembre, cuando el sindicato socialista quiso evitar que se convirtiera en una llamada a la huelga general la paralización de Madrid, por reacción a la sangrienta represión del multitudinario entierro de dos obreros de la construcción muertos en accidente de trabajo[7].

La conspiración republicana seguía su complicada marcha, pero la intentona fracasó en medio de iniciativas dispersas, minoritarias y contradictorias: en Jaca, los capitanes Galán y García Hernández, representantes del grupo de oficiales jóvenes radicales partidarios de la insurrección, se adelantaron, fueron detenidos, condenados y ejecutados. Tres días más tarde, el previsto, apenas si hubo movimiento militar en el aeródromo de Cuatro Vientos, en Madrid, y la huelga general naufragó. La República no vendría por la vieja vía del pronunciamiento militar con apoyos revolucionarios. El 20 de marzo de 1931, tres meses más tarde de la intentona de diciembre y uno después de haber sido invitados por Sánchez Guerra a formar parte de un Gobierno de la Monarquía, se celebró consejo de guerra contra el comité revolucionario encarcelado. El consejo, cuyo presidente, el general Burguete, exigió celebrar las sesiones en la Sala de Plenos del Palacio de Justicia, se convirtió en un gran mitin de afirmación republicana, aprovechado por los abogados de los acusados para recalcar, ante un público entusiasta que abarrotaba las galerías, la ilegitimidad de un régimen que gobernaba inconstitucionalmente. Tres días tardó en llegar una sentencia simbólica que, de hecho, significaba la libertad inmediata.

No llegaba a tres semanas el tiempo que faltaba para la celebración de las elecciones municipales anunciadas por el Gobierno. Fue la primera campaña electoral moderna en la historia de España, convertida por la coalición de las fuerzas republicanas y socialistas en un plebiscito entre Monarquía y República, como anunciaron en su manifiesto del 4 de abril y se hartaron de repetir en mítines y actos públicos. Porque esa era, en su opinión, la pregunta que tan hondamente preocupaba a todos los españoles. Semejante reducción les permitía sortear las diferencias entre las fuerzas coligadas y presentar una República respetable, conservadora, como gustaba explicar a Niceto Alcalá-Zamora. Los monárquicos, por su parte, obligados por el empuje desde su izquierda, se debatían entre el recurso a las viejas prácticas clientelares, aprovechando la intervención a su favor de los gobernadores civiles y la recuperación de los viejos entramados caciquiles, y la necesidad de lanzarse a una campaña electoral efectiva. El «encasillado» que habían hecho meses atrás, en diciembre de 1930, cuando Berenguer quiso convocar elecciones generales, les permitió un optimismo que aún conservaban. En marzo de 1931, Francisco Cambó había promovido la formación de un Partido de Centro Constitucional, una fusión de regionalistas, mauristas y otros grupos conservadores de diversas provincias, acogido por la prensa como ejemplo de una derecha «moderna y europea». Llegaba, quizá, un poco tarde. Por otro lado, la Unión Monárquica Nacional, fundada en abril de 1930 con José Antonio Primo de Rivera, el hijo del dictador, como secretario general, reivindicó la herencia de la Dictadura. Rompió las tradiciones liberales con un lenguaje radical que incomodaba y rechazaban los viejos políticos pero que, quizá para desgracia de estos, se convirtió en protagonista de la campaña, desplazando la defensa de la Monarquía. Pese a la resistencia de algunos monárquicos constitucionalistas a compartir cartel con quienes durante la Dictadura habían sido sus enemigos, hubo candidaturas únicas en Madrid y en la mayoría de las provincias. Eso, y que la proclamación de candidatos elegidos por el artículo 29 arrojó una mayoría de concejales monárquicos, les permitió confiarse[8].

Sufrieron un inmediato varapalo cuando comenzaron a llegar las primeras noticias de los resultados, la misma tarde del 12 de abril. «El Gobierno descontaba la derrota monárquica en Madrid —escribió, recordando aquellos momentos, el conde de Romanones—, pero nunca pudo sospechar un barrido tan completo en toda España». No fue en toda España, como dejaba claro la Hoja Oficial del Lunes del día 13, pero sí en las grandes ciudades y en otras menos previsibles, como el feudo romanonista de Guadalajara. Fue ese repentino estado de ánimo reflejado en las palabras del conde lo que precipitó un desenlace en absoluto imaginado. Pesó también el anuncio del general Sanjurjo, director de la Guardia Civil, de que gran parte del Ejército y del instituto armado que dirigía se mantendrían neutrales ante los resultados electorales. El propio ministro de la Gobernación, Berenguer, mandó a los capitanes generales un telegrama cifrado —pero publicado por la prensa al día siguiente— urgiéndoles a mantener la disciplina para que el país pudiera seguir «el curso lógico impuesto por la suprema voluntad nacional». No se convocó Consejo de Ministros hasta el lunes por la tarde: cuatro dijeron que el resultado de las elecciones restaba autoridad al Gobierno y quisieron dimitir, mientras Juan de la Cierva, casi en solitario, se manifestó dispuesto a presidir un Gobierno que defendiera la Monarquía a cualquier coste. Tras tres horas de discusión, el conde de Romanones, que había abogado por declarar inmediatamente la crisis y dejar expedita la actuación del Rey, sacó del bolsillo una nota que llevaba previamente preparada, aconsejando en breve plazo una consulta a la voluntad nacional en elecciones generales[9].

A la mañana siguiente, 14 de abril, el Rey no consideraba todo perdido. Alarmado, Romanones le mandó mensaje de que no cabía sino una renuncia y una ordenada transmisión de poderes, única manera de hacer posible una pronta vuelta por clamoroso llamamiento popular. Cuando llegó a Palacio, la actitud de Alfonso XIII era menos optimista y, tras decidir quemar el último cartucho consultando a los constitucionalistas, ordenó a Romanones la «penosa» tarea de entrevistarse con Alcalá-Zamora. El Rey estaba dispuesto a transferir su autoridad a un Gobierno que convocara Cortes Constituyentes, saliendo él mientras tanto del país. Romanones buscó un terreno neutral para su entrevista, la casa de Gregorio Marañón, pero a su petición de unas semanas de tiempo respondió Alcalá-Zamora que acababa de recibir el apoyo del general Sanjurjo, y que daba por perdida la batalla de la Monarquía. El Rey, tras renunciar al Trono en Consejo de Ministros, debía abandonar el país antes de que cayera el sol, saliendo no por Irún, sino por Portugal. De vuelta a Palacio, el Rey oyó su relato y, a la espera de la visita de los constitucionalistas, «para demostrar que la familia hizo por el enfermo cuanto pudo», se celebró Consejo de Ministros en su presencia y se descartó la resistencia. En la nota que finalmente hizo pública lamentaba: «Las elecciones celebradas el domingo me revelan claramente que no tengo hoy el amor de mi pueblo […] Espero conocer la auténtica y adecuada expresión de la conciencia colectiva, y mientras habla la nación, suspendo deliberadamente el ejercicio del Poder Real y me aparto de España, reconociéndola así como única señora de sus destinos»[10].

Alfonso XIII abandonó Palacio antes de las nueve de la noche. Fue una despedida emocionada, no exenta de miradas críticas de muchos cortesanos que pensaban que el Gobierno no le había defendido suficientemente. Para entonces, una multitud se agolpaba frente al Palacio Real. La calle se convertía en una fiesta. Ni Alfonso XIII ni muchos de sus ministros pensaban que aquella despedida fuera definitiva. Tampoco los miembros del Gobierno provisional habían creído hasta entonces que la República pudiera ser una realidad inmediata. Fueron recibiendo las noticias de los resultados electorales y, a las cinco de la mañana del día 13, al salir de la Casa del Pueblo, Fernando de los Ríos había dicho que el triunfo les permitía ir a las elecciones generales en octubre y, de repetirse el éxito, traerían la República en un plazo breve. Pero los acontecimientos se precipitaban. Muchos amigos y correligionarios se concentraron en casa de Miguel Maura. La prensa se hacía eco de noticias y rumores de todo tipo, también sobre la posible declaración de la ley marcial. A las seis de la mañana del 14 de abril, los nuevos concejales habían declarado la República en Éibar. Fueron los primeros. Unas horas más tarde, en Barcelona, Companys y otros concejales electos habían exigido y conseguido el gobierno de la ciudad de manos del alcalde; una hora más tarde, Francesc Macià proclamaba la República catalana dentro del Estado federal español. El ejemplo cundía. En Madrid se había izado la bandera republicana en el Palacio de Comunicaciones. Maura, preocupado por un posible desbordamiento popular y por el vacío de poder que podía producirse, tomó la iniciativa. A media tarde subió en un coche junto con Manuel Azaña, «pálido como un muerto», y se abrió camino hasta el Ministerio de la Gobernación. Otros miembros del Gobierno le seguían en otro coche.

La noticia de que ondeaba la bandera republicana corrió como un reguero de pólvora por Madrid. Hubo muchedumbres en la calle la noche anterior, pero la mañana había sido tranquila. Ahora, las gentes comenzaron a arremolinarse, salían de los cafés y de los establecimientos y se concentraban desde la plaza de Cibeles hasta la Puerta del Sol. Desde Lavapiés y los barrios bajos de Atocha las multitudes invadían el centro de la ciudad. El entusiasmo sucedía a la perplejidad inicial, comenzaba a cantarse la Marsellesa y el Himno de Riego, también la Internacional, mientras se enarbolaban las primeras banderas, republicanas unas, rojas otras. Los retratos y símbolos monárquicos desaparecían de escaparates y portalones. Alcalá-Zamora salió al balcón del ministerio y, en un mensaje transmitido por radio, proclamó la República. Dentro, Miguel Maura iba llamando uno a uno a los gobernadores civiles para que hicieran pacíficamente el traspaso de poderes, y el presidente, tras hablar también por teléfono con los capitanes generales, dictó los decretos de nombramiento de los ministros y el Estatuto Jurídico del nuevo Gobierno. «Nos regalaron el poder», escribió Miguel Maura. «No hicimos sino recoger en nuestras manos, cuidadosamente, amorosamente, pacíficamente a España, a la que habían dejado caer en medio del arroyo». Por fortuna para ellos, de antemano estaba constituido el órgano rector. Una Monarquía que, como algunos decían, había durado quince siglos cayó como un peso muerto que se desploma, minada por todas partes, por la altura y por la base[11].

El Gobierno provisional

EL GOBIERNO PROVISIONAL

El 15 de abril, el Gobierno llamó a finalizar los festejos, recuperar la tranquilidad pública y volver al trabajo, para evitar cualquier merma de su prestigio y autoridad. Al día siguiente se celebró el primer Consejo de Ministros. Lo presidía Niceto Alcalá-Zamora, católico y persona de orden, líder ahora de la Derecha Liberal Republicana e importante protagonista en aquella transición. También lo había sido su compañero de militancia y ahora ministro de la Gobernación, republicano de última hora, Miguel Maura, hermano de Gabriel, miembro del Gobierno recién defenestrado. Alejandro Lerroux, por el contrario, estaba desde hacía más de quince años al frente del partido con más solera y de mayor implantación entre los republicanos, el Radical, si bien era una suma de agrupaciones y órganos regionales muy autónomos, sin apenas organización y con recursos financieros escasos. Era Lerroux la encarnación más acabada de la República para una parte relevante de la opinión pública, muy alejado del populismo que le caracterizó a comienzos de siglo como el Emperador del Paralelo. Las suspicacias de sus compañeros por la imagen clientelar y corrupta que acompañaba a su partido le habían impedido un mayor protagonismo y le llevaron a ocupar un Ministerio que él mismo consideró de segunda, el de Estado, que, además, le alejaba del escenario político. El otro ministro del Partido Radical, el sevillano Diego Martínez Barrio, concejal durante años en su ciudad natal y conspirador contra la Dictadura, tampoco desempeñaba una cartera de primera línea: la de Comunicaciones. El Ministerio de Economía fue ocupado por Luis Nicolau d’Olwer, un profesor ponderado, fundador en 1922 de Acció Catalana, que, poco antes de proclamarse la República, se fundió con Acció Republicana de Catalunya para crear el Partit Catalanista Republicà. Autonomista pero centrado, este partido no había tenido demasiado éxito en las elecciones de abril que consagraron la hegemonía de la Esquerra en Cataluña, pero Nicolau d’Olwer estaba ahí como miembro del comité revolucionario y, por tanto, del gobierno[12].

Más a la izquierda, Manuel Azaña, antiguo militante en el Partido Reformista de Melquiades Álvarez, portavoz ahora de la Alianza Republicana, de vocación oscilante entre el mundo intelectual y la política, radical en su palabra y con fama de huraño, ocupó el Ministerio de la Guerra. El de Marina fue para Santiago Casares Quiroga, abogado coruñés y uno de los principales dirigentes de la Organización Republicana Gallega Autónoma. Álvaro de Albornoz y Marcelino Domingo ocuparon, respectivamente, las carteras de Fomento e Instrucción Pública. Domingo, maestro y periodista, con una larga trayectoria política republicana en Barcelona, fundador y presidente del Partit Republicà Català, y Albornoz, abogado y periodista también, de formación institucionista, habían fundado el Partido Radical Socialista por el descontento con la creciente moderación del Partido Radical de Lerroux, al que ambos habían estado próximos. Defendían una democracia radical, un anticlericalismo rotundo y posiciones muy avanzadas en materia social. Por último, había en el Gobierno tres ministros socialistas. Fernando de los Ríos, ministro de Justicia, era catedrático en la Universidad de Granada, de formación también institucionista, militante desde 1918 en el Partido Socialista y contrario a la colaboración con la Dictadura, como también lo había sido Indalecio Prieto, ahora ministro de Hacienda. Prieto era periodista, autodidacto, pero sobre todo un veterano militante que dimitió de la comisión ejecutiva por discrepar de la contemporización con Primo de Rivera, acudió a título personal a la reunión de San Sebastián y defendió desde un principio el compromiso político con los republicanos. El Ministerio de Trabajo fue para Francisco Largo Caballero, antiguo obrero estuquista, militante del partido y secretario general de la UGT desde 1918. Apoyó la aceptación de cargos públicos durante la Dictadura de Primo de Rivera y fue miembro del Consejo de Estado, aunque después se distanció[13].

Era un Gobierno, por tanto, de amplia y heterogénea coalición, desde la derecha republicana hasta el Partido Socialista, de políticos nuevos como gobernantes, con la excepción de su presidente, aunque gozaran de experiencia en ayuntamientos, en el Parlamento, casi siempre en la oposición, y en otras instituciones. Era lógico que vieran los problemas desde su experiencia anterior, desde una política de escasa movilización, bruscamente interrumpida en su evolución por los años de la Dictadura. Venían cargados, eso sí, de grandes principios, convencidos quizá de que con eso había de bastar para domeñar la realidad, y de grandes proyectos, desde la puesta en pie de un nuevo orden constitucional a la reorganización territorial del Estado, la redefinición de las relaciones con la Iglesia, la transformación del Ejército y la reforma agraria, la regulación de las relaciones laborales y otras mejoras relativas a la clase obrera. Eran cuestiones todas ellas arrastradas durante largo tiempo y cargadas de significado, sobre las que las reuniones celebradas por el comité revolucionario no habían pergeñado un proyecto común. Tampoco eran duchos, ni quizá demasiado sensibles a la importancia de los procesos de deliberación y de toma de decisiones y, por su aversión a la política monárquica, aborrecían las reboticas, los pasillos del Congreso y los salones de las comisiones como antros de perdición de la virginidad política. La sintonía entre los ministros no se adivinaba buena. No solo por discrepancias ideológicas o por la intención paradójica de suscitar desacuerdos de algunos para propiciar apoyos de otros, sino también por disparidades de carácter y de manera de entender su encomienda política. La heterogénea coalición quedaba sostenida por la común pertenencia al Gobierno, pero el trabajo colegiado iba a resultar difícil[14].

Ese Gobierno provisional tenía todos los poderes, aunque, según el Estatuto Jurídico redactado por su presidente, se comprometió a rendir cuentas ante las Cortes en cuanto se reunieran. El Estatuto prometía el respeto pleno a la conciencia individual mediante la libertad de creencias y de cultos y el pleno reconocimiento también del «derecho sindical y la libertad corporativa». Prometía garantizar por ley la propiedad privada, que no podría ser expropiada sino por causas de utilidad pública y previa indemnización. En la primera reunión del Consejo de Ministros, Fernando de los Ríos se apresuró a negar la inminencia de una separación de la Iglesia y el Estado, mientras Indalecio Prieto, preocupado por la fuga de capitales y tratando de evitar el pánico, aseguraba el respeto a los empréstitos, conversiones, créditos y avales de la Dictadura. Algunos ministros se lanzaron de inmediato a legislar por decreto. Especialmente prolíficos fueron Manuel Azaña desde el Ministerio de la Guerra, y Francisco Largo Caballero desde el de Trabajo. Ambos llegaban al Gobierno con objetivos bien pensados y juzgaron urgente su puesta en marcha[15].

Las primeras semanas fueron las de la luna de miel de la República. No sabía qué admirarse más, opinaban algunos, si la moderación del Gobierno o la circunspección de la oposición. Solo hacía falta darle tiempo a la República. Aunque la exigencia de responsabilidades por el golpe de Estado de 1923 y por las actuaciones durante la Dictadura de Primo de Rivera había sido pieza importante de las campañas de la coalición gobernante, y se había incorporado al Estatuto Jurídico del Gobierno como compromiso futuro, no hubo campaña por la «republicanización» de la República, por llevar a cabo una depuración sistemática en todos los niveles de la Administración. Muchos funcionarios permanecieron en sus puestos, y algunos se hicieron republicanos, con gran indignación de quienes, considerándose como tales de toda la vida, aspiraban quizá a reemplazarlos o, al menos, desconfiaban de ellos. Otra cosa fue la política de nombramientos en puestos políticos clave, como el de los gobernadores civiles, que cambiaron. El ministro Miguel Maura tuvo que negociar con los distintos partidos a la hora de nombrarlos, y las decisiones no siempre recayeron en las personas idóneas. Tampoco disponía Maura de unas fuerzas de seguridad adecuadas. La Guardia Civil, disciplinada y quizá suficiente en sus efectivos para las zonas rurales y pequeñas ciudades, no gozaba de buena prensa y tampoco tenían sus miembros una mentalidad predispuesta para afrontar su tarea con nuevas maneras, más acordes con el orden democrático. En las ciudades, los Cuerpos de Vigilancia y Seguridad eran insuficientes en número e ineficaces y mal provistos de recursos. Con la llegada de la República no hubo modificaciones en el Reglamento de la Guardia Civil, como algunos ministros sugirieron, y solo un tiempo más tarde, cuando fue nombrado director general de Seguridad el radical-socialista Ángel Galarza, se decidió crear un nuevo cuerpo de policía, la Guardia de Asalto, cuyos aspectos técnicos, pese a todo, fueron encomendados a un militar, el coronel Muñoz Grandes[16].

Todo el mundo se felicitaba por lo pacífico y festivo del cambio de régimen, máxime cuando los meses previos habían sido agitados. No cabía esperar de momento amenaza seria desde una derecha desconcertada y desperdigada, pero los proyectos insurreccionales, aunque fracasados, desde una extrema izquierda de contornos imprecisos, habían dejado en herencia un radicalismo «ultrarrepublicano» contrario a la República «barata», como parecía, por su moderación, la defendida por el Gobierno. Fue la política de orden público el primer desafío al que tuvo que hacer frente el Gobierno. La luna de miel terminó con los acontecimientos de mayo. El domingo día 10, en la inauguración de los locales del recién creado Círculo Monárquico en la calle de Alcalá, un gramófono colocado en la ventana difundió la Marcha Real y vivas al Rey. Se organizó un tumulto y, poco después, una concentración amenazante ante la sede del diario monárquico ABC, seguida de una carga de la Guardia Civil, con heridos y dos muertos. Por la noche se reunió el Gobierno y Maura exigió que la Guardia Civil disolviera la multitud vociferante en el exterior, que pedía su dimisión. Pero topó con la opinión de otros ministros que temían que la Guardia Civil en la calle convirtiera lo que consideraban un estallido fugaz en una masacre de consecuencias imprevisibles. A la mañana siguiente, mientras el Consejo se reunía de nuevo y circulaban toda suerte de rumores, se recibió la noticia de que estaba ardiendo el convento de los jesuitas de la calle de la Flor. Fue el primero de una quema promovida por grupos de activistas que, tras desalojar de conventos e iglesias a sus ocupantes, arrojaban por las ventanas imágenes y objetos de culto, que ardían en una pira mientras las gentes contemplaban el espectáculo ante la actitud pasiva de las fuerzas del orden. Al tropezar de nuevo con la resistencia del resto del Gobierno, Maura amenazó con dimitir y se retiró a su casa, donde se enteró de la decisión de declarar el estado de guerra y recurrir al Ejército para restablecer el orden. La intercesión de diversas personalidades, y el ruego del propio Alcalá-Zamora, le hicieron rectificar y volvió a la reunión, no sin reclamar y obtener plenos poderes en adelante para utilizar a la Guardia Civil, y nombrar y destituir gobernadores civiles y otras autoridades. Finalmente logró controlarse la situación en Madrid y en aquellas otras ciudades y provincias que vieron también arder conventos e iglesias[17].

Unos achacaron los acontecimientos a una provocación de los monárquicos y justificaron la explosión «popular» como una reacción frente a la irreductible actitud de los católicos frente al nuevo régimen: el pueblo se había adelantado al Gobierno en la defensa de la República. Otros condenaron las dudas y vacilaciones del Gobierno, su retracción inicial y su posterior actitud parcial con la suspensión de la prensa monárquica y católica, y aprovecharon para incidir en la contradictoria actitud entre los ministros. No era solo la política de orden público del Gobierno lo que se puso sobre el tapete, sino también el espinoso problema religioso que, hasta entonces, transcurría por las vías de la negociación y el compromiso. Alentaban este desde el Gobierno el propio Alcalá-Zamora y el ministro socialista de Justicia, Fernando de los Ríos, y, desde el mundo católico, un sector de la jerarquía amparado por el nuncio, monseñor Tedeschini, y por el arzobispo de Tarragona, Vidal y Barraquer, y lo defendían quienes, como el grupo de El Debate, con Ángel Herrera Oria a la cabeza, apostaban por una postura accidentalista.

No era fácil, puesto que si bien oficialmente la Iglesia, una institución poderosa en la España de 1930, recibió la República ordenando a sus ministros y fieles «respeto y obediencia», el 14 de abril había despertado recelos, franco temor e incluso oposición entre algunos prelados que no se recataron en manifestarlo, privada pero también públicamente, en la conferencia extraordinaria de metropolitanos celebrada el 9 de mayo. Pocos días antes, el cardenal arzobispo de Toledo y primado de España, Pedro Segura, representante de las actitudes más integristas, había dirigido una pastoral a todos los obispos y fieles en la que consideraba la proclamación de la República una gran desgracia, al tiempo que elogiaba, agradecido, al monarca destronado y a la Monarquía. Frente a esta posición extrema, la doctrina del accidentalismo sostenida por los más templados no estaba plenamente elaborada, ni contaba con predicamento generalizado en una Iglesia como la española. Por el otro lado, el anticlericalismo estaba bien arraigado en la izquierda republicana y socialista y entre ciertos intelectuales, que identificaban a la Iglesia católica como uno de los más firmes pilares de la Monarquía defenestrada, del viejo orden oligárquico y del oscurantismo padecido durante más de un siglo. Resultaba tentador para la izquierda convertir esa convicción en elemento aglutinante de unas fuerzas políticas en otras cuestiones divididas, a sabiendas de que podía ser un importante elemento de movilización popular[18].

Las primeras medidas del Gobierno republicano, como la voluntariedad de la enseñanza religiosa en la educación primaria, habían sido perfectamente liberales. Tras los acontecimientos de mayo se decretó la libertad de cultos, que Vidal y Barraquer rechazó por considerarla contraria al Concordato y porque debilitaba la posición de los partidarios de la negociación. Las relaciones se enredaron, y a ello contribuyó la decisión de Maura de expulsar del país al obispo de Vitoria, Mateo Múgica, que se había negado a obedecer su indicación de que no hiciera una visita a Bilbao de la que se sospechaba que podrían derivarse graves conflictos. En ese ambiente crispado, el cardenal Segura hizo pública una pastoral supuestamente colectiva de todo el episcopado, y una exposición al presidente del Gobierno en la que se protestaba por las recientes medidas que atentaban, en su opinión, contra los derechos de la Iglesia y la conciencia de los católicos. Segura, que había salido voluntariamente para Roma el 13 de mayo, entró de incógnito otra vez en el país el 11 de junio, solo para ser localizado por orden del ministro y expulsado cuatro días más tarde. El católico Maura hacía uso de los plenos poderes recibidos, no sin que ello le costara un duro enfrentamiento con Alcalá-Zamora. La intervención de una serie de documentos relacionados con Segura, en los que se incitaba a los párrocos a vender los bienes y objetos de valor de sus parroquias, provocó la indignación de los anticlericales y la decisión del Gobierno de prohibir dichas ventas. Forzó también a la Santa Sede a decidir la remoción de su puesto del cardenal primado, quedando la dirección de la Iglesia española en manos de Vidal y Barraquer, lo que, pese a todo, permitió proseguir la vía de la negociación hacia la futura definición constitucional de las relaciones Iglesia-Estado[19].

Los acontecimientos de mayo precipitaron otras decisiones. Una de ellas fue la convocatoria de elecciones municipales en los ayuntamientos en que se habían producido reclamaciones fundadas de los candidatos derrotados. Mientras transcurría el plazo de resolución de dichas reclamaciones —más de dos mil quinientas—, se nombraron comisiones gestoras, decisión que levantó una contundente condena de las derechas, sin que faltara tampoco la de quienes, desde la izquierda, exigieron la disolución de todos los ayuntamientos monárquicos. Se anularon un 5 por 100 de las elecciones, lo que suponía la convocatoria de una nueva consulta en 882 ayuntamientos. Hubo una categórica victoria de los candidatos republicanos y socialistas, que obtuvieron más de cuatro mil concejales frente a algo más de seiscientos monárquicos. La abstención, elevada, lo fue sobre todo entre los sectores más conservadores, en gran medida desorganizados. Las elecciones confirmaron un cambio radical en el poder local, decisivo en aquellos momentos de institucionalización de la República y consolidación de los partidos[20].

También se decidió adelantar las elecciones generales a Cortes Constituyentes para el 28 de junio. El decreto de convocatoria establecía que estarían compuestas por una sola Cámara e investidas del más amplio poder constituyente y legislativo. Ante ellas habría de rendir cuentas el Gobierno provisional y a ellas correspondería nombrar y separar libremente la persona que ejercería la Jefatura del Estado. Habrían de celebrarse los comicios conforme al decreto de 8 de mayo, que reformaba la ley electoral vigente de 1907 y sería aplicable solo para las elecciones a las Constituyentes. Hubo muchas dudas y debate. Se había prometido una República democrática y representativa. Había, por tanto, que enmendar una larga trayectoria de elecciones fraudulentas. Pero, al mismo tiempo, se acusaba la incertidumbre y la necesidad de reforzar unos partidos casi a estrenar. Si para lo primero se creía necesario establecer grandes circunscripciones y aplicar criterios proporcionales, para lo segundo se requería templar la proporcionalidad y evitar así una excesiva fragmentación política. Finalmente, se decidió rebajar a veintitrés años la edad mínima para poder votar y se implantaron las circunscripciones provinciales y el sistema de listas, acabando así con los distritos uninominales, «ancho cauce a la coacción caciquil», como rezaba el preámbulo del decreto. Pero para la distribución de escaños se aplicaría un criterio mayoritario corregido: los electores solo votaban un 80 por 100 aproximadamente del número de diputados que correspondía a su circunscripción, con lo que se garantizaría la representación de las minorías, sin llegar al extremo de la proporcionalidad. Las candidaturas debían obtener más de un 20 por 100 de los votos para proclamarse triunfadoras y, de no conseguirlo, se iría a una segunda vuelta. Podían, además, tacharse o añadir candidatos a las listas. El carácter mayoritario y por lista favorecía las grandes coaliciones, pero posibilitaba también a algunas fuerzas coligadas la obtención de una representación parlamentaria mayor de la que hubieran obtenido de haber acudido en solitario a las elecciones. Es decir, podía no revelar la verdadera fuerza de los partidos participantes. Pero estaban por ver sus consecuencias[21].

En contra de lo que pudo pensarse dos meses antes, en aquella campaña electoral la cuestión del régimen apenas ocupó lugar. Algunos viejos líderes monárquicos, como Santiago Alba, desarbolados y pesimistas, habían disuelto sus antiguas formaciones políticas. Los más comprometidos con la Dictadura de Primo de Rivera habían optado por el exilio temporal ante la amenaza de las responsabilidades. Los seguidores de unos y otros podían optar por integrarse o votar a los partidos republicanos más próximos, la Derecha Liberal o el Partido Radical, así como al Partido Republicano Liberal Demócrata fundado por el antiguo líder del reformismo, Melquiades Álvarez. También podían hacerlo a la Acción Nacional, promovida por Ángel Herrera Oria, director del diario católico El Debate, al amparo de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas y de otras manifestaciones del exitoso asociacionismo católico. Acción Nacional llamó a desarrollar una firme política de masas y a actuar dentro del régimen republicano: «¿República conservadora? ¿República radical, socialista? ¿Quién lo sabe? Lo cierto es que las elecciones decidirán el Gobierno futuro. Es un deber, por tanto, pensar en ellas, prepararse para ellas», había señalado como objetivo El Debate, «inhibiéndose» de las formas de gobierno. Solo los monárquicos más recalcitrantes mantuvieron la confrontación e incluso llamaron a la abstención. Muy pocos, José Calvo Sotelo desde Lisboa, hicieron de la Monarquía y de la colaboración con la Dictadura una baza política[22].

La desaparición del peligro antirrepublicano como elemento de cohesión deterioró la coalición de San Sebastián. La Derecha Liberal Republicana tropezó en muchos lugares con el abierto rechazo de sus antiguos compañeros, que se negaban ahora a compartir lista con ellos por su carácter conservador. En nada ayudó a resolver ese conflicto el que tanto Alcalá-Zamora como Miguel Maura, amén de sus riñas, decidieran no participar personalmente en la campaña y dejaran la tarea en manos de un antiguo monárquico, Joaquín Chapaprieta. Tampoco fueron fáciles las relaciones de la izquierda con el Partido Radical, que había acentuado su discurso mesurado y se había convertido en refugio predilecto, aunque no exclusivo, de antiguos monárquicos, lo que llevó a sus compañeros de coalición a tildarlo de «nido de caciques». Se desmarcaron también muchos radical-socialistas, pero lo hicieron, sobre todo, los socialistas, que ya se habían proclamado en su manifiesto del 1 de mayo «guardianes vigilantes» de una República que había nacido a su calor y a la que estaban dando «un contenido social nutrido de sustancia revolucionaria». La coalición se mantuvo, pero hubo fracturas a nivel local, disparidades y duros enfrentamientos[23].

La campaña electoral y el día de las elecciones transcurrieron sin apenas incidentes. El ministro de la Gobernación había dado instrucciones muy precisas a los gobernadores civiles para garantizar «una neutralidad absoluta en la contienda electoral» y posibilitar el ejercicio del voto en la más absoluta libertad. Las operaciones de escrutinio, largas y complicadas por la novedad, dieron pie a algunas incidencias que habrían de resolver más tarde las Cortes, a las que habían vuelto las atribuciones plenas para resolver sobre las actas. Nadie puso en cuestión la limpieza de la consulta. Hubo, eso sí, una abstención elevada, de un 35 por 100, que se atribuyó a la dejación de las clases más conservadoras, aunque fue más elevada en zonas de implantación izquierdista, probablemente por la abstención defendida por el anarcosindicalismo.

No cupo duda sobre la victoria aplastante de la coalición de republicanos y socialistas y la débil representación de la derecha, confirmada tras la segunda vuelta, de escasa relevancia, celebrada a comienzos de julio. Más difícil era la atribución de un número indiscutible de actas a cada partido. Solo más adelante decidirían muchos diputados su adscripción a unas siglas. Estaba claro que el mayor número de escaños había correspondido al Partido Socialista: del máximo de siete diputados alcanzado antes del golpe de Estado de 1923, llegaban ahora a 113. Los radicales de Lerroux, el segundo grupo en tamaño, tenían 89. A mayor distancia les seguían los radical-socialistas (54), la Esquerra (36), Acción Republicana (30), la Derecha Liberal Republicana (22), los republicanos gallegos (19) y la Agrupación al Servicio de la República (13). En total, la coalición contaba con una aplastante mayoría, casi un 90 por 100 de la Cámara. Agrarios, tradicionalistas, nacionalistas vascos, regionalistas catalanes y Acción Nacional —las derechas, en resumen— apenas rondaban cincuenta diputados en una Cámara que llegaba casi a los quinientos[24].

La composición que iban a tener las Cortes anunciaba una ruptura radical, una absoluta falta de continuidad con el sistema de partidos de la Monarquía, y, al mismo tiempo, una ratificación con creces de quienes habían traído la República y gobernado durante los primeros meses. La legitimación del nuevo régimen aparecía abrumadora y, por ello, propiciaba la tentación de identificar y reservar la República para sí mismos. Casi todo el Parlamento era Gobierno, y así lo celebraron. Pero el Gobierno era plural, y también lo era la Cámara. Hubo, además, sorpresas notables y de consecuencias importantes, como la derrota relativa de la Derecha Liberal Republicana, el partido del presidente del Gobierno. Chapaprieta dimitió inmediatamente, y, pocas semanas más tarde, Miguel Maura anunció su separación de la minoría. Estaba claro que las clases conservadoras, las que votaron, habían preferido otras opciones. Lerroux, que había hecho campaña afirmando la necesidad de consolidar una «República de orden», era para muchos el verdadero triunfador entre los republicanos, hasta el punto de que se rumoreó un cambio de Gobierno en el que asumiría la presidencia. El socialista Indalecio Prieto salió al paso afirmando taxativamente que un Gobierno tal no contaría ni con el apoyo, ni con la colaboración ni la confianza del Partido Socialista. Lerroux atajó y dijo que sería una insensatez que el Gobierno no continuara en su puesto. Había otras prioridades. La fundamental, redactar y aprobar una Constitución[25].

Las Constituyentes

LAS CONSTITUYENTES

El 14 de julio de 1931, aniversario de la toma de la Bastilla, tuvo lugar la solemne apertura de las Cortes Constituyentes. Del hemiciclo del Palacio de Congresos había desaparecido todo lo que pudiera recordar a la Monarquía. No todos los diputados pudieron o quisieron cumplir con el mandato de vestir traje oscuro. Eran casi todos parlamentarios por primera vez y, como dijeron los cronistas más entusiastas, habían sido traídos legítimamente por sus distritos. Representaban al Foro, a la Universidad y a las Casas del Pueblo: abogados muchos de ellos, pero también periodistas, intelectuales, maestros y profesores, médicos y profesionales. Por primera vez también, muchos obreros, y unas pocas, solo tres, mujeres que todavía no eran electoras, pero sí podían ser elegidas. No faltó quien calificara a los nuevos representantes de la nación de masa ingente de políticos improvisados, «diputados por azar», poco dados a la tolerancia en el trato y susceptibles de dejarse llevar por la demagogia. Solo un puñado de los antiguos diputados de las Cortes de la Monarquía permanecían en su puesto; algunos muy señalados, como Santiago Alba o el conde de Romanones. Aquel día, el pueblo de Madrid se había tirado a las calles para verlos. Se apretujaba en las aceras, en los techos de los tranvías y subidos a los árboles, ondeando banderas y dando vivas a la República mientras tocaban las bandas y el Gobierno se trasladaba en coche desde el edificio de la Presidencia hasta el Palacio de las Cortes. «La fecha de hoy es una alta, una suprema cima, una cresta en la Historia de España», dijo Alcalá-Zamora desde la esquina del «banco azul». En nombre de aquella «revolución triunfante», el Gobierno presentaba como ofrenda a la Cámara la «República intacta y la soberanía plena»; una República segura, afirmada, sin peligros que la perturbaran, y una soberanía sin mediatizaciones[26].

Otro poder surgía, pues, junto al Gobierno, pero aún habían de constituirse definitivamente las Cortes. En discutir las actas se tardaba demasiado tiempo, pensaban los más impacientes, deseosos de contar con un instrumento político distinto al del Gobierno. El 22 de julio, algunos diputados de Acción Republicana y radical-socialistas reclamaron la plena soberanía de la Cámara para tratar los problemas de orden público y evitar que el Gobierno legislara por decreto en aquella materia. Se aceleró, pues, la constitución definitiva de las Cortes, que se produjo el 27 de julio. Los había deseosos de que se sancionara la plena soberanía de la Cámara, pero también los había temerosos de que pretendiera ejercer un poder ilimitado. Un grupo de diputados «agrarios», de la derecha, propuso en aquella primera sesión que se procediera inmediatamente a la elección de un presidente de la República. No debía caerse en los errores de la Primera República, donde la coincidencia en una misma persona de la presidencia del Gobierno y del Estado dobló el impacto de cualquier crisis. Las izquierdas entendieron la propuesta como un intento de mediatizar la soberanía de la Cámara, pero fue Alcalá-Zamora quien pidió que no se tomara en consideración la propuesta. Solo se conseguiría reducir al Gobierno a la impotencia, provocando una crisis inmediata. Se desechó por aclamación, como ocurriría en muchas otras ocasiones. Que nadie osara en aquel recinto atacar a la República. A la mínima sospecha se alzaban las voces y los puños[27].

El socialista Julián Besteiro, ratificado en su puesto de presidente de las Cortes, veía la República todavía débil y desvalida, y en su toma de posesión llamó a todos los diputados a cuidarla para que pudiera marchar con la frente alta y el paso seguro. Niceto Alcalá-Zamora, al rendir cuentas de lo hecho por el Gobierno provisional que presidía, habló, por el contrario, de los éxitos de aquella «revolución resuelta, extensa y pacífica», respetuosa y ecuánime, aceptable por todos. Ante la voluntad soberana de las Cortes presentó la dimisión de su Gobierno y apeló a que el que lo sustituyera no fuera un «Gobierno encajonado en una limitación recelosa de facultades». Si resultaba ser él quien lo encabezara, prometía presidir un Gobierno «sin una variación», tal como estaba constituido, fiel a la cohesión que le daba la convicción de que la República era la República de todos, sin desviaciones sectarias, siempre en defensa del interés nacional[28].

Tras la intervención de los diferentes grupos políticos anunciando su postura, José Ortega y Gasset sancionó: no había tiempo que perder; no debían reproducirse escenas lamentables que recordaban tiempos pretéritos. Había tres cosas que no podían hacerse allí: «ni el payaso, ni el tenor, ni el jabalí». Aquella combinación de fuerzas en el Gobierno era la única posible en ese momento, aunque hubiera de cambiar «notablemente» en su modo de gobernación: «Tenéis, pues, que seguir ahí, pero cambiar, engrandecer vuestra política […] tenéis que ser los mismos, solo que un poco otros. Señores ministros, tenéis que sucederos a vosotros mismos». Algunos diputados habían pedido votación nominal, pero el Gobierno recibió la confianza de la Cámara por aclamación, en medio de vivas a la República. Llegó después de un duro debate abierto por el diputado federal, abogado y carnet número 5 de la CNT de Madrid, Eduardo Barriobero, que condenó el tratamiento, «esencialmente monárquico», del orden público y pidió la salida de los socialistas del Gobierno porque, en su opinión, crispaba las actitudes de la otra gran central sindical, la CNT, provocando una «dolorosísima guerra civil» entre dos sectores de la opinión trabajadora. Fueron los socialistas quienes propusieron el nombramiento de una comisión parlamentaria que abriera una investigación sobre los trágicos acontecimientos ocurridos en Sevilla, donde la violencia que acompañó a la convocatoria de una huelga general desembocó en la muerte de cuatro detenidos en el parque de María Luisa cuando eran conducidos por las fuerzas del orden. La proposición fue apoyada por el propio ministro de la Gobernación, Miguel Maura, aunque la Derecha Republicana puntualizó que no debía constituir un precedente para que «constantemente el Poder legislativo pudiera invadir atribuciones del Poder ejecutivo»[29].

Pocos días más tarde el Parlamento dio nuevos quebraderos de cabeza al ejecutivo. El decreto de convocatoria de elecciones a Cortes había encomendado a estas, además de la trascendental misión de elaborar la Constitución y sus leyes complementarias, el juicio por las responsabilidades de la Dictadura, una tarea comenzada por el Gobierno provisional y que se había revelado compleja y delicada. La cuestión había pasado a un segundo plano en las preocupaciones del Gabinete, pero no faltaban diputados que consideraban que las responsabilidades habían sido «la bandera para derrocar un régimen» y su exigencia no podía dejarse en manos de la justicia, porque no haría nada eficaz. Le correspondía a las Cortes la tarea, pero cuando llegó el momento de discutir el Reglamento que la comisión parlamentaria elegida para ello estaba elaborando, hubo quien previno contra el peligro de que, de concedérsele la absoluta libertad de acción que reclamaba, se convertiría en un verdadero Comité de Salud Pública, incontrolable. Era el asunto más grave que se había planteado hasta el momento, del que podrían derivarse graves enfrentamientos de los ministros con las Cortes y con sus propios grupos parlamentarios. «No he arrostrado ni he visto Cámara más hostil que la de aquella tarde», recordó más tarde Alcalá-Zamora al escribir sobre su intervención, en la que propuso separar las labores investigadoras, que corresponderían a la comisión parlamentaria, y las judiciales, que serían encomendadas a los tribunales pertinentes. Manuel Azaña llegó a pensar que el Gobierno «estaba en el suelo» y que podía ser el «fin de la República». Logró encauzarse el desafío, y la comisión tiró piedras contra su propio tejado con sus vacilaciones y detenciones arbitrarias, primero, y ya a finales de noviembre con su primera actuación pública: la acusación al ex Rey, Alfonso XIII, del delito de rebelión militar y de «lesa majestad contra el pueblo». El dictamen de la comisión era largo y farragoso, el debate fue penoso y hubo que forzar una nueva proposición que declaró a Alfonso XIII «culpable de alta traición»[30].

Para entonces, las Constituyentes estaban inmersas en la discusión de la Constitución. El Gobierno había encargado un anteproyecto a una comisión jurídica asesora presidida por Ángel Ossorio y Gallardo, un prestigioso jurista, católico con preocupaciones sociales y una larga carrera política a sus espaldas, que se había declarado en las Cortes «monárquico sin rey al servicio de la República». El texto establecía la libertad de conciencia y de culto, pero concedía a la Iglesia católica un estatuto como asociación de derecho público y se le dejaba abierta la posibilidad de la creación de centros escolares y de que en ellos se impartiera educación religiosa. Proponía también un Parlamento bicameral con un Senado de composición corporativa, auxiliado por consejos técnicos y un consejo jurídico asesor, y un presidente de la República, elegido por las Cortes, con poderes amplios, como el derecho de veto sobre la legislación y el de disolución de las Cámaras. No se pronunciaba sobre la organización territorial del Estado, aunque reconocía la posibilidad de autonomías regionales. El anteproyecto no consiguió la aceptación unánime del Gobierno. Respondía a la idea de República de orden que había defendido, entre otros, la Derecha Republicana, y pareció muy insuficiente a las izquierdas: «Todo nuestro esfuerzo no sirvió para nada», resumió Ossorio más tarde. No iba a haber una propuesta conjunta apadrinada por el Gobierno, que decidió entregar el mandato a las Cortes con todas sus consecuencias. Aún más, se anunció que cada ministro podría opinar y votar conforme a la posición que le pareciera oportuna a él o a su grupo[31].

Para la elaboración de un nuevo proyecto de Constitución se eligió una comisión parlamentaria presidida por el socialista Luis Jiménez de Asúa. En un plazo de apenas veinte días, resolvió una tarea que en otros parlamentos habría durado meses, como reconoció su propio presidente. Aunque Jiménez de Asúa dijo que les había sido de gran ayuda el trabajo de la comisión anterior, el texto que presentó a la Cámara se distanciaba de aquel en puntos clave. No se hablaba de Estado federal, pero sí de un «Estado integral» que vendría a corregir el «férreo» e «inútil Estado unitarista español». Ante la «evidente decadencia del sistema bicameral» en todo el mundo, proponía la existencia de una sola Cámara, «por ser altamente democrática nuestra Constitución» y porque el sistema bicameral era «sobremanera nocivo» y obstaculizador de las leyes progresivas. En cuanto al presidente de la República, no sería ni fuerte ni débil, sino una síntesis de ambas cosas: elegido por el pueblo, no podría disolver la Cámara. En resumen, «sin enmascarar nuestro pensamiento», finalizó Jiménez de Asúa su presentación ante las Cortes, «[quiero] decir que es una Constitución avanzada; deliberadamente lo ha decidido así la mayoría de los comisionados. Una Constitución avanzada, no socialista (el reconocimiento de la propiedad privada le hurta ese carácter); pero es una Constitución de izquierda. Esta Constitución quiere ser así para que no nos digan que hemos defraudado las ansias del pueblo». Nada dijo en su discurso Jiménez de Asúa sobre el tratamiento del problema religioso, pero el nuevo proyecto establecía una drástica separación entre la Iglesia y el Estado, que incluía la disolución de las órdenes religiosas y la nacionalización de sus bienes[32].

El debate constitucional duró más de tres meses. Empezó el 28 de agosto con el debate de la totalidad y siguió el del articulado, para terminar con todo a comienzos de diciembre. Las sesiones, celebradas por la tarde, se prolongaron en muchas ocasiones hasta la madrugada o el amanecer. Mantuvieron en ascuas a la opinión pública, con entusiasmo al principio, aunque al cabo de las semanas se acusó el agotamiento, tanto entre ministros y diputados como en las tribunas y en la prensa. Hubo discursos brillantes e intervenciones sonadas que catapultaron a algunos a la cima, pero también los hubo tediosos, doctrinarios y «de altura», ironizados por algunos comentaristas. Las discusiones y las votaciones pusieron a prueba el funcionamiento y la eficacia de la Cámara, organizada, según el nuevo Reglamento, en grupos parlamentarios. Solo uno, el socialista, la «minoría de cemento» como pronto se la denominó, demostró disciplina, aunque hubiera discrepancias internas. Entre los republicanos resultó muchas veces imposible prever los comportamientos y, en algunos casos, especialmente entre los radical-socialistas, la indisciplina fue la norma. Cuando más falta hacía mostrar una férrea cohesión, escribió uno de ellos, aparecía un grupo de diputados votando contra la mayoría; desobedeciendo el acuerdo que momentos antes se había tomado, salía del salón para no dar el voto y, además, lo comentaba a los periodistas. Tampoco estaban seguros los ministros de contar para sus propuestas con el apoyo del grupo en nombre del cual ocupaban su puesto en el Gobierno, y tenían que emplearse a fondo para convencerlos, sin garantías de conseguirlo. Porque no siempre fueron fáciles las relaciones entre los ministros, sus grupos y los partidos respectivos. En algunos casos, el liderazgo ministerial lo era casi todo; en otros, el grupo era casi el partido, pero también los había en los que la organización extraparlamentaria podía condicionar las grandes decisiones, como ocurría con los socialistas. El haber entregado el Gobierno la iniciativa a las Cortes, renunciando a conducir el debate constitucional, y el que aquellas Cortes, investidas de la plena soberanía, funcionaran bajo tales presupuestos, llevó al Parlamento a convertirse en centro de la vida política, abierta y expuesta, pública, para quien quisiera oír las discusiones o leerlas al día siguiente en la prensa. La misma publicidad alcanzaba de inmediato, por lo tanto, cualquier discrepancia entre los partidos del Gobierno. Porque lo que demostraron las Constituyentes fue que, si bien no había fuerzas políticas relevantes desleales a la República, la abrumadora mayoría gubernamental con la que nacieron ocultaba un pluralismo fragmentado y, todavía más, que los diversos partidos que la integraban tenían proyectos contradictorios y en ciertos extremos incompatibles[33].

Ya en la discusión del título preliminar, la propuesta del socialista Luis Araquistáin de calificar a aquella República, además de «democrática», de «República de trabajadores», fue testimonio a la vez del peso de los socialistas en la comisión parlamentaria y en las Cortes, y del signo de los tiempos, del nuevo constitucionalismo de entreguerras empeñado en el reconocimiento de unos derechos sociales que implicaban la redefinición del derecho de propiedad y la intervención del Estado en la economía. El artículo 1 de la Constitución finalmente aprobado decía: «España es una República democrática de trabajadores de toda clase, que se organiza en régimen de libertad y de justicia. Los poderes de todos sus órganos emanan del pueblo. La República constituye un Estado integral, compatible con la autonomía de los Municipios y de las Regiones».

El debate social volvió a surgir al llegarse al artículo 44, que, aun reconociendo «actualmente» el derecho de propiedad, admitía la expropiación, con o sin indemnización, y subordinaba las fuentes naturales de la riqueza a los «intereses de la economía nacional», sugiriendo una socialización gradual. No fue asunto tan grave, por predecible, la oposición de los «agrarios» a la redacción de aquel artículo, pero sí el voto particular de los radicales, que ya se habían retirado disgustados del hemiciclo cuando se propuso lo de la República de trabajadores, y el intento de transacción, inicialmente fallido, de Niceto Alcalá-Zamora, que, sintiéndose desautorizado, quiso dimitir. Las amenazas fueron neutralizadas por una propuesta, aceptada, de la Agrupación al Servicio de la República, que limitaba la acción expropiadora del Estado, aunque la mantenía incluso sin indemnización en caso de que así lo dijera una ley aprobada por mayoría absoluta[34].

Controvertido también fue el tema de la organización territorial. Se desechó la fórmula de Estado federal y se introdujo el término de «Estado integral», con el que se pretendía integrar en el nuevo Estado la voluntad autonomista de las regiones, dando al mismo tiempo salida al compromiso adquirido con los catalanes en el Pacto de San Sebastián. Aunque muchas fuerzas políticas se declaraban defensoras de la autonomía regional, no era unánime ni clara la opinión sobre su alcance ni en la coalición de Gobierno ni en el interior de cada uno de los partidos. Discrepancias teóricas aparte, que produjeron prolijas disquisiciones en la Cámara, lo que se discutía también era un problema político de reparto de poder. La proclamación de la República había dado alas inmediatas al proceso autonómico en Cataluña, con el reconocimiento de la Generalitat y la aprobación en plebiscito del Estatuto de Núria, entregado formalmente al Gobierno. La Esquerra, partido hegemónico en Cataluña tras las elecciones, había participado en el Pacto de San Sebastián y aceptado que fueran las Cortes las que decidieran al respecto. Sin embargo, el proyecto constitucional planteaba para las futuras autonomías unas competencias menores que las recogidas en el Estatuto de Núria, e Indalecio Prieto acusó a los catalanes de deslealtad, de haber creado en Cataluña un Estado de hecho que pretendían que fuera recogido en la Constitución, mientras Largo Caballero se oponía, tajante, a entregar a Cataluña las competencias en materia laboral. Los radicales, en su mayoría reacios, mantenían la ambigüedad, mientras, por el otro extremo, los «agrarios» se declararon del todo contrarios a cualquier descentralización del Estado[35].

Si la autonomía catalana se convertía en problema dentro de la propia coalición gobernante, el caso vasco resultaba también complejo, pero más ajeno. El nacionalismo vasco, dividido y en complicado proceso de reorganización cuando llegó la República, no había asistido a la reunión de San Sebastián, se había inhibido en el pleito entre Monarquía y República y, pese a su posterior acatamiento al nuevo régimen, era mirado con recelo. Aunque importante, el Partido Nacionalista no era hegemónico en el País Vasco. Las elecciones habían demostrado la existencia allí de un claro pluralismo político. De ahí que el proyecto de Estatuto de Estella propiciado por el nacionalismo, que pretendía facultar un Concordato propio con el Vaticano y limitar los derechos políticos de los inmigrantes, no solo no contaba con el apoyo del resto de las fuerzas políticas vascas, que apadrinaron otros proyectos, sino que tenía pocos visos de salir adelante en las Cortes. Por unos motivos en el caso de Cataluña, por tanto, y otros en el País Vasco, amén de las discrepancias respecto al significado de aquel «Estado integral», no era extraño que no se lograra el acuerdo de las distintas fuerzas políticas, rotas en torno a esta cuestión. Finalmente, Alcalá-Zamora logró colar un dictamen de armonía que dejaba el detalle de las competencias transferibles a la discusión, en su momento, de los diferentes estatutos. Los catalanes aceptaban con ello su discusión parlamentaria y la imprescindible aprobación por las Cortes Constituyentes. El pleito autonomista quedaba encauzado, pero no resuelto[36].

Fue el tema religioso el que provocó la crisis más grave durante el debate constitucional. Tras conocerse los extremos en los que el proyecto de la comisión parlamentaria planteaba la separación de la Iglesia y el Estado, las conversaciones entre el nuncio y Vidal y Barraquer, por un lado, y el presidente del Gobierno, Alcalá-Zamora, y el ministro de Justicia, el socialista Fernando de los Ríos, por otro, trataron de alcanzar un compromiso previo al debate. A mediados de septiembre llegaron al acuerdo de que la Iglesia sería reconocida en su personalidad jurídica, las órdenes religiosas serían respetadas en su constitución y régimen propios, así como en sus bienes, quedando en todo lo demás sujetas a las leyes generales del país, aunque se hacía excepción de lo que pudiera ocurrir con la Compañía de Jesús. Se garantizaba la libertad de enseñanza a todos los españoles, aunque bajo la suprema inspección del Estado, y el presupuesto de culto y clero se extinguiría progresivamente. No era un acuerdo formal y no estaba en absoluto claro que contara con el beneplácito de todos los ministros, pues nunca llegó a someterse a votación en Consejo. Mucho menos cabía pensar que tuviera el apoyo de las distintas fuerzas políticas representadas en el Gobierno. En el debate de la totalidad hubo partidarios de una secularización del Estado, tajante solo en lo relativo al laicismo en la enseñanza, pero también hubo anticlericales extremos y quienes partiendo de una actitud más templada acabaron inclinándose del lado de los segundos, asumiendo la propuesta de la comisión. Tampoco podía contarse con el apoyo a la fórmula de compromiso del conjunto de la Iglesia española y de los católicos, entre quienes la actitud intransigente gozaba de gran predicamento. La imposibilidad de encontrar un terreno común pospuso la discusión del artículo 3, relativo a la aconfesionalidad del Estado. El presidente del Gobierno, Alcalá-Zamora, era optimista respecto a la viabilidad de la transacción, pero Vidal y Barraquer, consciente de la debilidad de la posición política del presidente en la Cámara, trató de tender puentes a otros diputados católicos, e incluso a la minoría radical que, con un Lerroux prácticamente ausente del hemiciclo, mantenía en esto también una posición ambigua[37].

Llegó el momento de discutir el artículo 24 del proyecto constitucional, en el que se decía que todas las confesiones religiosas serían consideradas como asociaciones sometidas a las leyes generales del país; que el Estado no podría sostener, favorecer ni auxiliar económicamente a las Iglesias, asociaciones e instituciones religiosas, y que se disolverían todas la órdenes, nacionalizándose sus bienes. Abrió fuego el ministro de Justicia, Fernando de los Ríos, que no habló como ministro ni como militante socialista, sino a título personal. Para sorpresa de algunos, se mostró ahora contrario a la consideración de la Iglesia como Corporación de Derecho Público, cerrando así el paso a una enmienda del diputado de Acción Republicana Enrique Ramos, que contaba con el apoyo de los radicales y de otros grupos. En los dos días siguientes se oyeron las voces de unos y otros; también la del presidente del Gobierno, que defendió una separación de la Iglesia y el Estado fruto de un acto de concordia, y no de una imposición unilateral. Poco ayudó la intervención del joven diputado de Acción Nacional José María Gil-Robles, quien dijo que los católicos no podían aceptar el principio de la libertad de conciencia e hizo una dura advertencia a la Cámara: el proyecto constitucional significaba «persecución a la Iglesia» y, de aprobarse, ellos declararían abierto «un nuevo período constituyente».

Así las cosas, con la prensa en plena campaña y mítines religiosos en muchas ciudades, el 13 de octubre el Gobierno se reunió solo para confirmar la división interna y las discrepancias incluso entre ministros de un mismo partido, y después lo hizo la comisión parlamentaria. En su nuevo dictamen, la expulsión inmediata de las órdenes religiosas fue sustituida por su sometimiento a una ley especial, y se incluyó un régimen transitorio para las percepciones del clero. Los radical-socialistas lo consideraron una moderación inaceptable y se retiraron en señal de protesta, mientras los socialistas anunciaban la defensa como voto particular del dictamen primitivo, defensa que hizo, además, Luis Jiménez de Asúa. Entonces se levantó Manuel Azaña y pronunció un discurso que le propulsaría al más alto puesto. Dijo Azaña aquello de «España ha dejado de ser católica», refiriéndose a la aprobación —por 267 votos contra 41— del artículo 3 de la Constitución, que declaraba la aconfesionalidad del Estado. Pero su intervención tenía, sobre todo, un objetivo político: cortar el nudo y dar salida a la situación evitando rupturas en la coalición de Gobierno. Había tenido que emplearse a fondo para convencer a su propia minoría de que apoyara la fórmula que iba a proponer, y que endurecía el dictamen al prohibir la enseñanza a las congregaciones religiosas y trasladar la disolución de la orden de los jesuitas al texto mismo de la Constitución. Se trataba de conseguir que los socialistas la votaran. Los radical-socialistas no se sumaron al fervoroso aplauso que acogió el final de su intervención y los socialistas pidieron tiempo para deliberar. Se interrumpió la sesión y muchos diputados se acercaron a felicitarle. Eran las doce de la noche cuando se reanudó. Los socialistas habían anunciado la retirada de su voto particular a cambio de la introducción de algunas adiciones que la comisión, reunida sin la representación de las derechas, aceptó. Tras otro largo debate, a las siete de la mañana se sometió a votación el nuevo texto. Alcalá-Zamora había anunciado su voto en contra, y Miguel Maura, también. Estaban ausentes de la Cámara 223 diputados, voluntaria o involuntariamente. De los presentes, 178 votaron a favor (socialistas, radicales, Acción Republicana y Esquerra) y 59 en contra («agrarios», vasco-navarros y algunos católicos)[38].

Niceto Alcalá-Zamora y Miguel Maura dimitieron. El primero comunicó al Consejo de Ministros el «propósito irrevocable de considerarme fuera de la Constitución y obligado a defender su reforma». No dimitió solo por convicción religiosa, sino porque, como escribió más tarde, el ministro de la Guerra había preparado y concertado la maniobra, sin advertirle siquiera de su propósito de hablar, y porque desde hacía tiempo percibía la gestación de una nueva mayoría en el Parlamento y en el Gobierno. Se abrió una crisis de difícil tramitación. Julián Besteiro, encargado de proponer a quien considerase oportuno la constitución de un nuevo Gobierno, se comprometió a no salir de la Cámara hasta resolverlo y, tras dos horas de interrupción, un nuevo presidente, Manuel Azaña, hizo su entrada en el hemiciclo entre grandes aplausos. Aquel ministro de la Guerra, cuya eficacia como tal ensalzó José Ortega y Gasset, se «había calzado la presidencia» con su discurso. Era la primera personalidad producida por la República, y había nacido en el Parlamento. De la euforia lírica de Alcalá-Zamora se pasaba al fino estilete de cirujano de Manuel Azaña, como escribió Josep Pla[39].

Azaña no introdujo en el Gobierno más variaciones que las imprescindibles. Pasó a Casares Quiroga a Gobernación y puso a José Giral en Marina. Prometió mantener la colaboración con las Cortes para una rápida votación de la Constitución, pero también dijo que no iba a ser aquel un Gobierno transitorio, provisional. Gobernaría con firmeza y el horizonte abierto como si tuviera por delante años de gobernación. Haría respetar la República, y de no serlo, la haría temer, porque aquella República era de todos los españoles, gobernada, regida y dirigida por los republicanos. No tardó en demostrarlo. Pocos días más tarde llevó a la Cámara, con carácter de urgencia y sin tiempo para enmiendas, una Ley de Defensa de la República que Santiago Alba calificó de mucho más grave que el proyecto de ley contra el terrorismo de Antonio Maura o el de huelgas de Canalejas, ninguno de los cuales pudo convertirse en ley bajo la Monarquía. La nueva ley otorgaba al ministro de la Gobernación capacidad para suspender cualquier periódico que quebrantara el crédito o perturbara la paz o el orden público, sin posible recurso en contra, y condenaba «toda acción o expresión que redundara en menosprecio de las instituciones u organismos del Estado». En Consejo de Ministros se había opuesto Azaña a que el proyecto se debatiera previamente en los grupos parlamentarios, porque quienes gobernaban eran ellos, los ministros. Tampoco estuvo dispuesto a admitir demasiadas discusiones en el Parlamento. No era el Gobierno, sino la República, la que necesitaba la ley, porque se gobernaba con una Administración y unos funcionarios heredados, acostumbrados a otros «resortes de mando», y si la conciencia profesional y el sentimiento del deber no bastaban para el correcto cumplimiento de las obligaciones y la adhesión de corazón al nuevo régimen, se demostraría que el Gobierno tenía medios para hacer sentir «todo el peso de su autoridad»[40].

Los últimos debates constitucionales no levantaron las pasiones de los primeros, aunque en ellos se definieron las reglas de la relación entre los poderes. La pretensión de romper con lo que se consideraban vicios de la política monárquica, así como la voluntad de incorporarse al constitucionalismo más democrático y avanzado, tejieron un detallado y complicado juego de pesos y contrapesos. Las Cortes, pieza central del engranaje y salvaguardia del funcionamiento democrático del régimen, serían unicamerales, pese a los argumentos de Alcalá-Zamora, que, ahora desde su escaño, defendió con apasionamiento el bicameralismo como garantía de equilibrio y moderación, y como medio de evitar la confrontación del Gobierno y la Jefatura del Estado con las Cortes. El Gobierno fue reconocido como institución diferenciada y autónoma, por primera vez responsable ante las Cortes. Era el motor de la vida política, pero el deseo de los constituyentes de evitar un ejecutivo fuerte le obligaría a desarrollar una intensa actividad en las Cortes, que tenían además capacidad para limitarlo. La Presidencia de la República, en un intento de compensar los modelos tanto de República parlamentaria como presidencialista y, al mismo tiempo, separarse de las tradiciones doctrinarias de la Monarquía, quedaba sujeta al refrendo ministerial y limitada en la decisiva cuestión de la disolución de la Cámara, que solo podría ejercer el presidente en dos ocasiones a lo largo de un mandato de seis años. Conservaba el jefe del Estado, sin embargo, atribuciones que iban más allá de las meramente representativas y honoríficas: nombraba y separaba libremente al presidente del Gobierno, cuya figura quedaba además constitucionalizada, y podía ejercer veto suspensivo en la promulgación de las leyes. En ciertos aspectos sus funciones no se distinguían de las del Gobierno, mientras que en las que le eran específicas —como la disolución de las Cortes o el veto legislativo— estaba muy limitado. Por otro lado, no sería elegido por sufragio universal y directo, como en un principio se diseñó, sino por un colegio electoral integrado por el conjunto de los diputados y un número igual de compromisarios elegidos por sufragio universal. Un poder ejecutivo dual, fuerte, y a la vez limitado, se superpondría así a la primacía de unas Cortes unicamerales. Eran previsibles los roces y los conflictos[41].

El 9 de diciembre de 1931, las Cortes aprobaron entre aclamaciones el texto definitivo de la Constitución por 368 votos a favor, a los que se sumarían después los de diecisiete ausentes, y ninguno en contra. Pero nacía sin el voto de las minorías de derecha, que habían abandonado el Parlamento el 15 de octubre, tras la aprobación del artículo 26, para declarar después que aquella Constitución no podía ser la suya y que, desde aquel momento, levantaban la bandera de su revisión. Gil-Robles no estuvo de acuerdo con la decisión de dejar sin voz a los católicos en las Cortes, pero se sumó a la campaña revisionista. Como catedrático de Derecho Político, calificó la Constitución de «disparate técnico» y «amasijo de principios contradictorios, que no dejará gobernar a ningún gobierno», y como militante dijo que «en el orden de las libertades públicas es tiránica; en el orden religioso es persecutoria, y en el orden de la propiedad es vergonzosamente bolchevizante». La Constitución republicana nació convertida en símbolo del entusiasmo de la mayoría parlamentaria, pero amenazada por el recelo, cuando no el rechazo, de determinados sectores de opinión. No se limitaba a fijar procedimientos, sometía a derecho las relaciones entre poderes, incorporaba mecanismos de democracia directa y derechos sociales, y fijaba el camino para la solución de conflictos, como el religioso o el de la organización del Estado, sobre los que no se había logrado un acuerdo. Incorporó, además, como texto adicional, la Ley de Defensa de la República, que había levantado fuertes críticas. Más que punto de encuentro, la Constitución corría el riesgo de convertirse en campo de batalla[42].

Sobre lo que debía pasar a continuación venían haciéndose muchas cábalas. Había que elegir presidente de la República, y lo harían, por ser el primero, las Cortes. Se habían barajado varios nombres, pero un mes atrás, en una comida informal en el Restaurante Lhardy en la que se habló también de otras cuestiones trascendentales para el futuro de la República, el Gobierno se había decidido por la candidatura de Alcalá-Zamora, pese a sus declaraciones sobre la revisión de la Constitución. Ahora, 410 diputados votaron a su favor, una casi unanimidad que ocultaba profundas reticencias no solo entre los socialistas, que se consideraron «coaccionados» por sus propios ministros, y los radicalsocialistas, sino incluso en Acción Republicana, muchos de cuyos miembros le votaron con «desgana». El solemne juramento de Alcalá-Zamora ante la Cámara, la recepción y el desfile militar ante el Palacio Real fueron multitudinarios, pero no tan festivos como había sido la apertura de las Constituyentes[43].

Si importante era la designación del jefe del Estado, no lo era menos la decisión sobre la continuidad o disolución de las Constituyentes y sobre el nuevo Gobierno. Respecto a las Cortes, se había llegado entre los ministros al acuerdo de que se prolongaría su existencia hasta que se aprobaran una serie de leyes fundamentales, consideradas desarrollo del texto constitucional. Respondían así al mandato del decreto de convocatoria de las elecciones de las que habían nacido. En lo segundo, el futuro Gobierno, la dilucidación fue más compleja, tuvo sorpresas al final, dio pábulo a todo tipo de comentarios entonces y no dejó de achacársele después la deriva que iba a tomar la República. Porque aquella crisis, en cuyos inicios se habló de formar un Gobierno exclusivamente republicano, cambió de rumbo cuando los socialistas anunciaron su voluntad de continuar, y terminó en un nuevo Gabinete presidido por Manuel Azaña del que había desaparecido el Partido Radical. Fue una sorpresa de última hora, de la que dejó constancia Azaña en sus memorias y después, públicamente, en la presentación del nuevo Gobierno ante la confianza de las Cortes. Cuando, tras cerrar su composición acudió Azaña a presentársela a Lerroux, que había sido el primero en dar su conformidad, el líder radical se echó atrás por no estar de acuerdo con la presencia de los socialistas. Azaña devolvió el encargo a Alcalá-Zamora, pero este le dijo que siguiera adelante. En el nuevo Gobierno, Azaña conservaba, junto con la Presidencia, el Ministerio de la Guerra. Casares Quiroga y José Giral se mantenían en sus Ministerios de Gobernación y Marina; los dos ministros radicalsocialistas, Álvaro de Albornoz y Marcelino Domingo, se convertían en ministros de Justicia y de Agricultura, Industria y Comercio. Dos independientes, el catalán Jaume Carner y Luis de Zulueta, se encargaron de Hacienda y Estado, y los socialistas conservaban tres carteras: Indalecio Prieto pasó de Hacienda a Obras Públicas, un Ministerio de nueva creación; Fernando de los Ríos se quedó con Instrucción Pública, y Largo Caballero se mantuvo en Trabajo. Los 294 votos a favor y cuatro en contra, los de los federales, decidieron la confianza[44].

Habría resultado una «imprudencia» dislocar la coalición, dijo Azaña ante las Cortes, al tiempo que insistía en la importancia del cambio: si hasta entonces los ministros habían estado un tanto dispersos, como representantes de los partidos en el Gobierno, ahora estaban fundidos y engastados en él. No era ya una coalición heterogénea de enorme fuerza numérica, sino una «mayoría constante» que sostenía un Gobierno «rigurosamente parlamentario». Había también, por primera vez, una oposición —la del Partido Radical— con una responsabilidad aún mayor que la del Gobierno, pues de ella dependía que este no fuera derrotado por una «coincidencia momentánea de un grupo republicano con otro antirrepublicano», abocando con ello, se quisiera o no, a la disolución de las Cortes. Fue un socialista, Teodomiro Menéndez, quien encabezó la proposición de confianza. La ovación unánime al aprobarse la Constitución, dijo, era la prueba más clara de que aquellas Cortes debían continuar hasta que se aprobaran las mal llamadas leyes complementarias, en realidad «orgánicas», y para ello ofrecía «una masa obrera consciente y ciudadana», el mejor baluarte que había de tener la República para tapar la «brecha» abierta en la coalición con la salida de los radicales, que tanto había alegrado a las derechas y a los viejos monárquicos. Solo después llegaría el momento de que cada partido desplegara su bandera y su programa[45].

La gran coalición republicano-socialista se había roto. Un Gobierno más homogéneo e inclinado hacia la izquierda se disponía, en palabras de su presidente, a «enseñar a gobernar en democracia» con aquellas mismas Cortes[46].

Las reformas en la calle y en el Parlamento

LAS REFORMAS EN LA CALLE Y EN EL PARLAMENTO

Mientras los diputados discutían la Constitución, la sociedad española se había movilizado, agitada por medidas que pretendían reformarlo casi todo y recorrida por quienes buscaban asentar sus respectivas fuerzas. La conformación de un sistema de partidos y el surgimiento de una nueva clase política venían a coincidir con el proceso de institucionalización de la democracia republicana y con el despliegue de una política de grandes reformas en tiempos difíciles. Porque la proclamación de la República se produjo cuando ya se habían anunciado los primeros síntomas de una crisis económica, acompañada de la paralización de actividades y el incremento del paro forzoso, que en parte fue consecuencia de la gran depresión mundial, pero que en gran medida obedeció a causas internas. Viejos problemas estructurales y nuevos conflictos sociales pusieron a prueba la eficacia de los protagonistas de la vida pública, quienes, a su vez, los avivaron al ponerlos al servicio de sus empeños ideológicos y de sus objetivos políticos.

La sociedad española era a comienzos de los años treinta una sociedad mayoritariamente rural y católica, con un elevado índice de analfabetismo, pero desde comienzos de siglo venían acortándose las distancias que la separaban de las sociedades europeas más desarrolladas. La población urbana se había doblado, habían mejorado las tasas de alfabetización y se hacía perceptible el proceso de secularización. Se mantenían, sin embargo, las profundas desigualdades sociales y regionales que hacían de ella una sociedad cuando menos dual, con grandes contrastes entre núcleos industrializados, enclaves urbanos modernos, agriculturas especializadas y competitivas, burguesías asentadas y minorías selectas, frente a extensas zonas rurales ancladas en el tiempo, con un desigual reparto de la propiedad y masas de jornaleros miserables o un pequeño campesinado al borde siempre de la crisis, pendiente de la climatología y ahogado por los créditos. Junto a la clase obrera de las industrias más tradicionales, se amontonaba en las ciudades una mano de obra joven y recién inmigrada del campo, temporalmente contratada en la construcción o en actividades dependientes de ella, y un número importante de artesanos, pequeños comerciantes, industriales o contratistas, unas clases medias y medias bajas que constituían el nervio de muchas ciudades junto con otras fuerzas vivas: maestros, profesores, médicos, funcionarios, abogados y profesionales, muchos de ellos dependientes de los presupuestos del Estado. Sobre esa sociedad todavía mal comunicada y poco integrada, de localismos y vida provinciana, con una cultura política asociativa y participativa escasamente desarrollada, se dispuso la República a reformar, transformar y revolucionar casi todo.

A comienzos de octubre de 1931, el Consejo de Ministros había dado el visto bueno a un proyecto de ley sobre intervención obrera en las industrias, más conocido como de «control obrero». La reacción de los intereses económicos contra lo que calificaron de «experimentación de una política socialista» fue inmediata. Hubo escritos de protesta, reuniones, asambleas y movilizaciones, que acabaron dando al traste con el proyecto, que nunca llegaría a discutirse en las Cortes aunque el ministro de Trabajo afirmara que esa reivindicación estaba «consignada en la Constitución». Fue casi la única iniciativa que Largo Caballero no pudo ver aprobada, porque las Cortes habían convertido en ley, sin apenas discusión, sus abundantes disposiciones por decreto, a las que se añadieron otras nuevas. Suponían un gran esfuerzo por mejorar el nivel de vida y las condiciones de trabajo de obreros y jornaleros, y también una transformación radical en las relaciones laborales que, más allá de la voluntad de modernizar ese mercado, tenía un propósito político. No se trataba de hacer «nada en socialista», se apresuró a aclarar el ministro, puesto que los compromisos contraídos con los republicanos impedían de momento una labor específicamente socialista, pero sí de ir tomando posiciones que facilitarían después la consecución del «ideal supremo». Las sociedades y sindicatos, no todos ellos, sino los socialistas, debían ir asumiendo responsabilidades en el terreno de las relaciones laborales y de la dirección y administración de empresas. En resumen, debía fortalecerse la representación sindical de la UGT allí donde se pudiera, en el marco de una organización corporativa, como paso previo para alcanzar luego el socialismo. Una vez terminada la labor de las Constituyentes y convocadas normalmente unas elecciones generales, aclaraba el ministro, el Partido Socialista y la UGT irían a la lucha «totalmente desligados de las demás fuerzas políticas», dispuestos a gobernar «con absoluta libertad de acción»[47].

El proyecto de «control obrero» no salió adelante, pero sí lo hicieron, junto a la fijación de la jornada laboral y el establecimiento de salarios mínimos, la implantación o reforma de distintos seguros (retiro obrero, maternidad, accidentes de trabajo…), la Ley de Jurados Mixtos, la de Asociaciones Profesionales y la de Contrato de Trabajo, así como la de colocación obrera, verdaderos pilares, sobre todo la primera, de afianzamiento del corporativismo obrerista. También se reorganizó el Ministerio y el Consejo de Trabajo, con ampliación en el número de delegados e inspectores. Mayor alcance tuvo, si cabe, la legislación referida al mundo rural, donde, además de todo lo anterior y, por tanto, la necesidad de que jornaleros y patronos adoptaran modelos de asociación y organización hasta entonces poco extendidos, se tomaron medidas encaminadas a paliar el paro forzoso, como la ley de «términos municipales», que imponía la obligación de contratar jornaleros del propio término; la creación de bolsas de trabajo y la exigencia de un orden de contratación que los sindicatos trataron de convertir en «turno forzoso»; la prohibición de utilización de maquinaria siempre que hubiera obreros sin trabajo; el recurso a los «alojamientos» de parados, pese a su prohibición legal… Los salarios, tanto en las ciudades como en las zonas rurales, subieron. En una coyuntura marcada por la depresión económica, el enrarecimiento del mercado laboral y el aumento del desempleo en sectores tan sensibles como la agricultura y la construcción, la legislación caballerista revivió, potenciada, la tradicional pugna entre las dos grandes organizaciones sindicales, socialista y anarquista, y sus dos maneras de entender la organización, la lucha obrera y el horizonte de una revolución. Una revolución que, pese a las diferencias entre unos y otros, una mayoría de la clase obrera creía inminente.

La implantación de todas estas medidas propició un crecimiento considerable de la UGT, inusitado en el caso de la Federación Nacional de Trabajadores de la Tierra (FNTT), instaladas ambas en los organismos corporativos y en las demás instituciones reguladoras del mercado. Pero la CNT, lejos de desaparecer como una reliquia del pasado según parecían pensar el propio ministro y muchos socialistas y republicanos, tuvo también un rápido proceso de expansión. Debatían en su seno las corrientes sindicalistas más moderadas y los grupos de afinidad de la Federación Anarquista Ibérica (FAI). En su primer congreso celebrado en Madrid, la adopción de las federaciones de industria para modernizar la organización pareció dar el triunfo a los primeros, pero también se confirmó el tradicional antipoliticismo y la defensa de la acción directa. Nada había que decir ni esperar de las Cortes y se rechazaron de plano los Jurados Mixtos —«un engendro de la Monarquía y de la Dictadura», como los calificó el periódico Solidaridad Obrera—, así como cualquier otra mediación del Estado. Nada había que pactar o negociar con una República burguesa, y lo demostraron en los primeros conflictos, desde la huelga de Telefónica a los graves acontecimientos de Sevilla o el llamamiento a la huelga general en diferentes ciudades en el otoño de 1931. En marzo de 1932, después de la primera llamada a la insurrección y la proclamación, fracasada, del «comunismo libertario» en el Alto Llobregat, la salida de Ángel Pestaña de la secretaría general para ser sustituido por el faísta Manuel Rivas ratificó la derrota del sindicalismo y el triunfo de la FAI. La política de orden público, la represión, las detenciones y deportaciones, así como la defensa de los presos, afianzaron en la dirección de la CNT a los elementos más radicales, que se cargaron de razones denunciando el trato de favor que desde el Ministerio de Trabajo recibían sus rivales, los sindicatos socialistas[48].

La «guerra civil» entre los dos sindicatos, junto con la depresión económica y la resistencia patronal, provocó una conflictividad social y laboral en aumento. El número de huelgas y huelguistas se había cuadruplicado entre 1929 y 1930, y volvería a duplicarse en 1933, aunque no hubo un crecimiento significativo entre 1931 y 1932. Lo que sí se intensificó fue el clima de desorden y violencia. Los gobernadores civiles se hacían eco de la explosiva situación existente en las provincias agrícolas andaluzas y extremeñas, pero también en Salamanca y en otras, como Ciudad Real o La Rioja, donde apenas había precedentes. Las negociaciones de las bases de trabajo en los Jurados Mixtos se convirtieron en verdaderos calvarios, para ser luego denunciadas por los propietarios y patronos que decían haberlas firmado bajo coacción y se negaban a cumplirlas. No era fácil mediar entre las diversas organizaciones sindicales y patronales y entre los organismos e instituciones que interferían en semejantes asuntos, desde los Jurados y Delegaciones de Trabajo a las autoridades locales y provinciales, pertenecientes muchas veces a distintas fuerzas políticas. También en las organizaciones socialistas, engrosadas por un aluvión de nuevos militantes poco dispuestos a aceptar la tradicional cultura obrera corporativa, se oían quejas sobre la lentitud e incumplimiento de las leyes y bases de trabajo o sobre los perjuicios que en la práctica ocasionaban medidas como la ley de «términos municipales»[49].

Las reformas laborales, la confrontación sindical y la conflictividad recibieron cumplida respuesta de propietarios y patronos, que se aprestaron a organizarse y defenderse en medio de una coyuntura económica poco propicia. Todo aquello rompía con sus hábitos de contratación y dirección de sus negocios. Decidieron incumplir las leyes y saltarse los acuerdos que consideraban imposibles de obedecer, y que, por otro lado, tampoco respetaban muchas organizaciones obreras, ni las autoridades correspondientes. El clima de exasperación se dejó sentir sobre todo entre los propietarios pequeños y medianos en las zonas rurales y entre la mesocracia patronal y comerciante de las ciudades, que se declararon ahogados por su difícil situación, maltratados por la legislación laboral y sujetos pacientes de una conflictividad que con frecuencia les era ajena. Muchos habían recibido con entusiasmo la República, de la que también esperaban respuesta a sus problemas, pero fueron sumiéndose en una ola de desconfianza y de protestas que se extendió por todo el país. Si en Cataluña, donde primaba la CNT, denunciaban la «duplicidad de actuación y de representación entre los Jurados Mixtos y las asociaciones obreras que se oponen a su existencia», en Vizcaya acusaban a los «elementos indisciplinados o revolucionarios» que pretendían romper la actitud pacífica y negociadora de los sindicatos mayoritariamente socialistas. En Sevilla, donde se enfrentaban socialistas, anarquistas y comunistas, la patronal pronosticaba la «desaparición de las fuentes de riqueza del país por ruinas sucesivas» y exigía el cumplimiento efectivo de la Ley de Asociaciones y de Jurados Mixtos. En Madrid, como en otras ciudades, la patronal del comercio y de la construcción padeció detenciones, se enfrentó a los Jurados y urgió a que se convirtieran efectivamente en órganos de conciliación y arbitraje, para lo que creían necesario que el Ministerio de Trabajo estuviera regentado por una persona no «combatiente en la lucha de clases». La gran patronal, por su parte, en tono más moderado pero igualmente tajante, denunciaba además la falta de coordinación entre los diferentes ministerios y la autonomía del de Trabajo, la ausencia de una política económica capaz de paliar los efectos de la crisis y el clima de desconfianza que se propagaba al hilo de lo que comenzó a llamarse «socialización en frío» de la economía española[50].

La vida en las zonas rurales se veía agitada también por el anuncio de una reforma agraria que no acababa de concretarse. Entre muchos republicanos, y desde hacía menos tiempo también entre los socialistas, estaba arraigada la idea de que la agricultura española, base de la economía nacional, puesto que daba ocupación a casi un 50 por 100 de la población activa, estaba aquejada de un profundo mal que tenía su origen en el régimen de propiedad, en su concentración en las zonas de latifundio dominadas por una oligarquía de origen señorial y absentista. Amén de cultivar sus tierras de manera ineficiente, o incluso de dejarlas incultas, esa oligarquía mantenía aherrojada a una masa de jornaleros hambrientos de tierras, que apenas conseguían salarios misérrimos en ciertas épocas del año. Había que atajar ese mal con energía, porque solo así se conseguiría a la vez una mejora de la agricultura y una mayor justicia social, una «democracia aldeana», que permitiría asentarse a la República. Más allá de esta convicción compartida, todo eran discrepancias en el seno de la coalición gobernante sobre qué tierras redistribuir y cómo, a qué campesinos beneficiar y si debía hacérseles o no propietarios, y de dónde obtener los recursos para financiar la reforma. La extremada complejidad del mundo agrario y las peculiaridades de la estructura de propiedad de la tierra hacían prácticamente imposible evitar el conflicto, aunque la redistribución se circunscribiera a las zonas de latifundio, como quiso hacerse en un principio tratando de limitar el grupo de los propietarios afectados. La conveniencia de un estudio más detenido de las necesidades de la agricultura tropezó con la urgencia de aliviar el desempleo y desactivar una situación explosiva[51].

La comisión técnica nombrada en mayo de 1931 por el Gobierno provisional optó por una respuesta rápida y aconsejó la aprobación inmediata, por decreto, del «asentamiento temporal» de 60 000 a 75 000 familias campesinas por año en latifundios (más de 10 hectáreas en tierras de regadío y de 300 de secano) de toda la nación, pero con carácter de urgencia en las provincias andaluzas y extremeñas, además de Toledo y Ciudad Real, las más afectadas por el paro. La tierra quedaría en manos de sus propietarios, que recibirían un canon, y la reforma se financiaría con un impuesto progresivo sobre los latifundios. Como escribió más tarde uno de los miembros de aquella comisión, el proyecto pareció demasiado avanzado a los republicanos de derecha, mientras los socialistas lo consideraron conservador. Los propietarios, afectados por medidas como el «laboreo forzoso», la prórroga de los arrendamientos y la autorización de los colectivos, se movilizaron y consiguieron la promesa de Alcalá-Zamora de que la reforma no se haría por decreto. El proyecto de los técnicos fue rechazado, y se nombró una comisión ministerial, presidida por el propio presidente y encargada de realizar uno nuevo, que se presentó ante las Cortes el 25 de agosto de 1931. En el preámbulo se decía que de no aplacarse el «hambre de tierra», el esfuerzo democrático republicano quedaría invalidado. Se dictaminaba la expropiación previa indemnización, en lugar de la ocupación temporal, y se excluían por completo las fincas cultivadas directamente, colocando en primer lugar las tierras de origen señorial y las que superasen la quinta parte de un término municipal. Se trataba de circunscribir la reforma a las tierras de la nobleza, de los propietarios absentistas y de los caciques. La comisión parlamentaria encargada de dictaminar sobre el proyecto no fue capaz de aunar opiniones y acabó presentando dos dictámenes sucesivos, más radical el segundo, hecho público a finales de noviembre, ya que incluía inequívocamente entre las fincas susceptibles de expropiación las cultivadas directamente, rebajando de forma sustancial la indemnización.

Para entonces, Azaña había decidido que por su enorme complejidad la reforma agraria sería obra de más de una generación, y el ministro de Agricultura, Marcelino Domingo, anunciaba la redacción de un nuevo proyecto que, aunque previsto para enero, no llegó al Parlamento hasta finales de marzo de 1932. Era un compromiso que suavizaba el ataque a la nobleza restringiendo las confiscaciones a las propiedades «ilegítimas», planteaba indemnizaciones más generosas, eliminaba el impuesto progresivo, convertía en mínimos los límites máximos de superficie expropiable y, aunque no excluía a los cultivadores directos, se les permitía conservar parte de sus propiedades. Los propietarios, que no habían cejado en ningún momento su movilización, reconocieron que «parcialmente, en muy pequeña parte», se había hecho caso a sus críticas, pero seguía siendo una reforma «híbrida» con unos asentamientos que no se sabía lo que eran, un despojo o semidespojo de ciertas propiedades y, en resumen, «una radical transformación de la constitución rural de España» que afectaba al concepto de propiedad y, por tanto, a todas las actividades productoras. A finales de abril, las entidades agrarias consiguieron reunir a representantes de las más importantes organizaciones económicas en un movimiento de solidaridad multitudinario. Aquel «ataque a la propiedad», se dijo allí, ocultaba intenciones de socialización, «un ensayo franco de estatificación» que convertía al Estado en «gran latifundista», rompiendo con todas las promesas de respeto a la propiedad, división de poderes y normas de todo Estado de Derecho[52].

La lenta discusión en la que entró el nuevo proyecto fue una muestra de las dificultades con las que tropezaba la acción de gobierno anunciada por Manuel Azaña en diciembre del año anterior. Se habían aprobado medidas que desarrollaban ciertos preceptos constitucionales, sobre todo los relativos a la Iglesia: se disolvió la Compañía de Jesús, se secularizaron los cementerios y se aprobó la ley de divorcio. Pero los grandes proyectos, la reforma agraria y el Estatuto de Cataluña no conseguían el consenso necesario en el Parlamento, dificultados por la obstrucción de las minorías de la derecha y el desánimo, ambigüedad y contradicciones de los grupos de la mayoría. Las explosiones de violencia y la política de orden público, como ocurrió con los sangrientos sucesos de Castilblanco y de Arnedo, provocaban interpelaciones al Gobierno, no ya desde las oposiciones, sino desde la minoría radical-socialista e incluso la socialista. No se perdían las votaciones en la Cámara, pero frente al obstruccionismo practicado con eficacia por las minorías de la derecha comenzaban a menudear las abstenciones, las ausencias y los gestos de desaprobación en la mayoría. El presidente de la Cámara, Julián Besteiro, pensó más de una vez en la necesidad de reformar un Reglamento que se había aprobado con demasiada precipitación y daba cancha a aquellas actitudes.

Tras el reajuste que había significado la formación del Gobierno en diciembre, el republicanismo conservador y de centro trató de reorganizarse. En enero de 1932, Miguel Maura anunció la formación de un nuevo partido, el Republicano Conservador, mientras los progresistas de Alcalá-Zamora, que vieron huir parte de sus efectivos hacia el nuevo partido, celebraban su segundo congreso. Pero lo que se esperaba era que Lerroux rompiera su silencio. Su salida del Gobierno había despertado grandes expectativas que se tradujeron en un aluvión de adhesiones, de caciques y monárquicos según las izquierdas, pero en realidad de clases medias, profesionales, propietarios y empresarios, adhesiones que acentuaron la heterogeneidad interna del partido y las discrepancias en su seno, pero confirmaron también su protagonismo. No rompió Lerroux su silencio en las Cortes, donde los radicales seguían mal que bien votando con el Gobierno. Lo hizo en un mitin celebrado en la plaza de toros de Madrid el 21 de febrero; una semana después, en Barcelona, en el hotel Ritz, ante una audiencia de hombres de negocios; diez días más tarde, en otra plaza de toros, esta vez en Ciudad Real, y así en una campaña que duró la primavera y culminó, mucho más dura en sus términos, en un mitin en Zaragoza el 10 de julio. Lerroux no se conformaba con el papel de oposición que le había adjudicado Azaña. Insistía en que los españoles habían votado una República para que se gobernara, no a favor de una clase o partido, sino «en republicano», y solo representando a todas las clases se evitaría el divorcio de la República con el país, y la dictadura de una clase o de un partido. En Zaragoza fue más contundente: había llegado la hora del relevo de un Gobierno que estaba desembocando en una dictadura ejercida por el propio Parlamento en contra de la mayoría del país. No se podía gobernar teniendo enfrente a esa mayoría, porque eso se traducía en «el pueblo en la calle». El blanco de Lerroux eran los socialistas, como lo eran para la patronal y para el sindicalismo anarquista, y apeló al presidente de la República para romper la situación. No tardaron en responderle los atacados. Un manifiesto firmado por el PSOE y la UGT calificó de sospechosa la apelación al jefe del Estado y señaló la satisfacción que producía en las derechas la afirmación del líder radical de que las Cortes no representaban al país. Ellos, los socialistas, seguían en el poder porque no había surgido aún el partido o coalición de partidos capaz de hacer frente a la contrarrevolución y consolidar la República. El relevo propuesto por Lerroux solo sería posible mediante una disolución de las Cortes, verdadero golpe de Estado al que los socialistas se opondrían sin reparar en medios, por violentos que fueran[53].

Reclamó entonces Lerroux ante las Cortes una condena del Gobierno al manifiesto socialista, por considerarlo un veto al Partido Radical y una coacción a la Presidencia de la República, convencido como estaba de representar a un sector de la opinión que, si bien no tenía mayoría en las instituciones, sí la tenía en la calle. A Azaña le pareció «irrelevante» el debate suscitado, fruto exclusivamente de la «impresionabilidad» del ambiente. La República y la Constitución eran de todos los españoles, monárquicos y republicanos, dijo, y todos tenían en ella garantizados sus derechos. Le espantaba que pudiera calificarse de dictadura a un Gobierno que no sabía salir de las Cortes, y negó que fuera la suya una política socialista: «somos hombres de gobierno parlamentario»; fuera del Parlamento todo eran hablillas y pasiones. No le correspondía condenar el manifiesto de los socialistas, puesto que solo era responsable de lo que de «común» tenía el Gobierno, y no de las trayectorias individuales de cada uno de los partidos que lo componían. En resumen, y esa fue su lección, todos los males venían de la vieja práctica política, de aquellas «copiosas mayorías parlamentarias de la Monarquía», ilegítimas por la suplantación del sufragio y por venir de la concesión de un decreto de disolución del Rey. No era ese decreto lo que había que conquistar, sino el voto de los ciudadanos, «que en España ya no hay rey, cosa que algunos olvidan», remató.

No era cuestión de doctrina, sino de táctica, de sensibilidad a los estados de opinión, le replicó Lerroux. Había que asentar la República sobre el mayor número posible de adeptos, y con la política del Gobierno no se atraían voluntades, sino que se las alejaba. Terció Indalecio Prieto: «Los socialistas estaban allí para consolidar la República, y seguirían mientras se les requiriera para ello. Eran la organización política más fuerte del país, y difícilmente podría gobernarse contra ellos». Pero se irían sin «un resquemor, ni un disgusto, ni una insatisfacción, ni un gesto de contrariedad» cuando dejaran de ser necesarios. No convenía a la salud de la República la actitud «ingenua» de Lerroux, ni la atracción de unas derechas que amenazaban con desnaturalizar la República. De ahí el «clarinazo» de aviso de su manifiesto. Fue Miguel Maura quien volvió a la doctrina, al «viejísimo axioma parlamentario» de si un Gobierno, teniendo mayoría en la Cámara y la confianza del presidente, era inamovible. Por haber sido elegida la Cámara en coalición solo podía hacer obra de conjunto y estaba incapacitada para dividirse en bandos, como pretendía Azaña adjudicando papeles a unos y otros. En situaciones así, era perfectamente legítimo el recurso al jefe del Estado. Le rebatió Azaña, que consiguió acabar triunfante un debate que le pareció ahora más fructífero que al principio. Se habían aclarado las posiciones respectivas de socialistas y radicales, que venían «cruzándose por encima del Gobierno»; se conservaban las actitudes, pero desaparecían los agravios. El Gobierno quedaba como estaba, «en la misma relación con las oposiciones y con la misma integridad en la mayoría», sin necesidad de pactar con nadie: «que se abandone la ilusión —terminó— o el deseo de ir golpeando con los nudillos en el muro de la mayoría a ver si suena a hueco donde pueda encontrarse el soñado tesoro de la crisis»[54].

No fue, sin embargo, el debate en el Parlamento lo que desbloqueó las leyes pendientes, sino el fracaso del golpe de Estado que el 10 de agosto encabezó el general Sanjurjo. Las reformas militares que a poco de proclamarse la República había puesto en marcha Manuel Azaña como ministro de la Guerra estaban creando malestar en el seno del Ejército. Llegó Azaña al ministerio con la firme voluntad de cumplir con la tarea pendiente de modernizar y profesionalizar al Ejército, lo que exigía, entre otras cosas, una drástica reducción de la oficialidad y, al mismo tiempo, neutralizarlo políticamente. Jefes y oficiales tuvieron que prestar adhesión y fidelidad a la República, pero se les brindó la oportunidad de retirarse voluntariamente. Se renovó la política de ascensos y destinos, reservándose el ministro el pase a la reserva de los generales sin destino durante más de seis meses. Se modificaron la justicia y la educación militares, con el cierre de la Academia de Zaragoza, y se estableció una nueva organización que redujo las dieciséis divisiones existentes a ocho, mientras los 21 000 oficiales disminuían hasta 8000. No había en la intención del ministro deseo alguno de «triturar» al Ejército, como quiso atribuirle el general Mola, distorsionando las palabras del propio Azaña, pero las inquietudes y descontentos por los cambios y sustitución de mandos desembocaron en una campaña personal contra el presidente del Gobierno, agravada cuando decidió suspender la prensa militar[55].

El general Sanjurjo, cuyo papel al frente de la Guardia Civil había sido decisivo en abril de 1931, fue trasladado de esa dirección a la de Carabineros tras la criticada actuación de la Guardia Civil en los acontecimientos de Arnedo. Su resquemor por semejante degradación le llevó a sumarse a otros militares descontentos que, a su vez, habían sido tentados por grupos monárquicos alfonsinos, mientras otros buscaban sus apoyos entre antiguos constitucionalistas, como Manuel Burgos y Mazo o Melquiades Álvarez. De todo ello sabía mucho también Alejandro Lerroux, que tenía algo más que mera amistad con el general Sanjurjo, y había prevenido en público sobre los peligros que amenazaban a la República, mientras Martínez Barrio lo hacía en privado a Azaña. La conspiración era casi pública y cuando la policía comenzó la desarticulación de la trama los militares implicados decidieron adelantar la fecha al 10 de agosto. En Madrid bastaron dos guardias civiles y una compañía de Asalto para hacer fracasar la toma del Ministerio de la Guerra, en el que Azaña les esperaba la noche señalada para el golpe, convencido de que no pasaría nada y decidido a enseñar también cómo se aplastaba una insurrección militar. En Sevilla, con un manifiesto a favor de una dictadura militar que pusiera orden, pero sin mención alguna a la restauración de la Monarquía, el general Sanjurjo tuvo más éxito y se hizo con el control de la ciudad, pero solo durante unas horas[56].

«Cada suceso de estos me clava más al poder […] Me aterra pensar que no tengo sustituto posible que satisfaga a los republicanos y sea capaz de llevar el Gobierno», anotaba un Azaña preocupado pero eufórico y felicitado por todos, incluido Alejandro Lerroux. La más importante de las organizaciones patronales, Unión Económica, condenó también la intentona y aseguró que los intereses económicos actuarían siempre con los medios que la legalidad les otorgara y con acatamiento leal al régimen republicano. Socialistas y republicanos, también los radicales y los conservadores, cerraron filas en torno al Gobierno. El 24 de agosto, tras una ardorosa intervención de Azaña, se aprobó una ley, más bien simbólica, que incautaba las propiedades de los implicados en el golpe, y el 9 de septiembre, de nuevo tras una inesperada aparición de Azaña, se aprobó la Ley de Reforma Agraria, tras cuatro meses de tediosos debates en los que la minoría agraria había demostrado su capacidad de obstrucción mientras los partidos republicanos dejaban la discusión en manos de diputados de segunda fila. Los 318 votos a favor y 19 en contra pusieron fin a la cuestión y permitieron su puesta en marcha[57].

También se aprobó el Estatuto de Cataluña, tras otros cuatro meses de debate en los que se habían oído opiniones de altura, comenzando por la del propio Azaña. Su propósito de no plantear el problema en términos doctrinales e históricos, como sí hizo José Ortega y Gasset, sino políticos, como había hecho con la cuestión religiosa con tanto éxito, no dieron en este caso los mismos frutos. Las minorías de la derecha plantearon una obstrucción en toda regla, que halló campo abonado en las discrepancias y las dudas del bloque de gobierno. No se había conseguido despejar los desacuerdos aplazados desde el debate constitucional. Fue la reacción a «la sanjurjada» lo que permitió aprobar un Estatuto que declaraba a Cataluña región autónoma dentro del Estado español, reconocía la cooficialidad de las dos lenguas y las competencias exclusivas en derecho civil y régimen administrativo, incluyendo la red secundaria de transportes, la sanidad y la beneficencia, mientras que establecía como competencias compartidas la gestión tributaria y la educación. No sirvieron de mucho los avisos del jurista Sánchez Román acerca de las dificultades que podrían surgir como consecuencia de la pérdida de control sobre las competencias cedidas, así como de la aplicación por la Generalitat de las leyes generales. En las primeras elecciones al Parlamento catalán, celebradas en noviembre de 1932, la Esquerra confirmó su hegemonía, pero la Lliga, aunque a distancia, se recuperó notablemente y copó las minorías[58].

En la pendiente

EN LA PENDIENTE

Tenía razones Manuel Azaña para estar exultante: la aprobación de las dos leyes era una clara demostración de la «revolución triunfante». Pero su optimismo no duró mucho tiempo. En octubre celebraron los socialistas su XIII Congreso Nacional. Prieto consiguió que no se consultara con las agrupaciones la continuación de la colaboración gubernamental y que saliera adelante una enrevesada disposición en la que se afirmaba que la darían por concluida tan pronto como las circunstancias permitieran hacerlo, «sin daño para la consolidación y fortalecimiento de la República ni riesgo para la tendencia izquierdista señalada en la Ley fundamental del Estado». O sea, que seguirían. El Partido Radical celebró su Congreso, el primero, también en el mes de octubre. Lo necesitaba para dar impresión de fuerza y de una cohesión que estaba lejos de tener. El mismo día en que se celebró el banquete final y Lerroux proclamó una vez más que el país no se sentía gobernado en republicano, se hizo pública una nota del Partido Radical-Socialista y de Acción Republicana anunciando la continuación de su colaboración con los socialistas y la próxima formación de una Federación de Partidos Republicanos de Izquierda como instrumento de un futuro gobierno, que podría apoyarse bien en los socialistas, bien en los radicales y republicanos conservadores. El Partido Radical, en su pugna con el otro gran partido de ámbito nacional, el socialista, veía alejarse una vez más sus posibilidades de hacerse con el poder[59].

A finales de año, el cierre de filas propiciado por la «sanjurjada» estaba herido de muerte y los acontecimientos en la calle vinieron una vez más a servir en bandeja las oportunidades de una nueva confrontación. En enero de 1933, la llamada de la CNT a otra insurrección provocó en el pueblo gaditano de Casas Viejas una sangrienta represión. El cerco al cuartel de la Guardia Civil y la muerte de un sargento desembocaron, tras muchos disparos y varios intentos de asalto por las fuerzas del orden, en el incendio de la cabaña del carbonero Seisdedos, en la que se habían refugiado sus hijos y yerno, partícipes de la revuelta. Hubo ocho muertos, seis de ellos calcinados, y la nieta de Seisdedos logró salvar la vida porque llevaba abrazado a su hijo. No acabó ahí. El capitán Manuel Rojas, enviado el día 10 desde Madrid, continuó la búsqueda de culpables y, al parecer bebido, provocó la matanza de otros doce campesinos, dos mujeres y un niño. Murieron también tres guardias. Antes de que pudieran conocerse los hechos con detalle, el asunto saltó al Parlamento. Azaña eludió en un primer momento toda responsabilidad, argumentando que no cabía hacer otra cosa «frente a un conflicto de rebeldía a mano armada contra la sociedad y el Estado», pero no pudo zanjar la cuestión. Lerroux insistió en el absoluto fracaso de aquel Gobierno que en catorce meses había perdido todo su prestigio, autoridad y fuerza moral, no tanto por las reformas emprendidas, sino por la manera de realizarlas, por la «falta de ductilidad», de «cordialidad», de tacto, de «espíritu verdaderamente liberal», y dejó caer que todos los partidos, incluso los socialistas, se veían abocados a tensiones internas como consecuencia del secuestro de las prerrogativas constitucionales que el Gobierno ejercía. Anunció, además, su «inquebrantable resolución» de recurrir a todos los métodos que el Reglamento de la Cámara permitiera para impedir la acción del Gobierno, si este no dimitía[60].

Hubo un momento de incertidumbre cuando Indalecio Prieto reconoció el interés de los socialistas en abandonar «cuanto antes» el ejecutivo. Aunque aclaró que no lo harían hasta que no hubiera otro instrumento de gobierno asegurado, sus palabras sirvieron a Miguel Maura para poner en entredicho la «perfecta salud del Gobierno» de que había presumido Azaña en su réplica, pues todo el mundo pensaría que los socialistas seguían ahí como «forzados». Tuvo que despejar el presidente la «alucinación» de una crisis inminente, afirmando que él mismo había preparado el terreno a Prieto para permitirle rebatir la acusación de que los socialistas se apegaban al poder de manera «desaforada y codiciosa». Pero lo cierto es que el asunto de Casas Viejas estaba provocando un clima muy tenso en el Parlamento y graves enfrentamientos incluso entre algunos diputados socialistas, a quienes hubo que recordar su obligación de asistir a las sesiones, y sus propios ministros. El Gobierno tuvo que retroceder sobre su negativa a que se nombrara una comisión parlamentaria, y por 173 votos contra 130 se aprobó una moción de confianza al tiempo que se aceptaba la comisión. El director general de Seguridad fue cesado, y se abrió proceso contra el capitán Rojas, que, unos meses más tarde, fue condenado a veintiún años de prisión. En la comisión ejecutiva del Partido Socialista volvió a discutirse sobre la permanencia en el Gobierno, y se ratificó lo decidido unos meses atrás en el Congreso. Todo por evitar que la República derivase a la derecha y se perdiera lo conseguido[61].

Azaña mantenía la confianza de la Cámara, pero la obstrucción anunciada por los radicales amenazaba la aprobación de dos nuevas leyes: la reguladora del Tribunal de Garantías Constitucionales y, sobre todo, la relativa a las asociaciones religiosas. Había llegado esta a las Cortes en octubre de 1932, tras «la sanjurjada», con el nombre de Ley de Confesiones y Congregaciones, y fue defendida por el presidente del Gobierno como derivación lógica de lo establecido en la Constitución. Su discusión en comisión parlamentaria, como en otras ocasiones, dio como consecuencia un dictamen más extremista que el proyecto original, sobre todo en relación con la enseñanza ejercida por las órdenes religiosas. Socialistas y radical-socialistas —el ministro Albornoz pertenecía a este partido— habían propiciado un dictamen que exigía la prohibición de los colegios religiosos y su sustitución inmediata. Los radicales habían anunciado que harían excepción de este proyecto en su política de obstrucción, pero que apoyarían la propuesta del Gobierno, no la de la comisión. El debate comenzó el mismo día que terminaba su cometido otra comisión, la de los sucesos de Casas Viejas. En relación con ello, el Gobierno consiguió una nueva moción de confianza por 212 votos, mientras la oposición se abstenía. Pero apenas dos semanas más tarde, las minorías radical, republicano conservadora, progresista y federal se negaron a conceder al Gobierno el «larguísimo crédito de confianza» que les había pedido Azaña para la aprobación de otros proyectos de ley. Solo estaban dispuestos a aprobar la ley del Tribunal de Garantías Constitucionales y la de congregaciones religiosas, siempre que se hiciera rápidamente. Azaña buscó entonces la confianza de sus compañeros de Gobierno, por un lado, y la del presidente de la República, presentándole a la firma otros dos proyectos de ley, la de orden público y la de arrendamientos. Dos días después de que Alcalá-Zamora diera su visto bueno, el jefe del Gobierno dijo en una conferencia en Bilbao que ninguna obstrucción acabaría con el ministerio y que la República no era un régimen provisional ni de ensayo. Había que agotar hasta el límite de lo posible la vida de los parlamentos, de los gobiernos y de sus programas[62].

Los partidos estaban tomando posiciones porque iban a celebrarse elecciones municipales en los ayuntamientos elegidos en abril de 1931 por el artículo 29 de la antigua ley electoral, que permanecían gobernados por comisiones gestoras. Era un número importante de concejales el que estaba en juego, aunque no llegaran a un 13 por 100 los electores afectados y correspondieran a pequeñas localidades rurales de Aragón, de las dos Castillas y de Navarra. Fueron elegidos más concejales de la coalición gobernante que de la coalición que, en su caso, podría liderar el Partido Radical, pero este obtuvo los mejores resultados, por delante de los socialistas. Sin embargo, la verdadera triunfadora fue la nueva derecha católica. Fue la gran sorpresa, no tanto quizá para los radicales, que venían sospechándolo, sino para las izquierdas, incluido el propio Azaña. Porque aquella nueva fuerza política, aunque representada en el hemiciclo por la voz constante e incisiva de José María Gil-Robles, había nacido y crecido fuera del Parlamento. En abril de 1932, Acción Nacional —presidida ya para entonces por Gil-Robles— había cambiado su nombre por Acción Popular. Su campaña de movilización y organización de una gran fuerza política cobijada en la denuncia de la Constitución, de la legislación laboral y agraria, de la política socializante del Gobierno y de la conflictividad y el desorden públicos apostaba por una vía posibilista, por la actuación dentro de los cauces legales, condenando la violencia sin por ello bajar la guardia ni suavizar los términos de su censura de la política del Gobierno[63].

«La sanjurjada» fue la ocasión para depurar sus filas. Las detenciones, deportaciones y clausuras de periódicos que siguieron al golpe pusieron a prueba las actitudes de esta nueva derecha. En octubre, como habían hecho radicales y socialistas, los populares celebraron también asamblea. Una proposición en la que se declaraba la absoluta incompatibilidad entre la pertenencia a Acción Popular y la participación en movimientos sediciosos contra la República dio pie a la aprobación, no sin discrepancias, de las tesis accidentalistas respecto a las formas de gobierno, plasmadas en la decisión de persistir en la lucha legal, en la reprobación del empleo de la violencia y en la prohibición de que los dirigentes actuaran públicamente como miembros de otros partidos.

Antonio Goicoechea, líder de los monárquicos alfonsinos y autor del primer programa de Acción Nacional, encarcelado tras «la sanjurjada», emprendió la contraofensiva al recuperar la libertad. «Repugnamos el posibilismo. Somos intratables, hostiles, irreductibles…», afirmaba ABC. En enero de 1933, Goicoechea dimitió de todos sus cargos en Acción Nacional y poco después nació Renovación Española, dispuesta a difundir la doctrina monárquica y a constituirse en partido legal sin por ello abandonar la conspiración. Muy otra fue la deriva de los posibilistas, que tras la batuta de Ángel Herrera y José María Gil-Robles, y con apoyos importantes como el de la pujante Derecha Regional Valenciana, desembocaron en la celebración de un magno congreso en el que nació la Confederación Española de las Derechas Autónomas (CEDA): religión, familia, trabajo, propiedad y obra social fue el lema sobre el que se construiría el primer partido de masas de la derecha española, un partido de bases heterogéneas y gran capacidad de movilización que, al amparo de su tan proclamado accidentalismo, no había dado razón pública de lealtad republicana[64].

Fue esta nueva derecha, imprevista por los fundadores de la República, la que asomó como triunfadora en las elecciones municipales de abril de 1933. La discusión del proyecto de ley de congregaciones religiosas había desencadenado en la prensa y en la calle una movilización que asentó el empuje cedista. La irrupción de aquel invitado no deseado contribuyó a cuartear la unión de las oposiciones republicanas al Gobierno. A comienzos de mayo, Azaña propuso el cese de hostilidades para que pasaran la ley de orden público y la de arrendamientos. En los dos extremos, los republicanos conservadores y los más extremistas dijeron que no, pero radicales, federales e independientes aceptaron. El 17 de ese mes, tras aplicar la «guillotina» para terminar un debate interminable, las Cortes aprobaron la ley de congregaciones religiosas. Faltaba la firma del presidente de la República, cuyo desacuerdo con la ley era sabido. Recibió la visita de un centenar de comunidades religiosas y del nuncio, al tiempo que las minorías agraria y vasco-navarra condenaban la ley. Alcalá-Zamora apuró los plazos y no firmó hasta el 2 de junio, haciendo constar que lo hacía por mandato constitucional. Ese mismo día el episcopado hacía pública su protesta. El Vaticano había decidido nombrar primado de Toledo a Isidro Gomá, dando con ello a entender clausurada cualquier política de negociación y acuerdo con el Gobierno. El 4 de junio, el papa Pío XI, en su encíclica Dilectissima nobis, calificó la ley de «manifiesta injusticia» y llamó a todos los católicos españoles a demostrar su rechazo a esta. El Debate se mantuvo en su postura, llamando al «boicot legal, correcto y pacífico» de la ley.

El malestar de Alcalá-Zamora era conocido, como también lo eran sus conversaciones con algunos líderes del republicanismo de centro y derecha que, en más de una ocasión, desde aquel mitin de Lerroux en Zaragoza un año atrás, miraban a la más alta magistratura del Estado como la única capaz de desbloquear la situación. Las intervenciones de Alcalá-Zamora durante el debate constitucional le habían valido el apelativo de «centinela de la República», y como presidente de ella se sentía llamado a intervenir. La Constitución se lo permitía, pero también lo limitaba. La potestad de más difícil uso, escribió en sus memorias, se reveló ser la «tan restringida» de disolución del Parlamento: apresurar su ejercicio era agotarla, y prescindir de ella, mantener y agravar el divorcio entre las Cortes, reflejo de circunstanciales estados de opinión, y las reacciones posteriores de la conciencia nacional. Alcalá-Zamora se sentía injustamente atacado por Azaña y por los socialistas, y convencido de la existencia de ese divorcio y de su responsabilidad en arbitrar una salida. Pero no quería hacer uso prematuro de su prerrogativa[65].

Consciente de todo ello, Azaña quiso volver a asegurarse la confianza del jefe del Estado, y aprovechó la necesidad de sustituir al ministro de Economía, Jaume Carner, muy enfermo, para plantearle una remodelación del Gobierno. Alcalá-Zamora le contestó que quería abrir consultas; Azaña lo entendió como una retirada de confianza, y presentó la dimisión. Era la primera crisis de Gobierno y la primera vez que el presidente abría consultas, y lo hizo según modelos pretéritos, de tiempos de la Monarquía, buscando notoriedad y protagonismo, sin regatear tiempo y en número excesivo. La llamada a Melquiades Álvarez y a Santiago Alba provocó la indignación de los socialistas. Indalecio Prieto fracasó al ser desautorizado por su propio partido para buscar la colaboración de los radicales, y tampoco tuvo éxito Marcelino Domingo. Alcalá-Zamora tuvo que volver a Azaña, al que pidió que ampliara sus apoyos. Trató este de reconstruir la gran coalición de 1931, y habló con Martínez Barrio, pero era imposible que los radicales, después de la campaña de los meses anteriores, pudieran aceptar la colaboración con los socialistas, y así se lo hicieron saber a Azaña. No pudo este hacer otra cosa que ampliar su Gobierno con la entrada de la Esquerra —Lluís Companys sería ministro de Marina— y de los federales —Franchy Roca lo sería de Industria y Comercio—. No era un Gobierno «de liquidación», dijo Azaña al presentarlo a la confianza de las Cortes, pero no fue esa la impresión que dejaron traslucir el resto de las intervenciones. Lerroux anunció el fin de su política de obstrucción, en la que se consideraba derrotado, pero en su opinión era aquel el peor de los gobiernos posibles. Mantenía su deseo de que los socialistas abandonaran, no por odio ni hostilidad, sino para que pudieran ejercer una saludable oposición. Pero nunca se echaría a la calle para conseguirlo. Prieto pidió que se les dejara a ellos liquidar «correctamente» su colaboración, y Azaña se congratuló de todo, prometiendo hacer lo posible para merecer no ya el respeto, sino la confianza de los radicales. El más duro fue Gil-Robles: se había frustrado la «rectificación total» con la que se inició la crisis, se habían mediatizado las facultades del jefe del Estado, violado la Constitución y demostrado la dictadura de un Gobierno «faccioso». Ellos habían puesto un «exquisito cuidado» para mantenerse en un «terreno evolutivo», pero la «conciencia nacional» en su evolución podía llevárselos por delante en beneficio de los más extremistas. De momento, a ellos les bastaba con la derogación de la Ley de Defensa de la República, requisito que los federales habían exigido para su colaboración gubernamental. «Atreveos a ir pronto a las elecciones y veremos qué queda de vuestra obra revolucionaria», retó Gil-Robles. Los 188 votos con los que Azaña obtuvo la confianza traslucían una complicada situación parlamentaria, reflejo, pero también causa, de la tensa situación social[66].

La primavera y el verano de 1933 fueron calientes. La crisis económica y el desempleo alcanzaban su clímax, y los conflictos se multiplicaban y enquistaban. Entre febrero y junio, la CNT, aunque en franco declive y debilitada por las rivalidades por el poder y su propia estructura descentralizada que permitía todo tipo de acciones incontroladas, lanzó huelgas generales en varias ciudades y promovió toda suerte de conflictos como «gimnasia revolucionaria». Pero no fue solo la CNT. A los dirigentes de la UGT les costaba cada vez más trabajo contener los ímpetus y mantener, en ciudades como Madrid, los viejos principios de la práctica gremial, canalizados ahora a través de los Jurados Mixtos. La FNTT, con casi medio millón de afiliados por entonces, la mayoría de ellos sin formación alguna y poco dispuestos a aceptar la vía de la negociación corporativa, quebró la escasa soldadura entre la recentísima sindicación agraria y la urbana tradicional. Dispuestos a romper la negociación paritaria cuando hiciera falta y llamar a la huelga, tampoco era solución para muchos la reforma agraria, no por su lenta aplicación, sino porque su horizonte no era convertirse en campesinos «asentados». Tampoco era pacífico el ambiente entre los arrendatarios, pendientes de una ley que no acababa de aprobarse, o entre los pequeños y medianos propietarios de tierras que a sus anteriores preocupaciones sumaban ahora la incertidumbre sobre el alcance de la reforma agraria. Aunque se había limitado la expropiación a los señoríos jurisdiccionales, las tierras mal cultivadas, las sistemáticamente arrendadas y las pertenecientes a zonas regadas que no se hubieran convertido en regadío, la aplicación de la ley a todo el territorio nacional y las medidas relativas a los arrendamientos y a los ruedos depreciaron la propiedad y sembraron la inquietud entre todos los propietarios, grandes y pequeños[67].

En el mes de marzo se había celebrado en Madrid una gran asamblea que reunió a las más importantes organizaciones agrarias y en su apoyo a muchas de otros sectores económicos. Se pidió la revisión de la ley de reforma «por antijurídica y antieconómica», aunque la primera reclamación fue el ejercicio del principio de autoridad frente a la «anarquía» manifestada en los constantes atentados a la propiedad, invasión de tierras, talas de árboles, destrucción de ganado y apropiación de frutos. La legislación social, dijeron los reunidos, debía acompasarse al estado económico del país para evitar que las cargas sociales y las bases de trabajo condujeran a un aumento de los costes de producción que solo tendría dos salidas: «la ruina del productor y de sus obreros o la carestía de la vida». Pocas semanas más tarde, la recién creada Confederación Española Patronal Agrícola acusaba al Ministerio de Trabajo de haber insuflado artificialmente, desde la ciudad al campo, «la odiosa lucha de clases». La guerra declarada a los Jurados Mixtos, general en todo el mundo patronal y empresarial, culminó en una magna asamblea celebrada el 19 de julio en Madrid, que reunió a más de un millar de representantes de organizaciones de todo tipo, unánimes en su condena. Aunque hubo intervenciones incendiarias, las conclusiones finales se moderaron para exigir «perentoriamente» la modificación de la estructura de los Jurados, suspendiéndose mientras tanto las facultades dirimentes de sus presidentes. La organización corporativa, en la que el ministro de Trabajo, Largo Caballero, había apoyado toda su política, hacía aguas, y no solo por la protesta patronal[68].

Todo aquello era importante, pero lo era sobre todo porque diezmaba los apoyos parlamentarios del Gobierno. Se precipitaba ahora la división dentro del Partido Radical-Socialista, de la que venía dándose muestras desde los acontecimientos de Casas Viejas. En el Congreso celebrado por el partido en el mes de junio, en vísperas de la dimisión de Azaña y de la crisis de gobierno, fueron evidentes las discrepancias, aunque logró evitarse la escisión que encabezaba, entre otros, Félix Gordón Ordás, muy crítico con Azaña, con su Gobierno y con la colaboración socialista. Podía ser un «contagio» de los argumentos que en un principio fueron patrimonio de las derechas y de los radicales, pero un número cada vez mayor de radical-socialistas, testigos del «desbarajuste» que la política social del Partido Socialista causaba en muchos lugares, abogaban por medidas como la derogación de la ley de términos municipales, la inspección y el control sobre las autoridades locales y las presidencias «técnicas» de los Jurados Mixtos, cuestiones que quedaron incorporadas al proyecto de bases de gobierno elaborado por el comité ejecutivo del partido, y que eran inaceptables para los socialistas. La tensión se tradujo en una clara disociación entre el comité nacional del radical-socialismo, en el que los disidentes críticos se hicieron con la mayoría, y el grupo parlamentario, con lo que su actuación en las Cortes resultó aún más imprevisible de lo habitual. A finales de julio, Azaña tuvo que preguntar a los ministros radical-socialistas si contaban con la confianza de su propio partido, y la consulta que estos hicieron aceleró la ruptura final, aunque aún tardaría en materializarse[69].

La discusión del proyecto de ley electoral a lo largo del mes de julio puso en evidencia las opiniones sobre la realidad de los partidos, tras dos años casi de Gobierno republicano socialista. No fue la incorporación del sufragio femenino el tema que levantó mayor debate, sino la propuesta de sustituir el sistema mayoritario por el proporcional. La defendió Gil-Robles, para quien el sistema mayoritario no permitía la representación verdadera de las minorías y auguraba la muerte de unos «partidos intermedios», barridos por las posiciones extremas u obligados a aliarse necesariamente con ellas, perdiendo su personalidad e ideología. Tampoco había permitido consolidar partidos fuertes capaces de formar una mayoría homogénea, como demostraba la situación que se vivía. La prima a la mayoría, pronosticó Gil-Robles, podía volverse en contra de los partidos en el Gobierno, produciéndose un movimiento de péndulo desacompasado que hiciera tabla rasa del pasado para construir algo que a la siguiente vuelta sería a su vez destruido. Algo muy poco conveniente para el país.

La defensa de la proporcionalidad que hicieron Gil-Robles y otros diputados, como Ossorio y Gallardo, chocó con la opinión de la comisión, ratificada por el mismo Azaña. No se trataba de elaborar la definitiva ley electoral de la República, sino de arbitrar un instrumento con el que hacer frente a unas próximas elecciones municipales. Tenía Azaña la «convicción indestructible» de que los republicanos de todos los colores y los socialistas tenían mayoría en el país y de que el sentimiento liberal y las instituciones democráticas estaban suficientemente arraigados en la legalidad y en el corazón de todos ellos, por lo que no compartía los temores que algunos esgrimían. El único peligro era la dispersión de las candidaturas republicanas y socialista, y que, por ello, resultaran derrotadas por otra antirrepublicana y antisocialista, gracias a una ley electoral que les concediera un «triunfo inmerecido». Los movimientos de péndulo corregirían errores y desaciertos, y aun teniendo él de su paso por el Gobierno el convencimiento del servicio cumplido, también tenía el suficiente patriotismo y sentido cívico como para saber que su papel era pasajero, estaba sujeto a discusión y quizá a derrota[70].

Tras la aprobación de la nueva ley electoral, que mantuvo el criterio mayoritario, y de una ley de orden público, muy discutida por los socialistas, que venía a sustituir a la derogada de defensa de la república, la actividad parlamentaria decayó, aunque las Cortes permanecieron abiertas mientras languidecía la discusión del proyecto de ley de arrendamientos. El 3 de septiembre se celebraron elecciones para cubrir los puestos de vocales que correspondían a los ayuntamientos en el Tribunal de Garantías Constitucionales, una institución que tenía como función el entender en los recursos de anticonstitucionalidad de las leyes y en los de amparo, así como en los conflictos de competencias entre el Estado y las autonomías y en la responsabilidad criminal del jefe del Estado, de los ministros y otros altos cargos. Aunque los partidos de la coalición gubernamental trataron de evitar que las elecciones se convirtieran en un plebiscito sobre el Gobierno, así como de presentar candidaturas conjuntas, no lograron ni una cosa ni la otra. En muchas provincias los radicales fueron con los republicanos conservadores. La coalición gobernante obtuvo el 35,4 por 100 de los votos, la basada en los radicales un 32 por 100 y las derechas un 32,6 por 100, pero la distribución de miembros favoreció a estas últimas, que se quedaron con seis de los quince puestos frente a cinco de la coalición republicanosocialista y cuatro radicales. La relevancia de los resultados de esta consulta electoral no se ocultaba a nadie. Alejandro Lerroux se presentó ante la opinión como el que había conseguido evitar que el Tribunal de Garantías Constitucionales se convirtiera en un «reducto derechista contra la Constitución y la República», y tres días más tarde planteó ante las Cortes la urgencia de un cambio de Gobierno. En respuesta, la moción de confianza fue presentada por un miembro del Partido Radical-Socialista, solo para que, a gritos, un exmilitante de dicho partido, Pérez Madrigal, dejando así constancia de las divisiones internas, pidiera que fuera defendida por uno de los disidentes. Obtuvo Azaña de nuevo la confianza de la Cámara, aunque por 146 votos frente a tres[71].

Cuando acudió al presidente de la República para obtener la suya, tropezó Azaña con la decisión de Alcalá-Zamora de preguntar a los ministros si consideraban que el mantenimiento de aquel Gobierno, tan quebrantado, era el idóneo para sostener la amplia coalición de que había hablado Azaña en la última crisis y para afrontar las próximas elecciones municipales. En nota pública, Azaña respondió que la contestación a esas cuestiones le competía al propio jefe del Estado y que no cabían soluciones circunstanciales, sino definitivas. En vista de ello, Alcalá-Zamora decidió abrir consultas, y Azaña presentó su dimisión el 7 de septiembre. Su Gobierno no caía por la pérdida de confianza de las Cortes, donde la coalición, rota en la calle y en los pueblos, se mantenía, aunque debilitada. Cayó porque se la retiró el presidente de la República. Estaba por ver que fuera posible la formación de otro Gobierno capaz de gobernar con aquellas Cortes. La comisión ejecutiva del Partido Socialista, pese al intento de Prieto de esperar, votó por unanimidad la propuesta de Largo Caballero de declarar «rotos todos los compromisos». Sin Azaña, la mayoría socialista no era ni se sentía republicana[72].

Fue Alejandro Lerroux quien se puso, por fin, a la tarea de formar un Gobierno que debía ser de concentración republicana. No era fácil, pues lo que verdaderamente perseguía era el decreto de disolución que Alcalá-Zamora se negaba a concederle. Azaña, fiel a su reiterada afirmación de que no debían identificarse aquellas Cortes con el Gobierno saliente, sino que deberían ser posibles otras combinaciones ministeriales, se aprestó, no sin dudas en su partido, a dar el nombre de uno de sus correligionarios, Sánchez-Albornoz, para ocupar el Ministerio de Estado, mientras los radical-socialistas, por escaso margen, aceptaban también la colaboración. Finalmente, el líder radical consiguió formar Gobierno. Lerroux se resistía, sin embargo, a someterlo a la confianza de las Cortes, y en el interregno se consumó la división del Partido Radical-Socialista. Por fin, el 2 de octubre se produjo el que sería el último debate de las Constituyentes. Lerroux estuvo torpe de maneras. Leyó su discurso y afirmó, en clara alusión a la nueva derecha accidentalista, su voluntad de abrir la República a quien estuviera dispuesto a jugar dentro de las instituciones, aunque no hubiera manifestado abiertamente adhesión a la República. Anunció también una amnistía, que casi todos entendieron que iba dirigida a los detenidos tras «la sanjurjada». Prieto, primero, y Azaña, después, estuvieron muy duros. Mientras hablaba el líder socialista podía oírse en la Cámara el vuelo de una mosca. Qué concepto de la dignidad de las Cortes podía tener Lerroux, dijo Prieto, para presentarse ante ellas después de haberlas declarado divorciadas de la opinión. Cuando afirmó que consideraba rotos todos los compromisos con los partidos que formaban parte del Gobierno, la minoría socialista, puesta en pie, prorrumpió en un fuerte aplauso.

Azaña fue más allá. Afirmó que la situación había cambiado «pavorosamente» desde el momento en que decidió prestar su colaboración para no acrecentar el «desgarrón» en el seno del republicanismo y hacer posible otro Gobierno con aquellas Cortes. Era evidente que no se trataba de hallar el mejor Gobierno posible para afrontar unas elecciones municipales, sino unas legislativas, porque lo que anunciaba Lerroux era la disolución: «no debemos retroceder en la política española a las costumbres de la Monarquía», sentenció. El líder radical les había puesto en la tesitura de elegir entre él y el Parlamento. «¡Ah! Entonces, no». Acción Republicana retiraba, pues, su colaboración y anunciaba su voto negativo[73].

Lerroux, pálido y cansado, pidió tiempo. Algunos diputados de la mayoría estaban dispuestos a hacer cualquier cosa para impedir la disolución de las Constituyentes, incluso pasar a la firma una proposición declarando la imposibilidad de disolverlas por quedar pendiente la aprobación de leyes complementarias. Eran conscientes, como les previno Besteiro, de que semejante decisión constituiría un verdadero golpe de Estado parlamentario. Cuando se reanudó la sesión, Lerroux se encontró con el desplante también de la Esquerra y las dudas de los radical-socialistas. Gil-Robles dijo que dada la precariedad de aquel Gobierno, al que a cada minuto se le restaba alguno de sus componentes, renunciaba al uso de la palabra.

El Gobierno estaba sentenciado: los que van a morir os saludan, dijo Lerroux. Desde aquel momento, en la cabecera del «banco azul» no había nadie, porque él presentaba la dimisión. Y, diciendo esto, se puso en pie, dispuesto a abandonar el hemiciclo. Ni Besteiro, como presidente de las Cortes, ni los socialistas, después de haber presentado un voto de censura, podían consentir que Lerroux lo evitara. Según el artículo 75 de la Constitución, dicho voto inhabilitaría al líder radical para asumir un nuevo encargo y presidir las próximas elecciones, que era lo que pretendía. Para que su muerte fuera «plenamente gallarda», le dijo Prieto, debía esperar la resolución del Parlamento. Lerroux le suplicó que no le pidiera eso, pero ya se había sentado y, desde el «banco azul», oyó la réplica de Azaña. «¡Yo ambicioso!», exclamó el expresidente. Había tenido en sus manos un poder como pocos habrían tenido: un Parlamento «adicto hasta el entusiasmo», un Gobierno compenetrado y sometido a todas las pruebas. ¿En qué había empleado ese poder?: «en poner el pie encima de los enemigos de la República, y cuando alguno ha levantado la cabeza por encima de la suela de mi zapato, en ponerle el zapato encima». ¿En beneficio de quién? «En beneficio de su señoría —le espetó Azaña— como de todos los republicanos y de todos los españoles». Lerroux se había portado injustamente con él, aunque no pensaba pasarle factura: «Yo sé que en la oposición no soy nada y que me tengo que dedicar a la propaganda o a componer versos». Lo que fuera a pasar a continuación se haría sin su intervención, y si fuera posible, para mayor descanso suyo, sin su consejo. Ciento ochenta y siete votos contra 91 sentenciaron a muerte al Gobierno Lerroux y abrieron la crisis[74].

Los diputados hicieron guardia en los pasillos del Congreso, los teléfonos no pararon de sonar y todas las minorías parlamentarias se declararon constituidas en sesión permanente. Unos eran partidarios de mantener las Cortes, mientras otros las daban por agotadas. Los socialistas consideraban anticonstitucional no ya que Lerroux fuera de nuevo encargado de formar Gobierno, sino que lo fuera cualquier miembro del Gobierno defenestrado. Llamó Alcalá-Zamora en un principio a personajes independientes: Sánchez Román, Pedregal, Marañón, Adolfo Posada…, no sin que se oyera la protesta de quienes no comprendían el recurso a personalidades sin representación parlamentaria. El encargo recayó finalmente en Diego Martínez Barrio, que trató de formar un Gobierno de gran coalición de republicanos y socialistas. Contaba en su contra con la resistencia del propio Lerroux y la de los socialistas. El primero, a quien sacaron de la cama de madrugada Azaña, Domingo y Martínez Barrio, acabó cediendo, pero las negociaciones encallaron con los socialistas, prisioneros de sus propias declaraciones. El Gobierno que por fin formó Martínez Barrio no contó con su presencia. Todavía hubo intentos de evitar la disolución. En nota pública los radical-socialistas independientes abogaron por que el nuevo Gobierno permitiera al Parlamento reanudar su tarea, aprobar los presupuestos y restablecer la solidaridad republicana. Los socialistas prometieron benevolencia si se mantenían las Cortes, «cuya indiscutible gloria, por haber estructurado jurídicamente la República, se acrecentaría elaborando otras leyes que llevan también la huella indeleble de la revolución»[75].

Pero el 9 de octubre, el mismo día en que se conoció la composición del Gobierno, se hizo público también el decreto de disolución de las Cortes, con un largo preámbulo en el que Niceto Alcalá-Zamora explicaba las razones, como preceptuaba la Constitución y al propio presidente interesaba. Las Constituyentes habían terminado su tarea, puesto que se habían promulgado todas las leyes a ellas reservadas, pero también por motivos relativos a su vida interna y a su relación con la opinión pública. Su agotadora labor legislativa había estado presidida por la «elevación de miras, sensibilidad de emoción y rectitud esencial de propósito», mas ese mismo esfuerzo y la trascendencia de su obra habían alterado el número de partidos y sus relaciones mutuas, hasta el punto de dificultar la formación de una mayoría estable. Habían surgido corrientes de opinión «no coincidentes con la predominante en las Cortes», y todo ello hacía necesario buscar la «orientación y armonía definitivas, acudiendo a la consulta directa de la voluntad general».

Las Constituyentes, gloriosas, inolvidables y fecundísimas en su brevedad, protagonistas de una verdadera «revolución legal», como opinaban muchos, habían sido prematuramente disueltas, con grave quebranto para el régimen republicano. Otros pensaban que habían cumplido su misión, y su supervivencia solo acarreaba daño a los partidos y al régimen y desdén hacia la opinión pública. Pero no faltaban quienes, como Gil-Robles, les achacaban un vicio de origen, fruto del clima de «anormalidad» en que se encontraba el cuerpo social al producirse la revolución, prolongado después por el aplastamiento de la mecánica parlamentaria con el «criterio brutal de las mayorías». Mientras los socialistas persistían en su voluntad de concurrir en solitario a las elecciones, y los republicanos buscaban acuerdos, el mismo 9 de octubre la CEDA convocaba a otras organizaciones para constituir una Unión de las Derechas. Las elecciones, convocadas en primera vuelta para el 4 de noviembre, deberían demostrar la capacidad de la República para arbitrar la alternancia en el poder[76].