III
Tyne decidió cortar por calles laterales. Así evitaría algo la lluvia. Cuanto más pronto regresara a la base, mejor. Le traería problemas el que estuvieran esperándole para recibir su informe. Se sintió lleno de desazón. Había olvidado preguntar por Allan al marrano de Stobart.
La lluvia golpeaba con fuerza su cuello. Su claro traje tropical estaría empapado en poco tiempo. Un taxi se le aproximó lentamente.
—Suba y no se mojará, señor —dijo educadamente el conductor chino.
Sonaba a algo agradable. Cuando Tyne se disponía a abrir la puerta trasera, ésta lo hizo de golpe. Fuertes manos atenazaron la suya, le hicieron perder el equilibrio y le empujaron al interior del vehículo. Notó que aumentaban de velocidad incluso mientras luchaba bajo la dura manta que le habían echado por encima. Alguien se le había puesto encima para mantenerle sujeto. Tyne forcejeó por liberar su mano de acero. Entonces sintió estallar la nuez de su garganta.
Durante lo que le pareció una eternidad, permaneció medio ahogado bajo la manta en un estado entre consciente e inconsciente. Ardientes coloraciones se curvaban y retorcían en su cabeza. Cuando el coche comenzó a saltar, como si hubiera abandonado la carretera, volvió a recuperar el compulsivo interés por las cosas. Un extraño ruido silbante se oía en el exterior; estaban rodando sobre yerba crecida.
El ocupante de la trasera del vehículo había descendido del cuerpo de Tyne y discutía ahora con el conductor. Era algo sobre perjudicar a la máquina. Le ofreció dinero al conductor, pero éste lo rechazó.
Por fin el coche se detuvo. Tyne no forcejeó cuando le ataron las muñecas a la espalda. Las manos que tocaron las suyas eran febrilmente calientes. Indudablemente estaban a una temperatura muy cercana a los 105.1 grados Fahrenheit.
Fue sacado sin ceremonia del auto y rodó por la hierba mojada y crecida hasta la altura de la rodilla. Mientras luchaba por ponerse de rodillas y luego en pie, vio al chino que aceptaba un fajo de dólares, sonreía y ponía en marcha el motor. El Rosk sujetó a Tyne por la cintura de sus pantalones, lo apartó del camino mientras el coche maniobraba para poner el morro donde tenía la cola; acto seguido, el auto enfiló por donde había venido y desapareció; el hombre y el Rosk quedaron solos.
Altos árboles, vegetación artificial más que auténtica jungla, les rodeaban. El único signo de existencia humana era una vieja choza nativa derrumbada por su propio peso; aunque en la distancia se percibía el regular ruido del tráfico; una autopista que no estaría muy lejos.
—Marchemos —dijo Rosk amablemente, empujando a Tyne hacia delante.
—Si no tiene nada mejor que ofrecerme…
Todavía estaba lloviendo, pero sin furia. A duras penas había podido Tyne hacerse una idea de su asaltante. Parecía un malayo. Qué ironía, pensó, que esta raza tuviera que venir a instalarse en Sumatra. En cualquier rincón del país podían pasar desapercibidos. En Inglaterra se les habría detectado a una legua.
—¿Le gusta el campo? —preguntó Tyne.
—Siga caminando.
La senda comenzó a empeorar. La lluvia cesó como si el grifo hubiera sido cerrado. El sol salió; Tyne empezó a sudar. El océano apareció más allá de los árboles. Era como una llanura metálica e inmóvil.
Las rocas mojadas emergían de la profundidad del agua. Conjuntamente, Tyne y su captor se deslizaron por una peligrosa pendiente. En el fondo, tres grandes palmeras luchaban inmóviles por recuperar su posición sobre un pequeño arrecife, inclinados sus macizos troncos sobre el agua. Por debajo de la superficie, sus raíces se extendían como dedos hinchados, por entre los que Tyne podía ver algunos peces. Luego, sin previo aviso, fue empujado.
Cayó entre las raíces, el agua le inundaba la nariz. Forcejeó frenéticamente. ¡Se estaba ahogando! Con las manos atadas, no tenía salvación.
No hubo tiempo de meditar. El Rosk nadaba a su lado, sujetándole por el cuello. En poco tiempo se deslizaron en las profundas aguas bajo el acantilado y emergieron a la superficie. Chorreando agua, Tyne boqueó dolorosamente, dando trompicones mientras el Rosk le sacaba del agua.
Estaban en una caverna, cuya entrada habría sido difícil de percibir incluso desde el mar, pues estaba protegida por las grandes palmas del exterior. Las condiciones eran en extremo claustrofóbicas. El agua llegaba hasta dos pies y seis pulgadas del goteante techo; no había forma de escapar del agua, que le cubría hasta el pecho. Amargamente, Tyne recordó que los Rosks tenían una tradición acuática profundamente arraigada.
En mitad de la caverna, donde las aguas eran más profundas, flotaba un pequeño submarino. Parecía roto y viejo, y estaba cubierto de óxido. Podía haber sido un veterano de la Armada malaya, aunque Tyne no se atrevía a asegurarlo.
La torreta superior estaba abierta. Una cabeza morena apareció por ella e intercambió unas cuantas palabras, que semejaban ladridos, con el captor de Tyne. Sin demora, fue conducido a bordo.
El interior era como un horno, lo mismo en tamaño que en temperatura. Tyne, aún con las manos atadas a la espalda, fue obligado a echarse sobre el enrejado de acero de una tarima. Cuando el submarino comenzó a moverse, apenas se percibió del movimiento.
Con los ojos cerrados, intentó pensar. Ningún pensamiento le vino a la cabeza. Sólo sabía que la advertencia del repulsivo Stobart estaba justificada, aunque había llegado demasiado tarde. Sólo sabía que codiciaba la vida de un segundo secretario de un subsecretario de un Subsecretario.
—Arriba —dijo el Rosk, pinchándole las costillas.
A empujones y aguijonazos, Tyne ascendió la escalera de acero e introdujo la cabeza en la luz del día.
El submarino había emergido a la superficie. Pero la visibilidad era nula a causa de la niebla que pendía como vapor sobre las tranquilas aguas. Un queche nativo y confusamente delineado flotaba junto a ellos, asegurado al guardalado del submarino por una cuerda de amarre. Tres presuntos Rosks esperaban a Tyne como aves de rapiña. Inclinándose, le cogieron por las axilas y le trasladaron a bordo, dejándole caer de golpe sobre la cubierta.
—Gracias —dijo Tyne—. ¿Por qué no me dan una toalla, ya que se sienten tan generosos?
Cuando subió a bordo su primer captor, fue conducido abajo, todavía mojadas sus ropas. Bajo cubierta, las alteraciones de estructura habían creado una estancia de buen tamaño. El queche tendría quizá cien toneladas. La evidencia sugería que había sido utilizado como barco de pasajeros, probablemente para travesías interinsulares antes de caer en manos de los Rosks.
Cinco hombres Rosks y una mujer estaban allí abajo. Vestían según el estilo Rosk, con tal abundancia de gruesas ropas que parecían propias para cualquier parte salvo para el ecuador. Más relajados, rodeados por su propia gente, su condición extranjera se hacía más evidente. Sus bocas, quizá debido a la rapidez, farfullaban la lengua en vez de hablarla, moldeando los rasgos en una extraña expresión. Sus posiciones no parecían naturales. Incluso en la forma que tenían de sentarse en las sillas planas de madera se advertía su falta de armonía y lo ajenos que les eran aquellos objetos.
Eran seres del segundo planeta de Alfa de Centauro, seres semejantes a los hombres, pero inevitablemente extraños a éstos. Las semejanzas físicas no hacían sido acusar la diferencia espiritual. Como si la vida en la Tierra, pensó Tyne, no fuera ya de por sí bastante complicada sin éstos…
El Rosk que había capturado a Tyne en Padang estaba presentando un informe, en Roskiano, al líder del grupo, un tipo rudo que tenía nariz de gorila, además de un mechón de cabello cano. Por último, interrogó al captor de Tyne inquisitoriamente, pero de una manera que sugería un sentimiento de satisfacción hacia el hombre; luego se volvió a Tyne para hablarle en inglés.
—Bien. Soy el coronel de guerra Budo Budda, servidor del Supremo Ap II Dowl, dictador de Alfa-Tierra. Necesitamos urgente información y usaremos cualquier medio para conseguirla. ¿Cómo se llama usted?
—Me llamo Pandit Nehru —dijo Tyne sin parpadear.
—Pónganlo sobre la mesa —dijo Budda.
Moviéndose al unísono, los otros Rosks, a pesar de sus forcejeos, cogieron a Tyne y lo colocaron boca arriba sobre la mesa.
—Pandit Nehru fue un personaje de su historia —dijo Budda con impaciencia—. Vuelvo a preguntárselo.
—Martin Todpuddle —dijo Tyne, preguntándose qué sabrían sobre él.
Evidentemente no sabían su nombre.
—Usted estuve hablando con un agente del CNU —dijo Budda— a las doce y media en su hora local, en el cine Roxy de Padang. ¿De qué estuvieron hablando?
—Me recomendó que me cambiara de calcetines más a menudo.
Un terrible golpe de canto alcanzó a Tyne en la oreja derecha. El mundo reventó con un crujido de estrellas. Había olvidado cuán displicente podía ser el dolor; cuando pudo volver a reclamar los servicios a su oído, gran parle de su fanfarronería se había evaporado.
Budda se inclinó sobre él, grande, enorme.
—Nosotros, los de segundo de Alfa, no compartimos el sentido del humor de ustedes —dijo—. Aunque a veces nos es vital. Dudamos entre cortarle un dedo o sacarle un ojo, a menos que nos cuente rápida y concretamente lo que el agente del CNU habló con usted.
Tyne alzó la mirada para contemplar aquellas caras de corta frente. ¿Qué pensarían y sentirían aquellos cabrones? ¿Cuál sería la diferencia con lo que los hombres pensarían y sentirían en su situación? Algunas preguntas importantes y básicas nunca habían sido ni formuladas ni respondidas inteligentemente desde que los Rosks llegaran, casi cinco años atrás. El gran acontecimiento, fecundo y emancipador, del encuentro entre dos extrañas pero similares razas se había oscurecido por la niebla de la política. La fructificación de las culturas en auge se resolvía con puñetazos sobre la mesa.
—Hablaré —dijo.
—Es una sabia elección, Todpuddle —dijo Budda; aunque parecía disgustado.
Esta aceptación de un falso nombre dio ánimos a Tyne. Comenzó un divagador informe sobre el asesinato de su amigo Allan, sin decir dónde había ocurrido.
En un minuto, el Rosk que había capturado a Tyne se adelantó y se puso a farfullar en Roskiano con irritación.
—El compañero dice que usted miente. ¿Por qué no menciona a Murray Mumford? —preguntó Budda.
Volviendo la cabeza, Tyne contempló a su primer captor. No había tenido ocasión de observarle a gusto hasta ahora. De repente, afloró el reconocimiento. Era el hombre que bebía en el bar Roxy, al que Stobart había calificado como agente Rosk; todavía vestía como un hombre de negocios local. Luego si Stobart conocía al tipo, posiblemente él o uno de sus hombres le había seguido y estaba ya sobre la pista. Aunque también pudiera ser —y este pensamiento le puso la carne de gallina— que Stobart estuviera utilizando a Tyne como carnada, esperando que pasara su historia al enemigo. Stobart, a grosso modo, era tan insensible como cualquier trío de Rosks, incluso si dos de ellos eran Ap II Dowl y Budo Budda.
Con la mente confusa, Tyne se detuvo.
A una orden ladrada, uno de los secuaces de Budda comenzó a desgarrar la ropa de Tyne.
—De acuerdo —dijo Tyne. Una mirada a Budda, encajando con rabia la lengua entre los dientes, lo decidió—: He aquí lo que dijo Stobart.
Mientras permanecían a su alrededor, lo contó todo, encubriendo tan sólo el hecho de que él personalmente había estado implicado en el asunto de la Luna. Mientras hablaba, Budda traducía velozmente al Roskiano.
El coronel de la guerra insistió sobre un punto en particular.
—Stobart le dijo que Mumford tenía que encontrarse con uno de nuestros contactos en Padang, ¿no?
—Exacto.
—¿No tenía que ir Mumford a nuestra base de aquí?
—Sólo puedo decir lo que Stobart me dijo. ¿Por qué no van y se lo preguntan a Stobart?
—Stobart no es tan fácil de atrapar como usted, Todpuddle. Hay un dicho nuestro que dice que el pez pequeño se pesca pero que el grande muere de muerte natural.
—Déjese de proverbios. ¿Qué van a hacer conmigo?
Budda no respondió. Yendo hasta un armario, lo abrió y extrajo de él un artilugio sencillo que evidentemente funcionaba como un radioteléfono. Algo en su manera de hablar sugirió a Tyne que se estaba dirigiendo a un superior, presumiblemente de la base de Sumatra. Interesado, Tyne se irguió y se sentó sobre la mesa; nadie le empujó esta vez. Al parecer, el interrogatorio había terminado.
Devolviendo el instrumento a su lugar, Budda comenzó a impartir órdenes a los otros Rosks.
Tyne se deslizó de encima de la mesa y quedó en el suelo. Sus ropas estaban todavía húmedas y pegadas al cuerpo. Las ligaduras que aseguraban sus manos a la espalda parecían hacerse más rígidas a cada momento.
—¿Nos vamos a casa ya? —preguntó.
—Usted va a ir a su casa eterna —dijo Budda—. Ha cumplido usted su misión maravillosamente, señor Todpuddle, y le estoy enormemente reconocido. Vamos a capturar a Mumford a toda velocidad y dejaremos que nuestra dama invitada, la señorita Benda Ittai, cosa el saco donde usted será metido y arrojado a las azules aguas. Es una vieja forma de sepelio en Alfa. ¡Adiós!
—No puede dejarme así —dijo Tyne. Pero los otros ya se alejaban a toda velocidad y subían a cubierta. Tyne se volvió hacia la Rosk.
Tyne sabía ya que ella era hermosa. Lo había advertido instintivamente al entrar, aunque su mente permaneciera ocupada en otras cosas. Ahora que la miraba fijamente pudo darse cuenta de que no se había equivocado. Benda Ittai era pequeña pero nerviosa, enormemente grácil a pesar de sus extrañas ropas. Tyne advirtió que llevaba un cuchillo, una hoja indonesia.
Se le acercó cautelosamente, farfullando bruscamente en su lengua nativa.
—No te molestes, Mata Hari —avisó Tyne—. No te entiendo una palabra.
Pudo oír cómo los otros pasaban al submarino; estarían metidos como arenques en lata, pensó. Cuando se hubieran marchado, se arrojaría contra la pequeña asesina, le daría un buen trompazo y se largaría.
Pero el pequeño ser adivinó sus intenciones. Sacando una vieja vela de lona de un armario, la extendió sobre la cubierta. Moviéndose ágilmente, hizo a Tyne una especie de llave de judo y lo tendió sobre la lona. Antes de que se enterase de lo que estaba pasando, se encontró envuelto entre sus pliegues. Todo forcejeo fue inútil. Se quedó inmóvil, escuchando. Benda Ittai estaba cosiendo la lona, muy rápidamente, con una aguja automática. Justo entonces comenzó a sentir miedo.
Una vez indefenso Tyne, la mujer ascendió a cubierta para regresar un minuto después. Rodeó el bulto con una cuerda y a continuación lo arrastró, sacudida tras sacudida, por las estrechas escaleras. La dura lona le protegía de los golpes más duros. Cuando alcanzó el nivel de cubierta, Tyne comenzó a suplicar piedad. Su voz sonaba desesperadamente velada.
Le empujó por la cubierta hasta la baranda.
Sudando, gimiendo débilmente, advirtió que estaba cayendo por un lado. Helo aquí, Leslie, se dijo a sí mismo con furiosa desesperación. Ahora le estaba balanceando. Cayó y experimentó contra sus huesos la bendita presencia de un bote. La muchacha lo había dejado caer contra lo que parecía ser un bote de remos.
Tyne se encontraba aún medio desmayado de alivio cuando la muchacha aterrizó a su lado. El bote se meció levemente, y a continuación se alejó del queche. Tenía un motor, pero era completamente silencioso.
Una momentánea e irrelevante consideración sobre los Rosks le asaltó. El sumatrino común es muy pobre. Su horizonte se encuentra amurallado por las necesidades económicas. El concepto del término lealtad difícilmente significa algo para él, pero la oportunidad de vender con provecho un bote de pesca, un cuchillo, o un queche es algo que no puede dejar pasar.
Hasta cierto punto, los Rosks se habían aposentado en un terreno neutral. La política del poder es un deporte que el pobre no puede permitirse. La absoluta pobreza, como el poder absoluto, corrompe en términos absolutos.
—Tengo una forma de ayudarte, Todpuddle —dijo Benda Ittai, posando su mano sobre la lona que aprisionaba a Tyne.
Por ahora, la situación escapaba a las posibilidades de Tyne, y escuchar que ella hablaba inglés resultaba tan tranquilizador que sólo pudo pensar en murmurar a través de la lona:
—Me llamo Tyne Leslie.
—Los otros de mi grupo no saben que hablo terrícola —dijo ella—. Lo he escuchado secretamente por vuestras teledifusiones.
—Debe ser muy importante para ti que los otros no lo sepan —dijo Tyne—. Sácame de esta tumba portátil. Realmente me has atemorizado, créeme.
Con su afilado cuchillo cortó la lona. Sólo hizo un agujero para el rostro, de modo que Tyne quedara convertido en una especie de momia, que la miraba inevitablemente.
Benda Ittai estaba tan nerviosa como un rompeolas.
—No me mires como si fuera un traidor a mi raza —dijo ella intranquila—. No lo soy.
—No es eso lo que estaba pensando —replicó él, sonriendo a su pesar—. Pero¿cómo encajarte en el conjunto? ¿Qué vais a hacer con Murray?
—No me preguntes. ¡No me preguntes nada! Todo este asunto es demasiado complicado para que tú lo entiendas. Conténtate tan sólo con que no haya dejado que te ahogaras. Ya está bien por un día.
El mar aún mantenía la calma de un lago, envuelto por la niebla. Benda maniobraba según la brújula, y un minuto más tarde una isla pequeña, coronada con las inevitables palmas, se dibujó entre la niebla frente a ellos. La muchacha paró el motor y condujo el bote hacia una entrada de mar que había entre dos brazos de vegetación.
—Te dejaré aquí y harás lo que te parezca —dijo ella—. Cuando Budo Budda regrese al barco, le diré que he cumplido con mi deber. El agua es poco profunda aquí. Cortaré tus ligaduras y podrás llegar a tierra firme. Pronto pasará cualquier bote y te verá, no lo dudes.
—Escucha —dijo él desesperadamente, mientras ella cortaba la costura de la lona—, te agradezco mucho que me hayas salvado la vida, pero por favor, ¿qué lío es éste?
—Te dije que el asunto es demasiado complicado para tu entendimiento. Conténtate con esto.
—Benda, lo que dices implica que soy demasiado poca cosa para jugar un papel en este asunto. Eso no le hace mucho bien a mis complejos. Debes decirme qué ocurre. ¿Cómo puede ser tan vital la información que Murray posee, hasta el punto de que todo el mundo esté dispuesto a matar por obtenerla?
Lo hizo saltar del bote antes de desatar la ligadura de sus muñecas, por si acaso intentaba saltar sobre ella. Se quedó metido en el agua hasta la cintura. Ella le arrojó el cuchillo. Mientras Tyne intentaba atraparlo, brillante como un pez bajo el agua, dijo ella:
—Murray lleva encima lo que vosotros llamáis microfilm. En esa película hay un informe completo sobre la inminente invasión que una flota de naves procedente de Alfa realizará sobre la Tierra. La nave que llegó a vuestro planeta cinco años atrás no es lo que pensáis; engañamos a tu gente. Se trata de una avanzadilla, un ejército de reconocimiento del terreno, destinada a realizar los estudios preliminares para las naves que os invadirán. Contra tal amenaza que se avecina, ni tú ni yo, cualquiera que sea nuestra opinión, nada podemos hacer. Ya es demasiado tarde. ¡Adiós!
Desvalido, Tyne permaneció en el agua, contemplándola hasta que se perdió en medio de la dorada niebla.