VI

Eran las nueve y cuarto de la mañana.

Tyne Leslie estaba sentado en la parte trasera de una cafetería china, comiendo de una bandeja de galletas. Sus mejillas estaban distendidas, su cabeza despejada; había ido a una barbería donde le habían afeitado y masajeado cabeza y hombros. Cuando por último entró en Padang noventa minutos antes, después de una infructuosa búsqueda de Dickens a lo largo del río, se había sentido desfallecer. Después del afeitado, el masaje y el desayuno, se sentía otra vez vivo, alerta, la cabeza despejada, capaz de afrontar los aguijonazos del futuro.

Había escrito ya una nota para el subsecretario Grierson, un segundo secretario de quien Tyne había sido subsecretario, advirtiéndole del conato de invasión a la Tierra. La nota había sido entregada en el edificio de la Misión Diplomática Británica y pasaría una hora antes de que llegara a manos del subsecretario. El tiempo que transcurriera antes de que se emprendiera cualquier acción, era otro asunto.

Mientras tanto, el tiempo apremiaba. Murray había podido estar en cualquier parte de Padang durante las anteriores veinticuatro horas. Si el agente Roskiano de la FPR había sido incapaz de dar con Murray, sería porque había sido perseguido por su propia gente, los Rosks leales a Ap II Dowl. Indudablemente, las partes interesadas en la captura de Murray aumentaban; la FPR, los hombres de Dowl, el UNU y, posiblemente —si es que habían oído hablar del asunto—, varios grupos terrícolas interesados en sentido nacional. Y Tyne.

Tyne. Había dicho a Dickens que era capaz de ir derecho hasta Murray. Era la verdad. Por paradójico que sonara, podía haberlo hecho el día anterior, antes de que Stobart le hablase.

La verdad estaba escondida, dispuesta, como tantas veces ocurría, en su interior, esperando el momento oportuno para revelarse a sí misma.

Cuando Tyne preguntó a Mina en el Roxy, ella declaró que Murray le había dicho que estaría en la planta de plancton. Ella había dado por supuesto —y Tyne lo había aceptado— que Murray se refería a la planta de Semapang, donde había estado a punto de ahogarse. Cuando Stobart la había interrogado después, había obtenido la misma respuesta; de ahí que Tyne y Dickens se hubieran encontrado en el edificio.

Pero Murray había querido decir algo bastante diferente al aludir a la planta de plancton.

En aquellos terribles segundos en que Tyne luchara contra la asfixia en los interiores de la planta de Semapang, algunas escenas de su vida pasada habían aflorado a su memoria. En una de ellas aparecían Murray, Allan Cunliffe y él mismo desayunando en el hotel Merdeka tras una pesada noche. Mientras él y Allan tomaban el café, Murray despachaba un abundante desayuno, quejándose todo el rato de la bazofia que servían. «En el Merdeka es todo sintético», había dicho. «No importa que parezca comida, es plancton en el fondo. Como dicen los americanos, es una planta. ¡Una planta de plancton! Os lo digo, pareja, vivimos vegetalmente en una planta de plancton. Antes de que nos demos cuenta, el progreso nos ofrecerá mujeres de plancton…»

A partir de entonces, cuando se referían ocasionalmente al Merdeka, lo habían hecho como «la planta de plancton».

Todo esto había pasado a través de la mente de Tyne. Ahora sabía que para encontrar a Murray tenía que volver a Merdeka; aquél era el sitio al que se había referido Murray; Mina había sido despistada, y también Stobart; claro, ellos no sabían nada de la broma. Tyne había estado una vez, infructuosamente, en el Merdeka; ahora, iba a hacer las preguntas adecuadas a la gente apropiada. Pagó la consumición y salió del café. Ya había comprado munición de repuesto para la pistola robada que tenía en el bolsillo. Caminó por la acera de las calles, atento a cualquier peligro. Una manifestación de protesta de los Desplazados, acompañada por tambores y pancartas («ROSKS, LARGAOS DE NUESTRO MUNDO», «LAS POTENCIAS DE LA TIERRA HAN SIDO ENGAÑADAS», «SUMATRA HA SIDO SACRIFICADA»), sirvió para que Tyne pudiera desplazarse semioculto hasta el vestíbulo del hotel.

La familiaridad, a un tiempo bienvenida y repugnante, del lugar, le asaltó como una neblina penetrante. A aquella hora, antes de que sonara la vida política de Padang, con sus interminables conferencias y discusiones, el salón estaba repleto de esos hombres a cuya clase Tyne perteneciera anteriormente: hombres intranquilos (¡pero sonrientes!) que continuamente iban de aquí para allá, siempre negociando aunque sin eficiencia. Tyne les evitó, sintiéndose tan extraño a ellos como un Rosk.

Atravesó el edificio hasta el patio posterior, donde dos ancianas chinas se arreglaban el cabello recíprocamente al calor del sol.

—Por favor, ¿han visto a Amir? —preguntó Tyne.

—Está en el almacén, preparando las raciones.

El «almacén» era una vulgar cabaña al otro lado del patio, levantada entre otros dos edificios y que daba a un pequeño callejón trasero. En el exterior había un camión con un rótulo en malayo, chino, ruso e inglés, que decía «Alimentos sintéticos de plancton de Semapang». El Merdeka estaba preparando su minuta diaria para la alimentación de sus clientes.

Mientras Tyne se acercaba, un conductor uniformado salió del almacén, subió al camión y se alejó. Tyne se acercó a la puerta del almacén. Amir estaba allí solo, con el brazo izquierdo en un cabestrillo, inclinado sobre una caja y tomando notas. Tyne entró, cerrando la puerta tras él.

Amir había sido bastante amigo de Allan y de Tyne.

Ahora sólo había miedo en su oscura e inteligente cara cuando alzó la vista y reconoció al visitante.

—¿Qué te ha pasado en el brazo, Amir?

—¡Creí que estaba usted muerto, señor Leslie!

—¿Quién te dijo eso?

—¡No debería estar aquí! Es peligroso, señor Leslie. El Merdeka está constantemente vigilado. Por favor, váyase en seguida. Por el bien de todos, váyase.

Era lamentable contemplar su agitación. Tyne le cogió por el brazo sano y dijo:

—Escucha, Amir, si sabes que hay peligro, debes saber algo de lo que está pasando. La vida de todos los habitantes de la Tierra está en juego. Tengo que encontrar a Murray Mumford cuanto antes. ¡En seguida! ¿Sabes dónde está?

Ante su sorpresa y embarazo, el joven sumatrino se echó a llorar. No hizo ningún ruido mientras lloraba; sus lágrimas corrieron mejillas abajo, hasta caer en el suelo. Se llevó una mano a los ojos.

—Mi país ha tenido problemas por culpa de otros países. Dentro de nada me uniré a los Desplazados. Cuando nuestro número sea lo bastante grande, forzaremos a todos los extranjeros a que dejen nuestra tierra.

—Y a los Rosks —añadió Tyne.

Todos los extranjeros. ¿Sabe que hay funeral esta tarde, en Bukit Besar? ¿Sabe por quién? Por la chica medio holandesa, Mina.

—¡Mina! ¿Ha muerto? —exclamó Tyne.

—Los funerales se celebran por eso, generalmente —dijo Amir cáusticamente—. Los Rosks la mataron porque tenía relación con su amigo Mumford. Quizá le interese saber que los Rosks vinieron a buscarme ayer; me torturaron. Quizá vengan hoy a matarme. Usted vino al Merdeka ayer y yo le evité. Hoy no he podido hacerlo y probablemente muera.

—Absurdo, Amir. Los Rosks no te buscarán otra vez —dijo Tyne—. ¿Qué te preguntaron ayer?

Amir dejó de llorar tan repentinamente como había comenzado. Mirando a Tyne a los ojos, apartó el brazo del cabestrillo y comenzó a quitarle las vendas. En un minuto quedó desnudo, mostrándolo con una penetrante mezcla de horror y orgullo.

—Los Rosks me preguntaron dónde estaba escondido Mumford —dijo Amir—. Y como no se lo dije, me hicieron esto.

La mano izquierda le había sido amputada a la altura de la muñeca. En su lugar, inútil, había sido colocada una mano de chimpancé.

Hasta la mano artificial de Tyne se quejó de dolor.

—Lo siento —dijo—. Lo siento, Amir.

—Esto es lo que opinan de los hombres.

Apartó la mirada y añadió con voz alterada:

—Pero no les dije dónde está Murray. A usted se lo puedo decir. Cuando llegó aquí ayer por la mañana, dijo que iba a ocultarse en el viejo templo de Deli Jalat, callejón abajo. Ahora, por favor, váyase. Váyase y no vuelva a preguntarme nada más.

—Lo siento de veras —dijo Tyne, deteniéndose en la puerta—. Esto lo cobrarás algún día, Amir. Ten paciencia y lo verás.

Amir no se giró para mirar.

Fuera, Tyne se quedó junto a un bajo muro de piedra y sacó la pistola. Amir le había imbuido más sentido del peligro de lo que él hubiera admitido para sí mismo. Lentamente, alzó la cabeza y miró a su alrededor.

Uno o dos nativos estaban trabajando frente a las escasas viviendas que daban a la pequeña calle trasera a la que había ido a parar; ninguno de ellos parecía estar interesado en Murray. Con dolor, se dio cuenta de la amarga verdad que había dicho Amir. Para la población local, las naciones que se habían aposentado en Sumatra eran tan intrusas como los Rosks. Ambos grupos eran igualmente contrarios a su forma de vida. Los Rosks se aprovechaban de su habilidad para viajar más allá de su perímetro con su típica indiferencia oriental, sobre la que habían caído dos formas de explotación. Puesto que las poderosas naciones occidentales habían tratado con más consideración a Sumatra en los pasados siglos, podían ahora recibir más consideración por parte de Sumatra.

Cuando se disponía a escalar el muro, vio a un hombre que venía de la dirección del Merdeka. Caminaba lentamente, mirando con precaución a derecha e izquierda. Era Stobart.

Iba en otra dirección distinta de la del templo. Cuando vio que el camino estaba desierto, aceleró su paso. Mientras Tyne demoraba su intento, Stobart deslizó un susurro apenas emergido de sus labios. Ningún sonido audible surgió de ellos; fue ultrasónico.

Nada más desaparecer el agente del CNU, Tyne trepó por el bajo muro y se encaminó hacia el templo, donde Murray le había dicho a Amir que estaría escondido. El encuentro con Murray se acercaba; en el bolsillo de Tyne, se encontraba lista la pistola.

A pesar del calor que el sol dejaba caer sobre sus hombros, la visión era clara. Sabía exactamente lo que tenía que hacer. Iba a matar a Murray.

Sólo una cosa le preocupaba y no iba a permitir que desviara su puntería. Murray, esperando al agente de la FPR con el microfilm, había cubierto bien su rastro; Stobart (que sin duda había seguido el rastro de Tyne en el vestíbulo del Merdeka) era una prueba de que todavía estaba libre, a pesar de que las demasiado escrupulosas potencias estuvieran irritadas contra él. No obstante, Tyne, trabajando solo, estaba a punto de dar con él. ¿Cómo era aquello?

Dos fuentes de información le habían llevado hasta Murray: la información de Mina sobre la «planta de plancton»; y, luego, lo de Amir sobre el templo. Tanto los del CNU como, sin duda, los Rosks, habían obtenido lo mismo de Mina; ninguna de estas dos partes había sacado nada de Amir. La información de Mina sólo podía ser interpretada correctamente por Tyne; Amir había dado voluntariamente los datos que él poseía sólo a Tyne. ¿Por qué?

Una sola respuesta se le ocurría. Murray había esperado que Tyne le persiguiera. Antes de ocultarse, había dejado deliberadamente aquellos dos mensajes con Mina y Amir, convencido de que Tyne le seguiría. Sin embargo, Murray sabía muy bien que Tyne podía tener sólo una razón para seguirle: vengar la muerte de Allan Cunliffe en la luna. Y los motivos por los que un hombre pudiera dar pistas para su localización a su asesino eran bastante oscuros. Seductoramente oscuros.

Murray tenía que explicarse frente a la pistola robada y antes de que los proyectiles se incrustaran en su cuerpo. Tenía que explicarse… y, claro, entregar el microfilm; entonces podría morir. Tyne experimentó aquel toque de fría claridad otra vez. Una vez más se encontraba en la tórrida zona de los sucesos. El ecuador de la acción giraba más y más rápido en torno a él; sin embargo, no podía advertir una cosa.

—Entre, señor. Preguntaré por su amigo entre los sacerdotes —dijo el acartonado enano de la entrada. Se alejó descalzo y solícito. Las mujeres perdidas y los tuans blancos eran especialmente bienvenidos aquí.

El templo Deli Jalat cubría varios acres de terreno que, en otro tiempo, habían intentado utilizar para la instalación de granjas avícolas. El edificio central constituía una noble imitación de un tardío templo hindú, muy ornamentado, aunque a su alrededor se veía, como vehículos destrozados en torno a una carretera obstruida, cierto número de pedazos sobresalientes, la mayoría de ellos de listones y hierro.

Tyne no podía estarse quieto y echó a andar por las lajas tras el portero. En el aire oscilaba un agradable aroma dulzón, un perfume que parecía arrastrar consigo su propia emoción indefinible. Había allí un jardín de especias, sin duda cultivado a mano. Al fondo, una mujer con ropas chinas y sandalias de madera, se volvió a mirarle, luego corrió hacia una puerta. Se parecía… sí, le había parecido Benda Ittai. Instintivamente, Tyne aceleró su paso; la fuerza del sol caía sobre él de plano.

De repente se imaginó a sí mismo conduciendo a la mujer hasta el abandonado jardín de especias y fornicando allí con ella No era una escena que se hubiera propuesto. Sus pensamientos volvieron otra vez a Murray.

En la última puerta, el portero cayó casi sobre él con excitación, agitando los brazos con ansiedad.

—No, señor, ¡aquí no, señor! Quédese en la puerta, señor. ¡Por favor, espere! Los sacerdotes no estarán preparados…

—No he venido a ver a los sacerdotes —dijo Tyne.

Empujó a un lado al hombre y entró en las sombras interiores del edificio. Era como si el sol se hubiera detenido precipitadamente, mostrando la habitación que había más allá, aun sin entrar del todo: una sala fresca, toda de madera, salvo por dos jarrones de piedra que se erguían en el centro. Tres hombres, sacerdotes, con aquel vengativo y arriesgado aire que la religión impone a los más duchos, se le aproximaron rápidamente y a un tiempo.

—Por favor, condúzcanme hasta Murray Mumford —dijo Tyne—. No puedo esperar.

—Ésta no es hora de visita —dijo uno de ellos, agitando ineficazmente las manos.

—Lo siento. No puedo esperar.

Los tres sacerdotes empezaron a hablar en un dialecto, parloteando rápidamente entre sí. Estaban asustados y rabiosos. El miedo ganó.

—Será mejor que me siga —dijo uno, dirigiéndose a Tyne.

Tomaron un camino ascendente con algunos anchos y crujientes escalones, en el que se advertía un olor a gato. Se adentraron en pasillos de madera y de piedra, hasta detenerse, por último, junto a una puerta insignificante, situada debajo de otra escalera. El sacerdote quitó la barra a la puerta y la abrió. Apareció una pequeña antesala donde había dos puertas situadas frente a la que ellos cruzaban.

—La de la derecha —dijo el sacerdote.

Mientras Tyne penetraba en la antesala, el sacerdote cerró la puerta tras él. La semioscuridad que le envolvía ahora le hizo moverse con precaución hacia la puerta de la derecha; aguardando, alzando la pistola, abrió la puerta de golpe.

Era una habitación larga y estrecha con una ventana en un extremo. Ocupando gran parte del espacio, había una cama de madera junto a la puerta, ahora utilizada como mesa y asiento.

Benda Ittai, en ropas chinas, estaba sola, en pie, en medio de la habitación, con la boca abierta en una mueca de sorpresa.

—Entre, señor Todpuddle —dijo, utilizando el nombre que Tyne asumiera cuando había sido interrogado en el queche de Budo Budda.

Él asintió, como en un breve reconocimiento de su belleza.

Zarpa en alto, Tyne dio un paso hacia el interior. Murray Mumford estaba en pie tras la puerta, las manos alzadas sobre la cabeza. Rodeando su cintura llevaba un cinturón del Servicio Espacial; un revólver sobresalía de su desabotonada pistolera.

Tyne giró lentamente sobre sus tacones, alzando su propio revólver para apuntar al pecho de Murray. Se percató de su rostro, tenso como el cuero, contorsionado en una mueca de asesino.

—Me alegro de que finalmente lo hayas conseguido, Tyne —dijo Murray, intentando incidir en sus viejas fórmulas—. Aparta la pistola y métetela en alguna parte. Bienvenido a mi humilde…

—Ponte junto a la chica —dijo Tyne con sequedad—. Voy a quitarte la pistola. Mantén las manos en alto. Eres un canalla, Mumford… un soplón, un traidor.

—Si no tuvieras ese juguetito en la mano, te rompería el cuello por decir eso —dijo Murray con encono y ruborizándose.

—¡No, no lo harías! ¿Vas a negarme que estás pasando información a los Rosks, información absolutamente vital para la Tierra?

Murray, manteniendo las manos en alto, miró fijamente a Tyne mientras se deslizaba hacia Benda. Su agradable rostro parecía cansado y ensombrecido.

—Si quieres discutirlo, arroja las dos pistolas sobre ese alto anaquel —dijo.

El anaquel al que se refería corría paralelo a una pared, junto al techo. Tyne ni siquiera le dedicó una mirada. Tenía a los dos juntos ahora, a los pies de la cama.

—No quiero discutir nada contigo, Murray —dijo.

—Adelante, dispárame, pues. Pero probablemente comprendas tan bien como yo que sólo un loco obraría así, echándolo todo a perder.

—Dame el microfilm, Murray.

—No lo tengo.

Tyne apretó el revólver convulsivamente. No se había esperado tal cosa.

—¡Detente! —Benda Ittai hizo un nervioso movimiento hacia delante. Aunque macilenta, aún poseía un impresionante aspecto de lozanía y belleza—. No hay tiempo para disputas, de lo contrario nos cogerán aquí. Señor Leslie, ponga las pistolas sobre el anaquel y entonces se lo explicaremos. Es realmente necesario.

Tyne dudó. Estaba en un lugar ridículo y lo sabía. El asunto vital no era su urgencia personal por vengarse, sino la necesidad de conseguir la película. La mujer Rosk hizo que le fuera posible retroceder sin perderles demasiado de vista. Sacó el revólver de la cartuchera de Murray y lo colocó junto con el suyo en el anaquel.

—Perfecto —dijo Murray, bajando las manos y buscando mezcal. Tyne notó con satisfacción que sus manos temblaban cuando encendió su pipa. Sus propias manos (incluso la de metal) temblaban de la misma forma.

Tomando otra vez la iniciativa, dijo a Benda:

—Deduzco de su presencia aquí que es usted el agente Rosk con el que tenía que encontrarse Murray.

—Eso es exacto —dijo ella—; como usted sabe, fui atacada —añadió sonriendo, satisfecha por la declaración subterránea.

—Has supuesto bien —dijo Murray—, ahora deja de suponer y escúchame. Tenemos muy poco tiempo y necesitamos tu ayuda.

—¡Mi ayuda! —explotó Tyne—. Vengo aquí para matarte, Murray, y ahora me sales con…

Benda Ittai puso su mano sobre el brazo de Tyne. La sintió blanda y caliente. A 105.1, claro.

—Por favor, dele una oportunidad para que se explique —suplicó—. No hable tanto: ¡escuche! ¡Escuche tan sólo!

—Sí, suena como advertir a un político —dijo Murray. Estaba recuperando rápidamente el autodominio. Tyne también lo recuperó; se sentó en la cama y aceptó un cigarrillo de Murray.

—Adelante. Pero hazlo bien, lo mejor que puedas.

—El microfilm tiene que ser entregado a la señorita Ittai —dijo Murray— y ella debe llevarlo a la Base de Sumatra, a los de la FPR de allí. ¿Recuerdas a Tawdell Co Barr, el primer Rosk que habló a la Tierra? Él es el líder de la Facción Pacífica, secretamente opuesta a Ap II Dowl. La FPR es débil; sólo tienen una última oportunidad para cobrar fuerza y poder así derrocar a Dowl. Si pueden exhibir esta película, esta prueba de los violentos y sanguinarios planes de Dowl, a una mayoría de Rosks, la población se alzaría en rebelión contra el dictador.

—Nuestra gente es tan humana como la de ustedes —interrumpió Benda—. Por favor, vea este terrible asunto como una lucha moral y no como una aventura de detectives. Cuando sus ojos se abran y comprendan qué es lo que han estado respaldando, se alzarán contra Dowl.

—¿Está intentando decirme que ignoran que forman parte de una avanzadilla invasora?

—Claro que no lo saben. ¿No lo entiende? —dijo ella con desesperación—. Todos nosotros nacimos en la nave, creyendo que éramos colonos. Sin duda, debieron darse órdenes selladas que pasaron de una generación de dirigentes a otra.

—Entiendo —dijo Tyne. Lo vio; he ahí cómo las maniobras políticas pueden ser expandidas hasta cualquier parte de la galaxia. Los dirigentes planeaban, intrigaban, y la mayoría los seguía como ovejas… a menos que vieran por sus propios ojos el destino de rebaño que otros trazaban para ellos.

—Usted tiene ya pruebas de que no soy partidaria de Ap II Dowl y sus rufianes —dijo Benda con calma, probablemente consciente del efecto que provocaba en Tyne—. Al menos, confíe en mí. Déjeme llevar el microfilm a mi gente, la FPR. Ellos lo utilizarán mejor que si fuera a parar a manos del Gobierno Mundial. ¿Puede entenderlo?

Sí, todo estaba muy claro, pensó Tyne amargamente, sabiendo que los otros dos estaban buscando en su rostro cualquier señal de lo que pudiera decir. Pero ni él sabía lo que podía decir. La intención, coger el microfilm o destruirlo, se había ido desintegrando a medida que se acercaba la oportunidad. Ahora estaba frente a un problema que jamás se hubiera imaginado ante las pulimentadas mesas del CNU.

Si no interfería —por ejemplo, si lo mataban—, el subsecretario Grierson pondría en marcha la maquinaria de defensa. La pequeña fuerza de los Rosks sobre la Tierra sería aplastada antes de que llegaran los refuerzos. ¿Y cuándo llegaran? Bueno, presumiblemente no serían muy misericordiosos; quizá no se arriesgaran a un bombardeo nuclear desde el espacio.

Si Stobart y sus hombres llegaban allí, cogerían el microfilm sin demora; lo encontrarían dondequiera estuviese escondido. Nunca caería en manos de los Rosks. También eso aceleraría un contraataque contra los pérfidos alienígenas.

Si los hombres de Ap II Dowl llegaban primero… bueno, ésta sería la peor alternativa de todas.

Por ahora, sin embargo, la iniciativa no estaba en manos de Grierson, ni de Stobart ni de Dowl; sino en las de Tyne. Sin proponérselo, recordó la Teoría de la Actividad Irresponsable que había, formulado; podía haber sido lúcido a la vez. Se encontraba allí, enfrentado al problema de mayor envergadura de todos los tiempos; ¿cómo iba a resolverlo?

Volviéndose hacia la ventana, miró irritadamente al exterior a través del polvoriento cristal, para ocultar su indecisión a Murray y a la chica. En el vivido paisaje exterior, algo se movió. Un hombre… o un Rosk, había saltado de un matorral a otro. La ocasión de Tyne se precipitaba.

Abruptamente, se volvió hacia el interior. La FPR debía tener conocimiento de los planes invasores, tal como Benda había sugerido; a lo mejor, las mayores disensiones plagaban la base sumatrina. Igualmente, la Tierra tenía que conocer detalles; así podrían prepararse para las eventualidades.

—Puede hacerse una copia del microfilm, señorita Ittai —dijo—. El CNU conservará la copia para su estudio. Le será dado entonces un salvoconducto para regresar a su base con el original y entregárselo a Tawdell Co Barr.

Se volvió a Murray que fumaba sentado en el borde de la cama.

—Como te darás cuenta, el tiempo apremia —dijo—. Dame el microfilm rápidamente.

—Parece que no lo has captado bien —dijo Murray. Se restregó los ojos, dando la impresión de estar cansado y de mal humor; era como si de repente hubiera advertido que tanto si triunfaba personalmente ahora como si no, la vida triunfaría por encima de él al final de todo, impersonalmente, claro, pero con tan escaso remordimiento como si la competición hubiera sido personal—. Por el amor de Dios, Tyne, ¿no te resulta obvio que te estás comportando como un tonto? Como te dije antes, no tengo el microfilm.

Las figuras ocultas tras los matorrales… estarían en pie ahora, quizá cubriendo la última distancia que las separaba del templo. Y también Allan Cunliffe, erguido, tieso como un palo. Las dos imágenes, productos de la urgencia y la rabia, golpearon la mente de Tyne. Se arrojó contra Murray.

Murray medio se enderezó, para caer bajo el asalto. Juntos rodaron sobre la cama. El centro, vencido por el peso, golpeó contra el suelo. Tyne se puso encima de Murray. Encogido, éste alzó la rodilla hasta el plexo solar de Tyne, que a su vez, alzó la mano de acero y la descargó contra un lado del cuello de Murray. Azulándosele los labios, Murray dejó de forcejear.

—Esto te calmará… tu… —jadeó Tyne. Se había cegado peligrosamente. Ráfagas de color ondeaban como banderas ante sus ojos. Se sacudió la cabeza para captar unos golpes producidos en el exterior, antes de darse cuenta de que estaban dándolos en la puerta.

Observando por entre la destrozada cama, vio a Benda Ittai abrir la puerta; uno de los sacerdotes entró y habló rápidamente con ella. Al cabo de un minuto, ella corrió junto a Tyne.

—El enemigo está rodeando el edificio —dijo—. Los sacerdotes les han visto. Tenemos que salir, ¡rápido! Tengo un helicóptero oculto en el exterior. ¡Vamos!

Alargándole su mano sana, ella se la cogió y tiró de él hasta ponerle en pie. Murray gruñó al librarse del peso. Tyne dejó que le condujeran al exterior mientras el sacerdote les guiaba. Mientras corrían por el laberinto del edificio, Tyne iba recobrando el juicio. Antes de salir del templo, recordó que se había olvidado la pistola, pero ya era demasiado tarde para volver a buscarla.

Desembocaron en un patio rodeado por pequeñas celdas destinadas en su día a los novicios. Todo se tambaleaba; sin duda estaba construido con viejos ladrillos. Bajo una pequeña choza, fabricada con algún material de camuflaje, había un helicóptero. Benda corrió hacia él. Manipuló una esquina de la choza y se desinfló de arriba a abajo, plegándose como una persiana. Recogiéndola, la metió en el helicóptero y a continuación trepó hasta él.

Tenía unas piernas atractivas, pensó Tyne. Sus poderes de deducción y observación retornaban. Hasta la sensación de náusea en su estómago estaba desapareciendo.

Se sentó al lado de ella mientras el sacerdote regresaba hacia el templo. En seguida, Benda puso en marcha las hélices. Pudieron ver los tórridos remolinos que levantaban a su alrededor. Grandes lagartos verdes corrieron por el patio.

—¡Mira! —gritó Tyne, señalando.

Sobre una hilera de celdas apareció una cabeza. Luego unos hombros. Después un fusil que descendía y apuntaba al helicóptero. ¿Rosk u hombre? ¿Lo sabría Benda? Todo cuanto había dicho ella en el templo era «El enemigo está rodeándonos». Con aquello, podía haberse referido a los secuaces de Ap II Dowl o a los de Stobart. Esto indicaba la ambigüedad del papel que ella jugaba.

Casi clavando su codo en las costillas de Tyne, Benda metió la mano en un abultado bolsillo. Tenía allí uno de aquellos peligrosos revólveres del 88. Medio inclinándose fuera de la cabina, disparó contra el personaje del tejado.

Falló.

Tyne vio saltar astillas de la arista del techo, y al francotirador golpeado en la cara por las esquirlas. Al llevarse las manos al rostro, el fusil se le escapó. Entonces el helicóptero comenzó a elevarse.

Un hombre salió del templo y corrió por la zona iluminada por el sol. Era Stobart, el rostro cubierto de sudor, su gran cuerpo agitándose por el ejercicio. Aunque empuñaba una pistola en una mano, no hizo el menor intento de disparar; en su lugar, se dirigió a Tyne, gesticulando vivamente. Con el ruido de las hélices no consiguió oír ni una sola palabra.

—¡Justo a tiempo! —gritó Benda.

Elevándose rápidamente sobre las edificaciones del templo, se dirigieron al este mientras contemplaban allá abajo como unos hombres de tamaño fórmico corrían. La sombra del helicóptero sobrepasó las hormigas. Éstas disparaban hacia lo alto, pero sin resultados.