ISAAC ASIMOV
He aquí ciertamente una rara flor: la primera de las historias publicadas por Isaac Asimov, escrita a la tierna edad de 17 años. Nacido en Petrovich, pequeña ciudad rusa, el joven Isaac se trasladó a Estados Unidos cuando contaba tres años, descubriendo seis más tarde la ciencia ficción a través de las páginas de Amazing Stories. Se sintió tentado inmediatamente por el género y, una vez que comenzó a escribir relatos, no se detuvo jamás. Su estrella brilla ahora resplandeciente en el firmamento de la ciencia ficción, a pesar de que sus escritos sobre ciencia han brillado tanto como su prosa de ficción; entre sus lectores incondicionales se le conoce como «el buen doctor». Lo que puede leerse a continuación muestra a las claras un espléndido talento a punto de florecer.
EL ARMA DEMASIADO ESPANTOSA PARA SER USADA
The Weapon Too Dreadful to Use
Karl Frantor encontró el paisaje terriblemente lúgubre. De las bajas nubes caía una eterna y brumosa lluvia; la exuberante vegetación de un rojo oscuro y apagado se divisaba en todas direcciones. Un pájaro infernáculo revoloteaba sobre ellos, emitiendo quejumbrosos graznidos cada vez que pasaba.
Karl volvió la cabeza para contemplar la destacada cúpula de Afrodópolis, la más grande ciudad de Venus.
—Dios —murmuró—, hasta la cúpula es mejor que este espantoso mundo de aquí fuera —Se tanteó el tejido de caucho del cerrado traje que le protegía—. Me gustaría estar de nuevo en la Tierra.
Se volvió a la delgada figura de Antil, el venusino.
—¿Cuándo iremos a las ruinas, Antil?
No hubo respuesta y Karl advirtió las lágrimas que corrían por las verdes mejillas del venusino. Otra tremoló en sus enormes ojos, suaves e increíblemente hermosos.
La voz del terrícola se ablandó.
—Lo siento, Antil. No quise decir nada contra Venus.
Antil volvió su verde rostro hacia Karl.
—No era eso, amigo mío. Naturalmente, uno no espera encontrar muchas cosas admirables en un mundo extraño. Yo, sin embargo, amo Venus y lloro porque me rindo ante su belleza.
Las palabras surgieron fluidamente aunque con la inevitable distorsión causada por las cuerdas vocales no acostumbradas a las lenguas ásperas.
—Sé que parecerá incomprensible para ti —continuó Antil— pero Venus es para mí un paraíso, una tierra dorada… No puedo expresar bien mis sentimientos…
—No obstante, algunos dicen que sólo los terrícolas son capaces de amar.
La simpatía de Karl era fuerte y sincera. El venusino agitó la cabeza con tristeza.
—Hay más cosas, además de la capacidad de sentir la emoción que tu gente nos niega.
Karl cambió de conversación rápidamente.
—Dime, Antil, ¿no presenta Venus un aspecto muerto hasta para ti? Tú has estado en la Tierra y deberías saberlo. ¿Cómo puede compararse esta eternidad de gris y marrón con los vivos y cálidos colores de la Tierra?
—Sin duda es mucho más bello para mí. Olvidas que nuestra captación de colores difiere de la vuestra[1]. ¿Cómo podría explicarte las bellezas, la riqueza de tonalidades de este paisaje que nos circunda?
Se quedó mudo, absorto en lo que había dicho, mientras el moribundo y melancólico gris permanecía invariable para el terrícola.
—Algún día —dijo el venusino como quien habla en sueños— Venus volverá a ser de los venusinos. Los tratados terrícolas no nos impondrán más leyes y la gloria de nuestros antepasados será nuestra de nuevo.
Karl rió.
—Vamos, Antil, hablas como un miembro de las Bandas Verdes que tanto están dando que hacer al gobierno. Pensaba que no creías en la violencia.
—Y no creo, Karl —los ojos de Antil se tornaron graves y más bien asustados—, pero los extremistas están ganando poder y temo lo peor. Y si… si se desata una abierta rebelión contra la Tierra, deberé unirme a ellos.
—Pero no estás de acuerdo con sus puntos de vista.
—Claro que no —dijo el venusino, encogiéndose de hombros, gesto que había aprendido de los terrestres—, nada conseguiremos por la violencia. Vosotros sois cinco billones y nosotros apenas cien millones. Tenéis armas y recursos, mientras que nosotros no poseemos nada. Sería una aventura de locos y, si por casualidad ganáramos, habríamos dejado tras nosotros tal estela de odio que jamás habría paz entre nuestros planetas.
—Entonces, ¿por qué los secundas?
—Porque soy venusino.
El terrestre estalló otra vez en carcajadas.
—Parece que el patriotismo es tan irracional en Venus como en la Tierra. Pero dejémoslo estar y volvamos al asunto de las ruinas de vuestra vieja ciudad. ¿Estamos cerca?
—Sí —respondió Antil—, a poco más de lo que sería una milla terrestre. Recuerda, sin embargo, que tú no tienes que molestarte por nada. Las ruinas de Ash-taz-zor son sagradas para nosotros, como la reliquia de un tiempo en el que también nosotros fuimos una gran raza y no su degenerado residuo.
Caminaron en silencio, chapoteando sobre la blanda tierra, evitando las raíces del árbol viperino y rodeando la zona de la Enredadera Colgante.
Esta vez fue Antil quien reanudó la conversación.
—Pobre Venus. —Su calma y melancólica voz sonaba triste—. Hace cincuenta años que los terrícolas vinieron con promesas de paz y cooperación… y nosotros les creímos. Les mostramos las minas de esmeraldas y las plantaciones tabaqueras de juju y sus ojos relampaguearon de codicia. Vinieron más y más y su arrogancia creció. Y ahora…
—Nada bueno, Antil, tienes razón —dijo Karl—, pero creo que te lo tomas demasiado a pecho.
—¡Demasiado a pecho! ¿Acaso tenemos derecho al voto? ¿Tenemos alguna representación en el Congreso Provincial Venusino? ¿No hay acaso leyes que prohíben a los venusinos subir a los mismos estratovehículos que los terrestres, comer en el mismo hotel o vivir en la misma casa? ¿Acaso no están todos los colegios cerrados para nosotros? ¿No se han apropiado los terrícolas de las mejores partes del planeta? En definitiva, ¿hay derechos a tenor de los cuales los terrestres nos permiten estar sobre nuestro propio planeta?
—Lo que dices es la pura verdad, y yo lo lamento. Pero esas mismas condiciones existieron en otro tiempo en la Tierra respecto a las llamadas «razas inferiores», condiciones que con el tiempo fueron desbancadas hasta conseguir la igualdad que reina hoy. Recuerda, además, que las personas inteligentes de la Tierra están de vuestra parte. Yo, por ejemplo, ¿he prejuzgado alguna vez contra un venusino?
—No, Karl, sabes que no. Pero¿cuántos hombres inteligentes hay? Antes de que la igualdad fuera establecida en la Tierra, transcurrieron milenios de guerras y sufrimientos. ¿Qué ocurriría si Venus rehusara aguardar todos esos milenios?
Karl arrugó la frente.
—Tienes razón, claro, pero debéis esperar. ¿Qué otra cosa podéis hacer?
—No lo sé… no lo sé. —La voz de Antil acabó en un murmullo apagado.
De repente, Karl deseó no haber comenzado este viaje hacia las ruinas de la misteriosa Ash-taz-zor. La estremecedora monotonía del terreno, las justas quejas de Antil habían servido para deprimirle profundamente. Estaba a punto de vomitarlo, cuando el venusino alzó sus membranosos dedos apuntando hacia un montículo de tierra que tenían delante.
—Ésa es la entrada —dijo—; Ash-taz-zor ha quedado enterrada tras incontables milenios y sólo los venusinos la conocen. Tú eres el primer terrícola que va a verla.
—Mantendré el más absoluto secreto, Antil. Te lo he prometido.
—Vayamos, pues.
Antil apartó la lujuriosa vegetación para descubrir una estrecha entrada entre dos pedruscos e indicó a Karl que le siguiera. Ya en el estrecho y húmedo pasillo, tuvieron que arrastrarse. Antil sacó de su bolsa de viaje una pequeña linterna Atomita, que derramó un blanco haz de luz sobre los muros de goteante piedra.
—Estos corredores y túneles —dijo— fueron excavados hace tres siglos por nuestros antepasados, para quienes la ciudad era un lugar sagrado. Con el tiempo, sin embargo, lo fuimos dejando. Es la primera visita que hago después de muchísimo tiempo. Quizá sea éste otro signo de nuestra degeneración.
Caminaron unas cien yardas en línea recta; luego, los corredores parecieron confluir en un alto recinto con cúpula. Karl respiró entrecortadamente ante el panorama que se le ofrecía. Había restos de edificios, maravillas arquitectónicas sin paralelo en la Tierra desde la Atenas de Pericles. Pero todo en lamentable ruindad, tanto que lo que quedaba era apenas un apunte, un indicio de la magnificente ciudad.
Antil cruzó la zona abierta y se internó por otro túnel cuyo retorcido camino se prolongaba durante media milla medio de tierra y rocas. Aquí y allá se veían pasillos que se ramificaban a su vez y en una o dos ocasiones Karl pudo vislumbrar restos de arruinadas estructuras. Habría investigado de no haber estado Antil a su lado.
De nuevo emergieron al aire libre, esta vez ante un bajo y allanado edificio construido con una especie de piedra verde de aspecto muy delicado. Su ala derecha estaba destrozada casi por completo, pero el resto apenas parecía afectado.
Los ojos del venusino relampaguearon; su delgada silueta se enderezó con orgullo.
—Esto es lo que correspondería a un museo moderno de las artes y las ciencias. Aquí podrás ver la pasada grandeza y cultura de Venus.
Con enorme excitación, Karl entró: era el primer terrícola que veía aquellas antiguas reliquias.
El interior estaba dividido en una serie de vastas alcobas, ramificándose a partir de la larga columnata central. El techo era una inmensa pintura mural apenas visible a la luz de la linterna Atomita.
Perdido entre tanta maravilla, el terrícola vagó por las estancias. Había una extraordinaria sensación de extrañeza en las esculturas y pinturas que lo rodeaban, un matiz no humano que duplicaba su belleza.
Karl se dio cuenta de que se le escapaba algo vital en el arte venusino simplemente porque carecía de parámetros comunes entre su propia cultura y la de Venus, aunque podía apreciar la excelente técnica de los trabajos. Admiró especialmente la delicadeza de colorido de las pinturas, en nada semejantes a cualquier cosa existente en la Tierra Por rajadas, medio borradas y desconchadas que estuvieran, eran capaces de infundir una armonía que las hacía soberbias.
—¡Qué no habría dado Miguel Ángel —dijo a Antil— para poseer la maravillosa percepción del color del ojo venusino!
Antil hinchó el pecho con alegría.
—Cada raza tiene sus propios atributos. A menudo he deseado que mis oídos fueran capaces de distinguir los tenues tonos y las alturas sonoras, tal como pueden hacer los terrícolas. Quizá fuera capaz entonces de comprender eso tan placentero que encontráis en vuestra música terrestre. Su ruido es para mí mortalmente monótono.
Prosiguieron y a cada minuto que pasaba la opinión de Karl sobre la cultura venusina ascendía a elogios más encumbrados. Se veían largas y estrechas láminas de finísimo metal arracimadas, cubiertas con las líneas y ovoides propios de la escritura venusina: miles y miles de láminas. En ellas, Karl lo sabía, debía haber tantos secretos que los científicos de la Tierra darían media vida por conocerlos.
Luego, cuando Antil señaló un objeto de seis pulgadas de alto y afirmó que, según las inscripciones, se trataba de algún tipo de convertidor atómico con una eficiencia varias veces mayor que la de los modelos corrientes de la Tierra, Karl no pudo contenerse.
—¿Por qué no reveláis esos secretos a la Tierra? Si supieran tan sólo los logros obtenidos por vosotros en pasadas épocas, los venusinos ocuparían un puesto mucho más alto que el que ahora tenéis.
—Sí, ellos harían uso de nuestros conocimientos primitivos —replicó Antil amargamente—, pero nunca dejarían de explotar a Venus y a su gente. Espero que no hayas olvidado tu promesa de guardar absoluto silencio. —No, tranquilo, pero creo que cometes un error.
—Yo creo que no.
Antil se volvió y se alejó de la alcoba, pero Karl lo llamó para que esperase.
—¿No entramos en esta pequeña sala de aquí? —preguntó.
Antil se giró con los ojos muy abiertos.
—¿Sala? ¿De qué sala hablas? No hay ninguna sala aquí.
Las cejas de Karl se alzaron en un gesto de sorpresa, mientras en silencio señalaba la estrecha abertura que se abría en mitad del muro.
—Ayúdame, Karl. Nunca se pensó que esta puerta existiera, creo. Al menos no hay datos de su existencia y conozco las ruinas de Ash-taz-zor quizá mejor que ningún otro venusino.
Los dos se pusieron a empujar contra aquella sección del muro, que comenzó a retroceder con crujiente resistencia; luego, cayó tan repentinamente que casi los catapultó hacia el interior del pequeño cubículo, no del todo vacío. Volvieron a ponerse en pie y miraron a su alrededor.
El terrícola señaló las agrietadas y herrumbrosas líneas sobre el suelo y la zona donde la puerta encajaba en el muro.
—Tu gente parece que selló este recinto. Sólo la herrumbre de los evos ha roto los sellos. Me inclinaría a pensar que aquí hay alguna clase de secreto.
Antil meneó la verde cabeza.
—No había evidencia de puerta la última vez que estuve aquí. Sin embargo… —alzó la linterna Atomita y supervisó la sala rápidamente— no parece que haya nada.
Tenía razón. Aparte de un indescriptible cofre oblongo sostenido por seis patas tubulares, no se veían más que ingentes cantidades de polvo y se percibía el casi sofocante hedor de las tumbas cerradas muchas eras atrás.
Karl se aproximó al cofre e intentó moverlo del rincón donde se encontraba. No pudo alzarlo, pero la tapa se deslizó bajo la presión de sus dedos.
—La tapa se mueve, Antil. ¡Mira!
Señaló un compartimento poco profundo que había en el interior, donde se veían una losa cuadrada de alguna sustancia vítrea y cinco cilindros de seis pulgadas de longitud que tenía la apariencia de plumas estilográficas.
Antil se estremeció de placer al ver los objetos y, por vez primera desde que Karl lo conocía, cayó en sibilante guirigay venusino. Cogió la losa vítrea y la examinó más de cerca. Karl, con la curiosidad despierta, hizo lo mismo. Estaba cubierta de puntos apiñados y de muchos colores, pero no había en ello razón alguna para el extremo regocijo de Antil.
—¿Qué es, Antil?
—Es un documento completo en nuestro antiguo lenguaje ceremonial. Hasta el presente no habíamos poseído sino fragmentos dispersos. Esto es un gran hallazgo.
—¿Puedes descifrarlo? —dijo Karl, contemplando el objeto con mayor respeto.
—Creo que sí. Es una lengua muerta y sólo tengo conocimientos superficiales de ella. Mira, es un lenguaje cromático. Cada palabra está indicada por una combinación de dos, a veces tres, puntos coloreados. Los colores se diferencian perfectamente, pero un terrícola, aunque tuviera la clave del lenguaje, tendría que utilizar un espectroscopio.
—¿Puedes leerlo ahora?
—Creo que sí, Karl. La linterna Atomita emite una luz casi como la del día y no creo que se nos presente ninguna dificultad. Sin embargo, me llevará un poco de tiempo; así que tú harías mejor prosiguiendo tu investigación. No hay peligro de que te pierdas, siempre que te mantengas dentro de este edificio.
Karl salió, llevando consigo una segunda linterna Atomita y dejando a Antil, el venusino, con la trabajosa tarea de descifrar el viejo manuscrito.
Cuando, después de dos horas, regresó el terrícola, Antil apenas había alterado su situación. No obstante, una expresión de horror podía verse en el rostro del venusino. El mensaje cromático yacía a sus pies, desatendido. El ruido que el terrícola provocó al entrar no pareció alterar al otro. Como fosilizado, permanecía inmóvil, con la mirada espantada.
Karl corrió a su lado.
—Antil, Antil, ¿qué ha ocurrido?
La cabeza de Antil se volvió lentamente, como si se estuviera moviendo en el interior de un líquido viscoso, y sus ojos miraron sin ver a su amigo. Karl le cogió por los delgados hombros y lo zarandeó.
El venusino recuperó el sentido. Desasiéndose de Karl, se puso en pie. Del cajón de la esquina cogió los cinco objetos cilíndricos, manoseándolos con una especie de extraña resistencia, y los metió en su bolsa. También guardó la losa que había descifrado.
Luego volvió a poner la tapa en el cofre e instó al terrícola para que saliesen de la sala.
—Debemos irnos ahora. Ya hemos estado aquí mucho tiempo. —Su voz tenía un insólito y asustado tono que disgustó al terrícola.
En silencio, recorrieron el camino de vuelta hasta encontrarse de nuevo sobre la superficie del planeta. Aún era de día, aunque el crepúsculo estaba cerca. Karl sentía mucha hambre. Tendrían que correr si querían llegar a Afrodópolis antes de que cayera la noche. Se alzó el cuello de su impermeable, se colocó la gorra de caucho casi sobre la frente y salió.
Caminaron milla tras milla antes de ver emerger ante ellos la cúpula de la ciudad, recortada en el horizonte gris. El terrícola masticó húmedos bocadillos de jamón, anhelando fervientemente la sequedad de Afrodópolis. Mientras tanto, el venusino, normalmente afable, mantenía un pétreo silencio, sin conceder la menor atención a su compañero. Karl aceptó tal actitud con filosofía. Tenía de los venusinos un concepto mucho más alto que el de la inmensa mayoría de los terrícolas, pero hasta él experimentaba un ligero desdén por el carácter hipersensible de Antil y su especie. El espantoso silencio no era sino una manifestación de sentimientos que en Karl quizá se hubiera traducido todo lo más en un suspiro o fruncimiento de frente. Como sabía esto, el comportamiento de Antil apenas le afectaba.
El recuerdo del temor transparentado en los ojos de Antil todavía le hacía sentirse inquieto. Había sido después de la traducción de la curiosa losa. ¿Qué secreto habrían vertido en aquel mensaje los científicos progenitores de los venusinos?
Por último, Karl se decidió a hablar no sin vacilaciones.
—¿Qué decía la losa, Antil? Tiene que ser interesante, supongo, considerando lo que te ha afectado.
La respuesta de Antil fue simplemente un gesto de premura y, predicando con el ejemplo, se adelantó velozmente para internarse en las tinieblas crecientes que ante ellos se abrían: Karl se sintió desconcertado y más bien ofendido. Y en lo que quedó de viaje no volvió a intentar entrar en conversación con su acompañante.
Cuando llegaron a Afrodópolis, sin embargo, el venusino rompió el silencio. Al volverse a mirar a Karl, su rostro tenía el aspecto del que ha tomado una dolorosa decisión.
—Karl —dijo—, hemos sido amigos, de modo que quiero darte un consejo amistoso. Tienes que marchar a la Tierra la semana próxima. Sé que tu padre tiene un alto puesto en las reuniones del Presidente Planetario. Tú mismo serás probablemente un personaje de importancia en un futuro no muy lejano. Puesto que están así las cosas, te ruego encarecidamente que utilices hasta el menor átomo de tu influencia en pro de una moderación de la actitud de la Tierra hacia Venus. Yo, en réplica, siendo un noble de alcurnia perteneciente a la más antigua familia de Venus, haré lo propio para reprimir todos los conatos de violencia.
El otro frunció la frente.
—Parece que hay algo detrás de esto. No lo capto del todo. ¿Qué estás intentando decir?
—Sólo esto. Si las condiciones no se mejoran rápidamente, Venus se alzará en una revuelta. En ese caso, no tendré otra alternativa que ofrecer mis servicios y entonces Venus ya no permanecerá sin defensa.
Aquellas palabras sirvieron sólo para divertir al terrícola.
—Vamos, Antil. Tu patriotismo es admirable, y tus temores justificados, pero el melodrama y el chovinismo no van conmigo. Por encima de todo soy realista.
La voz del venusino sonó apremiante.
—Créeme, Karl, que lo que te he advertido es muy real. En caso de una rebelión venusina, no doy nada por la salvación de la Tierra.
—¡La salvación de la Tierra!
La enormidad de estas palabras dejaron atónito a Karl.
—Sí —continuó Antil—, pues puedo ser forzado a destruir la Tierra. Esto es lo que hay.
A continuación, se dio la vuelta y se internó en la maleza, encaminándose hacia la pequeña villa venusina en las afueras de la gran cúpula.
Pasaron cinco años, años de turbulentos desórdenes, y Venus se sacudió en su sueño como un volcán que se despierta. Los miopes amos terrícolas de Afrodópolis, Venusia y otras ciudades desatendieron negligentemente toda señal de peligro. Cuando pensaban en los pequeños y verdes venusinos, lo hacían con una desdeñosa mueca, como si dijeran:
—Ah, ¡esas cosas!
Pero las «cosas» llegaron al límite de su paciencia y las Bandas Verdes, nacionalistas, comenzaron a aumentar sus protestas cada día que pasaba. Luego, un día gris, en nada diferente a los días que lo precedieron, las hordas de nativos se abalanzaron contra las ciudades en rebelión organizada.
Los más pequeños domos, cogidos por sorpresa, sucumbieron. En rápida sucesión, Nuevo Washington, Monte Vulcano y St. Denis fueron apresadas junto con todo el continente oriental. Antes de que los ociosos terrestres se dieran cuenta de lo que estaba pasando, media Venus había dejado de ser suya.
La Tierra, aturdida por tan repentina emergencia —que, naturalmente, debería haber sido prevista—, envió armas y suministros a los habitantes de las ciudades que todavía pertenecían a la Tierra y comenzó a equipar una gran flota espacial para recuperar el territorio perdido.
La Tierra estaba molesta pero no asustada. Sabía que el suelo perdido por sorpresa podía ser recuperado fácilmente por la fuerza, y que el que aún estaba en su poder no se perdería jamás. Al menos, así lo creían.
Imagínese entonces el estupor de los líderes terrícolas al ver que el avance venusino seguía adelante. Venusia había recibido importantes suministros de armas y alimentos; las defensas exteriores se prepararon, los hombres corrieron a sus puestos. Un escaso ejército de nativos desnudos y desarmados se aproximó y pidió la rendición incondicional. Venusia rehusó altaneramente y envió mensajes a la Tierra, en los que con mucho regocijo se hacía referencia a los nativos desarmados que tan atolondradamente habían obtenido sus éxitos.
Después, repentinamente, se dejó de recibir mensajes y los nativos conquistaron Venusia.
Los sucesos de Venusia se duplicaron una y otra vez, ante lo que deberían haber sido inexpugnables fortalezas. Incluso la misma Afrodópolis, con medio millón de habitantes, cayó ante quinientos venusinos. Esto, a pesar de que todas las armas enviadas desde la Tierra estaban en perfecto estado de uso.
El Gobierno Terrestre suprimió sus actos y la Tierra entera quedó en vilo ante los extraños sucesos de Venus; pero en el consejo interino, los estadistas fruncían los entrecejos mientras escuchaban las insólitas palabras de Karl Frantor, hijo del ministro de Educación.
Jan Heersen, ministro de la Guerra, se levantó irritado ante la conclusión del informe.
—¿Pretende que nos tomemos en serio la fortuita declaración de un verdoso medio marica y que hagamos la paz con Venus bajo sus condiciones? Eso es definitiva y absolutamente imposible. Lo que esas condenadas bestias necesitan es un buen vapuleo. Nuestra flota los barrerá del universo, y ya es hora de que se empiece a hacerlo.
—Esa operación puede no ser tan sencilla, Heersen —dijo el cano y anciano Frantor, saliendo en defensa de su hijo—. Muchos de nosotros hemos venido proclamando sin descanso que la política del Gobierno hacia los venusinos era completamente errónea. ¿Quién sabe qué medios de ataque han encontrado y cómo los utilizarán?
—¡Cuentos de hadas! —exclamó Heersen—. Usted habla de los verdosos como si se tratase de personas. Son animales y deberían estarnos agradecidos por los beneficios que la civilización les ha reportado. Recuérdenlo, nosotros los estamos tratando mucho mejor de lo que algunas razas terrestres lo fueron en nuestra temprana historia: los Pieles Rojas, por ejemplo.
Karl Frantor volvió a tomar la palabra con voz agitada.
—¡Señores, debemos investigar! La advertencia de Antil es demasiado seria para descuidarla, sin importar cuán absurda haya podido sonar: aunque a la luz de las recientes conquistas venusinas, suena a cualquier cosa menos absurda. Propongo ser enviado como embajador con el almirante Von Blumdorff. Permítanme llegar al fondo de esto antes de iniciar nuestro ataque.
El silencioso Presidente de la Tierra, Jules Debuc, tomó la palabra por primera vez.
La propuesta de Frantor es razonable. Tiene que hacerse. ¿Hay objeciones?
No hubo ninguna, aunque Heersen puso mala cara y bufó irritadamente. Así, una semana más tarde, Karl Frantor acompañó a la armada espacial de la Tierra cuando ésta emprendió camino hacia el planeta interior.
Karl encontró algo extraño en el planeta, del que había estado ausente cinco años. Aún podía sentirse su eterna humedad, podía verse su eterna monotonía de blancos grises, su desperdigamiento de ciudades cupuladas… y, sin embargo, ¡qué diferente!
Por donde antes se paseaban los altaneros terrícolas con desdeñoso esplendor entre las hordas de venusinos postrados, mantenían ahora los nativos indiscutido dominio. Afrodópolis era por completo una ciudad nativa y en la oficina del primer gobernador se sentaba… Antil.
Karl le miró dubitativamente, sin saber qué decir.
—Me resisto a creer que te hayas convertido en un personaje axial —dijo por fin—. Tú… el pacifista.
—No fue mía la elección. Fue de las circunstancias —replicó Antil—. ¡Pero tú! No esperaba que tú fueras portavoz de tu planeta.
—Aquí actuó aquella boba advertencia que me hiciste hace años, y mis ponencias se convirtieron en las más pesimistas acerca de vuestra rebelión. Vengo, ya lo ves, acompañado.
Su mano se elevó vagamente hacia donde las naves espaciales permanecían inmóviles.
—¿Vienes a amenazarme?
—¡No! A escuchar tus puntos de vista y tus planteamientos.
—Eso es fácil de obtener. Venus pide su independencia y la aceptación de la Tierra de su igualitario y soberano poder. A cambio, prometemos amistad, además del libre comercio sin restricciones.
—¿…Y esperas que lo aceptemos sin protestar?
—Sí, desde luego… si en verdad deseáis la salvación de la Tierra.
Karl puso cara de pocos amigos y se echó hacia atrás en su asiento.
—Por el amor de Dios, Antil, el tiempo de los pactos secretos y los duendes ha pasado. Muestra tus cartas. ¿Cómo tomasteis Afrodópolis y las otras ciudades tan fácilmente?
—Nos vimos forzados a ello, Karl. No deseamos hacerlo. —La voz de Antil contenía un escalofrío de agitación—. No aceptaron nuestras condiciones de rendición y comenzaron a cañonearnos. Nosotros… nosotros tuvimos que usar el… el arma. Tuvimos que matar a mucha gente… sin cuartel.
—No te comprendo. ¿De qué clase de arma estás hablando?
—¿Recuerdas aquella vez que estuvimos en las ruinas de Ash-taz-zor, Karl? La sala oculta, la vieja inscripción, las cinco pequeñas pistolas.
Karl asintió con una mueca de melancolía.
—Así lo pensé, pero no estaba seguro.
—Se trataba de un arma horrible, Karl. —Antil se echó hacia adelante como si el mero pensamiento no fuera suficiente—. Los antiguos la descubrieron… pero jamás la usaron. En su lugar, la escondieron, y el porqué de que no la destruyeran es algo que no puedo imaginarme. Desearía que la hubieran destruido, te lo juro. Pero el caso es que no lo hicieron, yo la encontré y he tenido que usarla… por el bien de Venus.
Su voz se convirtió en un susurro, aunque con manifiesto esfuerzo asumió el deber de explicarse.
—Los pequeños e inofensivos tubitos que viste entonces, Karl, son capaces de producir un campo de fuerza de naturaleza desconocida (los antiguos, sabiamente, rehusaron ser explícitos en este punto) que posee el poder de desconectar el cerebro de la mente.
—¿Qué? —Karl se le quedó mirando con la boca abierta—. ¿De qué estás hablando?
—Vaya, tú debes saber que el cerebro es sencillamente el asiento de la mente y no la mente misma. La naturaleza de la «mente» es un misterio, desconocida incluso para nuestros antepasados; pero, en cualquier forma, utiliza al cerebro como intermediario para tomar contacto con el mundo de la materia.
—Ya. Y vuestra arma divorcia mente y cerebro… deja la mente desvalida, desprotegida… un piloto espacial sin mandos.
Antil asintió solemnemente.
—¿Has visto alguna vez un animal sin cerebro? —preguntó de repente.
—Pues sí, un perro… cuando estudiaba biología.
—Ven, entonces, y te mostraré un ser humano sin cerebro.
Karl siguió al venusino hasta el ascensor. Mientras descendía hacia la planta inferior —la planta prisión—, su mente se encontraba aturdida. Se agitaba entre el horror y la furia, poseído por alternos impulsos de deseo irracional de fuga y casi insuperables anhelos de matar al venusino que tenía al lado. El ascensor se detuvo, salió de la cabina y siguió a Antil por un lóbrego pasillo bordeado por estrechas celdas enrejadas.
—Ahí.
La voz de Antil sacudió a Karl como si de un súbito chorro de agua helada se tratara. Siguió la dirección de la mano membranosa y contempló con hechizada revulsión la figura humana que apuntaba.
Era un ser humano, indudablemente, en su forma… pero también inhumano. Ello (Karl no podía referirse al ente como «él») estaba sentado en el suelo torpemente, con la mirada fija en la blanca pared que tenía ante sí. Los ojos estaban vacíos de alma y de la boca entreabierta resbalaba un hilo de saliva, al tiempo que los dedos se agitaban sin ningún propósito coherente. Con náuseas, Karl apartó la vista.
—No está exactamente descerebrado —dijo Antil en voz baja—. Orgánicamente, su cerebro no está dañado y se mantiene completo. Está meramente… desconectado.
—¿Cómo es que vive, Antil? ¿Por qué no se muere?
—Porque el sistema autónomo permanece intocado. Ponlo de pie y se tambaleará. Sujétalo, déjalo, y seguirá balanceándose. Su corazón late. Respira. Si pones alimento en su boca, lo tragará, aunque moriría de hambre antes de realizar el acto voluntario de comer la comida que le pusieras delante. Es vida… en cierto modo; pero sería mejor que muriera pues la desconexión es permanente.
—Es horrible… horrible.
—Es peor de lo que piensas. Estoy convencido de que en algún lugar dentro de esa corteza de humanidad, la mente, no dañada, existe todavía. Aprisionada y desvalida en el interior de un cuerpo que no puede controlar, ¿cuál puede ser la tortura de esa mente?
Karl se estremeció repentinamente.
—No conquistarás la Tierra con esta inexplicable brutalidad. Es un arma increíblemente cruel, pero no más que cualquiera de la docena que nosotros poseemos. Pagarás por esto.
—Por favor, Karl, no tienes ni idea de la millonésima parte del poder de este «Campo Desconectador». El Campo es independiente del espacio y quizá también del tiempo, de modo que su acción puede extenderse casi hasta lo infinito. ¿Sabes que se requirió tan sólo una descarga para abatir todo ser de sangre caliente de la desventurada Afrodópolis? —La voz de Antil sonó más tensa—. ¿Sabes que puedo abarcar toda la tierra con el Campo… y reducir de golpe a todos vuestros billones de criaturas al estado de muertos en vida?
Karl no reconoció su propia voz cuando protestó.
—¡Bestia! ¿Eres el único que conoce el secreto de ese maldito Campo?
Antil lanzó una risa hueca.
—Sí, Karl, la culpa es únicamente mía. Pero matándome no solucionarás nada. Si muero, hay otros que saben dónde encontrar la inscripción, otros que no sienten tanta simpatía como yo por la Tierra. Estoy perfectamente a salvo de ti, Karl, pues mi muerte sería el fin de tu mundo.
El terrícola se sentía completamente destrozado. No albergaba ni un fragmento de duda sobre el poder que los venusinos poseían.
—Accedo —murmuró—, accedo. ¿Qué he de decir a mi gente?
—Explícales mis condiciones y lo que puedo hacer si se presenta el caso.
Karl se apartó del venusino como si su roce fuera la muerte.
—Les diré eso.
—Diles también que Venus no es vengativa. No queremos utilizar nuestra arma: es demasiado horrible para ser usada. Si nos conceden la independencia en nuestros propios términos y nos permitís ciertas sabias precauciones contra futuras revanchas, lanzaremos nuestras cinco pistolas y la inscripción explicatoria en dirección al sol.
La voz del terrícola no alteró su susurro carente de tono.
—Les diré eso.
El almirante Von Blumdorff era tan prusiano como su nombre, y su código militar consistía simplemente en el empleo de la fuerza bruta. Así, pues, no extrañó a nadie que ante el informe de Karl reaccionara con burlas sarcásticas.
—Loco desamparado —bramó ante el joven—. Esto es lo que se saca de parlamentos, palabras, charlatanería. ¿Se atreve a venirme con esos cuentos de viejas sobre armas misteriosas de poder sin cuento? Sin la menor prueba, ¿ha aceptado lo que el verdoso le ha dicho? ¿No pudo tantear? ¿No pudo usted farolear? ¿No pudo mentir?
—Él no tanteó, ni faroleó ni mintió —respondió Karl—. Lo que dijo era la aplastante verdad. Si hubiera usted visto al hombre sin cerebro…
—¡Bah! Ésa es la parte más inexcusable de todo este miserable asunto. Le muestran un lunático, algún alterado mental y le dicen: «¡he aquí nuestra arma!». ¡Y usted lo acepta sin preguntas! ¿Ni siquiera le hicieron una demostración?
—Claro que no. El arma es mortal. No iban a matar a un venusino para darme gusto. En cuanto a enseñarme el arma… ¿le mostraría usted al enemigo sus golpes de efecto? Ahora respóndame a unas cuantas preguntas. ¿Por qué cree que Antil está tan seguro de sí mismo? ¿Y cómo se explica usted que conquistara todo Venus tan rápidamente?
—No puedo contestar, lo admito, pero¿prueba eso que la de ellos sea la explicación correcta? Sea como fuera, me estoy cansando de tanta cháchara. Vamos a atacar ahora y a la mierda con las teorías. Les soltaremos nuestros proyectiles y usted tendrá ocasión de comprobar el petardeo de porquería que nos devuelven.
—Pero, almirante, debe usted comunicar mi informe al Presidente.
—Lo haré… después de enviar Afrodópolis al más allá.
Se volvió hacia la unidad emisora central.
—¡Atención todas las naves! ¡Formación de combate! Vamos a bombardear Afrodópolis dentro de quince minutos.
Luego se volvió a Karl.
—El capitán Larsen informará a Afrodópolis de que tienen quince minutos para izar bandera blanca.
Los minutos comenzaron a transcurrir precipitadamente ante la ansiedad de Karl Frantor. Se sentó en completo silencio, la cabeza enterrada entre las manos, mientras el ruidito del cronómetro lanzaba una seca advertencia cada vez que las manecillas recorrían un minuto. Contó aquellos secos sonidos con murmullante susurro: 8… 9… 10.¡Dios!
¡Sólo cinco minutos para una muerte cierta! ¿O no era un muerte cierta? ¿Tenía razón Von Blumdorff? ¿Se habrían marcado un farol los venusinos?
Un ordenanza se precipitó en la sala y saludó.
—Los verdosos acaban de responder, señor.
—Bien. —Von Blumdorff se inclinó hacia delante.
—Dicen: «Suplicamos encarecidamente que la flota no ataque. De lo contrario, no nos responsabilizaremos de las consecuencias».
—¿Eso es todo? —soltó el otro.
—Sí, señor.
El almirante soltó un sulfuroso torrente de blasfemias.
—¡La flema que tienen! —dijo luego—. Han llevado sus baladronadas demasiado lejos.
Mientras decía esto, los quince minutos se cumplieron y la armada entró en acción. Las primeras naves se dirigieron en picado contra la nubosa capa que protegía el segundo planeta. Von Blumdorff sonrió apreciativamente, contemplando la operación ante una unidad de televisión… hasta que la formación de ataque, matemáticamente precisa, se desorganizó.
El almirante abrió los ojos desmesuradamente. La mitad de la flota más avanzada se había vuelto loca de repente. Primero, las naves estaban derivando; luego, en segundo lugar, disparaban desde ángulos absurdos.
Entonces llegaron comunicados de la mitad que quedaba sana: informes que anunciaban que las naves iniciales habían dejado de responder a la radio.
El ataque contra Afrodópolis fue inmediatamente interrumpido y se dio la orden de capturar las naves que habían fallado la primera intentona. Von Blumdorff se levantó, se volvió a sentar y se tiró de los pelos. Karl Frantor exclamó con voz mortecina:
—He ahí el arma —y cayó de nuevo en su constante silencio.
De Afrodópolis no se recibía la menor palabra.
Durante dos largas horas, el resto de la flota terrestre combatió contra sus propias naves. Siguiendo los cursos sin rumbo de las aturdidas embarcaciones, se lanzaban hacia ellas y las cercaban. Dispuestas en grupo, fueron descargados plenos chorros de cohetes hasta que el loco vuelo de las otras se equilibró y se detuvo. Veinte naves de la flota no pudieron ser atrapadas; unas continuaron en alguna órbita en torno al sol, otras se mantuvieron disparando contra el ignoto espacio y unas cuantas se estrellaron contra la superficie de Venus.
Cuando las naves dispersas que quedaban pudieron ser abordadas, los desprevenidos hombres que participaron en el abordaje quedaron aterrorizados. Setenta y cinco cáscaras humanas, desprovistas de juicio, podían verse en las naves. No había quedado ni un solo ser humano.
Los primeros en entrar gritaron espantados. Otros apartaron los ojos. Un oficial se percató de la situación de un vistazo y, echando tranquilamente mano de su pistola atómica, lanzó una descarga contra todos los seres descerebrados que tenía ante sí.
El almirante Von Blumdorff resultó afectado; parte de su primitivo orgullo y autoseguridad se vinieron abajo cuando oyó la noticia. Le fue presentado uno de los descerebrados y no pudo menos de sucumbir.
Karl Frantor le miró con ojos encendidos.
—Bien, almirante, ¿está satisfecho?
Pero el almirante no respondió. Empuñó su pistola y, antes que nadie pudiera detenerlo, se pegó un tiro en la cabeza.
Nuevamente se encontraba Karl Frantor ante una reunión del Presidente y su Gabinete, ante un desanimado y asustado grupo de hombres. Su informe fue completo y no quedó la menor duda del curso que debían tomar los hechos.
El presidente Debuc contempló al descerebrado conducido hasta allí como prueba.
—Estamos acabados —dijo—. Tenemos que rendirnos sin condiciones y postrarnos en demanda de piedad. Pero algún día… —Sus ojos relampaguearon como compensación.
—¡No, señor Presidente! —exclamó Karl—. No habrá ningún otro día. Debemos dar a los venusinos lo que les corresponde… libertad e independencia. Lo pasado pasado está: nuestros muertos han pagado por medio siglo de esclavitud venusina. Tras esto, debemos acceder a un nuevo orden en el Sistema Solar: al nacimiento de un nuevo día.
El Presidente inclinó la cabeza para meditar y luego la alzó nuevamente.
—Tiene usted razón —dijo con decisión—. No habrá ningún propósito de venganza.
Dos meses después se firmó el tratado de paz y Venus se convirtió en lo que había sido antaño: un poder soberano e independiente. Y con la firma del tratado un proyectil fue lanzado en dirección al sol. Se trataba del… arma demasiado espantosa para ser usada.