RAY BRADBURY
Para una gran cantidad de personas la Ciencia Ficción Moderna comienza y acaba con Ray Bradbury. Notable creador de obras clásicas como The Martian Chronicle’s y Something Wicked This Way Comes, Bradbury posee un estilo que se asemeja a lo poético, expresando cosas ordinarias —y extraordinarias— de una forma que es totalmente única. Su ascenso hasta el lugar preeminente que ahora ostenta no fue fácil, sin embargo. Sus tempranos escritos a menudo señalan sus influencias demasiado abiertamente y su desesperada búsqueda de publicaciones frecuentemente hizo que comprometiera su propia naturaleza. Pero gracias a un agente perspicaz y a uno o dos editores, el joven Bradbury fue animado a derramar el torrente de palabras que contenía. El flautista, que aparece aquí, fue la primera historia que escribió sin colaborador —anteriormente había escrito gran número de obras junto con un escritor de ciencia ficción ya consumado, Henry Hasse— y que resistió bastante bien el paso del tiempo. Los entusiastas de Bradbury encontrarán en este relato algunos perfiles de lo que luego sería The Martian Chronicle’s: a aquellos que no han leído esta gran obra, sírvales de excelente introducción.
EL FLAUTISTA
The Piper
Desde el espacio, Marte era como una linterna cobriza que incandesciera débilmente, se volviera vieja y agonizara. Semejaba una amplia flor para la nave espacial jupiterina que se aproximaba.
Kerac, el marciano, permanecía en el interior de la nave, contemplando la amable y desvanecida flor, desplegada como los suaves pétalos del recuerdo, un poco temeroso de mirarla, aunque conociendo bastante los cambios que en veinte años podían haberse producido en el suelo patrio. Marte, a primera vista, continuaba el mismo. Los dedos de la nostalgia lo rozaron. Lágrimas extrañas anegaron sus ojos. Pero mientras la nave se deslizaba hacia la escasa atmósfera, la fisonomía del planeta comenzó a cicatrizarse. Arrellanada sobre la pradera marciana yacía una ciudad, convirtiéndose en un protuberante ojo de imbécil su pauta de motas blancas y negras.
—Canalla jupiterina —juró Kerac mientras miraba fijamente hacia abajo—. ¡Vaya lío!
Sus delgados dedos mantenidos firmes, sus manos de araña sujetaron un caramillo de plata para el que había compuesto sus melodías y canciones populares: su único eslabón con su pasado, con su fama como compositor y músico.
Kerac comenzó a estremecerse como si un apaciguado viento estuviera soplando en su entorno: un viento de resentimiento, miedo y una extraña ira profunda. Las líneas de la ciudad conformaron detalles más perceptibles. Estaba repulsivamente exenta de planificación, una prueba de decadencia más que de progreso. No había ni que preguntarse que la ciudad había sido despanzurrada por las torpes y beodas manos de los colonizadores jupiterinos. Escualidez y el aspecto de aquellas criaturas azul pálido de Júpiter eran sinónimos.
Del centro de la ciudad brotaban autopistas como tentáculos de metal que enlazaban hacia el sur con otras tres ciudades jupiterinas; todas tan desproporcionadas e irritantes al ojo como la primera.
Kerac se enfureció, un poco contra sí mismo, un poco contra el bajo y flojo jupiterino de piel azulada que permanecía junto a él.
—¡Mira lo que han hecho! —exclamó—. Durante un millón de años ese valle había sido verde y fértil, y siempre cultivado. ¡Lo han destrozado buscando minerales! Aquellas montañas del sur eran regulares y hermosas. Las han despojado de cima y les han destrozado las faldas. ¿Es ésta tu muestra de la colonización de Marte? ¿Es esto lo que debo disfrutar tras mi retorno del exilio?
Kerac quedó en silencio. El jupiterino de piel azulada, mudo y pequeño en comparación con el increíblemente alto y delgado músico, no dijo nada.
El rostro del exiliado era una delicada red de líneas. Una seca, oscura cara semejante a la de un pájaro, aquilina y de ojos perspicaces. Había en su entorno un algo indefinible de misterio y melancolía. Y ahora estaba penetrando en los rostros de diez millones de marcianos muertos. Le gritaban sólo una cosa. Exigían venganza. Eso era todo.
—Mira —dijo Kerac, señalando—. ¿Ves el lugar por donde corre el río procedente de las colinas?
El jupiterino apretó los labios y no dijo nada. El exiliado prosiguió:
—Nací cerca del origen de ese torrente, allá en lo alto, donde las montañas son de color púrpura. ¡Míralo ahora! Desfigurado por veinte años de humo, tizne y suciedad, convertido por fin en una alcantarilla de desagüe.
—Los días de Klondike fueron tan malos en la Tierra —musitó el jupiterino, tomando la palabra tras varios minutos de silencio—. Es la misma urgencia sólo que a escala mayor. ¡El fin justifica los medios!
El pequeño jupiterino salió proyectado contra el suelo. Las portezuelas de salida se abrieron. Segundos después, Kerac caminaba sobre suelo marciano por vez primera en veinte años. Era el mismo suelo esponjoso y de húmedo olor que sus pies infantiles corretearan, aunque ahora estaba cubierto de basura, cicatrizado y acuchillado por los reactores de las naves espaciales, sucio por el aceite de las máquinas.
Kerac permaneció observando un momento. Los altavoces, situados en varios puntos en torno al campo de aterrizaje, despedían canciones jupiterinas llenas de disonancia y caos. Luego, con un juramento, echó a andar.
Una vacía botella de utana corrió rodando hasta él ruidosamente.
Abandonó el cohetepuerto, se adentró en la ciudad por calles estrechas que remedaban paseos, llenas todas del hedor a pescado de las comidas jupiterinas. De algún lugar vino el eco pasajero de hirientes risas. Cristales rotos. Aquí y allá oíanse disparos, nuncios de la muerte, sumándose al estruendo de la ciudad extrañada. El jupiterino le indicó una cochambrosa vivienda.
—Descansa ahí.
—No, gracias. —Kerac giró sobre sus talones, se quedó mirando hacia el confín de la ciudad, hacia donde pasara el torrente que venía de las colinas teñidas de violeta—. Me voy donde pueda respirar.
El jupiterino no hizo ningún movimiento para seguirlo, pero gruñó:
—El Consejo te encerrará si no te presentas una vez al día. ¡Te estaré esperando mañana, marciano!
Caminó aprisa, la mandíbula firme. La miseria anidaba en su alma. Las vividas luces herían sus ojos. La música jupiterina estaba desperdigada por toda la ciudad por medio de altavoces, constante, áspera. En una ocasión, el sonido de las estúpidas risas femeninas estalló en sus oídos.
El sol se ponía cuando alcanzó el tranquilo torrente. Se dejó caer allí con el agua lamiendo sus rodillas y se puso a rogar a las estrellas le proporcionaran algún plan que le ayudara a acabar con todo esto.
El torrente estaba frío para sus dedos, tan frío como la sangre de la raza marciana que se había suicidado a fin de no ser dominada y controlada por la avalancha de colonos procedentes de Júpiter. Kerac pensó en los pioneros, en su familia asesinada, en el suelo profanado. Rogó más fervientemente incluso.
—Kam, dame fortaleza —pidió—. Kam, dame fortaleza.
Cuando la ciudad quedó a sus espaldas, caminó con un nuevo brío en sus piernas. El regocijo lo poseyó y una canción acudió a sus labios. Cogió el caramillo de plata y entonó su canción hacia las colinas. Las colinas la repitieron suavemente.
Las estrellas aparecieron, el torrente que corría a su costado murmuró diversas melodías mientras el curso del agua se precipitaba sobre los cantos rodados. Súbitamente, el tiempo dejó de ser un obstáculo. El tiempo fluyó hacia atrás. Veinte años se desvanecieron como por arte de un neblinoso velo que cayera sobre ellos. Nuevamente los seres y los objetos gozaban de la paz. Ninguna conquista se divisaba, nada que no fuera la belleza y la noche.
Se volvió para contemplar la ciudad jupiterina y su resplandor, monstruo de mil ojos desfigurando la llanura. Otra música interrumpió la canción que brotaba de sus labios. La música de los altavoces de la ciudad, emitida tan altamente que el viento del este la arrastraba y la portaba hasta las montañas.
—Kerac contuvo una maldición y se sumergió en meditaciones. La música demente se pegaba a sus talones. ¿No habría forma de escapar?
El viento cambió. La música de Júpiter hízose silencio. Kerac suspiró aliviado. No duraría mucho, pensó. Había venido a casa para morir. Ya era viejo. Los científicos jupiterinos lo habían exterminado diseccionándolo física y psicológicamente, y habían resuelto enviarlo a su moribundo planeta pues sabían muy bien que, solitario, ningún mal podría causarles. Era el último de la Raza Dorada.
Pero, ¿qué había de las criaturas de las montañas marcianas, las innominables y vastas hordas de entidades amorfas y con voz gutural que habitaban las cuevas de Marte? ¿Habían sido aniquiladas tan despiadadamente como la gran Raza Dorada?
La Raza Oscura no se había suicidado, esto al menos lo sabía Kerac. Y en cuanto a perseguir a sus miembros, habría tomado infinito tiempo la inspección de cada gruta entre los millones que había. El ángel de la esperanza ir comenzó a posarse sobre su hombro.
En un trecho escasamente iluminado en una dirección del desierto, la muerta ciudad marciana de Kam yacía desolada. Las arcaicas espirales de Kam ascendían delicadamente hacia los cielos y mostraban los majestuosos y simétricos parques y jardines como las inútiles alas de un magnificente pájaro para siempre tranquilo, que ya nunca más poseerá la vida ni la facultad del vuelo.
No mucho tiempo atrás la ciudad había respirado, había alumbrado el nacimiento de millones de marcianos, les había dado protección, unión, proporcionado cimas insospechadas, riquezas y felicidad durante incontables siglos de idílica existencia.
Kerac acarició su caramillo musical, el instrumento que le proporcionara solaz y consuelo en su prolongado exilio en Júpiter.
Lo miró tristemente. Un gran cúmulo de criaturas ascendió de la muerta ciudad de Kam: un rastro de blancos pájaros planeadores que cruzaba los astros con una chillona canción en sus mil gargantas. Repitiendo una y otra vez su canto, se desvanecieron, se desvanecieron, desvaneciéronse aún más, hasta que por último sólo el eco vagó por entre los retazos de un rezagado estribillo final.
Luego alcanzarían a volar sobre las sintéticas calles jupiterinas, las rebasarían y se dirigirían hacia el horizonte por el que horas más tarde se elevaría el sol del amanecer.
Más tarde, un gruñido profundo alcanzó los oídos de Kerac. El gruñido había comenzado incluso mientras los pájaros dé la gran Kam remontaban el vuelo con su estridente canción, había alcanzado su timbre más alto cuando los pájaros se fundían contra el horizonte de las lejanas tierras y ahora estaba iniciando su deserción, aunque no tan rápido como Kerac captó su procedencia y naturaleza.
Cuando los pájaros habían estado encima de él, cantando, el gruñido se había acercado. Pero el gruñido provenía de la tierra, de las diminutas cavernas de las montañas. Y él sabía lo que causaba el gruñido: «la Raza Oscura». Aún sobrevivían, ocultos en las profundas cavernas. La chispa deL regocijo prendió sus entrañas. Los marcianos aún existían, así se tratara tan sólo de los brutos y deformes miembros de la Raza Oscura. ¡Kerac tenía un aliado!
Kerac no se había trazado ningún plan para aproximarse a las cavernas de la Raza Oscura. Se limitó a avanzar lentamente por entre los escarpados riscos que se extendían quinientos pies hacia la cumbre como si se tratara de lápidas de granito de la tumba de una ciudad. Sólo el silencio de terciopelo manifestaba su presencia y sólo sus pies lo alteraban suavemente con el roce producido contra las rocas.
Se detuvo, excitado por un relámpago de miedo. Algo susurró delante de Kerac. Una forma oscura emergió de la nada. Ojos verdosos lo miraron. Un gruñido gutural atravesó las tinieblas.
La forma se movió cansadamente, como una pesada ameba humanoide; una masa de vida de ébano al borde de la emulación del Hombre. Reptando sobre cortas piernas negras, se enderezó ayudándose con gordos brazos oscuros y cortos dedos voraces. Abrió una amplia boca sin labios y gruñó.
Kerac retrocedió, con el pecho enderezado por su propio miedo. Sus dedos sujetaron el caramillo de plata pero en esta ocasión no se lo llevó a los labios. ¿Quién dijo que la música era el mejor remedio contra el terror? Intentó hablar a la criatura.
—Amigo —dijo suavemente—. Somos hermanos. Hemos sido objeto de blasfemia por parte de hombres procedentes de otro astro.
Se detuvo y luego repitió:
—Somos hermanos.
El ser inhumano se tambaleó. Las dos piernas se sujetaban a firme roca en una horrible imitación de la postura erecta. Lo que parecía remotamente un brazo se movió en dirección a Kerac.
—¿Me ayudarás? —rogó Kerac—. Las bestias de Júpiter te están aplastando. Te expropian tus riquezas y saquean tus praderas. Pronto vendrán hasta aquí para destruirte. Pero antes de que lo hagan, ayúdame.
La criatura gruñó y se giró. De las cavernas surgieron docenas de voces graznando respuesta. Kerac retrocedió dos pasos.
—Somos hermanos, ¿entiendes? Tenemos un deber, una tarea que llevar a cabo. Ayúdame, pues, en esta empresa.
Una barahúnda de voces brotó de las profundas cuevas. Por encima de su cabeza, una manada de pájaros de Kam revoloteaba cantando. Ante aquella aparición, la Raza Oscura se enfrascó en un volcán de alaridos insoportables. Cientos de ellos se pusieron a andar torpemente, tantearon, tropezaron, hasta que por fin brotaron de los sofocantes túneles.
Kerac se sintió vivamente excitado mientras un millar de ojos verdes lo contemplaban. Su corazón latía entre los extremos de la ira y la desesperanza. Lo miraron más de cerca. Kerac huyó.
Corrió hasta un lugar donde los muros se ensanchaban. Los de la Raza Oscura no lo persiguieron. Nunca habían avanzado más allá de esta frontera. Jamás. Sólo sus amenazantes, pestilentes y trías voces la sobrepasaban.
Incluso ahora que habían iniciado una breve cacería retornaban a sus cuevas. La noche se volvió tan tranquila como los rutilantes brillos de los astros. Júpiter lanzaba destellos en el firmamento.
Kerac, con paso cansado, regresó hacia la ciudad jupiterina, cruzando de nuevo el suave murmullo del torrente; su actitud, cada uno de sus pasos, cada una de sus palabras y todos sus pensamientos estaban anegados en profunda desesperación.
—¡Eh!
Kerac continuó caminando por el estrecho callejón.
—¡Eh! ¡Tú!
Un gran jupiterino de largos brazos se destacó a la luz producida por un almacén de utana.
Kerac prosiguió caminando.
—¡Eh!
El individuo se acercó a Kerac, lo asió por un hombro, le dio la vuelta y lo empujó en mitad de la calle, arrojándolo al suelo.
—Cuando yo hablo, tú atiendes —refunfuñó el individuo. Estaba completamente impregnado de olor a tabaco oama y a licor utana, de poder desquiciador.
Kerac intentó ponerse en pie, pero la pesada bota del individuo lo retuvo. La purpúrea cara sonrió.
—¿Tú marciano?
Kerac asintió para evitarse otra sacudida de la pesada bota.
—Lo supuse así. —El jupiterino rió como un borracho—. Ahora, marciano, vas a divertirte. Me complacerás.
Kerac parpadeó contemplando al jupiterino. Un grupo de gente estaba formándose en torno. El jupiterino se volvió hacia los congregados.
—Es el marciano, el músico del que habéis oído hablar.
Un murmullo recorrió el grupo de reunidos.
—Así que es un marciano —dijo alguien—. Por la dentadura de Júpiter, es un tipo quebradizo.
El primer jupiterino prosiguió después de tomar un trago de utana de un frasco de bolsillo.
—El músico tocará para nosotros. Llevadle dentro.
Una mano lo empujó. Kerac se removió, protestando. Un puño se abatió contra él, alcanzándole los labios. Otras manos lo enderezaron. Cuerpos sudorosos y cálidos lo empujaron hacia un local de utana, iluminado con lámparas de fuerte escarlata y nublado por el humo producido por los cigarrillos de oama.
Las paredes aparecían pintadas de nauseabundo amarillo y el bajo techo mostraba cien diferentes diseños de pesadilla: sus efectos en conjunto producían una sensación de embriaguez en cualquier persona casi inmediatamente.
—Siéntate aquí. —El cabecilla jupiterino cogió a Kerac por el cuello de la ropa y lo empujó hasta una baja silla—. Ahora —dijo, señalándole—, toca.
Kerac, de pronto, se encontró ante un extraño e intrincado instrumento musical jupiterino, semejante a alguna enfermiza versión de un antiguo órgano.
Kerac se encogió de hombros.
—No puedo. No sé¿cómo se hace?
El inmenso jupiterino puso mala cara.
—Cuando yo, Brondar, digo que alguien toque…
—Está desanimado —interrumpió alguien—. Dale de fumar. Y que beba un poco de utana.
—¡Sí! ¡Sí! —exclamaron los demás rápidamente.
Brondar se volvió.
—Hazle soñar, Nar. Yo tocaré.
Nar Te alargó una jarra de utana rápidamente. Kerac la rehusó.
Nar, un jupiterino anormalmente bajo y mal alimentado, lo miró lujuriosamente.
—¿Lo rechazas?
—No bebo.
—¡No bebes! Marciano, cuando Nar saca utana, lo mínimo que puede hacerse es beber. —Un vaso lleno fue presionado contra los labios de Kerac—. Bebe, pues. O te comerás el vaso.
Los labios de Kerac formaron una dura y firme línea. Todo su cuerpo se estremeció con resistencia.
—Bébelo —gruñó el individuo llamado Brondar.
Nar estaba irritado. Echó el brazo atrás y arrojó el licor contra la cara de Kerac. El gentío gruñó con aprobación. Nar se retiró y dejó al marciano secándose la cara con su gorra.
—¿Tocarás ahora? —demandó Brondar—. ¿O vas a forzamos a…?
Kerac se contuvo. Tranquilamente echó mano de su bolsa y sacó su caramillo.
—Sólo sé tocar esto —dijo.
—¿Qué? —enunció el gruñido—. ¿Un caramillo?
—¡Sí! ¡Sí! —graznaron los otros a Brondar—. Déjale que toque. Déjanos oírlo.
Brondar se mantuvo un rato en suspenso. Por último, se sentó a la baja mesa y gruñó:
—Toca.
Kerac tocó. Tocó hasta que se sintió rendido, agotado. Una y otra vez le hicieron repetir. Y, en una ocasión, Brondar disparó su pistola electrónica contra los pies de Kerac, obligándolo a bailar y tocar simultáneamente.
No paró hasta que la aurora brotó por el este. El cuchitril estaba ya prácticamente vacío. Las colillas de cigarrillos de oama llenaban el suelo. Los jupiterinos yacían por los rincones, roncando Nar estaba postrado sobre una mesa y Brondar, todavía torpemente activo, eructaba juramentos contra el techo salvajemente pintado.
En aquel instante fue cuando una bandada de pájaros de Kam vino planeando desde las montañas, sobrepasó la ciudad jupiterina y se encaminó hacia el sol naciente. Cantaban su tonada, alta, dulce, monótona. Inmediatamente recibieron una gruñente respuesta.
Kerac sufrió su primera inspiración, su primera corazonada. Se mantuvo a la escucha. Su caramillo resbaló hasta el suelo. Disponiéndose a recogerlo, se detuvo, lo miró en su inmovilidad plateada y sus ojos se agrandaron. Luego miró a Brondar, que estaba murmurando entre dientes.
—¿Qué pasa? —preguntaba Brondar—. ¿Qué es ese ruido?
—Los pájaros —murmuró Nar—. Los pájaros de Nar.
—Ya —Brondar sacudió la cabeza—. Me refiero al otro ruido, al otro ruido.
—Martemoto —dijo Nar, despabilándose un poco—. Movimiento de estratos en las colinas.
Kerac se enderezó con el caramillo entre las manos y las ideas zumbándole en el cerebro. Aquellos ignorantes jupiterinos ni siquiera sabían que la Raza Oscura vivía en las montañas.
Y los pájaros de Kam. Formaban parte del inmenso plan que había explotado repentinamente en el interior: de Kerac.
Brondar se tambaleó, se irguió y relampagueó su purpúreo rostro.
—¡Eh! ¿Adónde vas, marciano?
Brondar se interpuso en el camino de la puerta.
Ahogado, Kerac cogió una jarra de utana, la esgrimió y la descargó contra el cráneo de Brondar.
Brondar dejó de interponerse en el camino.
Las señales rotuladas no habían sido perceptibles durante la noche, cuando Kerac las cruzara por primera vez; pero estaban colocadas cada cien yardas y sus caracteres negros brillaban bajo el sol de la mañana:
¡PELIGRO!
MARTEMOTOS
CORRIMIENTO DE ESTRATOS
En letras más pequeñas, leyó: «Cualquier empleado en las Minas Jupiterinas que sea descubierto más allá de este punto, será despedido inmediatamente».
Kerac permaneció allí por un largo rato, dejando que el sol bañara por entero su alto cuerpo. Las colinas no estaban muy lejanas, cocidas en el horno de las primeras horas. El torrente resplandecía como un millón de relampagueantes hojas de cuchillo. Intentó reunir el rompecabezas de las señales y la ignorancia de la ciudad jupiterina.
La Raza Oscura había sobrevivido en las montañas, indemne. Los trabajadores jupiterinos calificaban de «maretemotos» los ruidos procedentes de las montañas. Hacia el sur se estaban practicando grandes excavaciones. Las montañas del sur estaban prácticamente vacías de la Raza Oscura. Los picos del norte pronto verían llegar su turno cuando los jupiterinos estuvieran listos para emprender el trabajo.
Los oficiales habían decidido que lo que los trabajadores ordinarios ignoraban no podría dañarles. Así, la Raza Oscura pertenecía al secreto. Si los trabajadores llegaban a conocer la amenaza, muchos de ellos dejarían el trabajo inmediatamente. Los jupiterinos estaban ahítos de supersticiones.
De cualquier modo, la Raza Oscura no constituía una amenaza real. No poseían la inteligencia necesaria para organizarse y emprender un ataque. Se mataban entre sí. Incluso un ser inteligente como Kerac no habría sido capaz de organizarlos. El Consejo jupiterino sabía esta circunstancia o, de lo contrario, jamás habría accedido al retorno de Kerac.
Kerac huyó del atosigante calor.
En la cumbre de las montañas el tiempo era más fresco. Desde donde se instaló podía obtener una visión de ambas ciudades; la antigua y la moderna. Procedentes del sur, venían los ruidos de las excavaciones en las Montañas Amarillas.
Aguardó pacientemente a que los pájaros de Kam sobrevolaran las cavernas, emitiendo respuesta al supuesto martemoto.
Cuando los pájaros desaparecieron, Kerac, con sonrisa confiada, tomó el caramillo y tocó las mismas notas que los pájaros desparramaban por el cielo: diez notas, corta, plenamente. A continuación, seis prolongados y dulces acordes y luego notas más bajas e insistentes: una urgente convocatoria. Una vez tras otra, tocaría el caramillo hasta que llegara el viento de la noche.
Las montañas repetían la canción. Pero su lamento era tan débil como la más lejana y apagada de las estrellas.
La Raza Oscura respondió, emergiendo a la superficie. Pero Kerac sabía que no se aventurarían bajo el odiado sol.
Escucharon su canción y se sintieron estimulados por ella. Demasiado optimista. Practicaría, escucharía a los pájaros de Kam una y otra vez, imprimiendo su melodía en su cerebro, haciendo una interpretación más expresiva, más imperiosa. Y luego, cuando la noche llegara…
Al llegar el entreluces, Kerac se instaló junto a la base de la montaña. Tocó música, la desperdigó al viento que corría por entre las paredes de pizarra y la conducía hasta los agujeros donde las criaturas lo contemplaban.
La música era punzante para las criaturas, las forzaba. Se acercaron tambaleándose, los pies aferrados a las rocas, gesticulando pesadamente, lanzando ciclópeos gruñidos.
Kerac corrió a instalarse en otro puesto. Las criaturas se apelotonaban poco a poco, hechizadas por la música arrastrada por la brisa y conducida por entre los estrechos barrancos y hasta los menores picachos.
—Acercaos, hermanos míos —dijo Kerac en voz alta—. Acercaos. Matad a los jupiterinos.
Tocó la música infernal. Lanzándola hacia las estrellas y agitando sus órbitas.
Al pie de las pequeñas estribaciones de las grandes montañas, Kerac echó a andar con precaución, seguido por la inflamada horda que perseguía su música. Y luego, un fuerte viento trajo consigo otra música, procedente de la ciudad jupiterina. La música jupiterina, la sinfonía de demente sonido que mordisqueaba hambrientamente el aire.
Devoró la suave música de Kerac, pateó el rostro de las Bestias Oscuras, devolviéndolas impetuosa y velozmente hasta sus cuevas, hasta sus montañas, hasta su lóbrega Estigia.
Kerac, frustrado, quedó mudo e inmóvil junto a la nauseabunda música jupiterina que consumía el aire que él respiraba. La música, brotando de los infinitos altavoces que moteaban toda la ciudad, era arrastrada por el viento del este, descompuesta en ecos, exigiendo atención. Exigiéndola y recibiéndola.
Kerac apartó el caramillo de su boca, el delgado rostro contraído en una jeroglífica mueca de desazón. Su última esperanza, su último plan, habían sido destruidos por el viento del este y la música jupiterina.
Permaneció allí un momento, con el viento arremolinando su capa y arrojándole polvo al rostro.
El viento.
¡El viento!
Kerac saltó, impulsado y entusiasmado por la nueva solución proporcionada por la brisa de la inspiración. Corrió, saltando de roca en roca, luchando contra el viento, y regresó a la ciudad de Júpiter por última vez.
Kerac se precipitaba por las estrechas callejuelas, meditando su tarea. No daría resultado con una acción directa y precipitada. Tendría que operar con apaciguamiento y perspicacia psicológica para no atraer sobre sí las sospechas mientras no fuera demasiado tarde.
Un pesado vehículo de veinte ruedas se detuvo en mitad de la callé. Una gorda montaña jupiterina se deslizo de él, y gruñó en voz alta:
—Eh, marciano.
Era Brondar, que regresaba del trabajo en las montañas del sur. Pero estaba sonriendo.
Su inmenso brazo azul se extendió y agarró a Kerac por la camisa.
—He estado buscándote desde que te largaste esta mañana. Tengo necesidad de ti y de tu caramillo. Ven.
Echó a andar, arrastrando tras de sí a Kerac a través del serpeante callejón.
—Déjame —pidió Kerac—. Estoy bajo la vigilancia del gobierno de Júpiter.
—¿Vigilancia? —Una tremenda carcajada convulsionó la cara teñida de azul—. ¡Gobierno! No hay aquí ningún gobierno. Camina.
Y empujó a Kerac delante de él a través de la semioscuridad.
—Ganaremos dinero juntos, marciano —siguió Brondar—. Después que te fuiste esta mañana, vino a la taberna de utana el oficial de la base sonora. Le hablé de tu música. Está interesado. Está buscando un hombre como tú. Ahora que he vuelto a dar contigo, exigiré al oficial de sonido que me pague bien por haberos descubierto a ti y a tu caramillo. Es por ahí.
Kerac dio la vuelta a una esquina y salió a una plaza en cuyo centro se alzaba un edificio amarillo con la palabra sonido pintada en amplios caracteres jupiterinos sobre el techo.
Ascendieron por las escaleras y atravesaron una puerta. En el interior, seis jupiterinos estaban sentados en torno a una mesa, conferenciando; junto a cada codo podía verse una botella de utana y colgando de cada boca de labios de cobalto un cigarrillo de oama. Feas caras volviéronse hacia él. Advirtió, por las insignias que había en sus abultados uniformes, que aquellos hombres eran los oficiales de mayor graduación del gobierno local. Aquéllos eran algunos de los hombres responsables de la destrucción de Marte.
El hombre que presidía la mesa se levantó.
—Brondar —dijo—. Has interrumpido una conferencia. ¿Qué pasa?
Brondar empujó a Kerac hacia delante, saludó con una gran garra a la asamblea y dijo:
—No se ha escapado, Grannd. Tocará su música para vosotros, como prometí. Y me pagaréis bien por haberlo encontrado.
Grannd, el brusco jupiterino, se acercó rápidamente a Kerac, supervisando sus oscuros ojos la alta figura del marciano.
—Tú eres el marciano. —Era una aseveración—. Hemos oído de ti desde Júpiter, cuando permanecías en el exilio. Allí hiciste cuanto te plugo. Aquí, hay menos leyes y más prejuicios, harás lo que a nosotros nos plazca. Dicen que eres magnífico. Yo, Grannd, lo juzgaré. Toca.
Kerac observó a Grannd, sabiendo que era el jefe de la base sonora, el edificio de donde se radiaba la música que se distribuía por toda la ciudad a través de los altavoces públicos.
Ahora, si Kerac jugaba su carta correcta, los jupiterinos cooperarían en su propia destrucción.
Los próximos minutos serían cruciales, la siguiente hora significaría el éxito o el fracaso de su plan. Se encontraba un tanto asustado por haber llegado tan pronto su oportunidad.
Kerac se sentó, fingió concentrarse, echó mano al caramillo y comenzó a tocar.
La música fue tan suave, tan triste y tan dulce que el humo de oama dejó de vagar por la habitación y quedó suspendido en el aire.
Los oficiales jupiterinos, ubicados en diversas posiciones junto al utana y la oama, se encontraron de pronto sin necesidad de sus viciosas frugalidades. Hipnotizados por la música. Cada nota acariciaba el oído, ávido de otras notas. Era la melancólica canción de los pájaros de Kam, mucho más suave y triste que en ninguna otra interpretación.
Cuando Kerac terminó, toco otra melodía porque el silencio que habría seguido no hubiera sido asimilado por los nervios. Siguió tocando, pues, un poco más rápido. La sala estaba tranquila. Hasta Brondar, impresionado, no pronunció palabra.
Al acabar la segunda melodía, Kerac fue recompensado con ningún aplauso. Hay ciertas cosas en el universo que no se reconocen con el ruido del aplauso, sino con la reverencia del silencio. Habría resultado tanto como gritar un «¡Bravo!» en medio de la majestad de una silenciosa iglesia, o batir palmas al vislumbre de una imponente nebulosa espiral.
Así, pues, sólo hubo silencio.
Brondar se removió intranquilo, como si hubiera apreciado la belleza por primera vez en su vida y estuviera resentido por ello. Finalmente, lanzó un juramento y encendió un cigarrillo de oama.
Los cinco oficiales salieron de su trance, murmuraron entre ellos nerviosamente, fumaron y llenaron y vaciaron sus vasos.
Grannd sorbió su ufana, pensativamente. Se volvió hacia los oficiales. Los oficiales asintieron. Grannd se volvió a Kerac.
—Lo repetirás para que yo pueda hacer una emisión radiofónica.
Kerac reprimió la sonrisa que acudió a sus labios. Grannd siguió hablando.
—Lo hiciste bien. Puedes envanecerte de que yo, Grannd, así lo declare.
Sus palabras brotaban cortadamente, tan cortadamente como corta era su estatura. El individuo rezumaba conceptos. Espetó un «gracias» en una ráfaga de microsegundo.
Kerac se tomó su tiempo adrede. No quería parecer precipitado en su deseo de cooperación.
—No sé lo que hacer —dijo—. Siempre he rechazado la oportunidad de hacer grabaciones.
Los ojos de Grannd relampaguearon.
—Pues ahora lo harás. Para mí. Ya. Inmediatamente.
—¿Por qué?
—¿Por qué? —Grannd hinchó sus azules carrillos—. Yo, Grannd, quiero transmitir tu música a Júpiter y ofrecerla a todo Marte a través de los altavoces públicos. Quizá también a la Tierra. Escribirás una sinfonía. Será beneficioso. —Su voz era cortante—. Vamos. Haremos las pruebas de sonido Si resultan bien, firmaremos el contrato.
Grannd se encaminó hacia una puerta que comunicaba con una sala a prueba de ruido, esperando que Kerac lo siguiese. Pero Kerac no lo hizo.
Brondar tuvo que emplear la fuerza.
Kerac se encontraba ante una serie de complicados instrumentos acústicos. Grannd maldijo sobre una masa de maquinaria en la cabina de grabación. Los oficiales jupiterinos, sentados en el interior de un receptáculo vidriado, contemplaban. Brondar, soñando con incontable dinero, esperaba.
Una pequeña bobina sonora fue ajustada. Grannd alzó la vista.
—Toca cuando te haga una seña. ¿Listo? Silencio, entonces.
Una pausa. Luego, la señal.
Kerac tocó como nunca antes había tocado. Interpretó el tema suavemente, y luego, cada vez que lo repetía, volvíalo más rápido, más rápido, más alto, más agudo. Lo interpretó ocho veces, cada vez más insistente. Y sobre la octava, una inaudible ejecución. Pero se trataba de una apremiante y terrible orden.
—¡Magnífico! —gruñó Grannd desde su cabina de sonido—. Tienes un gran talento. Esto nos reportará mucho dinero.
Kerac se divertía para sus adentros.
—¿Qué es lo que encuentra en mi música que tanto le interesa?
—¿Interesar? —El operador de radio se golpeó el pecho—. Me produce algo… aquí.
—Pero, ¿gustará a los otros… a los obreros?
—Ya has visto lo que produce a los hombres que beben utana y fuman oama. Si les gusta a ellos, gustará a todo el mundo.
—Soy un escéptico. No lo creo.
Aquello molestó enormemente a Grannd.
—Te lo demostraré. —Manipuló la bobina de sonido, se dirigió a otra máquina, ajustó los diales y dijo:
—Tenemos altavoces en todas las calles de la ciudad.
—Sí. Los he advertido algunas veces.
—Transmitiré tu música por esos altavoces inmediatamente, para demostrarte que tu música es válida y puede ser ofrecida a los trabajadores, a todo el mundo.
—Y que nadie olvide —apuntó Brondar— que lo descubrí yo.
Grannd apretó de golpe un botón y la bobina sonora giró.
—Si lo deseas —dijo—, puedes salir y escuchar por los altavoces callejeros.
Kerac asintió y se encaminó hacia la puerta, seguido por Brondar. Al aire de la noche, se detuvo sonriendo. Se volvió hacia Brondar y preguntó:
—¿Podemos ir a escuchar a la tienda de utana?
Brondar rió y asintió.
Kerac sintió removerse su capa por la brisa.
—Perfecto. Perfecto —dijo mientras echaba a andar—. Se ha despertado un fuerte viento del este esta noche. Viento del este.
Cuando comenzó a ser emitida por los altavoces, la música de aquella noche fue diferente. Era la misma música que Kerac había interpretado tenazmente en las colinas, pero monstruosamente ampliada ahora. Procedía de la ciudad jupiterina, venía a rastras del viento del este, que la empujaba hacia las colinas con la irremediabilidad de una plaga de langostas y caía como una cortina hipnótica en el fondo de las oscuras cavernas.
En cinco minutos, colinas, picachos, precipicios y las cimas de las montañas convirtiéronse en algo vivo merced al surgimiento de figuras en forma de ameba que ascendían como incontenible marea. La marea descendió las montañas, cruzó el río y se arrastró a lo largo de la autopista, congregada por la música.
No era la Raza Oscura la única que recibía la llamada. Hasta los mismos jupiterinos de la ciudad permanecían inmóviles y helados, escuchando la sin igual belleza de la música.
El martemoto avanzaba desde las colinas con ruido creciente. La música devenía más y más alta, más y más rápida, demente, lanzando conmoción tras conmoción al aire nocturno.
Kerac permanecía cerca de la puerta trasera del establecimiento de utana, Brondar a su lado. Como por algún sentido que los compeliera a guardar silencio, el martemoto cesó cuando la Raza Oscura estuvo cerca de la ciudad.
La urbe entera permanecía inanimada, excepción hecha del repentino crujir de extraños pies en los estrechos callejones de los aledaños de la ciudad.
Kerac aguardó, listo para escapar en el momento en que se advirtiera la invasión.
Nar, el propietario del fumadero, se entretenía llenando un jarro de utana, escuchando estático la música y el ruido de las colinas.
—Martemoto —gruñó.
La puerta del fumadero se abrió de súbito. En el oscuro umbral se perfilaban entidades sin forma y con ojos verdes. Hubo un momento de electrizado estupor. En aquel instante, Kerac se deslizó por la puerta trasera tranquilamente.
Nar alzó la vista de la bebida, frunciendo la frente azul.
—¡Eh! —exclamó airadamente—. ¿Qué es eso?
Tres mesas cayeron al suelo. Seis manos azules buscaron pistolas. Dos hombres se desmayaron. Veinte jarras cayeron al suelo, rodaron por su superficie y derramaron utana por todo el local. Brondar alzó su pistola electrónica e hizo fuego.
Las criaturas oscuras entraron y recibieron los impactos. Las balas no tenían mucho que hacer en la negra pulpa. Las pistolas electrónicas no surtían efecto. Las criaturas, indemnes, se adelantaron. Estaban hambrientas, famélicas.
Echaron mano de cuanto deseaban.
Kerac, corriendo, dobló por un callejón y se detuvo, recuperando el ritmo de la respiración. Acuclillado, jadeando y sudando por el esfuerzo, se sintió poseído por una gran calma. La agitación había desaparecido, había desaparecido el miedo. Se sintió ligeramente borracho de poder. Lo siguiente que haría sería ir a las otras ciudades jupiterinas, en las vastas profundidades azules de los valles de la otra cara de Marte.
De súbito, una ráfaga de viento le trajo ruido de voces: un ejército de gritos cabalgando sobre el aire frío. Los gritos llenaron toda la ciudad. Los disparos retumbaron. Miles de disparos. Rumor de pisadas se escuchó en un callejón cercano. La espalda contra la pared, Kerac se dio cuenta de que su escapatoria estaba cortada. Sin embargo, como fuere, no sentía miedo. Había coronado su trabajo. Nada había ahora que detuviera a la Raza Oscura. Podían seguir sin él.
Un grupo de jupiterinos cruzó una calle. Algunos se internaron por la que Kerac ocupaba. Se detuvieron un poco más allá de donde permanecía Kerac¡y fueron atenazados y destrozados por una veintena de seres oscuros!
Kerac se echó atrás, tomó su caramillo y se lo llevó a los labios.
Las estrellas, triunfantes, brillaban en sus ojos.
La vida de la gigantesca ciudad pulpo estaba agonizando. Los tentáculos estaban siendo cercenados, uno tras otro, y los inmensos ojos amarillos comenzaban a parpadear, a desvanecerse, a extinguirse, a reunirse con las tinieblas. Hasta la música fue exterminada por la marea negra.
Kerac prosiguió con la música hasta que sintió los oscuros cuerpos apretarse contra él, los gordos dedos hambrientos tratando de asir el caramillo, su capa, su garganta…